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Alguna vez escribimos en el Prefacio de un opúsculo de Historia Médica: «César Borja si bien nació en Quito el 6 de febrero de 1851, pasó su infancia, juventud y edad adulta en Guayaquil, por cuya razón ha sido considerado siempre como una de las grandes figuras de la ciudad de Olmedo. Hombre múltiple, como los del Renacimiento, con un viejo abolengo que se remonta hasta el duque de Valentinois, de la familia de los Borgia, reunía condiciones de escritor, político, parlamentario, economista, pedagogo, espadachín y poeta»
. Todo en una pieza.
Otros juzguen su personalidad polifacética bajo diversos ángulos. Nosotros sólo vamos a enfocar su aspecto literario, su labor de hombre de Letras. Muy niño lo trajo su padre a Guayaquil, donde se educó en el Colegio Particular del señor Echanique. Allí el doctor Navarro lo familiarizó con el latín y el cultivo de los clásicos. Ese latín que la furia jacobina en el Parlamento desterrara de los centros docentes, confinándolo a las Iglesias y Conventos, so capa de que era idioma de curas, siendo así que para el médico, jurisconsulto, literato, etc., se convierte en una arma de cultura, en una cantera de ilustración en todo tiempo.
—142→Así pudo leer en su lengua vernácula a Horacio, Virgilio, Ovidio y otros maestros de la antigüedad, forjándose una disciplina clásica y expresándose en verso y prosa con elegancia y propiedad como los mejores artífices de nuestro idioma.
Las nuevas promociones literarias, poco o nada saben de este ilustre poeta, de este magnífico bardo, uno de los grandes del Parnaso Ecuatoriano. Como ignora a otra figura excelsa de la lírica nacional, al poeta guayaquileño Nicolás Augusto Gonzales, contemporáneo del anterior. Pero ya es tiempo de hacer una revisión de las valiosas figuras del pasado, de continuar con la edición de nuestros clásicos y contemporáneos de valía, pues como pocos países contamos con una tradición intelectual de la que podemos enorgullecernos justamente.
Este poco conocimiento se debe a la escasa difusión que tienen las obras de los autores nacionales de otro tiempo, como a la parquedad de las ediciones y a la época en que fueron dadas a la imprenta. Tenemos a la vista Flores Tardías y Joyas Ajenas, así intitulada porque se trata de producciones propias y traducciones de poetas franceses. La recopilación en libro sería tardía, cuando el poeta tenía 58 años, pero los versos no, pues fueron apareciendo sucesivamente, en las revistas literarias guayaquileñas de 1900 y años subsiguientes.
Dicha obra fue impresa en Quito, en 1909, en la Casa Editorial de Proaño, Delgado y Gálvez, inexistente ahora, como la propia obra que se ha vuelto un incunable. Se trata de una antología constante de 412 páginas y que contiene 44 composiciones originales y 59 traducciones, como si hubiese dado más importancia a estas últimas, siendo los poetas traducidos Baudelaire, Leconte de Lisle, Paul Verlaine, Sully Prudhomme y José María de Heredia. El haber incluido dos poetas parnasianos ha hecho que muchos escritores se sientan obligados a llamar parnasiano a Borja, —143→ siendo así que -en nuestro concepto y en el de cualquiera que vea claro en literatura- Borja es un poeta de formación clásica, con estro romántico, y, en cierto modo, modernista. Pero ya volveremos sobre esta cuestión. La composición poética más antigua de su libro está firmada en 1898 -hace sesenta años- y la más reciente en 1908. No figuran allí: «Madre», elegía publicada en Costa Rica en 1899; «Patria», oda dedicada a Dolores Sucre; «Raza de Víboras», cuyo texto tenemos a la vista, publicada en el mismo país centroamericano, con igual fecha, (Imprenta y Librería Española de María Vda. de Lines), como muchas otras poesías que aparecieron en revistas y diarios nacionales. Tampoco aparece la magistral «Cantata», publicada en Quito, (Imprenta Nacional, 1909), y puesta en música por el maestro Domingo Brescia, Director del Conservatorio, y dedicada a la Exposición Nacional del Centenario. Esto último es más inexplicable, pues la edición de Flores Tardías y Joyas Ajenas, apareció en 1910, posteriormente a la publicación de la «Cantata», justamente el año en que ocurrió la muerte del autor de la obra. Libro que se publicó sacrificando buena parte de la producción lírica de nuestro autor, y que acaso él no logró verlo, ni pudo corregir las pruebas, pues aparece con algunas erratas tipográficas.
Dijimos, al principio, que Borja era un hombre múltiple, si bien su profesión era la de médico, con cultura humanística, que le predisponía a labores literarias. Pero su temperamento fogoso y espíritu combativo, incluso en el terreno médico, (lo conocimos personalmente y recordamos haberle visto usar un grueso bastón que remataba en una maciza bola de plata, en la que había hecho grabar la palabra «moral médica») le hizo terciar en la candente política de su tiempo, por lo que sufrió persecuciones y destierros, siendo extrañado del país durante la administración del Presidente Caamaño, llamada de los «progresistas», como se autodenominan los filo-comunistas —144→ de hoy. Posteriormente fue desterrado por el Dictador Supremo General Alfaro en 1895, reconciliándose después con el Caudillo y siendo llamado por él para ocupar, sucesivamente, las Carteras de Instrucción Pública, Hacienda y RR. EE., en la última administración del Jefe liberal.
Una vida tan agitada no era propicia para el cultivo de las Letras, pero el precursor de la Independencia, Espejo, es paradigma de estas aptitudes y actividades. Se daba tiempo para conspirar, ejercer la medicina y escribir obras literarias. Y, en Guayaquil, contemporáneamente, el doctor F. Martínez Aguirre, desempeñaba alternativamente sus funciones de cirujano, político militante y director de periódicos de oposición, para los cuales aportaba él mismo sus versos, y dibujos.
La época en que apareció Borja en la arena literaria, no era la más propicia para el cultivo de la inteligencia, si él era un gladiador de raza, las luchas políticas que se disputaban con encono el Capitolio, no lograrían apartarle de su afición por las bellas letras. Agonizaba el partido conservador, a la sazón en el Poder, y luchaba el Partido Liberal-Radical por adueñarse del mismo ya que en el Ecuador sólo hay dos partidos, y esto es aplicable a todas estas democracias semi-bárbaras -el de arriba y el de abajo-. Los radicales se han vuelto ahora marxistas, si bien este enunciado hay que leerlo antes que oírlo, a causa de su eufonía equívoca, pues no son marxistas como los que lucharon contra la dominación extranjera de Flores y sus tauras, sino fanáticos del judío alemán Karl Marx, y, al contrario de los anteriores, dependen del Kominfort y se alimentan del pienso de Moscú.
Como aquella era una época de agitada vida republicana, en que la Democracia era un mito, ya que deambulaba como una bacante ebria que andaba de bracero de un sileno que entre nosotros era un sans culotte criollo, especie de taura redivivo, sembrando —145→ el espanto y la violencia, Minerva huía del lanzón de Marte.
Por eso, un crítico lojano dice que como estábamos ocupados en matarnos, «el despertar lírico en los países indo-hispanos se produjo al finar el siglo, con
la aparición rubendariana»
. Pero no es menos cierto que otros pueblos que compartían igual ocupación -Cuba y Colombia-, ya habían dado un Julián del Casal y un José Asunción Silva y el Ecuador un César Borja, los tres precursores del modernismo en sus países, y que escribían en 1895, época de nuestras matanzas. Igual que las de Cuba, que luchaba por su independencia con José Martí -otro precursor- mientras en Colombia, a la muerte de Núñez, en 1894, los liberales emprendían la guerra civil contra el presidente Caro, y cosa semejante ocurría en otros países de este Continente.
El aficionado al estudio de las Letras, el que quiera conocer la producción de los grandes ingenios nacionales, tendrá forzosamente que recurrir a las bibliotecas y a los amigos del archivo del pasado, pues las obras de aquellos no han sido reimpresas, ocupadas como están las editoriales que pueden hacerlo en imprimir la literatura que se ha dado en llamar de vanguardia, en la que logran tiradas múltiples, novelas tendenciosas, de denuncia social como dicen sus autores, que se creen marchar en primera fila y no son sino epígonos de Mariano Azuela, (nacido en 1873), o en producir panfletos fustigantes, bautizados como ensayos, estilo González Prada, o en perpetrar versos revolucionarios en el fondo y forma, a imitación de Vallejo y de Neruda.
Si a esto se añade que editar un libro, en otros tiempos era obra de romanos ricos, teniendo en cuenta la sordidez de las Casas Editoras y que los escritores no han andado nunca holgados de dinero, así como que en las dos primeras décadas de este siglo contábamos con un crítico terrible, docto de verdad, —146→ pero intransigente con todo lo que no fuera cultura humanista y reglas de Retórica, llegando a silenciar a más de uno que quisiera desentonar en ese campo -sabe el lector que nos referimos al maestro Calle-, es de presumir que la producción literaria en forma de folleto o libro fuera restringida y de una parvedad extraordinaria. Contrastando con lo que ocurre ahora, que el intelectual que cultiva las tendencias de última data, si es marxista tenga acogida unánime en imprenta y encuentre eco clamoroso en cenáculos literarios. Y cada vez que perpetra algo, halla una ecolalia de psitacos para aplaudir sus producciones. Y la cosa no para allí. Filiales rojas de Moscú, Bucarest y Praga, traducen esas elucubraciones e incluso aparecen en lenguas y dialectos exóticos: en el chino de Mao-Tze-Tung, en el hindú de Nehru y hasta en el egipcio de Nasser.
Y todavía hay que añadir algo más en el caso particular de César Borja. Su profesión era la de médico, y a ratos perdidos -o ganados- se dedicaba al
cultivo de las Musas: casi un delito en esos y en los actuales tiempos. El mismo autor de Flores Tardías y Joyas Ajenas, nos lo dirá en su libro, y en un breve Prefacio a una poesía dedicada a su hermana, en 1901: «Tenga la crítica sorda y la gramática parda, nueva ocasión para censurarme y digan que el médico que escribe versos no es médico ni nada... Mi profesión es la de la Medicina; a estudiarla sacrifiqué los mejores años de mi adolescencia y de mi juventud, y a aprenderla y a ejercerla me dedico hace más de veinte y cuatro años. Pero como la vida sin ripios no es vida, adopté dos vicios compatibles con mi dignidad; y estos vicios son el tabaco y los versos, los cuales no dan materia de escándalo en la sociedad ni de mal ejemplo para mis hijos»
.
Desgraciadamente el prejuicio existe, afirma don Isaac J. Barrera en su Historia de la Literatura Ecuatoriana. Existe aún en países más civilizados. Recordemos los versos de Baudelaire:
—147→
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Y que podríamos traducir de esta guisa:
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Entre nosotros no se concibe un Ramón y Cajal, un Marañón o un Laín Entralgo. Ni siquiera un Juarros, Vallejo Nájera o Sacristán. Por eso, Ingenieros que cultivaba una disciplina tan seria como la psiquiatría, pero que al mismo tiempo era un valioso literato, escribía hace más de tres décadas: «en las aldeas no se concibe el médico escritor; las ciudades más cultas consienten alguna licencia a sus galenos. Un espíritu superior, aunque médico será rebelde; aún costándole reputación y clientela, será pensador o artista en todo cuanto escriba. En las demás profesiones existe, de igual modo, una compacta mayoría de espíritus mediocres. Es bueno que así sea. Conviene para el ejercicio profesional, y aun para cierto adelanto de la ciencia, que
existan muchos médicos, cerrados a toda profana tentación. Ellos son los héroes oscuros del reparto domiciliario de la receta... Hay colega que no concibe la ciencia más allá de la aplicación de oportunos enteroclismas e insaciables ventosas... Carecen, en cambio de ideas claras del universo que los contiene, la vida que viven, la sociedad en que actúan, las ideas que piensan. Les falta lo más íntimo, la introspección psicológica. Fuera de sus casos el mundo no existe. Se burlan sin recato de los que, además de eso, buscan elevar su espíritu, explorando el follaje del árbol de la ciencia, del arte, de la filosofía. A un médico "serio" nadie le averigua si es comerciante, alcoholista o jugador, pues son asuntos privados;
—148→
pero si el médico piensa y escribe está perdido; todos le juzgan y le condenan, lo mismo el público que sus colegas. La sentencia es injusta: mientras otros se distraen en diversiones de gusto equívoco, nada hay reprochable en que algunos cultiven las inclinaciones más nobles del humano ingenio».
Larga la cita pero necesaria, aquí donde crecen más los cretinos que los atenienses. Indispensable en este medio donde han florecido ingenios tan capaces y versados en disciplinas estéticas, como Martínez Aguirre, Espinoza Tamayo, Hidalgo Nevárez y Wenceslao Pareja.
A propósito de este último siempre recordaremos que en el acmé de su ejercicio profesional, nos dijo que estaba resuelto a vapulear a Medardo Ángel Silva, quien tenía a su cargo la página literaria de «El Telégrafo», si volvía a reproducirle versos sin su con sentimiento. Y es que la mayoría de las gentes, el hombre de la calle, -como se ha dado en decir hoy- «ese que cocea y no entiende»
, según frase de Ortega Gasset, se
imagina -como escribe Ingenieros-, que «el Diploma de Médico confiere título de analfabetismo al que lo recibe»
.
Por eso, cuando publicamos nuestro libro de versos, lo hicimos con pseudónimo, para ponernos a cobro de Zoilos y Aristarcos. No obstante lo cual, fuimos zaheridos por un crítico pardo, como diría Borja. ¿Quién de los lectores recuerda que Schiller fue médico militar, como fue galeno Rabelais? Han pasado a la historia de la literatura con más títulos que a la de la medicina. Y es que ocurre que cuando un hijo de Esculapio asume otra actividad, especialmente política, ésta opaca a otra. Es el caso de Espejo, entre nosotros. El de Clemenceau, en Francia. Incluso han pasado algunos a la filatelia. Espejo, en 1789, como precursor de la Independencia y Padre de la Patria, más bien que como autor de Reflexión sobre las Viruelas de Quito, o como médico del Hospital —149→ San Juan de Dios. Cúpole a EE. UU. iniciar la serie de médicos en sellos postales, en 1869, si bien no aparecían como tales, sino como firmantes del Acta, de la Independencia. Eran los siguientes: John Bartlett, Lyman Hall, Benjamin Rush y Oliver Wolcott.
César Borja, para la generación actual, resulta un poeta un poco olvidado, como era el sabio guayaquileño del tiempo colonial doctor Pedro Franco Dávila, antes de que lo exhumara recientemente el doctor Abel Romeo Castillo. No menos preterido que Nicolás Augusto González y Emilio Gallegos del Campo, otros dos poetas de verdad, maestros del ritmo y de la rima y que vivieron en la época de Borja. Ninguno de esos dos aparece en las antologías contemporáneas, incluso en la que editó el «Grupo América», en 1944, y que reviste un criterio selectivo e imparcial, al revés de otras a los poetas que cantaban a la hoz y el martillo y ahora entonan himnos a la paz, en una especie de ofensiva o consigna en la cumbre, demasiado cándida, denostando contra la bomba de hidrógeno, los que no se conmiseraron de las atómicas arrojadas sobre Nagasaki e Hiroshima, ni de la bestial masacre del pueblo húngaro, realizada por las hordas tártaras y mongolas del Soviet. Entonan cánticos a la paz, decimos, en una actitud que si no fuera pueril sería sospechosa, pues se trata seguramente de la paz de Varsovia y no de la romana, que viene predicando el Supremo Pontífice Católico y sus ministros, diariamente en los altares, hace más de veinte siglos.
Un crítico ecuatoriano que tiene gran prestigio, pero que peca de apasionado y de parcial, dice que «antes de 1900 no hubo si no raras prolongaciones
de literatura española, con cierto sabor de jacobinismo
—150→
suizo»
. Lo malo es que de este último movimiento que preparó la revolución francesa con la declaración de los Derechos del Hombre se ha pasado al marxismo, con la negación de esos principios, como es el
caso de la Dictadura roja, régimen totalitario, disfrazado con el nombre de democracia del pueblo. Lo cierto también es que el enunciado que citamos pudo haber tenido efectividad en las ciudades colgadas en los riscos
de los Andes, en lo que se refiere a verso y prosa, pues «más interesante que declamar sobre revoluciones es hacerlas»
. Esos ecos se refieren a Antonio J. Toledo que prolongaba a Bécquer, en Quito. En Cuenca, a Remigio
Crespo Toral que continuaba la resonancia de Núñez de Arce. Y en Ambato, a Juan Montalvo que más que a Juan Jacobo imitaba el estilo de los panfletarios franceses, tipo Rochefort y Cornemin.
La cierto también es que, en Guayaquil, donde se han gestado las revoluciones políticas y literarias, éstas últimas tanto en verso como en prosa, ya antes de finar el siglo XIX se oían acentos nuevos en la lírica. Poetas que cantaban con una nueva sensibilidad, trasmitida de Francia, cuyos modelos leían en su propio idioma, como en el caso del propio Borja, de Nicolás Augusto González y de Gallegos del Campo. No es menos cierto, asimismo, que Azul, de Rubén Darío, editado en Valparaíso en 1888, lo conocimos algo después, y fueron los versos de Borja y de González los que dieron la tónica modernista a las generaciones posteriores, como Fálquez Ampuero, Chávez Franco, Víctor Hugo Escala, Miguel Neira, Eleodoro Avilés Minuche, Borja Cordero, hijo del poeta que comentamos.
Influencia que se prolongó hasta 1920, época en que la prosa literaria pasó a ser herramienta de lucha social, unas veces martillo, otras guadaña, y la poesía una musa sibilina de clave criptográfica.
Asegura Paul Valéry que la poesía es un conflicto entre el sonido y el sentido. Para los poetas de hoy —151→ no existe ese conflicto. Se han liberado del sonido. Y, a veces, del sentido.
A Borja lo ubican algunos críticos entre los poetas parnasianos. Un texto de literatura «ad usum scholaris» escribe acerca del autor: «uno de los grandes poetas del Parnaso Ecuatoriano»
, con frase que se presta al equívoco, pues lo mismo quiere decir que fue uno de los más altos líridas nuestros, o que -en realidad- fue un poeta parnasiano. Pero, veamos que significa éste concepto. Parnasianos fueron los poetas que sucedieron a los románticos y neo-románticos, hartos de cantar lagos y sauces, «como Musset y Lamartine»
. Poetas sensoriales por excelencia antes que subjetivos. Cultivadores de un género literario que Theófilo Gauthier consideraba como «una transposición a la poesía de los procedimientos de las artes plásticas»
. Y que Guyau creía: «transportar la estatuaria a la poesía»
. Se les ha tildado, en efecto, de glaciales a fuerza de marmóreos, porque en un regreso a la Hélade a través del Renacimiento, esculpían sus estrofas como Fidias. Cincelaban sus versos como Cellini o Miguel Ángel. Sus más altos representantes fueron Leconte de Lisle, Gauthier y Heredia. Nos han dejado Poemas Bárbaros, Esmaltes y Camafeos, y Trofeos, entre otras piezas de incomparable valor, respectivamente. Joyas de la
más pura euritmia verbal. Jamás llegó a tan alta expresión la magia de la palabra. No comprendemos cómo existan seres que se queden impasibles ante esas obras de arte. Sería como no manifestar emoción ante la Venus de Milo o frente a un cuadro de Delacroix. A menos que se prefiera una estatua de Kandinsky o un cuadro de Picasso. Cuestión de gustos.
Borja fue en cierta forma un poeta parnasiano a través de algunos sonetos impecables, pero en nuestro concepto fue uno de los últimos románticos, (¿quién
que es poeta no lo es?, escribió alguien), y de apreciable herencia clásica, pero iniciado en los secretos de la nueva métrica y acoplado a la moderna sensibilidad
—152→
que trasmitía Rubén Darío con el ritmo de su caracola, al extremo de que consideremos a Borja, por mil títulos, precursor del modernismo en el País. Fue también un poeta naturalista, en el sentido biológico
de la palabra -nativista dicen hoy-, porque cantó a la naturaleza que le rodeaba, a las verdes vegas de Esmeraldas, a las linfas del río Guayas, a los nevados de Pichincha, Cayambe e Ichimbía, al paso trepidante del ferrocarril de Guayaquil a Quito, al paisaje montuvio de Samborondón, y aquí será oportuno señalar que Borja, hombre de humanidades y miembro correspondiente de la Academia Ecuatoriana, correspondiente a la Real
Española de la Lengua, escribía ese vocablo vernáculo con v lavidental. También cantaba a las playas de Santa Elena, y, en esa ribera oceánica, compuso un poema en octosílabos denominado «Footboll» en 1906, elogiando la habilidad deportiva de dos equipos que practicaban ese deporte británico. Aquello ocurría en los albores del siglo XX, adelantándose con mucho a Parra del Riego, autor de su famoso «Poliritmo». Consignamos este dato en «esta era deportiva y festival»
, «porque creemos que ningún otro poeta hispanoamericano, escribimos así y no indoamericano, porque estamos unidos bajo el imperium de la lengua»
porque creemos -repetimos-
que ninguno hubiera cantado con mayor énfasis al balón-pie.
César Borja era un poeta clásico en el fondo, neoclásico si preferís llamarlo, pero de factura modernista en alguna de sus composiciones y arrastrando una herencia de cantor romántico de la que no podía evadirse. Prueba de lo anterior es su Oda, «Fin de Siglo», dedicada al Mariscal de Ayacucho, y firmada a fines del siglo XIX, compuesta en sonoros endecasílabos, pero sin la entonación pindárica de Olmedo. No obstante
lo cual, un crítico tan autorizado como don Remigio Crespo Toral, en su Estudio sobre Poetas Hispano-Americanos, anota: «poderoso para la evocación de la Historia, está llamado a representar en
—153→
el arte nacional la nota más alta: la épica en el sentir de la palabra»
. Pero no perseveró en el género. Para respaldar nuestro aserto de que Borja fue el precursor de los modernistas basta citar al indiscutible
crítico don Isaac J. Barrera, quien en su magnífica Historia de la Literatura Ecuatoriana, asevera lo siguiente: «la primera repercusión literaria que alejaba al escritor de la modalidad cultivada preferentemente en nuestro país, se la debe a César Borja, 1852-1910»
. Conviene rectificar la fecha de su nacimiento que todos sus biógrafos la fijan equivocada, siendo así que nació en 1851, dato consignado por su señora hija doña Rosa Borja de Ycaza, distinguida cultora de las Letras, y quien nos lo ha comunicado verbalmente. El escritor Barrera, inapelable crítico, añade lo que sigue: «nació en Quito, pero toda su niñez y su juventud, la
educación y el ímpetu vital, recibieron la influencia del litoral, y, especialmente, de Guayaquil. Guayaquileño fue por formación y afectos»
. Fue, pues, guayaquileño por prescripción, según el Código Civil, como diría Juan sin Cielo.
Su predilección para traducir poetas franceses: parnasianos y simbolistas, en lugar de verter a nuestro idioma a Racine, Molière, o siquiera Hugo, el de Los Castigos, de quien tiene el élan vital, está probando el acorde de su nueva sensibilidad, mientras sus contemporáneos recordaban por sus versos a Quintana, Núñez de Arce y Bécquer.
Borja usó la turquesa clásica para vaciar sus versos. Tiene sonetos con endecasílabos perfectos, como los usados por Petrarca e introducidos por Boscán en la Península. Igual en acentuación a los atribuidos a Santa Teresa:
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compuesto de versos yámbicos, o de sáficos que han menester ser acentuados en la 4.ª, 8.ª y penúltima sílabas como el tan conocido de Góngora:
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Pero nunca sus endecasílabos gozaron de la licencia de los del maestro Rubén, quien en una misma estrofa, hacía combinaciones de yámbicos, dáctilos y hasta provenzales. Recordad la «Balada en honor a las musas de carne y hueso».
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Usa también Borja el metro mayor en el alejandrino, que es más el de Ronsard que el del Arcipreste de Hita o el del Libro de Alejandro. Pero no el cultivado en la época medioeval, donde aparecen aconsonantados los cuartetos entre sí, sino rimando el primero con el tercero y el segundo con el cuarto, y con acentos en las sílabas sexta y decimotercia. Compuestos de dos hemistiquios perfectos, donde los heptasílabos aparecen casi separados por la pausa de cesura, al revés de los usados más tarde por Darío en su «Epístola a Lugones» y por Gabriela Mistral en «El Ruego».
Recurre al octosílabo, pero no en forma de romance, molde resucitado por los poetas modernos y que no es sino un poema de gesta; un poema de caballería en miniatura -como dice Menéndez Pelayo-, en su ilusión de acercarse los nuevos poetas al pueblo. Vana ilusión, pues asegura el crítico francés Benjamín Cremieux, que si se quiere un arte para el pueblo por fuerza tendría que ser un arte de segundo orden.
En su «Cantata», con motivo de la Exposición Nacional, introduce variedad de ritmos: endecasílabos, octosílabos, hexasílabos, heptasílabos y alejandrinos.
En su registro lírico no encontramos el eneasílabo tan preferido por los poetas modernos, a partir de los —155→ simbolistas, especialmente. No son los eneasílabos del poema de «Santa María Egipciaca», sino más bien los que recuerdan a Espronceda, Iriarte, Laverde, cuyos metros inmortalizó don Marcelino llamándoles irartino, esproncedaico y laverdaico. «La Canción de Otoño en Primavera», escrita en eneasílabos modernos por el genial nicaragüense no debió ser del gusto del espíritu conservador-literario del maestro santenderino. Como que no simpatizaba con el genio chorotega, pues al leer el «Pórtico» para el libro de Salvador Rueda, y encontrar el verso:
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expresó que era el ritmo de gaita galaica, usado antiguamente:
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Tampoco encontramos en Borja los tercetos de arte mayor, ni mucho menos aconsonantados entre sí, a manera de los simbolistas franceses -Haracourt, por ejemplo-, ni siquiera los de arte menor, como en el poema de Darío dedicado a Goya:
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De haber escrito tercetos los hubiera hecho como los de La Divina Comedia. No nos cabe duda.
La décima la cultivó el poeta a la manera clásica. Como lo hicieran Zorrilla y Campoamor, pero lejos de imprimirle la modernidad que años más tarde le diera Herrera y Reissig.
En el libro que comentamos, después del Prólogo, figura una composición de metro alterno: versos de catorce sílabas con eneasílabos, a causa del octosílabo agudo. No nos resistimos a reproducir íntegra esa composición que es una pieza de Antología:
—156→Hay algo allí de la desolación de Rolla, de Manfredo, de Leopardi, en este poeta filosófico como Guyau, el de «Genetrix Hominumque Deumque», pero su lira es multicorde, y, pronto, nos hará oír otros acentos. Pero antes reproduzcamos una estrofa más del mismo poema que bien hubiera podido firmarla Rubén Darío, el del «Responso a Verlaine», escrito en 1896 y que debió conocer Borja, pues evoca algo de su ritmo y combinación métrica; cuando escribió «Piedades»:
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Lamentablemente no tiene fecha, pero las que le siguen en el libro, llevan los años de 1885, y, en adelante. Lo que bien puede indicar que fue escrita diez años antes de la renovación lírica en el Continente.
Como ejemplo clásico de un soneto modernista, vamos a copiar «Pan en la Siesta». Es el primero de un tríptico, fechado en Esmeraldas el año de 1882. Cuando —157→ sus contemporáneos cantaban como Meléndez Valdez y Jovellanos. Y los más audaces como Campoamor y Núñez de Arce. He aquí el soneto:
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No se puede negar que es paisaje copiado por la retina de un poeta que parece parnasiano. Pero en todo el Tríptico, como en el resto de su obra no menudea la palabra bucólica, tan grata a Virgilio, ni las Filomelas, Cloris ni Bathylos tan consustanciales con poetas como Meléndez Valdez. La evolución de Borja era, pues, moderna, con raigambre clásica. A pesar del sabor romántico de algunos de sus versos.
En la «Oda a Sucre», escrita a fines del siglo XIX, aparece realmente heroico, como si un demiurgo hubiera compuesto esos versos de raíz telúrica:
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Hay en estos versos un aliento cósmico y un espíritu vaticinador, a un mismo tiempo.
Por eso el eminente crítico y poeta doctor Remigio Crespo Toral, en su publicación: Poetas Hispano Americanos, dice de Borja: «El doctor Borja no es poeta
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de una sola cuerda, ni posee las alas para volar en un solo espacio. Es poeta en la extensión de la palabra, es decir, alma sonora que responde a todas las impresiones y se mueve a todos los vientos del arte. Vigoroso,
de músculos de acero, luchador, juez de las multitudes, poderoso para la evocación de la historia, está llamado a representar en el arte nacional la nota más alta: la épica, en el sentir de la palabra»
.
Sensiblemente no prosiguió en ese camino, no quiso recoger la lira de Olmedo que había tenido acentos pindáricos en el «Canto a Junín».
La entonación heroica, si bien no ya en odas, sino en alejandrinos de corte moderno, vuelve a aparecer en la composición «Los Héroes», dedicados a los bomberos de Guayaquil. He aquí unas estrofas:
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Nadie como él cantó a los abnegados legionarios de la casaca roja. Y es que, probablemente, si no asistió al devorador incendio del 95, presenció el devastador flagelo que consumió en llamas casi medio Guayaquil en 1906.
Otro soneto, que es un fragmento de epopeya patria y que no le cede en primor al de Numa Pompilio Llona: «La Bandera de la Patria» y que figura en los textos de instrucción primaria, es el denominado:
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En Borja había la perfección lírica en el verso. Atendía a la eufonía, al metro y cadencia en las estrofas. Su ímpetu fogoso no le restaba melodía. Componía de acuerdo con las leyes de la preceptiva. Había música en sus rimas, pero no en tono menor, sino una especie de sinfonía heroica. Por eso exclamaba nuestro poeta:
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Obsérvese la propiedad en adjetivar, como una herencia de Flaubert, que se convertiría después en obsesión en el gran poeta parnasiano de Guayaquil, doctor Francisco Fálquez Ampuero.
Borja es un poeta de naturaleza tropical, por el arrebato lírico que pone en sus estrofas, aunque a ratos sea romántico como el autor de «volverán las oscuras golondrinas»
, y otras veces sea poeta sentimental, como se manifiesta en la «Elegía» dedicada a su madre, desde el destierro.
Pero en toda su obra predomina la pauta lírica, la música verbal de las estrofas, sea que cante como un nictálope a la noche, o esmalte una puesta de sol sobre el río Guayas. Por esas cualidades, el Prof. Augusto Arias; afirma: «César Borja, uno de los poetas mayores de la Patria, anticipa en su verso dúctil y sonoro, los aciertos musicales de las rimas modernas. Por lo acabado de la estrofa, pudiera ser incluido entre los Parnasianos, si no le distinguieran las notas de un romanticismo templado y la visión realista de la Naturaleza que le sirvió para sus mejores cuadros»
. En efecto, Borja tiene una visión directa de las cosas que le rodean, y
cuando canta a la naturaleza, parece que escribiera sobre un caballete de pintor, antes que en su despacho personal.
En Borja, dijimos, al principio, había múltiples personalidades: el médico, el poeta, el tribuno, el político, el Ministro de Estado, etc., pero nosotros lo enfocamos sólo bajo dos aspectos: el de poeta original y el de traductor. La segunda parte de su libro precitado: Joyas Ajenas, se refiere a esta labor.
El sagaz escritor lojano, don Alejandro Carrión se refería a la tarea de los traductores guayaquileños, —162→ cuya tradición se remonta hasta Olmedo, continuando con Baquerizo Moreno, Víctor Manuel Rendón, Wenceslao Pareja, J. Pino de Ycaza y otros. Arte que parece poco apreciable para el lector común, pero que no pasa desapercibida para el intelectual de altos quilates, que compara con el texto original, para consultar si se trata de verdaderas traducciones o de versiones y paráfrasis.
Labor que tampoco figura en los textos corrientes de preceptiva, como género literario, proscrito de los mismos, igual que la oratoria y el periodismo. No obstante, la labor del traductor honesto es ardua. Porque tiene que ceñirse al modelo original en lo posible, y si se trata del latín, salvando el temible hipérbaton al que era tan aficionado Góngora.
En nuestro concepto, la labor del traductor es la de un verdadero orfebre. Tiene que hacer una labor de filigrana o taracea, o bien de ataujía, como cincelando la empuñadura de una espada toledana. Tiene que conocer desde luego el idioma extraño, y mucho más el propio, puesto que se le da un verso con pie forzado, y ha menester encontrar varias acepciones al vocablo para la concordancia de la rima, sin que desmerezca el texto original. Alguna vez dijimos que poetas de primer orden resultaban traductores de segunda clase y viceversa. Con Horacio hemos podido observar esto. En la traducción de la «Oda a Mecenas», nos parecen más fieles, a pesar del hipérbaton y elipsis, los poetas J. Joaquín Pesado, Felipe Sobrado y Javier de Burgos que el gran poeta fray Luis de León. Lo mismo podemos decir de los traductores de los poetas parnasianos y simbolistas de fin de siglo. Nos parecen mejores algunas traducciones de Díez Canedo y Eduardo Marquina que las del genial poeta uruguayo Herrera y Reissig. ¿No será que hace falta, algo más que conocer idiomas y ser buen poeta, para convertirse en un traductor apreciable? ¿No será la suya una labor de orfebre, de miniaturista o de retocador de cuadros?
—163→Lo curioso de estas traducciones es que son en mayor número que las propias composiciones del autor. Como si éste hubiera cifrado su orgullo en su labor de traductor. Corresponden en su mayor parte a Baudelaire, José María de Heredia, Paul Verlaine, Leconte de Lisle y Sully Prudhomme. Entre ellos, dos poetas difíciles de traducir: el autor de Flores del Mal y el de Fiestas Galantes.
Notable es también que Borja como Fálquez Ampuero, nuestros grandes traductores, hayan escogido entre sus modelos a Baudelaire, siendo los dos de temperamento extravertido, de dynamis sin freno, para usar la expresión de Jung. Lo de la torre de marfil, era sólo un refugio para escribir sus versos. Con Leconte de Lisle y Heredia, se explica mejor el caso, pues ambos maestros franceses eran poetas olímpicos.
Traducían, pues, a Baudelaire sin transigir con sus vicios, por amor al arte. Como se traduce a poetas que no han hecho un secreto de la homosexualidad: Wilde, Rilke y Walt Whitman.
Traducían a Baudelaire en una época muy anterior a aquella en que las lecturas de Lorrain y de Farrere hiciera estragos en la juventud intelectual ecuatoriana. Si alguna vez usó el poeta Borja el papaver, fue cuando necesitaba un consonante con cadáver.
El traductor ha de identificarse plenamente con el temperamento más aún, con el estado de ánimo y el espíritu del autor. Ha de reflejar fielmente el texto original, como el copista que traslada al romance el texto de un manuscrito escrito en gótico. Pero sin añadir ni quitar nada a la producción original. Adornarla con imágenes extrañas o reemplazar unos vocablos propios por impropios, sería desnaturalizar la traducción. Sería más bien llamarle versión o paráfrasis que lo primero. De allí que prefiramos las ediciones bilingües, que junto a la composición original reproducen la acertada traducción. En otros casos, comparando los dos textos, nos han hecho sonreír algunas traducciones.
—164→El traductor realiza una obra de verdadera recreación. Pone al alcance del lector común verdaderas joyas de arte, que de otro modo no hubieran sido conocidas. Los familiarizados con las lenguas muertas, verdaderos eruditos, nos ponen en contacto con autores de la antigüedad. Especialmente con latinos y con griegos, cuyas traducciones, como géneros literarios y modelos de belleza son eternos. Los que conocen el francés y el alemán -el latín y griego de la civilización moderna, como ha dicho un autor con temporáneo-, nos harán gustar trozos selectos o piezas maestras de esas lenguas europeas.
Borja conocía bien el francés, a causa de su cultura humanística. Esa lengua que se estructuró a base del latín, cuando la Galia era una provincia romana, y que después de haber sido dialecto valón y provenzal, con la lengua de oíl y la de oc, adquirió con el paso de los siglos -a través de Les Fablieaux, los autos sacramentales y los versos de François de Villon-, la máxima perfección con Racine, Molière y Corneille, las tres grandes figuras de teatro universal.
Borja tradujo preferentemente a poetas parnasianos, de allí el calificativo que se le dio a él mismo, y a simbolistas como Verlaine y Baudelaire. Su predilección por los primeros se explica fácilmente, pues su arte era suntuario como el de ellos. Su familiarización con los dos últimos, considerados como poetas malditos y figuras lamentables como humanos, se debe a su formación médica. El poeta de la carroña y la vermine, Baudelaire, le interesaba como a un naturalista. Sus Flores del Mal, no ajenas al zumo del papaver, las cultivaba como orquídeas monstruosas en su serré o invernadero médico. El médico está habituado a contemplar el aspecto más repugnante de la vida. Toda clase de degeneraciones y lacerías humanas, con la serenidad de un connaisseur que distingue entre un Goya auténtico y un falso. De allí que esos brotes literarios que parecen raros y hasta frutos de —165→ un ingenio anormal, lindante con lo patológico, encuentren en el médico una curiosidad estimativa y una amplia comprensión. Y comprender es perdonar. Y justificar, por lo menos, la lucha eterna entre el ángel y demonio, como ocurría en el caso de Rimbaud, de Verlaine, de Baudelaire. Tres figuras interesantes para un crítico literario. Tres casos de psicopatología para un médico psicoanalista.
Por esa familiaridad con lo morboso que tiene el médico, ya que a los pacientes más repulsivos en clínica califica de «bellos casos», César Borja empieza sus traducciones con Baudelaire, el poeta condenado hace cien años por satánico, blasfemo e inmoral, aunque ahora le han salido exégetas que le consideran hasta místico, acaso por su Francisca Meae Laudes, especie de letanía ternaria de la que citaremos unos versos:
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Veinte y cuatro composiciones de Baudelaire nos brinda Borja en verso castellano. Diez y siete más que de Leconte de Lisle y 10 más que las de Heredia, verdaderos parnasianos. Por donde nos saca verdaderos que los médicos amantes de las letras, se interesan más por los specimens raros que por lo corriente en materia literaria.
Entre dichas traducciones sobresalen las el Prefacio del libro Las Flores del Mal, Don Juan en los Infiernos, El Crepúsculo de la Mañana y otros. Vamos a copiar «Le Parfum», del texto original, junto con su traducción y la de otros dos poetas guayaquileños.
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Con el original en primer término, el lector podrá decir cuál de las traducciones es la más fiel y se aparta menos del modelo.
El autor se entrega luego a traducir versos de Leconte de Lisle, éste sí, uno de los grandes poetas del Parnaso. Sólo vamos a dar dos transcripciones de los Poemas Bárbaros, edición Lemerre, París. He aquí unos fragmentos del poema intitulado
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Curioso es anotar cómo el traductor combina los endecasílabos, o, mejor dicho, los alterna con alejandrinos, apartándose del metro original. Pero la composición mantiene el sello propio, y parecida majestad en el verso sólo hemos encontrado en «Los Camellos» de Guillermo Valencia. ¿Recordáis los versos iniciales?
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Si el uno evoca el paisaje de la jungla, grato a Rudyard Kipling, el otro nos transporta al desierto calcinado, al pie de las pirámides, alcanzando la máxima perfección en el verso castellano. Ni Rubén Darío llegó a escribir unos alejandrinos tan perfectos.
De los mismos Poemas Bárbaros, nos da el traductor otra versión diametralmente opuesta a la primera, en el sentido del ambiente, pues se titula «Paisaje Polar». Hela aquí:
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¿No os parece que para esta traducción desolada y magistral, hace falta una lámina de Gustavo Doré, el ilustrador de la Divina Comedia?
Siguiendo, el orden de composición de Joyas Ajenas, luego de traducir el poeta a dos príncipes parnasianos, emprende en la traducción de algunas poesías de Verlaine. Si bien afiliado este último al grupo de los parnasianos, proclamado precisamente sucesor de Leconte de Lisle en una encuesta periodística que sobrepasó en 77 votos a otros contemporáneos, fue -realmente- el jefe del simbolismo en Francia, —173→ con Rimbaud y con Samain. Esta escuela que recurre a imágenes y alegorías, a veces un tanto oscuras, para descifrar su significado, y que nació entre las brumas nórdicas de Alemania, con Peter Altemberg y Stephan George, así como había surgido antes el romanticismo con Enrique Heine. Pero que pronto atravesó Bélgica, donde encontró cultivadores en Maeterlink, Rodembach y Verhaeren, para adquirir carta de naturalización en París, donde se hacen las celebridades de las letras, donde se levantan las figuras de alto coturno y se forjan las personalidades internacionales.
Sólo ocho poesías traduce César Borja de Verlaine, entre las cuales sobresalen «Mujer y Gata», «Arte Poética» y «La Fiesta del Trigo». Pero parece que la que ha traducido con más amore es la titulada
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A continuación vuelve con otro poeta del Parnaso: Sully Prudhomme, poeta algo olvidado hoy, pues no figura en algunas antologías ni siquiera en el libro Las Máscaras, de su compatriota Remy de Gourmont, donde estudia a varios contemporáneos suyos. En efecto, este buen poeta no tiene la grandeza trágica de Baudelaire y Verlaine, ni el olimpismo y fastuosidad de Leconte de Lisle y José María de Heredia, traducidos por nuestro compatriota.
Este poeta francés tenido como príncipe de los parnasianos, aunque en nuestro concepto ese título le corresponde a Heredia, que llenó toda una época en la literatura francesa (1839-1907), permanece ahora olvidado de sus contemporáneos, y, lo que es peor, hasta de sus propios compatriotas. En la Antología de Van Bever y Paul Lauteaud no figura siquiera su nombre, no obstante que aparece, a justo título, Mallarmé, nacido tres años después. En el Recueil de pages françaises, de Jacques Vier y Pierre Ouset, figura en el tomo segundo en forma harto peyorativa, y se contenta con reproducir una sola composición: «La Coupe» que no ha alcanzado la difusión de «Le vase brisé». La Antología de poetas franceses contemporáneos, en cuatro tomos, ordenada por G. Walch y que cuenta, precisamente, con un prólogo del poeta que comentamos, trae algunos versos suyos. En cambio En los 200 más bellos poemas de la lengua francesa, establecidos después de una encuesta por los auditores de la Radio Televisión Francesa, alcanza —176→ 2806 sufragios, frente a los 12648 obtenidos por Ronsard, 350 por Jean Moréas y O por Baudelaire. Lo que demuestra la eficacia del sufragio electoral. Dicha obra fue impresa por René Laffont, 1955, baja la dirección de Philippe Soupault y Jean Choquet.
Por las razones enunciadas más arriba no hemos podido conseguir más que el original francés de «El vaso roto», que figura en las últimas de las antologías precitadas, y no sabemos de dónde obtuvo nuestro compatriota Borja, los modelos de las otras cinco traducciones que enriquecen sus «Joyas ajenas», ya que en nuestra mesa de trabajo reposan dos tomos de poesías del poeta francés, comprendidas entre 1866 y 78, a saber: Les Épreuves, Les Écuries d'Augias, Croquis italiens, Les solitudes, Impressions de la Guerre, Les Vaines Tendresses, La France, La Révolte des Fleurs, Poésies Diverses, Les Destins, Le Zénith, o sean los títulos con que agrupa sus diversos poemas, y en ninguno de ellos figuran los modelos traducidos por Borja.
A continuación vamos a dar la versión original de «El vaso roto» y la respectiva traducción:
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Aquí parece que estuviéramos en pleno romanticismo, traduciendo versos de Musset o Lamartine, en lugar de uno de los jerarcas del parnasianismo, esa escuela a la que se ha calificado de marmórea e impasible. Como si los mármoles no fueran los testigos más puros de belleza que quedan en el mundo. Nos referimos al mundo greco-romano y al del Renacimiento; que las esculturas actuales, estilo Kandisky, más bien nos hacen sonreír. Pero qué distinto aparece aquí de otro corifeo de esa escuela: Leconte de Lisle, por ejemplo, en los poemas «Los elefantes», «Paisaje Polar» y la «Caza del Águila».
Y ahora llegamos a José María de Heredia, a quien traduce nuestro compatriota catorce composiciones, con singular maestría. Heredia, también proscrito de algunas antologías francesas, no obstante que nadie cinceló mejores estrofas parnasianas, verdadero artífice del Renacimiento.
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Observe el lector que el alejandrino francés, de Lamberto de Fort, perfeccionado después por el normando Alexandro de Bernay, no es el mismo metro del libro de Alejandro, conocido en castellano y escrito en el siglo doce por Lorenzo Segura de Astorga. No es, pues, el pesado tetrásforo o cuaderna vía de Gonzalo de Berceo y del Arcipreste de Hita, sino el ágil alejandrino francés de doce sílabas, que Borja lo convierte —180→ en endecasílabo. Y hay que tener en cuenta que el idioma francés, como el alemán, son aglutinantes; por donde hace falta verdadero arte para reducir un verso de metro mayor a otro de menos sílabas. Borja en sus endecasílabos usa los yámbicos o sáficos, pero sin recurrir a las combinaciones de éstos con el dactílico y el provenzal, como hizo Darío en su composición «Balada en honor de las musas de carne y hueso».
Tampoco en sus composiciones originales, y ya había publicado Rubén su «Coloquio de los Centauros» y la famosa «Sonatina», nuestro poeta recurre a endecasílabos anapésticos, con acento en las sílabas cuarta y séptima, como
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y que figuran en el «Pórtico» del libro En Tropel de Salvador Rueda. Bien que estos acentos idiomáticos, algunos eruditos creen encontrarlos hasta en el Poema del Mío Cid, si bien aquello se debe a imperfección del verso. González Blanco (Andrés), es de estos. En cambio, el ilustrado crítico Henríquez Ureña, señala que a causa de ese balbuceo verbal de los primeros poetas castellanos, se encuentra en Garcilaso versos con acentuación inaceptable como éste de su «Elegía 11»:
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bien distinto del endecasílabo anapéstico del mismo autor en el «Soneto XXV»:
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que evoca las mejores innovaciones de Rubén, si bien, con este genio de la métrica, tomaron definitiva carta de naturalización en la poesía hispanoamericana.
—181→Para finalizar con las muestras de traducciones del francés vamos a reproducir la que hizo del poema «Los Ojos», original del parnasiano Sully Prudhomme y que es una franca concesión al romanticismo que aún imperaba en esa época. Y para cerrar con broche de oro sus traducciones, copiaremos la de «El Arrecife de Coral», que también la realizó Fálquez Ampuero, siendo superior la del poeta de «Joyas Ajenas».
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Los ojos | ||||||||||||||||||||
Trad. de César Borja | ||||||||||||||||||||
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Dijimos al principio de estas líneas que Borja fue médico y poeta, sobresaliendo en ambas vocaciones, si —184→ bien para nosotros culminó su genio como poeta, aún más que como hombre público, con estar tan bien dotado por Natura. Si su salud le hubiera acompañado por más tiempo, hubiera llegado al Poder Supremo, como su colega y escritor Georges Clemenceau, y hubiera metido en cintura a ese millón y medio de ecuatorianos que éramos entonces y donde hay desde indios impermeables a la civilización, hasta mestizos y mulatos ingobernables.
Borja era un de hombre de ardiente fantasía en materia de arte; pero que buscaba la verdad a través de su profesión de médicos
Por eso, Calle al día siguiente de su fallecimiento, escribía: «Cayó el soñador irreductible que aislado en la torre de marfil de sus ideales, pasó por la vida recogiendo odios y ahogándolos con la
polifonía de sus cantos generosos y soberbios. Porque Borja poeta, anuló su dúplice personalidad de sabio y hombre público»
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Su personalidad cimera no supo hacer concesiones al servum pecus. Para él convendrían las frases que Boris Pasternak, pone en boca de uno de los personajes del Dr. Zhivago: «lo más grande del hombre nunca puede ser absorbido por el Leviatán. La tendencia a vivir en rebaños es siempre refugio de la mediocridad, no importa que se jure por Soloviev, por Kant o por Marx. Sólo los hombres libres buscan la verdad»
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