Privilegiada con notables talentos artísticos, pues cultivaba la música y manejaba con habilidad el pincel, es la poetisa sin par en nuestro Parnaso, la Sapho americana.
No obstante su hermosura, realzada por tan singulares talentos y dones naturales, su corta vida fue desgraciada pues falleció trágicamente en Cuenca, abandonada de su esposo, a quien reprochó en su inmortal poesía «Quejas», eco profundo de la agonía moral que la impulsó a quitarse la vida, en la noche fatal del 23 de mayo de 1857, a los 26 años, dejando como por casualidad un manojo de poesías inmarcesibles, las que recogió y publicó
el conocido literato Celiano Monge (Producciones literarias. Quito, 1908)37.
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Selecciones
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Recuerdos
En 1847 tenía 17 años cumplidos. Hasta esa edad mis días habían corrido llenos de placeres y brillantes ilusiones. Con la mirada fija en un porvenir risueño y encantador, encontraba bajo mis plantas una senda cubierta de flores, y sobre mi cabeza un cielo tachonado de estrellas.
¡Era feliz, y pensaba que nunca se agostarían esas flores ni se apagarían esos astros!...
Adorada de mi familia, especialmente de mi madre, había llegado a ser el jefe de la casa; en todo se consultaba mi voluntad; todo cedía al más pequeño de mis deseos; era completamente dichosa bajo la sombra del hogar doméstico, y en cuanto a mi vida social, nada me quedaba que pedir a la fortuna.
Desde que tuve 12 años me vi constantemente rodeada de una multitud de hombres, cuyo esmerado empeño era agradarme y satisfacer hasta mis caprichos de niña.
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Una figura regular, un pundonor sin límites y un buen juicio acreditado, me hicieron obtener las consideraciones de todas las personas de las distintas clases sociales de mi patria.
A la edad de 14 años, un sentimiento de gratitud vino por primera vez a fijar mi atención en uno de mis amigos; hasta entonces mi corazón ligero y vago como el volar de la mariposa, no había hecho más que escuchar con desdén, y si se quiere con risa, los suspiros de los que me rodeaban. Se me había enseñado que los hombres no aman nunca y que siempre engañan; esto me hacía reír de ellos sin escrúpulo.
Poco a poco ese sentimiento de gratitud se cambió en una afección tierna, sentida y bienhechora que me ofreció mil y mil encantos.
La confianza que mi madre tenía en mí, me daba una completa libertad; era, pues, señora de mis acciones y de mis horas, y podía ver a mi amigo, que lo era también de mi madre, a mi satisfacción, estar y pasar sola con él, sin caer siquiera en cuenta que mi fortuna era una especialidad.
Respetada siempre por él, uno de mis placeres más íntimos era estar tranquila a su lado. A este hombre virtuoso es a quien debo la mayor parte de mis buenos sentimientos. Las horas que pasábamos juntos las empleaba en formar mi corazón para la virtud. Joven de 19 años, su amor le había vuelto reflexivo y prudente.
Después de cuatro años debíamos unir para siempre nuestro porvenir, y nunca escuché de sus labios la más ligera expresión que pudiera ruborizarme. Noches enteras pasábamos juntos en medio de la exaltación del baile, sin que me diera a comprender su cariño sino por medio de mil delicadas atenciones; por su arrebatado disgusto se notaba que la más pequeña indiscreción de los que me rodeaban había lastimado profundamente su corazón.
Su alma noble no me inspiró jamás sospechas ni inquietudes. Me había prometido amarme siempre, le había
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ofrecido yo pertenecerle por toda mi vida, esto nos hacía felices.
¡Ah, no se puede negar, aun cuando se diga lo contrario, que también el corazón de los hombres tiene impulsos generosos y abriga sentimientos elevados y las más saludables emociones para la virtud!