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Política quirúrgica

Joaquín Costa






ArribaAbajoCapítulo I

Las víctimas de la República1


A Zaragoza.

(Al aparecer el Sr. Costa en la tribuna estallan grandes salvas de aplausos.) Veo que os acordáis. Han pasado de aquello2 siete años, -doble tiempo del que necesitó Prusia después de Jena, y del que ha bastado a los yankees después de Santiago de Cuba para llevar á cabo la revolución desde el poder y regenerar esos dos Estados; -han pasado siete años, y el gran problema social y nacional que entonces planteamos y ventilamos, el problema de nuestra rehabilitación como nación histórica y de nuestra reincorporación á la civilización europea, y dicho en otros términos, el problema de nuestra existencia nacional, lejos de adelantar hacia su solución, ha retrocedido: gravísimo ya entonces sobre toda medida, se ha hecho desde aquel momento poco menos que insoluble...

Han pasado siete años, y no tengo otra cosa que traeros sino mis tristezas patrióticas; tristezas nacidas no tanto de ver cómo, aún no instaurada la República, está ya fracasando, cuanto porque con ella está acabando de fracasar España. Os traigo la carga abrumadora de mis tristezas, -de mis tristezas patrióticas, quiero decir, no hablo de otras,- no para desahogarlas en vosotros, no para sumarlas con las vuestras y aliviarlas con un rato de murmuración y de comunes duelos y exhortaciones á la resignación y á la paciencia, sino al revés, para sacudirlas, para avivarlas, para encenderlas y arrancarlas á su pasividad y hacer de ellas una dinamita moral; para que se conviertan en vuestros pechos en energías vivas, creadoras, en vergüenza por nuestra pasada conformidad, por nuestra sumisión lacayuna al vilipendio, en compasión para la pobre patria, que se muere, en pasión de revancha contra los verdaderos yankees, que han sido para España nuestros políticos dinásticos de los últimos treinta y un años. (Aplausos.)

Ya anoche, accidentalmente, saludé á los vivos: ahora he de saludar y conmemorar, á ley de agradecido, á los gloriosos muertos. Esos muertos son los abnegados voluntarios zaragozanos del 4 de Enero, que en el Arco de Cinegio y en la calle de los Mártires hicieron sacrificio de sus vidas en aras de la legalidad republicana, y que todavía á la hora de ahora, al cabo de treinta y dos años, siguen abochornándonos con el recuerdo de su virilidad y de su fe, pregoneros de nuestra degeneración y de nuestra impotencia. ¡Tú, nación española, no mereciste ni has merecido aquel sacrificio; tú, partido republicano, no has estado á la altura de aquel sacrificio, no has sabido hacer honor á la firma estampada por ellos con su sangre sobre este suelo de libertad bendecido por el paso de tantas generaciones de mártires y héroes! (Aplausos.)

Yo me los figuro redivivos, que se alzan de sus sepulcros, que echan á andar, envueltos en sus sudarios, que cruzan el canal Imperial, que bajan por Torrero y pasan el Huerva y descienden á lo largo del paseo de Santa Engracia y acampan allí donde en su tiempo estuviera la fuente de Neptuno, frente por frente de Arco de Cinegio; -yo me figuro su gesto, su espanto, su estupor, el estallido de su cólera, así como se van enterando de los sucesos inverosímiles acaecidos desde aquel día; -al oír que la dinastía derrocada en 1868, se restauró en la persona de un colegial austríaco, y que por violar un pacto ajustado solemnemente con los cubanos, arrojó á éstos á una nueva guerra, larga y exterminadora y que en ella sacrificó 100.000 hijos del pueblo, soldados y oficiales, sobre los otros 100.000 sacrificados en la primera; -al enterarse de que esa dinastía restaurada y sus cortesanos, aliados y comanditarios, en vez de acrecentar el territorio nacional, ensanchándolo por África, como todos los países hacían, perdió la mitad del que España había heredado del pasado, y justamente el más fértil,3 el más opulento y que mejor porvenir brindaba; y que 200.000 hombres en armas, concentrados en una isla, fueron entregados como ovejas, y que una escuadra pereció sin poder siquiera combatir, embarrancada, y que juntamente con el territorio, con los súbditos y con la escuadra se había perdido el honor, y un patrimonio de glorias se había mancillado, pasando de heroica leyenda á caricatura, y la nación había descendido al rango de potencia de tercer orden (Aplausos.); -al saber esta otra cosa todavía más estupenda, más increíble y más rnonstruosa que todas esas: que sus autores, directos ó á distancia, los que inmolaron impíamente una generación, los que vendieron un imperio, los que nos amarraron para siempre á una deuda de 3.000 millones de pesetas, parte consumidas en humo y parte robadas, los que cerraron al pueblo todo horizonte y todo porvenir y le privaron de patria, tienen todos una estatua, y algunos, para mayor ignominia, hasta por suscripción nacional; estatua Sagasta, estatua Cánovas, estatua Martínez Campos, estatua Alfonso de Borbón, lo mismo que si hubiesen triunfado de nuestros enemigos y creado una España nueva, y que al morir legaron en herencia el poder á sus auxiliares, cómplices y hechuras, no mejores que ellos (Aplausos.); -al medir el grado de mentalidad y la estatura moral de los que nos tienen puesto el pie al cuello, y ver que nosotros lo sufrimos como miserables vencidos de imperio asiático, sin que nada sea parte á quitarnos el sueño ni tengamos aliento más que, á lo sumo, para chillar y protestar medrosamente y en los términos más correctos; -al contemplarnos sobrecogidos por una tremenda crisis del hambre, debida en gran parte á la inepcia, á la dejadez y al desgobierno de aquellos llamados gobernantes, y que nosotros, en vez de reaccionar contra ellos, en vez de increparles y de invitarles á que se vayan y dejen al pueblo gobernarse, y si no se van de barrerlos, imploramos de ellos el honor de una visita y el socorro de un mendrugo caído de la opípara mesa puesta por nosotros mismos al Estado (Aplausos.); -al saber que siempre que el titulado rey nos llama á. las urnas, acudimos á ellas como corderos, aun sabiendo que han de escarnecernos y despojarnos, y que luego discutimos tranquilamente y en frío con los ministros nombrados por ese rey y con los diputados nombrados por esos ministros, que es decir, reconociendo por el mismo hecho la legitimidad del título con que gobiernan, ó mejor dicho, con que imperan sobre nosotros y nos avasallan, ellos, los descuartizadores de la patria, los sacrificadores de 100.000 vidas en Cuba, los sicarios del 4 de Enero (Aplausos.); al oír que con un presupuesto bárbaro de 1.000 millones de pesetas no tenemos ejército, ni marina, ni escuelas, ni caminos, ni libertades, ni tribunales, ni comicios, ni higiene, ni policía más que de papel, que la nación se halla todavía por constituir y más lejos, mucho más lejos, de Europa que en 1873; -al ver que todo el edificio social está podrido hasta la base, que toda, toda la Península, desde Pyrene á Calpe, es una úlcera pestilente, con tal ó cual oasis; que así como la pérdida de las Antillas y de Filipinas nos preparó, como con cloroformo, á la extracción de nuestras expectativas en Marruecos, la pérdida de Marruecos nos está preparando, nos tiene ya casi preparados, para amputarnos las Canarias y las Baleares, el campo de Gibraltar y el litoral gallego; -al oír que al día siguiente del desastre nacional los políticos dinásticos hablaron de hacer una revolución desde el poder, y los partidos populares de hacer una revolución desde la calle, y que todo ha parado en viento y retórica, pues la revolución no sube de la calle ni baja del Gobierno, sino que está viniendo de fuera, sin que aquel aviso fulminante de 1898 nos haya hecho ni siquiera abrir los ojos; -al contemplar á España más sola y desamparada que nunca en la cima del Gólgota, á donde ha llegado al cabo de tres siglos de penosa ascensión;-al mirarnos á nosotros, miserables pantalones sin alma, y persuadirse de que en esta España sin ventura no son ya mujeres las mujeres, sino los hombres (Aplausos.); -¡ah!, aquellos honrados voluntarios, que por honrados murieron, mártires engañados de la República, volverían horrorizados la espalda al caserío, repasarían el Huerva burlón, ascenderían á Torrero, cruzarían otra vez el canal y correrían á sumergirse en las tinieblas del sepulcro, después de escupir toda su hiel y todo su desprecio al rostro de esta cobarde y egoísta, cuanto retórica generación española, que cree cumplir sus deberes para con la humanidad y para con la patria porque alienta cefirillos de oposición donde haría falta un huracán revolucionario, que hace oposición con cuenta-gotas donde ya toda una catarata del Niágara sería insuficiente. (Aplausos prolongados.)

Acaso haya quien piense que no es para tanto, que aquello fué uno entre tantos episodios locales de que están llenas las historias, sin más significación que la que quiera atribuirle un sentimentalismo patético ó una conveniencia de oratoria circunstancial, necesitada de escenas emocionantes para adornar discursos; y quiero hacer ver á los tales cuán equivocados están. Pasará España, ¡ya está pasando!; pasará España, por nuestra dejadez y encogimiento de hombros, ó por nuestros pecados; lo que todavía se llama, aunque sólo á medias lo es, Península ibérica, será Península británica; y todavía entonces, el sarcófago que encierre esas cenizas sagradas será el santuario á donde acudan en peregrinación los tristes españoles que sientan nostalgias de la antigua eclipsada bandera de las barras, tres siglos bandera española. ¿Y sabéis por qué? Porque aquel día fué la gran crisis de nuestra nación, planteada cuatro centurias antes; y nosotros doblamos filosóficamente la frente ante aquella fatalidad, y sólo no la doblaron ni se resignaron los patriotas zaragozanos que, como Diomedes en Troya, pedían luz á Júpiter para pelear contra él. (Aplausos.) Porque en aquel día, no es que se cerrara una edad de la historia de España: se nos cerraron todas, quedando desahuciados como nación y empezando nuestra agonía. Hasta el 3 y el 4 de Enero [1874] puede decirse que se alargó la posibilidad de atajar y cortar nuestra decadencia, de conjurar nuestra caída, de restablecer la salud y afianzar la existencia de nuestra nación sin dejarla pendiente, como ahora se halla, de un milagro.

Si la República hubiese seguido y arraigado, si no hubiese venido en hora infausta la Restauración borbónica á paralizar el movimiento de avance y el proceso plasmador que se había iniciado desde años antes y prometía restituir á la normalidad el organismo nacional enfermo; si no hubiese venido la Restauración á continuar, no la historia de España, como entonces se dijo, sino su decadencia; he aquí lo que la lógica nos dice que habría sucedido.

España habría seguido cubriendo sus gastos con un presupuesto de 750 millones de pesetas, convertido al cupón lo que costaban las guerras civiles heredadas de la monarquía, y nos sobrarían de los 1.000 millones del presupuesto actual 250 todos los años para impulsar y forzar la europeización tan vigorosamente como lo estaba haciendo por los mismos días el Japón y es de creer que con los mismos felices resultados; -circularía el oro por el país, la terrible cuestión de los cambios no sería para nosotros cuestión, ni pesaría sobre nuestra Economía, así pública como privada, con toda la gravedad de una montaña, porque es de saber que la peseta de la República valía un franco, y que es la peseta borbónica la peseta enferma, la que vale menos de 80 céntimos de franco; -no se habrían enconado, ó no se habría dado lugar á que surgiesen problemas tan delicados y tan arduos como el problema clerical; -con sólo desarrollar leyes promulgadas por la República y proyectos de ley sometidos ya á su Parlamento, el problema social agrario se habría desatado por sus pasos contados y á su hora, con treinta años por delante para tanteos, experiencias y rectificaciones, y no nos hallaríamos amenazados de una guerra de clases, que hará correr arroyos de sangre y acabará probablemente en intervención extranjera, porque el remedio á males tan complejos, de tan honda raíz y de tanta cuenta no puede improvisarse; -la autonomía colonial, ensayada ya en aquella sazón por la República en la pequeña Antilla, se habría hecho extensiva á Cuba: por otra parte, se habría implantado el servicio militar obligatorio sin redención, haciendo ingresar en filas á los ricos lo mismo que á los pobres; y tanto por lo uno como por lo otro, la guerra de Cuba no habría estallado ó no habría cobrado cuerpo, no existiría tratado hispanoyankee de París, conservaríamos aquel imperio colonial, y aquella escuadra de guerra, y aquella fama de invencibles, y aquella fe en nosotros mismos y en los destinos de la patria que nos daban base para una política exterior y alentaban la esperanza de levantarnos á potencia de primer orden y colaborar otra vez en la formación de la historia contemporánea y en la obra de la civilización universal... ¡Todo eso, y mucho más que eso, se ha desvanecido para siempre, en el mortal paréntesis de la Restauración borbónica, dejada venir imbécilmente por los desalumbrados sayones del 4 de Enero! (Aplausos.)

Decid ahora, señores, si no encierra honda significación, trascendente é ideal, que no meramente local, transitoria y republicana, la epopeya de sangre de aquel día, que he debido traer á la memoria para rendir tributo de veneración á aquellos mártires, todavía no vengados, y á quienes, por el contrario, nuestra conducta complaciente y pasiva escarnece; para hacer de su muerte aguijón y despertador á los durmientes, que lo somos todos, con modorra criminal, de que la Restauración vive, de que la Nación agoniza; y para justificar la reserva que no dejo nunca de hacer cuando de volver á 1873 y de restaurar la patria se habla, diciendo: si todavía es tiempo; pues yo no puedo perder de vista que todo en la vida tiene su oportunidad, que también la historia tiene límites marcados á su paciencia. (Aplausos.)

Todavía, no son éstas las únicas razones, y ni siquiera las principales, por las cuales hay que refrescar constantemente la memoria de aquellos sucesos, porque encierran una lección del más subido precio no sólo para el partido republicano, sino que también para la masa indiferenciada ó no política.

Lamentables discordias de los republicanos entre sí y una irreflexiva corazonada del neopretorianismo que entonces apuntó y que tan pletóricos desarrollos había de cobrar en lo sucesivo, arrebataron la República á sus naturales directores y la pusieron en manos de hombres sin fe, que, después de haber derrocado seis años antes la dinastía borbónica, habían de dejarse sorprender por ella y mirar poco menos que con indiferencia cómo se restauraba, sin oponerle la más leve resistencia. La nación no chistó; se dejó otra vez llevar y dominar; la dinastía expulsada volvió á reinar, servida hasta por los mismos que la habían derribado: siguiéronse veinte años de paz. Parecía que de ellos había de surgir una España nueva, y la nación de segundo orden ascender al rango de primera potencia. Pues bien, sucedió todo lo contrario: la potencia de segundo orden descendió al rango de tercera; era nación colonial y naval, y perdió sus escuadras y perdió sus colonias y provincias ultramarinas, las Antillas, las Filipinas, y las Marianas y las Carolinas; había recibido de la República una peseta sana y la dejó enfermar, hasta el punto de arruinarnos y deshonrarnos; tenía una Deuda de 6.000 millones, y se la encuentra aumentada hasta los 9.000; recibió un Presupuesto de gastos de 3.000 millones de reales y nos lo ha puesto en 4.000, sin haber hecho al país menos pobre ni menos africano; recibió una bandera universalmente respetada, y una reputación militar que nos hacía veces de infantería, de caballería y de artillería, y nos ha dejado sin reputación militar y en sus manos la bandera se ha convertido ante Europa en un pendón; se encontró al pueblo escaso y lo ha dejado hambriento, á la nación independiente y la ha hecho súbdita de dos potencias, el Vaticano por una parte y la Gran Bretaña por otra.

Y todo ello, ¿cómo? ¿por qué? No quiero decirlo yo, que podría parecer sospechoso de parcialidad: lo han dicho los padres graves de la Restauración, Silvela en 1895 y 1899, Maura en 1901 y 1902, Moret en 1905: «porque en treinta años de monarquía y de paz interior (dicen) no se ha gobernado para España, y España sin gobierno se ha quedado inconstituída, sin instituciones, sin libertades públicas de verdad, sin agricultura progresiva, sin instrucción, sin vías de comunicación, sin crédito, sin un régimen colonial justo y durable, sin ejército, sin marina; -no obstante los derroches de sangre y de dinero que para tener todo eso ha hecho durante más de una generación.» -Ahí tienen ustedes la Restauración pintada por sí misma: durante más de treinta años ha estado recibiendo un río de oro, porque gobernase al país y no lo ha gobernado: se ha limitado á gozarlo. Y el país sin gobierno se ha estrellado y se ha ido á pique. ¡Tanto como esto importaba haber mantenido en 1874 la República; tanto como esto se perdió con haber dejado restaurarse la infausta dinastía francesa destronada en 1868!

¿Ha sido culpa sólo de la Restauración y de sus comanditarios? No; es también culpa del país, de las que hemos llamado clases directoras, así neutras como republicanas, que lo han sufrido todo cobardemente, desde la ruina de los intereses económicos hasta la africanización espiritual, desde el deshonor hasta la muerte. Los hombres de la Restauración han dejado de imperar sobre nosotros, unos, cuando los ha jubilado la muerte, como Cánovas, como Sagasta; otros, cuando se hartaron de realeza y se retiraron por su pie, como Silvela, como Montero Ríos; jamás porque los haya arrojado de sí el pueblo. (Aplausos.) Para eterna vergüenza nuestra, quiero mostrar aquí un ejemplo de lo que hemos soportado y de lo que, según todos los indicios, vamos á seguir soportando: el ejemplo humillante, bochornoso, del último de la serie y que todavía vive, Montero Ríos, porque detrás de él yo no atino á ver en perspectiva sino otros que tales, López Domínguez dentro de tres meses, Canalejas dentro de seis, Maura dentro de nueve, y así en giro incesante la noria, sacando en vez de agua sangre, y Salmerón á su casa y la Unión Republicana disuelta para otra generación más, si tal vez no, teniendo que despedirse definitivamente de España por no haber tenido pecho para despedirse resueltamente de la legalidad. (Sensación.)

Hace mes y medio, la víspera de Inocentes, un diputado á Cortes interpeló al Gobierno en el Congreso por haber designado para presidir en nombre de nuestra nación la Conferencia internacional de Algeciras sobre Marruecos al Sr. Montero Ríos, sosteniendo que éste carecía de autoridad para llevar la representación de España y conceptuando tal nombramiento de verdadera desgracia nacional, preñada de desastres.

Creo que el diputado interpelante no tuvo razón en ese juicio, y que no la tuvo el combatido para dársela renunciando el cargo. Muy al contrario: para un pueblo tal como nosotros, para un pueblo de tan finas y tan largas lanas, que aguanta lo que viene aguantando, sobre todo desde hace ocho años, el político más indicado entre todos para llevar la voz de España ante el mundo y para gobernarnos, era este claro espejo de la raza, D. Eugenio Montero Ríos. Él es el gobernante de derecho divino; él el tipo ideal de la Restauración borbónica: no-entiéndase bien-porque sea peor, porque lo haya hecho peor que los otros tres ó cuatro que le quedan á la dinastía, que los seis ú ocho que se le han muerto (tal colmo habría sido imposible), no porque haya dado mayores muestras de impudor político; sino porque su antipática cautelosidad, porque su ingénita doblez política han dado á lo que llamaríamos su «manera», á lo antinacional ó antipatriótica de su conducta pública un relieve mayor. (Aplausos.) Él ha sido el prototipo de esa escogida falange de políticos que han mirado á la patria con el mismo entrañable, tierno y desinteresado amor con que la labradora quiere y agasaja á su lechón. (Aplausos.)

Ha sido él quien nos ha confesado estas dos cosas: -1.ª Que siempre fué partidario de la autonomía colonial, persuadido de que la concesión de las reformas sería remedio seguro á los males de la guerra; -y 2.ª, que, eso no obstante, cometió la falta de callarle aquella su opinión al país, de no expresarla en las Cámaras cuando el saberla podía haber sido útil á la patria, porque tal idea era popular ¡ah! y cuando Salmerón afrontaba la impopularidad, diciéndole la verdad á la opinión, sosteniendo esa tesis salvadora, y la mayoría del Congreso le increpaba enseñándole los puños y llamándole filibustero, el Sr. Montero Ríos, en vez de alinearse con el Sr. Salmerón, proclamando á la faz del país que el ilustre repúblico tenía razón, y elevar así el programa de los ilegales á categoría de bandera nacional, metió la cabeza bajo el ala, dejando que estallara la tormenta y que anegase al país, con tal que ni una sola gota de agua tocara á su precioso gabán. -Él es quien ha confesado estas otras dos cosas: -1.ª Que á la fecha en que se entregaron los pasaportes al embajador de los Estados Unidos en Madrid, él era partidario de que el Gobierno español declarase la independencia de Cuba, negociando con los insurrectos el reconocimiento del todo ó parte de la Deuda colonial; -y 2.ª, que, eso no obstante, se lo calló á la opinión; y cuando Pí y Margall sostenía valerosamente esa tesis á la faz del país, á costa de su popularidad, el Sr. Montero Ríos, en vez de unirse á él, que habría sido decisivo para el efecto de evitar la guerra con los Estados Unidos y salvar las Filipinas y Puerto Rico y la bandera y la escuadra y el honor nacional, el gran hombre se aguantó, manteniéndose agazapado y echándose un candado á la boca por temor de buscarse un disgusto ó de comprometer su carrera política, anteponiendo como siempre su interés personal á las conveniencias de la patria.

Ver así la verdad, como dice que la vió, y guardarla bajo llave, como si fuese cosa de archivo, útil nada más para la historia; ver que el país va descarrilado á precipitarse en el despeñadero, y no hacer desesperadamente todas las señales al pasaje para evitarlo; -los hombres públicos, y menos los que están, como estaba él, en activo, no tienen derecho á hacerlo sin cometer por el mismo hecho un delito de traición contra la patria. (Aplausos.) -Pues todavía no es esto sólo lo que el cauteloso y retrospectivo personaje ha hecho en tal orden. Después de haber contribuido de modo tan directo y tan cruel al trágico derrumbamiento de la patria, ha venido á apoderarse de las ruinas para fundar dinastía personal sobre ellas, haciéndolas feudo de sus hijos y de sus familiares. Julio Favre, aquel ilustre hombre de Estado francés verdaderamente honorable y patriota, después de firmada la paz de Versalles, aunque no había tenido parte la más mínima en el desastre de Francia, ni en su preparación, como la ha tenido, grande y de vario género, Montero Ríos en el desastre de España, se retiró para siempre á la vida privada, sin volver á aparecer en el escenario de la política, para no recordar con su presencia á sus compatriotas las vergüenzas y la humillación del vencimiento y de la desmembración; pero nuestro gran hombre, abnegado si los hay y más patriota que Favre, no ha vacilado en hacer el sacrificio de tomar sobre sí el gobierno del mísero pedazo de España que los yankees no quisieron llevarse y que él nos trajo de París en la maleta.

¿Es siquiera sólo en este ramo de la política exterior y colonial donde el cauteloso estadista galaico sacrificó la nación española en aras de sus conveniencias presentes y de sus expectativas presidenciales? No, que la ha traicionado igualmente en todo lo demás. Él era uno de los hombres más influyentes de la política borbónica, una verdadera potencia en los dos campos restauradores: era, además, uno de los jefes del partido gobernante, nada menos que presidente del Senado y heredero presunto del entonces jefe del Gobierno, Sr. Sagasta; de otro lado, declara que estaba convencido de que caminábamos á la perdición, que por su partido se gobernaba desatinadamente, haciendo lo contrario de lo que España habría necesitado que se hiciese para reponerse de su quiebra; y, sin embargo, el gran hombre no le dijo al país ni les dijo á las Cámaras nada de eso, que partiendo de él, podría haber sido decisivo para que la política mudase de rumbo; dejó correr las cosas; vió con indiferencia cómo el país seguía rodando hacia nuevos abismos, porque él iba bien en el machito, y aguardó á que Sagasta acabase de expirar, para decir, sin un minuto de transición, delante del cadáver todavía caliente, á guisa de responso y de panegírico, ¡que era preciso gobernar de modo contrario á como se había venido gobernando hasta entonces! El hombre habla sido infiel al país; ahora era además desleal con el jefe, á quien no podía ya seguir explotando y que dejaba vacante la suculenta y codiciada comandita del cetro español. (Aplausos.)

No ha sido leal con su país; no ha sido leal con su jefe, no ha sido leal con la verdad: ¿por dónde pudieron ustedes esperar que sería leal con los republicanos, cuando éstos fueron lo bastante cándidos para auparlo pactando con él un bloque llamado anti-clerical? (Aplausos.) ¡Ah! Se le estuvo bien, pero muy bien, á nuestra inocentísima Unión, y conviene traerlo á cuento para que sirva de escarmiento, si es que á los republicanos puede servirles de escarmiento nada. Ya lo recordarán ustedes: al primer tapón, la zurrapa aquella del famoso besalamano del Senado para que fuese aprobado el convenio de Maura con el Vaticano; y es que de los republicanos no tenía ya que sacar nada; á quien había que agradar entonces era á la Prerrogativa, dispensadora del poder. El segundo tapón, ó digamos el segundo escupitajo al bloque, fué todavía más inmoral y más escandaloso: coalición con el Gobierno conservador para derrotar á los republicanos en las elecciones municipales de Madrid, como para derrotarlos en las generales de Septiembre último [1905]; se ha aliado otra vez con los conservadores en la oposición, incluso con aquel famoso Gálvez Holguín, contra el cual se hizo en Madrid, hace diez años, con asistencia hasta de Sagasta, aquella grandiosa manifestación de los 80.000, llamada la «rnanifestación de la dignidad», el 9 de Diciembre.

¡Eso es lo que nos ha estado gobernando á ciencia y paciencia nuestra, durante cinco meses! ¡Eso lo que nos ha tenido puesto el cuchillo y el pie á la garganta; con eso es con lo que se nos provoca á los republicanos, á los neutros, al país! ¡Eso es lo que hemos soportado y volveremos á soportar pacientemente, sin que nos quite el sueño ni nos dé vergüenza! (Aplausos.) ¿Por dónde esperaríamos el advenimiento de la República, la restauración de la patria? ¿Por ventura hemos hecho por merecerla? ¿Ha repetido el partido, al ver llegar á ese hombre funesto, incompatible con el país, las ruidosas manifestaciones, los mitins, los couplets, que organizó y disparó con menos motivo -pero con mucho menos, quiero recalcarlo- contra el P. Nozaleda? No podemos, no, quejarnos de Montero Ríos ni de quien lo nombró; es el país quien puede quejarse de Montero Ríos y de nosotros. ¡Que fué desleal para con la Patria! Pero nosotros nos hacemos cómplices y responsables de su deslealtad y del nombramiento con nuestra conformidad y con nuestro silencio; con no declararlo moralmente incapaz para gobernar, aunque sólo fuese por motivos de pública honestidad, y no obstruirle el camino de Palacio en la forma en que se cerró al dominico filipino el camino de Valencia. ¡Que fué desleal al bloque! Pero nosotros lo hemos merecido, por habernos fiado de él, y aun por menos que eso, por haber mantenido tratos con un partido dinástico y haberle ayudado á subir, en vez de hacerle la cruz como si se tratara de un enemigo público, considerando que no hay mejor ni peor en la Restauración, que todo en la Restauración borbónica es Montero Ríos...

Por mi parte, esa cruz la tengo ya hecha desde 1900, desde antes del fracaso y suicidio de la Unión Nacional; y en tantos años no he encontrado motivo de arrepentirme ó de rectificarme. Ni directa ni indirectamente he reconocido nunca en los hombres de la Restauración derecho á gobernar el Estado, derecho en la Corona para encomendar la gobernación á tales hombres. -Me nombrasteis un día diputado, y de hecho no he sido diputado ni una hora; y con no ir á tomar posesión del cargo, no he tenido que prometer ni en broma fidelidad y obediencia á supuestos poderes á quienes no se la debo; no he tenido que reconocer por ese medio indirecto, mintiendo á mi conciencia, la legitimidad de poderes levantados sobre la ruina violenta é ilegal de una legalidad, la de 1873, y sobre un llamado Parlamento que Cánovas el primero y Maura el último han declarado que no era la representación legítima del país. (Aplausos.)

No he pisado una sola vez el Palacio del Congreso; no he ostentado una sola vez aquella calidad, ni aun usando el papel membrete del Congreso, que viste tanto como ustedes saben; -«el diputado por Zaragoza», «el diputado por Madrid»- y que en todo caso sale más barato que el de la tienda, porque los contribuyentes lo dan de balde; no he usado nunca, ni una sola vez, la estafeta del Congreso, ó sea el correo oficial, que para los diputados y senadores es gratuito; no he viajado nunca con billete de diputado por ferrocarril; no le he costado un céntimo al Estado; no he invocado nunca en mis causas criminales, instruidas por no sé qué aprensiones de atentado contra la forma de gobierno, de injurias á las «instituciones», etcétera; y en la primera de la serie, única en que comparecí á declarar, al mostrarse sabedor el juez de que yo era ó aparecía ser diputado y hacerlo constar en el acta, contesté que era él quien lo decía, no yo, que yo no invocaba tal calidad, y en todo caso, que renunciaba toda clase de inmunidad, queriendo ser juzgado como los demás ciudadanos.

No fui á tomar posesión del cargo, ó á «jurarlo» como se dice. Porque me lo exigieron, invocando fueros de disciplina, y porque sin presentar el acta no puede ésta renunciarse válidamente á los efectos de nueva elección parcial, entregué dicho documento credencial á los Sres. Salmerón y Azcárate: presentáronlo á la Mesa del Congreso; allá ellos: ya he dicho que yo no fuí á hacerla efectiva tomando posesión: ahora añado que al punto en que el Sr. Castellano se despojó de su investidura de diputado por Zaragoza, envié inmediatamente mi renuncia, por el mismo conducto que el acta, para que no pudiera decirse que había yo retenido ó secuestrado ni siquiera una hora su soberanía á los zaragozanos: por ese lado no me remorderá lo más mínimo la conciencia; si luego los electores, á despecho de las travesuras ratoniles de cierto «vivo», unos explícita, otros implícitamente confirmaron el acta y retuvieron la renuncia en manos del Sr. Salmerón, eso más tengo que agradecerles y les agradezco, pero constando que no ha sido obra mía ni de mi voluntad. La prueba de mi sinceridad y de mi limpieza en todo esto, si tratándose de mí hiciera falta prueba, es que los jefes me exigieron como condición para presentar en el Congreso mi renuncia de la diputación por Zaragoza, que les entregase mi otra acta, la de Madrid, á fin de presentarla y que yo no dejara de figurar como diputado en la minoría; y á pesar de todos los requerimientos y no obstante ser yo tan ciego y apasionado de la disciplina como todos saben, me negué: mi acta por Madrid ha quedado virgen, no ha llegado á ser presentada.

Quedamos en que, de hecho, no he sido diputado por ninguna parte. Pero la verdad es que fui entonces votado por mayoría de Zaragoza y su circunscripción, como en Septiembre último he sido votado por mayoría no de la circunscripción, pero sí de la ciudad en términos de poder considerarme diputado de derecho por Zaragoza-ciudad como en 1903 por Zaragoza-circunscripción. Ó lo que es igual: Zaragoza-ciudad me ha dado sus poderes dos veces, en dos elecciones consecutivas, y me los han dado por impulso propio, por iniciativa propia, sin que me recomendara ningún cacique ni me impusiera ningún gobernador. (Aplausos.) ¡Qué motivo de orgullo para mí, si fuese capaz de sentirlo y desvanecerse un hombre que siente poco menos que desprecio de sí propio! ¡qué rocío vivificador, aquel rocío de afectos y de voluntades caído á través de las urnas sobre una vida tan desolada como las más desoladas estepas de mi tierra alto-aragonesa! Después de aquello, sólo me cabía ya una satisfacción: yo no quería morirme sin haberme puesto en contacto directo con este pueblo por el cual siento tanta idolatría, para expresarle en persona los sentimientos de admiración, de veneración y de gratitud que me embargan y que he declarado repetidas veces por escrito en cartas y comunicaciones: esa satisfacción del alma, que es algo más que satisfacción del deber cumplido, acabo por fin de conseguirla y de gustarla: puedo, por fin, decirles á los electores: «Si algún día el Supremo Juez exigiera, para entrar en la gloria eterna, acreditar alguna gloria terrenal, yo le diría, cuando me llegase la hora: Señor, un día tuve la fortuna de penetrar en el corazón de un pueblo y ser acogido en él, y ese pueblo era Zaragoza: no necesito más para mi gloria.» (Aplausos.)

Pero no acaba todo con eso: yo he debido hacerme cargo del papel que he representado, aunque pasivamente, en la contienda electoral primera y en la pendencia electoral segunda; y he procurado hacérmelo para dar sus verdaderas proporciones á las cosas y no atribuir al suceso, en lo que personalmente me concierne, una significación y un alcance que realmente no tuviera. Yo me he preguntado alguna vez, en estos tres años transcurridos desde las elecciones generales de 1903, por qué me votó Zaragoza sin embargo de no conocerme, y sin embargo de haberle yo anunciado que no podía ni quería ir al llamado Parlamento con ninguna representación; y he venido siempre á confirmarme en la primera impresión, comunicada por mí, al día siguiente del escrutinio, al respetable Sr. González Abelaida como presidente de la Comisión electoral: es que la elección en Zaragoza no fué propiamente elección, sino plebiscito; es que allí no se votó una persona para el cargo de «legislador», sino meramente una divisa y un símbolo. En La Coruña, en las elecciones generales últimas de hace cinco meses, los republicanos fueron á las urnas con el solo objeto de contarse, y al efecto, para formar una candidatura, tomaron mi nombre (sin consultármelo ni participármelo), además del nombre del ilustre Azcárate. La Coruña nos dió á los dos cerca de 2.000 votos, mientras dejaba sólo cosa de 300 para los candidatos monárquicos; es decir, nos dió de cada siete votos seis, aunque fuego, como sucede siempre en España, como á mí mismo me había sucedido en Gerona, los distritos rurales de la circunscripción vinieron á convertir la minoría en mayoría para los adictos. Pues bien; algo por este estilo es lo que pienso que sucedió en la elección anterior de 1903 en Zaragoza: los republicanos tomaron mi nombre, he dicho, como una divisa ó como un símbolo. -En el primer concepto, como una abstracción, como un santo y seña para reconocerse en la pelea, como un punto de mira y de convergencia, enteramente impersonal, donde se daban cita las diversas tendencias que habían de entrar en la composición del partido republicano local, reorganizado como consecuencia de la Asamblea de Madrid de 25 de Marzo; en ese primer concepto, repito, se tomó mi nombre como podía haberse tomado el de otra persona cualquiera, conocida ó desconocida, y aún menos que eso, el de una persona supuesta ó inventada. -En el segundo concepto, como un símbolo, Zaragoza electoral encarnó en mi una protesta, un espíritu y un ideal ó un programa: una protesta, la protesta viva, ardorosa, de un irreconciliable, de un incompatible, que soy yo, contra todo lo existente; un espíritu ó un sentido profundamente, enérgicamente revolucionario, reclamado por la urgente necesidad que el país siente de apartar de la gobernación á los fracasados y sustituirlos por gente nueva é inculpable; y un ideal ó un programa sustantivo de reconstitución y europeización, en que hemos dado voz y cuerpo á las ansias del país y á las exigencias de su desesperada situación, sacando la política de los moldes abstractos donde se había petrificado y en que se fraguó la catástrofe.

Que esto fué así, lo acredita un sencillo hecho: que no obstante haberme abstenido de hacer uso del acta, conforme á lo que tenía anunciado, y á pesar de haber advertido por la prensa zaragozana á los electores que tampoco ahora podría ni querría ir al Congreso de los Diputados, Zaragoza ha vuelto á votarme, á votar mi nombre quiero decir, y hasta dándome bastantes más votos que á los demás candidatos.

Y la prueba de que Zaragoza entendió encarnar ó simbolizar en mí el procedimiento revolucionario incondicional y sin transigencia, el espíritu de absoluta negación de todos los poderes del Estado oficial actual, de absoluta ruptura ó abstención de relaciones con ellos; -es que yo no he prestado á Zaragoza ni á ninguna de las poblaciones de la circunscripción un solo servicio oficial, que no he pedido á ninguno de los Ministerios nada para nadie (ya saben ustedes que no me he escondido en esto, que me he confesado de ello en cartas que han llegado á conocimiento del público, y de que hasta se ha hecho arma electoral por alguno de los candidatos, muy lógicamente desde su punto de vista, para restar votos á mi candidatura), que no he prestado, repito, servicios oficiales, ó más bien (pues esto viene á ser), aprensiones, tentativas ó apariencias de servicio á individuos ó localidades, y que, sin embargo, Zaragoza ha vuelto á votarme, dándome la capital mayoría absoluta de votos y la circunscripción medio millar de votos más que la otra vez. ¿Por qué? Porque pedir algo á los gobiernos es, en mi pensamiento, tanto como obligarse con ellos; es reconocerles indirectamente, á ellos y á quien los nombra, legitimidad y título para gobernar, y yo no se lo quiero reconocer (Aplausos.): para mí, todos son gobiernos y poderes de fuerza, todos son poderes legítimos, y gobiernan, ó mejor dicho, imperan sobre mí y me avasallan porque no los puedo derribar. (Aplausos.) Y á quienes yo deseo derribar, á quienes yo tengo condenados en mi foro interior, á quienes considero usurpadores de la soberanía política y del presupuesto, que es decir de lo mío y de lo de todos, injustos explotadores del Estado, oprobio de la nación, á quienes quiero enjuiciar y derribar, no les pido nada; les pido sólo que se marchen, en tanto se allegan fuerzas para barrerlos. (Aplausos.) -Ahora bien, esta es mi deducción: cuando Zaragoza ha vuelto á votarme, no obstante esa mi conducta abstinente, sabida de todos, es sin duda que Zaragoza piensa en eso lo mismo que yo; es que se halla ya tan harta de convencionalismos y de tiquis miquis parlamentarios como yo; que á su entender, como al mío, la protesta contra la Restauración, contra los políticos de la Restauración y contra los Parlamentos de la Restauración debe ser viva, práctica y de verdad, no de mentirijillas; que de los dinásticos no debe quererse ni la gloria (Aplausos.); que al punto á que han llegado las cosas en nuestro país, hay que reducir la política republicana, en orden á sus relaciones con el Poder, á. una sola cosa: á, negarlo, á boycottarlo, á extirparlo hasta la raíz ó aventarlo de forma que nunca más pueda volver á retoñar. (Aplausos.)

Hablando en tesis general, tres graves inconvenientes tiene (dado el estado de mortal gravedad de nuestra patria, repito; no hablo de situaciones normales, como las de Italia, Inglaterra, Bélgica, Holanda, Dinamarca) la presencia de los republicanos en el Parlamento:

1.º Ese que acabo de insinuar, por lo que á mí respecta: que con ello se reconoce prácticamente la legalidad y la legitimidad de lo existente, se da á la Monarquía una fuerza de que sin eso carece, y se hace al partido republicano cómplice de hecho en la continuación de esta gran mentira que llamamos Estado español, se le hace cómplice en la continuación de la caída de la nación, que no se modera ni se ataja, que por el contrario se acelera y precipita por momentos, aunque las gentes no se den cuenta de ello, como no se daban cuenta antes de 1895 de la catástrofe nacional á punto ya de alumbramiento.

2.º Perder lastimosamente, sin el más mínimo adelanto ni resultado para la República ni para la Patria, el tiempo que haría falta para ponerse en contacto directo con el pueblo y hacer gacetable la revolución, previniendo el riesgo de que á los pocos meses ó á las pocas semanas de llegada al Poder, sobrevenga la bancarrota de la República, por no haberse preparado en la oposición, cuando había tiempo;-y

3.º Porque es poner confianza en esos torneos infecundos del Parlamento, á sabiendas de que en ellos no está la República, á sabiendas de que en ellos no está la regeneración, y que relajan en cambio la acción, quitando al brazo la fuerza que se disipa por la lengua, fatigando y aburriendo á la opinión y ahuyentándola y privándose de su indispensable é insustituible concurso.4

Para mí, el partido republicano debería sencillamente hacer lo que la Restauración con Cánovas hizo en 1875: ella declaró entonces «ilegal» al partido republicano; el partido republicano debe ahora declarar ilegal, ó lo que para el caso es igual, ilegitima la Restauración, y como consecuencia, constituirse á sí propio y declarar al país en estado de revolución y no hacer otra cosa que prepararla: preparar la de arriba en la forma que he dicho, haciéndola gacetable, y preparar la de abajo, contándose los patriotas de corazón y de verdad, organizando los medios externos necesarios para derrocar el régimen en la misma forma en que se levantó, que es decir, por la fuerza. (Aplausos.)

Con alma y vida, lo mismo si sigo apellidándome republicano, como si me he apartado definitivamente de la vida pública; -ahí me encontrará á su lado, en tanto yo aliente, Zaragoza; jamás en el Parlamento. Vayan otros á él: les acompañarán mis respetos, aunque también la convicción que abrigo de que muy pronto, así ellos como el partido, han de darme la razón, y ojalá cuando me la den no sea ya tarde... (Aplausos.)

Permitidme ahora una última reflexión á propósito del próximo Centenario de los Sitios y de la situación en que va á sorprendernos, si España sigue tan dejada de la mano de Dios y de los españoles como viene estando desde hace una, desde hace tres, desde hace once generaciones.

Dentro de tres años vais á celebrar el Centenario de los Sitios puestos á Zaragoza por el general francés Lefebvre y por el general De Lannes; y como es natural, queréis preguntaros -es decir, querremos preguntarnos, pues dentro de la ciudad sitiada había combatientes y defensores de varia procedencia; -(estaban, verbigracia, los famosos tercios de Barbastro),- querremos preguntarnos qué frutos han dado para Aragón, qué bienes han traído á España aquellas espantables desgarradoras tragedias; qué beneficios ha producido para los nietos y los biznietos el heroico sacrificio de los abuelos. Quiero daros una muestra por adelantado, que sea como un principio de respuesta, á aquella formidable interrogación.

En muy poco tiempo, en menos de una generación, 80.000 aragoneses han pasado el Pirineo para ir á pedir un jornal ó una limosna á los nietos de De Lannes y Le Febvre, sitiadores de Zaragoza. (Sensación.) En igual tiempo, 150.000 españoles de las provincias ribereñas del Mediterráneo, un día conquista de Aragón, han pasado el mar y se han avecindado en Argelia, á la sombra del pabellón francés, satisfechos de haber encontrado, por fin, el pan y la protección que no había querido ó no había sabido procurarles esta descastada dinastía borbónica con que nos obsequió un rey hechizado. (Aplausos.) ¿Y sabéis por qué? ¿Sabéis por qué la nación francesa se ha repuesto de su quiebra y se ha hecho grande, fuerte, opulenta, bien regida y ha podido acoger fraternalmente en su seno á esos pobres trabajadores españoles cuyos abuelos se dieron en holocausto á la dinastía de los Borbones, haciéndose matar al grito de «muera Francia»? Porque Francia, al día siguiente de Sedán, tuvo el buen sentido de enviar á paseo á Napoleón é instaurar en lugar suyo el régimen republicano; al paso que nosotros, burros y cobardes y suicidas, sin instinto y sin vergüenza, al día siguiente de nuestros Sedanes, en vez de proclamar la República, dejamos que nos enviase á paseo á nosotros un Napoleón de doce años. (Aplausos.) Porque con nuestro criminal encogimiento de hombros, hemos dado lugar á que se desprendieran y se dispersaran, perdidas para siempre, las últimas hojas de nuestro calendario. Y yo os digo, les digo á los aragoneses, les digo á los españoles: si á la fecha de este vuestro primer Centenario la República no lleva ya adelantada la revolución desde el poder, Zaragoza no celebrará el Centenario una segunda vez, porque cuando el segundo Centenario llegue, hará ya mucho tiempo que España habrá quedado borrada del mapa. (Aplausos prolongados.)



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