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ArribaAbajoCapítulo XXII

Cómo ha de ser la elección de capitán general y de los soldados, para el ministerio de la guerra: contrarios eventos o sucesos de la justa o injusta; y el conocimiento cierto de estas calidades


Post mortem Josue consuluerunt filii Israel Dominum, dicentes: Quis ascendet ante nos contra Chananaeum, et erit dux belli?219

Tiene grandes prerrogativas la materia de la guerra y la elección de capitán general, para que a ella preceda el consultarla con Dios. Él se llama Dios de los ejércitos, y así le llama la Sagrada Escritura. David no tuvo   —236→   guerra, ni se defendió de enemigos, ni los venció, sin que precediese esta consulta. De las acciones humanas ninguna es tan peligrosa, ni de tanto daño, ni asistida de tan perniciosas pasiones, envidia, venganza, codicia, soberbia, locura, rabia, ignorancia: unas la ocasionan, otras la admiten. Es muy difícil el justificar las causas de una guerra: muchas son justas en la relación, pocas en el hecho; y la que raras veces es justificada con verdad, es más raro limpiarse de circunstancias que la disfamen. Las que Dios no manda, desventuradamente se aventuran; y en las que él manda, no es dispensable, sin consultarle y sin su decreto, el nombrar capitán general que gobierne en ellas. Lo que en el Testamento viejo despachó el coloquio con Dios, hoy lo negocia la oración de Dios, los sacrificios. Los hombres juzgan de otros por lo que saben; es poco: por lo que ven; es corto: por lo que oyen; es dudoso: por felices sucesos; tiene menos riesgo, y el engaño más honesta disculpa; mas ninguna desquita los arrepentimientos de los días y de las ocasiones. Victorias conseguidas por estos medios, medios son de vencimientos y persuasión para ruinas. Es materia que está fuera de la presunción del seso humano.

Adviértase que no sólo se ha de pedir a Dios nombre capitán, sino que se ha de saber pedir, no para que los envíe ni los mande con las órdenes solas, sino quien vaya delante en la guerra y en el peligro220: «¿Quién subirá contra el cananeo delante de nosotros?». No basta que vaya con ellos, si no va delante. Más importa que yendo delante le vean los soldados pelear a él, que no que yendo detrás vea él pelear a los soldados, cuanto es más eficaz mandar con el ejemplo que con mandatos; más quiere el soldado llevar los ojos en las espaldas de su capitán, que traer los ojos de su capitán a sus espaldas. Lo que se manda se oye, lo que se ve se imita. Quien ordena lo que no hace, deshace lo que ordena221:

«Dijo el Señor: Judas subirá». ¡Breve y ajustado decreto? Elígeles el general, y con la condición que le piden. Dijeron222: «¿Quién subirá delante de nosotros?». Responde: «Judas subirá». Saber pedir a Dios, es el arte de alcanzar lo que se pide.

«Y dijo Judas a Simeón su hermano: Sube conmigo a mi suerte, y combate contra el cananeo, y yo después iré contigo a tu suerte. Y fue con él Simeón223». El   —237→   pueblo pidió capitán a Dios, que subiese delante de ellos; diosele Dios con promesa de la victoria224: «Y respondió el Señor: Judas irá; porque yo he puesto la tierra en sus manos». Pues, ¿cómo Judas, siendo él sólo nombrado, dice a su hermano Simeón que suba con él, y parte con otro el cargo que Dios le dio a él sólo? Parece desconfianza de la victoria que le prometió: esto parece, mas no lo es. Toca al Dios de los ejércitos nombrar al general y dar la victoria que puede dar él sólo; empero deja los medios al hombre225. Dejó a Judas el hacer las confederaciones y alianzas: sabía que era advertido en hacerlas. Hízola con su hermano Simeón, no por hermano, que todos lo eran, sino por más vecino a su tribu, cuyas ciudades estaban no sólo juntas sino mezcladas, por más amigo con experiencias repetidas. El socorro apartado menos dañoso es cuando se niega, que cuando se tarda: previénese el que no le espera; engáñase el que le aguarda; emprende lo que solo no pudiera, juzgándose asistido, y hállase solo. Por eso dice el Espíritu Santo en los Proverbios: «Mejor es el amigo cerca, que el hermano lejos». En nuestro caso hay cerca hermano y amigo: Quien hace liga con príncipe distante, prevéngase a quejarse de sí, si viene después que le hubo menester; y si no viene, de él y de sí.

«Entregó Dios en las manos de Judas al cananeo y al fereceo, y degollaron en Bezec diez mil hombres. Y hallaron a Adoni-bezec en Bezec, y pelearon contra él, y vencieron al cananeo y al fereceo. Empero huyó Adonibezec: siguiéronle y aprisionáronle, cortándole las extremidades de las manos y de los pies. Y dijo Adonibezec: Setenta reyes cogían las migajas que me sobraban debajo de mi mesa, cortadas las extremidades de las manos y de los pies: como yo lo hice, así lo hizo Dios conmigo. Lleváronle consigo a Jerusalén, y allí murió».

Guerra que es instrumento de la venganza de Dios en sus enemigos, en su justicia se justifica. Asistir a la causa de Dios es ser ministros suyos; ser medio de su providencia es calificación de la victoria. Cogen a Adoni-bezec, y córtanle las extremidades de los pies y manos, y confiesa él mismo que Dios hizo con él lo que él con setenta reyes. Sepan setenta reyes que pueden ser   —238→   despedazados de uno; y sepa el que los despedazó, que puede ser despedazado, y que cada uno se condena, en lo mismo que hace padecer, a padecer lo mismo.

Enojose Dios con su pueblo. ¿Por qué? Porque mandándole que no perdonase a sus enemigos, los perdonó. Quien perdona a los enemigos de Dios, no es piadoso por Dios: es rebelado contra Dios. Excitó Dios por esto enemigos que le oprimieron: abrioles los ojos la calamidad, que es el colirio de los que ciega el pecado226. «Y los hijos de Israel volvieron a hacer el mal delante del Señor, después de la muerte de Aod. Y entregolos el Señor en manos de Jabin, rey de Canaán, que reinó en Asor». Cuando entrega Dios una república o una nación en manos de sus enemigos, negociación es de sus culpas. El pecado es período de los imperios y la cláusula de las dominaciones y ejércitos. Menos hace lo que los enemigos pueden, que lo que las culpas merecen. Quien quisiere vencer, no se deje vencer de las ofensas de Dios: «Había una profetisa llamada Débora, mujer de Lapidoth: ésta en aquel tiempo gobernaba el pueblo. Y sentábase debajo de una palma que tenía su mismo nombre, entre Rama y Bethel, en el monte de Efraím; y venían a ella los hijos de Israel en todos sus litigios. Ella envió a llamar a Barac, hijo de Abinoem de Cedes de Néftali, y díjole: El Señor Dios de Israel te manda; ve, y lleva el ejército al monte Tabor, y tomarás contigo diez mil combatientes de los hijos de Néftali y de los hijos de Zabulón; y yo haré que vengan a ti en el lugar del arroyo de Cisón, Sísara, general del ejército de Jabin, y sus carros y toda su gente, y los pondré en tu mano. Y díjole Barac: Si vienes conmigo, iré; mas si no quieres venir conmigo, no iré. Ella le respondió: Bien está, yo iré; empero esta vez no se atribuirá a ti la victoria, porque Sísara será vencido de una mujer. Dicho esto, Débora se levantó y fue con Barac a Cedes». Dice Débora a Barac que Dios le manda que vaya a la guerra con diez mil hombres, y que vencerá a sus enemigos; y él responde a Débora que si ella va con él, irá; y si no, que no irá. Parece desconfianza de la palabra de Dios, y que duda de que yendo solo tendrá la victoria. Responde Débora: «Yo iré; empero esta vez no se atribuirá a ti la victoria, porque Sísara será vencido de una mujer. Dicho esto, Débora se levantó, y fue con Barac a Cedes».

La más recóndita doctrina militar se abrevia en este suceso. Si yo sé desañudarla de las palabras, deberanme los príncipes y soldados la más útil lección. Llevar   —239→   Barac consigo a Débora, mujer con quien o por quién habla Dios, no es desconfiar de su promesa, sino acompañarse de su ministro. Quiere ir, porque le dice Débora que vaya de parte de Dios; y no quiere ir sin Débora, mujer santa, favorecida de Dios: obedece el mandato, y reverencia la mensajera. Quien se acompaña de los favorecidos de Dios, asegurar quiere lo que por ellos les manda Dios.

Bajemos a lo político. Mandar ir a la guerra a otros, y si es necesario, no ir quien lo manda, aun en una mujer no lo consiente Dios. Por esto fue Débora con Barac luego que él dijo no iría si ella no iba. Los instrumentos de Dios no rehúsan poner las manos en lo que de su parte mandan a otro que las ponga. Esto en Barac fue obedecer y saber obedecer, y en Débora dar la orden y saberla dar; ser ayuda al suceso, no inconveniente. Puso Dios este ejemplo en una mujer, porque ningún hombre le pudiese rehusar, y porque quien le rehusase fuese tenido por menos que mujer.

No es menos importante la doctrina que se sigue. Dice Débora que irá con Barac; empero que la victoria de Sísara no sería suya, sino de una mujer: cosa que parece había de disgustar a Barac y desazonarle, y orden en que retrocedía con disfavor suyo la gloria que se le prometió sólo en la orden primera. No obstante esto, Barac fue y obedeció.

¿Cuántas plazas se han perdido, cuántas ocasiones, y por ellas batallas de mar y tierra, sólo por llevar o no la avanguardia, tener este o aquel puesto, lado izquierdo o derecho, sobre quién ha de dar las órdenes y a quién toca mandar? Son tantas, que casi todas las pérdidas han sido por estas competencias, más que por el valor de los contrarios. Generales y cabos que gastan lo belicoso en porfiar unos con otros, al cabo son la mejor disposición para la victoria del enemigo. Hombres que no quieren que mande más la necesidad del socorro que sus puntillos, y la oportunidad en acometer que su presunción, en más precio tienen el entonamiento, que la victoria. A los que no concierta el bien público, más debe temerlos el que los envía que quien los aguarda. Y es de advertir que esto es por melindres personales y sobre ir a cosa contingente. Empero Barac, en jornada que le manda Dios hacer, donde la victoria era indubitable, pleitea el que Débora, mujer, vaya con él, asegurando en su compañía el suceso. Y diciéndole Débora que irá, mas que la gloria de la muerte de Sísara no ha de ser suya, sino de otra mujer cuyo nombre fue Jael, no mostró sentimiento, no porfió, no alegó el sexo, ni el ser electo por capitán general él solo. Contentose con la   —240→   mayoría de obedecer y con el mérito de no replicar: venció ejército formidable; borró con su propia sangre los blasones de tan innumerable soberbia; obligó a que Sísara desconfiase del carro falcado, y huyese. Lleváronle vergonzosamente sus pies a la casa de Jael, que le recibió blanda y le habló amorosa, y le escondió diligente donde descansase; pidiole agua, fatigado de la sed; diole a beber en su lugar leche; bebió en ella sueño, que no se contentó con ser hermano de la muerte, sino padre: dormido, le pasó con un clavo que arrancó las sienes; buscó próvida la parte más sin resistencia al golpe y más dispuesta a perder luego todos los sentidos con él. Desempeñose la promesa que por Débora hizo Dios a Barac y a Jael. Barac venció a fuerza de armas, asistido del poder de Dios; Jael, como mujer, llamándole mi senor, escondiéndole y regalándole con astucia prudente (esto significa la voz hebrea), cada uno con las armas de su naturaleza. ¿De qué otro ingenio pudo ser estratagema tan a propósito, como al que pide agua para matar su sed, darle leche para matarle la vida, y acostarle en la muerte? No es menos ofensiva arma la caricia en las mujeres, que la espada en los hombres: de ésta se huye, y esotra se busca. Cante Débora igualmente las hazañas de Barac con todo un ejército, y las de Jael con un clavo. Aquéllas constaron de mucho hierro y sangre; ésta de poco hierro y leche. En la causa de Dios tanto vale un clavo como un ejército; y la leche combate es y munición, y no alimento.

En viéndose vengados y defendidos, vuelven a pecar, y de nuevo provoca el pueblo de Dios con delitos su enojo; castígalos al instante con los mandianitas, desolándolos. La mayor piedad de Dios con su pueblo fue el castigarle a raíz de la culpa y prevaricación, sin dilatar en su paciencia el castigo, favor que no hizo a otros. No es opinión mía, es aforismo sagrado, que yo advertí con admiración religiosa en el libro segundo de los Macabeos227: «Porque señal es de grande beneficio no permitir a los pecadores largo tiempo el obrar según su voluntad, sino aplicar desde luego el castigo. Porque el Señor, no como con las otras naciones que sufre con paciencia para castigarlas en el colmo de sus pecados, cuando viniere el día del juicio, lo ordenó así con nosotros.» Más se ha de temer por el pecador la paciencia de Dios, que el castigo: aquélla le agrava y le crece cuanto le dilata; éste advierte al pecador y le corrige. República tolerada en pecados y abominaciones en la paciencia de Dios, atesora ruinas. Las palabras referidas son doctrina y   —241→   pronósticos, no por conjeturas de los semblantes del cielo, sino por palabras dictadas del Espíritu Santo. Estaba el pueblo de Dios en poder de sus delitos, y por eso en el último peligro: clamó a Dios para que le rescatase del poder de los madianitas, que ya tenían reducidos a ceniza sus campos y fortalezas. Arma Dios a Gedeón en su defensa. No hay más pérdida que apartarse de Dios, ni más ganancia que volverse a él. Manda a Gedeón juntar gente: formó numerosísimo ejército.

A la pluma se ha venido lo más importante del arte militar. Sólo Dios pudo y supo enseñarlo y verificarlo: doctrina y hazaña suya es. No está la victoria en juntar multitud de hombres, sino en saber desecharlos y elegirlos. El número no es fuerza: confía y burla más que vence. Muchos suelen contentarse con ser vocablo y blasón: en no los temiendo la vista, el corazón los desprecia; más dan que hacer a la aritmética, que a los contrarios. La multitud es confusión, y la batalla quiere orden. Pocas veces es la fanfarria defensa, muchas ruina. Dígalo Dios, porque no haya duda en tan importante advertimiento (Cap. 7 de los Jueces): «Y dijo el Señor a Gedeón: Mucho pueblo hay contigo, Madián no será entregado en tus manos; porque no se gloríe contra mí Israel, y diga: Con mis fuerzas me libré.» Reparó Dios en que era mucho el pueblo que Gedeón llevaba consigo, y dijo que no les entregaría a Madián; y la causa, porque no se alabe Israel y diga: «Con mis fuerzas me libré»; enseñando que la fuerza la estimarán por la multitud. Y para que sepan disponer sus empresas, añade: «Habla al pueblo, y haz publicar de manera que lo oigan todos: El que es medroso y cobarde, vuélvase. Y se retiraron del monte de Galaad, y se volvieron veintidós mil hombres del pueblo, y sólo quedaron diez mil.» Dos veces más eran los cobardes y medrosos que se volvieron, que los valientes que se quedaron: en que se conoce el peligro de los ejércitos grandes, que llevan muchos y tienen pocos; acometen como infinitos, y pelean como limitados. Más seguridad es que los despidan, que no que se huyan; no es el acierto muchos, sino buenos; junta los cobardes el poder, y descabálalos el miedo. El tímido, aunque le lleven a la guerra, no va a ella. Son los cobardes gasto hasta llegar, y estorbo en llegando. El que aguarda a conocerlos en la ocasión, tan necio es como ellos cobardes: nada se les debe dar con tanta razón como licencia. Por esto mandó a Gedeón Dios pregonase que los cobardes y medrosos se volviesen; y de treinta y dos mil se volvieron los veintidós.

Y porque no sólo basta expeler del ejército los cobardes,   —242→   sino los valientes que lo son con su comodidad, achaque no menos peligroso, «dijo el Señor a Gedeón: Aun hay mucha gente, llévalos a las aguas, y allí los probaré; y el que yo te dijere que parta contigo, ése vaya; y al que le vedare el ir, vuélvase. Y habiendo descendido el pueblo a las aguas, dijo el Señor a Gedeón: Pondrás a un lado los que lamieren el agua con la lengua, como suelen hacer los perros; y los que hincaren la rodilla para beber estarán en otra parte. Y fue el número de los que habían lamido el agua, echándola con la mano en la boca, trescientos hombres: todo el resto de gente había doblado la rodilla para beber. Y dijo el Señor a Gedeón: Con los trescientos hombres que han lamido el agua, os libraré y pondré en tu mano a Madián; mas toda la otra gente vuélvase a sus casas.» Quedaron de treinta y dos mil, diez mil; y aun dice Dios que son muchos. Desecha por superfluo lo que no es útil; dice que los lleve a las aguas y que los pruebe; que los atentos a la ocasión, y que por hallarse prontos a lo que se ofreciere bebieren en pie, salpicándose con el agua las bocas (que es más lamer como perros que tragar), que ésos aparte, y sólo ésos lleve; y que a todos aquéllos que por beber más, y con más descanso y más a satisfacción de su sed, doblando las rodillas, bebieren de bruces, los despida y envíe a su tierra. Estos acomodados fueron nueve mil y setecientos, y los despidió; y los que pospusieron su comodidad a su obligación, solos trescientos; y con estos solos le mandó Dios que fuese: útil advertencia, y temeroso ejemplo para los príncipes.

Si de un ejército junto por Gedeón de treinta y dos mil hombres, se hallaron veintidós mil cobardes y nueve mil setecientos acomodados, y solos trescientos valientes y sin aquel achaque, y por eso solamente útiles y dignos de la victoria, ¿qué se debe temer y expurgar en los ejércitos de aquel y de mayor y menor número? Valientes con su comodidad sólo difieren, en el nombre, de los cobardes, no en los efectos. Ser inútil por tener temor de otro, o por tenerse amor a sí, no es diferente en las obras. No hallarse en la ocasión por no dejar de comer, por acabarse de vestir o armar a su gusto, por no dejar de dormir algo más, o por dormir desnudo, es huir sin moverse, y no es menos infame que corriendo. Medrosos y valientes acomodados no son gente de cuenta. Por eso aunque vayan treinta y un mil setecientos, no hacen número, y trescientos solos lo hacen. No ha de juntar los ejércitos la aritmética, sino el juicio. En los ejércitos del guarismo halla el suceso muchos yerros en las sumas, échale fuera muchas partidas. Quien pesa y no cuenta ejércitos y votos, más seguramente determina,   —243→   y más felizmente pelea. Llevar muchos soldados y malos, o pocos y buenos, es tener el caudal en oro o abreviado en el valor, o padecerle, carga multiplicada en número y peso bajo. Los bultos ocupan y la virtud obra.

Jerjes barrió en soledad sus reinos; sin elegir la gente llevó tanta, que si los enemigos no podían contarla, él no podía regirla: venció la hambre de su diluvio de hombres las cosechas desapareciéndolas, y su sed los ríos enjugándolos; dejó desiertas sus tierras para poblar los desiertos; enseñó a la mar a sufrir puente; ultrajó la libertad de los elementos; saliose, a poder de confusión armada, con ser pesadumbre a la naturaleza. Estos afanes mecánicos obró con el sudor de la multitud; mas peleando, antes fue vencido de pocos, que supiese que peleaban. Volvió huyendo, como dice Juvenal (Sat., 10), con sola una nave, navegando en el mar la sangre de los suyos, y tropezando la proa en los cadáveres de su gente, que la impedían la fuga vergonzosa. Roma, con el aviso de haber Aníbal vencido las nieves y alturas de los Alpes y entrado en Italia, obedeciendo al susto por consejo, se desató de pueblo y nobleza para oponérsele formidable. Diose la batalla en Canas, y de tan ostentosa multitud apenas se le escapó a la muerte una vida que contase la ruina. Diferentes son el oficio del ciudadano y del soldado. Ésa fue la causa de la pérdida, y por esto Aníbal decía que los romanos sólo en su tierra podían ser vencidos, y que en la ajena eran invencibles. Los que estaban fuera todos militaban y sabían el arte, y tenían la medra en la victoria, y tenían con almas venales acostumbrados los oídos a estas dos voces: mata, muere. Los que en su patria poblaban las ciudades y lugares, acostumbrados al descuido de la paz y a los desacuerdos del ocio, enseñados a servir a la toga y a reverenciar las leyes, y sólo atentos al lustre de sus familias y a su comodidad, cuando los junte la necesidad y la obligación, cumplen con ella sólo con morir contentos con saber por qué, sin saber cómo. Esto que Aníbal verificó en Roma, poca excepción puede padecer en otra ninguna gente. La nobleza junta es peligrosísima, porque ni sabe mandar, ni obedecer. Esta parte fue tan auxiliar a Aníbal, que midió a fanegas las ejecutorias; que entonces los anillos lo eran para la nobleza. Pompeyo amontonó naciones, y de avenidas de bárbaros discordes fabricó, en vez de ejército, un monstruo, en la cantidad prodigioso. Había ya con la paz desaprendido el capitán. César, que fue con legiones escogidas y ejercitadas, le rompió sin otro trabajo que el de haber de degollar tan pocos a tantos.

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Acerquémonos a nosotros. El rey don Sebastián se llevó su reino consigo, y no sólo los nobles sino sus herederos, aun sin edad bastante para oír la guerra si se la contaran. Perdió la jornada miserablemente; murió él, y de todos, siendo tantos, nadie escapó de muerto o cautivo. La armada de Inglaterra que juntó el señor rey don Felipe II, cuyo nombre y relación sólo pudo conquistar para su pérdida, que tanto quebrantó la monarquía, adoleció de abundancia de nobles novicios, que con fidelísimo celo llevaron peso a los bajeles, discordia al gobierno, embarazo a las órdenes, y estorbo a los soldados de fortuna.

Otros muchos ejemplos pudiera referir; mas éstos son bastantemente ilustres, lastimosos y conocidos por los príncipes y los capitanes generales, y los sucesos. Y siempre que no se imitare lo que Gedeón ejecutó por mandado de Dios en dar licencia a los cobardes para volverse o quedarse, y a los valientes acomodados, se podrán repetir las calamidades referidas en ejércitos, y generales, y príncipes, y provincias. Cierto es que pues Dios con alistar mosquitos vence, y sin otro medio que quererlo, que pudiera vencer a los madianitas con los tímidos y acomodados, como con los trescientos valientes; empero hasta en lo que obra su poder nos enseña cómo hemos de obrar con el nuestro, sin excluir las causas naturales. Sepan los príncipes, que pues Dios, que para vencer no necesita de valientes ni cobardes, escoge valientes, que ellos no pueden vencer sin ellos. No han de presumir aun con ellos, y mucho menos valiéndose de los cobardes. Dios, que es (como dice el salmo) el que solo hace milagros, no quiso que fuese milagro todo, y se sirvió de ministros naturales. Nadie pretenda que todo sea milagro, que es antes persuasión del descuido que de la piedad religiosa. Peleó Gedeón y los trescientos, y en milagro tan grande tuvieron lugar y aclamación. Quien sirve y obedece a Dios, ni litiga el premio ni mendiga el sueldo. En el capítulo 7, al embestir (como acá decimos Santiago, otros San Dionís, otros San Jorge) aclamaron igualmente228: «Espada de Dios y de Gedeón.» No se dedigna el Dios de los ejércitos de que la espada que pelea por él sea invocada con la suya. No sólo permitió que los soldados lo gritasen, sino que Gedeón se lo mandase. Con mucha elegancia dispone el parafrastes caldeo aquel grito, cuando Gedeón les mandó que dijesen229: «A Dios, y a Gedeón230



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Arriba Capítulo XXIII

La milicia de Dios, de Cristo nuestro Señor, Dios y hombre; y la enseñanza superior de ambas para reyes y príncipes en sus acciones militares



Sección primera

Haec locutus sum vobis, ut in me pacem habeatis. In mundo pressuram habebitis: sed confidite, ego vici mundum. «Esto os he dicho a vosotros para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis trabajo: mas confiad, que yo vencí al mundo.» (Joann., cap. 16.)

Ite: ecce ego mitto vos sicut agnos inter lupos. «Id: ved que yo os envío como corderos entre lobos.» (Luc., cap. 10.)

Nadie extrañará este capítulo (que divido en dos secciones, porque son dos las milicias de su argumento) sabiendo que Dios se llama Dios de los ejércitos, que mucho tiempo eligió capitanes generales, escogió los soldados, ordenó las jornadas, dispuso los alojamientos, facilitó las interpresas y dio las victorias. Esto se lee en el Testamento viejo, Moisés, David, Josué y Judas Macabeo. No trataré de aquel género de guerra en que Dios con ranas y mosquitos deshacía a los tiranos, ni del escoger los cobardes y dejar los valientes para vencer, ni de abrir en garganta el mar para que tragase a Faraón con todas sus escuadras. Este modo de milicia, muy poderoso Señor, no se puede imitar; empero débese imitar la santidad de aquellos reyes y caudillos, para merecer de Dios que le use con nosotros. Ya repitió el milagro de Josué con fray Francisco Jiménez de Cisneros, bienaventurado arzobispo de Toledo, en la batalla de Orán. ¿Cuántas veces envió al glorioso apóstol Santiago, único y solo patrón de las Españas, a dar victorias gloriosas a su pueblo y a aquellos reyes que en oración y lágrimas confiaban con pocas fuerzas en sólo su auxilio? De manera que esta parte de milicia, que no se puede imitar, se ha de procurar merecer; pues siempre Dios es Dios de los ejércitos.

Dos cosas son de admiración en la materia de guerra: La una, que siendo la gente que la sigue la que no sólo está más cercana a la muerte, sino por poco sueldo vendida a la muerte, es la que no sólo se juzga lejos de ella, sino exenta. La otra, que en las conferencias, juntas y consejos en que los soldados o los oficiales con el general tratan de cosas militares, que es frecuentemente, no se oye. Esto mandó Dios a David, esto a Moisés, esto a Josué y a Gedeón, y nunca dejan de la boca a Alejandro,   —246→   a César y a Escipión, a Aníbal; siendo las hazañas y victorias de éstos dictadas de perdido furor, de ciega ambición, de rabiosa locura o de abominable venganza, y aquéllas de la eterna e inefable sabiduría. Dirán que aquel género de milicia de David y los demás, los tiempos le han variado y hecho impracticable; y no es así, ni tiene la culpa el tiempo con las nuevas máquinas de fuego y diferentes fortificaciones, sino el distraimiento que padecen los ánimos belicosos, que no les deja meditar los procedimientos llenos de misterios del pueblo de Dios, en las cosas que no habrá tiempo que las varíe, ni siglos que no las reverencien y verifiquen. Esforzareme a probar esto. Ya hubo un libro en tiempo de Moisés, cuyo título era231: Libro de las batallas del Señor. De lo que en él se contenía son varios los pareceres. Yo sigo el de aquellos padres que dicen había mandado el Señor recopilar en él, de todo el cuerpo de las sagradas escrituras, solos aquellos lugares que pertenecían al precepto o al ejemplo del arte militar, en aquella manera que él dijo a Moisés en la guerra de los amalecitas232: «Escribe esto para advertencia en el libro.» Perdiose este libro; dejemos el por qué; no se han de escudriñar los secretos de Dios, que es vanidad y soberbia. A ninguno parecerá mal que cuando se puso aquel sol se encienda en mi discurso esta candela, no para suplirle y contrahacer su día, sólo para con pequeña llama alegrar las tinieblas en su noche: basta estorbar que no anden a tiento en materia tan importante. No alumbra poco quien hace visibles los tropiezos y despeñaderos. La centella de este discurso se enciende en la inmensa luz de las batallas del Señor, que se leen en las sacrosantas escrituras. Cuando sea pequeña, tiene buen nacimiento.

Empezaré por la milicia de Dios ejercitada en el Testamento viejo, y acabaré con la milicia de Dios y hombre en el Nuevo.

En el capítulo 17 del Éxodo, se lee: «Vino Amalec, y peleaba con los hijos de Israel en Rafidim. Dijo Moisés a Josué: Elige varones, y saliendo, pelea contra los amalecitas: yo estaré mañana en lo alto del cerro, y tendré la vara de Dios en mi mano. Hízolo Josué como se lo ordenó Moisés, y peleó contra Amalec. Empero Moisés, y Aarón y Hur subieron sobre la cumbre del cerro. Sucedía que como Moisés levantaba las manos, vencía Israel; mas si las bajaba, vencía Amalec. Las manos de Moisés ya estaban cansadas. Y tomando una piedra la pusieron debajo de él, y sentose en ella, y Aarón   —247→   y Hur de entrambos lados le sustentaban las manos, y así sucedió que sus manos no se cansaron hasta que el sol se puso. Desbarató Josué a Amalec, y pasó su pueblo a cuchillo. Dijo Dios a Moisés: Escribe esto para memoria en el libro.» Esto es decir que quien manda que se dé batalla, vence tanto como ora a Dios; que las victorias se han de esperar de la vara y cetro de Dios, no del propio del príncipe; que los brazos levantados al cielo y sostenidos con el auxilio de los sacerdotes hieren y desbaratan los enemigos, más que aquéllos que descienden con filos sobre sus cuellos; que quien se cansare de orar a Dios, se cansará de vencer. Este primer precepto militar es tan grande, tan digno de ser príncipe entre todos los de esta facultad, que de él solo y por él mandó a Moisés Dios que para memoria le escribiese en el libro. Dios le pondera; no puede ser de los que dicen ha variado el tiempo, para no seguirle, con la invención de la artillería y de la fortificación; pues sólo éste burla las cóleras del fuego, las violencias de la pólvora y las prevenciones y defensas de los muros y baluartes.

Señor: sólo Dios da las victorias, y el pecado los vencimientos y las ruinas. En este texto había estudiado aquel capitán inglés que, cuando últimamente los franceses echaron aquella nación de Francia, diciéndole con fanfarronería otro capitán francés: Monsieur, ¿cuándo nos volveremos a ver en esta tierra? Respondió: Cuando vuestros pecados sean mayores que los nuestros. Los sacrilegios horrendos de los hugonotes en estos días, gobernados por los sacrílegos Mos. de Xatillon y mariscal de la Forza, y de otros que llaman católicos, me parece que apresuran la vuelta del inglés a Francia; si los pecados excedidos le han de volver, y yo no yerro la cuenta, ya le traen. Dios nuestro Señor muchas veces castiga con los malos a los que son peores; parte de castigo, y no pequeña, es la infamia del instrumento del castigo. Hasta ahora he dicho yo que solos los preceptos militares de Dios se han de platicar siempre sin consideraciones de tiempos ni interpretaciones de ingenios; ahora quiero mandar el silencio forzoso a sus réplicas con referírselo en las palabras del mismo Dios, que en el 26 del Levítico son éstas: «Si os gobernáredes por mis preceptos, perseguiréis a vuestros enemigos y caerán delante de vosotros. Vencerán cinco de vosotros ciento de los suyos, y ciento vuestros a diez mil de ellos. Caerán a fuerza de la espada vuestros enemigos en vuestra presencia. Empero si no me oyéredes a mí, caeréis vosotros delante de vuestros enemigos, y seréis sujetos a los que os aborrecen, y huiréis sin que nadie os persiga. Daré miedo en vuestros corazones; espantaros ha el sonido   —248→   de la hoja que vuela, y huiréis de ella como de la espada; caeréis, sin que nadie os derribe; caeréis cada uno sobre vuestros hermanos, como huyendo las batallas; ninguno de vosotros se atreverá a resistir a sus enemigos.» Dios manda que estos preceptos se sigan; Dios ofrece que vencerá quien los siguiere; Dios dice que siguiéndolos, cinco soldados vencerán a ciento, y ciento a diez mil. Y Dios amenaza y dice que quien no los siguiere y obedeciere, huirá del son de la hoja del árbol como si fuera un ejército; que caerá sin que nadie le persiga, y que no podrá resistir a sus enemigos. Véase si estos preceptos se deben referir a los de Vegecio, y a los que exprimen los que alambican las acciones de Alejandro, César, Escipión y Aníbal, y otros modernos; y si quien promete las victorias a su obediencia (siendo Dios) las puede dar, y la cobardía de corazón y vencimiento que amenazan a los que no los siguieren y los dejaren por otros.

Descendamos a preceptos particulares. «Dijo Dios a Moisés: Envía varones que consideren la tierra de Canaán que he de dar a los hijos de Israel. Enviolos Moisés a considerar la tierra de Canaán, y díjoles: Subid por la banda de mediodía, y luego que lleguéis a los montes, considerad cuál es la tierra y el pueblo que la habita; si es fuerte o flaco; si en número son pocos o muchos; si la tierra es buena o mala; cuáles son las ciudades o fuertes, y con murallas o abiertas; si la tierra es fértil o estéril; si tiene bosques o si carece de árboles233.» Si estas consideraciones precedieran a las interpresas y jornadas, algunas que no están enjutas de la sangre de los que las intentaron y de las lágrimas de los que las vieron, sin duda no hubieran tenido lastimoso fin, o por haberlas prudentemente dejado, o bastantemente prevenido. Que todo esto se deba inquirir y considerar antes de entrar en tierra de enemigos no conocida, sin dejar ni una advertencia de las que dio Moisés a sus espías, convéncese de que se guardaron para entrar en esta tierra que Dios les quería dar, y que podía dársela sin estas diligencias. Empero también nos enseña el texto sagrado, que para obligar a que Dios haga con nosotros lo que quiere hacer, conviene que de nuestra parte hagamos lo que podemos. San Pedro Crisólogo lo dijo en el sermón de Lázaro, cuando para resucitar al muerto, que era el milagro, mandó a los apóstoles que levantasen la losa. Éstas son sus palabras234: «Entre las virtudes divinas requiere Cristo el auxilio humano.»

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La honesta y cortés y justificada disciplina militar Moisés la enseñó enviando embajadores al rey Edom, pidiéndole paso por sus tierras235: «No iremos por los sembrados ni por las viñas; no beberemos agua de tus pozos; marcharemos por el camino real, sin declinar a la diestra ni a la siniestra hasta haber pasado. Respondiole Edom: No pasaréis por mi tierra; de otra manera yo te lo impediré armado. Dijeron los hijos de Israel: Iremos por camino pisado, y si nosotros y nuestros ganados bebiéremos tus aguas, daremos lo que justo fuere; no habrá dificultad en el precio; sólo queremos pasar apriesa. Él respondió: No pasaréis. Y luego les salió al encuentro con infinita multitud y poderosos aparatos de guerra. Y no quiso condescender con los que le rogaban, ni dejarles pisar sus términos. Por lo cual los hijos de Israel, dejando aquel camino, tomaron otro». Si esto se observara en los tránsitos y alojamientos de los ejércitos, no se quejaran las provincias más de los que admiten que de los que resisten, pues vemos que los soldados (particularmente franceses) son peores para sus huéspedes que para sus enemigos. No sólo enseñó Moisés justificación de capitán general electo por Dios, y que se gobernaba por él, sino prudencia generosamente militar en dejar el camino que se le negaba presentándole la batalla, y rodear por otro. Empeñar la justificada cortesía es cordura meritoria; mas pudiendo excusar el venir a jornada y empeñar la gente, es temeridad. No es rodeo el que excusa una batalla; la razón le llama atajo. Quien tiene por reputación no dejar lo que una vez intentó, tendrá muchas veces por castigo el haberlo proseguido. Ir adelante por el despeñadero, más es de necios que de constantes; no es perseverancia, sino ceguedad. Dios permite que su ejército sea vencido para que acuda a su divina majestad por la victoria, y para que conozca que sin él no tiene fuerzas, y que con él nadie puede resistirle. «Como oyese el cananeo, rey de Arad, que los hijos de Israel habían venido por la vía de los exploradores, los fue a dar asalto, y los combatió y venció, y fue grueso el despojo. Mas volviéndose los hijos de Israel a Dios, y haciendo voto, prometieron que si podían vencer degollarían todos los enemigos de su santo nombre, y asolarían sus ciudades. Oyolos el Señor, y volviendo a combatir, vencieron y degollaron cuantos cananeos pudieron coger, y pusieron por tierra todas sus ciudades, y llamaron aquel lugar en su lengua Horma, que quiere decir anatema, exterminio236». El   —250→   vencido para vencer no tiene otro remedio sino acudir a Dios, y armarse con la oración y los votos.

Señor: no lo dejaré de decir, ni lo diré con temor hablando con vuestra majestad, antes con satisfacción; que a su católica grandeza será grato este reparo. En llegando una buena nueva de victoria u otro cualquier negocio importante, cual se desea, luego se acude a los templos a dar gracias a Dios con el Te Deum laudamus: justa, santa y piadosísima acción; empero viniendo nueva de desdicha, nunca he visto ir a dar gracias a Dios, ni se canta el Te Deum laudamus. El alabar y dar gracias a Dios tiene dos autores, en sus opiniones encontrados. San Agustín, padre de la Iglesia, dice: «Quien alaba a Dios por milagros de los beneficios, alábele también en los espantos de las venganzas, porque halaga y amenaza. Si no halagara, no hubiera alguna exhortación; si no amenazara, no hubiera algún miedo.» Este gloriosísimo maestro y luz en las divinas letras expresamente dice que se han de dar gracias y alabanzas a Dios por los castigos como por las mercedes; y da la razón por qué se ha de cantar y oír el Te Deum laudamus por los vencimientos y pérdidas, como por las victorias y ganancias. La otra opinión (derechamente contraria a ésta) es de la mujer de Job. Está viendo que su marido a todas sus gravísimas calamidades no decía otra cosa sino: «Dios lo dio, Dios lo quita. Como Dios es servido se hace. Sea bendito el nombre del Señor». Ella le dijo: «Alaba a Dios, y muérete»; no aprobando que alabase a Dios por los trabajos que pasaba; antes queriendo le maldijese. Empero el santo varón pacientísimo, de quien dijo Dios era su amigo y que en la tierra no tenía semejante, le respondió: «Tú has hablado como una de las mujeres necias. Si recibimos los bienes de la mano de Dios, ¿por qué no recibiremos los males?». Señor: San Agustín y Job afirman que el dar gracias a Dios y el cantar el Te Deum laudamus se deben igualmente a las pérdidas y trabajos y desdichas, como a los triunfos y victorias y felicidades. En la opinión contraria, el santo marido (refutándola) llamó necia a su propia mujer. Dar a Dios públicamente gracias sólo por los bienes, puede ser que por la ingratitud interesada en la propia felicidad le merezca los males. Y quien de uno y otro le da gracias, ese tal ni será vencido de las dichas, en que el seso humano tiene gran riesgo, ni dejará de vencer a las calamidades, aunque apenas su piel roída de gusanos cubra sus huesos.

Deseo, Señor, que aquel Dios todopoderoso, que escondió los misterios a los sabios y los reveló a los pequeños, dé eficacia a estas palabras, para que, viendo las   —251→   gentes que por los favores y los castigos se dan públicas gracias a Dios, y que le canta el Te Deum laudamus el vencido como el vencedor, aclamen, movidos del ejemplo, la piedad entera del que lo hiciere con resignación a su divina voluntad, desasida de las comodidades propias.

He tratado del modo de alcanzar con Dios la victoria, y de remediar con su favor el vencimiento; síguese lo que se debe hacer con Dios después de lo uno y lo otro. Dijo Dios a Moisés237: «Haz traer delante de ti y de Eleázar sacerdote, y de las cabezas del pueblo, enteramente toda la presa y saco que tienen de los madianitas los nuestros; y vosotros mismos divididla igualmente, la mitad a los que se hallaron en la batalla y combatieron, y la media a todo el remanente del pueblo que no salió a la jornada. Empero advirtiendo que de la parte de aquéllos que combatieron, vosotros quitaréis aquella parte que se ha de dar al Señor, quiero decir, a sus sacerdotes; y de la otra parte que toca al pueblo, la que toca a los levitas. Hízose así; mas luego vinieron a buscar a Moisés los maestros de campo, capitanes y demás oficiales que habían gobernado a los que combatieron, diciendo: Señor, nosotros hemos hecho la reseña de nuestros soldados, y hallamos que en esta empresa ni uno nos falta. Por lo cual, conociendo bien claramente la victoria de Dios solo, ves aquí que fuera de la parte que has tomado, de lo que nos toca ofrecemos nosotros al Señor todas las cosas de oro que nos han tocado; y tú ruégale por nosotros». Cuánto importa la igualdad en premiar y en dividir las presas, nadie lo ignora, todos lo desean, y pocas veces se ve. Suelen los cabos superiores saquear a los soldados lo que ellos saquearon al enemigo. No es esto lo peor: eslo olvidar la parte que a Dios se debe. Acordáranse de esto, si el estudio militar fuera por las sagradas escrituras, y no por aforismos de Livio, Salustio, Quinto Curcio, Polibio y Tácito. No se contentaron las cabezas de este ejército con que se diese a Dios la parte que se tomaba de la que les cabía; antes en reconocimiento de no haber perdido ni un soldado, dieron a Dios todo el oro que habían adquirido, confesando que lo que solamente tenían era lo que les quitaban para dar a Dios, que sólo les había dado la victoria, y sin un hombre menos sus compañías. Capitanes y oficiales que estiman más un solo soldado suyo que todo el oro del saco y despojo, bien muestran que Dios los alista y los conduce. Mas consolarse de la pérdida de los soldados con el robo de los despojos, y querer antes   —252→   contar un ducado más que un soldado menos, mercaderes los muestra, no capitanes. Quien de ellos se sirve junta ladrones que hurten la victoria a los que se la dan. Devoción es en algunos dar las banderas y estandartes a los templos, y reconocimiento cristiano y digno de alabanza e imitación; mas bien sería acompañar aquellos cendales rotos con el oro, cuando no porque no murió alguno, porque no murieron ellos. Colgar los trofeos militares en la sepultura del que los ganó, lícito es; mas no deja de adolecer de alguna vanidad querer que en el templo blasonen sus gusanos. Es verdad que en muchos no cabe esta dolencia; y segurísimamente en aquéllos que, no mandándolos ellos poner, sus amigos, parientes o hijos, o la república, o el príncipe mandó que se pusiesen.

Para que el ejército sea como conviene, es forzoso decir de qué gentes se ha de componer. Dos géneros de soldados hay: voluntarios y forzados. Éstos no sólo no manda Dios que se alisten y se fíe de ellos nada; antes que si vinieron libremente, y dejaron sus tierras y casas (cosas que los pueden obligar a asistir de mala gana), que los despidan y los rueguen que se vayan. El texto, Señor, es expreso238: «Antes que se dé la batalla, dirán a voces los capitanes, compañía por compañía: Soldados, quien ha edificado casa nueva, y aun no ha hecho la fiesta de su dedicación, váyase a su casa; no sea que muriendo en la guerra por su desgracia, toque a otro el dedicarla. Quien ha plantado una viña, y aun no ha llegado el tiempo en que convidando los parientes y los amigos, con mucho regocijo se empieza a gozar y la hace común, vuélvase a su casa, no muera acá, y toque a otro aquella solemnidad. Quien se ha casado, y aun no se ha juntado con su mujer, vuélvase a su casa, porque muriendo él en la guerra otro marido no la goce. Y finalmente, quien no tiene corazón y es medroso, vuélvase con buena licencia a su casa, que aquí no es de provecho; antes con su temor, acobardando a los otros, hará daño».

Débese reparar en que presupone que todos estos que, o vinieron forzados, o están por fuerza, o no tienen corazón y tienen miedo, morirán en la guerra. Y de verdad así sucede; porque los tales son simulacros de hombres, sirven de crecer el número de las listas, de consumir los bastimentos, de abultar la confusión y ocasionar confianza para las empresas que ellos mismos burlan. Quien lleva hombres por fuerza a la guerra, lleva por fuerza la flaqueza. Quien va atado y llorando a   —253→   la guerra, ¿qué hará en la guerra? Quien se sirve en los ejércitos de hombres viles contra su voluntad, sola una cosa puede hacer contra su enemigo, y es que la victoria que de sus gentes alcanzare no sea ilustre. De mejor gana lleva un ganapán y un pícaro veinte arrobas a cuestas por cuatro reales, que un arcabuz o una pica por ciento: véase lo que hará por uno. Éstos huyen antes del peligro, que aun eso no aguardan. Donde está huye el que desea huir de adonde está. Quien los echa, quien los despide, tiene menos caudal, si se le cuenta la aritmética; y más, si le numera el valor. Carecer de lo que le embaraza, es multiplicar lo que se tiene. ¡Señor!, de Saúl se lee en el primero de los Reyes239: «Cualquier hombre valiente y animoso que veía Saúl, y apto para la guerra, le acariciaba y traía a si». De manera, Señor, que para disponer las victorias, se han de obedecer estos dos preceptos: escoger y traer a sí los valerosos y aptos para la guerra, y no traer a ella por fuerza los viles. Y si vinieren y tienen deseo de volverse, no sólo permitir que se vuelvan, sino mandárselo. Son lastimosísimas pérdidas y frecuentes las que con esta gente se hacen. Piérdese la reputación sólo en juntarlos; pues quien los junta, para perderse y perderlos los junta. Pónese mala voz a la fortuna del príncipe, y aliéntase al enemigo más con la propia ignorancia y torpeza, que con su valor.

No hay otro libro escrito en que semejante pregón se haya dado por todo el ejército, no sólo dándoles licencia y rogando que se vuelvan a sus casas los que lo desean, sino mañosamente honestándoles la vuelta con razones, porque no se queden de vergüenza donde están con miedo. No negarán los que están graduados en este arte y disciplina por los autores modernos, que este precepto no es hoy practicable; pues hoy se llora, y cada día se llora no haberle practicado. David era pastor ejercitado en arrojar piedras con la honda: ofreciose que Goliat, gigante, desafió en público campo a todo el pueblo de Dios, remitiendo a aquel duelo singular el ser esclavos o señores los unos o los otros: espantó a todos los hijos de Israel la estatura disforme del gigante; y léese en el primero de los Reyes240: «Dijo David a los soldados que con él estaban: ¿Qué premio se dará a quien rindiere y degollare este filisteo, y librare de esta afrenta y oprobio a todo el pueblo de Israel, que tiene acobardado? ¿Quién es este filisteo soberbio, no circuncidado y gentil, que afrenta los ejércitos de Dios vivo?». Éstas son las señas del soldado voluntario y valiente: ofrecerse a   —254→   la batalla movido de la afrenta que se hace a su nación y de la que se quiere hacer a las armas de Dios. Sólo pretende justamente premio quien por este camino le pretende. «Decíanle los del pueblo que con él estaban: Al varón que venciere y castigare a éste, el rey le hará poderoso con muchas riquezas; casarale con su hija, y exentará de tributo la casa de su padre en Israel. Fueron referidas las palabras que había dicho David a Saúl, al cual, siendo llevado a su presencia, dijo muy animosamente David: Desechen el temor los corazones de todos: yo iré, y combatiré con el filisteo. Dijo Saúl a David: No puedes resistir a este filisteo gigante, ni combatir con él, porque eres mozuelo, y éste, soldado desde que nació. Y respondiole David: Dios, que pudo librarme de las garras del león y de las manos del oso, él mismo me dará victoria de este filisteo infiel. Respondió Saúl: Ve, y sea Dios contigo». Muchas riquezas y la hija del rey en casamiento, y libertad del tributo de toda su familia son premios debidos a quien libra de afrenta a su patria y de agravio a las armas de Dios, y castiga a quien intenta lo uno y lo otro. Prudente se mostró Saúl en desconfiar de la poca edad y pequeña estatura de David, sin experiencia de las armas, contra un gigante nacido y criado en ellas. Mas luego que le oyó confiar en Dios, y no en sus fuerzas, se mostró religioso, le dio licencia para el desafío. No hubo cosa de prudente y piadoso rey en que Saúl no se mostrara advertido. Puede la prudencia humana ser dañosa, si no la acompañan el temor y la confianza de Dios. Fíese todo con ánimo constante al que todo fía en Dios; y nada, sin recelo, a las grandes fuerzas que fían de sí. Los gigantes contra Dios son enanos; y los enanos, asistidos de Dios, son gigantes.

«Para que saliese a la batalla vistió Saúl a David sus mismas vestiduras, enlazole en la cabeza su celada, ciñole su loriga. Y viéndose David con su espada al lado, empezó a probar si podía regirse bien con las armas, y como no estaba acostumbrado a ellas, dijo David a Saúl: Yo armado no soy señor de mi persona, porque no estoy hecho a este embarazo. Desarmose luego, tomó su cayado, el cual nunca había dejado de la mano, y escogió cinco piedras muy limpias de la corriente, echolas en el zurrón de pastor que consigo tenía, tomó la honda en su mano, y fuese para el filisteo». Cada día se ve que los príncipes honran y agasajan (puestos en necesidad) a los que han menester. Si no olvidasen esta condición en saliendo del aprieto, no vengaría en ellos su ingratitud la envidia que hacen padecer a los que los sirven y defienden. No tienen los reyes consejero tan justificado como   —255→   el trabajo. ¡Dichosos los valientes y virtuosos cuando el príncipe tiene urgente y precisa necesidad de ellos! ¡Desdichados los monarcas que se olvidan en la prosperidad y paz de los que se la defendieron o se la conquistaron! El que quiere ser defendido adorna con sus vestiduras, y arma con su espada, loriga y celada al que le sale a defender; y el que sale a defenderle, se desnuda de las armas para pelear. Sin errar Saúl en armar a David, acertó David en desarmarse. Atendía el rey a lo que le dictaba el temor para la prevención humana, y David a la confianza en el amparo de Dios; a que se redujo Saúl con permitirle saliese sin armas.

Probose con las armas: éranle peso y estorbo; no podía mandarse bien con ellas por no haberlas ejercitado. Con esta acción fue David maestro de lo más importante del arte militar. Estaba ejercitado en el tirar la honda y no en la espada, y quiso antes pelear con destreza ágil, que con gala y defensa impedida. El que está diestro en disparar el arcabuz, si por la bizarría del coselete y blasón de la pica le deja, él lleva coselete y pica, mas ellos no llevan soldado. Dar por merced o por ruegos al que ha sido infante la superintendencia de la caballería, y al que mandó en el mar las escuadras encomendarle los ejércitos en la campaña, es seguir la opinión de Saúl, que sólo sucede bien cuando hay quien (como David) quiere más pelear como está acostumbrado, que como quieren acostumbrarle. Más quiso vencer como pastor, que ser vencido como rey. No sólo no han de pretender los hombres los puestos y las honras que no han tratado ni entienden, antes han de rehusarlas cuando se las den. De lo contrario se originan los desórdenes y las ruinas vergonzosas. El que da estos puestos a personas inexpertas, da principio a su ruina, y los que los aceptan, obedeciéndole, fin.

Lo primero que dice el texto que tomó David fue el cayado, y añade: «El cual siempre tenía en las manos». Quien no se precia de su oficio, nunca fue en él eminente. Estaba David agradecido al cayado y al gobierno y defensas que le debía en sus corderos contra leones y osos: ha de ser rey, ha de casar con la hija del Rey; quiere hacerlo cetro, no dejarle por el cetro; ser rey y no dejar de ser pastor, porque ha de ser buen rey, y santo rey. Va a pelear con un gigante que ni conoce a Dios de impío, ni se conoce de soberbio: lleva el cayado para que con la humildad del oficio de pastor le afrente; va sin armas para darle a conocer lo que puede Dios contra las armas. Que llevase para este efecto el cayado con que no había de pelear, y que sucediese así, el mismo Goliat en viendo a David lo dijo: «¿Por ventura soy yo perro, que te vienes a mí con ese báculo? Ven, y yo daré por sustento tus   —256→   carnes a las aves que vuelan, y a las fieras de los montes». Literalmente consta que se afrentó de solo el cayado, pues dijo era tratarle como a perro. No saben los impíos y los soberbios de qué se han de ofender, ni de qué deben temer, ni con qué cosa han de enojarse; por eso no aciertan si no con su castigo. Enfurécese contra el báculo que no le ha de ofender, y no hace caso de la honda que le ha de matar. Mucho sabe, Señor, quien sabe temer: en esto se cierra el misterioso secreto de la prudencia. David respondió al filisteo: «Tú vienes a mí con espada, lanza y escudo; yo voy a ti en el nombre de Dios, y Dios te entregará en mis manos. Yo te heriré y apartaré tu cabeza de tu cuello; y no solamente tu cuerpo, mas los cadáveres de los escuadrones de los filisteos repartiré a las aves y a las fieras, para que conozca todo el mundo la grandeza del Dios de Israel;y particularmente la iglesia de estos fieles, que aquí están juntos, conocerán es verdad que Dios para vencer no tiene necesidad de espada ni de lanza, dependiendo absolutamente de sus manos toda guerra y victoria». No importa poco responder a los fanfarrones que hablan con demasiado orgullo, con doblado brío; su parte es de conquista, porque los enflaquece la novedad del desprecio que no esperaban. David no deja cosa de las que traía el gigante, que no le nombra; y a la espada, lanza y escudo le opone el venir a él en nombre de Dios. Dice que Dios se le pondrá en sus manos, no dice que le cogerá a él con ellas. Olvida David las muchas riquezas prometidas, la hija del rey por mujer, la libertad del tributo para la casa de su padre: no dice que pelea por esto, ni lo toma en la boca, dice que pelea porque todo el mundo conozca la grandeza de Dios; y la iglesia de los fieles que estaban presentes, que Dios, para vencer, no necesita de espada; y que las victorias y las guerras son absolutamente de Dios. Alma que no se quieta en las mayores mercedes que los reyes del mundo pueden hacer, y aspira a las de Dios, bien sabe negociar.

Derribó con la primera piedra David al filisteo; cortole la cabeza con su propia espada. Los tiranos y los soberbios siempre la traen, porque no falte hierro con que los degüellen. Tomó la cabeza, y llevola en las manos a Jerusalén. Dice el texto241: «Luego que vio Saúl al mozuelo David con la cabeza del gigante en la mano, quiso que con él juntamente volviese triunfante a Jerusalén. En este viaje, cuando pasaban por alguna ciudad de Israel, salían las mujeres, por honrar al rey Saúl, cantando y bailando con tímpanos y otros instrumentos   —257→   músicos; empero cantando decían: Saúl ha derribado mil, y David diez mil. De lo que se disgustaba Saúl, que bien se holgara que alabaran a David, mas no más que a él; y por eso enojado decía entre sí: A mí me dan mil, y a David diez mil, ¿qué le falta sino que le den mi reino? Y desde aquel día adelante nunca Saúl miró a David con buenos ojos». ¿Quién juzgara que le quedaba a David, después de esta victoria, enemigo ni monstruo que vencer más fiero que el gigante Goliat? Venciole David, y luego entró en más sangrienta batalla con la envidia del rey Saúl. Monstruo es y horrendo la envidia, vilísimo y el más vil de los pecados en el corazón real. Habiendo David a tan alto valimiento y tan preferida privanza llegado con Saúl, que públicamente por todas las ciudades del camino le lleva a Jerusalén a su lado triunfante, reciben las mujeres a David y a Saúl con canciones y bailes; alaban a Saúl que venció mil, y a David que venció diez mil, y enojase Saúl de que alaben más a David que a él. No he leído valimiento que pase de la alabanza excesiva dada al criado en competencia del señor; en llegando a dar envidia al príncipe, no tiene más vida el valimiento. Es el odio de los que aborrecen al favorecido tan vengativo y ciego, que por no alabarle, aun para destruirle (que es lo que desean), dejan de destruirle, y con los vituperios que les dicta la rabia, en vez de arrancarle del corazón del príncipe, le arraigan en él. Conócese esta verdad, en que las mujeres que no aborrecían a David, antes le aclamaban, alabándole con afecto, con efecto le destruyeron. Hirvió luego el pecho del rey con envidia, pues decía entre sí: «¿A mí me dan mil, y a David diez mil?». Está claro que era el contador de las hazañas ajenas y de las propias la envidia en lo mentiroso de la cuenta, pues sólo era verdad que a Saúl le daban los mil que él no había muerto ni vencido (eso es dar), y que a David no le daban los diez mil, sino que los contaban, habiéndolos dado él en la victoria. Quería el rey Saúl que David venciera al filisteo y a su ejército en el desafío y la rota dada a sus reales, mas no a él en las alabanzas. No tuvo culpa de esto David. ¡Gran miseria, que las verdades que canta el pueblo agradecido, las llore el rey envidioso, y las padezca el valiente de quien se cantan! «No le miró más Saúl a David con buenos ojos.» ¡Qué veloz y eficazmente persuaden al desagradecimiento, los oídos mal informados, a los ojos! Oyó las alabanzas ajenas con envidia, miró con aborrecimiento. Quien mal oye, peor mira. Desde allí adelante no miró Saúl a David con buenos ojos. ¿Qué sucedió de esto? Que como miró siempre a David con malos ojos, le fascinó la dicha; y como él no tenía buenos los ojos para mirar,   —258→   dio de ojos. Quiso, para cumplirle la promesa de su hija, que la dotase con su muerte; intentolo, y librole Dios. Muchas veces trató que le matasen a traición y con engaño; muchas le persiguió para darle muerte. Tenía aquel rey un mal espíritu, estaba poseído del demonio, librábale de él David con su arpa: música decente a un rey la que vale por exorcismo; pagábale el beneficio del conjuro sonoro con arrojarle una lanza. Rey que era ingrato a quien le daba victorias y le libraba de sus enemigos y del demonio, no paró hasta ser ingrato a su vida, dándose muerte con arrojarse sobre su propia espada; y desembarazando de sí el reino para David, a quien perseguía, dispuso a su costa lo que procuraba estorbar.

He dicho todo lo sustancial de la milicia de Dios, que todo se cifra, sin que algún tiempo lo pueda variar para que no se practique, en estas dos palabras: «El pecado es vencimiento; la gracia con Dios, victoria.» Y si algún príncipe lo dudare, sucederale lo que a Olofernes, que informándose del pueblo de Dios, y de sus hazañas y milagrosas victorias, y diciéndole que cuando estaban en gracia de Dios vencían, y cuando pecaban eran vencidos; que si quería pelear con ellos, que aguardase a saber que tenían ofendido a Dios, y les diese batalla, y los desharía, se riyó de esta doctrina, y de que Dios defendía a su pueblo, y dijo a Achior que le aconsejaba: Yo iré sin hacer caso de lo que dices, y los degollaré a todos, y luego a ti. ¡Señor!, fue Olofernes, y diole la muerte Dios con su propio deseo: cortole la cabeza Judit, de quien estaba enamorado. Esto se lee en el quinto del libro de Judit. Permite Dios que en los consejos de estado y guerra que determinan las jornadas, empresas y batallas, prevalezca este voto de Achior y no el de Olofernes; porque los propios deseos de que Dios hace milicia contra los tiranos que le desprecian, no acompañan este suceso con otros muchos.




Sección segunda

He acabado la primera parte de la milicia divina, en que Dios hacía la guerra con la guerra: síguese la segunda parte, en que, Dios y hombre, Cristo nuestro Señor hizo la guerra, con la paz, a la misma guerra. Sólo de Cristo, Dios y hombre, se puede aprender esta paz belicosa. Nació publicando la paz en la tierra; y en prendas de que era rey pacífico, nació en tiempo de paz universal, y nació para hacer guerra al mundo, a la muerte, al pecado y al infierno: enemigos tan poderosos y aunados, que ningún otro príncipe dejó de ser vencido,   —259→   si no de todos, de algunos, en naciendo. Armó contra la vida de Cristo Jesús la envidia al rey Herodes, que le buscó para darle muerte, con los soldados y armas que en los inocentes derramaron la leche que apenas la naturaleza había colorado en sangre: de manera que entrar en la vida mortal y en batalla, fue todo a un tiempo. San Pedro Crisólogo considera militarmente esta huida de Cristo Jesús a Egipto con rara doctrina. Suyas son estas palabras242: «¿Qué pretende el Evangelista escribiendo esto para la memoria eterna? El soldado devoto calla la huida de su rey, refiere su constancia, cuenta sus virtudes, calla sus temores, públicamente pregona las hazañas, calla las flaquezas, disculpa lo adverso, predica las victorias para quebrantar los atrevimientos de los enemigos y excitar la virtud de los confederados. Parece, pues, refiriendo el Evangelista estas cosas, que despierta los ladridos de los herejes, y que quita la defensa a los fieles. Ya es tiempo que averigüemos por qué causa se nos escribe esto. Toma el Niño su Madre, y huye a Egipto. Cuando el valiente huye en la batalla, arte es, no miedo: cuando Dios huye del hombre, sacramento es, no miedo. La victoria secreta y la virtud desconocida no deja ejemplo a los porvenir; de aquí procede el huir de Cristo: cede al tiempo, no a Herodes.» No huye Cristo de Herodes, antes se retira para Herodes. Aquí le busca niño, y en edad viril se le presenta en las juntas contra su vida. Era tanta la paz de Cristo, que para tratar de él, aunque para condenarle, hubo paz entre Herodes y Pilatos, que antes eran enemigos.

No pasen, Señor, sin reparo las palabras con que San Pedro Crisólogo definió el buen soldado (lo mismo se entiende del vasallo). Dice que pregona las victorias, que calla las desdichas, que dice las hazañas y disculpa las pérdidas. ¿Puede creerse, sino es de malos soldados y de ruines vasallos, que pregonen las pérdidas y vencimientos de su príncipe, y callen los triunfos, las hazañas y las victorias? ¡Oh tiempos! ¡Oh costumbres! Ningún afecto lo dijo con tan grande razón. Vemos no sólo que pregonan las ruinas y las calamidades, sino que las desean; no sólo callan las victorias y las felicidades, sino que las contradicen: no las creen; poco he dicho, se entristecen oyéndolas: pídense albricias de las calamidades, y danse pésames de los sucesos prósperos: si suceden desastres, los creen; si no, los inventan. No sé si otra vez se ha visto y oído tan portentosa maldad; empero hoy se oye y se ve. Nadie les pregunte la causa,   —260→   porque cometerán mayor delito; que el ingrato es peor cuando se disculpa. Cristo enseñó a vencer huyendo, Cristo a vencer con la paz, Cristo a vencer con morir.

Esta soberana milicia no la comunicó el Padre eterno a Moisés, Josué, Gedeón y David: reservola para su Hijo. Con doce tribus, tan innumerable ejército bien armado, no hicieron nada en comparación de las victorias de Cristo con doce hombres desnudos a quienes mandó que aun no llevasen báculos. Dirán que ésta era conquista de almas, y que no lo era de temporales reinos. Verdad es: ¿empero ha habido reino ni rincón donde esta verdad evangélica no haya adquirido provincias? «Llegó a todos los fines de la tierra su voz.» ¿Cuántas provincias ha conquistado la constancia de los mártires? ¿Cuántos reyes y monarcas, con todos sus imperios, se han puesto sujetos a los pies de la Iglesia, mirando entre las llamas caer en ceniza sus miembros, relucir abrasadas sus entrañas, despoblar de la carne sus huesos con garfios, agotar con heridas sus venas, padecer lo que los verdugos hacían a tiento, por no sufrir el mirarlo? ¿Qué ejército de Jerjes (que le pudo juntar, y no contarle ni regirle, a persuasión de su locura y armas) se pudo prometer una de las hazañas que aquellos soldados de Cristo hicieron con su cadáver deshecho? La mayor monarquía que ha habido y hay, ¿no es la de España en lo temporal y en lo espiritual? ¿No es victoria toda ella de Santiago mártir, soldado de Cristo, capitán general nuestro. No lo confiesan los reyes, intitulándose, por gloriosísimo blasón, alféreces del santo Apóstol, único patrón de las Españas, Él nos llamó en lo espiritual; nosotros en lo temporal le llamamos. No es impracticable la milicia de Cristo; nosotros no queremos practicarla.

No porque alabo el hacer guerra con la paz, vitupero hacerla con la guerra a la guerra: fuera error. Hay guerra lícita y santa: en el cielo fue la primera guerra; de nobilísimo solar es la guerra. Y hase de advertir que la primera batalla, que fue la de los ángeles, fue contra herejes. ¡Santa batalla! ¡Ejemplar principio! Quien lo consiente no quiere descender del cielo como de solar, sino como demonio. Quien con herejes hace guerra a católicos, no sólo es demonio, sino infierno. Cuando lo niegue con lo que dice, lo confiesa con lo que hace. El mismo cielo, Señor, es solar de la paz, y ésta fue primero en el cielo que la guerra, y la guerra fue para no ser más en el cielo y que fuese y reinase siempre la paz. Hubo guerra en el cielo una vez, para que nunca más la hubiese. En lo bien intencionado se conoce que fue guerra primera, y trazada por Dios para ejemplo de todas. Buscar   —261→   y cobrar la paz con la guerra, es de ángeles y serafines; buscar la guerra con la guerra, no; buscar la guerra con la paz, aun menos. Y estas dos cosas son la mayor ocupación y fatiga del mundo.

La guerra no bajó del cielo a la tierra; cayó precipitada al infierno en los ángeles amotinados, en el serafín comunero. Subió luego del infierno a la tierra; conquistó a Adán con la inobediencia; armó a Caín con la envidia contra Abel, su hermano. Los primeros hermanos fueron los primeros enemigos. La muerte primero estrenó violenta que natural sus filos en la sangre pariente. No se contenta Caín de ser el primero, quiere ser solo; no sólo heredar solo a su padre, sino heredarle en vida el pecado que cometió con el fratricidio que comete. Todo el mundo le pareció pequeño para dos, y juzgó que él solo era bastante poblador para todo el mundo. Bien se conoce que los motivos de esta guerra subieron del infierno contra el cielo. Por esto bajó del cielo en Cristo la paz a la tierra contra el infierno. Preséntanse la batalla el Hijo de Dios y Lucifer; a entrambos capitanes llaman leones. San Pedro en su Canónica dice de Lucifer: «Que anda rodeándolo todo con bramidos como león, buscando a quien tragar.» A Cristo llaman «león de Judá.» La diferencia es que aquél rugiendo, busca a quien coma; y Cristo, enseñando, quien le coma frecuentemente. Dijo: «Que quien comiere su carne y bebiere su sangre, vivirá eterna vida». No sólo busca quien le coma, sino que propone la vida eterna por premio a quien le comiere, deseoso que todos le coman. Tan diferentes son estos leones, tan diversas sus armas y los efectos de ellas.

Luego que nació Cristo, como sol de justicia y paz, hizo sentir su influencia aun a los soldados que profesaban la dura milicia del mundo. «Preguntaban también los soldados a Juan Bautista, diciendo: ¿Y nosotros qué debemos hacer? A la cual pregunta respondió: No maltratéis a nadie, ni calumniéis a alguno; estad contentos con vuestros sueldos y pagas243.» ¡Grande y milagrosa fuerza de la divina influencia de la luz de Cristo! ¡Que la presunción bizarra de los soldados acuda a preguntar lo que han de hacer, y cómo se han de gobernar, a un hombre habitador del yermo, vestido de pieles, penitente, voz que clama en el desierto, retirado del comercio y trato humano, predicador austero y desnudo! Señor, si los soldados preguntaran a los varones apostólicos y santos lo que habían de hacer, no hicieran   —262→   lo que se debe castigar. Este texto prueba que el Evangelio y los predicadores apostólicos han de ser oráculos de la milicia, que se ha de gobernar por sus respuestas. Yo haré que lo confiesen los soldados, los reyes y las gentes, y acallaré a los que dicen: ¿Quién le mete al religioso y sacerdote con las batallas? ¿Qué tiene que ver el púlpito con la materia de estado y guerra? Yo probaré que no tiene menos que ver, que el freno con el caballo, y la medicina con la enfermedad; y que la materia de estado, sin las riendas del Evangelio y de la religión, correrá desbocada; y la guerra, sin los remedios de la doctrina, será incurable dolencia y contagio rabioso.

Preguntan a San Juan Bautista los soldados: ¿Qué harán? Y San Juan les responde lo que no harán, primero que lo que han de hacer. Bien se reconoce lo que he dicho. Los soldados que hacen cuanto quieren, y viven con la licencia de sus fueros, preguntan qué harán. La voz precursora de Cristo, enfrenándolos, responde lo que no han de hacer. No maltratéis a nadie, ni calumniéis a alguno, que todo esto procede de no contentaros con vuestros sueldos. Por eso os digo que os contentéis con ellos. El médico cura al enfermo, mas no le dice el horror de su enfermedad, el asco de sus llagas, la corrupción de sus heridas. Lo mismo hace con la reprensión divina San Juan: No responde a los soldados: «Vosotros saqueáis a los que os alojan, los afrentáis de palabra, pedís lo que no deben daros, quitaisles lo que tienen, robaisles las hijas, afrentaisles las mujeres.» Ni a los capitanes: «No rescatéis alojamiento donde no es tránsito para tomarle; donde lo es, no alojéis a discreción; no forcéis con molestias a que os contribuya quien no lo debe; no tiréis pagas de cien soldados no teniendo ciento; no rescatéis pagas muertas para vuestro interés; no hagáis caudal de pasavolantes.» Esto fuera avergonzarlos y desabrirlos para recibir la doctrina y disponer la enmienda. Cúralos todas enfermedades y úlceras, sin decirles su horror y asco, sólo con decirles: «No maltratéis a nadie», que toca al soldado; «ni calumniéis a alguno», que toca al capitán y oficiales que gobiernan.

Últimamente añade: «Estad contentos con vuestros sueldos.» ¡Oh cuánto tienen que reconocer los reyes al santo Precursor en estas palabras! Señor, si los soldados se contentaran con sus pagas, no se cometieran los desórdenes arriba dichos, no fueran molestados los vasallos, ni robados; los príncipes no juntaran ejércitos delincuentes, que antes merecen los castigos que las victorias de Dios, pues a veces obligan a las provincias a desear antes los enemigos que las amenazan, que los presidios que las defienden. Si estuvieran contentos con su sueldo, alistáranlos   —263→   los reyes sólo contra sus enemigos; y no lo estando, primero los alistan contra sí: empiezan la guerra por el señor que los junta, y el despojo y el saco. Quien menos se defiende de ellos y con más pérdida, es quien los junta para defenderse. Cuando valía por paga la reputación de la patria, el amor del príncipe, el celo de la religión, ni el caudal público ni el particular los padecía; cobraban su premio de la victoria y del vencimiento de los contrarios; eran menos porque eran tales, y eran más por ser tales. Quien pone su premio en el robo de los que le alojan sin riesgo, no le busca en el despojo de los enemigos con él. Esto cada día se verifica en los muchos que sientan plazas, y marchan en tanto que duran los alojamientos; que antes de llegar al puesto o al embarcadero se dejan las banderas solas. Suplico a vuestra majestad haga reflexión en lo que ve hoy que junta y paga, y reconocerá que en estas pocas palabras que el Evangelio refiere de San Juan Bautista, está breve y cortés la reprensión de los desórdenes del arte militar, y eficaz el remedio en el consejo que dio a los soldados que le consultaron. Ni se puede decir que esto no es practicable; sólo puede decirse que no se practica, debiendo practicarse.

Gloriosa información hizo la predicación del Evangelio en los soldados de esclarecida reputación; es a los que lo son este lugar de San Mateo 8, San Lucas 7: «Habiendo entrado el Señor en la ciudad de Cafarnaún, envió a él el centurión dos judíos ancianos a rogarle fuese servido de sanar un criado suyo, que estaba paralítico. Hicieron con todo afecto y solicitud la embajada, diciendo a Jesús que muy bien merecía le hiciese aquella merced, porque si bien era gentil, quería bien a los judíos, y de su hacienda los había edificado una sinagoga. Dijo el Señor: Yo iré, y le daré salud. Y encaminándose el Señor a su casa, estando ya cerca, envió otros dos amigos suyos el centurión, y en su nombre le dijeron: Señor, yo no soy merecedor de que vengan a mi casa, que aun me he hallado indigno de ir a ti; basta que tú digas una sola palabra, que yo creo que luego sanará mi criado; porque si yo, que tengo superior, mando a un súbdito mío, soy obedecido luego, ¡cuánto más lo serás tú, Señor, sobre cuya grandeza no hay alguna superioridad! Maravillose el Señor, y vuelto a la multitud, dijo: De verdad nunca vi tan grande fe en Israel; y respondiendo a su petición, dijo: Como lo has creído, así se haga; y en aquel punto sanó el criado.» Soberano y eterno blasón de la milicia es, que no sólo se maravillase Cristo de la fe de este centurión, sino que dijese que no había visto otra que se le pudiese comparar en Israel. Por esto se   —264→   debe desear que le imiten, los que son capitanes, en la caridad con sus criados, en el gastar lo que adquieren en la guerra, en tener buenos amigos y camaradas, en ser obedecidos de los que mandan, en la discreción reverente, y en la fe con Dios. De todo esto dio ejemplo este centurión, y está aprobado y admirado por Cristo nuestro Señor el ejemplo, y premiado con el milagro. Sumamente se compadeció de su criado, pues solicitó un milagro por su salud. Buenos y diligentes camaradas y cuerdos tenía, pues alegaron, para que le hiciese aquella merced, no que era muy valiente, ni sus hazañas y crédito, nobleza ni puesto, sino que gastaba su hacienda en fábricas dedicadas a la religión. Y quien en esto gastaba lo que en la guerra había adquirido, conocía que Dios, librándole de los peligros, se lo había dado. Recibir de Dios para dar a Dios, es en cierta manera apostar con él en liberalidad; más lo gana dándolo que adquiriéndolo. Sabía hacerse respetar de sus soldados, pues dice que en ordenándolos algo le obedecían luego; alabanza igual para el que manda y obedece: de entendimiento tan reverente y tan cortés, que no aplicó lo que decía, confesando en esto la suma sabiduría del Señor a quien hablaba. En la letra sólo dijo: «Yo, que tengo superior, mando a mi súbdito: ve, y va.» Y no dijo: Así lo puedes, Señor, hacer tú con la salud a quien mandas como a súbdito de tu voluntad. Y en decir: «Yo, que tengo superior», conoció que Cristo, por ser Dios, no le tenía. La fe, las palabras de Cristo la ensalzaron soberanamente en público; serán prolijas y por demás otras palabras. ¿Quien negará que para el consejo y para la batalla no es conveniente que los capitanes imiten estas costumbres y virtudes? ¿Quién dirá que estorba el tener caridad para ser soldado, siendo la caridad, como dice el Apóstol, la que nada hace mal? ¿Quién dejará de confesar que es muy conveniente que los capitanes tengan tales camaradas, que sepan negociar por ellos, y dar ejemplo a los soldados? ¿Y cuánto importan cabos y oficiales en la disciplina militar, cuya fe merezca que Dios obre por ellos milagros?

Señor: para mayor gloria de los que militan, acuerdo a vuestra majestad que con este centurión fueron tres centuriones los que son dignos de preferida y honesta recordación. Lucas, 23: «Viendo el centurión el terremoto y señales maravillosas que habían sucedido, glorificó a Dios diciendo: De verdad este hombre era justo; y toda la demás gente que junta había concurrido a aquel espectáculo y veían tales cosas, dándose golpes en los pechos se volvieron.» Marcos, 15, refiere esto con tales palabras: «Empero viendo el centurión, que estaba enfrente   —265→   de Cristo, que quien espiraba espirase dando tan grande voz, dijo: De verdad este hombre Hijo de Dios era.» Mateo, 27: «Empero el centurión y los que con él estaban guardando a Jesús, visto el terremoto y lo que sucedía, con grande temor dijeron: Verdaderamente éste era Hijo de Dios.» Estas fueron, Señor, las palabras de la célebre confesión de San Pedro, y no le veía en la cruz desnudo entre dos ladrones. Asistía San Pedro a Cristo como discípulo, y el centurión como ministro de la justicia que en él se ejecutaba. No digo esto por igualar la fe del centurión con la de San Pedro, sino para ponderar la del centurión con aquel recuerdo. Con piedad colijo de las palabras de los tres evangelistas, que aquéllos que dice San Lucas que oyendo al centurión y viendo el terremoto y señales, dándose golpes en los pechos se volvieron, eran soldados que debajo de su mano asistían a aquella ejecución; y colíjolo de San Mateo, que dice: «Que el centurión y los que con él estaban guardando a Jesús, dijeron: Verdaderamente era éste Hijo de Dios»; pues es cierto que los que lo guardaban con el centurión eran soldados, pues consta que a ellos tocaba y tocó siempre, hasta guardarle en el sepulcro. De manera, Señor, que admitiendo por prueba esta conjetura, diremos que el centurión y los soldados conocieron y confesaron que Cristo era Hijo de Dios. Dispúsoles a este conocimiento su propio oficio de soldado; pruébase con la causa que da San Marcos, diciendo: «Que viendo que Cristo espirando espiraba con tan grande voz», como gente acostumbrada a dar muerte y a ver morir, reconocieron por cosa sobrenatural dar tan grande grito espirando. Eran soldados, y en aquel tiempo tan atentos a señales y a agüeros, que por el vil canto de la corneja suspendían una jornada, y todo un ejército marchando obedecía al vuelo de un cuervo. Vieron al sol apagado y al día anochecido, batallar unas con otras las piedras, y con espantosos temblores no sólo titubear la estatura del monte, sino desgajada y rota descubrir los sepulcros y dar paso a los muertos. Y cuanto estas señales excedían a las que habían observado, se excedió su conocimiento a sí mismo. Canonizada queda con esto la alabanza de la gente de guerra, y ser solos los que conocieron y confesaron a Cristo por Hijo de Dios.

Del tercero centurión se lee en los Actos, 10: «Había en Cesárea un centurión llamado Cornelio, de la cohorte que se llama Itálica, religioso y temeroso de Dios: con toda su casa y familia, y con sus largas limosnas socorría al pueblo necesitado. Apareciósele un ángel, y díjole: Tus oraciones y limosnas han ascendido a la presencia de Dios. Ahora envía tus embajadores a Jope, y mándalos   —266→   que busquen a Simón, que se llama Pedro. Y como entrase Pedro, Cornelio le salió a recibir, y arrodillándose le adoró, y Pedro le mandó fuese bautizado en el nombre de nuestro Señor Jesucristo.» Véase el fruto que de la limosna y de la oración cogen los soldados, pues les traen ángel del cielo que los encamine, y que no sólo puede uno ser soldado y religioso, sino que debe serlo. Envió el ángel al centurión, y remitiolo a San Pedro, cabeza de la Iglesia y vicario de Cristo. ¡Señor!, quien encamina a los soldados a la obediencia de Pedro a que adoren la cabeza del apostolado, a que consulten y obedezcan el oráculo del vicario de Cristo, ángel es que viene del cielo; quien de esto los aparta y no se lo manda, demonio es y espíritu condenado.

Hay autor, cuyas obras han defendido hombres doctos, que dice que el centurión que al pie de la cruz confesó y conoció a Cristo, fue español. Fuera ignorante envidia, y feamente culpada, dudar lo que es a mi nación de tanta honra. Yo digo con agradecimiento a los que han defendido a Flavio Destro, en quien se lee. Reparo en que este centurión fue español; y Cornelio, centurión de la cohorte llamada Itálica, por ser de Italia nos toca. Demos parte al mérito de su virtud y acciones en la merced tan singular que Dios hace a España y a Italia, en que solas en estas dos provincias y los súbditos de ellas persevere sin mezcla de herejía la fe de Jesucristo.

Probado he que la milicia evangélica no sólo es practicable para lo temporal, sino su perfección; y que sólo el soldado que teme a Dios, no teme a los hombres, en que se funda el valor de los verdaderamente valientes; lo que fue precepto de Cristo: «Temed al que puede dar muerte al alma, no al que puede darla al cuerpo.» Este aforismo divino, obedecido, hizo que los mártires con los tormentos que padecían vencieran a los tiranos que los atormentaban. Para esto previno Cristo sus soldados con las palabras que son texto a este capítulo: «Id, que yo os envío como corderos entre lobos.» Mas añádase la otra parte del texto: «Esto os he dicho a vosotros, para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis trabajo; mas confiad, que yo vencí al mundo.» Cristo no facilita la victoria, pues dice que padecerán trabajos; mas asegúrala diciendo que confíen, pues los envía a la batalla con el mundo el que venció al mundo. Señor: quien facilita las empresas a los que envía a ellas, los persuade a tener en poco al enemigo; y aquel desprecio siempre es en favor del contrario, y le padece quien de otro le hace. Estorba las prevenciones y las advertencias, que cuando son menester, faltan. Mucho llevan en su favor los soldados de príncipe vencedor;   —267→   más los alienta la opinión de su general, que las fuerzas propias y la multitud de armas. Los que conduce o envía príncipe siempre vencido, ellos se condenan a víctimas del enemigo. Poco esperan de sí los que de su rey desconfían.

Es digna de alta consideración aquella palabra, exhortándolos a la guerra sangrienta donde los enviaba: «Esto os he dicho a vosotros, para que tengáis paz en mí.» Si el monarca no dispone que los suyos y sus soldados tengan paz en él, todo lo errará. Declárome. No se pueden contar las empresas malogradas, los ejércitos deshechos, y las provincias que se han perdido por esta razón. Por esta cuenta corren los valientes generales y los muy valerosos soldados, a quien en vez de premio ha dado castigo la envidia de los cobardes y viles, que con embustes no les dejan tener paz en su señor. Pide el capitán general lo que ha menester para defender lo que se le encarga o para conquistar lo que se le ordena; y cuanto se tiene por más cierto de su valor el buen suceso, tanto más o se le contradice lo que pide, o se le dilata lo que se le ha de enviar, por la maña de los que no le dejan tener paz con su rey, de miedo que con la grandeza de sus hazañas no se anteponga a sus chismes en la estimación soberana. Y cuando no pueden estorbar que no consiga su valor las glorias que se propone, y da nuevas ciudades a su príncipe, nuevas provincias, nuevos reinos, suma reputación a sus armas, para que no tengan paz en él, dice que las gana y conquista para sí; y con celos políticos, que se creen más fácilmente que se inventan, no le dejan tener paz en su señor.

Tal sucedió al Gran Capitán con el Rey Católico y al de Pescara con el emperador Carlos V, pues todos padecieron sus méritos en vez de gozarlos. Señor: estas cizañas y ministros revoltosos que no consienten que otros sino ellos tengan paz en su rey, no sirven sino de desarmarle para la ofensa y para la defensa, malográndole los sujetos, desapareciéndole los valerosos y experimentados. El remedio de esto enseña Cristo, disponiendo que tengan paz en él los que envía a pelear por sí. Por San Lucas, 11 dice: «Todo reino dividido será arruinado.» Muchas son las divisiones porque son asolados los reinos: no sólo guerras civiles los dividen, lo mismo hacen los vicios, las costumbres, y peor que todo, las diferentes sectas o religiones. No se tenga por aunado el reino que no padece levantamientos y motines armados; que los vicios y pecados no sólo le dividen, sino le despedazan; las costumbres licenciosas y desordenadas le confunden, las diferentes sectas le aniquilan   —268→   en condenación afrentosa; y lo último y más eficaz para dividir un reino, cuando ninguna de las cosas referidas le divida, es el mismo rey, si está dividido. Ésta es la división más mortal, por ser de la cabeza y el cuerpo donde el uno está sin el otro, y la cabeza dividida en dos partes, sin ser cabeza en alguna de ellas. El que no es señor de la suya es esclavo de la ajena. Si la cabeza dividida no puede vivir la vida sensitiva, menos podrá vivir la racional.

¡Gran tesoro de preceptos y doctrina hemos hallado en el Testamento Nuevo, en que se enseña juntamente a ser temeroso de Dios y a no tener miedo, a hermanar la religión y la valentía, a merecer con la fe milagros de la omnipotencia de Dios; a consultar para los aciertos militares a los santos y a los varones de Dios! Y afirmo que aquel príncipe y aquellos generales y capitanes en quien no precediere la religión al principio de la guerra, y ella no dispusiere los medios, que él la podrá empezar con grande poder y encaminarla con maña, mas no darla fin con buen suceso, si ya no aconteciere querer Dios con ellos castigar a otros peores, y entonces, llamándose soldados, son verdugos. Esto creyó y tuvo la idolatría ciega en más observancia que ninguna otra cosa. Trata de ello Valerio Máximo en su primer capítulo, que es de la religión. Referiré las palabras con que acaba la narración nona: «Siempre nuestra ciudad juzgó que se había de anteponer la religión a todo, también en aquellas cosas en que quiso atender al decoro de la suma majestad. Por lo cual no dudaron los imperios de servir a las cosas sagradas, juzgando que en tanto se prosperaría el gobierno de las cosas humanas, en cuanto bien y constantemente obedeciesen y sirviesen a la divina potencia». Si a esto se persuadieron los gentiles, ¿en qué opinión tendrá a los católicos el que creyere necesitan de que se lo persuadan?

Hemos descubierto preceptos militares en los evangelistas, en las epístolas canónicas, en los actos, por hallarlos esparcidos en todo el Testamento Nuevo. Resta el Apocalipsis en el cap. 12; Daniel, 12, y en la segunda a los thesalonicenses, 2. Se lee de tres grandes autores tal suceso: «Hubo en el cielo una grande batalla: Micael y sus ángeles valerosamente peleaban con el horrible dragón, y el dragón y sus ángeles rebelados peleaban, y no pudiendo resistir, fueron vencidos de Micael; cayeron, y en el cielo no quedó señal suya. Empero en aquel tiempo se levantará Micael príncipe, y el Señor Jesús dará muerte al Anticristo con el espíritu de su boca.» Sacra, católica, real majestad: este texto es todo real; contiene el primer capitán general y la primer batalla   —269→   y victoria. La causa de esta guerra fue querer Luzbel, altísimo serafín, ser como Dios. ¡Grave delito! Fue capitán general contra él y su parcialidad un arcángel, a quien en premio de haber vencido al que osaba pretender ser como Dios, se le dio el nombre de Micael, que es decir ¿quién como Dios? Tres cosas perdió Luzbel: la batalla, la, gracia y el cielo; y respectivamente a Micael le hizo Dios tres mercedes: la primera, que su nombre, como he declarado, fuese el mismo de la gloriosa victoria; la segunda, que él fuese siempre el protector de la verdadera congregación de fieles, principalmente en las batallas contra infieles y herejes; la tercera, que así como él había vencido la primera guerra contra Lucifer, venciese la postrera contra el Anticristo, a quien por su mano dará Cristo la muerte.

Soberano ejemplo a los príncipes para tres cosas que les importan todo su ser, grandeza y estado: castigar y derribar y vencer al que se atreviere, siendo su criado, a querer ser como ellos; hacerle que pierda las mismas tres cosas, la batalla (esto es, su pretensión), su gracia, y su casa y reino; y al general que le venció, otras tantas mercedes que le prefieran, y que sea su nombre el de su victoria, encomendarle la defensa de los suyos, pues le encomendaron la suya, y no dejar perder al que ya se sabe que sabe vencer.

Señor: Dios, ni Dios hecho hombre no mudan ni suspenden, si se ofrece ocasión, al capitán general que les dio una victoria; a él encargan la primera y todas las que se les ofrecieren a los suyos y a su pueblo, y le tienen electo para la última del mundo. ¿Qué espera el príncipe que en cada ocasión experimenta un hombre, y que a cada uno que le da victoria le arrincona en dándosela? Pues no es otra cosa, sino consentir que las hazañas depongan, y el ocio y la ignorancia promuevan. Quien esto aconseja a un príncipe, procurador es de los enemigos que tiene; y si el príncipe lo hace por sí, lo hace contra sí. Tendrá muchos con títulos de capitanes generales, mas los enemigos no tendrán que pelear sino con solos los títulos.

Resta verificar que en las batallas y sitios los reyes temporales, siguiendo la milicia evangélica, ganen ciudades y batallas y reinos con la paz y con la piedad y la clemencia contra la guerra. Sea la prueba de príncipe belicosísimo y español el ínclito e invencible rey don Alonso el Sabio de Aragón, que, como discípulo de los dos Testamentos en cuya lección se ocupó tanto que con sus glosas se dice pasó muchas veces toda la Biblia, quedó bien doctrinado, y logró su meditación en infinitos trances de guerra. En la conquista de Nápoles tenía   —270→   el máximo rey don Alonso puesto sitio a Gaeta, plaza por su fortaleza llamada llave de aquel reino. Apretó tanto el cerco, que los de Gaeta, obligados de la hambre por la falta de mantenimientos, echaron fuera todos los niños, mujeres, viejos y enfermos, los cuales viéndose expuestos a las armas enemigas que los herían y maltrataban, con lágrimas y alaridos procuraban volverse a Gaeta, de donde eran con mayor rigor ofendidos por los suyos mismos.

Fue advertido el rey de lo que pasaba; juntó su consejo. Refiere el docto Antonio Panormitano que todos votaron que conforme leyes militares su majestad no debía admitir en sus reales aquella gente, sino arcabucearla y volverla a Gaeta, pues con eso se rendiría la ciudad; y de otra suerte era disponerles la defensa contra sí. Confiesa Antonio Panormitano que, hallándose él en aquel consejo, votó lo mismo con este rigor. Oyolos el rey, y dijo: No permita Dios que yo cobre a Gaeta con tan gran crueldad. No vine a pelear contra niños, mujeres, viejos, ni enfermos: por ese camino no sólo quiero perder a Gaeta y el reino de Nápoles, más dejara la conquista del mundo. Y luego mandó que aquella gente no sólo fuese admitida en su ejército, sino regalada, guardando la honestidad y decoro de las mujeres, y curando los enfermos y heridos, acomodando los viejos y acariciando los niños; lo que admiraron los de Gaeta, y vencidos del beneficio y del agradecimiento, codiciaron por señor al que tenían por enemigo.

Supo que un caballero muy principal de su corte trataba de matarle muchos días había; y no por eso le temió, ni le hizo prender y castigar como merecía. Llamábale frecuentemente y llegábale a sí; favorecíale y halagábale, y con el amor, y disimulación de su maldad, le enmendó por no acabarle con el castigo.

Fue avisado el rey por mosén Luis Puche, que residía en Roma, que micer Riccio, capitán de la infantería de Rijoles, tenía tratado dejar al rey y pasarse a sus enemigos y levantarse con algunos lugares; y que sería necesario, pues se tenía noticia cierta de su traición, antes que la ejecutase, prenderle y castigarle. El rey respondió que en ninguna manera le mandaría prender, y que tendría por mejor ser dañado con la traición y poca fe de los suyos, que mostrar que no se confiaba de ellos. Y así dijo: «Levántese contra mí cuando quisiere el capitán Riccio; que yo, hasta que lo vea con mis ojos, no quiero creer cosa semejante de criado mío ni de hombre a quien yo haya hecho bien.» ¡Oh grande ejemplo, que imitado será guarda de la reputación del príncipe! Procure el rey no merecer por su tiranía y vicios levantamientos,   —271→   y no hará caso de los que le dijeren le son traidores o lo quieren ser; que importa mucho no mostrarse desconfiado de los vasallos y de los criados. Empero si es tirano, no se fíe de las conjeturas que castiga, ni de los traidores que prende; que los castigos en casos semejantes antes los irritan que los agotan.

Acusaron a un caballero noble y de generosa familia, de crimen de lesa majestad: fue convencido de este delito delante del juez. El rey lo supo; y porque la culpa de uno no fuese mancha a toda una familia ilustre, no consintió se le diese la pena que merecía. Llamole a solas, y reprendiéndole con amor, con su clemencia excusó en su linaje la nota, y en el delincuente la sangre, y le obligó al reconocimiento y enmienda.

Roger, conde de Pallarés, caballero de alto linaje y de señalado esfuerzo, dijo al rey que si él quería, estaba determinado de dar de puñaladas al rey don Juan de Castilla, que era mortal enemigo del rey don Alonso, y que sabía adónde y cómo lo podía hacer. El rey le dio por respuesta que no por el señorío de Castilla, empero que ni por el imperio universal del mundo, consentiría en acción tan fea, que fuese mancha detestable a su memoria y horror a los porvenir. Lo mismo respondió a un florentín que estaba desterrado de Florencia, y le ofreció de matar a Cosme de Médicis.

A los que en el cerco de Escafato le dijeron no sólo feas y malas palabras, sino ignominiosas, cuando entró por fuerza el lugar, contra el parecer de su hermano y del príncipe de Taranto y de todo su ejército, los perdonó y envió libres. ¡Señor! Estas acciones todas son evangélicas: perdonar injurias, dar bien por mal, vencer con el perdón, conquistar con la paz, quebrantar la furia con la paciencia, castigar con la misericordia; y todas las ejercitó en guerra viva y temporal el rey don Alonso. Rey tan grande, tan valiente y tan sabio, que preguntándole un allegado suyo si podría ser, y por qué, que un rey tan rico y poderoso como él, y señor de tan grandes señoríos y reinos fuese pobre, respondió que si se vendiese la sabiduría, para comprarla lo diera todo. ¿Cómo podía dejar de hacer lo que he dicho quien dijo lo que refiero? Eran en él tales las obras, y tales las palabras con que en el decir y el hacer fue sabio, invencible, piadoso, valiente y bienaventurado rey, para ejemplo de los que quisieren serlo.

Esto, Señor, acuerdo a vuestra majestad como vasallo suyo de buena ley, sin perder jamás de vista la del Evangelio y sagradas letras, a cuya luz (bebiendo la de estos Discursos Políticos en aquel inmenso piélago de la suma verdadera sabiduría) he procurado disimular mi ignorancia,   —272→   tomando con las plumas de los mejores secretarios de Dios y ministros escogidos suyos, que con el don altísimo de su gracia nos dieron aprobada doctrina para solicitar su gloria en el acierto de las acciones humanas, amaestradas en su divina escuela; cuyo fin ha sido el mío, y no otro, en el empeño literal de este ocio.

A honra y gloria de Dios y de Jesucristo nuestro Señor, de la siempre Virgen María su Madre, y del apóstol Santiago, único patrón de las Españas, acabé esta obra con intento de servir con mi poco caudal y cortos estudios a la majestad del muy poderoso, muy alto y bienaventurado rey de las Españas don Felipe IV, monarca de los dos mundos, invencible, magnánimo y siempre augusto; sujetando todo lo que en ella he escrito (deponiendo mi propio sentir) a la corrección y censura de la santa, sola y universal iglesia de Roma y a sus ministros.








 
 
FIN DE LA POLÍTICA DE DIOS Y GOBIERNO DE CRISTO