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Por el camino de la mar, el viaje hacia el ideal de Alonso de Ercilla

Eva María Valero Juan





Navigare necesse, vivere non necesse.


PLUTARCO, Vida de Pompeyo.                


Plantear un nuevo acercamiento a La Araucana de Alonso de Ercilla implica enfrentarse a la inmensa bibliografía que a lo largo de la historia se ha ocupado de la obra y que, para mayor dificultad, ha alimentado la controversia sobre la ideología del poeta, sobre su visión del otro y sobre su punto de vista frente al proceso de la conquista. Unos han visto al poeta instalado en el orden imperial, otros al enemigo acérrimo de los conquistadores y al defensor de los indígenas, y otros han planteado reveladores matices a ambas posturas antagónicas. No cabe duda que, dependiendo de los versos en los que se quiera poner el énfasis, La Araucana tiene la peculiaridad de facilitar esa diversidad de lecturas y de conseguir que todas ellas puedan ser de uno u otro modo defendibles. Pero para continuar insistiendo en este debate, y no caer en cierto cansancio crítico, tal vez sea necesaria la propuesta de nuevos puntos de enfoque, de modo que podamos seguir discutiendo sobre la conflictividad que rodea y define el poema de Ercilla y que lo convierte en uno de los textos más sugestivos de la literatura de la conquista de América.

La propuesta de estas páginas parte así de un nuevo ángulo de visión para entrar en el debate, consistente en un análisis desde la experiencia del viaje y la metáfora de la vida como navegación, concebidas como un eje estructurador esencial de la obra. Partiendo de esta premisa inicial mi relectura se sustenta, fundamentalmente, en la vinculación del célebre poema de Ercilla con la tradición ideológica sobre el viaje que los autores de la literatura áurea desarrollaron con profusión desde los tiempos de la conquista. Comencemos, por tanto, situando este contexto literario desde sus orígenes.

El viaje en barco asociado a la codicia, a la necedad o a la locura tiene una larga tradición en la cultura occidental, desde la antigüedad clásica, con el símbolo principal de la nave de Ulises en la isla de Circe, pasando por los filósofos que rechazaron el mar, como Diógenes Laercio en el siglo III, hasta llegar a la baja Edad Media y el Renacimiento, cuando los humanistas europeos retomaron el tópico por su potencial didáctico y moralizador. Así, por ejemplo, contamos con obras clásicas como La nave de los necios del alemán Sebastián Brant, de 1494; obras pictóricas como La nave de los locos del Bosco -1490 y 1500-; y en el ámbito español con obras como el Libro de los inventores del arte de marear (1539) de fray Antonio de Guevara, quien al reelaborar dicho tópico lo introdujo en la literatura española de los Siglos de Oro, en la que se acumulan los textos contrarios a las navegaciones y, por añadidura, a las violentas empresas expansionistas. La asociación referida entre el viaje en barco y la codicia es muy clara en palabras de Guevara: «A mi parecer sobra de codicia y falta de cordura inventaron el arte de navegar [...] todos los animales huyen no por más de por huir la muerte, sólo el hombre navega en muy gran perjuicio de su vida» (1984: 325). El mar era, entonces, el símbolo principal de la soberbia y la ambición del hombre, y la navegación el ejemplo paradigmático de una concepción antiestoica del mundo, por lo que suponía la locura de arriesgar la vida en el mar en busca de riquezas ajenas y de prosperidades inciertas.

A partir del siglo XVI esta tradición se desarrolló en una corriente ideológica del humanismo que se mostró contraria al espíritu mercantilista y al expansionismo violento, en consonancia con el erasmismo pacifista y el humanismo cristiano. Y si históricamente el espíritu codicioso había tenido en el viaje en barco su aliado principal, después de 1492 esa alianza entre la codicia y la navegación se asoció de inmediato a las Indias españolas, convertidas en el espacio de una utopía que se construía en el imaginario europeo con una visión materialista desde los primeros testimonios escritos sobre el Nuevo Mundo. Jauja, Potosí o el Perú se convirtieron en el Dorado de la fábula que alimentaría la imaginación de una población exhausta de penurias en la España en crisis de finales del siglo XVI, desesperada ante el hambre, las guerras y las enfermedades; una población que vislumbró en el viaje a América el sueño de la riqueza y las maravillas de Ultramar. Pero esta promesa de fortunas inimaginables derivaría con el tiempo en una imagen peyorativa de las Indias asociadas a la codicia de sus colonizadores y al prototipo del indiano avariento que la literatura española de los siglos de Oro construyó en repetidas ocasiones1.

Contra ese espíritu codicioso que el descubrimiento de las Indias redimensionó en el ambiente español de la época se alzaron los defensores del ideario antimercantilista, que crearon una corriente de literatura moral crítica con las navegaciones, la expansión y la codicia2. Esta corriente provenía del humanismo del siglo XV, cuya profunda raigambre cristiana produjo una literatura espiritual de contenido moral en la que afloraba la influencia de Séneca y de toda la tradición del Beatus ille (Virgilio, Horacio). Refundida después de diferentes modos por el humanismo italiano (Petrarca) y por el humanismo castellano, un ejemplo principal de dicha tradición lo encontramos en la famosa obra del citado moralista fray Antonio de Guevara, Menosprecio de corte y alabanza de aldea, de 1539. Entroncando con el humanismo cristiano, esta obra vino a inaugurar en la literatura castellana del renacimiento la tradición de la aldea utópica frente a la vida artificial y corrupta de la corte, sede del vicio, el engaño y la ambición; tema que reelaboró en su mencionado Libro de los inventores del arte de marear, en el que el engaño del mundo se reproduce en el mar, y la corrupción de la corte, en las galeras3.

El arte de marear, o de navegar, se ofrecía así al lector de la época como locura del hombre. De modo que el camino hacia la mar, y en consecuencia la ruta hacia la exploración y explotación del nuevo continente, se cargó en la literatura española con la connotación de la locura e, inmediatamente, con la de la avaricia.




Ercilla frente al viaje, la navegación y la codicia

Ante tal panorama histórico, cultural y literario, cabe preguntarse qué lugar podría ocupar Alonso de Ercilla y su Araucana en este contexto que no olvidemos es el de su propia tradición. Lógicamente, Ercilla se formó en el clima cultural que he trazado, y dio buenas muestras de haberlo absorbido cuando comprobamos que uno de los temas predominantes, incluso obsesivos de La Araucana, es la dura crítica a la codicia de los conquistadores. Pero, al mismo tiempo, su figura acusa una cierta distancia con dicha tradición cultural y literaria, en lo que se refiere al afán de viajes y aventuras.

Aclaremos primero, por tanto, que la diferencia de Ercilla con los autores mencionados estriba en un hecho esencial, y es que la corriente a la que me he referido, al posicionarse -como ha señalado Héctor Brioso- no sólo en contra de las navegaciones y la codicia, sino también de los descubrimientos, hizo «alusión más o menos clara a las Indias como centro de gravedad de los aventureros y buscavidas» (2006: 83). Ante este posicionamiento que amalgama varias cuestiones en una misma visión crítica, la vida y la obra de Ercilla nos muestra al poeta que asumió alguna de esas censuras (la crítica a la codicia de los viajeros a Indias), y al hombre que sin embargo decidió vivir plenamente otras de las opciones vitales que dicha amalgama condenaba. De hecho, Ercilla fue el gran aventurero que, asumiendo la figura del clásico poeta soldado, conjugó la crítica de la tradición moralista al espíritu avariento con el anhelo descubridor de nuevas tierras y culturas, entre las que ocupan un lugar privilegiado las Indias de Occidente. Desde este punto de vista, podemos considerar la obra de Ercilla como una manifestación más de esta tradición de los siglos de Oro, pero estableciendo su distancia con respecto a la misma porque, ante todo, el poeta fue durante toda su vida un gran viajero, y su periplo a América fue trascendental desde su regreso a España hasta su fallecimiento. Así se deduce de la bellísima biografía escrita por el bibliógrafo chileno José Toribio Medina con el título Vida de Ercilla, que apareció como segundo tomo de la más completa edición de La Araucana en los comienzos del siglo XX: la «edición del Centenario» publicada en cinco tomos por el propio Medina entre 1910 y 1918 en Santiago de Chile para conmemorar los cien años de la Independencia. En dicha biografía, Medina perfiló a Ercilla como gran viajero:

... los conocimientos de Ercilla no debemos buscarlos en el orden científico o literario. Acaso fue un beneficio para su obra esa falta de educación clásica [...] ellos hemos de encontrarlos en el resultado que para el cultivo de su espíritu le produjeron los viajes, tenidos entonces por tan dilatados, que su encomiador Mosquera de Figueroa los anteponía a los de Alejandro el Grande y Magallanes y al de Juan Sebastián el Cano, que había con él dado la vuelta al mundo.


(1916: 14)                


Estas palabras no son sino la corroboración de los propios versos en los que Ercilla, en los últimos años de su vida, recordaba en La Araucana su vida de viajero: «¡Cuántas tierras corrí, cuántas naciones / hacia el helado norte atravesando, / Y en las bajas antárticas regiones / el antípoda ignoto conquistado; / climas pasé, mudé constelaciones, / golfos innavegables navegando, / extendiendo, señor, vuestra corona / hasta la casi austral frígida zona!» (970)4.

Aunque se trate de datos biográficos sobradamente conocidos, recordemos brevemente algunos de ellos para situar la idea del viaje como punto de partida. Nacido en Madrid en 1533 -desde niño paje del príncipe Felipe- Ercilla realizó el viaje que le dirigiría hacia América en 1554. El destino era Inglaterra y la misión era acompañar al príncipe para casarse con la reina María. El séquito partió de Valladolid y sería en Londres donde, según Medina, el joven Ercilla tendría noticias de los acontecimientos de la guerra en Chile contra los araucanos, relatados por el propio Jerónimo de Alderete, quien había sido nombrado por Felipe II sucesor de Valdivia para la conquista de Arauco. El afán de viajes y aventuras que movió siempre los pasos del poeta le conduciría a América en 1555, llegando a la Ciudad de los Reyes, junto con el nuevo virrey del Perú, Andrés Hurtado de Mendoza, en junio de 1556. Al año siguiente marcharía hacia el sur con el hijo del virrey, García Hurtado de Mendoza, para proseguir la conquista emprendida por Almagro y continuada por Valdivia hasta su muerte en manos de los araucanos. Es de suponer que comenzó entonces a pergeñarse La Araucana como diario de guerra escrito en el lugar y el tiempo de la acción para completarse y modificarse a lo largo de toda su vida5, desde su regreso a España en el año 1563 hasta su muerte en 1594.

Concebido el proyecto de relatar la guerra de Arauco para cantar las glorias de los españoles en este remoto lugar del mundo -tal y como expresa en el prólogo-, cabe pensar que fue allí donde el poeta viviría un proceso de enajenación con respecto al orden de guerra imperante. Como se desprende de tantos versos de La Araucana, Ercilla vio en sus compañeros de campaña una evidente degradación de valores que borraba, en la crueldad de algunas de sus acciones y en su espíritu avariento, los nobles ideales que desde su punto de vista deberían conducir la Conquista de América. En este sentido, al abordar el largo proceso de composición del poema que recorre toda la vida del poeta, una buena parte de la crítica apunta que el regreso de Ercilla a España y a su posición de cortesano, y por tanto la necesidad de reingresar a su mundo y de mantener el favor del rey, debió de cambiar la dirección ideológica del poema hacia la exaltación del orden imperial.

En parte, esta lectura de La Araucana se basa en las inserciones realizadas por Ercilla de historias de guerra que rompen la unidad de acción (la guerra de Arauco), tales como las batallas de San Quintín, Lepanto y Portugal, donde aparece el discurso exaltador de la España imperial. Otras lecturas, sin embargo, como la de Ramona Lagos (1989) o Gilberto Triviños (1996), plantean que Ercilla se instala con placer en estos espacios de guerra «pues percibe en ellos los principios cristianos ausentes en la guerra de Arauco» (Lagos, 1989: 36). Es decir, que Ercilla intercalaría estos episodios para engrandecer a la España que él quería: la de los tradicionales valores del honor, el valor, la caridad, en definitiva, la España que no encontró en el escenario americano. De modo que esa intercalación serviría por tanto, también, como mecanismo de crítica hacia aquella guerra de conquista en la que vio desvanecerse los principios cristianos.

Esta interpretación sustenta la idea de la que hemos partido: la adscripción de Ercilla al humanismo cristiano -que da vida a la literatura moralista aludida-, desde la cual resulta perfectamente explicable la tan discutida contradicción interna de este poema que engrandece al bando contrario y, al mismo tiempo, configura el supuesto discurso poético imperial de España. En cualquier caso, en principio lo que parece indudable es que la yuxtaposición de la parte autobiográfica escrita en Chile y Perú con las adiciones posteriores referentes a las glorias militares del Imperio es, en buena medida, la generadora de esas contradicciones sobre la visión de la conquista que recorren el poema y que incansablemente la crítica ha tratado de desentrañar. Por ello, La Araucana parece construirse sobre un doble discurso, de modo que en el seno del discurso glorificador del Imperio y de su rey Felipe II -a quien recordemos que Ercilla dedica la obra- surge, solapado, un discurso crítico con respecto tanto a la codicia como a los modos de hacer la guerra utilizados por los españoles, cuando éstos se encarnizaban innecesariamente con los enemigos derrotados.

Tengamos en cuenta, además, que con esta doble crítica Ercilla se estaba inscribiendo en dos tradiciones ideológicas. Por un lado, en la tradición lascasiana: como ha visto José Durand, entre otros críticos6, «la actitud fundamental de honrar a unos héroes bárbaros se nutre en los grandes debates lascasianos sobre la dignidad humana de esos indios y la justicia de esas guerras» (1978: 369)7. En este sentido, la afirmación de la influencia de Las Casas en La Araucana puede realizarse sin titubeos cuando leemos, por ejemplo, los siguientes versos, en los que Ercilla da un paso definitivo al poner en boca de un araucano, Galvarino, la idea cardinal del dominico:


que la ocasión que aquí los ha traído
por mares y por tierras tan estrañas
es el oro goloso que se encierra
en las fértiles venas de esta tierra.
Y es un color, es una apariencia vana
querer mostrar que el principal intento
fue estender la religión cristiana,
siendo el puro interés su fundamento;
su pretensión de la codicia mana,
que todo lo demás es fingimiento,
pues los vemos que son más que otras gentes
adúlteros, ladrones, insolentes.


(629)                


En segundo lugar, con esta crítica a la avaricia el poeta se inscribía también en la tradición moralista que he sintetizado al comienzo de estas páginas, cuando desde la primera parte de la obra la emprende contra la codicia de los conquistadores como origen de la degradación de las costumbres en la España de su tiempo: «¡Oh incurable mal! ¡Oh gran fatiga, / con tanta diligencia alimentada! / ¡Vicio común y pegajosa liga, / voluntad sin razón desenfrenada, / del provecho y bien público enemiga, / sedienta bestia, hidrópica, hinchada, / principio y fin de todos nuestros males! / ¡Oh insaciable codicia de mortales!» (135).

El poeta enjuicia esa codicia, además, como la corruptora de los nobles valores originales de la conquista. Y para ello toma como ejemplo a Pedro de Valdivia, para plantear que el gran héroe de la guerra de Arauco torció el camino honroso de la empresa conquistadora hacia el espíritu avariento, dando lugar así a una imagen absolutamente degradada de quien, sin embargo, había sido creado y seguiría siendo construido como modelo épico heroico en las crónicas sobre la conquista de Chile, desde las Cartas que tratan del Descubrimiento y Conquista de Chile escritas por el propio Valdivia entre 1545 y 15528, pasando por la Crónica y relación copiosa y verdadera de los Reinos de Chile de Jerónimo de Vivar (1558) y la Histórica relación del Reyno de Chile de Alonso de Ovalle (1646), hasta la Historia general del Reino de Chile, Flandes Indiano de Diego de Rosales, escrita en la segunda mitad del siglo XVII. Contradiciendo estos textos, Ercilla optó por construir una imagen peyorativa de Valdivia, que fue considerada por Medina como «el error culminante de toda La Araucana» (1916: 434): «Pero dejó el camino provechoso / y, descuidado dél, torció la vía, / metiéndose por otro, codicioso, / que era donde una mina de oro había» (134).

Más allá del sujeto al que iba dirigida la crítica, ésta no era sino el reflejo del clima ideológico en el que Ercilla se había educado: la atmósfera del pensamiento pacifista de Erasmo que se filtraba en las más diversas manifestaciones. El autor de La Araucana es un claro exponente de esas manifestaciones cuando lanza su ataque personal a la codicia del gobernante (Cfr. Lerner 1984: 266). Sobre esta crítica a Valdivia, es interesante recordar la interpretación de José Durand, quien en su artículo «El chapetón Ercilla y la honra araucana» plantea esta animadversión del poeta al conquistador como el reflejo de un conflicto de intereses en el territorio de la conquista9. La rivalidad entre las huestes de Valdivia y las de García Hurtado de Mendoza pone en primer plano un escenario en el que América se iba dibujando progresivamente como el retrato con que Cervantes dejó impresa su más reveladora instantánea del mundo colonial en la conocidísima sentencia del Celoso extremeño: «las Indias, refugio y amparo de los desesperados de España, iglesia de los alzados, salvoconducto de los homicidas, pala y cubierta de los jugadores (a quien llaman ciertos los peritos en el arte), añagaza general de mujeres libres, engaño común de muchos y remedio particular de pocos» (Obras: 746).

Por otra parte, es preciso tener en cuenta que ante los profundos cambios de orden social y económico que se produjeron en el período histórico en el que transcurrió la vida de Ercilla -y por tanto en el que se escribió y publicó La Araucana en sus tres partes: 1569, 1578, 1589-1590-, el poeta que creyó encarnar la imagen cada vez más olvidada del héroe conquistador, y también del caballero cristiano -siempre piadoso y compasivo con el enemigo-, no podía sino enjuiciar ese torcimiento del recto camino que vio con sus propios ojos en la guerra de la Araucanía. Y, desde esta posición, lógicamente la parte autobiográfica escrita en su tiempo americano el «diario poético de la guerra contra los araucanos» al que se refiere Morínigo (1983: 42)- contiene en mayor grado ese discurso crítico que se solapa al discurso oficial, aunque una buena parte de la crítica cuestione que Ercilla quisiera censurar la conquista o a sus protagonistas.

En todo caso, la discusión sobre el calado de esa censura no puede soslayar las duras críticas lanzadas por Ercilla sobre los conquistadores. Todo ello nos sitúa irremediablemente en la encrucijada consubstancial a La Araucana: la visión de Ercilla instalado en el orden imperial frente a la del poeta crítico con el mismo. Pero para salir de esta encrucijada tal vez sea indispensable deshacer esta polarización y observar en la crítica de La Araucana al proceso de la Conquista, la dimensión ideológica de esa crítica y, sobre todo, el objeto al que va dirigida. Para ello quiero insistir ahora en el discurso crítico que se encuentra en la parte autobiográfica escrita supuestamente en el espacio de la guerra y, en concreto, en el último episodio de esa parte. El periplo allí relatado resulta idóneo para plantear una reflexión sobre el poeta que se (auto)ficcionaliza como el prototipo del caballero cristiano en el que es el viaje más fascinante de La Araucana.




«Poner el pie más adelante»: El viaje a Chiloé

El episodio al que me refiero da comienzo en la octava cuarenta y cinco del canto XXXIV hasta la sesenta y seis, continúa en el canto XXXV y concluye en las cuarenta y tres primeras octavas del canto XXXVI. Se trata de la expedición al sur de Chile protagonizada por Ercilla junto con García Hurtado de Mendoza, que en general la crítica ha juzgado como una de las más personales y atractivas del poema (Morínigo, 1983: 59). Este relato contiene una de las claves principales de La Araucana, en primer lugar por el hecho sobresaliente de que, siendo la parte más personal que cierra el diario de guerra escrito en Chile, no apareciera en las ediciones realizadas por Ercilla, sino póstumamente en la edición completa de 159710. Según la hipótesis de Morínigo, Ercilla distribuyó la parte del poema que había escrito como diario en Chile a lo largo de la segunda y tercera parte de La Araucana, insertándolo entre largas disquisiciones de diversa índole añadidas a posteriori. Por ello, ante la omisión del episodio que narra la expedición al sur, Morínigo se preguntó: «¿Por qué no incluyó, en las ediciones publicadas por él, el extenso relato de 688 versos de lo ocurrido en la expedición que iba a conquistar "[...] las últimas tierras nunca vistas [...]", en la que se adjudica papel prominente, que es además la parte más personal y vívida y una de las más atractivas del poema, si no de las más verídicas» (1983: 59).

Tal vez se pueda intentar contestar a esta cuestión si tenemos en cuenta, por una parte, que Ercilla había perdido el favor del rey a raíz de una misión diplomática encargada por Felipe II al poeta tras la publicación de la segunda parte de La Araucana (motivo de la queja que expresa en el último canto escrito a manera de testamento vital)11. Por ello, es de suponer que ante la necesidad de mantener su reputación a salvo y de no empeorar su relación con el monarca, no le convendría publicar la narración de esta expedición en la que, de acuerdo con la opinión de Beatriz Pastor, se «consuma la crítica definitiva de la Conquista» (1983: 540). Ante la rotundidad de estas palabras de Pastor, cabe preguntarse, como apuntaba más arriba, la dimensión y el objeto concreto de esa crítica, para poder matizar su propuesta. Comencemos recordando que Pastor llega a esta conclusión partiendo de la imagen de la América precolombina que aparece representada en esta expedición, en la que se condensa el desarrollo de todo el siglo de la conquista americana, en un momento en el que este proceso está llegando ya a su fin (Pastor, 1983: 540). En la poetización de este viaje hacia tierras desconocidas, Ercilla sustituye la historia de guerra por una nueva versión del descubrimiento, para autorrepresentarse como un nuevo Colón que encuentra «otro nuevo mundo»: la América precolombina otra vez edénica y utópica reservada a esta expedición por la providencia. Tras un viaje lleno de sufrimientos atravesando una naturaleza inhóspita, aparece, tras las montañas, un lugar paradisíaco: los archipiélagos del sur de Chile. En este momento Ercilla ya no es el soldado conquistador sino que se construye a sí mismo como el perfecto descubridor; su meta no es material sino ideal, y desde su idealismo la cualidad paradisíaca del lugar va ligada no sólo a las maravillas naturales que la conforman sino, sobre todo, a la bondad natural de sus gentes: «Estaba retirada en esta parte / de todas nuestras tierras excluida / que la falsa cautela engaño y arte / aún nunca habían hallado allí acogida» (543).

Ercilla nos da a entender con estos versos que el aislamiento de ese lugar recóndito con respecto a «nuestras tierras» (es decir, a los nuevos dominios de los españoles en América) había permitido a sus habitantes mantenerse en un estado de bondad natural frente al engaño y la falsedad importada por los españoles. De este modo, la realidad americana le estaba proporcionando una temática novedosa para continuar rescribiendo la línea de la tradición moralista de la literatura de su tiempo, enfrentada en su caso a la corrupción que ostentaban algunos de sus compatriotas en América.

Es en este sentido que el relato contiene una de las claves fundamentales para interpretar la filosofía moral de Ercilla en su visión de América. Y es que la crítica inicial a la codicia de algunos conquistadores como Valdivia tiene su momento culminante en este episodio en el que el viaje hacia el sur, hasta Chiloé, le sirve para expresar y reelaborar uno de los tópicos principales de la literatura española del Siglo de Oro: el recurrente motivo del menosprecio de corte y alabanza de aldea de la literatura áurea. Resulta interesante establecer el paralelismo para observar cómo la visión literaria sobre la corrupción que en España generaban sus centros urbanos frente a las virtudes que el campo y la aldea salvaguardaban de su pernicioso influjo, tiene en este canto su correlato poético americano. Pero aquí los portadores de esa codicia son los españoles que, con su avaricia, corrompen este espacio pintado por la pluma de Ercilla con los tintes del locus amoenus y del beatus ille, equivalente a la aldea utópica creada por Guevara en su citada obra Menosprecio de corte y alabanza de aldea, como lugar material y espiritual que invita al hombre a renunciar a las riquezas y las vanidades y a gozar de los privilegios materiales de la naturaleza: «La sincera bondad y la caricia / de la sencilla gente destas tierras / daban bien a entender que la codicia / aún no había penetrado en aquellas sierras; / ni la maldad, el robo y la injusticia / (alimento ordinario de las guerras) / entrada en esta parte habían hallado / ni la ley natural inficionado» (937-938).

De manera muy contundente, en este viaje se hace así explícito el efecto corruptor y destructor de la Conquista, desde el momento en que los españoles llegan y liquidan la armonía reinante en este lugar que simboliza la América precolombina: «Pero luego nosotros, destruyendo / todo lo que tocamos de pasada, / con la usada insolencia el paso abriendo / les dimos lugar ancho y ancha entrada; / y la antigua costumbre corrompiendo, / de los nuevos insultos estragada, / plantó aquí la codicia su estandarte / con más seguridad que en otra parte» (938).

Respondiendo a la cuestión planteada por Morínigo sobre los motivos que llevarían a Ercilla a suprimir este relato de las ediciones dadas por él a la imprenta, creo que llegados a este punto puede proponerse una causa justificada: el poeta sería consciente del calibre que adquiría en la obra su denuncia hacia determinados aspectos de la conquista. Ahora bien, es importante que deslindemos el objeto de esta crítica, que no va dirigida al proyecto de la empresa imperial ultramarina sino a los modos deshonrosos con que se estaba llevando a cabo y, por tanto, a la dimensión ignominiosa que esa conquista había adquirido. En suma, Ercilla no estaría cuestionando ni condenando la conquista como empresa sino la esencia antihumana con la que se estaban aplicando sus mecanismos. Por ello, el poeta vería la problemática interna que esa carga crítica generaba en el conjunto del poema; es decir, la contrariedad que podría suponer con respecto a la exaltación del imperialismo realizada en otros cantos. De hecho, como es bien sabido, Ercilla hace explícita esa conciencia de la contradicción esencial de su poema en el siguiente y último canto, el XXXVII: «Algún curioso dirá que aquí y allí me contradigo» (958). Y, además, ya había dado buenas muestras de ella con anterioridad, por ejemplo en los famosos versos que cierran el canto XXXI en los que muestra su conciencia desgarrada ante la conquista de Chile: «Si del asalto y ocasión me alejo, / dentro della y del fuerte estoy metido; / si en este punto y término lo dejo, / hago y cumplo muy mal lo prometido; / así dudoso el ánimo y perplejo, / destos justos contrarios combatido, / lo dejo al otro canto reservado, / que de consejo estoy necesitado» (838).

El relato del viaje al sur le sirve, por tanto, para entroncar plenamente con la tradición del humanismo cristiano, del erasmismo pacifista, y de su desarrollo en la poesía moralista de su época, que además cargaba sobre los colonos el peso peyorativo del afán desmesurado de riquezas. Pero, como adelantaba más arriba, lo que al mismo tiempo separa a Ercilla de dicha tradición estriba precisamente en el viaje mismo, es decir, en el hecho de que el poeta pisó y admiró el Nuevo Mundo que aquellos autores, desde la distancia, tan sólo podían asociar con el envilecimiento de los nuevos tiempos, lo que les conducía a condenar a las Indias de Occidente como una de las causas de esa desviación de las costumbres y de los tradicionales valores hispánicos. Así lo expresó fray Antonio de Guevara cuando escribió:

¿Cómo loaremos a nuestro siglo de no ser codicioso ni avaro, pues el oro y la plata, no sólo no lo echan en las aguas, más aun van por ello a las Indias? De viña tan helada, de árbol tan seco, de fruta tan gusanienta, de agua tan turbia, de pan tan mohoso, de oro tan falso y de siglo tan sospechoso no hemos de esperar sino desesperar.


(Menosprecio, 1984: 158-159)                


Por ello, el viaje de Ercilla cobra en La Araucana la mayor relevancia para comprender, por un lado, las pretendidas contradicciones del poema y, por otro, para observar la obra en relación con la literatura española de su tiempo y, a su vez, en su adscripción a la literatura chilena como poema fundacional de su tradición. Fundamentalmente, porque en esta obra que Ercilla escribió a lo largo de toda su vida, como cortesano en España, sin duda asumió -recapitulando lo dicho hasta aquí- dos tópicos centrales de la literatura española de su tiempo: la crítica hacia la codicia de los viajeros a las Indias y, en estrecha relación con este lugar común de la literatura áurea, el tópico de Guevara sobre el «menosprecio de corte y alabanza de aldea» que estaban rescribiendo sus contemporáneos en su constante canto a la bondad de la vida pastoril, enfrentada a la corrupción de la ciudad. Pero al aplicar los tópicos de esta tradición española a la realidad americana, la experiencia del viaje efectivo a las Indias provoca una reelaboración de los mismos que tiene importantísimas repercusiones. Esencialmente por el hecho de que en el proceso de esa reformulación, el poeta termina por dar la vuelta al argumento asociativo de las Indias con el espacio de la degeneración de los tradicionales valores hispánicos. Y lo hace al representar en el episodio comentado no la América hispánica, sino la precolombina; un mundo que, lejos de ser el centro corruptor, es todo lo contrario: el lugar utópico donde habitan unos seres poseedores de una serie de virtudes morales que los dignifican frente al estandarte de la codicia plantado por los españoles en aquellas tierras. En suma, podemos decir que Ercilla se instala en la tradición moralista pero la reformula desde un punto de vista americano, produciendo así en la poesía el primer discurso crítico sobre la conquista, para el cual la experiencia del viaje al Nuevo Mundo es trascendental.

Pero hay además un segundo aspecto más nítido, si cabe, en lo referente a la relación de Ercilla con esta tradición literaria y con esta atmósfera espiritual del humanismo cristiano. Y es que, como ya he apuntado, dicha corriente moralista no solamente construyó una protesta literaria contra la ambición, sino que además entroncó esta crítica con una censura a las navegaciones y la locura del ser humano que ellas encierran. Por contra, también he resaltado que La vida de Ercilla escrita por José Toribio Medina nos descubre a un Ercilla ávido de viajes y aventuras. Y ningún episodio es más idóneo que el de la expedición al sur para descubrir a este Ercilla que, en el penoso viaje en busca del Estrecho de Magallanes (precisamente una de las obsesiones del conquistador, Pedro de Valdivia, en sus Cartas)12, hace reaparecer el discurso utópico del descubrimiento: «Íbamos sin cuidar de bastimentos / por cumbres, valles hondos, cordilleras, / fabricando en los llenos pensamientos, / máquinas levantadas y quimeras» (924), para (auto)ficcionalizarse como valeroso aventurero afanado siempre en «poner el pie más adelante».

El relato lo ratifica: tras llegar a unas islas con algunos compañeros y encontrar en la siguiente jornada un ancho canal cuya velocidad ponía a riesgo sus vidas, sabiendo que era locura decide finalmente cruzarlo y logra desembarcar en otra de las islas del archipiélago. Allí cuenta haber grabado en un árbol los famosos versos en los que se erige como el héroe que llegó por primera vez a aquellas tierras: «Aquí llegó, donde otro no ha llegado / Don Alonso de Ercilla, que el primero...» (942-943). Además, en los versos inmediatamente precedentes Ercilla había hecho explícito su espíritu curioso y aventurero: «Yo, que fui siempre amigo e inclinado / a inquirir y saber lo no sabido» (939), e incluso había expresado su conciencia de la locura que implicaba esta navegación y su ímpetu descubridor:


Entramos en la tierra algo arenosa,
sin lengua, y sin noticia, a la ventura,
áspera al caminar y pedregosa,
a trechos ocupada de espesura;
más visto que la empresa era dudosa
y que pasar de allí sería locura,
dimos la vuelta luego a la piragua,
volviendo atravesar la furiosa agua.
Pero yo por cumplir el apetito
que era poner el pie más adelante,
fingiendo que marcaba aquel distrito,
cosa al descubridor siempre importante,
corrí una media milla...


(942)                


A este empuje aventurero, en la expedición al sur se suma el cuestionamiento más claro del propio modelo de conquista imperialista, inseparable de la corrupción y de la violencia, modelo ante el cual el poeta propone una alternativa utópica. Ercilla presenta esta alternativa en palabras de un jefe indígena y consiste en la «substitución del modelo de conquista y explotación imperialista por uno de convivencia igualitaria y pacífica de pueblos diferentes» (Pastor, 1983: 544). Dice el jefe indígena: «Si queréis amistad si queréis guerra / todo con ley igual os ofrecemos: / escoged lo mejor que, a elección mía, / la paz y la amistad escogería» (935).

Podemos decir, por tanto, que Ercilla tomó del ideario humanista al que me he referido su crítica al expansionismo violento y al materialismo como objetivo principal del imperialismo, pero no se posicionó frente a la colonización sino que planteó una alternativa armoniosa de conquista pacífica dentro de los límites de la guerra justa que, de hecho, defiende en el último canto. En éste, la alternativa que Ercilla había planteado antes en la voz del jefe indígena, aparece ahora refrendada por las propias palabras del poeta cuando escribe: «La clemencia a los mismos enemigos / aplaca el odio y ánimo indignado, / engendra devoción, produce amigos, / y atrae el amor del pueblo aficionado; / que el continuo rigor en los castigos / hace al príncipe odioso y defamado: / oficio es propio y propio de los reyes / embotar el cuchillo de las leyes» (957).

En definitiva, con el episodio de la expedición al sur Ercilla redondea la construcción de su figura como héroe de ficción y como personaje histórico cuya imagen principal es la del escritor humanista y cortesano que, al cruzar el Atlántico, encontró protagonizando la conquista de América a unos personajes que no eran los que él había imaginado desde la lejanía de la corte. Desde niño había respirado en la atmósfera del humanismo cristiano, un contexto ideológico que el poeta filtró tomando de él aquello que le convino para plantear su particular visión de la Conquista española. Así, en el viaje al sur él es el descubridor ideal y el cantor de una América precolombina edénica que sin duda había que civilizar, pero no a través de una conquista violenta sino con una absorción que evitara, en lo posible, la crueldad.




A modo de conclusión: La metáfora de la vida como navegación

El transcurso de la vida de Ercilla en el período de convergencia entre los códigos del mundo medieval y el renacentista, nos muestra el momento en que la imagen del héroe conquistador de América, que creyó encarnar y resucitar al antiguo caballero medieval de los libros de caballerías, comenzó a desdibujarse con el ímpetu colonizador de los nuevos tiempos. Éstos traían aparejado un nuevo orden económico en el que el dinero y la actividad financiera se sobreponían a la posesión de tierras y títulos, y por tanto también un cambio de valores culturales sustancial. El mismo cambio, a fin de cuentas, del que ya a comienzos del siglo XVI había avisado Antonio de Guevara en su Menosprecio... poniendo el énfasis en la transmutación de la base económica fisiocrática por la mercantil, es decir, en el reemplazo del campo por el dinero, origen de la transformación de las costumbres, leyes y moral de la nueva sociedad. En este contexto, el culto a los tradicionales códigos del honor y el valor se desvanecía en La Araucana en la memoria de una Edad Media que tuvo en los conquistadores de América a sus últimos protagonistas. El Ercilla descubridor y conquistador, ya pasado el umbral de la mitad del siglo XVI, fue así una figura que ponía fin a una época, cuyos pilares describió José Toribio Medina en el capítulo de la biografía titulado «El alma de Ercilla»:

Sentimiento patrio, personificado en el monarca, entusiasmo religioso y espíritu de aventuras, derivado, especialmente para los que pasaron a América confiados en el empuje de su espada y en un valor a toda prueba para desafiar los peligros que en su conquista les ofrecían sus pobladores y los mayores, acaso, que una naturaleza virgen y vigorosa les oponía a cada momento a su paso, deteniéndolos en su marcha al través de regiones desconocidas y desiertas o pobladas a veces por sólo los fantasmas que sus sueños de riqueza les forjaban; derivado, decimos, del éxito que tantas veces coronó sus arriesgadas empresas, fueron así los distintivos del genio español en ese tiempo y, por tanto, rasgos también del carácter de Ercilla.


(1916: 163)                


Este clásico poeta soldado, perfecto caballero cristiano, debía defender, como lo hizo, el hecho incuestionable de la conquista de América, pero desde su moralidad humanista y cristiana enjuició los modos deshonrosos en que ésta se llevó a cabo: «Y así no es el vencedor tan glorioso / del capitán cruel inexorable, / que cuando fuere menos sanguinoso / tanto será mayor y más loable; / y el correr del cuchillo riguroso / mientras dura la furia es disputable / más pasado después, a sangre fría, / es venganza, crueldad y tiranía» (840). Por ello, Ercilla enfoca un paisaje cubierto de sangre en el contexto de una guerra inhumana, cruel y deshonrosa, que le permite desgarrar los velos del mito épico de la guerra de Arauco -creado por Valdivia y otros cronistas como Jerónimo de Vivar- para mostrar la verdad trágica escondida por el mito13: «La mucha sangre derramada ha sido / (si mi juicio y parecer no yerra) / la que de todo en todo ha destruido / el esperado fruto desta tierra; / pues con modo inhumano han excedido / de las leyes y términos de guerra, / haciendo en las entradas y conquistas / crueldades inormes nunca vistas» (840).

Sin entrar en estas páginas en el aspecto fundamental de la visión del otro, lo que he pretendido poner de relieve es que la visión ercillesca de América, de su conquista y de sus protagonistas tiene en el fenómeno del viaje, vital y literario, un eje cuando menos interesante y significativo. Sobre todo porque el viaje hacia la otredad americana nos descubre al moralista que fue Ercilla y, al mismo tiempo, al aventurero que nuevamente engarzó el viaje con la locura heroica que presidió su vida. Tal fue la fascinación de Ercilla por el viaje, que hacia el final de La Araucana utiliza repetidamente la imagen de la nave como símbolo de su vida y de su obra, motivo que merece especial atención para concluir.

Al igual que el tópico del barco cargado de necios, locos o avaros con el que he dado comienzo a este artículo, la metáfora de la vida como navegación también provenía, como es bien sabido, de la antigüedad clásica. Así la encontramos, por ejemplo, en Marco Aurelio: «Venlo agora en que después de sesenta y dos años que he navegado por el piélago desta vida, agora me mandan desembarcar y tomar tierra en la sepultura» (Relox, 1611, 310). Ercilla también retoma este tópico y en el canto XXXVI, tras relatar su regreso de Chile a España y los viajes que le esperaban en el Viejo Mundo [«vine a España, / donde no mucho tiempo detenido, / corrí la Francia, Italia y Alemaña, / a Silesia, y Moravia hasta Posonia, / ciudad, sobre el Danubio, de Panoia» (946)] construye el símbolo de la nave que podemos interpretar como la vida o la obra del autor, incluso como ambas cosas juntas: «ayudado de vos, espero cierto / llegar con mi cansada nave al puerto» (948). Pero el famoso «disfavor» de Felipe II hacia Ercilla tras aquella misión de la que el monarca pareció no quedar satisfecho, derivó en el lamento último con que se cierra La Araucana: «el disfavor cobarde que me tiene / arrinconado en la miseria suma, / me suspende la mano y la detiene / haciéndome que pare aquí la pluma» (972).

Con la miseria no aludía Ercilla a su situación económica. Se refería, a buen seguro, a la pérdida del favor del rey, a quien había servido desde su niñez. Y ya sea como expresión de lamento por este hecho, ya como manifestación de la conciencia atormentada que deriva en el llanto final de su gran obra, Ercilla termina construyendo la imagen de un barco o nave a la deriva que es su vida y es su obra. A tal punto llegó la fusión entre ambas, que el poeta concluye sus versos y sus días en la zozobra del barco que le desvía del destino anhelado: «hallo que mi cansado barco arriba / y de la adversa fortuna contrastado / lejos del fin y puerto deseado» (972), para expresar, finalmente, la incertidumbre del fin en la imagen arquetípica del viaje en barco hacia la muerte: «no puede andar muy lejos ya mi nave, / y el tímido y dudoso paradero / el más sabio piloto no le sabe» (942). La nave de su vida se detuvo en 1594, pero la nave de su obra le condujo, a través de los siglos, a alcanzar un destacado lugar en el parnaso español de los Siglos de Oro y, con el paso del tiempo, un título mucho más prominente: el de autor de la gran epopeya nacional de Chile -que mejor debiera considerarse, de acuerdo con Gilberto Triviños, la tragedia originaria de la nación14- y, en consecuencia, el de fundador de la literatura y de la identidad chilenas15.






Referencias

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