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Poética del apocalipsis «La leyenda de los soles», de Homero Aridjis

Sergio Rojas





«Pero eso fue ayer, fue hace quinientos años».


La leyenda de los soles.                


La novela La leyenda de los soles [1993], del mexicano Homero Aridjis, desarrolla algunos de los aspectos que hemos señalado como esenciales a la escritura neobarroca hispanoamericana. Primero, el mundo en el cual transcurre la historia es absolutamente incierto, pues el paisaje -o habría que decir más bien, en este caso, el no-paisaje- corresponde a una modernidad que ha colapsado por el exceso que ella misma ha generado, llegando a hacer de la ciudad-capital una gran cifra. Este carácter incierto del mundo genera necesariamente una reflexión de los recursos representacionales, por lo que además de ser un contenido narrativo, es también un elemento significante en constante proceso de elaboración. Segundo, la alteración del tiempo problematizando poéticamente la densidad significante de los acontecimientos, en cuanto que se superponen líneas de tiempo que corresponden a teleologías heterogéneas entre sí. Tercero, la importancia del cuerpo como motivo narrativo cuya materialidad -que más que ninguna otra se torna especialmente desbordante en las situaciones de violencia- sirve al desarrollo de los recursos representacionales desplegados en la escritura.

Apocalipsis es un término griego que significa «revelación». Corresponde, como es sabido, al último libro del Nuevo Testamento bíblico, escrito al parecer hacia finales del siglo I, durante la época de las grandes persecuciones a los cristianos1. Se trata de un texto que se caracteriza por la intensidad y complejidad de las imágenes que describe y que deben ser necesariamente interpretadas. Aunque el término se asocia por lo general con escenas de catástrofes y desastres descomunales, lo cierto es que su sentido más propio se refiere al momento en que Dios-Cristo viene a la tierra para salvar a los justos y condenar a los pecadores. Desde el siglo XIII y especialmente ya entrada la Edad Moderna, adquiere gran protagonismo la idea del Juicio Final, al punto que comienza a ocupar un lugar central en la interpretación, aunque se trataba en principio más bien de un elemento teológicamente accesorio2. Conjeturamos que esa importancia tiene su causa en el hecho de que se impone culturalmente una consideración cada vez más narrativa sobre el devenir humano en la modernidad. Es en este sentido que utilizamos el concepto de Apocalipsis para referirnos a la poética de Aridjis en la novela que a continuación analizamos. El carácter naturalmente catastrófico ya está dado con el recurso a la «leyenda de los soles», pero la novela sugiere que no se trata sólo de un ciclo energético, sino también, y ante todo, de una solución narrativa prescrita para una época en que reina el mal.

La historia acontece en un futuro próximo. Describe una catástrofe ecológica de magnitud mundial, incorporando como recurso intertextual la leyenda de los soles de la cultura azteca. Los aztecas concebían el universo como siendo esencialmente energía, y su dinámica consistía en un proceso cíclico de permanente destrucción y regeneración. «Cuatro edades habían ya transcurrido, y los mexicas se encontraban viviendo en la quinta, que debía terminar, al igual que las anteriores, con su destrucción, pero esta vez por medio de un terremoto»3. Según el cubano James López (traductor de la obra de Aridjis al inglés), La leyenda de los soles correspondería al concepto de novela historicista4, sin embargo no nos parece del todo claro la posibilidad de aplicar dicha categoría a esta novela de Aridjis. Con respecto al concepto de nueva novela histórica (expresión acuñada en la década del 80) Seymour Menton señala: «hay que reservar la categoría de novela histórica para aquellas novelas cuya acción se ubica total o por lo menos predominantemente en el pasado, es decir, un pasado no experimentado directamente por el autor»5. Y a continuación comenta de Aridjis sus novelas 1942: Vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla (1985) y Memorias del Nuevo Mundo (1988), sin mencionar, por cierto, La leyenda de los soles. En esta novela, el recurso a la intertextualidad resulta fundamental, generando un cuerpo autónomo cuyos rendimientos de sentido sobre una posible realidad (presente o histórica) resultan en cierto modo externos a la obra misma. La leyenda azteca, el relato cristiano de salvación por un elegido y la información ficcionada acerca de la catástrofe ecológica hacia la que se encamina el planeta, constituyen los tres textos que confluyen en esta obra cuya lectura nos remite permanentemente al trabajo mismo de producción de sentido narrativo.

Cabe señalar que, a diferencia de lo que ocurre con novelas como Cobra de Sarduy o El obsceno pájaro de la noche de Donoso, La leyenda de los soles presenta una historia cuya narración transcurre conforme a un verosímil más o menos tradicional. Es decir, la escritura misma no resulta especialmente alterada en los límites entre la narración y lo narrado, y por lo tanto el lector puede seguir la historia sin enfrentarse necesariamente a las exigencias de análisis de segundo orden en el mismo grado en que lo plantean las otras dos novelas mencionadas. Sin embargo, la escritura de Aridjis alcanza en este caso un grado de visualidad que opera como una suerte de interrupción de la narración por el real, como si el «referente» de la novela (su trascendencia) adquiriese presencia en la representación mediante la alteración del reflejo. Emerge, pues, el significante, el cuerpo retórico del signo, precisamente en cuanto que admite en el lenguaje aquello cuya presencia está más allá de las posibilidades del lenguaje que querría señalar una realidad previamente «dispuesta». Esa visualidad de la escritura de Aridjis consiste en la abundancia adjetiva de una realidad que no logra ingresar en el plano de la representación. Ya en las primeras páginas se nos anuncia la intensidad que la recorre: «Juan de Góngora iba por las calles [...] con la sensación de andar ya en el futuro, de habitar un mundo desmesurado y ajeno»6. Ese carácter «desmesurado y ajeno» nombra, a nuestro juicio, el tenor de la novela en la lectura que Aridjis nos propone de la modernidad latinoamericana, articulada desde el motivo del Apocalipsis.




La catástrofe del paisaje

El personaje central de la novela, Juan de Góngora, es un artista que tiene el proyecto de pintar un paisaje de Ciudad de México, trabajo que permanece suspendido durante toda la novela. Este suspenso está en correspondencia con la ruina del paisaje que el autor «describe» ya desde las primeras páginas, lo cual produce el efecto de estar asistiendo a una historia cuyo escenario en situación de constante alteración permanece el mismo. El mundo se retira desde el plano de la representación, en una especie de Apocalipsis en el que nada se revela: «Corría el año 2027, la ciudad se estaba hundiendo y los volcanes se habían perdido de vista en el paisaje del altiplano. Y no sólo las montañas legendarias ya no se veían, del paisaje original del valle ya no quedaba huella»7. Se trata del fin estético de la naturaleza como trascendencia, como realidad no humana, proveniente desde otra parte; y entonces, el retiro de ésta significa la disposición total del espacio para ser ocupado por lo humano. La desmesura del mundo se debe a que lo humano ocupa el lugar de la naturaleza, ha usurpado los límites de ésta deviniendo en ello «naturaleza» desmedida8. Esto es muy importante para entender el sentido de la ausencia del «paisaje», pues no se trata simplemente de la ausencia de naturaleza dado que ésta se reconoce en una situación de desborde permanente (como veremos más adelante comentando el sentido del cuerpo en Aridjis), sino de que los límites han desaparecido y entonces la naturaleza ha ingresado en el espacio humano, desencadenando una especie de carnavalización generalizada.

La naturaleza ha abandonado sus límites «naturales», y sin embargo en ello no deja de ser naturaleza, sino que, por el contrario, es allí en donde se manifiesta como tal. Se trata por lo tanto de los límites que hacen posible el habitar humano, los límites que corresponden a las condiciones de la frágil y precaria existencia de lo humano, en medio de una fuerza que es de suyo irrepresentable. Sólo con respecto a las condiciones de existencia de una humanidad que se piensa a sí misma como soberana de la creación podrían concebirse esas manifestaciones de la naturaleza como «desastres naturales»: «'Avalancha de rocas en Chungar, Perú. Tormenta de granizo en Milán, Italia. Plaga de moscas blancas en Alicante, España. Fuertes terremotos en la Isla Espíritu Santo, en el Pacífico del Sur, y en Valparaíso, Chile' -anunció la reportera de noticias»9. Se ha roto el equilibrio, como una especie de acontecimiento irreversible, y en este sentido es posible concebir algo así como la muerte de la naturaleza, es decir, una catástrofe en los ciclos naturales de «muerte y renacimiento», de manera que la naturaleza ha ingresado en un tiempo lineal, que es lo propio de la temporalidad humana histórica moderna. La catástrofe de los ciclos naturales es, pues, la emergencia de la estatura «natural» y desmedida de lo humano, en virtud de la cual la naturaleza ha ingresado del todo en el tiempo humano como tiempo sin redención, sin renovación, sin resurrección. Podría decirse que subyace a esta poética narrativa de la temporalidad la idea de que la historia humana no se sostiene a sí misma, y los acontecimientos abandonados a su gravedad secular sólo pueden describir el itinerario de la decadencia. Sin embargo, como ya se ha señalado en otro lugar, las mitologías de las culturas premodernas, con privilegio del tiempo circular, describen un universo de inmanencia, en el que toda energía semiótica está siempre reinvertida en la economía general de la vida. Por lo tanto, la exigencia de una «remitologización» del universo sólo se hace verosímil desde la modernidad cristiana y su idea de redención más allá de la existencia material10.

En medio de aquel desastre ecológico, de proporciones que exceden toda representación posible, emerge una fuerza que corresponde al deseo, y que la novela en distintos momentos caracteriza como deseo sexual, en el que la vida y la muerte se indiferencian como los momentos de una fuerza que fluye más allá de toda finalidad conocida. La naturaleza misma sirve como recurso narrativo para «representar» ese otro equilibrio también alterado: «-Guerra de ranas -anunció el radio que se prendió por su cuenta-. En Singel Siput. Malasia, diez especies de batracios se han comprometido en feroz batalla amorosa, haciéndose pedazos en una orgía de reventones y desgarraduras. El ruido ha atraído a los sapos, quienes han emitido una secreción tóxica para las ranas»11. Esta situación sugiere la dimensión natural de la figura del sacrificio, como una especie de comercio energético entre la vida y la muerte en el universo premoderno de los aztecas. En efecto, mediante una operación recurrente de desplazamiento en el plano significante, la novela trae al plano narrativo de la representación el origen o fuente de la vida, en el que se han indiferenciado la vida y la muerte. Esta indiferenciación implica desbordar el horizonte de la existencia individual, que en la modernidad constituye un elemento esencial de los límites del sentido (en cuanto que lo individual es el coto a partir del cual el sentido es posible). Asistimos a dicho desplazamiento significante, por ejemplo, en la escena de un parto que se representa como un sacrificio: «Es el día de mi fiesta [delira una parturienta], me traen una linda esclava, con ropas verdes y una corona blanca. Dicen plegarias delante de mí, avientan tamborazos a mis pies. Oigo un grito de horror. El mío. La están sacrificando, me están arrancando el corazón. Me ofrecen la tuna sangrienta de su pecho, vaheando»12. A diferencia de lo que ocurre en el cuento fantástico La noche boca arriba, de Cortázar (en que el lector asiste a un intermitente cambio de universo: entre un motonetista accidentado, conducido en una ambulancia hacia un hospital, y un prisionero conducido en andas por un largo túnel hacia el altar en que será ofrenda de un sacrificio azteca), en lo de Aridjis se trata de un recurso narrativo que permanece en el nivel de la forma, sin determinar el contenido de la escena contra el primer verosímil que lo refiere como un parto. Es decir, no se trata de subordinar el parto como mera representación con respecto a un contenido acaso «más real», sino que, por el contrario, el nacimiento de un niño es presentado aquí como la realidad de un mito: «En lugar de cara el recién nacido portaba una máscara labrada de pellejos. En vez de ojos miraba por dos aberturas estrechas y negras. Babosamente abría la boca. / El viejo corrió hacia ella, levantó al niño para observarlo bajo la luz del foco. Su cuerpo estaba revestido con piel humana. De puro horror, estuvo a punto de desvanecerse. Había procreado a Xipe Totec, Nuestro Señor el Desollado»13.

En la situación de desastre y colapso generalizado que se describe a lo largo de toda la novela (de manera que lo indescriptible se pone en obra precisamente como una especie de descripción interminable), lo cotidiano adquiere un espesor de significación trascendente, especialmente aquello que se relaciona con la sexualidad y la procreación. O acaso se podría decir que más bien recuperan un sentido fundamental.

La ciudad colapsada se describe como un gigantesco organismo herido: «Las tuberías y los túneles de concreto que recorrían subterráneamente cientos de kilómetros parecían ahora los intestinos abandonados de un animal fantástico del subsuelo»14. Es como si, precisamente en esa situación de desastre, en la que nada funciona, se restituyera lo natural de la vida, que se manifiesta como des-organización. En un punto se vienen a corresponder dos imágenes aparentemente contradictorias entre sí: de un lado, la ciudad como un conjunto de ruinas, un paisaje ausente del cual sólo han quedado escombros; de otro lado, la imagen de un organismo herido, pero que no presenta simplemente los síntomas de la muerte, sino del exceso en el cual consiste la vida misma como deseo y como trabajo incesante de un cuerpo biológico que consume y expulsa. Entonces, de una parte, y correspondiendo a la primera imagen, la ciudad como construcción humana ha perdido relación con la vida que la habitaba, y sólo permanece como un gigantesco ingenio, hecha de conexiones absurdas, fruto de una mente enloquecida: «Un México de calles en reparación sin previo aviso, cloacas sin tapadera, señalamientos de tránsito mal colocados o desorientadores, fachadas acribillada por la última granizada de partículas metálicas, puertas de fuera de quicio, ventanas que ningún ingenio humano podía cerrar bien, obras públicas inconclusas o mal hechas, aberraciones de arquitectos y escultores chafas, ruinas contemporáneas no producidas por los desastres naturales sino por la mano inepta y corrupta del hombre»15. Obviamente estamos también ante una referencia irónica del autor al presente de las grandes urbes latinoamericanas -particularmente a Ciudad de México- y en general a la ciudad moderna en la que se manifiesta una contradicción entre el plan regulador y el deseo que ha de administrar. La ciudad misma se hace irrepresentable para sus habitantes16. La Zona Metropolitana ha devenido una cifra imposible de resolver. En ese momento, la ciudad es ya virtualmente una ruina arqueológica pues carece de mundo, yace caída de cualquier totalidad de sentido y su imposible espectáculo es el de un fracaso absoluto. No se trata de un regreso al origen de la vida ni de un desenlace revelador, sino tan sólo de una gigantesca acumulación de cosas interrumpidas. La catástrofe confiere a todos los objetos por igual la dignidad de lo antiguo y, simultáneamente, la banalidad de lo cotidiano: «Los movimientos afanosos de los rescatistas, de procedencia humilde en su mayoría, que extraían de entre las ruinas lo mismo una persiana que una taza de excusado, unas mallas de alambre que a una señora criandera, le resultaron tan ajenos como si sacaran objetos y gentes de una tumba maya o de una casa pompeyana»17.

Desde estas consideraciones, la situación adquiere un viso que parece propio del barroco europeo en la perspectiva benjaminiana: «-¿De qué moriré en un mundo así? De melancolía -se preguntó y se contestó [Juan de Góngora]»18. Pero incluso esa dimensión de muerte aparece en la novela con la gravedad de lo orgánico, que desplaza nuestra atención desde las ruinas hacia lo que entre ellas fluye: «Un olor nauseabundo flotaba en la ciudad, gatos, perros, gorriones y ratas aparecieron muertas en las calles, en los sótanos, en los patios, en las azoteas y en las trastiendas. Los únicos que corrieron con puntual fetidez fueron los ríos de aguas negras y los basureros líquidos, reminiscencias viles de lo que un día fue la Venecia americana»19. Este énfasis en la basura, en los despojos y desechos orgánicos, en los cuerpos descompuestos, refiere una materialidad que no es recuperable por el sentido, ni siquiera para el ánimo melancólico. Nos presenta un tipo de materia que no podría ser pensada bajo la figura de la ruina porque nunca tuvo mundo, carece de estatura cultural, y en una situación de desastre, de destrucción de todos los equilibrios que hacían posible y amable la existencia humana, dicha materialidad no es la huella de una ausencia, no corresponde a la estética de la pérdida, sino, por el contrario, es más bien la estética grotesca de una «presencia» irreductible que emerge precisamente con la catástrofe de las instituciones y de sus soportes de funcionamiento. En medio de la devastación emerge una realidad para los sentidos, la ciudad adquiere una intensidad inédita, en medio de una cotidianidad en estado de excepción, la ciudad da demasiado a sentir, como un cuerpo: «Quedó apretujada por hombres que olían a axilas y a cemento y a mujeres que hedían a sardina, a leche y bebé»20. Esta intensidad que se da a sentir en los sentidos de la percepción excede los modos y las retóricas del deseo, desborda las posibilidades del sujeto y entonces, precisamente como una sensibilidad sin sujeto, carece también de objeto: «A cada momento la ciudad se hacía más ardiente, rebosaba un ardor sin sensualidad, una ebullición ubicua que pudría la fruta y fragmentaba la vista»21. La realidad cotidiana ha ingresado en un proceso de acelerada disolución, pero esto no significa el advenimiento de la nada, sino de una realidad otra, cuya presencia es mucho mayor, desbordando los rangos habituales de la experiencia del sujeto. Una nueva terminología viene al uso para nombrar esa realidad inédita, nunca antes percibida: «Antes aquí las gentes platicaban de las tolvaneras de febrero, de los aguaceros de mayo, de la luna de octubre y de los fríos de diciembre, ahora hablan de las partículas suspendidas, de las inversiones térmicas y de las concentraciones de ozono. Un nuevo vocabulario ha entrado en su lenguaje cotidiano -dijo Juan de Góngora»22. Es decir, lo real parece ser ahora algo que se sustrae a los sentidos, por lo menos a la territorialización de los sentidos, porque el lenguaje que sirve para nombrar la materialidad del desastre total exige imaginar -sin que sea posible representar- una dimensión que está más allá de las coordenadas espacio-temporales que organizan la experiencia cotidiana. La catástrofe del mundo es la catástrofe del sujeto que lo habitaba y organizaba desde la finitud de su experiencia posible. Ahora el mundo ha estallado materialmente en fragmentos que se acumulan como ruinas, pero también en múltiples percepciones cuya simultaneidad suspende toda correspondencia con los objetos y amenaza con traer la locura sobre los hombres. Para Juan de Góngora, sin embargo, el mundo en medio del caos conserva su diferenciación, su condición de ungido se manifiesta en que sigue siendo un sujeto capaz de experimentar las cosas sin estallar: «A solas consigo mismo y con las cosas, en otro cuarto él [Juan de Góngora] oyó distintamente la voz de la duela del piso, el gemido de la puerta de una alacena, la grasa de la leche, lo rancio de la mantequilla, la vibración de un vidrio»23.




El cuerpo del deseo

La fuerza que en la mitología azteca sirve al movimiento cosmológico de la muerte y el renacimiento de la naturaleza, adquiere en la novela de Aridjis un carácter eminentemente sexual. La naturaleza deviene una gigantesca orgía, y entonces la sexualidad desborda los límites humanos de la representación, los cuerpos en la finitud de su deseo, de sus amores y cortejos, parecen ser sólo el medio que sirve a la realización de una fuerza sobrehumana: «-Me siento como si me hallara en el vientre de una vaca -le confió el novio. [...] Es como estar, como te diré, en una boca abierta, en tu boca abierta, si tu boca tuviera el tamaño del vientre de una vaca. [...] Él parecía más un comensal que un amante, ella más una criatura devorable que una objeto amado. [...] Dando ojos a la máscara, Juan de Góngora vio el pene y la vagina en el interior de ella, las lenguas unidas en la boca de él, los esqueletos abrazados debajo de la carne»24. Este pasaje exhibe dos notas que caracterizan la puesta en escena del cuerpo humano en la orgía cosmológica: el apetito sexual como hambre y el verosímil de la danza macabra medieval.

Los hombres no son sujetos de su sexualidad, lo cual significa que el deseo sexual no corresponde a una necesidad humana, no viene a satisfacer una carencia o una falta localizada en el individuo, sino que manifiesta más bien una energía rizomática que pasa a través de los cuerpos, que los conecta entre sí como máquinas deseantes. El deseo no es humano. Ciertos pasajes sugieren narrativamente la idea de que criaturas fantásticas (fruto de una imaginación que combina mitología y ciencia ficción) traen a la tierra ese deseo insaciable25, pero la idea de un deseo insaciable contradice toda forma de sujeto. Pues, en efecto, ¿qué podría ser un «deseo insaciable»? Un «sujeto insaciable» debiera comportar una carencia infinita, una necesidad indeterminada, pero ello no es posible. En el pasaje citado más arriba, los amantes no pueden representarse el deseo que los embarga si no es con otro cuerpo, es como si se encontraran en un cuerpo animal -una vaca- deseando con el hambre de un cuerpo otro. Es decir, no se trata sólo del deseo dirigido hacia otro cuerpo como objeto, sino de que es otro cuerpo (desmedido, irrepresentable) la fuente de ese deseo que pasa por el individuo enloquecido. Se trata de un deseo que se renueva constantemente, sustraído al tiempo lineal no admite una historia con principio y final, y todo aquello que proviniendo de una temporalidad narrativa entra en relación con esa fuerza cósmica, degenera en su representación.

Desencadenada la orgía en la ciudad invadida por el deseo, asistimos a una carnavalización en que lo grotesco hace manifiesta la naturaleza excesiva - irrepresentable- del apetito sexual, como deseo carente tanto de sujeto como de objeto determinado: «En pleno frenesí erótico, algunos tzitzimime hacían el amor a objetos inanimados, a un poste, a una botella, a la manga de una camisa, confundiéndolos con cuerpos humanos. [...] Los machos [tzitzimime], en estado permanente de erección, parecían burros excitados, llevaban en ristre una quinta extremidad, un órgano muscular autónomo del cuerpo. Algunos, como si fuera una correa para perro, se fajaban el largo pene a la cintura. Otros, cuidadosamente peinados y envaselinados, daban la impresión de dirigirse a una fiesta»26. Esta situación de locura generalizada describe precisamente el fluir de un deseo que no puede satisfacerse de ninguna manera en este mundo, y entonces producto de esa misma imposibilidad cualquier cosa podría ser un cuerpo humano para aquellos agentes de una naturaleza desbocada. Aquí la carnavalización conduce el acto sexual hacia lo grotesco, pues las conductas desenfrenadas de los personajes parecen describir más bien una parodia: «Dos [tzitzimime] personificaban a conquistadores españoles tuertos y bubosos, se proponían a las mujeres que encontraban en su camino y querían arrastrarlas hacia las ruinas para hacerles clamor. Pero la cópula era irrealizable. Por más que se montaban sobre sus grupas y las sujetaban de las orejas, no lograban introducirse en su interior»27. En este descontrol emerge el cuerpo humano como instrumento fallado del deseo, como si la sede del deseo no fuera ya el cuerpo, pues se ha roto el equilibrio que hacía posible el deseo dentro de los límites y la retórica del cuerpo. Ha sido aniquilada toda gracia del sujeto.

Más aún, podría decirse que el cuerpo mismo aparece como retórica del deseo desbordante, y sería ésta otra manera de leer lo que se denomina la insubordinación del significante (y que en tal insubordinación emerge precisamente alterando el cuerpo del signo). El cuerpo como disfraz, hecho de jirones, de restos, de lo que queda o de lo que apenas pudo llegar a ser, el cuerpo de los sobrevivientes: «Por la calle de Moneda venían soldados españoles, remedos fantasmales de aquellos que participaron en la conquista de México. Venían viejos, cojos, mancos, con las armaduras melladas, las espadas rotas, las caras calavéricas. En la noche se arremetían unos a otros, se hendían el corpazo espectral, se recomponían y tornaban a herirse, víctimas de una violencia recurrente»28. El disfraz comparece en escena como el cuerpo del cuerpo, esto es, que hacía posible la aparición del cuerpo, pero que ahora ha devenido resto. Porque la corriente del deseo ha estallado (como el torrente en una cañería), y los cuerpos parecen entonces inútiles prótesis que sirvieron no sólo al deseo como placentero instrumento de realización, sino al mismo sujeto que en ese cuerpo se reconocía como soberano de su deseo, en cuanto que dueño de su cuerpo. Pero la carnavalización dice que el deseo no tiene dueño, que el cuerpo no es de uno, y que la realidad metafísica de ideas tales como sujeto, conciencia, ser, no es sino el efecto de un cuerpo disimulado por la gracia de los modales gobernados por el sentido. ¿Por qué el cuerpo, su gravedad, su peso inercial, su organismo, se restan al espesor retórico de las apariencias, como una realidad irreductible? «El tzitzímitl [desafiado por Bernarda] se desvistió. Se quitó la tilma, el maxtlatl, los huaraches, las patas. Se quedó desjarretado, casi transparente. Exhibió su cuerpo lleno de desfiguraciones, mutilaciones, cicatrices. Cuando se hubo despojado de las caderas, el pecho, los ojos, la cabeza, no hubo nada»29. En una primera lectura se podría concluir de este pasaje que el cuerpo no es una realidad irreductible, sino que tiene la misma levedad del ropaje. Pero lo que aquel pasaje sugiere es más bien que el cuerpo es precisamente el límite de este mundo, que no hay conciencia más allá del cuerpo, porque despojarse del cuerpo es despojarse del mundo. Entonces, en la carnavalización del mundo (del tiempo oficial), el cuerpo tiene un protagonismo central porque se trata precisamente de actuar los límites del mundo, desde donde éste deviene escenografía, remedo, recurso en cierto modo insuficiente, y la exhibición grotesca del cuerpo corresponde a ese efecto buscado.

Lo anterior se contrapone en cierto modo al cuerpo apariencial barroco. En efecto, en el «carnaval barroco» -como recurso de la narrativa hispanoamericana- se reduce la diferencia temporal que hace posible la idea misma de historia (cuya matriz es la historia «universal» europea), ingresando todos los protagonistas en un mismo presente absoluto. El resultado es muy interesante, a la vez que curioso, pues responde a una lógica que parece estar más allá del propio motivo narrativo: suprimida la distancia entre las épocas, porque se ha llegado al final, los protagonistas de la historia devienen personajes. El advenimiento del final, no como desenlace, sino como término temporal de la historia (por ende, como interrupción) contradice la naturaleza misma del presente y por lo tanto produce necesariamente una catástrofe en el curso ya acontecido de la historia. Ingresando en el tiempo vacío del puro curso cronológico de los hechos, se disuelven las jornadas del sentido y ahora, expuestos en la intemperie de una escena sin guion, sus identidades han devenido ropajes, el cuerpo se hace uno con la identidad retórica del disfraz. El cuerpo es el disfraz, el rostro es la máscara30.

El cuerpo desnudo es el cuerpo exhibiendo sus cicatrices y desfiguraciones, es el cuerpo como desvío, como inclinación desde la gracia; esto es el cuerpo neobarroco: el cuerpo exhibiendo el peso invalidante de la retórica que lo constituye. El cuerpo como ruina, como resto de un agotamiento total, como festiva decadencia: «Las cariotas, bailarinas septuagenarias, celebraban un aniversario más de doña margarita Mendoza, la Miss México de las Piernas de Oro de 1992»31. En efecto, toda la novela puede ser leída en clave carnavalesca, en el sentido de que el rostro grotesco y, a ratos, obsceno, de la decadencia corresponde a una estética de lo secular abandonado a sus propias fuerzas. Perdido todo sentido trascendente, los significantes envejecen de puro cuerpo, y entonces, caídos desde la gloria, permanecen como la ruina de un presente que nunca volverá a ser un hoy. El cuerpo como significante decadente deviene necesariamente espectáculo, porque deviene pura apariencia, apariencia desnuda. Es clave comprender que el cuerpo neobarroco es lo otro que la naturaleza del cuerpo glorioso desnudo, que el cuerpo glorioso (pleno de fuerza y belleza) es un cuerpo «vestido», y que, por lo tanto, en el cuerpo neobarroco la naturaleza se ha retirado, dejando en su lugar el espectáculo de una obra de grosera sofisticación: «Volvió la música de la orquesta, y la bailarina, con las piernas delanteras y traseras abiertas, se meció igual que si fuera a sentarse en el aire. Un chalequillo negro, atado con correas, le sujetaban los pechos. Su cara era una máscara. / [...] la bailarina de cuatro piernas, de espaldas al público, mostró sus hombros anchos, sus caderas enormes. Frente a Juan de Góngora se quitó la máscara, le enseñó su cara de virgen barbuda»32.




El tiempo del fin del tiempo

La catástrofe implica la inminencia del fin del tiempo, en el sentido de que se está llegando al fin de una época. El desastre ecológico da a saber y a experimentar la cercanía de ese límite en la forma de una catástrofe del espacio cotidiano, pero que sin embargo no termina con la necesidad cotidiana de referentes. Es decir, la intemperie se manifiesta en el hecho de que ha variado la escala de referencias espacio temporales: «-Donde había encinos y fresnos hay hierbas rastreras; donde había fauna silvestre hay hormigas, ratas y cucarachas. En las familias antes se decía: 'Cuando murió Jorge', 'Cuando Fernando tuvo tifoidea', 'Cuando Lorena se fue a España', 'Cuando Francisco salió de la Universidad'. Ahora se dice: Cuando desapareció la Selva Lacandona', 'Cuando murió el Mar Mediterráneo', 'Cuando no volvieron las tortugas marinas', 'Cuando se fueron para siempre las mariposas monarcas', 'Cuando el río Lerma agonizó'»33. Resulta absolutamente desproporcionada la relación entre los hechos humanos que se necesita situar en el tiempo y los descomunales hechos naturales, cataclísmicos, que se refieren con esa finalidad «orientadora». Lo propio del tiempo lineal es su carácter irreversible, pero para ello es necesario en la escala de lo cotidiano que ciertas cosas permanezcan, precisamente como estacas o referentes orientadores. Por el contrario, en el cataclismo en cámara lenta que describe la novela, los hechos más gravitantes lo constituyen precisamente la desaparición de esos referentes: «Tú y yo, Chánoc, pertenecemos a la generación humana que verá viva por última vez a la Laúd, la especie de tortuga marina más grande que se conoce»34. Es decir, la experiencia de la finitud implica desde siempre un itinerario existencial lleno de contingencias, plagado por doquier de «últimas veces», un itinerario que habla precisamente de la finitud de la existencia humana, la finitud de un testigo que ante cada espectáculo maravilloso presiente su propia ausencia en un futuro no muy lejano35. Pero aquí lo que está despareciendo es el mundo mismo, la naturaleza -cuyo equilibrio la inscribe desde antiguo en una temporalidad circular, reservando la historia para los mortales- ha ingresado en el tiempo de lo irreversible, que es siempre un tiempo de discontinuidad y muerte36. En esta catástrofe del mundo se manifiesta a la experiencia humana, con todo, un orden trascendente de las cosas, no precisamente en el fin, sino con respecto a la inminencia del fin, como en la inminencia de la revelación de algo cuya «naturaleza» está reñida con las condiciones mismas de toda representación posible. Se trata, pues, de la inminencia de lo que significa usurpar el horizonte de lo posible, coincidir con los límites trascendentales del mundo de la experiencia humana. Cabe conjeturar la experiencia negativa de la trascendencia del ser mismo, que se dispone aterradoramente con la extinción de los objetos.

A partir de ahora, la naturaleza misma admite acontecimientos, lo cual implica que se desplaza desde el fondo inadvertido hacia el primer plano de la narración. Esto implica que la naturaleza ingresa en el tiempo finito, portador de un final, abandona el «tiempo» circular de los ciclos y se hace a la linealidad de lo que un día deberá terminar. Pero aclarecer de sentido narrativo el curso temporal de la naturaleza, su irrupción es siempre una interrupción de la historia. La cuestión fue expuesta, como se sabe, de modo ejemplar por Nietzsche en Sobre verdad y mentira en sentido extramoral (1873), cuando describe la existencia de los hombres que por un instante habitan el planeta, el minuto más soberbio y mentiroso de la «Historia Universal». Pero luego la tierra se enfrió, y los «animales inteligentes» tuvieron que morir37.

Al destruirse la distancia entre los planos del espacio, el espacio narrativo se hace problemático, quedando incorporado a la historia como plano también significante. Esta suerte de catástrofe del espacio narrativo deja sólo el tiempo como recurso orientador de los acontecimientos, pero el tiempo se aproxima su fin. La lógica de la novela articula entonces dos temporalidades esencialmente distintas: el tiempo de la naturaleza «caída» -que ha usurpado el espacio/tiempo humano- y el tiempo cosmológico de la mitología azteca la leyenda de los soles. La articulación de ambas temporalidades permite interpretar el tiempo de la catástrofe ecológica como cumplimiento de un orden de cosas trascendente, prescrito en un orden sagrado de los hechos. La leyenda se cotidianiza, pues se presenta a veces como algo sabido por todos: «El Quinto Sol, Signo Cuatro Movimiento, ha llegado a su fin -anunció una voz en el radio»38. Entonces, el tiempo cósmico, mitologizado, pasa también a primer plano en la narración, dando a saber que el tiempo no es humano, que no es del hombre, sino que más bien los hombres son del tiempo. Por que el verosímil de una historia humana no es aquél que exhibe otros acontecimientos, sino ante todo otra temporalidad.

Con respecto a la temporalidad misma, la diferencia entre el tiempo circular y el tiempo lineal no consiste simplemente en su dirección desde el origen, sino que supone en el primer caso -tiempo circular- que la temporalidad es inmanente a las cosas y a los acontecimientos (en este sentido no es humano). De otra manera no se podría pensar que el cumplimiento de algo en el tiempo sea un paso hacia el fin del tiempo mismo, a diferencia de lo que ocurre con el tiempo abstracto que opera más bien como cronología y, por lo tanto, como un orden temporal trascendente a los acontecimientos que con respecto a él se ordenan. En el tiempo cíclico el comienzo del tiempo es él mismo un acontecimiento, que no podría servir de referente para asuntos estrictamente humanos, dado que es precisamente en el origen y en el final que lo cotidiano no puede existir, cuando se produce, para decirlo de alguna manera, una relación de igual a igual con el suceder del tiempo, con la verdad intrínseca de lo que sucede.

Cuando lo humano usurpa la esfera de lo sagrado que corresponde al suceder mismo del tiempo circular, es decir, cuando lo humano parece alcanzar una escala cósmica y con ello un viso de eternidad, entonces el tiempo circular podría interrumpir su continuo renacer, y morir. La muerte del tiempo es su detención, es el fin de los acontecimientos del tiempo y el establecimiento de la muerte: el reino de la muerte39. Así, la historia que podría dar curso narrativo a esa desmesura será necesariamente una historia de poder, pues no se trata sólo del poder de un dictador como tema o «contenido» narrativo de la novela, sino de que la dictadura es de suyo una desmesura con respecto a los límites modernos de la existencia social. La mitológica relación entre el tiempo humano lineal y el tiempo cósmico circular tiene en la modernidad una versión secularizada en la figura del poder absoluto como lugar del exceso. El lugar del dictador correspondería a ese espacio/tiempo mitológico irrepresentable, en el que dos universos de distinta naturaleza se encuentran sin dar lugar a un tercero. Instante de locura, de no-mundo o, más bien, del aún-no del mundo. El dictador es en este sentido una figura moderna del poder y del curso del tiempo, no es simplemente una excepción en el ejercicio democrático del poder ejercido conforme al liberalismo moderno, sino que puede ser considerado como la verdad del poder en la modernidad. El dictador no es la excepción, sino aquello por lo cual el estado de excepción -siempre presente, como una existencia siempre actualmente posible- emerge como catástrofe de lo cotidiano. Así, en la novela se entrecruzan dos tiempos, personificados desde un comienzo en el nombre del hombre más temido del régimen: el General Carlos Tezcatlipoca: «Si muere ella [la diosa azul, la diosa del sexto sol, el Sol de la Naturaleza], el general Carlos Tezcatlipoca tomará el poder para instaurar el reino del terror nocturno, el Sol del Espejo Humeante»40. El exceso y la locura que el General significa en la historia, ingresan en la representación como el terror policial de la dictadura. La versión «humana» del dios Tezcatlipoca es una especie de punto ciego, como personaje tiene la densidad del origen y en ese sentido adquiere la identidad de un semidios41. En este sentido podría decirse que el general Tezcatlipoca es el recurso fundamental de la narración, concentra un pensamiento y una sensibilidad que no son humanas42. Tezcatlipoca es imposible como personaje, porque carece de toda dimensión moral, es en cierto modo la encarnación del mal radical, sin objetivos particulares sino en correspondencia con la fatalidad de la existencia que asola a los cuerpos sobre la tierra: «-Mis nacotecas [dice Huitzilopochtli] me han dicho que se le ve a usted en varias partes de la ciudad a la vez, que posee el don de la ubicuidad. / -El de la muerte, señor presidente [responde Tezcatlipoca], es el único don que poseo, y ése es común a todos los hombres»43. La relación con el General Tezcatlipoca sólo puede ser externa, siendo la fatalidad misma su constitución interna; no es posible atribuirle propiamente deseos o decisiones individuales. El General es, en efecto, el centro de la narración, lo cual nos sugiere el carácter dudoso de la socorrida noción de «personaje central», por cuanto el centro (como fuente de gravedad narrativa de la historia) y la subjetividad del personaje se excluyen entre sí. El personaje por definición se encuentra descentrado, y en esa diferencia se desarrolla su historia, su devenir narrativo.

Toda la novela acontece en el umbral del tiempo que significa la muerte el Quinto Sol, es un instante de locura que se prolonga durante varios días, como un carnaval. Podríamos decir que en sentido estricto no se han superpuesto dos temporalidades distintas (dado que, de hecho, tal cosa no sería posible entre un tiempo circular y otro lineal), sino dos relatos distintos, dos concepciones distintas del universo y del lugar del hombre en ello: la leyenda de los soles y la visión cristiana de la historia. Pues, en efecto, la relación entre ambos tiempos debe interpretarse como la relación entre dos textos, es decir, se trata de una relación en el plano significante, en virtud de la cual ninguno de los textos termina por subsumir totalmente al otro llegando a transformarlo en un mero recurso metafórico44. El desenlace de la novela repite la imposibilidad de discernir absolutamente la relación entre ambos textos: «Para Juan de Góngora, una sola cosa era cierta, el sol cotidiano que los había mirado durante los últimos mil años los seguiría mirando mil años después. O, ¿quizás, no? Porque las montañas, como las piedras y los soles, también mueren»45. Habiendo salvado el cumplimento del ciclo cosmológico y habiendo, por lo tanto, nacido el Sexto Sol, se ha restituido también el tiempo lineal. Se ha restituido la escala humana de la temporalidad y, en eso, la finitud que hace posible el sentido.





 
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