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«El primer problema». Políticos y política en la narrativa de José María de Pereda

Raquel Gutiérrez Sebastián





«Los diputados pueden ser monárquicos puros, monárquicos-populares, demócratas templados, republicanos intransigentes... Como que van a ser nombrados a completo gusto de la nación».


(Pereda: 2009: 630)                


Con estas palabras, correspondientes al artículo «El primer problema» y escritas por el Pereda periodista político el 17 de enero de 1869 en El Tío Cayetano, un semanario satírico conservador dirigido por él1, arremetía el escritor contra la revolución de Septiembre de 1868 y los excesos y desmanes del liberalismo, así como contra las inconveniencias del sistema parlamentario (García Castañeda: 2004: 162) y lo hacía desde una óptica satírica y crítica a través de la que defendía su ideología ultraconservadora.

Unos meses después, la defensa de dicha ideología le llevaría a una vinculación activa con el partido carlista desde 1870 y a ser diputado por el distrito de Cabuérniga en Cantabria en las elecciones del año siguiente, 1871. Su experiencia en la Corte como diputado de segunda fila no fue muy destacada, y sus intervenciones en el Congreso consistieron únicamente en una interpelación al Ministro de Fomento y en una proposición de Ley para que continuase por cuenta del Estado la conservación y mantenimiento del puerto de Santander (Estrada Sánchez: 1996: 294), es decir, que se mantuvo en la discreta actuación habitual en la mayoría de los diputados de su época. A esta experiencia política, no muy positiva, le siguió muchos años más tarde, en 1891, una tentativa fallida de ingresar en el Senado (Estrada Sánchez: 1996: 294).

Quizá esta vivencia personal poco positiva de la política, que le llevó a rechazar la asunción de compromisos de esta índole en su madurez, a un retiro de la vida pública activa y a una especie de exilio voluntario en Santander, una pequeña ciudad de provincias alejada de los centros de poder, con largas estancias anuales en Polanco, su aldea natal, incrementó su escepticismo y acrecentó una imagen muy negativa de la política y los políticos que si bien en sus primeras obras periodísticas y literarias correspondía al intereses ideológicos de censura de los males del liberalismo, en su madurez estuvo dominada por un descrédito total hacia el juego político dentro de una suerte de regeneracionismo que auspiciaba el aislamiento de los pequeños núcleos rurales de los juegos políticos generales de la nación y promovía la comunión de los aldeanos con los hidalgos patriarcales, en definitiva, un patriarcalismo de tintes regeneracionistas (Gutiérrez Sebastián: 2000: 403-414).

Este descrédito hacia la política se manifestó con especial virulencia en algunas de las novelas del escritor que analizaré a continuación: Los hombres de pro (1876), que presenta el proceso de ascenso social de Simón Cerojo, que deja de ser un tabernero de aldea para convertirse en diputado, Don Gonzalo González de la Gonzalera (1879), una novela de tesis que relata la llegada de la revolución liberal del 68 a la aldea montañesa de Coteruco, recrea el alzamiento de los liberales corruptos y caciquiles contra el poder de los benéficos hidalgos patriarcales y concluye con el fracaso de esta tentativa revolucionaria, El sabor de la tierruca (1882), relato que pinta la vida bucólica en el pueblo de Cumbrales bajo la égida de un patriarca rural y en el que se producen algunos enfrentamientos entre los carlistas y el liberal don Valentín, y Pedro Sánchez (1883), una de las grandes novelas del escritor en la que la voz narradora rememora la juventud del protagonista en Madrid, en el momento de la Vicalvarada, 1854, pintando los acontecimientos políticos más relevantes de ese período. En esta novela el personaje de Pedro Sánchez, su protagonista, rememora desde la ancianidad su propia vida tomando como punto de partida su infancia como hijo de un pobre hidalgo montañés que animado por un político influyente de Madrid, Augusto Valenzuela, se decide a marchar a la Corte para mejorar su fortuna2. En la capital se coloca como redactor de un periódico liberal, llega a ser un alto cargo en el Ministerio de Gobernación, y tras una frustrada experiencia matrimonial con la hija de Valenzuela huye al extranjero y acaba sus días en su tierra natal, donde recupera la felicidad que había perdido en los afanes y desventuras del mundo cortesano.

En concreto, el estudio que llevaré a cabo3 se centrará en dos elementos concretos de esa pintura negativa de gobiernos y gobernantes que aparece en las novelas anteriormente indicadas: el caciquismo y la recreación literaria de los liberales.

El análisis de los abundantes tipos caciquiles en estas y otras narraciones del novelista cántabro resulta interesante porque permite constatar un fenómeno general de la narrativa del XIX: el trasvase de los tipos costumbristas a la novela realista-naturalista y a los relatos de fin de siglo y el proceso de ideologización al que son sometidas estas figuras. En efecto, el cacique representado en la novela regeneracionista finisecular, como certeramente señaló Romero Tobar, surge de la reelaboración de la pintura de los caciques presentada por la narrativa del realismo, y este retrato a su vez tiene elementos del costumbrismo de tipos de la primera mitad del siglo. En estos términos lo explica el crítico citado: «Y aunque la figura del tipo social del cacique haga fugaces apariciones en textos de la literatura moderna anteriores a estos años, es ahora cuando se elabora un arquetipo -similar a los de la literatura costumbrista- de copiosa productividad. El modus operandi de los novelistas, a la hora de enfrentarse con el tipo, reproduce los viejos clichés de la narrativa pre-galdosiana en cuanto al abocetamiento del personaje que lo encarna y en lo tocante a la simplicidad del bagaje teórico con que se pretende explicarlo» (Romero Tobar: 1977: 142).

Este trasvase de rasgos del tipo del cacique desde el costumbrismo a la narrativa finisecular se aprecia claramente en el caso de Pereda, que recreando al tipo desde sus primeras colaboraciones costumbristas lo traslada, con rasgos muy semejantes, a sus narraciones extensas. Así el primer cacique perediano, Don Hermenegildo Trapisonda, protagonista del artículo «Un tipo más» de Tipos y paisajes (1871), tiene muchos rasgos en común con un cacique ya convertido en personaje novelesco como Patricio Rigüelta de Don Gonzalo. Ambos coinciden en el tratamiento irónico de la onomástica: Patricio y Hermenegildo son respectivamente un obispo escocés y un mártir cristiano, y sus apellidos, Rigüelta y Trapisonda revelan con irónica clarividencia sus actividades políticas; también se asemejan en la caricaturización a la que Pereda los somete, además de corresponder al mismo tipo de tunante trapisondista. Tienen en común incluso la caracterización a partir de tics verbales, y su programa de «actuaciones» políticas es similar: se apropian de terrenos comunales, coaccionan a los votantes y establecen unas ambiguas relaciones electoralistas con los políticos de la capital. Las principales bases del programa caciquil de Patricio se exponen en el diálogo que entabla este con su hijo en el capítulo decimoquinto de la novela. Oigámoslas de boca del propio Rigüelta:

«En esas jaranas, los pueblos tienen horror de gastos; y como el Gobierno tardará mucho en meter en caja el barullo, cada Ayuntamiento buscará arbitrios, que en su día se darán por buenos, por la cuenta que tendrá a los de arriba, que estarán en igual caso que nosotros. Pido yo, en bien de los pobres, que se venda el Sel, o que se inmortalice, como habla Lucas; y a puertas cerradas me quedo con él, a cuenta de débitos que tendrá el Ayuntamiento conmigo, por esto o por aquello, que yo arreglaré campantemente... y a otra cosa».


(Pereda: 1991: 210)                


En ambos casos también la voz narradora proyecta la ironía y la intención crítica sobre la figura recreada. Sirva como ejemplo la descripción de Patricio:

«Era hombre de cincuenta años, moreno, enjuto, de ojos pequeños y mirada innoble, muy risueño y muy hablador. Tenía un poco de chalán, otro poco de arbitrista, muy poco de labrador y mucho de correntón y aventurero; era muy aficionado a ser concejal, pleitista perdurable y enemigo encarnizado de todos los ayuntamientos, cuando no lograba formar parte de ninguno. Acaudillaba en Coteruco a todos los viciosos y haraganes que no tenían entrada en casa de don Román, y se despegaba de sus convecinos por sus costumbres, carácter y figura, como el agua del aceite».


(Pereda: 1991: 66)                


El mismo tono de distanciamiento, plenamente caricaturizador aparecía también en los caciques retratados en la novela Los hombres de pro, y especialmente en Don Celso Lépero, el agente que acompaña a Simón en su campaña electoral por el distrito. La descripción que el narrador hace de este personaje, del que el lector tiene ya una primera aproximación peyorativa a través de la denominación simbólica que le precede -la voz «lépero» en el español de Cuba significa sagaz y astuto- no puede ser más exagerada, y resulta además bastante quevedesca:

«Dirigía la cabalgata uno de los seis caciques, largo de nariz y penetrante de mirada; casi imberbe, aunque ya picaba en viejo; poco hablador, pero al caso, y desconfiado hasta de su sombra. [...] Era, además, alcalde perpetuo de su pueblo, y consejero nato de media docena de municipios limítrofes, y estaba muy bien aconsejado con gentonas de Madrid que le debían favores semejantes al que estaba dispensando a don Simón».


(Pereda: 1990: 193-194)                


En la novela publicada once años después, El sabor de la tierruca, se sigue reiterando la caricaturización de los caciques aldeanos, que, como en Don Gonzalo y otras novelas, pertenecen al partido liberal y son el blanco de los prejuicios ideológicos del novelista y se añaden algunos elementos a este retrato, como la pirámide de poder a través de la que establecían sus redes de clientelismo. En la aldea de Cumbrales se encuentra un trapisondista aldeano, significativamente motejado como Asaduras, un intrigante de escaso poder, al que se alude como «el enredador electoral más sin vergüenza de la comarca» (Pereda: 1992: 10); jerárquicamente por encima de él encontramos a otros dos personajes, el diputado a Cortes al que Pereda designa con el apelativo simbólico de marqués de la Cuérniga, nombre que resulta de la mezcla entre la forma trastocada del topónimo cántabro Cabuérniga y la referencia hilarante a un cuerno, y don Rodrigo Calderetas, quien se esconde en la defensa de las ideas liberales para dominar la región en su propio provecho y cuyo retrato caricaturesco se acompaña en edición ilustrada de la novela de un dibujo de Apeles Mestres que incide en la imagen de prepotencia del personaje que ya aporta el discurso narrativo.

El cacique don Rodrigo Calderetas

El cacique don Rodrigo Calderetas

Asociado con el tema del caciquismo, se recrean en las novelas peredianas estudiadas las irregularidades en los procesos electorales. Por ejemplo, en Don Gonzalo el narrador se hace eco de las presiones que ejercía Patricio sobre los votantes: «Llevaba a sus electores asidos del brazo hasta la urna, y no los soltaba hasta que la papeleta desaparecía en el fondo» (Pereda: 1991: 326); incluso se alude expresamente el pucherazo electoral, tema que aparecería unido al del caciquismo en las novelas regeneracionistas de Pascual Queral, Joaquín Costa o Silverio Lanza:

«En cuanto a él, que vinieran o no los ausentes, al dar su voto, a última hora, metería en la urna un puñado de papeletas que a prevención llevaría en el bolsillo. Si el engaño pasaba inadvertido, bueno; y si no, armaría escándalo, iría la urna por la ventana, se daría por hecha la elección del día... y el que pasa un punto, pasa un mundo».


(Pereda: 1991: 327)                


La pintura negativa del cacique en los relatos analizados se completa con la presencia de una figura literaria que constituye su contrapunto. Me refiero al patriarca, que aparece en muchos relatos del polanquino en confrontación con el cacique.

Le Bouill indicó que esta oposición aparece en obras anteriores a Don Gonzalo, pero de modo especialmente llamativo surge en esta novela, pues se presenta la contraposición entre don Román como prototipo idealizado de patriarca y un satirizado Patricio Rigüelta. En la base de este enfrentamiento se encuentran razones ideológicas, pues ambos personajes representan los dos ejes de la novela regionalista perediana, el satírico, del que son blanco los caciques e indianos, y el idílico, polarizado en torno al patriarcado rural (Le Bouill: 1976: 323).

En efecto en Don Gonzalo la figura patriarcal de don Román Pérez de la Llosía constituye un arquetipo idealizado que resume los caracteres de los mejores hidalgos peredianos: es hijo único de un venerable padre, lo que implicará que en él se deposite toda la tradición patriarcal y la continuidad familiar, como sucederá con Marcelo en Peñas arriba; en segundo lugar, abandona sus estudios en la ciudad para volver al reducto rural4; además pertenece a una familia de abolengo e incluso su retrato moral es positivo y se destaca su condición de hombre religioso, junto con su ánimo benefactor, pues su interés es:

«dar mayor alcance a los impulsos de su generosidad en bien de sus convecinos, en su gran mayoría ligados tradicionalmente a su casa, como colonos de ella unos, y todos como deudores de grandes beneficios».


(Pereda: 1991: 60)                


Económicamente es un propietario rico, ilustrado y moderno, como lo demuestran las reformas agrícolas y ganaderas que acomete, así como su afición a la lectura. Pero sin duda, uno de los rasgos más destacados por el narrador a propósito del patriarca es su animadversión hacia la política y su deseo de alejarla de los núcleos rurales: «Para don Román llevar esta política a una aldea, equivalía a encerrar una víbora en un nido de palomas» (Pereda: 1991: 64), aspecto que producirá en el capítulo inicial de la novela su primer enfrentamiento con Patricio, interesado en traer al pueblo noticias de los sucesos políticos que estaban aconteciendo en Madrid.

En definitiva, en estos relatos peredianos se repite una imagen caricaturesca y satírica de los caciques que reiterando los rasgos negativos del tipo presentes en la tradición costumbrista, los cubre de los prejuicios ideológicos característicos de las novelas de tesis, fundamentalmente cuando el narrador de Polanco pinta tipos caciquiles que engrosan las filas del liberalismo.

La última parte de la afirmación anterior es válida en líneas generales para las narraciones de Pereda anteriores a El sabor de la tierruca (1882), pero debe matizarse cuando analizamos esta novela y las posteriores. En ellas la crítica al liberalismo se matiza y deja paso al escepticismo y la crítica al sistema político en general. De ahí el interés de detallar el tránsito de las narraciones de Pereda desde ese tono ácido antiliberal propio de novelas de tesis como Don Gonzalo al desengaño de todo credo político que aparece ya en El sabor, pero sobre todo en Pedro Sánchez.

La sátira antiliberal en Don Gonzalo se lleva a cabo a partir de la creación de un sistema antitético de personajes que presenta literariamente la confrontación entre los representantes del viejo sistema patriarcal defendido y legitimado por el novelista y los que preconizan el nuevo orden revolucionario, a los que aplica el narrador la lente satírica deformante (Gutiérrez Sebastián: 2007: 85-96). Así, los liberales de Coteruco estaban representados por Patricio Rigüelta, el cacique al que anteriormente nos referíamos, Lucas, un estudiante cojo5, ideólogo del nuevo orden, y Don Gonzalo, el estúpido indiano que pretende medrar en la escala social añadiendo al capital traído de las Indias una posición política, y que en el fondo intenta resarcirse del desprecio que han manifestado hacia él el hidalgo y sobre todo, su hija Magdalena, con la que aspiraba a casarse.

Frente a ellos se catalogan como moralmente superiores los tres representantes del viejo orden, don Román Pérez de la Llosía, el patriarca, don Frutos, el cura y el hidalgo don Lope. La vieja alianza del Antiguo Régimen entre la iglesia y los hidalgos, últimos descendientes de la rancia nobleza montañesa, en ocasiones venida a menos económicamente (como sucede en el caso de don Lope) o reconvertida en un patriciado de propietarios rurales, católicos, de buenas costumbres y rectores de los incultos aldeanos, representados por don Román, es para el novelista la detentora de los valores morales que han de ser preservados.

La bipolaridad entre la presentación del liberalismo satirizado y el idealismo de la pintura de los personajes que representan el conservadurismo se manifestaba en la presentación antagónica de una serie de figuras contrapuestas en esta novela. Al hidalgo don Román, una figura de irreprochable moral y retrato físico positivo, se oponía la imagen del indiano Don Gonzalo, amanerado, barroco y risible:

«Vedle: de mediana talla y vestido de finísimo paño negro; sus anchos pies contorneados de juanetes, calzados con refulgente charol; rapada la barba; doblado el cuello de la camisa bajo el escotado chaleco, con un lacito de mariposa, hecho con las deshiladas puntas de la corbata; la pechera tersa y bordada, y culebreando sobre ella y el chaleco, en varias direcciones laberínticas, una cadena de oro; muy rizadito el pelo, y descansando sobre las dos laterales escarolas de rizos, más bien que ajustado a la cabeza, un sombrero de copa alta; en la diestra mano un bastón de manatí con puño de oro; la izquierda caída sobre el muslo correspondiente, oprimiendo entre los dedos un par de guantes de respeto, y ambas cubiertas de vello por el dorso».


(Pereda: 1991: 128)                


Políticamente el indiano pretendía el poder, pero quería mantenerse alejado de la lucha política:

«quería la batalla en Coteruco, pero presenciándola desde su balcón; quería mucho más el triunfo de la pintada conjuración en el valle, y aparecer entonces al frente de los triunfadores para que sobre él lloviesen cargos y preeminencias de honor; pero no quería arriesgar un cuarto en la empresa, ni aparecer ligado con su persona a los promovedores del trastorno, por miedo a las consecuencias de un fracaso, demasiado probable a sus ojos».


(Pereda: 1991: 145)                


Al virtuoso cura don Frutos, representante de otro de los baluartes del Antiguo Régimen, la iglesia y líder espiritual del pueblo, se contraponía el intrigante Patricio, líder en lo corporal, que se gana el voto y apoyo de sus convecinos convidándolos a festines bien regados con vino en la taberna de la aldea, festines que jalonados con juegos de naipes terminan con fanáticos discursos revolucionarios entre los hipos de los borrachos.

Y finalmente, se reitera la confrontación hidalgo/líder revolucionario en el caso de don Lope, el rancio hidalgo arruinado y su sobrino Lucas, vocero revolucionario sobre el que el narrador proyecta la lente caricaturesca:

«Era el jinete poca cosa en estampa, y petulante en el aire, acaso porque de tal se le daban unos quevedos montados en su nariz, medio ocultos bajo el ala de un sombrerillo, [...] Llevaba una maletilla en el arzón trasero, y en el delantero una muleta atravesada, señal de la cojera del jinete, que bien se echaba de ver en lo seco y contrahecho de una de sus piernas, y en el estribo correspondiente, colgado media vara más arriba que el del otro pie».


(Pereda: 1991: 92)                


Su ideario liberal es recoge por el narrador tomándolo de las propias palabras del personaje:

«es preciso elevar lo que está caído y abatir lo que está en alto; más claro, hay que romper el doble yugo del confesionario y del feudalismo, que pesa hoy sobre estos labriegos, y dar otra dirección a sus aspiraciones... en una palabra, tenemos que desbaratar el absurdo prestigio del cura y de don Román, y sustituirle por el nuestro».


(Pereda: 1991: 118)                


Sin embargo, esta bipolaridad liberales/conservadores, o sátira/idealización no se reitera totalmente en El sabor de la tierruca, pues aunque el patriarca don Pedro Mortera es una figura idealizadora y se repiten en su caracterización muchos de los rasgos presentes en el Don Román de Don Gonzalo, la sátira hacia los liberales comienza a suavizarse, ya que aparecen representados en la novela por la figura de don Valentín, un viejo y un tanto risible personaje que vive obsesionado con la llegada de los facciosos a Coteruco. También resulta una caricatura, pues en las descripciones que a él se dedican, tanto en el discurso narrativo como en el icónico de Apeles Mestres que acompañó al texto perediano, se recrea con gran plasticidad una especie de Quijote ataviado con uniforme esparterista:

Don Valentín

Don Valentín

«Comenzando a describirle por la cúspide, pues no había un punto en todo él de desperdicio para el dibujante, digo que la tenía coronada por un sombrero de copa alta, con funda de hule negro; seguía al sombrero una carita pequeñita y rugosa, cuyos detalles más notables eran los ojos verdes y chispeantes, como los del gato; [...], sobre una boca desdentada, dos mechas cerdosas, separadas entre sí, formando lo que se llama, vulgar y gráficamente, bigote de pábilos. Las quijadas y la barbilla sustentábanse en las duras láminas de un corbatín militar de terciopelo raído, dentro de las que se movía el flácido pescuezo, como el del grillo entre su coraza».


(Pereda: 1992: 110)                


Su lenguaje es asimismo una paródica recreación de resonancias quijotescas de la jerga de los políticos, mezclada con un discurso grandilocuente (plagado a su vez de frases hechas de resabios cultos, referencias al honor o metáforas de tinte político), lo que acentúa la caricatura del héroe de Luchana:

«yo he de insistir, mientras aliento tenga, en que cada cual ocupe su puesto y lleve su ofrenda al templo de la libertad. Soy hijo del siglo; he bebido su esencia; me he amamantado en sus progresos (al hablar así reapareció su diestra empuñando un petaca de suela y un rollo de hojas de maíz); y si hay hombres a quienes ofende la luz de nuestras conquistas y seduce la parsimonia estúpida de los viejos procedimientos, yo no soy de esos hombres».


(Pereda: 1992: 113)                


Pero observamos que el narrador no es tan crítico con este personaje como con otros que, catapultados por la ideología, defienden sus intereses particulares y lo que salva a don Valentín es su idealismo, que contrasta con los turbios intereses caciquiles del Marqués de la Cuérniga, Asaduras o don Rodrigo Calderetas, aunque comparte con ellos su odio al hidalgo don Pedro Mortera por considerarlo: «un pudiente que, so capa de no querer meterse en barullos de política, sirve en grande a la de su devoción, y quizá conspira en la obscuridad de sus escondrijos misteriosos» (Pereda: 1992: 220).

Pero advertimos que el narrador siente compasión por el personaje, lo que se muestra en la decisión de hacerlo morir cristianamente, tras haber recibido el Viático y la Unción con el alma «limpia y candorosa como la de un niño» (Pereda: 1992: 300).

En este relato continúa en efecto la crítica al liberalismo, pero matizando el tono y la acidez de las caricaturas con respecto a las aparecidas en Don Gonzalo. Y en la última de las novelas estudiadas, Pedro Sánchez (1883) aparece un planteamiento discretamente diferente en el tratamiento de los liberales, pues aunque en la obra encontramos de nuevo los dos bandos políticos enfrentados, conservadores o moderados y liberales, se aúna un cierto aminoramiento de la censura al liberalismo con la defensa de un escepticismo general hacia la política que se irá incrementando en novelas posteriores. Así, los moderados, representados por la familia Valenzuela y especialmente por Don Augusto están recreados con tintes negativos. El narrador llega a decir de él que: «Era asaz poltrón y perezoso» (Pereda: 1992: 393) y su vanidad queda patente desde sus primeras intervenciones dialogadas: «es esto insoportable para un hombre que lleva veinte años metido en el hervor de la vida madrileña, entre los combates de la política y las agitaciones del gran mundo» (Pereda: 1992: 383-384)6. La admiración ingenua de Pedro hacia este personaje se quiebra por la información que sobre don Augusto le da su amigo Matica, lo que viene a confirmar algunas de las peores sospechas del joven montañés: Valenzuela es un bribón que roba a las arcas públicas y del que no prescinde ningún gobierno porque se presenta como chivo expiatorio cada vez que el ministerio de turno es acusado de algún despilfarro. Con ello obtiene pingües ganancias para sostener el elevado tren de vida de su familia, formada por su mujer Pilita, prototipo de nueva rica, su altanera hija Clara y su hijo Manolo, petimetre encanijado con más ínfulas que dineros.

El enfrentamiento ideológico entre Pedro, ya como periodista liberal, y don Augusto como político que ostenta y abusa del poder, concluirá con el rescate que el montañés hace de la familia Valenzuela cuando las hordas liberales van a saquear su casa, y con el posterior enlace matrimonial entre Pedro y Clara. El negativo final de don Augusto que «murió en la emigración» (Pereda: 1992: 667) hace justicia a sus muchas culpas y es parejo al de su familia, descrito con esperpénticos trazos: «Pilita no arrastró su cruz muy largo tiempo, y fue enterrada de limosna. Clara, desesperada, comenzó a languidecer y a marchitarse en su miserable soledad. [...] su hermano solo y libre, robó a una bolera de cuarta fila en el teatro de la Cruz, y se casó con ella. Casarse y ponérsele cobrizas las escrófulas, y brotarle fuentes del corrosivo humor por garganta, labios y narices, fue todo uno. No duró seis meses el pobre chico» (Pereda: 1992: 668).

En contraste con la miseria moral del personaje de don Augusto, en Pedro Sánchez aparecen retratados con unos trazos exentos de caricaturización y hasta podríamos decir que con ciertas dosis de cordialidad los personajes liberales. Entre ellos, destacaremos dos figuras: la del cesante y la de Matica.

El cesante, don Serafín Balduque7, en cuyas primeras intervenciones dialogadas se hace patente un escepticismo político que tiene mucho que ver con la ideología de su creador en su madurez, tiene una historia resumida por el narrador con estas palabras:

«Según su relato, el tal don Serafín había comenzado a servir al Estado, bajo la protección de un personaje influyente, a la edad de diez y siete años y con cuatro mil reales de gratificación. Desde entonces hasta la fecha en que nos lo decía, cuarenta y siete años justos, con una hoja de servicios limpia como una patena, había sido cesante veintitrés veces, que representan veintitrés larguísimas temporadas de angustiosas privaciones, y otras tantas batallas rudísimas para conseguir la reposición. Como la necesidad le obligaba a aceptar lo que le ofrecían, cada vez que le empleaban, vuelta a tejer el pobre hombre casi de nuevo la destejida tela de su oficio en otro ramo diferente de la Administración del Estado. Así saltaron sobre él todos sus contemporáneos, y jamás pudo llegar a la categoría que le pertenecía de derecho, para jubilarse con un sueldecillo mediocre, y descansar de una vez. [...] pasaban de tres las ocasiones en que al ir a tomar posesión de su nuevo destino, atravesando para ello toda la península, antes de presentar sus credenciales al fin de la jornada, ya era cesante otra vez».


(Pereda: 1992: 410-411)                


Es precisamente este peregrinar por diferentes puestos de la administración del estado y la mala situación económica por la que atraviesa lo que le hace afirmar:

«Bien sabe Dios que no soy hombre de matices ni de pasiones de ese género; pero les aseguro a ustedes que, hoy por hoy, me creo capaz de echarme a la calle con el moro Muza, si el moro Muza lo fuera de exterminar a garrotazo seco la pillería que medra con todos los partidos, y manda y dispone».


(Pereda: 1992: 413)                


Su posterior defensa del liberalismo es clara, y acabará sus días como mártir, asesinado por una bala perdida en las revueltas callejeras revolucionarias que salía a celebrar. En resumidas cuentas, es un personaje de clara raigambre galdosiana que por su simplicidad de miras y su nobleza cae simpático al lector.

A las filas liberales pertenece también Matica, que representa al amigo leal que coloca a Pedro en un periódico revolucionario y se constituye en su guía y maestro a lo largo de su peripecia vital. El joven montañés sucumbe muy pronto a su influencia, porque su cultura y cualidades morales están por encima de las del resto de personas que conoce; es su maestro en la literatura y el periodismo y su guía en el mundo cortesano. Pese a tener ideas liberales, Matica no es un personaje sectario, pues llega a decir de El Clarín, ese periódico que profesa sus mismas ideas que en él se escribe «Todo lo bien que puede escribirse al son del himno de Riego, que no es gran cosa» (Pereda: 1992: 506). El final de su peripecia novelesca revela a las claras la simpatía del narrador hacia él, pues es de los pocos personajes que termina sus días ejerciendo una profesión de prestigio (deja el periodismo político y se dedica a las bellas letras) y muere de muerte natural causando gran pena a Pedro, que recibe la noticia por carta en la soledad de su aldea.

Como conclusiones de este análisis podemos apuntar que la imagen negativa que sobre la política y los políticos de su época presenta José María de Pereda en las novelas estudiadas tiene sus claroscuros y es susceptible de matizaciones que la crítica no había presentado. Por un lado, la caricatura del caciquismo, realizada con tintes satíricos y burlescos, pudiera llamarnos la atención en un escritor ultraconservador como fue Pereda, pero se explica precisamente por su ideología. Hemos de recordar que tras la revolución de 1868, los pequeños núcleos rurales fueron sometidos al poder de unos nuevos caciques enriquecidos en muchos casos con bienes procedentes de la desamortización y generalmente de ideología liberal, que intentaron volver al pueblo contra sus antiguos señores, los hidalgos idealizados por Pereda, que iban agotando sus cada vez más débiles recursos económicos. Resulta lógico por tanto el ataque perediano contra estos personajes, realizado por la vía humorística y caricaturesca.

A medida que el novelista avanza en su carrera literaria y ensaya otras propuestas narrativas distintas a la novela de tesis y más cercanas a lo que será su particular modo de narrar, la novela regional, sigue manteniendo su sesgo ideológico conservador, pero hace énfasis en las bondades del escepticismo político, que prevalece sobre la sátira de sus novelas más combativas.

Esta ruptura del novelista cántabro con el radicalismo de sus novelas de tesis en otras creaciones como El sabor o Pedro Sánchez podemos explicarla por motivaciones de índole ideológico-literaria que pudieron pesar en el ánimo del escritor, sobre todo cuando redactaba las páginas de Pedro Sánchez. Aceptando el fin ejemplar que se desprende de las páginas de esta novela y dando por hecho que la verdadera intención del personaje-narrador es contar su equivocación vital, lo que la crítica ha llamado antinovela o novela de aprendizaje en negativo8, hemos de convenir que la lección moral que el personaje pretende transmitir no tiene que ver con su militancia en las filas del liberalismo, sino con que Pedro no debió dejar el paraíso de su mundo aldeano para llegar a la corte y hacer una carrera política. El mundo patriarcal, cerrado, estático y paradisíaco presentado en El sabor, es perturbado en Don Gonzalo por la llegada de la revolución liberal, que saca a cada uno de su lugar: a don Román de su destino rector de Coteruco; al cura de su magisterio moral; a Lucas de su licenciosa vida en la ciudad; a don Gonzalo de su segundo plano político en la aldea; a don Lope de su secular escepticismo. En Los hombres de pro o Pedro Sánchez, el mundo patriarcal es abandonado voluntariamente por sus protagonistas, que se equivocan de opción vital y pagan las consecuencias. Una misma lección que Pereda reitera atacando a través de la caricatura en Don Gonzalo, o simplemente describiendo en el mundo rural montañés y sus superiores valores morales en El sabor.






Bibliografía

  • Estrada Sánchez, Manuel (1996). «La aventura electoral de José María de Pereda en 1871 y sus contradicciones políticas». Libro homenaje in memoriam Carlos Díaz Rementería. Huelva. Servicio de Publicaciones de la Universidad de Huelva, pp. 285-296.
  • García Castañeda, Salvador (2004). Del periodismo al costumbrismo. La obra juvenil de Pereda (1854-1878). Alicante. Publicaciones de la Universidad de Alicante.
  • González Herrán, José Manuel (1983). La obra de Pereda ante la crítica literaria de su tiempo. Santander. Concejalía de Cultura del Excelentísimo Ayuntamiento de Santander y Ediciones Librería Estvdio. Colección Pronillo. Número 2.
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