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Política hidráulica (Misión social de los riegos en España)

Joaquín Costa



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ArribaAbajoCapítulo I

Misión social de los riegos en España


A los partidos políticos - Regad los campos, si queréis dejar rastro de vuestro paso por el poder: los árabes pasaron por España; ha desaparecido su raza, su religión, sus códigos, sus templos, sus palacios, sus sepulcros: y sin embargo, su memoria está viva, porque han subsistido sus riegos.



Vivimos todavía los españoles, lo mismo en agricultura que en historia, en el período mítico y fabuloso de nuestra vida nacional. Todavía nos fascinan y nos acaloran las luchas de «moros y cristianos»; todavía nos obsesionan el descubrimiento de las Américas y los galeones cargados de metales preciosos; nos decimos el pueblo de San Quintín y de Lepanto; llenan aún nuestra imaginación los nombres de Viriato, el Cid, Roger de Lauría, Hernán Cortés, el Gran Capitán y el Duque de Alba; nos duele que hayan pasado para no volver aquellos siglos en que el sol no se ponía nunca en nuestros dominios; nos figuramos aún nuestras fronteras como diques impenetrables a toda invasión extranjera, y nuestro pueblo como el más valiente y el más hazañoso de la tierra. -Así también en agricultura: todavía la estrecha y ahoga la leyenda. No hay clima tan benigno como nuestro clima, ni cielo tan próvido como nuestro cielo, ni suelo tan fértil y abundante como el suelo de España; aquí, la Naturaleza provee generosamente al sustento del hombre casi sin esfuerzo; brota la tierra por doquiera espontáneamente frutos en abundancia, y el español, este haragán eterno, tendido a la sombra de los árboles, apenas tiene que hacer más sino extender la mano para coger el pan que liberalmente le están brindando plantas y animales; no hay otro como él, tan harto ni tan regalado; los demás pueblos se morirían de hambre si nosotros no les ofreciéramos las sobras de este festín espléndido a que nos tiene perpetuamente convidados la Naturaleza; ni hay ingenio tan profundo, ni talento tan vasto, ni lengua tan rica, ni dicción tan galana como la de los españoles; en menos tiempo del que emplea un extranjero para plantear un problema, el español le adivina la solución;- y así recordando nuestras glorias científicas, más veces fingidas que reales, de otros tiempos, nos juzgamos sabios; soñando en las riquezas, a su vez soñadas, de otros siglos, nos creemos ricos; y saturados de la leyenda con que los árabes nutrieron y adulteraron nuestro carácter nacional, convertimos a España en una especie de fantástica Jauja, sin que sean parte a disipar este espejismo los crueles desengaños de la realidad; y si en riqueza, en saber, en poderío y en política no sostenemos el cetro de la hegemonía europea y no vamos a la cabeza de la humanidad, culpa es exclusiva de nuestra inactividad y de nuestra desidia.

Ya es hora de que principiemos a arrancar una a una en nuestro entendimiento y en nuestro corazón las hojas de esa corona de ilusiones con que divertimos a momentos nuestras desdichas; ya es hora de que apartemos de los ojos el cristal de color de rosa con que nos vendó el orgullo tradicional de nuestros padres, y tengamos valor para mirar cara a cara la realidad; ya es hora que caigamos en la cuenta de que nuestras hazañas pasadas no valen más ni menos que las de otros pueblos; que la estatura de nuestros héroes nacionales no excede una pulgada a la de los héroes extranjeros; que nuestras fronteras no son más impenetrables que cualesquiera otras, y que no hay pueblo que se haya propuesto invadir nuestro país que no lo haya recorrido libremente desde Pirene a Calpe; que nuestro clima es de los peores, nuestro suelo de los menos fértiles, nuestro cielo de los más ingratos y avaros, nuestra vida de las más penosas y difíciles, nuestro pueblo de los más hambreados y astrosos, nuestra lengua de las más pobres, nuestro ingenio de los menos fecundos, nuestra participación en la obra común del progreso humano de las más nulas; que hay tierra en Europa que menos se parezca a una Jauja que la tierra española, ni europeo a quien tantos trabajos y afanes cueste el diario sustento como al español; y que si en otros países basta con que el hombre ayude a la Naturaleza, aquí tiene que hacer más: tiene que crearla.

No olvidemos que, como dice D. Agustín Pascual, la planicie central, y acaso la mitad de España, es una de las regiones más secas del globo, después de los desiertos de África y de Asia. Provincias hay, como Murcia, apellidada el reino serenísimo, donde apenas si se ve una nube en todo el año; como Huesca, donde pasan cuatro y seis años seguidos, y aun más, sin llover una gota. Y sabido es que la sequedad trae consigo, como un corolario fatal, la esterilidad y la muerte. En compensación de esto, la misma latitud meridional de la Península, junto con su estructura orográfica e hidrográfica, abren a la industria del hombre horizontes mucho más vastos que en muchos otros países de Europa, prestándose a combinar y dirigir las energías del mundo físico de tal suerte, que resulte una Naturaleza infinitamente más productiva que la suya. Persuadirnos del procedimiento y querer ponerlo en ejecución es lo que más importa y urge por lo presente.

A este fin va consagrada la tesis por mí presentada, que dice así: «La condición fundamental del progreso agrícola y social en España, en su estado presente, estriba en los alumbramientos y depósitos de aguas corrientes y pluviales. Esos alumbramientos deben ser obra de la nación, y el Congreso agrícola debe dirigirse a las Cortes y al Gobierno reclamándolos con urgencia, como el supremo desiderátum de la agricultura española»1.

Que las dos palancas fundamentales de la vida vegetal son el agua y el calor -vehículo aquélla y disolvente universal de cuantas substancias entran a componer las plantas, reactivo universal éste por cuya virtud se obran las funciones de la vida vegetal-, es verdad tan vulgar y corriente, que el pueblo mismo la proclama en un refrán agronómico: con agua y con sol, Dios es creador; y no había por qué traerla a cuento si no fuese para fundamentar una división práctica de los suelos por relación a uno y otro elemento. Los hay en que el calor y la humedad se hallan tan equilibrados y obran tan concertadamente, que la producción es continua, como si dijéramos de primavera perpetua, con un esfuerzo mínimo; y de ello podría citaros como ejemplo admirable, cierto valle de Lima que describen D. Jorge Juan y D. Antonio Ulloa. Los hay que gozan de la necesaria humedad, pero que carecen de calor, y aquí el arte tiene que venir en ayuda de la Naturaleza, fortificando la acción débil del sol: de este género puedo recordaros la Laponia, donde cultivan la cebada para hacer pan; como no puede madurar del todo al aire libre, la siegan verde para que acabe de granar en unos hornos a modo de estufas, con calor artificial, en la forma que describe Carlos Martins. Los hay, por último, donde el equilibrio se rompe por falta de humedad con relación al grado medio de la temperatura anual del aire, y en este caso, se encuentra nuestra Península. ¿Existe, a pesar de esto, paridad de condiciones entre esos dos extremos, España y Laponia? No, porque en Laponia no corren ríos de calor como en España ríos de agua; porque los lapones no pueden abrir hasta sus cultivos acequias de sol para templar la crudeza del aire y del suelo, como pueden los españoles conducir a sus campos acequias de humedad para templar el fuego de los ardores caniculares; porque los españoles pueden extraer del subsuelo corrientes ascendentes de agua, y los lapones no pueden hacer brotar del subsuelo corrientes de calórico, al menos hoy por hoy.

Suponed que a los pueblos industriosos y prácticos del Norte, para infundir en su suelo la fuerza productora que excepcionalmente tiene el nuestro, les bastara trazar planos inclinados regulares desde ciertos almacenes donde la Naturaleza hubiese depositado en abundancia condiciones naturales de producción, hasta sus campos, como puede hacerlo el español: ¿creéis que no principiarían por ahí, y que se entretendrían, como nosotros, en poner a lo antiguo puntos y comas de maquinaria, de selección, de abonos artificiales, de granjasescuelas, etcétera? Si los ingleses no disfrutaran las ventajas del gulfstream, con que el golfo mejicano les surte gratuitamente del calor que necesitan sus mieses para madurar y sus praderas para matizarse de flores, y les dijeran que por las montañas de Wales o de Cumberland corrían varios gulfstream, ¿creéis que se entretendrían en discutir recetas para paliar su clima frigidísimo (que frigidísimo sería sin la gran «corriente del golfo»), y que no se apresurarían lo primero a horadar montañas, tender por los valles sifones y acueductos, encerrar en gigantescas redes de tubería las provincias y convertir el Reino Unido en una estufa de porciones infinitas, dotándolo de un sistema arterial por donde circularan sin cesar las calientes emanaciones de aquel geiser inagotable, entibiasen su atmósfera, mudasen repentinamente la faz de la agricultura y vivificasen el cuerpo aletargado de la nación? Pues bien; eso que en los septentrionales nos parecería racional, nos parece indebido en nosotros, a juzgar por el olvido en que lo tenemos o por la indiferencia con que lo miramos.

También nosotros poseemos nuestro gulfstream, pero deficiente e irregular: las corrientes atmosféricas del Mediterráneo y del Atlántico no vierten sobre los abrasados campos de la Península toda el agua que necesitan las plantas para vegetar y fructificar; pero hay inmensos depósitos de ella en las crestas y en las entrañas de los montes, y podemos derramarla con la regularidad matemática de las pulsaciones sobre el país, cruzándolo de un sistema arterial hidráulico que mitigue su calor y apague su sed, regenere los veneros de riqueza que atesora, aliente al labrador desfallecido por los desesperados esfuerzos de un trabajo inútil, y haga fecunda la acción del sol, tan desastrosa hoy por falta de regulador y de opuesto. En orden de razón y de tiempo, esto es lo primero que debiéramos haber hecho, porque, sin ello, la instrucción agraria es ineficaz, imposible el crédito, vana y estéril la libertad; pero diríase que se habían conjurado todos los Gobiernos y todos los partidos para colocarlo a la cola de todas las reformas, para que también en esto se cumpla el dicho de que los españoles sienten verdadera pasión por hacer las cosas al revés y principiar la casa por el tejado. ¿De qué servirá que remováis la tierra con máquinas perfeccionadas, y la saturéis de sales y la pongáis en manos de un sabio? Con harina sola, máquinas y ciencia, ¿hará el sabio pan, si carece de agua?

El desarrollo de los alumbramiento y depósitos de agua, y consiguientemente de los riegos, ha de producir los siguientes inmediatos resultados:

1º. Extender la zona de prados, hoy insignificante; disolver en parte los rebaños trashumantes; decuplicar el número de reses, sometiéndolas a un régimen de estabulación permanente; armonizar los intereses de la ganadería con los de la agricultura, en irracional pugna hace tantos siglos, y poner a la primera en aptitud de sostener la competencia con las carnes americanas.

2.º Estrechar el área destinada al cultivo cereal; doblar el rendimiento de granos por hectárea Y ponerlos en condiciones de resistir la competencia de los rusos y norteamericanos.

3.º Introducir en el cuadro de las industrias nacionales esa otra ganadería de las aguas que se llama piscicultura, más barata, más descansada y más lucrativa que la ganadería terrestre.

4.º Desarrollar el cultivo de los árboles frutales, obreros incansables que están en ejercicio noche y día durante nueve meses del año, y que se brindan a trabajar casi gratuitamente para la emancipación del agricultor, ocupando su lugar y haciendo sus veces en el campo, mientras él vive consagrado a las nobles tareas del espíritu.

5.º Iniciar de un modo, aunque lento, seguro y eficaz la repoblación forestal de nuestras montañas, que la ciega codicia ha desarbolado, y remediar los trastornos y perturbaciones que ha sufrido por esta causa el régimen de los hidrometeoros. Tienen que seguir, para regenerarse las selvas, idéntico proceso y camino que en los primeros días de la creación: de los llanos a las alturas; principiar por los valles y tierras substanciosas, acometer luego las faldas y trepar por la ladera arriba, ganando el terreno palmo a palmo, hasta invadir y ocupar las cumbres.

6.º Poner al alcance de los jornaleros, artesanos y labradores en pequeño el cultivo de huerta, que, aun reducido a su mínima expresión, ofrece un suplemento de recursos y de ingresos que no es de despreciar, y salva la vida de las familias menesterosas en años de crisis, como dice muy agudamente el pueblo en un refrán: «Al año tuerto, el huerto; al tuerto tuerto, la cabra y el huerto; al tuerto retuerto, la cabra, el huerto y el puerco.»

7.º Facilitar el establecimiento del crédito agrícola sobre la base de cosechas menos eventuales que las que puede ofrecer el cultivo de los secanos. Con cosechas tan inseguras como son las cosechas de secano en nuestro país, es imposible hallar dinero a un crédito que no sea ruinoso: primero, porque el producto de la tierra es escaso; segundo, porque tierra que produce tan poco no se cotiza en el mercado, nadie quiere comprarla a ningún precio.

8.º Contener la emigración a países extraños, y estimular a los que ya emigraron a que se restituyan a su patria; porque, enriquecida y restaurada por este medio, habrá dejado de ser lo que al presente es, un valle de lágrimas donde se nace para llorar y sufrir.

9.º Transformar en parte viva del territorio nacional, esos miembros atrofiados e inertes que se llaman estepas y margales salíferos. Comparad el plano de Violada o el desierto de Calanda con las campiñas de Híjar o de Zaragoza, en la estepa aragonesa; los despoblados de San Clemente o la Mota del Cuervo con las vegas de Aranjuez y de Chinchón, en la estepa castellana; el triste campo de Níjar y las terreras de Cuevas con la huerta de Murcia, y comprenderéis la virtud que tiene y los milagros que obra el agua sometida al poder del hombre, pues tan estepa ha sido en otro tiempo Zaragoza como lo es al presente Calanda, Aranjuez como San Clemente, Murcia como Níjar, y al agua, dirigida por arte del hombre, es debida la transformación.

Todavía no he dicho nada acerca de un resultado de incalculable transcendencia que ha de lograrse por añadidura mediante el desarrollo de los riegos en vasta escala y la consiguiente sustitución del cultivo cereal por prados y arbolado; resultado que la Agronomía no toma en cuenta sino de un modo indirecto, pero que la Sociología tiene que mirar con predilección: acrecentar el bienestar individual: primero, aumentando la producción; segundo, disminuyendo el trabajo. Veamos cómo.

Es el hombre un centro dinámico que da en trabajo espiritual y corporal cuanto recibe en fuerza latente por medio de los alimentos. Esa fuerza procede toda del sol: cuando respiramos, cuando andamos, cuando hablamos, cuando movemos los brazos y trabajamos, consumimos cantidades de fuerza, emanación del gigantesco astro central que nos hace girar en torno suyo, no como a manera de súbditos, sino como hijos a quienes ha engendrado y sustenta con su trabajo. El sol es la fuente de nuestra existencia. Pero el cuerpo no puede tomar esa fuerza del sol al natural, directamente, sino encarnada en materia viva, preparada y aderezada por un ser orgánico. El artífice que ejecuta esta obra de fijación o concreción de energía solar en su grado más sencillo, es el vegetal: por sus hojas descompone el ácido carbónico y el vapor de agua, dejando en libertad el oxígeno y aprisionando y reteniendo el hidrógeno y el carbono, para cuya descomposición ha menester consumir una gran cantidad de calórico solar sensible, que se hace latente: por sus raíces absorbe una gran cantidad de sales potásicas, amoniacales y de hierro, ácido fosfórico, azufre, sílice, oxígeno y otros minerales. Estas dos clases de materias se va difundiendo por el vegetal, entran en el círculo de acción de la célula, sométense a las leyes fisiológicas, se combinan en forma de órganos vegetales y de productos inmediatos eminentemente combustibles, hojas, flores, frutos, cortezas, jugos, azúcar, almidón, aceite, fibra, leña, etc. Luego, de igual modo que el trigo se convierte en un producto superior, el pan, por el arte del molinero y del tahonero, los productos vegetales pasan al cuerpo del animal, quémanlos sus pulmones y músculos, recomponiendo el ácido carbónico y el agua antes descompuestos, hace con esto otra vez sensible la fuerza viva del sol que se había consumido y héchose latente en el trabajo de descomposición, y con ella se alimenta, esto es, repara las pérdidas de fuerza y de calor vital que va experimentando en los diversos trabajos, movimientos y acciones de cuya complicada trama resulta la vida, y crea a este propósito productos de más compleja y perfecta estructura que los productos vegetales, leche, sangre, carne, en los cuales la fuerza mecánica de las vibraciones solares, antes diluida en el vegetal, se concentra en más breve espacio y se hace, por tanto, más poderosa y eficaz. Óbrase el fenómeno en nuestro cuerpo lo mismo que en una lámpara o que en una chimenea. Ponen éstas en contacto el carbono del vegetal (aceite, alcohol, gas, leña, hulla, pez, etc.), con el oxígeno del aire ambiente, y al reconstruir el ácido carbónico destruido en el acto de la vegetación, restituyen y dejan en libertad el calor y la luz que para aquel trabajo habían absorbido tomándolo del sol; luz y calor libres que el hombre aplica a calentar y alumbrar las habitaciones en ausencia del sol, a crear una temperatura artificial para las plantas, a dilatar el aire y el agua, a fin de poner en movimiento una máquina, un arado, un vehículo, una noria, etc. Análoga combustión, absorción de oxígeno y reconstitución de ácido carbónico, obradas en el hogar de los pulmones, de los músculos y de los nervios, determinan un desarrollo idéntico de calor y de fuerza en nuestro cuerpo, que, además de reparar la pérdida de fuerzas sufridas por él a causa de su convivencia y continuidad con la Naturaleza (nutriéndolo, cambiando la sangre en tejidos y humores), se transforma también en trabajo, aplicable a levantar y transformar pesos, cavar la tierra, mover una bomba, labrar madera o hierro, hablar, escribir, grabar, etc.

Nuestra alimentación, pues, y nuestra existencia toda dependen y proceden del sol, pero no directamente, sino por un rodeo: entre el calor del sol y el calor vital de nuestro cuerpo, como entre el calor y la luz que emanan del sol y el calor y la luz que irradian de una lámpara o de un hogar, se ha menester un mediador: para poder el sol transubstanciarse en el hombre, para humanarse, tiene que principiar por sufrir una nueva transformación, plegarse a las condiciones de nuestro organismo, tomar carne y vivificarse. Sin esta condición, sería inasimilable. Pero ¿no se podría tomar esa fuerza directamente en su fuente, suprimir ese trámite que representa un como comercio entre la Naturaleza, o mejor dicho, entre el sol (almacenista o productor) y el hombre (consumidor), ponerlos en relación inmediata, y economizar la suma incalculable de tiempo, de fuerza y de vida que se consume en esas operaciones de transformación y, por decirlo así, de aclimatación de lo inorgánico en su ascendimiento progresivo hacia lo orgánico? Respuesta categórica: en su primera forma de manifestación, como fuerza física, sí; en su grado sublimado, como calor vital y fuerza orgánica. no. El combustible del hogar y de la lámpara pueden jubilarse: el combustible propio del estómago, no se conoce todavía sistema ni procedimiento para reemplazarlo.

He aquí por qué y de qué modo.

Un recipiente cristalino da entrada a la luz solar; otro recipiente opaco ennegrecido transforma esa luz en calor; un cuerpo interior dilatable, agua o aire, transforma ese calor en fuerza de expansión; una caja y un émbolo cambian esa fuerza motriz en movimiento giratorio; un aparato Clarke, ese movimiento en electricidad; una lámpara eléctrica, esta electricidad en luz; y así, sin plantas y sin animales, sin lámpara y sin hogar, sin carbón, sin leña, sin aceite, sin caballos de tiro ni canal de navegación, con sólo un motor heliodinámico, podemos mover telares, molinos, trillos, norias y trenes, arar la tierra, elevar del río o del pozo agua de riego, trillar la mies, calentar las estufas, tejer algodón, labrar hierro, transportar mercaderías, iluminar las poblaciones y los campos, cocer los alimentos, expedir partes telegráficos, imprimir libros y periódicos. La máquina solar se subroga en lugar del vegetal y del animal, y hace en un minuto lo que éstos no harían sino al cabo de años. La onda luminosa se convierte directamente en onda calorífica, durante el día; la onda calorífica vuelve a ser luz durante la noche; se almacena luz gratuita, se recogen pedazos de sol, mientras está sobre el horizonte, para no echarlo de menos cuando se ha puesto. Ya no hay que dar aquel largo rodeo desde el sol al vegetal, desde el vegetal al estrato hullero, desde la galería de la mina hasta el gasómetro o el generador de vapor, ora para producir luz, ora calor, ora fuerza. El árbol se emancipó con la hulla, dejando de ser negro carbón para convertirse en blanca hoja de carta y de periódico; la hulla, a su vez, se emancipa ahora con el sol, dejando de ser tosco combustible para transformarse en ese iris esplendoroso que forman los colores de anilina. Así progresa la materia. Y así progresa también el trabajo. Salió el leñador del fondo de las selvas, y descendió a las entrañas de la tierra convertido en minero: ahora el minero se dispone a dar el último adiós a sus tenebrosas moradas y a restituirse al reino de la luz, rescatado por ella.

Desgraciadamente, la Química y la Fisiología han adelantado menos que la Física. Ésta redime al leñador y al minero; aquéllas no han emancipado al rústico ni al pastor. Podemos aprisionar directamente al sol para que nos alumbre y caliente durante la noche, pero no podemos comer rayos solares ni vibraciones del éter; no podemos vivir de las piedras, ni del aire o del agua. Es preciso que aquellas vibraciones solares, que aquellas ondulaciones etéreas se instalen, tomen cuerpo en esas piedras, en el granito, en la fosforita, en la cal, en los giros del aire, en la gota del agua; que, infundiéndose en ellos, los vivifiquen, los convierta en animal o en planta. El físico sabe por sí mismo sacar del sol la fuerza que antes le sacaba por medio del vegetal, y que ha menester para hacer funcionar sus poderosas máquinas, hijas de la industria humana: el químico sigue ignorando el modo de extraer directamente del sol, sin auxilio ni mediación de plantas y animales, la fuerza que ha menester para mantener en acción esta maravillosa máquina, obra de la Naturaleza, que se llama el hombre. La síntesis química no ha disminuido en un ápice la necesidad y la importancia de la agricultura y de la ganadería.

Ya, pues, que hay que seguir cultivando plantas y criando animales, ya que tenemos que seguir consumiendo una parte de la fuerza vital que del sol recibimos, en fijar y condensar fuerza solar, debemos procurar que ese consumo sea el menor posible, reducir al mínimum de expresión ese coeficiente que expresa la parte de intervención del hombre en el proceso de vivificación de la materia muerta; debemos fomentar de preferencia aquellos trabajos de la Naturaleza que requieran menos intervención material del hombre, a fin de que mientras la Naturaleza trabaja para él, pueda él consagrar su actividad, al noble cultivo del espíritu; y, por el contrario, circunscribir aquellos otros que requieren la acción constante de la azada o el arado. El hombre se mueve entre dos polos: es ángel y bestia; cuanto más se hace él fuerza mecánica, menos fuerza lógica puede desarrollar y poner en acción. Ya que nos es forzoso pedir el pan de la vida a la naturaleza orgánica, elijamos los seres más laboriosos, más dóciles, diríamos más inteligentes, o si no, más automáticos, que mayor cantidad de fuerza solar puedan retener, que mayor suma de alimentos asimilables puedan producir con la menor intervención material del hombre, tanto agrícola como fabril. Un movimiento del éter causado por el sol, viene a fijar, esto es, a aprisionar en el planeta un átomo de ázoe o de carbono de la atmósfera, y ese átomo de materia aprisionada se convierte para el hombre en un átomo de libertad. El espíritu recibe condiciones de la Naturaleza, como la Naturaleza las recibe del espíritu, mediante el cuerpo; si el hombre no halla medio de racionalizar la Naturaleza, de empaparla en su espíritu mediante el arte, para que obre por sí misma sin su constante presencia y dirección; si el hombre se hace esclavo voluntario de la Naturaleza; si ese átomo de libertad que el sol le brinda en cada uno de sus rayos, torpemente lo deposita en el arado, por fuerza ha de, pagar su desvío o su ignorancia a precio de su emancipación: no despertará el espíritu de su profundo sueño, y la ciencia será pasatiempo de unos cuantos privilegiados, y la libertad de los Códigos un flatus vocis, y la soberanía del individuo, como la soberanía del pueblo, un sarcasmo. La esteva, más que signo de poder, es símbolo de servidumbre. Hay plantas, entre ellas el trigo, que parece que no saben crecer solas, de las cuales casi no puede decirse lo que del trigo decía Jesús, que, una vez sembrado, brota y crece y se hace hierba y espiga, y sazona el grano, mientras el sembrador duerme y se levanta de día y de noche, sin hacer más hasta el momento de la siega. Al contrario los prados: muy bien dijo, hace ya diez y nueve siglos, nuestro Columela: cultus pratorum maqis curae quam laboris est. Convertir los gañanes en pastores, la esteva en cayado; invertir la relación en que hoy están los cereales y los pastos: he aquí la transformación que deseo para la agricultura de mi patria. Puede decirse que el labrador español vive adscrito al arado, no como dueño, sino como servidor: no es él quien lo dirige, es el arado quien lo arrastra a él, y quien le va abriendo aquel inacabable surco, verdadero tonel de las Danaides, donde se abisman tantas ideas, sepultura donde tantos luminosos pensamientos se apagan y tantos talentos se consumen antes de que hayan podido revelarse al mundo. Aristóteles profetizó que habría esclavos en el mundo mientras no se discurriesen telares que fabriquen por sí solos nuestros vestidos. La profecía se ha cumplido: la esclavitud de derecho está a punto de terminar, y hay telares automáticos que tejen sin que mano de hombre los mueva. Antes tejía el menestral; ahora teje el asno, teje el viento, teje el agua, teje el vapor. Antes segaba el labrador; ahora siega la mula y el caballo. Pero no es esto todavía lo bastante. La máquina requiere ser guiada, su obra tiene que ser presidida por el hombre: además, no añade al producto ninguna excelencia que antes no tuviera. El ganado, por el contrario, es un género de maquinaria que cosecha por sí mismo la hierba y que, además, la metamorfosea en carne, con la más mínima intervención del hombre. Sola desciende el agua de las nubes o se desliza por el plano inclinado de la acequia o del torrente; sola se siembra y crece la hierba y transforma la impalpable atmósfera y las escondidas sales en substancia orgánica, la energía solar en alimento vivo, en los invisibles laboratorios de su tejido; solos la recolectan los mansos rumiantes y la trasmutan, por un complicado sistema de aparatos, en carnes, leches y lanas, y brindan con ellas generosamente a su dueño y lo redimen del pesado trabajo material, y sirven de pedestal a su gloria y de trono a su poderío, permitiéndole levantar al cielo o convertir hacia sí propio los ojos que ahora tiene perennemente clavados sobre la tierra.

Dice Mommsen que los patricios romanos, a fin de librarse de los cuidados que les imponía la administración de su patrimonio, renunciaron al cultivo de los cereales y los sustituyeron por el régimen del pastoreo, porque, merced a él, con un escasísimo número de siervos beneficiaban extensísimos latifundios. También los nobles de Escocia, en la primera mitad de este siglo, han convertido en pastos muchas de sus posesiones, poniendo con esto a infinidad de highlanders en la alternativa de emigrar o de morirse de hambre, y obteniendo ellos con menos cuidados un producto mayor que el que antes obtenían. En el año último, Mr. Baudrillart, en un informe presentado a la Academia de Ciencias Morales y Políticas de Francia, hacía constar el fenómeno extraño de estar verificando los propietarios de Normandía, en los presentes momentos, la transformación de sus tierras de labor, hasta aquí consagradas al cultivo cereal, en prados y praderas, con el objeto de disminuir el personal, tener el menor roce posible con la mano de obra y el trabajo mercenario, y desprenderse de los infinitos cuidados y atenciones que lleva consigo aquel género de cultivo: la explotación es más sencilla, más cómoda y más lucrativa; emplea menos brazos y aumenta los productos a veces en un doble. No puede darse demostración más concluyente de mi tesis. Y la lección es vieja y noble su abolengo. Hace cuarenta siglos que una voz celestial anunció a Abraham el camino de su redención: cuando el afligido patriarca iba a descargar el golpe mortal sobre la garganta de su hijo, un ángel le detuvo la mano, y al levantar los ojos al cielo, vio cerca de sí un carnero prendido de unas zarzas, y colocándolo sobre el ara lo inmoló en lugar de su hijo. Diríase que esta gran enseñanza, en las revoluciones de las edades, la habíamos perdido los españoles: al menos la hemos desaprovechado; todavía hace pocos años, un entendido agricultor, para recomendar los prados, ha tenido que poner de bulto sus virtudes en este respecto por medio del siguiente hecho elocuentísimo. En la provincia de Santander, los colonos cultivan ordinariamente dos hectáreas de tierra, una de cereales y verduras para el consumo de la casa y cría de un cerdo, otra de prado natural, con que mantienen una vaca; el producto de esta segunda hectárea viene a ser igual al de la primera, y por esto las dos pagan una misma renta. Pues bien: este resultado se obtiene trabajando la familia del colono ocho días al año en el prado, mientras que le consume seis meses de jornales la haza de tierra labrantía. ¡Qué elocuencia la de estas cifras! ¡Con un trabajo veinticuatro veces menor, un producto igual! ¡Y qué enseñanza la que nos da aquel humilde labrador canonizado por la Iglesia católica, que en vida santificó con su trabajo los campos de Madrid! Mientras él oraba en el templo y elevaba su corazón purificado hasta el cielo, sus bueyes arrastraban solos el arado y labraban el campo de su amo guíados por manos de ángeles. La oveja, la vaca: he ahí los ángeles rurales que han de hacer las veces del labrador en el campo y los salvadores que han de redimir de su pecado original a nuestra agricultura, dándose en holocausto por el hombre en el altar de la Naturaleza.

Queda justificada la primera parte del tema. Por lo que toca a la segunda, es evidente, a mi juicio, que no se desarrollarán los alumbramientos, las perforaciones, las canalizaciones y los embalses, mientras el Gobierno no se persuada de cuán apremiante es su necesidad y cuán impotente la iniciativa individual para satisfacerla. El pueblo español no se ha repuesto todavía del empobrecimiento espiritual que sufrió en las tres últimas ominosas centurias, y sigue necesitando la tutela providente del Estado. De igual suerte que no puede emanciparse todavía la enseñanza, porque si el Gobierno no la impusiera, el pueblo la rechazaría, no ha de esperarse que la iniciativa individual se halle más madura para acometer empresas industriales de la importancia de las que son objeto de este dictamen. Que no es esto una aprensión mía, lo demuestra claramente la experiencia: el hecho de no haberse construido un solo canal de importancia en veinte años, no obstante los tentadores estímulos con que incesantemente ha estado alentando el legislador este género de alumbramientos, no deja el más leve resquicio a la esperanza de un cambio inmediato, aun cuando las ventajas ofrecidas vayan en progresivo crescendo. Y cuando es tendencia general en casi todos los Estados europeos adquirir los ferrocarriles ya construidos y explotarlos por su cuenta, no es fuera de razón pretender que el Estado español construya canales de riego que nadie se presta a construir. Un país que acaba de mostrarse tan generoso con la empresa del ferrocarril del Noroeste, que tantos millones positivos gasta en imaginarias escuadras de guerra y en problemáticos servicios de Compañías navieras, bien puede poner una parte proporcional de su crédito a servicio de la agricultura, suministrándole ese elemento del agua sin el cual no es tal agricultura más que de nombre. En el pródigo reparto de favores que a toda hora hace el Estado, los labradores llevan siempre la peor parte, si es que por ventura llevan alguna: ya es hora de recordar que son el primogénito de la nación y que tienen por lo menos iguales derechos que cualquiera de aquellos sus aprovechados hermanos menores. Cuando no quiera ser justo por deber, séalo por cálculo, que es suelo agradecido ese y devuelve con creces la simiente que se le confía, al revés de tantos y tantos infecundos pedregales donde se disipa sin compensación la sangre del país.

Aun cuando resulte que un canal consuma toda la renta del canon en gastos de administración y en reparación y sostenimiento de las obras, todavía, sin embargo, produce al Estado un interés remunerador, en el aumento de contribuciones que se engendra del aumento de riqueza nacido del caudal. No pierde nada, acaso gana, y en todo caso ha cumplido uno de los deberes primordiales que integran su ministerio, supliendo la acción deficiente de la sociedad, obrando como sustituto de ella en la prestación de ese instrumento de progreso, y aun de existencia, que en las actuales condiciones económicas de la nación es igualmente esencial y necesario que la policía de abastos en otros siglos: el riego.

Paraninfo de la Universidad, 28 de Mayo de 1880.

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A este dictamen, que se imprimió, opusieron reputados miembros del Congreso reparos de cuenta, contestados por el autor de la proposición en un discurso que nos ha parecido conveniente publicar, tomándolo de las actas de las sesiones que pasaron al Ministerio de Fomento, porque encierra un resumen de las principales objeciones que se hacen por los adversarios de los canales. Tratándose de asunto tan vital para la agricultura española como este, del desarrollo de los regadíos, que parece por todos los indicios, en vísperas de ocupar muy preferentemente la atención del país y de recibir una solución de parte de los poderes, es de sumo interés que vayamos acaudalando juicios y sufragios de personas peritas para que ningún aspecto del problema quede sin ventilar y se ilustre suficientemente la opinión del público, que ha de prevalecer en definitiva.


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«El señor Costa: Lo que acabáis de oír algunos dignos individuos del Congreso me ha probado que hay verdades que no envejecen nunca, que crecen en interés así como aumentan en años, y que deben predicarse siempre, y como decía Jesús, desde los tejados. Yo creí buenamente que la discusión iba a versar sobre si la construcción de canales debe emprenderla el Estado por su cuenta, como una obra nacional, o por el contrario, abandonarla a la iniciativa de los particulares; y con gran sorpresa mía se ha discutido una cosa que, en mi entender, estaba ya definida y reconocida por el voto unánime del país, a saber, la conveniencia de tales alumbramientos de aguas. Sería ocasión de recordar lo que Séneca decía del conocimiento de los cometas: veniet tempus quo posteri nostri nos tam aperta ignorasse mirabitur. Se ha dicho por el señor Téllez y por el Sr. Casabona que nuestro pueblo repugna el riego, y que por eso, lo que más urge no es ofrecerle canales construidos, sino instruirlo, para que se persuada de la superioridad de la agricultura de regadío respecto de la de secano. Pues si España repugna los riegos, ¿qué significan las rogativas en que los pueblos piden a Dios que trastorne en obsequio de unos y daño de otros el curso natural de los meteoros; qué significan esas tiradas escandalosas de ridículos pronósticos, hechos por supuestos astrónomos, a quienes debiera secuestrarse la facultad de escribir por bando de buen gobierno; qué significan los engaños de los astutos hidróscopos o zahoríes, explotadores sagaces del entusiasmo con que el pueblo acoge la idea de descubrir una vena de agua, filón de riqueza para él; qué significan esos alumbradores catalanes, mineros incansables que horadan lomas, colinas y montes, abriendo galerías en todos sentidos para recoger gota a gota las más sutiles filtraciones de la roca; qué significan los barrenadores de Murcia, el arte de abrir pozos artesianos convertido en una especulación, y en una especulación la venta del agua que producen, a tanto por hora? ¿Qué significan las diez mil norias de Daimiel y los innumerables cigoñales del Guadajoz y del Vallés? ¿Qué significa que un municipio no extenso ni rico aventure, por iniciativa de su Ayuntamiento, gastos hasta de 20.000 duros por minar un manantial y descubrir su origen, a fin de robarle el secreto de su intermitencia y sacarle un caudal mayor, como ha sucedido, verbigracia, en Villajoyosa? ¿Qué significa ese secarse tantos ríos durante el verano en las provincias de Huesca, de Valencia, de Zaragoza, no porque el agua se evapore, sino porque la consumen toda los labradores en sus riegos? ¿Qué significan las campanas echadas a vuelo y los festejos animados de los pueblos a la llegada del ingeniero que iba a proyectar un canal, como le ha sucedido en el campo de Bugéjar a mi malogrado amigo D. A. Casas? ¿Qué significan los viajes por nuestra Península de M. Jaubert de Passa y de M. Maurice Aimard para aprender alumbramientos de aguas, y del abate Richard y del ingeniero Ricard para enseñarlos y para practicarlos? ¿Qué significan los contratos de que nos ha hablado el Sr. VILLANOVA, celebrados con Ayuntamientos que aventuran buena parte de su mermado patrimonio sin más que una remota esperanza de encontrar en el secreto de los estratos terrestres el tesoro que les niegan avaras las nubes? ¿Qué significan esos conflictos entre autoridades, esas batallas campales entre Ayuntamientos, esas luchas a brazo partido entre regantes, que dan margen a procesos, a roturas de diques y de partidores y a muertes violentas por causa del agua, con que tan a menudo nos contrista la prensa? ¿Qué significa todo eso sino que el pueblo conoce la virtud redentora del agua en agricultura, y siente pasión por el riego como por cosa en que le va algo más que la riqueza y que el bienestar, la existencia misma?

Se ha traído a la discusión como argumento práctico la comarca más atrasada de la Península, donde persevera en toda su primitiva rudeza la agricultura céltica de los váceeos. Yo reconozco el hecho: más aún; yo lo agravo con otro no menos elocuente. Desde Ávila a Burgos, si no me engaña la memoria, en una extensión de 250 kilómetros, se cuentan 120 casillas de pasos a nivel: de ellas, 116 poseen un pozo de 10 a 15 pies tan sólo de profundidad; pues a pesar de esto, a pesar de esta mayor facilidad que la Naturaleza brindaba a los castellanos para obtener una agricultura más perfecta o más lucrativa que la de Daimiel, cuyas norias descienden en busca del agua hasta 80 pies de profundidad, los pueblos vecinos a esas casillas van a buscar a sus pozos el agua de beber para los segadores, sin ocurrírseles abrirlos por su cuenta. Pero, señores, si el Noroeste de Castilla es España, España no es el Noroeste de Castilla; y como en estas materias no vale argumentar por razones, sino por hechos, opondré ejemplo a ejemplo, fijándome en una provincia a que tengo muy tomado el pulso y que presumo conocer bien, la provincia de Huesca.

La zona septentrional de ella, lindante con Francia, tiene sangrados sus ríos y arroyos por doquiera, con acequias; ora permanente, ora de temporada, para fertilizar sus prados y huertos: el trigo y el centeno apenas necesitan el riego: no hablemos de ello. Pero la zona meridional, la región llana donde aquellos ríos desembocan, al término de las últimas estribaciones pirenaicas, es una de las regiones más cálidas y secas de la Península. Allí están, además de los dos Somontanos de Huesca y de Barbastro, faja intermedia, consagrada en parte a la viña, las regiones trigueras que muchas veces habéis oído nombrar con los títulos de los Monegros y la Litera, tan semejantes a la tierra de Campos en lo llano, en lo feraz y en lo seco.

Tres proyectos de importancia (fuera de otros relativa mente insignificantes) existen para regar esas comarcas: el canal de Tamarite, tomado del Ésera y del Cinca, que ha de fertilizar la Litera y una parte de Cataluña en una extensión de 104.000 hectáreas; el canal de Sobrarbe, derivado del Ara, afluente del Cinca, que ha de discurrir por el Somontano de Barbastro y regar 102.000 hectáreas de terreno; y el pantano colosal del Gállego, en el desfiladero de la Gorgocha, que suministraría agua para regar los Somontanos de Huesca y los Monegros y todavía dejaría un sobrante para la provincia inmediata. Pues bien, señores; todas esas comarcas, es decir, toda la parte seca del Alto Aragón, es partidaria decidida del riego y lo está aguardando ansiosamente. Veríais en la Litera la animación en los semblantes cuando las obras principian, la tristeza y el desencanto cuando las obras se suspenden o la concesión se prorroga; veríais a los hacendados de aquellos pueblos congregarse en asamblea, como ha sucedido la última vez hace pocos meses bajo la presidencia del senador Sr. Moncasi, para discurrir modo de que termine esa comedia del canal de Tamarite, en que se ven defraudadas las esperanzas de una y otra generación: ¿y cómo no, si hace poco se leía en los periódicos esta lamentable noticia, «tan sólo de Tamarite han emigrado recientemente 600 personas, y todos los días salen familias enteras en busca de medios de subsistencia?» ¿Qué mucho, si hace dos años, invitados los Ayuntamientos de aquel país por la Junta provincial del Censo a que explicaran la baja considerable que resultaba en el número de sus habitantes, la atribuían unánimes a la sequía? ¿Pues y en la Hoya de Huesca y en los Monegros? ¿Con qué ansia no aguardarán el agua en un país donde hay pueblos que tenían que enviar a lavar su ropa a cuatro leguas de distancia, y adquirir dehesas a orillas del Ebro, a once leguas de distancia, para llevar a ellas su ganado estante, a quien mataba la sed; que, como Almudébar, tenía que transportar el agua para beber desde 20 kilómetro de distancia; que como la capital, Huesca, está alborozada el día que ve nevar en la sierra de Guara, porque se llenará el pantano, y que tiene que pedir casi todos los años a la Junta de Aguas que lo suelte antes del 1.º de Abril, fecha reglamentaria, para salvar una parte siquiera de sus huertas, ya que los campos de mies no sea posible? Hace año y medio salía de aquella ciudad, a reconocer los primeros repliegues del Pirineo que limitan por el lado del septentrión el Somontano, una Comisión compuesta de dos concejales del Ayuntamiento, el conocido hidrólogo francés M. Richard, un agrónomo oscense, alumno de Gembloux y el que ahora os está dirigiendo la palabra; el problema era éste: el agua caída en los valles pirenaicos, ¿llega a la Hoya de Huesca por cauces o conductos subterráneos? El levantamiento de la sierra de Guara y de Gratal, ¿ha interrumpido la continuidad de los estratos cuaternarios y terciarios? Las nieves sorprendieron a la expedición en la montaña. ¿Queréis creer que al regresar, tres días después, los labradores salían al encuentro de los expedicionarios, en la linde de sus campos para preguntarles, retratada la ansiedad en el rostro: ¿habrá agua? ¿Queréis creer que Huesca, Municipio de escasos recursos, se habría lanzado a gastar 80.000 duros en abrir un pozo de muy dudoso éxito, si el prudente Ayuntamiento no hubiera apreciado ciertas circunstancias personales que no son de este lugar? Pues cuando pocos meses más tarde se reunía, por iniciativa del secretario de la Junta provincial de Agricultura, una Asamblea de agricultores de la provincia, representantes de los Ayuntamientos, hacendados, ingenieros, abogados, miembros de la nobleza, diputados provinciales, en el paraninfo de la antigua Universidad sertoriana, y al discutirse el panorama de la proyectada asociación advertí que se había omitido en él lo más fundamental, la cuestión del alumbramiento de aguas para riego, y haciéndome intérprete del sentimiento general de la provincia les decía que el Ésera, el Cinca, el Gállego y demás ríos que descienden de la montaña, eran verdaderos Pactolos, por cuyos cauces ruedan más riquezas que si arrastrasen arenas de oro, y que todo lo que no sea explotar esa mina, acuñar ese metal, poner esa fuerza cósmica a servicio de la agricultura, era andarse por las ramas, dejando dañado el corazón, aquellos labradores rompieron en una explosión de entusiasmo, reconociendo que había puesto el dedo en la llaga más honda de la agricultura alto-aragonesa y en general de la agricultura española. Y cuando la Junta directiva me comisionaba para redactar el Reglamento y tomaba como base de él la constitución de una Sociedad de Agricultores, entre otros fines, con el de levantar empréstitos para acequias, canales y pantanos con garantía de todos los bienes de los asociados, los otros dos vocales de la Comisión de Reglamento, el vicepresidente de la Diputación provincial y el secretario de la Junta provincial de Agricultura, hacendados ambos, aceptaron sin titubear el pensamiento, no obstante su mucha gravedad, y los individuos de la Junta directiva y los propietarios extraños a ella a quienes pudo consultarse, manifestaron asimismo su conformidad, con sólo que se limitara la responsabilidad de cada terrateniente a una parte o tanto por ciento, determinado de su patrimonio; no habiéndose puesto aún por obra el pensamiento por efecto de un incidente que no afecta en nada a la esencia del proyecto.

Desengáñese, pues, el Sr. Téllez; desengáñese el Sr. Casabona; podrá haber una u otra localidad o comarca a quien la cuestión de riegos sea indiferente; pero la generalidad de los agricultores españoles están persuadidos de su necesidad y aguardan el agua con los más vivos anhelos. Y como no es para nadie un secreto en cuáles provincias están dispuestos a recibirla y en cuáles no, ya cuidaría la opinión, ya cuidarían los poderes, de que se principiara por aquéllas y no por éstas: sólo procediendo a ciegas y sin cálculo, sólo desatendiendo el dato sociológico, que en toda obra pública ha de tenerse en cuenta al par del dato hidrológico y agronómico, puede darse el caso de un canal de riego cuyas aguas no sean solicitadas por los propietarios y cultivadores de la zona regable y que hagan pensar en un medio tan violento como el que proponía en su discurso el Sr. Dorda, consistente en recargar la contribución a los que se nieguen a fertilizar sus tierras con el agua de riego que se les brinde; medida de sabor marcadamente socialista, que no dice muy bien en labios de aquéllos que rechazan por socialista la construcción de tales obras por el Estado.

Por fortuna, no es a los cultivadores a quienes habrá que apremiar para que rieguen; a quienes habría que apremiar es a los concesionarios para que no les hagan esperar el agua en balde toda la vida. Opinaba el Sr. Cervigón que la condescendencia excesiva de que pecan los Gobiernos en materia de prórrogas y caducidades no influye poco ni mucho en que los canales dejen de construirse y que no encuentra ventaja ninguna en el rigor, mientras no haya un tercero interesado en que la caducidad se declare; pero el Sr. Dorda ha demostrado elocuentemente lo contrario, y el Sr. Casabona ha remachado sus argumentos, apoyándolos en ejemplos. Siempre hay un tercero interesado, que es la nación, que son los regantes, en que el concesionario viva en la inteligencia de que no le serán prorrogados los plazos y que cumplido el primitivo de la concesión, habrá perdido todo derecho como no dé por terminadas las obras.

Considera el Sr. Casabona cosa más urgente que la construcción de canales, la enseñanza agrícola, porque para verificar el tránsito del cultivo de secano a regadío se requieren ciertos conocimientos. A esto contesto: -1.º Que allí donde el labrador español ha dispuesto de agua de riego, ha sabido verificar la transformación de los cultivos y crear una agricultura tan perfecta como la más perfecta de Europa, sin necesidad de acudir a ninguna escuela en demanda de consejo, y ya aludí a cierto pasaje de Jaubert de Passa en que declaraba que la agricultura de los franceses, con tanto presumir de docta, tenía mucho que aprender de los españoles; -y 2.º Que los canales y pantanos que ahora se construyan no van a introducir el riego en España como una novedad, sino a ensanchar su área, puesto que en mayor o menor escala es practicado ya en toda España: todos los canales y pantanos que hay proyectados en 22 provincias se proponen regar no mucho más de 400 000 hectáreas, cifra fácil de asimilar desde el primer día por una agricultura, como la agricultura española, que ya hoy riega cerca de tres veces más que eso, 1.200 000 hectáreas: en todo caso, poco cuesta crear y sostener por pocos años en cada una de las zonas regables, una vez abiertos al servicio público los respectivos canales, granjas modelos, dirigidas por capataces o prácticos, a fin de que prácticamente enseñen el modo de operar la transformación del cultivo cereal en el de prado, raíces forrajeras, arbolado frutal, etc.

También se ha puesto por argumento en contra de mi tesis la imposibilidad de regar toda la Península: apenas si el beneficio del riego podría alcanzar a la cuarta parte de ella. ¡La cuarta parte! ¡Ya podíamos batir palmas si la cuarta parte de la Península pudiera regarse! No necesitamos tanto: somos pocos para tanto riego. Si no me equivoco, los canales estudiados y concedidos son unos 26, casi todos derivados del Ara, del Cinca, del Ésera, del Ebro, del Genil, del Guadalquivir, del Tajo, en comarcas donde el riego está ya en las prácticas y en las tradiciones del país y es apreciado y deseado por los labradores. El riego de esos 26 canales alcanza a menos de medio millón de hectáreas. Duplicad esa cifra con los pantanos proyectados y por proyectar, añadid un tanto más con los pozos artesianos, bombas, norias, apresamientos y pequeñas derivaciones y sangrías, y tendréis más agua de la que ha menester y puede consumir la generación actual. Con ella, a vuelta de diez años, habréis aumentado en un tercio, acaso en una mitad, la producción agrícola y pecuaria de España. Dado el impulso, puesto en actividad ese criadero de capitales, los siglos venideros proseguirán la obra o irán apresando y derramando por el suelo español nuevas masas de agua que hoy se pierden sin provecho ello para nadie en el mar.

Pero es que el riego no ha de obrar únicamente por vía directa sobre las tierras que reciban el beneficio del agua; influirá también de un modo sensible sobre las tierras que queden de secano. Con tan sólida base como aquélla, tomando como punto de apoyo y brazo de palanca las tierras regadas, será posible emprender la transformación del cultivo de las tierras no regables, reduciendo considerablemente el área de los cereales para sustituirlos por la viña, dentro de ciertos prudentes límites, como ya se está verificando en la Rioja y en parte de Castilla, por el almendro, como principia a hacerse en la provincia de Alicante, por los prados de secano, donde puedan resistir la veza y la esparceta, y donde no, por los pastos naturales, por ciertos árboles frutales, como el nogal, el ciruelo y otros, por la encina, como en muchas partes de Castilla y Extremadura, y aun por el pino, como en muchísimas provincias de la Península debe hacerse. Parece que esto no tiene importancia, y sin embargo, júzguese por el siguiente ejemplo. Hay pueblos en faldas del Guadarrama, ejemplo, entre otros, Chapinería, cuyo término, antes de la desamortización, era un encinar frondoso y cuyos habitantes vivían una vida desahogada con el producto de la cría de cerdos, trabajando apenas, y que hoy, quince años después de la desamortización, tiene por suelo una tierra calva, que pierde de momento en momento la capa arable, removida por el arado y arrastrada por los aguaceros, y cuyos habitantes, con el cultivo del trigo y del centeno, trabajando incesantemente, arrastran una existencia miserable, diezmados por la emigración y por las fiebres, y donde la Naturaleza es sin embargo tan próvida, y al mismo tiempo tan benigna y sufrida, que donde quiera que volváis la vista, por las grietas de las rocas y cantos graníticos asoman brotes de encina vigorosos diciendo a quien quiere escucharlos que aquel suelo está hecho exclusivamente para encinar, que allí no cabe cómodamente otra planta, y convidando al labrador, esclavizado ahora por el arado, a tomar como lección el escarmiento y restablecer el régimen anterior a la desamortización. En cuanto a los prados de secano, no he de trazaros yo, delante de las ilustraciones de la Florida, la escala de vegetales pratenses que desde la esparceta y la veza, hasta la sulla y aun el alhají, pasando por algunas poas, airas, alopécuros, arvejas, mielgas, pimpinelas, etcétera, se extienden gradualmente de Norte a Mediodía, brindándose para sustituir al cultivo cereal y hacer buena la doctrina de Bahí, el ilustre catalán propagandista de los prados a principios del siglo XIX, en cuyo concepto, España, «antes que labradora debe ser ganadera», y en general la del experimentado Catón, que decía: «Si disponéis de agua en abundancia, dedicad el suelo principalmente a crear prados de regadío; si carecéis de agua, procuraos en lo posible prados de secano.»

Otro argumento que se ha opuesto a mi proposición es que España no tiene brazos suficientes para extender tanto el cultivo de huerta ni capitales bastantes para arrobar y aplanar el suelo. ¡Bravo argumento, en un país de donde han emigrado por falta de trabajo cien mil españoles a África y otros tantos a Francia y América! Casi no harían falta más que esos para aprovechar el agua de los 26 canales proyectados. Porque se parte de un supuesto equivocado creyendo que la tierra regable ha de destinarse precisamente a huerta y ni siquiera a cereales, como no sea en una cuarta o en una quinta parte: la raza española tiene la sangre empobrecida, porque más del ochenta por ciento de su población no come carne sino en clase de medicamento, cuando está enferma, porque sólo vive de pan, y aun éste en menor cantidad de la precisa: ¿no recordáis la historia de la introducción de los arados de vapor en Azuqueca? Yo pido el agua principalmente para prados y praderas que dan en leche, en lana, en carne y en pieles tanto o más producto que los campos labrados en trigo o en cebada, y además grandes cantidades de estiércol para triplicar la cosecha de grano en la tierra destinada a cereales; y ya sabéis que las praderas requieren pocos brazos relativamente al cultivo cereal: recordad a este propósito lo que dije en mi dictamen, de los patricios romanos del siglo I y de la nobleza escocesa de los comienzos de nuestro siglo, que se emanciparon de los cuidados y preocupaciones de la labranza, y por añadidura mejoraron sus rentas, desterrando de sus heredades el cultivo cereal y adoptando el régimen del pastoreo; y no habréis olvidado lo que dije del colono santanderino, que igual provecho obtiene de su hectárea de prado, que no le ocupa más de ocho días cada año, que de su hectárea dedicada a siembras que le absorbe seis meses de trabajo. Por otra parte, la hierba puede cultivarse sin el concurso de la arrobadera: el verano pasado he visto praderas en el valle de Benasque y en el de Gistain tan pendientes, que a duras penas podía sostenerse un hombre de pie para guadañar la hierba; y, sin embargo, se regaban por hijuelas abiertas en el sentido de las curvas de nivel.

Todavía he de añadir a esto que el riego no se aplica tan sólo a la huerta, a los cereales y a los prados: lo aprovechan también el naranjo, el almendro, el peral, el melocotonero, el olivo, la viña; y uno de los principales artículos de exportación de nuestro país a las naciones del centro y del Norte de Europa han de ser, y principian a serlo ya, las frutas. Decíame el Sr. Casabona que como los climas no son iguales, las producciones tienen que ser diferentes, que sería locura querer asimilar la agricultura de Valencia a la agricultura de Inglaterra; que las leyes naturales de la producción exigen dejar los pastos a Inglaterra y dedicar nuestro suelo al cultivo de agrios y de caldos. Pues eso mismo es lo que yo pretendo, que no infrinjamos, como a toda hora estamos infringiendo, las leyes naturales de la producción; que desterremos el trigo de los secanos y lo circunscribamos a una parte muy reducida de los regadíos, combinado en una proporción holgada con la ganadería estante; que desarrollemos, si bien en una prudente medida, el cultivo de agrios y de caldos. Por esto pido agua de riego en abundancia, toda la que económicamente sea posible; pues no ignora el Sr. Casabona, no ignora el Congreso, que el cultivo de agrios sin riego es punto menos que imposible; como sabe también que si no se pueden regar los olivares, la cosecha es irregular y fortuita, y que si se riegan, no sólo es mayor la cosecha, sino que hasta pueden conseguirse gratuitas las labores, dando el suelo en arrendamiento para hortalizas. Sabe también mi ilustrado contradictor que si bien es cierto que el cultivo de la viña ha de recibir aún considerable impulso, no ha de exagerarse en tales términos que toda la Península vaya a convertirse en un inmenso viñedo; que sería tanto como hacer depender la suerte de la nación de un hilo, tan delgado como el oidium o la filoxera. La economía agraria de la nación ha de fundarse en una gran variedad de producciones, porque así, cuando una falta, otras prosperan, y si alguna vez se sufren pérdidas, nunca ruina. Por eso justamente quiero que se dé una gran parte a la producción de lanas, de leches y de carne, y por tanto, al cultivo de hierbas, tubérculos y raíces forrajeras, en igual línea que los cereales, que la viña y que los frutales; por eso insto la construcción de pantanos y canales de riego. Yo no veo, ni es fácil que vea nadie, en qué se infringirían las leyes naturales de la producción por que se desarrollase en España el cultivo pratense: están en un error los que piensan que el prado artificial es privativo de los países frescos, montuosos o templados, a la manera, verbigracia, de la haya o del castaño: no; existen variedades de vegetales pratenses propios de climas septentrionales; los hay propios de países de Mediodía; los hay comunes a ambos; la diferencia, si acaso, estará a favor de nuestro clima; que en Valencia, pongo por caso, podrán hacerse cuatro, seis, ocho o diez cortes de hierba, al paso que en Inglaterra no podrán pasar de uno o dos. ¿No se aprovechan ya hoy y se han aprovechado desde los comienzos de la historia, con ganado lanar y vacuno, los pastos que espontáneamente producen las dehesas castellanas? ¿Pues qué inconvenientes se oponen a que se regularice esa producción, extendiendo a ella el beneficio de los procedimientos culturales, convirtiendo las dehesas en praderas y prados y gran parte de las cabañas trashumantes en rebaños fijos?

Nada, por otra parte, significa ni importa a los efectos de mi tesis el que sea imposible regar toda la Península y convertirla en alfombra continua de hierba de mar a mar. Tampoco en toda la Península, y ni siquiera en una octava parte de ella, pueden cultivarse el naranjo y el limonero; tampoco en toda ella, ni siquiera en la mitad, pueden económicamente ser cultivados el olivo y la vid; y sin embargo, decimos que la vid, el olivo, el naranjo y el limonero son vegetales propios de nuestra región. Nada se opone, nada, a que España sea productora de carne y lana tanto como de vino, aceite, naranjas y legumbres.

Ha dicho también alguien, que a la generalización de los riegos se opone la escasez del caudal que arrastran los ríos en verano. Ciertamente, no hemos de exigir que los ingenieros obren milagros: allí donde los ríos queden en seco o poco menos durante el verano, no hay que pensar en grandes canalizaciones. Pero hecha esta salvedad, he de manifestar que en mi sentir, se ha extremado mucho la nota pesimista, y que cabe extender el beneficio del riego a una superficie de tierra mucho mayor de lo que se supone: primero, porque muchas de las plantas cultivadas acaban el cielo de su vegetación en el mes de Junio, que es cuando empieza el nivel de los ríos a decrecer, y segundo, porque ya se cuenta con que cada canal ha de tener bajo su dependencia uno o más pantanos reguladores que almacenen agua durante el invierno, cuando sobra, para suplir en lo posible la falta de lluvias y de nieves en los meses cálidos y surtir de agua a los cultivos de verano y sazonar las tierras para las siembras de otoño cuando las lluvias se hacen aguardar. Imagínese, por ejemplo, la masa colosal de, agua que puede represarse para riego de la Mancha, en la cuenca del Guadiana, allí donde la Naturaleza ha formado las lagunas de Ruidera.

Aquí debería hacer punto final, toda vez que ninguno de los individuos del Congreso que han consumido turno en este debate, se ha ocupado del segundo extremo de mi proposición, dando a entender con su silencio que están conformes con ella en esa parte. Esto, no obstante, como se han vertido ideas contrarias a dicha tesis esta tarde misma, al discutirse la proposición del Sr. Villanova, se me permitirá que diga algo para contestarlas.

En opinión del Sr. Vicuña, no sólo debe abstenerse el Estado de construir por su cuenta canales y pantanos, sino hasta de subvencionar tales obras cuando las construyen los particulares. «Un canal (decía) es una obra de interés privado, lo mismo que una mina, toda vez que no sirve directamente al público; sirve sólo a particulares; el Estado cede a estos el aprovechamiento de las aguas, lo mismo que al de un mineral cualquiera en las concesiones mineras; eran de uso y dominio público y pasan a ser de uso y dominio privado; por tanto, lejos de subvencionar el Estado cedente al cesionario, debería exigirle una cierta cantidad por cada litro de agua cedida, en concepto de precio o canon.» El Sr. Botija, partidario de las subvenciones, objetaba al Sr. Vicuña diciendo que «se encuentran en muy distinto caso la agricultura y la minería, a causa de ser aquella industria más universal que ésta e interesar más a la generalidad; de aquí el que sea justo que el Estado subvencione a las empresas constructoras de canales, como no lo sería el que subvencionase a las sociedades mineras.»

No se ha puesto en terreno muy firme el Sr. Botija para combatir al Sr. Vicuña, porque aun suponiendo y sería mucho suponer, que la agricultura constituya una industria más universal que la minería, que aquella pueda existir sin ésta, que sea ésta menos necesaria que aquélla y que no interese tanto a la nación, al fin, todo sería cuestión de más o menos, y nunca una diferencia de cantidad sería bastante a justificar esa diversidad de criterio, que es de calidad y esencia, por virtud de la cual, el Estado habría de subvencionar el alumbramiento de aguas de riego y no la extracción del hierro o del azogue. La razón de la sinrazón del Sr. Vicuña es muy otra que esa. En el puro terreno de la idea, está enteramente dentro de lo cierto: ni a los ojos del Derecho ni a los ojos de la Economía, son los canales cosa distinta de las minas ni disfrutan de algún privilegio a que éstas no pudieran aspirar: obedecen a un mismo principio y con idéntico criterio han de ser apreciados. Pero considerados históricamente, con relación al tiempo presente se encuentran en muy distintas circunstancias; y el Estado, supremo regulador y dispensador del derecho social, no puede condicionarlos con un mismo género de medios. El Estado debe condiciones de existencia a todos los fines humanos indistintamente; y por esto, el primero de sus deberes consiste en reprimir las actividades perturbadoras, en apartar cuantos obstáculos se opongan al cumplimiento o realización de dichos fines, facilitar y asegurar la libre acción de los individuos o de la sociedad a quienes interesen u obliguen. Pero cuando la acción privada y directa de la sociedad resulta incapaz, cuando la iniciativa privada carece de la necesaria eficacia, cuando por el estado de atraso en uno u otro orden de la vida, o por otra causa cualquiera, la actividad social carece de la necesaria energía para realizar por sí directamente alguno de los fines humanos, como las necesidades en que éstos se traducen y manifiestan, no deben quedar nunca sin satisfacción, entre otras razones, porque se produciría un desequilibrio monstruoso, que entorpecería la marcha ordenada de la civilización y de la historia y comprometerla la existencia del pueblo donde tal fenómeno se produjese, el Estado tiene que fomentar, estimular la acción individual, y si eso no basta, realizarlos directamente por sí, obrando como actividad complementaria de la actividad social, hasta tanto que ésta haya despertado. Ahora bien, los metales son donde quiera, un instrumento necesario de civilización, sin el cual la vida moderna fuera imposible de todo punto; el riego, en vasta escala, tratándose de climas cálidos y secos como el nuestro y con un censo de población como el que cuenta España y con tantas responsabilidades como las que le impone su calidad de nación adelantada, es igualmente necesario que los metales, el hierro, pongo por caso; pero al paso que las minas encuentran quien las beneficie espontáneamente, sin aguardar estímulos por parte del Estado, y los industriales hallan siempre a su disposición en todos los mercados cuantas cantidades de ese metal necesitan para satisfacer todas las demandas, con el riego no sucede lo mismo: no hay todavía quien se preste a construir los canales y pantanos que han de suministrarlo y sin los cuales toda agricultura racional y todo progreso sólido, son imposible en España.

He ahí por qué el Estado debe acudir con medios positivos de asistencia en auxilio de la agricultura y no en auxilio de la minería; he ahí cómo un mismo principio de derecho justifica la subvención respecto de los canales y la abstención respecto de las minas. Si éstas se encontraran en el caso de aquéllos, si nadie se moviese a explotarlas por propia cuenta y con recursos propios, como se trata de un producto consustancial con la civilización, faltando el cual, la humanidad retrogradaría en todos los órdenes hasta la edad de Piedra, el Estado tendría que fomentar con auxilios positivos esa industria, y caso necesario, ejercerla él, beneficiar las minas por cuenta de la nación, pero sólo provisionalmente, hasta tanto que con el progreso del espíritu público, se emancipara de la tutela oficial, y por decirlo así, se secularizase. Viceversa, si la especulación privada, los capitalistas, o directamente los labradores mismos, asociados al efecto, se dieran a construir y construyesen lo preciso para satisfacer la necesidad de riegos que siente y en el grado que la sienta la agricultura española, nada más tendría que hacer respecto de tales obras el Estado que lo que hace con las minas; pero como no sucede así en la realidad, y los productos del riego son por lo menos tan indispensables al progreso y a la vida como los productos de las minas, el Estado tiene que hacer con aquél lo que no hace con éstas, a fin de colocar uno y otro elemento en igual línea y a un mismo nivel y evitar un retraso y una desigualdad de desarrollo, cuyas consecuencias estamos ya tocando.

Ahora que los canales se encuentran en ese caso, no se ha atrevido nadie a ponerlo en duda. El Sr. Barrón, que es voto en la materia, decía que en ninguna de las 22 provincias en que se han proyectado canales y pantanos pueden llevarse a cabo estas obras con capitales particulares, como no los subvencione el Estado. Igualmente ha abogado por las subvenciones el Sr. Botija. Y aun el mismo Sr. Vicuña, a cuyo claro talento no podía esconderse del todo la verdadera doctrina, inconsecuente consigo mismo, admite que el Estado pueda asegurar un interés al capital invertido por Empresas particulares en obras hidráulicas de reconocida utilidad; manera indirecta de subvencionar acreditada recientemente por Mr. Freycinet en Francia. Pues ya en esa pendiente, la lógica los arrastra a aceptar la tesis de mi dictamen. ¿Por qué subvencionáis esas obras? Porque la pura concesión de las aguas no ha bastado para que los canales se construyeran. Pero es el caso que también las subvenciones han resultado ineficaces; que tampoco han tentado a los capitalistas, no obstante haber llegado el legislador en ese respecto a los límites de la prodigalidad y del derroche. Hacía observar el Sr. Dorda que esas subvenciones importan por término medio del 40 al 75 por 100 del coste de las obras, sin que reporten de ellas ninguna ventaja el Estado ni los contribuyentes; y añadía con muy buen sentido: supuesta la subvención en metálico, más económico y más ventajoso sería llegar hasta el límite, al 100 por 100: poniéndolo todo el Estado, nada perdería el contribuyente, porque el canal sería suyo; no habría hecho más sino dar forma distinta a una parte de su fortuna. Con esto, añadiré yo, la construcción de los canales es cosa segura e inmediata, la agricultura verá satisfecha la primera y más apremiante de sus necesidades, y los regantes no quedarán a merced de ninguna potencia financiera, porque las tarifas acordadas una vez por el Estado, serán mudables a compás de las circunstancias, como no lo serían si las obras perteneciesen a concesionarios particulares...»





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