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Por qué rechacé el premio de Cuba

Carlos Franz





Rechacé un premio que quisieron darme en Cuba, un segundo lugar en el Concurso Latinoamericano de Periodismo José Martí. Lo premiado fue una crónica-ensayo mía sobre un imperialista estadounidense del siglo XIX, publicada en varios medios latinoamericanos y en España («Un héroe Americano»). A través de esa parábola histórica intenté una reflexión literaria, sutil, acerca de los peligros de un naciente imperialismo americano en nuestros días. Los funcionarios de la agencia oficial de noticias Prensa Latina -organizadores del premio- entendieron, seguramente, lo que los totalitarios de cualquier color están acostumbrados a entender: el crimen de mi enemigo justifica los míos. En este caso, si criticas a los EE. UU. -en sus periódicas intentonas imperialistas, como ahora la de Irak- entonces, forzosamente, estás con el patriarca Fidel y su inacabable otoño.

El mes pasado, esa agencia oficial de noticias se dio el lujo de adjudicar estos premios a varios periodistas y escritores latinoamericanos mientras en las cárceles de la isla languidecen decenas de disidentes -entre ellas, muchos periodistas y escritores. Por cierto, no se tomaron el trabajo de averiguar si me gustaría u honraría recibir el premio. Entre otras cosas peores, el totalitarismo es un fallo de la imaginación: el tirano y sus funcionarios creen realmente que se merecen un asentimiento universal, y que sólo un imbécil o un malintencionado podría disentir. A estas alturas, quizá, mis lectores alerta se estarán preguntando: ¿y dónde aprendió esto este señor? Pues lo aprendí en Chile, rechazando otro premio.

A comienzos de los ochenta el gobierno de Pinochet quiso darme una medalla. Algún milico creativo había inventado una ceremonia que de tan fascista llegaba a ser bonita: cada año -en recuerdo de los 77 héroes de la batalla de La Concepción-, 77 jóvenes de todas las áreas recibían una medalla por haber destacado en lo suyo (y después desfilaban hacia un cerro con antorchas, ¡con antorchas!). Yo había ganado poco antes algún concurso de poesía y otro de cuentos. Igual que los cubanos, los burócratas de la época tampoco me preguntaron si quería o me honraba la presea. Simplemente recibí la notificación: tal día debía acudir al Diego Portales, lavado y peinado, a dejarme prender la medallita de manos del tirano. Me cagué de susto (perdón por la palabra, pero ya estoy viejo para eufemismos). No soy, ni era, ningún héroe: era un poeta mediocre y romántico, de clase media, que, en la perfecta ingenuidad de sus veintiuno, creía que se podía escribir en una dictadura sin meterse en política. Supongo que les parecí -y lo era- presa fácil.

Además, Pinochet venía de ganar abrumadoramente su plebiscito constitucional -y nadie me quitará de la cabeza que más de medio Chile votó voluntariamente por él, aunque ahora medio Chile haya olvidado su voto. Acostumbrados al sí, al aparente amén multitudinario, ¿cómo iban esos funcionarios a imaginarse que un jovencito espinilludo le rechazaría un premio al Todopoderoso? Titubeé, no dormí, le pregunté a escritores que admiraba, a mis amigos en la Escuela de Derecho, a mi polola.

Finalmente devolví las invitaciones. Y no me presenté. Los 77 héroes de La Concepción ese año fueron 76. Pero yo no me sentí ningún valiente: sólo recuerdo el miedo, la angustia, la soledad. Sí, la soledad, porque el 80 u 81 parecía que la dictadura en la que yo había crecido no iba a terminar nunca, como hoy les parecerá eterno Fidel, a los cubanos. Para colmo, la prensa oficial -y casi toda la prensa era oficial en esa época, como en Cuba- incluyó al día siguiente mi nombre entre los premiados (supongo que para evitarle el desaire al dictador). Mandé un desmentido -seguía siendo ingenuo-, que por supuesto no se publicó.

Finalmente, hice circular una carta en la universidad y me fui a la Sociedad de Escritores para contar mi caso. Lo recuerdo y me da entre risa y pena: mis patéticos, temblorosos susurros de protesta en el silencio de Chile.

Cuando recibí el diploma de este premio que quisieron darme en la isla, me imaginé a un joven poeta cubano, de veintiuno, crecido en la soledad de su dictadura, con sus confusiones, sus funcionarios omnipotentes, su prensa amordazada y sus premios deshonrosos.

Me lo imaginé tratando de ser decente a punta de puro instinto, a pesar del miedo, de la debilidad, de venir de una familia comunista -o una que estuvo con el golpe, como fue el caso de la mía, en la primera hora, aunque después se arrepintieran amargamente.

Me lo figuré, enseñándose solo la honradez, en la eternidad del régimen cubano. Y por serle fiel a ese joven sin esperanzas -como el que yo fui, ese que a pesar de tenerse hasta a sí mismo en contra, le rechazó su medallita a Augusto-, por eso, en el fondo, le rechacé el premio a Fidel.





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