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Por qué un autor es universal


Rafael Azuar





Si me preguntaran en qué consiste la grandeza o la universalidad de un autor, nunca respondería que se debe al número de ejemplares vendidos, pues hay autores que logran un éxito periodístico, pasajero -recuérdense los casos de Papillon, de Henry Charrière, o la novela de Koestler El cero y el infinito, aparecida al punto del deshielo en la guerra fría-, así como los autores de best sellers, que tienen su público en la masa media lectora de un país. Ha habido grandes autores, por el contrario, que no encontraron editor para su obra o se pagaron de su propio bolsillo la primera edición -minoritaria, por supuesto-. Así tenemos el caso de Daniel Defoe, que no hallando editor para su Robinson Crusoe tuvo que vender el manuscrito original por la mísera cantidad de diez libras. La famosa novela de Jane Austen Orgullo y prejuicio tardó dieciséis años en publicarse, luego de venderse el original por ciento diez libras. Un escritor que, con el tiempo, llegaría a ser tan famoso como André Gide, publicó a sus expensas L'inmoraliste, en edición de trescientos ejemplares. ¿Por qué? -se pregunta a sí mismo en el Journal-. Para disimular un poquito su mala venta.

Creo que el gran autor obedece, ante todo, a la necesidad de expresarse a sí mismo, y no se dirige en particular al lector, al público, sino a la humanidad. El gran autor es aquel que, a lo largo de su obra, en raptos de genio o de inspiración, nos va descubriendo lo esencial de la vida, lo más profundo del alma humana, y por ello hay siempre en su estilo la calidad de un poeta.

No es, pues, la necesidad de la trama, la fuerza del argumento, lo que atrae al lector en esta clase de literatura, sino el descubrimiento, a través de la sensibilidad, de lo que es más significativo y profundo en la naturaleza y existencia del ser humano. Hay, pues, un sabor auténtico y definitivo de hombre, o de mujer, en esa prosa y en ese verso que nadie jamás podría haber escrito, salvo su propio autor.

Otra de las características del escritor universal es que, aun dentro de la variedad de sus obras y sus títulos, siempre está escribiendo el mismo libro, es decir, que prevalece una especie de unidad total en su obra, que la diferencia de las demás.

Por último el gran autor es esclavo de sus temas preferidos o congénitos y aspira a expresarlos de manera cada vez más perfecta. Por eso repasa los originales una y otra vez, los vuelve a escribir, de manera obsesiva y tenaz. Josayne Savigneau, la biógrafa de Marguerite Yourcenar, nos dice que la autora de Memorias de Adriano consideraba a sus diferentes libros como las diversas partes de una sola obra jamás acabada.

En nuestra literatura tenemos el caso de Juan Ramón Jiménez, que escribe sus poemas una y otra vez, corrigiendo el sonido y la imagen, en busca de la perfección. Don Antonio Machado opinaba que un poema podía considerarse verdaderamente acabado cuando, al cabo de diez años de haber sido escrito, no necesitaba ya de ninguna corrección. La misma obstinación presentan en sus páginas autores como Quevedo y San Juan de la Cruz, hasta Unamuno y Azorín, dando la sensación de que se repiten en sus temas, porque sólo así puede alcanzarse la perfección, la imposible perfección de la obra literaria.








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