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Poetas románticos y neoclásicos

José Ignacio Burbano (editor literario)



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ArribaAbajoLa revolución romántica y la restauración neo-clásica

Estudio preliminar de José Ignacio Burbano


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En 1762 escuchó el mundo los primeros cantos de Ossian, traducidos -según aseguraba Macpherson- de la lengua gaélica; y quince años después, en 1777, circulaba por toda Europa la traducción francesa de Letourneau. Así surgió y se difundió la poesía romántica, eco agrandado en las oquedades de la época de la voz de una raza casi extinguida.

En el Mundo Occidental, el de nuestra civilización renacentista y pseudo-cristiana, harta de negaciones frías y de certezas decepcionantes, fue la voz de Ossian la única que encontró resonancia; y esos ecos perdidos, esos acentos apagados por una distancia de siglos, tuvieron el mágico poder de volver el aliento a su alma desamparada, recordándole el sentido trágico de la vida humana sobre la tierra.

Y nada valieron las discusiones académicas (y bizantinas) sobre la autenticidad de esos cantos que atribuyéndolos a Ossian -un bardo celta de la VIII centuria- dio a conocer a Europa el profesor Macpherson, en prosa inglesa no desprovista de nobleza y resonante de verba épica -al decir del Vizconde de Chateaubriand.

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En las mentes más elevadas de ese «fin de siglo» -mentes de altura, como antenas fuera del tiempo- hallaron repercusión, «sintonía», como diríamos ahora: Goethe hará que el corazón de Werther exprima su angustia, la sed de imposible de su amor desesperado, leyéndole a Carlota fragmentos de esos cantos, más sugestivos mientras más vago era su sentido; y bien sabemos que el famoso poema de Musset «La Estrella de la Tarde» no es sino una afortunada adaptación al genio de la lengua francesa de uno de esos fragmentos.

Mateo Arnold, uno de los más profundos críticos modernos, corrobora nuestra opinión en cuanto a la decisiva influencia de la poesía céltica sobre la literatura inglesa en los siguientes párrafos que nos complacemos en traducir: «Si se me preguntase dónde encontró nuestra poesía el talento del estilo, la tendencia a la melancolía y el sentido mágico de la naturaleza: estos tres raros dones, habría de responder: primero -con alguna vacilación- que mucho de su genio estilístico le viene de fuente céltica; segundo -con mayor seguridad- que su predisposición a la melancolía dimana del mismo venero, y en tercer lugar -y esto sí sin la menor duda- que de fuente céltica le viene también su sensibilidad para lo que hay de mágico en la naturaleza.

»Y podría preguntar, a mi vez, añade, este tono de penetrante melancolía, este titanismo que vemos surgir en Byron, ¿no son caracteres que ninguna otra poesía europea posee en tan alto grado como la inglesa y ésta dónde los adquirió? De los celtas, de su vehemente manera de reaccionar contra el despotismo de facto, de su temperamento sensual y sensitivo, de la experiencia acrisolada en las variadas e interminables luchas de su historia, de su sino adverso y su inmensa desgracia.

»Los celtas, continúa, han sido los primeros en alumbrar esta vena de penetrante nostalgia, de pesadumbre inconsolable, propias de un dios caído; este   —27→   brote de Titanismo, en fin; y si a todo ello añadimos el aliento de rebelión y protesta insofocable, tendremos explicada la revolución romántica que aquel libro ya famoso -el Ossian de Macpherson- precipitó sobre Europa en la segunda mitad de la XVIII centuria como un aluvión de lava incandescente».

Lo que acaso no se advirtió entonces, lo que tampoco hace notar Arnold, es que esa poesía era la de una raza en perpetua erranza, la de un pueblo proscrito, cuya alma parece que hubiera tenido conciencia haber sido arrojada de un remoto Edén, perdido entre la bruma del pasado, y condenada a vagar sin rumbo por una tierra donde nunca podría hacer patria, porque había sido maldecida a fin de que, como fruto de sus afanes y sudores, no le produjera sino abrojos, penalidades y lágrimas.

¿No evoca todo esto, irremediablemente, la leyenda bíblica relativa a un paraíso perdido a consecuencia de un pecado original irreparable? Sí, esa certidumbre atávica es la que volvió a aflorar en la conciencia del mundo occidental, al resonar en sus abismos los ecos de esos clamores perdidos en la noche del pasado y que de pronto se hacían perceptibles gracias a la poesía céltica tan casualmente encontrada. La certidumbre de que el hombre es un ser caído de un mundo mejor en este valle de lágrimas; el hijo de un rey destronado -al que habría de dar realidad la profunda intuición artística del Conde de Gobineau, en su obra póstuma Las Pléyades (1882)- vino a restablecer en la conciencia de una humanidad extraviada en los falsos caminos del progreso indefinido, el verdadero sentido de la vida del hombre, de su trágica peregrinación por esta tierra áspera y triste.

«Bajo este aspecto -nos dice el profesor Manuel de Montoliú1- el romanticismo se nos presenta como   —28→   una concepción eminentemente cristiana de la vida, diametralmente opuesta al espíritu del antiguo clasicismo pagano. El elemento corporal del hombre, tan importante en la civilización greco-latina, sufre una radical depreciación estética, para dejar resplandecer en todo su valor el elemento espiritual, el alma humana. En adelante -añade- todo el arte está sujeto a un proceso de espiritualización [...] y los eternos temas de la poesía adquieren una novedad misteriosa e inefable, desconocida de los antiguos. La misma naturaleza aparece con un nuevo sentido místico y simbólico; deja de ser el teatro de los frívolos juegos de la fantasía mitológica y ya su belleza no es más que el esplendor visible de la divinidad, o la expresión variable de los estados de nuestra alma».



Llegados a este punto, nos es forzoso volver la vista al otro campo y recordar que precisamente la creencia en el pecado original fue lo que más sublevó el ánimo de los corifeos de la Revolución Francesa. Nos lo dice Michelet, uno de sus mayores y más lúcidos teorizantes. En la Introducción a su Historia de la Revolución Francesa (fechada en París el 19 de noviembre de 1833) sienta esta tremenda afirmación: «Éste ha sido el error o impostura que ha corrompido hasta 1789 las instituciones religiosas, políticas y sociales de Europa, haciendo reposar aun las más civilizadas sobre una base de iniquidad. El dogma del pecado original -añadía- ha tenido por consecuencia, en el orden espiritual, el principio de la gracia, y, en el orden temporal, el principio del favor».

Así, pues, la Revolución Francesa no fue otra cosa, según el más autorizado expositor de sus principios ideológicos, que «la reacción tardía de la justicia   —29→   contra el gobierno del favor y contra la religión de la gracia»2. Dicho en otras palabras, las de que se vale el historiador de la filosofía Emile Bréhier, la revolución de 1789 no tuvo por campo solamente el terreno político: en su ideología parece culminar «la profunda hostilidad del humanismo naturalista del Renacimiento, que pretendía hallar en las maravillas de la antigüedad clásica, el testimonio del poder de la naturaleza humana, contra las doctrinas católicas que, llevadas a sus extremas consecuencias por los jansenistas, no admitían que pudiera haber otra moral ni virtud que la moral y la virtud cristianas, las cuales deben estar separadas de la vida del mundo, que tiene sus reglas aparte»3. Subrayamos nosotros la significativa frase final.

Así el Romanticismo trajo consigo el estado de espíritu más favorable para arraigar de nuevo en el alma desolada de la humanidad una concepción de la vida, una visión del mundo enteramente conformes con las que sustenta el cristianismo; y esto, en el momento más oportuno: cuando la concepción pagana que resucitó el Renacimiento fracasaba tan estruendosamente y nadie sabía cómo sobreponerse a sus ruinas; en la hora en que el personaje que parecía haber surgido providencialmente para encarnar aquella concepción pagana -Napoleón, el super-hombre- caía de su pedestal como la estatua de pies de barro que entreviera Daniel en su sueño profético.

Así lo intuyó sin duda en nuestro país un joven abogado, cuyo nombre había de llegar a ser famoso: Gabriel García Moreno. En julio de 1846, en el discurso con que abrió el certamen de literatura en la   —30→   Universidad de Quito, donde se había graduado dos años antes, sacó a lucir las doctrinas de uno de los maestros de entonces, Federico Schlegel, contra las pragmáticas aristotélicas que habían mantenido a la literatura esclava de un ideal paganizante. Es de notar que el citado Schlegel, en su Historia de la Literatura Antigua y Moderna, traducida ya al castellano en 1843, y que sin duda había leído García Moreno, hace la trascendental observación de que hasta el siglo XVIII la clase intelectual había vivido divorciada del pueblo, y que la revolución romántica tenía por uno de sus postulados convertirla en nacional y popular; es decir, en actividad cultural de la cual el pueblo entrara a disfrutar sin barreras de ninguna clase, como las que de hecho crea una educación humanística bebida en fuentes clásicas, sólo accesibles a las clases privilegiadas.

«Este discurso de García Moreno -dice Víctor León Vivar- compuesto cuando recientemente le apuntaba el bozo, cierra en lo literario -como en lo político la Constitución de 1869, pensada en plena madurez intelectual- la época de los ensayos inconscientes. Y si sólo se han levantado posteriormente dos o tres poetas como Remigio Crespo Toral, la culpa no es de la doctrina ni de su apóstol, sino de cuatro montoneros de diarios y revistas que, exactamente como los montoneros de nuestras luchas civiles, se han dejado agitar por todos los vientos»4.

En España, Larra definía las tendencias características del Romanticismo con la palabra Libertad: «La libertad en la literatura, como en la ciencia, como en las artes, como en la industria y el comercio... ¡como en la conciencia!». Esto explica -comenta Díaz Plaja, en su Historia de la Poesía Lírica en España- por qué los albores del romanticismo español coinciden con la época constitucional y las rebeliones   —31→   contra el absolutismo de Fernando VII, en la década de 1823 a 1833. Ésta fue, pues, la divisa de la época, concluye.

Permítasenos citar, en gracia de lo sugestivo de la coincidencia, las propias palabras de García Moreno en el citado discurso: «Al mismo tiempo que se reedificó el altar sobre los escombros amontonados por el impotente orgullo filosófico, se principió a revisar el código aristotélico, sentándose los fundamentos de la regeneración literaria, consecuencia forzosa de la renovación política. Desde entonces la libertad, aplicada como ley fundamental a la poesía, dio un nuevo impulso al aprisionado genio, reanimando la muerta inspiración, y fecundó el esterilizado campo de las creaciones. Nacido entre el estruendo y los estragos de una guerra universal, nuestro siglo es necesariamente grave, severo y melancólico. He aquí, Exmo. Señor -concluía- un bosquejo pequeño [...] de los progresos de la poesía contemporánea, que ha descubierto un mundo nuevo, después de una contienda tenaz entre los sostenedores del viejo sistema de los clásicos y los que proclaman la libertad del genio»5.

Parécenos necesario ampliar los datos relativos a la situación existente en la Madre Patria por el tiempo en que escribía el célebre Fígaro. Los intelectuales españoles expatriados después de la restauración absolutista de 1814, o sea los «emigrados» (entre los más notables se cuentan Martínez de la Rosa, Gallardo, el mismo Larra, Espronceda y don Ángel Saavedra, Duque de Rivas) después de tomar contacto con el ossianismo, con Sir Walter Scott, Victor Hugo y Goethe, regresaron a renovar las letras hispánicas con formas literarias nativas, pues pusieron en práctica el olvidado Ejemplar Poético de Juan de la Cueva.

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El manifiesto básico del romanticismo fue dado por don Antonio Alcalá Galiano con su introducción o prefacio al Moro Expósito del Duque de Rivas, que apareció en 1834, y el movimiento fue bautizado por don Telésforo de Trueba y Cosío (no confundirle con el autor de los Cuentos de Color de Rosa y ciertos cantarcillos imitados por algún Trueba ecuatoriano). Su obra escrita en inglés, The Romance of History of Spain y traducida al castellano con el título de La España Romántica (1830-1840) popularizó el calificativo Romántico. Recordemos de paso que de esos «emigrados» de la tiranía de Fernando VII fue don Manuel Alfaro, padre de don Eloy Alfaro, nuestro presidente. «Abandonó su patria -nos refiere, en El Viejo de Montecristi, Francisco Guarderas- porque era renuente a las cadenas», no «por necesidades del estómago» como asegura otro de los biógrafos del General.



Volvamos con esto a nuestro continente y averigüemos lo que ocurría dentro de sus confines. En los países del Plata había hecho ya irrupción la fiebre romántica, con caracteres que Ventura García Calderón describe en los siguientes términos: «Deísmo ferviente; vanidad de un exclusivo y solitario dolor; aislamiento huraño, con la complicidad de una naturaleza desolada; exaltación enfermiza de la personalidad», coincidiendo con todo esto «las lágrimas por el injusto sino».

También allá habíase celebrado poco antes -el 25 de mayo de 1841- un certamen literario en el cual la nueva poesía recibió las aguas bautismales. De los caracteres con que ésta entraba en el mundo, Alberdi dejaba constancia, y éstos eran: «el tinte filosófico, el   —33→   color local y el tono melancólico»; añadiendo que a dicha poesía le venía bien ser «cristiana, espiritualista, social, democrática y (en consecuencia) incorrecta siempre». Él mismo hacía notar que Tocqueville (1805-1859), en su famosa obra La Democracia en América, se había preguntado: «¿Qué otra cosa podría ser la literatura de esas colonias democratizadas?». Y aconsejaba, como presintiendo a Walt Whitman: «El cantor deberá retratar la áspera y bárbara sociedad de su tiempo, empleando -de ser necesario- toscas palabras para expresar verdades hondas; porque pasaron los tiempos de la aristocracia verbal»6.

¿Y qué ocurría en México, al otro extremo de nuestro mundo Íbero-americano? El Dr. Agustín Millares Carlo, colaborador de la monumental Historia Universal de la Literatura de Prampolini, nos informa: «Hacia 1835 formáronse los dos partidos políticos que más tarde habían de combatirse frecuentemente a mano armada: el liberal y el conservador. Correspondientemente, en la literatura se perfilan dos tendencias antagónicas, incluso en lo que se refiere a su orientación social: los románticos, hijos de la burguesía y del pueblo, fueron en su mayor parte revolucionarios; los clasicistas, expresión de las clases altas, no ocultaron sus preferencias (por la escuela pasada de moda)». Por su parte, el poeta Luis G. Urbina, haciendo historia de la vida literaria de México durante la Guerra de la Independencia, corrobora este modo de ver y nos informa de que también allá se entendía por romántico «el estado de ánimo caracterizado por una inquietud espiritual ávida de renovación; una inclinación ancestral al sentimentalismo individualista; la propensión al ensueño y a la melancolía y el espíritu de rebelión, con su secuela: la adoración por la libertad, quimera deificada».

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En el Ecuador, la «Lira Ecuatoriana, Colección de poesías líricas, escogidas y ordenadas por Vicente Emilio Molestina» (Guayaquil, 1866), antología cuyos desaciertos puso a salvo crítico de tanta probidad como Vivar, dio a conocer las primicias de los poetas que había amamantado la ideología romántica, algunos de los cuales -los que resistieron al inmisericorde vapuleo de Mera- habían de alcanzar posteriormente el más alto renombre, como Dolores Veintemilla de Galindo, la Sapho americana, Julio Zaldumbide, Numa Pompilio Llona, Miguel Ángel Corral, Luis Cordero, etc. Algunos habíanse dado a conocer anteriormente en El Iris, notable publicación «literaria, científica y noticiosa» fundada en Quito en 1861. Pero la Lira fue la primera revelación de que el Romanticismo había dado ya frutos, y bien sazonados en nuestra tierra.

Iniciado el movimiento romántico a raíz de la revolución nacionalista del 6 de marzo de 1845 (el lector recordará que el discurso pronunciado por García Moreno en el certamen de 1846 fue la clarinada de alerta), una década más tarde quedaba definitivamente afirmado por la visita y el ejemplo de su verdadero precursor en estas tierras de América, el bardo de Hinojedo Fernando Velarde, y desde entonces se hizo sentir como movimiento que arrastraba un verdadero mar de fondo, como plantío de hondas raigambres en el alma nacional; porque en Ecuador, como en México, en los países del Plata y en toda la América hispana, se reconoció que el alma de nuestros pueblos está integrada por elementos psíquicos propicios a su desarrollo. «Aunque la expresión nos vino de afuera -dice el poeta Urbina, ya citado- la emoción romántica la teníamos ya; era nuestra desde hacía muchos años7. Nuestro ambiente -añade-, el ambiente de esta parte de América, era, es incurablemente romántico». Y lo mismo opinaba, como lo vimos anteriormente,   —35→   el gran crítico que en estos días acaba de dejarnos, Ventura García Calderón, al afirmar que «existían afinidades predestinadas entre el medio americano y la nueva literatura». Oigámosle cómo definía aquellas afinidades: «Esa desmesurada soledad propicia a las divagaciones de un paseante solitario; ese horizonte ilimitado que favorece el sentimiento de lo infinito; la selva donde escuchar a Dios; las cataratas arrebatadas y tronantes... todo parecía estimular al romanticismo en nuestras comarcas»8.

Ahora bien, el ya por entonces bien conocido literato don Juan León Mera, a pretexto de frenar los desmanes de la licencia, se dio a escribir, en vista de la antología de Molestina, su Ojeada Histórico-Crítica de la Literatura Ecuatoriana, que publicó dos años después, en 1868; al hacerlo, se propuso sofocar en su nido ese movimiento y aunque no lo consiguió del todo estropeó empero su más lozana floración y no logró sustituirla sino por un clasicismo descolorido del cual él mismo se constituyó en deplorable ejemplo, dando de mano a los triunfos que le había granjeado -entre otros la amistad del omnipotente caudillo- su leyenda indiana (y romántica) La Virgen del Sol, que sacó a luz en 1861.



Hemos mencionado al poeta español don Fernando Velarde y Campo Herrera, nacido el 12 de diciembre de 1823 en Hinojedo, pueblo de la provincia de Santander, llamándole el precursor del movimiento romántico en nuestro país; pero es de añadir que lo fue no solamente en nuestra patria, sino en la patria   —36→   grande de toda la América hispana, desde Guatemala hasta Chile, donde su influencia se hizo sentir -pasando por Cuba, Ecuador, Perú y Bolivia- por más de una década.

El inolvidable maestro santanderino Menéndez y Pelayo fue el primero en darnos noticias de él en su Antología de poetas hispanoamericanos, publicada en 1894, haciéndonos saber que, aunque incorrecto, fue inspirado poeta, muy superior en condiciones nativas a muchos; añadiendo que en influencia fuera de su tierra sólo Espronceda, Zorrilla y Tassara le aventajaban entre los románticos españoles. Este juicio lo corroboró su ilustre amigo don Juan Valera, al epilogar, pocos años después, su Florilegio de Poesías Castellanas del Siglo XIX, diciendo: «Su poderoso estro no puede menos que admirarnos, a pesar del desorden y exuberancia que le perjudican»; exuberancia y desorden que, desde luego, eran característicos de toda la producción de la época.

Aquí, en nuestro mundillo literario, todos hasta entonces habían fingido ignorarle, le ignoraban de hecho o, en todo caso, hacían gala de su menosprecio. Mera, que le dedicó una entusiasta poesía a su paso por Ammato, el 21 de noviembre de 1855, no le menciona en su Ojeada; Vivar, apenas se digna llamarle «poeta de mínima cuantía». Sin embargo, cuando Velarde llegó al Ecuador -nos informa el maestro santanderino- había escrito ya sus mejores versos: la Meditación en la Isla de los Pinos, su Adiós, al salir de Cuba en 1846; sus popularísimas Tres Despedidas, fechadas en Lima en 1852. Aquí escribió su admirable rapsodia lírica En los Andes del Ecuador, dedicada «al ilustre ecuatoriano don Vicente Piedrahíta», que hace digno parangón a la Última Melodía Romántica que tituló después En los Andes del Perú. Luego escribirá su magnifico poema Noche en las Playas de Chile, «una de las más intensas y poderosas pinturas de claros de luna en el Pacífico», al decir del ilustre polígrafo peruano don José de la Riva Agüero,   —37→   quien en su libro El Perú Histórico y Artístico -Santander, 1921- recogió con devota asiduidad los datos concernientes a la biografía del poeta errante.

Años después, en 1861, el ilustre poeta colombiano don Rafael Pombo escribía en El Noticioso de Nueva York: «La musa de Velarde es la América y el título de Cánticos del Nuevo Mundo (dado a la colección más completa de sus producciones poéticas, editada en esa metrópoli en 1860) no es una pretenciosa mentira. Sus composiciones a la Cordillera de los Andes merecen vivir tanto como el sublime objeto que los inspiró». Y Riva Agüero sintetiza su juicio en estos significativos términos: «De los poetas actuales, el mayor sin comparación, Chocano, que resulta, en sus cualidades y defectos, un Fernando Velarde modernizado».

Sin embargo, el verdadero creador de la poesía descriptiva de la América Andina, no ha merecido de nuestros críticos la más mínima atención, ya lo hemos dicho. Nada le han valido ni el recuerdo de la gentil apostura con que hizo su entrada en los salones más distinguidos; ni la cordial acogida que le dispensaron -igual que en Lima- los más aristocráticos círculos sociales; ni la entusiasta admiración con que le siguieron los ingenios juveniles que descollaban entonces, ya prestigiosos y prometedores; ni la popularidad que hizo perdurar sus versos en canciones inolvidables, como estela constelada de misteriosos fulgores sobre las aguas expectantes de la mentalidad de la época, marcando el rumbo a seguir hacia nuevos horizontes.

Los ejemplos mismos que en sus grandiosos poemas nos dejó de lo que podría ser una poesía genuinamente americana, o nacional -como falseando el concepto suele decirse-, la poesía que debería surgir con el ímpetu de una géiser del alma de una raza prisionera entre barreras de montes; de su sed de libertad y espacio que la perpetua clausura entre altos horizontes cerrados de bruma agrava hace tornar   —38→   intolerable, son poesía genuinamente andina: ¡flores de la poesía de la nostalgia! Porque somos hijos de una raza -la raza mediterránea- nacida y desarrollada entre horizontes amplios y libres; y su mentalidad, su sensibilidad y su inteligencia han sido moldeadas en otro ambiente, no por lejano y casi olvidado menos querido, menos necesario a su bienestar espiritual. Y condenada ahora a vivir en un mundo nuevo, entre seres extraños, sin tradición o con tradiciones que chocan con las suyas; en medio de un paisaje que no acierta a interpretar y donde surge profundamente perturbador el ímpetu del vuelo, el afán de evasión; y, aún más, el ansia de infinito, suscitada por las perspectivas ilimitadas que ofrece la ingente extensión vertical, que todo lo agiganta.

Leyendo esos Cánticos del Nuevo Mundo no se puede menos que reconocer al precursor de la poesía de este mundo nuevo de verdad, de la poesía que nadie aún, ni el mismo Chocano, ha logrado expresar. Porque apenas si nos hemos dado cuenta de que hemos sido trasplantados a un mundo nuevo que espera todavía a quien sepa interpretar en términos de humana cultura sus inhumanas características; sus alturas enriscadas y valles profundos; sus páramos ateridos bajo el eterno sueño de la niebla y sus hondonadas sofocantes sobre las que se precipitan torrentes devastadores y atronadoras cascadas; sus precipicios, desfiladeros insospechados y cárcavas insondables, que parecen resguardar esos valles rientes bajo el sol de la tarde, pero prácticamente aislados y fuera del trato humano. Un mundo, en fin, que -como decía Salaverría-, parece esperar todavía una generación de gigantes, de superhombres, una raza con una mentalidad nueva, capaz de encontrar su sentido, domeñar su desorden caótico, imponiéndose, tanto a la tumultuosa fecundidad de la selva como a la aridez descorazonadora de la pampa calcinada por el sol y de la puna aterida de frío, en la perpetua alternativa de la niebla y el viento implacable.

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¿Y cuál el pretexto para ese silencio despectivo, para ese olvido calculado y lleno de inquina? Algo así como un temor fanático y supersticioso. Se miró en él al portador de una epidemia, de una peste maligna, de cuyo contagio había que preservarse a todo trance. El virus ultra penetrante era la consigna romántica: Libertad; y se le consideró infectado del morbo de la rebeldía individualista, con su secuela de ideas anárquicas y peligrosas; del titanismo byroniano rebelde contra el cielo y en pugna contra la justicia humana tenida por de origen divino; ansioso, en fin, de romper las cadenas feudales que imponían una organización arbitraria e inhumana de la sociedad, en beneficio de incontables prejuicios y de unos cuantos privilegiados.

Pero ya hemos visto que éste fue un error de la época; mejor dicho, un error proveniente de mirar la situación que tendía a crearse bajo el solo aspecto del peligro con que parecía amenazar al régimen establecido. Y al contrario, el romanticismo traía consigo una concepción verdaderamente religiosa de la vida y del mundo: la convicción profundamente sentida de que los pocos a quienes el mérito levanta sobre el rebaño anónimo, los elegidos del evangelio, debían ser reconocidos y acatados como tales; elevados a la categoría de directores, si la humanidad no quería caer en el aplebeyamiento de la pseudo democracia.

Se adoptó ante el espíritu romántico la misma actitud que ante una peste maligna de cuyo aliento había que ponerse a salvo, cerrando contra sus manifestaciones barreras sanitarias; se le confundió con esas epidemias pasajeras, esporádicas pero degenerantes, cuando en verdad se trataba del retorno cíclico de una de las posiciones fundamentales del espíritu humano; de una de las etapas de nuestro peregrinar, de un nuevo paso adelante en el camino del perfeccionamiento. Volvía con él, era él mismo el aliento de abril   —40→   que anuncia las lluvias primaverales y preludia los cantos de la labranza, incitando a roturar los campos eriazos y a sembrar semillas vírgenes. Era la alternativa periódica de romanticismo y clasicismo que se produce en el campo de la evolución cultural, con características similares a las de la primavera y el otoño, como he tratado de hacerlo perceptible en estudio más especializado en que hablé de este perpetuo movimiento pendular, de este proceso cíclico de sístole y diástole que es una de las leyes de la evolución universal9.

No. Las pestes y las epidemias tienen causas y caracteres diversos y su propagación requiere otras circunstancias. Sean biológicas o espirituales, propáganse eventualmente en ambientes empobrecidos, de posibilidades agotadas; donde los principios nutricios se han desnaturalizado o perdido su eficacia, por envejecimiento, y acaso también por causas todavía mal conocidas. Donde el cansancio y la decepción han dejado que las energías creadoras se estanquen; donde todo se empantana y corrompe, donde el espíritu humano, falto de horizontes, pierde la ilusión, la energía, la alegría de vivir; donde la esperanza es ya sólo un celaje muerto de ocaso y no el nuncio auroral de una nueva vida.

Recordemos, si no, cómo se han producido todos los preciosismos y culteranismos, gongorismos y cultismos, ocupación de espíritus aburridos y hastiados de todo lo vital; los expresionismos, dadaísmos y falsos creacionismos de la post-guerra. Evoquemos el estancamiento de las épocas de absolutismo y la esterilización que la tiranía produce en los campos más fecundos, cuando quiere imponer cánones y pragmáticas   —41→   a la libre y casi divina actividad del espíritu, tan desconcertante como la de la crisálida que necesita morir para renacer mariposa. Abramos los ojos a los procesos del eterno devenir y no sigamos calumniando al romanticismo, que confundirlo es calumniarlo y negarle su misión vital y creadora.

No insistiremos más en este comentario porque el juzgamiento de las consecuencias de este proceso pertenece ya a la historia, a una historia que está por hacerse, desde luego. Pero aun en los tiempos de Vivar había ya la perspectiva necesaria para poder apreciar el tremendo error en que incurrieron los dirigentes intelectuales de la era garciana. Y el gran crítico no podía menos que exclamar: «¡Hermosas contradicciones humanas!... al paso que las ciencias, que tanto deben entre nosotros al doctor García Moreno, empezaron a ocupar el puesto que de derecho les corresponde en los pueblos civilizados, las bellas letras, que despertaron tan vigorosas a raíz de la Revolución de Marzo (la de 1845), habían languidecido y apenas daban señales de existencia. Quitad El Cosmopolita de don Juan Montalvo, en que predomina la política, y algunas publicaciones del señor Mera y no veréis en esos tiempos nada verdaderamente notable: pues las poesías de Zaldumbide obedecen a más lejano impulso, los ensayos de Cordero en ese entonces carecen todavía de mérito y los cantos de Llona fueron concebidos y llevados a cabo en tierra extranjera». Éste fue el fruto, harto negativo en verdad, que rindió la Ojeada del señor Mera, hasta después de la Restauración de 1883.



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Veamos ya qué era la Ojeada y qué se había propuesto al escribirla su autor el señor Mera10. El renombrado crítico español don Juan Valera, en una de las cartas que dirigió al ecuatoriano don Juan León Mera, a propósito de la publicación de la tantas veces referida Ojeada Histórico-Crítica, le decía: «¿Cómo fue que desde que Uds. sacudieron el pesado yugo de España, apenas han tenido un buen poeta? La Ojeada llega, creo, hasta 1868, y hasta entonces no cita Ud. autor de versos que se eleve sobre el nivel de la medianía. Casi todos los poetas son doctores: el doctor Riofrío, el doctor Carvajal, el doctor Corral, el doctor Cordero [...]. A todos estos doctores y a otros que no lo son, los iguala Ud. en el tocar o pulsar la lira. A todos, al ponerlos Ud. en su Ojeada, los pone en berlina, con delectación morbosa, examinando sus composiciones y dejándolas harto mal paradas. Me admiro de la crueldad de Ud.» -añadía con loable franqueza.

De los diversos comentarios que suscita el párrafo transcrito, el primero que debe ocurrírsele a cualquier lector inteligente es el relativo a la causa de esta actitud del señor Mera. Antes de entrar en materia añadiremos que el mismo Valera escribió en otro lugar: «El capítulo XVIII de la Ojeada es sangriento. Suelta Ud. la pluma y se arma del látigo», etc. ¿Qué otra cosa podía ocurrírsele al culto, comprensivo y cristianamente tolerante crítico español, después de leer las siguientes frases con que comienza el referido capítulo? Repasémoslas: «Sentemos desde luego como preámbulo, que nunca nos ha gustado ver a hombres apenas dotados de alma humana (subrayamos nosotros) para poder llamarse tales, metidos a escritores en prosa o verso, y vendiéndose como competentes en materias que no conocen ni por el frontis» (Ojeada, pág. 393). «Con pocas excepciones -añadía- los escasos   —43→   artículos que se han publicado en achaque de censura, no se han encaminado a corregir los defectos de nuestras letras, sino a lastimar la reputación del autor; han sido solamente desahogos personales», etc.

Parece irrisoria esta adición. Iban, pues, los ecuatorianos a saber lo que era la verdadera crítica literaria, leyendo la Ojeada. No queremos sumarnos al parecer de cierto crítico zahorí que en estos mismos días ha soltado la especie de que el verdadero propósito que animó al autor de la Ojeada no fue «corregir los extravíos de la desenfrenada licencia» a que aludiera García Moreno en el célebre discurso que hemos citado, sino desanimar a todos sus contemporáneos, incluso a sus más caros amigos (los de la lista de doctores y otros que no lo eran, como don Julio Zaldumbide), para quedarse él solo como único poeta de verdad y señor del parnaso.

Algo semejante insinúa su admirador, el Dr. Rodrigo Pachano, tan inteligente y plenamente informado, en el sesudo estudio que le dedica en esta misma Biblioteca Ecuatoriana, frente a su labor de novelista, cuando escribe: «Por eso es que si le habíamos oído decir que al historiar la poesía ecuatoriana quería contribuir a la formación de gusto entre nuestros jóvenes compatriotas, no deja de sorprendernos que para conseguirlo aportase semejantes auxilios».

No. Aunque la conclusión parece obvia, rehusamos adherirnos a ella, porque situados en punto de observación más favorable podemos ver claramente que no era egoísmo, ni mezquina rivalidad, ni celos o resquemores del oficio, en suma, lo que movió al señor Mera -ciudadano meritísimo y escritor patrióticamente desinteresado- a empuñar el almocafre de la crítica negativa y destructora. Él, que había saludado al vate español don Fernando Velarde, a su paso por Ambato, en 1855, como al verdadero heraldo de una nueva concepción poética; él, que en 1858 le escribía a su amigo don Julio Zaldumbide: «No debemos   —44→   los modernos imitar de los antiguos más que la pureza del lenguaje y otras cosas que pertenecen a la forma; lo demás debemos tomarlo de los románticos»11, no podía asumir actitud tan radicalmente opuesta sino por muy graves razones.

Para hallar una explicación satisfactoria a su cambio de frente necesitamos hacer un poco de historia. En 1852, antes de cumplir veinte años, Mera se traslada a Quito y hace amistad -que había de durar toda la vida- con su contemporáneo Julio Zaldumbide, en cuya casa encuentra grata y generosa acogida. Ese mismo año, en un acto con que se celebraba el 7.º aniversario de la revolución nacionalista, del 6 de marzo, Zaldumbide y Montalvo se presentan en público, el primero con su laureado Canto a la Música y el segundo con un discursillo intrascendente. Dos años después, hallándose en Baños, se le ocurre el asunto de su leyenda indiana La Virgen del Sol, que «canto tras canto queda terminada poco tiempo después», según su propio decir, y que da a luz en 1861.

En el prólogo a la segunda edición (Barcelona, 1887), él mismo nos revela que el manuscrito, antes de darse a la prensa, pasó de manos de su amigo don Julio, que lo corrigió, por las de los doctores Riofrío y Cevallos, sus valedores, a las de García Moreno, que había tomado ya el poder, «quien elogió la obrita con entusiasmo y me aconsejó que la diese a la estampa».

García Moreno empieza así a atraer a su bando al joven que tanto prometía y, sin duda con su venia, sale electo diputado por su provincia a la Asamblea Constituyente. No obstante, Mera, fiel a sus primeras inclinaciones, actúa como liberal, es decir en la oposición contra Flores y García Moreno; pero éste, generoso y hábil, nombra a su antiguo compañero de   —45→   colegio don Nicolás Martínez, el tío, casi el padre, de Mera, Gobernador de la provincia de Tungurahua, «gobernación que le dio en propiedad» decía Mera, haciendo la biografía del Sr. Martínez. Un engorroso incidente, ocurrido durante la breve presidencia de Espinosa, le obliga, no obstante, a dejarla, y era nombrado en su reemplazo el Dr. Francisco Montalvo, hermano del Cosmopolita, con lo que se produce la división entre las dos influyentes familias y los ánimos se polarizan entre los que habrán de seguir abnegadamente al nuevo caudillo, amoldándose a sus ideas, a pesar de sus genialidades y vehemencias temperamentales, y los que habrán de hacerle oposición violenta y obstinada, con frecuencia incomprensiva.

Quedaron así, desde entonces, deslindados dos campos de abierta lucha, no sólo en el terreno de la política sino también en el de las letras, pues García Moreno no era hombre para actuar a medias, convencido como estaba de que la vida humana tiende a ser una unidad y de que todas sus manifestaciones deben converger al servicio de un solo y definido ideal, si no ha de estancarse en el marasmo y el relajamiento. Pareció desde el principio decirles a los ecuatorianos: «o conmigo o contra mí», y con esta mira de absoluta identificación eligió a sus colaboradores. Mera, a vuelta de explicables veleidades juveniles, se afilió a su partido para no abandonar ya sus filas hasta la muerte. «Educado por mujeres, dice Barrera, tenía que señalarse por la moderación». Lo contrario es lo que ocurre: el niño educado por mujeres se vuelve voluntarioso y engreído: la intolerancia en la vida social y política no es más que una secuela del carácter así adquirido.

Pero el mismo García Moreno, el que en su discurso académico de 1846 pregonaba la necesidad de la libertad «para reanimar la muerta inspiración»; el impetuoso jacobino que se ofrecía a emplear contra Flores el puñal de la salud, a fin de librar de su tiranía a la República; el lector fervoroso de El Viejo Chihuahua,   —46→   La Linterna Mágica y otros terribles panfletos del doctor Pedro Moncayo, desde la tribuna de la Sociedad Filantrópico-literaria, fundada por el que había de llegar a ser su hermano político, don Manuel Ascásubi, ¿cómo pudo renegar de sus principios que le conducían a un franco liberalismo progresista y volverse reaccionario e intransigente, es decir uno de los primeros en desconocer la validez de los postulados ideológicos de la Revolución Francesa, hasta el punto de sentir un «rencor de fondo» contra el lema que los sintetiza: Libertad, Igualdad y Fraternidad? ¿Cómo pudo hacer suya la afirmación de Pascal (que habría de tomar por base de sus elucubraciones políticas uno de sus mentores ideológicos, el conde José de Maistre), afirmación que reza: «el hombre natural es de suyo malo; sus pasiones y su imaginación, más que su razón, deben suscitar nuestra desconfianza», idea que está en la más absoluta contradicción con el concepto de democracia?

No disponemos ni del tiempo ni del espacio necesarios para ahondar en este tema, en este filón del que se pudieran sacar a luz tan insospechadas revelaciones; nos limitaremos, pues, a apuntar que nuestro héroe -que «extremoso en todo, ansiaba ser el primero en todo»-, pocos días después de haber pronunciado aquel discurso con que abrió el certamen de literatura del año 46, explayando el tema «La liberté literaire est la fille de la liberté politique», contraía matrimonio con una dama de linaje y fortuna que le llevaba doce años, matrimonio que no se puede menos de clasificar entre los de conveniencia, pero que le permitía ingresar de hecho y de derecho en un círculo aristocrático de grande influencia política, es decir realizar el sueño que le había obsedido desde su llegada a la Capital de la República.

Sus más íntimos amigos -nos dice su biógrafo más fidedigno, don Luis Robalino Dávila- fueron don Roberto Ascásubi, don Carlos Aguirre, don José María Lasso, don Manuel Vega Dávila, don Antonio Borrero,   —47→   el Dr. Francisco Santur Urrutia y el Dr. Rafael Carvajal. «De elevada cuna, autócrata por temperamento -añade- siempre buscó la compañía de sus iguales o de aquellos que, por sus dotes intelectuales, eran apreciados por él o podían servir a sus ambiciones».

Recordemos también que a consecuencia de una de sus imprevisibles intemperancias se ve obligado a salir del país a principios de 1850, cuando comenzaba a hacer sus primeras armas en la candente política de la época, con destino a Europa, donde acababan de ser dominadas las varias revoluciones del año trágico de 1848, revoluciones que se atribuyeron con sobrada razón al espíritu de rebeldía e insatisfacción difundido por el movimiento romántico. «En Francia -nos informa Robalino Dávila- la formación de una clase obrera, merced a la transformación de la industria durante la Monarquía de julio, transformación que pasó de los pequeños talleres a las grandes fábricas, ocasionando la despoblación rural y congestionando las ciudades, permitió que se produjera la revolución de 1848 a nombre del sufragio universal, la constitución de la segunda república y la tentativa -durante las sangrientas jornadas de junio- de un trastorno social. El socialismo naciente -colectivista con Saint Simon, Fourriere y Louis Blanc, o anarquista con Proudhome- trataba de implantarse en Francia, al tiempo en que resonaban aún en la Europa entera los ecos del Manifiesto Comunista de Marx y Engels»12.

Recordemos que ante la amenaza de tan radicales transformaciones, la sociedad occidental civilizada despertó de su letargo y que la burguesía, sintiendo que el suelo empezaba a faltarle, se apresuró a elegir presidente de la Segunda República al príncipe Luis Napoleón, sobrino de Napoleón el Grande, quien tres   —48→   años más tarde habría de restablecer el imperio, es decir el gobierno autocrático absoluto, único capaz -según el sentir de la época- de reprimir aquellos conatos libertarios y defender las instituciones tradicionales, el gobierno de derecho divino, el régimen absolutista que no necesita tomar en cuenta ni consultar la voluntad de los pueblos, rebaños que deben ser conducidos, dominados y gobernados, lo que presupone una clase superior y privilegiada, cuya cabeza es el rey absoluto.

Se nos observará que hay contradicción en presentar al presunto heredero del imperio napoleónico como una encarnación de las tendencias reaccionarias de la época, cuando el hecho que recoge la historia de las ideas políticas es la notoria animadversión que hacia el primer Napoleón hicieron manifiesta todos los escritores y pensadores que durante su dominación conservaron simpatías por el Antiguo Régimen pre-revolucionario, y que la reacción aristocrática y conservadora de comienzos del siglo XIX estuvo personificada por escritores como Chateaubriand y madame Staël, que figuran entre los portaestandartes del romanticismo, cuyas producciones tomaron frecuentemente el carácter de violenta protesta contra la política personal y absolutista del emperador vencido en Waterloo. Pero se olvida que, en el fondo, aquella reacción arrastraba un fuerte fermento aristocrático y que Napoleón, por su parte, fingía por lo menos actuar en nombre del pueblo y en beneficio del pueblo, es decir en nombre de principios democráticos contrarios a los de la aristocracia fundada en la nobleza y en los privilegios de origen divino. Recuérdese que se negó a recibir la corona imperial de manos del Pontífice y que gobernaba de hecho en nombre de la «diosa Razón», esa quimera deificada por los revolucionarios, y que no confiaba en poderes celestes sino en su inteligencia y energía para solucionar los problemas y dominar, las dificultades que encontraba en el camino del progreso   —49→   indefinido, y que creía que éste era el único que la humanidad podía recorrer.



La ideología de la reacción absolutista a que se adhirió la humanidad asustada, la que adoptó desde entonces García Moreno era diferente. Dejemos que un escritor bien informado nos la explique; porque fue García Moreno, en nuestra pequeña república, no Napoleón el Pequeño en su vasto imperio, el que tomó a pechos implantar aquella ideología, haciéndola bajar de los dominios de la especulación teológico-filosófica al terreno de las realidades políticas. El autor a quien en esta parte tomamos por guía13 nos dice, confirmando nuestros puntos de vista: «Es notorio que todos los escritores y pensadores que conservaron alguna admiración por el Antiguo Régimen fueron instintivamente hostiles al Emperador y continuaron en la oposición, al mismo tiempo que trataban de conciliar sus sentimientos conservadores con las esperanzas de la nueva sociedad». Y refiriéndose al conde José de Maistre, el teorizante incuestionable del movimiento, añade: «Apegado a los prejuicios del Antiguo Régimen: religión, patriciado, monarquía absoluta; firmemente hostil a las ideas materialistas, democráticas y republicanas, parece, en efecto, encarnar como nadie el espíritu absolutista y místico de los tiempos pasados y defender las ruinas de la sociedad feudal contra la invasión de las masas igualitarias. Desprecia al pueblo 'siempre niño, siempre loco, siempre inconsciente (absent)'. Desprecia igualmente al individuo 'siempre preocupado de sus derechos, jamás   —50→   de sus deberes'; y no cree en la grandeza del espíritu europeo. Con una obstinación apasionada, permanece francés tradicionalista [...]. Su sistema moral y político no tolera ninguna innovación. La sociedad, según él, sólo puede ser salvada por la religión cristiana y la monarquía absoluta». «Se ve, desde luego -continúa- obligado a constatar la universal injusticia de la sociedad moderna, la desproporción que existe entre el mérito y el favor, entre la falta y el castigo14. Así, fue el primero en concebir ese cristianismo pesimista, conciliable con la necesidad del mal, que poco a poco ha venido fijándose en el pensamiento moderno y cuyo credo puede resumirse así: El inocente, en este mundo, expía por el culpable; Jesús fue la más alta y la más noble de las víctimas. A pesar de su sacrificio, seguimos siendo injustos y crueles y egoístas. La guerra es el estado natural del mundo; no hay justicia sino en la eternidad».

De Maistre, fiel a su lógica inflexible, descubre a su pesar que una implacable ley -rigurosamente demostrada después por la ciencia- nos obliga a la lucha perpetua, y que en esta lucha los más fuertes o los menos escrupulosos llevan la ventaja, siendo la justicia terrestre impotente para combatir el abuso (esta ley de hierro y de sangre que suministrará a Nietzsche el argumento esencial de su individualismo), y, en su obra capital El Papa, llega a la conclusión de que el hombre necesita ser gobernado desde lo alto. Oigámosle una vez más: «Instituyamos, pues, una soberanía, pero una soberanía absoluta, si queremos que sea obedecida. Oremos para rescatar (racheter) nuestras injusticias y seamos los súbditos fieles de un monarca absoluto (toutpuissant)». Tales son las soluciones prácticas a que arriba este brillante ideólogo. Y   —51→   si estos remedios no son aplicados inmediatamente -nos advierte- la decadencia, el desorden, la desorganización del mundo tendrán fatalmente que acentuarse.

No es arbitrario afirmar -porque es hecho que puede demostrarse a posteriori- que tales son las ideas que llegó a hacer suyas García Moreno y con su genial inflexibilidad de carácter se propuso infundir en el gobierno de su país, asumiéndolo personalmente todo el tiempo que fuese necesario. De allí su enemiga contra todo lo que portaba la escarapela de libertad, contra el individualismo creciente, contra el espíritu romántico que le daba forma, en suma. Única explicación, a nuestro entender, de la ojeriza que su personero en el terreno literario, don Juan León Mera, hizo manifiesta contra todos los que habían osado tomar, y persistían, en ese camino de perdición; de ahí su desesperado empeño por aniquilarlos o reducirlos al silencio.

¿Hizo un bien, como acaso sinceramente lo creía; hizo, por el contrario, un mal, un daño de irreparables consecuencias? Para encontrar respuesta a esta pregunta, tomemos en cuenta que la oportunidad que se le vino a las manos al crítico literario, identificado ya con la ideología política de su caudillo, fue la aparición de la Lira Ecuatoriana, antología compilada -ya lo hemos mencionado- por don Vicente Emilio Molestina, meritísimo propagandista de nuestras letras, propaganda que continuó dos años después con la publicación de su Literatura Ecuatoriana, Colección de Antigüedades, etc. (Lima, 1868).

La Lira, por lo mismo que presentaba las producciones de los más representativos ingenios de la época, todos -a excepción de Olmedo- de filiación romántica, fue el campo en que el señor Mera se propuso blandir su almocafre, a pretexto de arrancar de raíz las malas hierbas que amenazaban infestarlo. Sólo que, como todo jardinero bisoño e imprevisivo, no se limitó a esto sino que acabó con el jardín, estropeando   —52→   o destruyendo de hecho todo lo que le llegó a parecerle planta exótica e indigna por lo mismo de aclimatarse entre nosotros. El Dr. Pachano, antes referido, no puede menos que reconocer que «revestido de tales ánimos, a tono con el pensamiento y el ambiente ecuatorianos de entonces, sentíase afiliado irremisiblemente a determinada dirección política»; y Barrera, por su parte, opina: «La crítica en ese tiempo debió ejercitarse con el principal móvil de la influencia política».



Ahora bien, como ya lo hemos insinuado, a esta generación -la de los románticos, que comenzó a florecer en 1852- pertenecen los más altos ingenios de la República. Y no es aventurada apreciación nuestra; la suscribe un profesor de cultura europea, el ilustre helenista P. Aurelio Espinosa Pólit. En su brillante disertación acerca de «Los Clásicos y la Literatura Ecuatoriana», de 28 de mayo de 1938, dada en el Curso de extensión cultural de la Universidad Central, después de enumerar las obras de que en otros géneros se enorgullece nuestra literatura, añade: «Y no es esta nuestra única riqueza. Al lado de aquellos astros deslumbrantes, hay (en su cielo)... un grupa compacto de poetas que serían positiva honra de cualquier parnaso americano: Numa Pompilio Llona, Julio Zaldumbide, Juan León Mera, Luis Cordero»... Nos permitimos interrumpir la enumeración porque los demás no pertenecen ya a la generación que venimos estudiando. Pero si añadimos, en orden cronológico, a los citados por el P. Espinosa Pólit, los nombres de Rafael Carvajal, Dolores Veintemilla de Galindo, Francisco Javier Salazar, Miguel Ángel Corral, Miguel Riofrío y Vicente Piedrahíta, no podemos menos   —53→   que constatar que la plana mayor de nuestro parnaso, sus más ilustres poetas -incluyendo al mismo Mera, poeta en prosa más que en verso- pertenecen a la tendencia contra la cual se ensañó en la Ojeada.

Y todavía podemos añadir que la mayor parte de nuestros hombres ilustres pertenece a la generación que nada debió -dicho sea de paso- a la reforma educacional implantada después del año 60 por García Moreno. Comenzando por él mismo, ¿no fueron sus contemporáneos don Pedro Moncayo, el austero patricio y eminente tribuno, el ilustre historiador Pedro Fermín Cevallos, los insignes prosistas Benigno Malo y Rafael Villagómez Borja, los renombrados estadistas Antonio Borrero y Pedro Carbo? ¿No fue su maestro el inolvidable Rocafuerte y su más temible opositor don Juan Montalvo?

No vacilamos, pues, en méritos de justicia, en hacer nuestra la concluyente aserción del distinguido escritor citado: «Que otras repúblicas de territorio y población cuatro o cinco veces superiores a la nuestra, como México o Colombia, pueden alargar la lista de sus literatos, nada tiene de extraño; lo extraño y admirable es que podamos nosotros ostentar una eflorescencia tal en nuestra pequeñez». Lo ecléctico, lo equilibrado y certero de este juicio se hace más patente cuando habla del propio romanticismo. «El clasicismo, casi puro en Olmedo, ya está fuertemente matizado de romanticismo en Zaldumbide, Dolores Veintemilla, Llona, Piedrahíta y toda la primera generación de poetas. Pero era un romanticismo natural y espontáneo, sin nada de las violencias ni del espíritu de conquista que caracterizó su implantación en Europa».

Pero esta serena objetividad de criterio, fruto es ya de mejores tiempos que los de Mera. La enemiga que él suscitara contra el romanticismo continuó casi hasta las postrimerías del siglo. No se hizo excepción de personas. Hasta contra artista tan puro, tan pulcramente   —54→   ajeno a las luchas de su época, como dore Julio Zaldumbide, se ensañaron sus mismos amigos. Bajo el pseudónimo de Bonifacio enarbolaba contra él, don José Modesto Espinosa los dardos de su sátira15; y las alusiones hirientes no escasean en la Ojeada de Mera16, su íntimo amigo, el que pacientemente toleraba los palmetazos que de hombre a hombre Zaldumbide le prodigaba, como puede comprobarse en vista de su correspondencia publicada por la Academia.

Terminaremos estos apuntes con un párrafo del inolvidable Víctor León Vivar, porque nos abre el horizonte que nuestra poesía se proponía recorrer, cerrado ya el del romanticismo. Oigámosle: «Una vez aceptada la idea de que a pueblos jóvenes como los americanos corresponde una poesía viril, toda amor y esperanza, es indudable que la de Remigio Crespa Toral llena este programa; y ella, como la del yanqui Longfellow, es fuente de aguas saludables y robustecedoras en las que, al apagar el ansia del ideal, los que luchamos por la existencia nos sentimos fuertes y con ánimo para marchar hacia adelante, hasta llegar aún más allá de la última cumbre. Se diferencia esta poesía del humanitarismo de Víctor Hugo en que tiene base sólida en las creencias religiosas y es enemiga, por consiguiente, de novedades filosóficas».

Del renacimiento iniciado por el ilustre poeta laureado a quien se refiere Vivar, esto es a vueltas del vergonzante neoclasicismo que propició Mera, convirtiéndose él mismo en su portaestandarte, no es nuestro propósito hablar en esta ocasión. Oigamos solamente en qué términos anunciaba el cantor de «Mi Poema» su nuevo ideal poético: «La musa de los festines y de los cementerios debía ser echada fuera de la república literaria, y la gran poesía, de que hablaba ya   —55→   Thiers, era menester que hiciese su camino por toda la redondez de la tierra. La reforma salió de América y Longfellow fue su entusiasta propagador. A él lo reconocemos como padre del magnífico ideal que fundado en los poemas bíblicos y en las tradiciones cristianas de la Edad Media, se anuncia en América como el único digno de la elevación del arte y de la gloria del hombre»17. Esto escribía el maestro morlaco con motivo del fallecimiento del bardo americano, ocurrido el 24 de marzo de 1882.

Pero se echa de ver que, cansado del pseudoclasicismo de Mera y los que se animaron a seguirle, los Sánchez, Echeverrías y otros, y quizás también de las tonadillas de los imitadores de Trueba, y -aún más- de los suspirillos germánicos de los Espinosa y Pallares Arteta, lo que anhelaba, siguiendo a Longfellow y a Núñez de Arce, otro de sus modelos, era el advenimiento de un nuevo romanticismo, depurado ya de las enfermizas tendencias del primero.

Nos limitamos, pues, a dar las noticias indispensables sobre los poetas representantes de estas tendencias, hasta cuando, en la segunda década del presente siglo, el Modernismo llega a su pleno aunque breve florecimiento.







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