José Bergamín, que desde el comienzo acompañó a su generación con la cohetería de sus aforismos, con las paradojas de sus ensayos, es sin embargo un poeta tardío. En plena guerra civil, cuando adoptaba las más extremas posturas políticas, asombró a Antonio Machado con sus «Tres sonetos a Cristo crucificado ante el mar», publicados en Hora de España, y que tenían el torturado empaque del barroco mejor (junto al magisterio, inevitable, de Unamuno). Pero el Bergamín poeta más característico no fue por esa línea del conceptismo, la gran retórica y el ingenio, para la que estaba excepcionalmente dotado, sino por otra bien distinta: la poesía que viene de los cancioneros populares, la que prefiere el verso de arte menor y la rima pobre, y que encuentra en Augusto Ferrán y en Bécquer dos de sus nombres más característicos. Desde La claridad desierta (1973) hasta Esperando la mano de nieve (1983), de tan becqueriano título, Bergamín fue escribiendo rimas y más rimas, coplas y más coplas, sin importarle la reiteración, el riesgo -evidente- de la monotonía. Los poemas de La claridad desierta -según subraya Ramón Gaya en el epílogo al volumen- «han sido escritos por el Bergamín más despojado, más interno; son los poemas de un versificador muy reciente, en colaboración, diríamos, con un hombre de setenta años, o sea, pleno, completo, lo que dará, pues, a esos poemas, una condición privilegiada de madurez juvenil -una juventud madura, en cambio, no es posible- y una transparencia, una "claridad" única, última».
Poesía casi adolescente, en paradoja muy suya, la del último Bergamín, poesía en la que el viejo escritor, que se sabe todos los trucos del oficio, abjura de su maestría, y juega a que la poesía se confunda con el suspiro, sea sólo voz del alma, soplo del espíritu. En los mejores momentos alcanza la ligereza y la gracia de la poesía popular.
Obra poética
Rimas y sonetos rezagados, Madrid, Renuevos de Cruz y Raya, 1962.
Duendecitos y coplas, Madrid, Renuevos de Cruz y Raya, 1963.
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La claridad desierto, Málaga, Litoral, 1973. Epílogo de Ramón Gaya.