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Por una democracia de alta intensidad

Sergio Ramírez





Quizás solemos olvidar, más a menudo de lo que debiéramos, que la democracia es consustancial al concepto de ciudadanía. Todos nos consideramos ciudadanos. ¿Pero cuánto lo somos en verdad? Este concepto, que hemos asumido como un lugar común, y al que por tanto dedicamos poco atención, viene acompañándonos desde las luchas por la independencia. Los próceres querían repúblicas de ciudadanos libres y pensantes que fueran capaces de imponerse, gracias a sus propios acuerdos de convivencia, y a su propia educación cívica, al oscurantismo y a cualquier clase de tiranía de pensamiento. Sin embargo, el caudillismo inveterado vino a desafiar desde entonces a los ciudadanos, que no llegaron, además a serlo del todo, porque delegaron en el caudillo sus propias potestades.

Y si revisamos bien nuestra historia, vamos a encontrar que los próceres que se subieron al caballo para pelear por la independencia, con un puñado de ideas ilustradas ensartadas en la punta de la espada, unas veces se bajaron de la montura ya transfigurados en caudillos, y por tanto enemigos acérrimos de la diversidad de pensamiento, y otras fueron apeados de ella por quienes no querían perder el tiempo en discusiones, sino en ejercitar los nuevos instrumentos de poder, caudillos ellos también que volvían los ojos hacia el ancient regime colonial en busca del orden que zozobraba entre las patas de la anarquía. Y para cumplir esa tarea precisaban de la disciplina que proviene del pensamiento único, capaz de evitar disensiones, y crear una autoridad única. Nuestras repúblicas patriarcales crecieron bajo esta férula ideológica.

La autoridad única provenía de Dios, y se incubaba en la oscuridad de las sacristías, o provenía, por el contrario, de la razón suprema. No había escapatoria. Y la propuesta decimonónica siempre viene ser, veamos hacia uno u otro campo, conservadores de nostalgias realistas, o liberales de ímpetus reformadores, el orden, la instauración de un orden durable para poder adelantar un proyecto durable, una propuesta que sólo podía encarnar, de manera continuada, la misma persona.

El capitán general, el jefe supremo, el caudillo, el terrateniente. Muy poco se pensó entonces en lo benéfico de la alternabilidad en el poder, en la rendición oportuna de cuentas, en el equilibrio de las potestades públicas, en el debate libre de las ideas, bases todas ellas de la democracia, que en cambio se vieron como adornos prescindibles, o como obstáculos al concepto de orden, y de progreso.

La democracia vendría después, cuando las sociedades se hubieran desarrollado en prosperidad, y hubieran madurado lo suficiente como para que los ciudadanos pudieran ejercer sus derechos con responsabilidad; mientras tanto, se necesitaba de un tutor. El padre amante y benefactor que sabe bien lo que la familia necesita y de los cuidados que precisa, cuándo debe ser bondadoso, y cuándo tiene el deber de castigar, para ejemplo de todo el rebaño. El prócer, convertido en caudillo, es siempre el padre de familia. Y a falta de un modelo de estado, el caudillo vierte en el molde de la familia el ejercicio del poder, y él mismo enseña que la autoridad única no es delegable, pero sí la ciudadanía, que queda bajo su tutela mientras los ciudadanos no alcancen la mayoría de edad.

Es curioso que a principios del siglo XXI, el siglo de las luces tecnológicas, sigamos creyendo en la fuerza redentora del caudillo, y sigamos creyendo que la ciudadanía es delegable, y por tanto que la democracia es prescindible. El recién publicado informe del PNUD sobre la Democracia en América Latina (hacia una democracia de ciudadanos y ciudadanas), nos deja saber que una buena mayoría piensa que el presidente puede ir más allá de las leyes, que el desarrollo económico es más importante que la democracia, y que no importaría sacrificar esa misma democracia a un régimen autoritario si resuelve los problemas económicos. Malas noticias, entonces. Los ciudadanos renunciarían a su ciudadanía, es decir, a su propia soberanía personal, y la delegarían en un personaje único de pensamiento único, si fuera capaz de asegurarnos el pan de cada día.

Ya se sabe que la supresión de los mecanismos democráticos no favorece en nada la diversidad de ideas, y que quien ejerce el poder de esta manera, con autoridad única, termina considerando subversivo todo lo que se oponga a su propio proyecto, y por tanto, el derecho a disentir pasa a la lista de pecados capitales contra el orden público. ¿No lo sabíamos ya? Quien siembra papas en una economía dirigida, cuando se manda sembrar hortalizas, cosechará tempestades, lo mismo que si imprime sus ideas en una hoja clandestina, cuando los periódicos están prohibidos.

Esta opinión tan sorprendente acerca de la democracia, que es considerada prescindible, es sin embargo, el fruto de las graves inconformidades y de las desesperanzas que más de dos décadas de ejercicio democrático han traído consigo. Tras años de dictaduras militares amparadas en la tesis de que el enemigo a derrotar estaba dentro de las propias sociedades, y que en una guerra todo se vale, los ejércitos regresaron a sus cuarteles por la puerta de fondo del escenario, ojalá para nunca más regresar, y dieron paso a gobiernos electos por el libre voto de los ciudadanos.

Entre 1983, cuando Raúl Alfonsín asumió la presidencia de Argentina, y 1989, cuando Patricio Alwyn asumió la presidencia de Chile, el panorama varió radicalmente, y el fin de los conflictos militares en Centroamérica, que coincidió con el fin de la guerra fría, abrió nuevos esperanzas para la siguiente década, la del fin de siglo. Un milagro concertado nos concedía la gracia de entrar al nuevo milenio bajo una égida democrática por primera vez en bastante tiempo, y la elección de Vicente Fox como presidente de México en el año 2000, cuando se interrumpió el prolongado monopolio del PRI, vino a hacer plena esta epifanía.

El fin del conflicto este-oeste, ante el hundimiento de la Unión Soviética y con que ella la de los regímenes de socialismo impuesto de Europa Oriental, lo que hoy llamamos en el recuerdo socialismo real, coincidió con este renacimiento democrático de América Latina, y contribuyó a alentarlo, sobre todo en Centroamérica. El triunfo de occidente, tal como se proclamó, fue demasiado ruidoso, si ustedes se acuerdan: se llegó aún a proclamar el fin de la historia, bajo el dixit aventurado de que al triunfar occidente, el que había triunfado verdaderamente era el mercado, con lo que el tiempo se detenía para siempre y entrábamos en el paraíso instantáneo, una afirmación un tanto más entusiasta que aquella otra de la sociedad comunista feliz, que demandaba tiempo, o correspondía más bien a un tiempo teórico.

Quedamos desde entonces librados a los excesos de esta implantación absoluta, que vino a arrasar con todo sentido humanista y con los valores de solidaridad que de alguna manera habíamos cultivado, y de la economía de mercado pasamos pronto a una nueva implantación, de consecuencias catastróficas, la sociedad de mercado. La democracia ha quedado ligada a este concepto, y cuando se dice sociedad democrática se entiende sociedad de mercado. Los valores fundamentales de la sociedad y de la democracia quedan así en riesgo de ser sujetadas a las leyes de la libre oferta y la libre demanda, y otra vez, el concepto de ciudadanía se vuelve prescindible.

La proclama del fin de la historia puso en la defensiva del silencio a los ideólogos del socialismo de una sola cara, la cara burocrática, que se desbandaban derrotados, y los textos marxistas de economía de la Editorial Progreso, venidos de Moscú, empezaron a desaparecer de los estantes de las bibliotecas. Y la idea de una sociedad socialista con un solo partido, se esfumó también.

Esta renuncia a las viejas ideas creó una tolerancia de nuevo cuño en la derecha recalcitrante, que admitió la participación institucional de los partidos de izquierda, aún la de aquellos que alguna vez estuvieron armados, e hizo que la participación electoral se convirtiera en un asunto ecuménico, sin más exclusiones. Y también sin más discusiones teóricas ni divisiones tajantes, como aquella tan mal recordada de democracia proletaria y democracia burguesa, una tesis que el presidente Lula se ha encargado de borrar, como estadista, y que Chávez ha convertido en una caricatura.

Pero quiéralo o no la izquierda, el punto de coincidencia es el mercado. Porque la derrota del socialismo real supuso el descrédito absoluto de todo proyecto de economía dirigida, y de sociedad cerrada. Esto fue un logro fundamental para ayudar a fijar el concepto de democracia como espacio de convivencia en el que la izquierda latinoamericana entró, despojada de sus antiguas creencias sacrosantas, y dispuesta a renunciar al pensamiento único; y aún la izquierda recién desarmada, protagonistas de las guerras civiles en El Salvador y Guatemala, pasó a formar parte del sistema político, y a sentarse en los parlamentos, igual que en Nicaragua la derecha recién desarmada entró también a la vida civil.

Hubo mucho de tolerancia en esta operación, por supuesto. Pero los viejos dogmas ahora desterrados, fueron substituidos por otros. Si antes el estado era la panacea, ahora lo era el mercado. Otra vez, fuimos situados frente al pensamiento único. La democracia de mercado suponía a comienzos de la década de los noventa prosperidad como nunca antes. Si los ciudadanos votaban y elegían, para obrar el milagro de la democracia, el mercado, por su cuenta, obraría el milagro de la prosperidad.

Los votantes siguen yendo a las urnas. El promedio ponderado de participación electoral en América Latina ronda el 70%, contra un 40% o menos en los Estados Unidos. Pero ya no creen como antes que la democracia de mercado sea capaz de resolver los problemas del atraso, la miseria, la marginalidad, y el desempleo, y son capaces de rebelarse en contra de aquellos que ellos mismos eligieron, como hemos visto ocurrir en Ecuador, Argentina, o Bolivia.

Cada vez más hay en América Latina ciudadanos de segunda, y de tercera, que votan, es cierto, pero quedan cada vez más lejos del gran festín del consumo y de las oportunidades de reparto de la riqueza, que la filosofía de la sociedad de mercado ha venido a amparar. Es lo que algunos llaman «ciudadanía de baja intensidad». Y lo que esperan de la democracia, en última instancia, es que cierre los abismos, en lugar de ensancharlos. Pero la verdad es que nunca antes se habían creado fortunas tan ofensivas como hoy en América Latina, y para peor, son fortunas generadoras de pobreza, una paradoja cruel como no puede haber otra.

Entonces, la pregunta clave es: ¿por cuánto tiempo seguirán votando esos «ciudadanos de baja intensidad», que no tienen nada que perder ni que ganar con la democracia, en cuanto la democracia no beneficia sus condiciones materiales de vida? ¿Por cuánto tiempo seguiremos participando en elecciones de mercado? Es decir, las elecciones en las que los candidatos se ofrecen envueltos en el más atractivo de los empaques, y cuando abrimos esos empaques publicitarios, nos encontramos con un producto adulterado. O un producto vencido unas veces, y otras, un producto corrompido. La democracia, por desgracia, es no pocas veces un instrumento de los corruptos para escalar el poder.

De lo que los electores están cansados, dice el informe del PNUD, es de promesas. Un 65% piensa que los candidatos no cumplen sus promesas porque mienten para ganar las elecciones, es decir, los juzgan culpables de un engaño deliberado; y sólo un 2.3% piensa que sí cumplen con sus promesas. Y si hiciéramos un análisis comparativo de las promesas electorales en América Latina desde que empezamos a elegir a nuestros gobernantes a comienzo de los años ochenta del siglo pasado, encontraríamos que siguen siendo las mismas, y las mismas también en cuanto a los partidos políticos, cualquiera que sea su signo ideológico.

El socialismo real, al arrastrar consigo en su hundimiento toda propuesta de intervención estatal en la economía, hundió también en descrédito la tesis de que el estado dueño de los medios de producción puede repartir directamente la plusvalía a los más necesitados, con lo que tanto la derecha como la izquierda, supuesta a alternarse, no tienen más que acercarse a una propuesta única de funcionamiento y desarrollo económico, que gira alrededor del mercado. El debate se convierte nada más en un asunto de matices. Ningún partido de izquierda se atrevería hoy a rebelarse contra el diseño de los planes de ajuste y disciplina financiera del Fondo Monetario Internacional.

Dante Caputo, canciller del gobierno de Raúl Alfonsín, que actuó como director del informe del PNUD a la cabeza de un variado equipo de investigadores, nos dice en la introducción del documento que existe el peligro de que, al ponernos a hacer el inventario de todo lo que aún falta por hacer en cuanto a la democracia, olvidemos todo lo que hemos conquistado, y no es poco. Es cierto.

Hemos ganado que podemos elegir, y además de eso, que los militares han regresado a sus cuarteles. Hemos ganado que es cada vez más difícil quebrantar el orden constitucional, como ocurrió en el Perú de Fujimori, y que al tiempo que la izquierda de manual acepta la alternabilidad en el poder como norma de convivencia, la derecha cerril acepta que los izquierdistas no deben ir a la hoguera. Hemos ganado en fin de cuentas tolerancia, respeto a la disidencia. Hemos ganado que ya no es delito pensar, ni expresarse.

Pero el mayor peligro que corremos no es ignorar, ni despreciar, las bondades de la democracia, sino creer que la democracia no es asunto nuestro, de los ciudadanos, sino de aquellos a quienes, cada vez con mayor desconfianza, llamamos «los políticos», como casta aparte, y les abandonamos esa herramienta colosal, que sólo sirve si está en manos de todos.

La práctica de ciudadanía que precisamos, para tener democracias durables y transparentes, no será nunca fabricada por el poder. Por ninguna clase de poder. Es una construcción que se hace desde la llanura, mediante los instrumentos en manos de lo que hoy llamamos la sociedad civil, un concepto no muy de mi gusto personal, cuando deberíamos decir mejor, y simplemente, los ciudadanos. Y es a los ciudadanos a los que tocar hacer cuentas de lo que falta y de lo que sobra en cuanto a la democracia, de sus virtudes y carencias, de sus fortaleces y debilidades.

Un primer balance razonable nos debería convencer de que, pese a todos sus tropiezos, y a veces retrocesos, la democracia es una obra en marcha, que se sigue por el sistema de prueba y error en el que, al menos eso deseamos, la cantidad de yerros vaya siendo cada vez menor que el de los aciertos. Los ciudadanos, mientras más ciudadanos sean, elegirán cada vez mejor, en la medida también en que, aceptando la economía de mercado, rechacemos la sociedad de mercado, y la democracia de mercado. Cada vez menos gatos, y más liebres.

El acto de elegir libremente seguirá siendo fundamental. El ciudadano delega en los electos su propia autoridad de manera periódica, bajo un plazo determinado. Y el hecho de vivir en sociedades libres, de libre opinión, también seguirá siendo fundamental. Aún en medio de las más graves dificultades, como las que hoy atravesamos en América Latina, y aún tan lejos del cumplimiento de las promesas de la democracia en cuanto a una vida mejor, y a equilibrios más justos en la sociedad, el sistema en que hoy vivimos no es prescindible, ni sustituible. Bastaría recordar que no es el regalo de nadie, sino el fruto de largas luchas al costo de sacrificios, y de sangre.

Uno de los asuntos claves del progreso hacia un estadio superior de ciudadanía, es derrotar al Mister Hyde autoritario que todos llevamos dentro. Esta viene a ser, al fin y al cabo, una lucha entre el doctor Jekyll y Mister Hyde. El informe del PNUD también revela que un segmento de alrededor del 27% de la población prefiere un régimen autoritario, no sólo por razones de bienestar económico, y por tanto estarían dispuestos a prescindir de la democracia, lo que significa aceptar que las libertades individuales y la seguridad personal, el derecho de opinar libremente y el derecho de disentir, no sólo el derecho de elegir, pueden ser cedidos a un caudillo, o a un partido. Un regreso a los viejos tiempos, con todo lo que esos viejos tiempos traen consigo. Los golpes en la puerta a medianoche, los desaparecidos, las torturas, las cárceles clandestinas, los asesinatos, el secuestro de criaturas al salir del vientre y la ejecución de sus madres, los cementerios secretos.

Yo diría que vivimos hoy en sistemas democráticos que no bastaría llamar imperfectos. Son más bien deficitarios, porque lo que más nos frustra son sus carencias. Y la más visible de esas carencias es la de la fortaleza institucional, que es la que da la mejor medida de la democracia, porque impide que el poder sea todo lo abusivo que por propia tendencia pretende ser, incubado como está en las fibras más oscuras del corazón humano. Si no fuera así, visto como vicio del alma, el poder no sería tan atractivo para la literatura, junto con el amor, la locura y la muerte.

La ciudadanía se vuelve plena cuando la sociedad es capaz de generar instituciones respetables y maduras que no pueden ser avasalladas ni burladas por quienes ejercen el poder, aunque se trata del poder proveniente de unas elecciones; instituciones que puedan responder por el control y la transparencia de la función pública. Desgraciadamente, aún no es así. Y semejante carencia lo que ofrece es campo de libre de acción al caudillismo, nuestra más vieja y lamentable rémora.

Mi maestro de derecho constitucional en la Facultad de Derecho de la Universidad de León solía decir que si en siglos venideros alguien leía la Constitución Política de Nicaragua, a sus ojos aquella sería la democracia perfecta. El problema, decía, es la distancia que hay entre el papel y los hechos. Estaba hablando, nada menos, que de la constitución que regía al país bajo la dictadura de Somoza, que era impecable en la letra, una obra maestra del cinismo.

El papel, que aguanta todo lo que le pongan. Las instituciones, muy bien definidas en la letra de las constituciones y de las leyes, serán inútiles en cuanto no sean capaces de afirmar su propia majestad frente a los apetitos, abusos, caprichos y veleidades de quienes ejercen el poder, en la luz o en las sombras. Mientras esas instituciones no sean más fuertes que las personas ambiciosas de poder.

¿Qué genera mientras tanto los déficit de control y transparencia? Corrupción, antes que nada, el peor de nuestros males endémicos, ya dije. En Centroamérica, desde que tenemos gobiernos electos, a partir de los años ochenta, el fruto venenoso de la democracia ha sido la corrupción. Los negocios ilícitos a la sombra del estado, la compra de voluntades, el surgimiento de grandes fortunas de la noche a la mañana, el uso de los recursos de instituciones del estado para negocios personales, las licitaciones fraudulentas, el tráfico de influencias, el abuso de los bienes estatales, el nepotismo. Y el tráfico y venta de sentencias judiciales, el negociado con las leyes.

El hecho de que la corrupción prospere es el resultado de una suma de factores que empieza por el déficit en la cultura política. Conforme los criterios más tradicionales se sigue viendo al estado como un inagotable botín, que está allí esperando a quien gane las elecciones, algo que los electores no suelen considerar como el peor de los males. Un pernicioso adagio popular dice «roba, pero hace», refiriéndose al gobernante que se enriquece, pero ejecuta obras públicas. Vuelvo a la encuesta del informe del PNUD. Cerca de un 40% está de acuerdo, o muy de acuerdo, en que se puede tolerar cierto grado de corrupción en el gobierno, siempre que se solucionen los problemas del país.

Suerte que la mayoría, el 60%, no tolera la corrupción. Pero si la corrupción le debe al consentimiento ciudadano, mucho más le debe a la fragilidad institucional. ¿Y cómo se ha resuelto el asunto del déficit de control frente a la corrupción? A través de la exposición pública de la información referente a los hechos corruptos, que es siempre, por supuesto, guardada en secreto, y hay que sacarla de sus madrigueras.

Hoy, cuando las instituciones se ven sometidas a voluntades arbitrarias, lo que hacen los medios de comunicación es llenar los vacíos de control, y erigirse en fiscales de la vindicta pública. ¿Es éste su verdadero papel? Sin duda alguna. Es el papel de defensor ciudadano de la sociedad, el ombudsman del colectivo social; y este papel, que va más allá de la dimensión critica, lleva a los periodistas a reunir pruebas, y presentarlas cuando son suficientes para demostrar un caso.

Hay que preguntarse nada más que hubiera ocurrido en Argentina con el negociado de venta ilícita de armas bajo el gobierno de Menem, con el mercado de compra y venta de voluntades establecido por Montesinos en Perú bajo Fujimori, con los saqueos de Arnoldo Alemán en Nicaragua, con los casos de corrupción aún abiertos contra Portillo y sus adláteres en Guatemala. Frente a asambleas legislativas complacientes, tribunales judiciales ineficaces, o corruptos ellos mismos, esos casos hubieran quedado hundidos en el silencio, y la peor beneficiada hubiera sido la democracia misma ¿No es enfrentándose a estos hechos la mejor manera de disentir frente al poder, y la más eficaz?

Aún en una sociedad de equilibrios ciudadanos, aún cuando las instituciones fueran los suficientemente fuertes, los medios de comunicación siempre tendrían un papel crítico. El papel crítico. El mejor entendimiento que un medio de prensa tiene con sus lectores se consigue con la independencia frente al poder, aunque se tratara de un poder bajo buen control. Las oportunidades de los medios oficialistas se terminaron ya, y repetir el discurso oficial, o favorecer todas las acciones de gobierno sin distancia crítica, ha pasado a ser no sólo de mal gusto, sino ineficaz para lograr credibilidad. Por allí se empieza a ejercer el derecho a disentir.

Pero también el derecho de disentir, estando como está en la esencia de la virtud crítica, viene a ser también el mejor antídoto contra las tendencias al pensamiento único, y esto tiene que ver, antes que nada, con el modelo económico. Hemos hablado de un modelo económico que se torna indiscutible, nacido del derrumbe del paradigma de la economía estatal, y del advenimiento del reinado del mercado.

Es obvio el desajuste entre ejercicio democrático, y progreso económico y distribución justa de la riqueza. Elegir no ha resultado en mejores oportunidades materiales para los ciudadanos, en cuanto al empleo, la vivienda, la educación, la salud. Ya hemos visto cómo los propios electores han tomado nota de ello. La gran desconfianza que crece frente al modelo democrático, por su fama de ineficaz, es una peligrosa fuente de desencanto. ¿Pero qué es lo que no está funcionando bien? ¿El modelo democrático, o el modelo económico?

Uno de los grandes mitos modernos, y que merece ser cuestionado, es el de la indisoluble unidad entre democracia y modelo neoliberal. Por tal entendemos el extremo dogmático de la economía liberal de mercado, y me parece que los hechos demuestran bien que no se trata de un concepto retórico, acuñado por detracción; su práctica conduce al atroz concepto de sociedad de mercado. Democracia y economía neoliberal aparecieron juntos, y se nos han vendido juntos, en un solo paquete de oferta. Pero es obvio que de los dos, el que no ha funcionado bien es el modelo económico, porque como toda tesis planteada como dogma, camino fatal del pensamiento único, ha sido llevado a sus extremos. Cuestionarlo se vuelve un verdadero anatema, bajo la desventaja de que las más de las veces que se le ataca, se hace bajo planteamientos ideológicos que más que razones exhiben inquinas. En este sentido, el peor de los argumentos es achacarlo a la malignidad crónica de los Estados Unidos, que es lo que da al asunto un color ideológico, y enturbia la necesidad de un disentimiento razonado.

El mundo es hoy en día, ya lo sabemos, mucho más complejo que hace al menos medio siglo. Los intereses hegemónicos no pasan ya por la apropiación de materias primas, que han perdido mucho del peso político que tuvieron antes, ni por los enclaves de los tiempos del caucho, el banano, el estaño y el salitre. Los hilos que mueven la economía del planeta son mucho más sofisticados, y volubles, y parten del dominio de los recursos tecnológicos, que no tienen peso en toneladas. La inteligencia cultivada es más que nunca un recurso de mercado.

La globalización, que depende del uso voraz de esa tecnología, integra capitales y mercados desde sitios entre sí lejanos, en una era donde los recursos de dominio están más allá no sólo de la producción de materias primas, sino aún de bienes industriales. Y como la reposición tecnológica es cada vez más acelerada, la competitividad de economías pequeñas como las de Centroamérica se vuelve precaria, para no hablar de la supervivencia de los mercados simplemente locales en economías de ese mismo tamaño, que se ha vuelto imposible, salvo bajo el esquema de la integración comercial por áreas geográficas.

Países como los nuestros, los de Centroamérica, y aún los de mayor desarrollo y fuerza, verdaderos mercados en sí mismos, como Brasil, Argentina o México, no pueden librarse de esta nueva realidad global, y tampoco creo que sea juicioso buscar como librarse. Lo que toca hacer es procurar un lugar mejor, en el que podamos probar nuestra propia competitividad, reclamar condiciones justas de participación, y atraer hacia nuestro entorno los recursos tecnológicos que sirvan a los intereses de nuestro propio desarrollo.

Hasta ahora, sin embargo, se ha tratado de un juego desigual. La manera cómo funcionan nuestras economías hacia adentro, bajo estrictas reglas de disciplina financiera, y bajo prohibición de distraer recursos en áreas de necesidad social cuando esos recursos no pueden ser financiados, está íntimamente emparentada con la manera cómo funciona la economía en términos globales. La ruptura de este esquema, en beneficio de un modelo justo de crecimiento, es posible siempre que desde dentro de nuestros países podamos organizar una posición crítica coherente, que nos saque del círculo vicioso en el que giran la servidumbre al modelo tal como se nos entrega, y el rechazo ideológico a ese modelo.

A estas alturas, las razones de disentimiento son muchas, sin que estén sujetas de ninguna manera al extremismo. Las privatizaciones, por ejemplo. ¿En cuánto han contribuido al crecimiento económico y por ende, a la generación de empleos en los últimos quince años? ¿En cuánto han extendido los servicios públicos y los han hecho más baratos, modernos y eficientes? Las privatizaciones, nacieron de la tesis triunfante de que el estado es pésimo administrador, y que por tanto correspondía a las iniciativas privadas, nacionales o extranjeras, asumir el control de las empresas que tuviera el estado, y de todas aquellas ligadas a los servicios públicos. A esta premisa se le dio cumplimiento expedito, y hoy quedan muy pocas que no hayan pasado a manos particulares. Electricidad, agua potable, comunicaciones, transporte, compañías aéreas, estaciones de televisión, bancos, compañías de seguros, y aún la administración de las pensiones del seguro social, los servicios de salud, y la educación.

Lo primero que ocurre, y que rompe con los paradigmas de la economía de mercado, es que muchas de estas empresas, que desde antes fueron monopolios estatales, no han dejado de serlo una vez en el ámbito privado, contra toda regla de libre competencia. Luego, el nivel de inversiones que realizan para transformar los servicios a su cargo, son despreciables; en muchos casos siguen operando las mismas plantas y sistemas obsoletos. Por otro lado, hacer que una empresa que busca legítimamente la ganancia se preocupe de extender sus servicios a áreas lejanas y necesitadas, de pobre ingreso y por tanto de escasa rentabilidad, es algo por naturaleza difícil, sino imposible. El bienestar de los ciudadanos corresponde antes que nada al estado.

¿Y quién ha disentido? Costa Rica, no por razones retóricas de cruda ideología, sino en defensa de la tesis, que debe abrirse a prueba también, de que recursos naturales son irrenunciables para el estado, lo mismo que la administración de los fondos de pensiones de la seguridad social, y los servicios de salud y educación. Y ésta es, hasta ahora, una posición que los gobiernos de ese país se ven precisados a sostener, tras grandes debates y no pocas rebeliones cívicas que han impedido hasta ahora la privatización de las energías y las comunicaciones.

¿Son las privatizaciones desaconsejables en todo sentido? No lo creo. Serán buenos en unos casos, y en otros no, dependiendo de las circunstancias; pero así como han sido establecidas en nuestra economía por demanda de una tesis inflexible, y extrema, no pueden ser rechazadas por otra igualmente inflexible, y extrema.

Las posiciones de disentimiento, sobre todo cuando se ventilan en los medios de comunicación, no pueden convertirse en inamovibles. Disentir, presupone estar uno dispuesto a dejarse convencerse de la tesis contraria. Esto es lo que marca la convivencia, y es la regla de oro de la tolerancia, antídoto eficaz frente a la maldad del pensamiento único.

La sociedad civil, es decir la ciudadanía, es la llamada a disentir frente a las imposiciones ideológicas, y frente a las razones de estado que no siempre son las más justas. Disentir contra el poder, que no sólo está colocado en el ámbito del estado, sino también de sectores preeminentes de la sociedad, grupos económicos, partidos políticos, y aún medios de comunicación, cuando éstos cierran los espacios de libre opinión, o imponen a los propios periodistas prohibiciones y limitaciones en su trabajo, por razones de poder, ajenas, o contrarias, al papel fiscalizador de la información.

Los intereses de las entidades económicas y sociales no siempre coinciden con los intereses de los ciudadanos, ni tiene porqué ser así todo el tiempo, ni tampoco es así con las entidades políticas. Parecería una paradoja que los intereses de los partidos políticos no coincidan con los intereses de los ciudadanos, pero yo diría que los partidos son cada vez más políticos y menos ciudadanos. Hubo antes una concepción de partido político mediante la que esos partidos abrían sus intereses hacia todos los asuntos de la sociedad.

Hoy, esos asuntos quedan en sus plataformas y programas de campaña, pero no en el ejercicio real, lo cual me parece una ventaja, porque ha dado paso al surgimiento de grupos de ciudadanos que gestionan esos asuntos con mucha mayor diligencia, independencia y espontaneidad, sobre todo los que se refieren a la conservación y defensa del medio ambiente, los derechos humanos, los derechos de la mujer y de la niñez, de los grupos marginados, de las minorías, de los indígenas, de la pequeña y mediana producción, de los consumidores, de los emigrantes.

La independencia, algo tan difícil de conseguir, no puede separarse del ejercicio de la disidencia. Disentir de unos intereses consolidados, para defender otros igualmente consolidados, y que también representan poder, no viene a beneficiar en mucho el concepto de ciudadanía. La verdadera posición crítica es aquella que se ejerce lejos de la protección del poder, y tiene, además, un carácter incesante, que emana de la inconformidad permanente con los desajustes sociales y los desajustes de conducta que violentan los parámetros éticos.

Una variable, que es a la vez constante, para guiar la disidencia, son esos parámetros éticos que a través de los siglos han tenido una sola medida, y tienen que ver con la honestidad y la rectitud de conducta, y con la transparencia de las acciones de las figuras públicas, contrario todo al doble discurso, tan común entre políticos.

Creo que si alguna crisis de fondo vivimos hoy es la crisis ética, que afecta a todos los sectores de la sociedad. Por desgracia, lo que hacen los poderosos, tiende a ser imitado por quienes no tienen poder. Causa de esa crisis ética es, quizás, el retorno tan abrupto que hicimos a finales de la década de los ochenta hacia nuestro propio interior como individuos, cuando se estableció que mirar hacia fuera, hacia la sociedad y sus intereses, y hacia los valores de solidaridad y preocupación común, eran asuntos pasados de moda. Un cataclismo moral del que todavía no nos hemos repuesto, porque el egoísmo, siempre tan estéril, y la despreocupación por los demás, legitima muchas de nuestras peores formas de conducta.

Que el individuo asuma su propia entidad como persona, y se vea a sí mismo en singular, no tiene nada reprochable, sino todo lo contrario. La humanidad se ha movido hacia delante gracias al uso que hemos hecho de nuestras potencias creadoras, de nuestra inventiva, de nuestra imaginación, de nuestra iniciativa personal, y de nuestro apego al sentido de libertad al pensar. Ésa es la base del pensamiento crítico, la fuerza que nos impulsa hacia adelante.

Pero que mirar hacia adentro ha servido siempre para mirar hacia fuera, es algo que no debemos olvidar. La transferencia de ideales, de impulsos morales y de compasión desde nuestro propio ser hacia el entorno común, es lo que nos ha hecho humanos. Saber repetir, junto con Terencio, «nada de lo humano me es ajeno».



Guatemala, Mayo, 2004.







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