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Pot-pourri (Silbidos de un vago)

Eugenio Cambaceres




Dos palabras del autor

Cuando un pobre diablo transita pacíficamente por las encrucijadas de la vida con una cantinela en los labios y porque su música suena mal en ciertas orejas enfermas, se ve asaltado de golpe por una turba rabiosa que se le va encima, lo avanza, lo acosa y puja por arrebatarle la bolsa, por robarle esos billetes de banco que se ganan sudando y que se llaman nombre, fama, reputación, ¿qué hace?

Para que no le sacudan a traición, se arrincona por lo pronto, aunque sea en algún ángulo de pared, de los que la indecencia pública suele convertir en meaderos, revolea un garrote justiciero, o, si lo pescan descuidado, a falta de refugio más seguro, arma el paraguas, a guisa de escudo y se acurruca tras de él para cubrirse del manoteo de los grandes y de las uñas de los chicos que, como cuzcos en riña de mastines, pretenden alzar la pata y mojar ellos también.

Ese es el caso.

Una mañana me desperté con humor aventurero y, teniendo hasta los tuétanos del sempiterno programa de mi vida: levantarme a las doce, almorzar a la una, errar como bola sin manija por la calle Florida, comer donde me agarrara la hora, echar un bésigue en el Club, largarme al teatro, etc., pensé que muy bien podía antojárseme cambiar de rumbos, inventar algo nuevo, lo primero que me cayera a la mano, con tal que sirviera de diversión a este prospecto embestiador, ocurriéndoseme entonces una barbaridad como otra cualquiera: contribuir, por mi parte, a enriquecer la literatura nacional.

Para que uno contribuya, por su parte, a enriquecer la literatura nacional, me dije, basta tener pluma, tinta, papel y no saber escribir el español; yo reúno discretamente todos estos requisitos, por consiguiente, nada se opone a que contribuya, por mi parte, a enriquecer la literatura nacional.

Y a ratos perdidos, entre un bostezo a dos carrillos y un tarro de caporal, llegué a fabricar el hatajo de vaciedades que Vds. saben y que tal polvareda ha levantado, tanto alboroto y tanta grita contra una humanidad de tercer plano: el autor.

Francamente, le jeu n'en valait pas la chandelle.

Pero como, así como así, me han caído espantosamente y como cuando a uno le caen el derecho de pataleo es, libre, según decimos en criollo, aguántenme ahora dos palabras por vía, no de enmienda, sino de explicación.

No quiero justificarme porque entiendo no haber delinquido.

Aclaro y nada más.

Mis tipos del capítulo segundo son fantásticos.

He estado a dos mil leguas de pretender vestir con semejante ropaje a don Fulano o a doña Zutana, personajes de carne y hueso.

Son entidades que existen o pueden existir, así en Buenos Aires como en Francia, la Cochinchina o los infiernos y que me he permitido ofrecer a Vds. en espectáculo, sacar en cueros al proscenio, porque pienso con los sectarios de la escuela realista que la exhibición sencilla de las lacras que corrompen al organismo social es el reactivo más enérgico que contra ellas puede emplearse.

¿Digo lo mismo de mis ejemplares del Club del Progreso? No; aquí he seguido el procedimiento de los industriales en daguerreotipo y fotografía; he copiado del natural, usando de mi perfecto derecho.

Desde Aristófanes que, no encontrando quien quisiera hacerse cargo del papel de Sócrates arrastrado por él a las tablas sin ni siquiera tomarse el trabajo de cambiarle nombre, lo representaba él mismo; desde Shakespeare que atrapó a su Falstaff relleno de sibaritismo al volver de una esquina y se lo sirvió así no más al público; desde Racine que ahorcó a Louvois en la cabeza de Aman, y Moliére que ayudaba a M. de Montespan a sobrellevar con paciencia su triste suerte de cornudo, afirmándole en Amphitrion que un partage con Júpiter no tiene nada que deshonre, hasta Balzac que decía que era cosa de locos andarse por los tejados, y Gautier que hizo de Jorge Sand una Camila Maupin, y, últimamente, Zola que en su Excelencia Rougon ha puesto las peras a cuarto a su Excelencia Rouher, ¿qué otra cosa han hecho los maestros del oficio que desollar al prójimo desde que el mundo es mundo? ¿De cuándo acá se ha ocurrido a nadie que sabe donde tiene las narices, vestir a Talía y a sus hermanas, criaturas desfachatadas si las hay, de señoritas tartufas, fruncidas y melindrosas?

Seamos francos, entonces y dejémonos de aspavientos hipócritas y ridículos, que lo que los hace crier au scandale, poniendo el grito en el cielo, es el b-a-ba del arte en todas partes donde se cuecen habas y muy particularmente entre nosotros, donde vivimos hartos de ver que el primer cualquiera le sale a uno al encuentro porque sí, lo agarra a brazo partido y lo pone patas arriba en el concepto público.

Prosigo.

Decía, pues, que había tenido los bultos por delante, sólo que, operando en carnaval, en que todo se cambia y se deforma, probablemente se deformaron también las lentes de mi maquinaria, saliendo los negativos algo alterados de forma y un tanto cargados de sombra.

Lo de las bolas de vidrio que ponen en los jardines: se mira en ellas un lindo y se refleja un feo.

A qui la faute?

Nadie la tiene;·ni el fabricante, ni el lindo, ni la bola.

Vis interna verum.

También, ¿qué más era de esperarse en circunstancias en que todo anda revuelto, cuando las mujeres se hacen hombres, los viejos muchachos, locos los cuerdos y la noche día?

Claro está; el negocio tenía que salir torcido. Consecuencia: alguno de mis sujetos, según dicen, echa espuma contra mí.

Desconfiando que no careciera de razón y que bien podía habérseme ido la mano (¡así suceden las desgracias!) he repasado después y vuelto a repasar esas páginas, no corno el que las escribe o se ve escrito en ellas, sino como el que las lee de afuera, sin ánimo preconcebido y sin pasión.

Bien, pues, quiero que las siete plagas me tullan si he encontrado allí la más remota sombra, siquiera, de ataque a la dignidad privada.

O soy muy bruto yo, o muy fatuos los otros.

Pueden haber sufrido la vanidad y el amor propio; la reputación, jamás.

Pero, decididamente, debo andar muy en la mala, porque cuando no es por mangas es por faldas, cuando no es uno, son muchos y seul contre, muchos, ¿que voulez-vous que haga?

Según también ha llegado a mi noticia, una parte, sobre todo la parte femenina del respetable público, ha visto en las hojas de mi libro los insultos más soeces, las ofensas más sangrientas lanzadas brutalmente a la faz de la sociedad.

Tras de cada frase, de cada palabra, de cada coma y aun tras de los márgenes y blancos, en vez de la alegre silbatina de un flaneur, han oído, horresco referens!, zumbar los dardos envenenados que, hijo desnaturalizado y perverso, he hundido con mano parricida en las entrañas de nuestra madre común.

Delicioso, palabra de honor, ¡delicioso!

El que esto ha escrito, dijo alguien que, de fijo, resollaba por la herida, no puede ser sino un corrompido que no cree ni en las cosas divinas ni en las humanas, un escéptico, un descreído sin Dios ni ley ni conciencia, un degradado que lleva su audacia hasta el cinismo de pintarse él mismo.

El que esto ha escrito, repitió la tropa de carneros de Panurgo, no puede ser sino un corrompido que no cree ni en las cosas divinas ni en las humanas, un escéptico, un descreído sin Dios ni ley ni conciencia, un degradado que lleva a su audacia hasta el cinismo de pintarse él mismo.

Excusez du peu.

Es mucha bondad y se les agradece, pero mienten y no necesito encender vela para encontrar la prueba.

Un barato previo: nadie tuvo derecho a suponer en el autor de un libro anónimo, particular modesto par le fait, que llevara su petulancia hasta dragonear de héroe de la fiesta, gritando a voz en cuello: ¡aquí estoy yo; soy, como quien no dice nada, Rousseau y allá van mis confesiones!

Nadie tuvo tal derecho, lo repito, aunque no fuera sino porque a nadie se lo he dado; pero ya que esos caballeros pretenden lo contrario, hagámosles el gusto y entremos a suponer.

Decimos, pues, suponiendo, que el vago soy yo y no otro como hay muchos para los que también muelen los molinos, que habitan su rincón de sol y que el que escribe caza al vuelo en sus correrías, hace suyo por derecho de conquista, estampa en papel de imprenta y entrega a la circulación porque tal es su oficio o su beneficio, o porque se le da la gana, cuando no tiene otra razón mejor.

Ahora papelito canta.

El que de viejo se calienta, hasta sentir que lo quema la sangre porque ve que la maldad se ensaña, no contra su madre, su mujer, su hermana, su amigo, ni aun alguno de su i parentela, sino contra quien sólo está ligado a él por el vínculo mezquino y ruin de la humanidad.

El que se hinca en el altar de la amistad con ese recogimiento santo que·sólo inspira la fe.

El que, bajo un guante de fierro, esconde una mano abierta y detrás de un pecho de piedra, un corazón que responde al grito austero del deber.

El que vive el tercer tercio de su vida sin que el mundo con su aliento envenenado haya penetrado en él hasta podrirlo por dentro, por más que muestre ulcerada la epidermis.

¿El que así piensa, siente y hace, ese, nada menos, ese, dicen es un mandria, un depravado?

¡Oh! Déjense de molerme la paciencia y no me vengan con pavadas, por no decir algo peor.

Ahí tienen al tipo por delante.

Si no le entran, son mochos; si fingen no entrarle, son ruines.

Y en uno y en otro caso, no propongo a esos señores que acepten mis más ardientes felicitaciones.

Pero basta de suposiciones gratuitas; no quiero seguir vistiéndome con las plumas del grajo.

Ni soy el vago, ni para bosquejar la silueta de mis personajes, redondear sus contornos y llegar a darles la última mano, he trabajado solo.

Mal que les pese, todos Vds. han colaborado alcanzándome la pintura.

Sea los colores nobles y delicados, los matices puros que he puesto en Juan y en la índole del carácter del mismo vago, por más que se ceben contra él; sea las tintas negras que me han servido para hacer el bajo-relieve de los vicios y de las miserias sociales.

Toda esta factura, lo repito, sin pararme en individuos, nadie ha posé en mi taller, salvo para ciertos tonos serios o humorísticos que he llevado al cuadro, sin estropear al modelo y excepción hecha de una pincelada rojo-fuego, una sola, que ha roto el lienzo porque he tirado, lo confieso, como un chuzazo, de revés, con ganas, amontonando patriotismo y hiel.

Bien sabía, por otra parte, que era peludo el asunto, que más de uno iba a mirarse reproducido en la escena, que el libro iba a darme un buen número de enemigos, amigo, ninguno.

Es que, impunemente, no se hacen trabajos de zapa, no se empuñan el pico o la barreta para minar los cimientos de un edificio, aunque amenace ruina y se trabaje con la cristiana intención de evitar que, viniéndose al suelo de golpe, resulten piernas y brazos quebrados, sin que el dueño se amostace, protestando que atacan su propiedad y violan su domicilio.

Tales son la lógica y la gratitud humanas.

Pero, de veras, nunca me figuré que les diera tan fuerte y que llegaran hasta desgañitarse, vociferando: a la garde, au voleur, à l'assassin! en presencia de un prójimo inofensivo, de un musicante infeliz que se presenta en público con el sombrero en la mano, que no dispara de la justicia porque ni es ladrón, ni es asesino y cuyo solo delito consiste en haber escrito una farsa, en haber compuesto un Potpourri en que se canta clarito la verdad.

Concluyo.

He querido hacer reír y he hecho rabiar.

Fiasco completo; no era eso lo convenido.

Lo de todos los autores rechiflados: ganas me dan de sacudir el instrumento contra el suelo... y sin embargo... el amor al arte...

¿Reincidiré?

Quién sabe.






Pot-pourri

Vivo de mis rentas y nada tengo que hacer. Echo los ojos por matar el tiempo y escribo.

*  *  *

Es decir:

El que crea encontrar en las páginas de este libro estudios serios, fruto de una labor asidua, debe, desde luego, cerrarlo sin más vuelta.

No quiero ni puedo hacer nada serio.

El más pequeño esfuerzo intelectual me postra. Vivo por vivir, o mejor: vegeto.

Perdidas en medio de mis muchos defectos, tengo algunas buenas dotes. Poseo, por ejemplo, un fondo innegable de honradez; por eso es que nada prometo, desde que nada puedo dar.

Ya saben ustedes, pues, a qué atenerse.

*  *  *

Muchas veces he solido preguntarme: ¿para qué diablos hubiera podido yo servir? ¿Cuál es mi vocación? En qué ramo de la actividad humana habríame sido dado descollar?

En el teatro, son las palabras que fatalmente han asomado a mis labios después de haberme dado vueltas y revueltas, examinado de cerca, estudiado mi tamaño, mis contornos, mis formas, mis diversos matices de color, mi valor intrínseco, en fin, como se hace con cada uno de los pedazos de palo cubiertos de papel pintado que yacen pêle-mêle sobre la mesa, y a los que se concluye por dar la única colocación que tienen en la formación de los paisajes o cuadros de los juegos llamados de paciencia.

Sí, señor; he nacido para cómico.

Desde la infancia, me sentí arrastrado fuertemente hacia las tablas.

No se me ocurrió jamás seguir el mal ejemplo de los pilluelos de mi época y hacer la rabona a la escuela solo o en pandilla.

Mis rabonas eran de otro género.

Compraba los favores del ilustre descendiente de Pelayo, encargado de la puerta de mi casa, mediante el sacrificio de la suma íntegra de un peso moneda corriente que me daba mi madre los domingos y días de fiesta a guisa de propina, y cuando la bendita señora me creía gozando tranquilamente en mi cama el sueño de los inocentes, habíame ya escurrido de entre las sábanas, ganado la calle haciéndome chiquito y salvado, en menos que canta un gallo, la distancia que me separaba del Teatro de la Victoria, a cuyo interior me colaba perdido entre las piernas de un grupo de concurrentes, para escapar así a la vigilancia de los porteros.

Todo me parecía sublime al través de los mugrientos quinqués de aceite de potro que, soi-disant, alumbraban la escena.

En mi inconciente aspiración de niño, hallábame poseído de una admiración que rayaba en culto por el talento dramático del mulato Quijano y las dotes líricas de la señora Merea.

¡Y cuidado que no era mucho exigir!

Esta inclinación al teatro fue acentuándose cada vez más en mí.

Adolescente, estuve varias veces a punto de sacudir el yugo de la patria potestad, dar al traste con la familia y las conveniencias sociales y, campeando por mis respetos, largarme a hacer carrera por esos mundos de Dios.

Es que, efectivamente, figúrese una inteligencia clara, sutil, mañosa y diestra en la asimilación de los talentos ajenos, pero seca de producciones propias, simplemente reflectora de la luz de afuera, una inteligencia plagiaria, en fin.

Un físico à l'avenant, estatura elevada, formas correctas y marcadas, mirada viva, fisonomía movediza y suelta, capaz de un fuerte parecido en la traducción de todos los arranques del alma.

Agréguese a estos diversos elementos de composición, homogéneos, hechos los unos para los otros, una vocación genuina, nutrida por la tendencia más pronunciada a la vida de bohemia y a los placeres que son su base, y se tendrá la tela de todo un cómico.

Ese era yo.

Desgraciadamente, la buena posición social de mi familia y el menosprecio del mundo por el artista de teatro, resabio estúpido de los tiempos en que la máscara del histrión degradaba el ejercicio de la noble carrera del arte, violentaron los impulsos de mi naturaleza, haciéndome renunciar a mi inclinación predilecta.

*  *  *

Mi excelente madre se empeñaba en hacer de mí un abogado.

Amándola con delirio, no me sentí con fuerzas bastantes a contrariar su voluntad, sagrada para mí, y estudié derecho.

Entendámonos.

Más que vida de estudio, fue la mía vida de placeres y de holganza.

Mimado por mis padres, con dinero a discreción y el libre arbitrio más absoluto, frecuentaba los salones, teatros y paseos, mientras las Pandectas, las Partidas y los Cánones yacían en lastimoso y polvoriento olvido.

Esto duraba diez meses.

El amor propio, que en mí habría sido una condición si no hubiera degenerado en vanidad lo que es ya un feo defecto, abría entonces un paréntesis en esta serie no interrumpida de goces mundanos, y la vergüenza de una posible reprobación hacíame reaccionar de tal manera que, durante los dos meses restantes, dedicaba ocho y hasta diez horas diarias al estudio, lo que me permitía presentarme a las pruebas finales y salir airoso de ellas.

Pero, ¡ay! ¡Lo que así se gana, así se pierde! Dos meses antes del examen no sabía nada, pero dos meses después... tampoco.

La ciencia que había adquirido a vapor para impulsarme en la carrera de la vida, se desvanecía en mi cabeza con la rapidez con que se desvanecen en el espacio las largas espirales del poderoso agente después de haber actuado sobre los tubos caldeados de una locomotora.

Con este pasivo de conocimientos, ingresé, por fin, al foro, abrí estudio y ofrecí mis servicios profesionales al respetable público; no por efecto de necesidades pecuniarias a llenar, lo repito, nunca las he sentido, sino como derivado forzoso y lógico de mi título de competencia.

Me sucedió lo que a los aficionados a la opereta, al género de Offenbach y de Lecocq, que son capaces de dormirse parados oyendo la novena sinfonía de Beethoven o un cuarteto de Haydn y se creen, sin embargo, comprometidos a asistir a un concierto de música clásica porque han comprado una luneta.

Mientras tanto, pisando un terreno que no era el mío, completamente dépaysé, la fuerza misma de las cosas debía arrojarme fuera de él.

Mi espíritu, como esas aves que necesitan libertad y espacio para poder vivir, se asfixiaba aprisionado en la atmósfera corrompida y sofocante donde se agitan jueces, abogados, escribanos, procuradores y demás curiales.

El simple aspecto de un expediente hacíame apartar la vista con indecible repugnancia; su manipulación llegó a ser tarea superior a mis fuerzas y un invencible sentimiento de disgusto se apoderaba de mí al solo amago de la visita del cliente y, sobre todo, de la clienta, de la mujer pleitista, criatura cargante si las hay, cuyos tremendos solos no me era dado soportar sin una serie de bostezos y los párpados abatidos, llorosos e inyectados de sangre, expresión de cretinismo propia del infeliz que ha llegado al apogeo del fastidio.

Con el agua al cuello, un esfuerzo supremo de propia conservación podía sólo salvarme.

Una mañana de invierno fría y gris como el spleen que me dominaba, me levanté resuelto a poner fin a mis males con un remedio brutal. Cerré con llave las puertas de mi estudio; pegué sobre ellas el letrero siguiente: Cerrado por causa d'embêtement, y procedí, en seguida, a repartir mi clientela entre mis condiscípulos más pobres y más famélicos, como se reparte la carne del manso buey en las jaulas de fieras y aves de rapiña de los jardines de aclimatación.

Todo por vía de desfacimiento de agravios y enderezamiento de entuertos, para mayor gloria de Dios y bien de la humanidad.

*  *  *

Devuelto a mí mismo, sin compromisos que me esclavizaran, sin obligaciones que cumplir, dueño absoluto de mi tiempo, entreguéme de lleno a la vida ligera, cuyos fáciles placeres probé hasta la saciedad.

Una transición sencilla de explicar debía entonces operarse en mí.

Sentí el vacío en mi alrededor y avergonzado de la esterilidad de mi vida, busqué un terreno más fecundo donde poder utilizar mis medios y llevar a la obra del bien común mi contingente de trabajo y de sudor.

Hubo una época entre nosotros en que el título de doctor era un salvo-conducto, una especie de passe-partout que hacía a su propietario, aun cuando se llamara D. Inocencio o D. Pánfilo, el hombre preciso, indispensable para el lleno de todas las altas funciones de la vida.

¿Buscaban Vds. un hombre en política, en las ciencias, en las artes?

Lo encontraban fija e irrevocablemente precedido de la cuarta y de la décima cuarta letra del alfabeto.

Los miembros del gobierno eran doctores, de doctores se componían los parlamentos, las academias científicas y literarias, los clubs políticos y sociales, y cuando sin ellos y, por acaso, llegábase a nombrar una comisión, siquiera fuese con el objeto de hacer producir a la tierra cuatro en lugar de dos, o de propender al mejoramiento de las razas vacunas, caballar o lanar, el público indignado protestaba exclamando:

-¡A quién se le ocurre nombrar una comisión compuesta de una punta de animales: imagínese Vd. que ni un solo doctor figura en ella!

Como si interpretar un texto, acusar una rebeldía, cortar una pierna o administrar a tiempo un vomitivo, encerrara la omniciencia, fuera la panacea sin la cual las sociedades debieran marchar sin remedio a su desquicio y a su ruina.

Mientras tanto, talentos reales sólidamente preparados, espíritus prácticos y sensatos que habrían podido ser de una ayuda eficaz en la administración de los negocios públicos, vegetaban oscurecidos en el olvido.

Para ser algo en esta bendita tierra, era fatal tener patente de embrollón o de matasanos.

Fue así que vimos las aulas de nuestras facultades de medicina y de derecho repletas de jóvenes que, en provecho propio y extraño, habrían podido aplicar sus aptitudes a rama más útil del saber humano.

La Universidad sobre todo, nueva boca del infierno, vomitaba por centenares esa verdadera plaga social de diablos con toga y, a continuar invadiéndonos la producción en razón inversa de las necesidades del mercado, nada extraño hubiera sido que hasta el humildísimo empleo de teniente alcalde del más humilde de los pueblos fronterizos, hubiese sido desempeñado por un doctor.

Por fortuna el sentido público ha experimentado una reacción salvadora y hoy podríamos exclamar con Cervantes, haciendo de su dicho una aplicación al caso:

«¡En esto de achaques de títulos y colgajos, lo mismo es nada!».

*  *  *

Tenía, pues, siendo doctor, todas las puertas abiertas, el camino llano y despejado.

Ofrecióse a mi vista el ancho campo de la vida pública en cuyas vías me lancé con ánimo ferviente e inspirado en los más sanos y sinceros propósitos.

Ocupé varios puestos públicos sin haberlos mendigado de quienes me levantaron; sin ser hombre de partido, es decir, sin haber celebrado jamás pacto alguno, expreso o tácito, que reatara mi libertad personal, me impusiera el sacrificio de mis convicciones y, a título de consecuencia política, me transformara en instrumento ciego de iniquidades más o menos monstruosas.

La independencia misma de mi situación hízome creer un momento que me encontraba llamado a cooperar en la limitada esfera de mi valor al bienestar y felicidad de mis semejantes.

Pero ¡ay! cuando en hora menguada, al tocar una de esas cuestiones que queman, en presencia de una de las luchas más ardientes que registren los anales de nuestras miserias políticas, alarmado ante la profunda perversión de los partidos, tenté oponer un dique a ese torrente que amenazaba desbordarse para arrasar en su ímpetu la obra paciente del patriotismo y de los tiempos, cuando presintiendo la tremenda perturbación que iba a conmover hasta los cimientos del edificio social, quise cerrar la entrada del Templo de la Ley a la corrupción que golpeaba sus puertas, la reprobación más unánime fue mi recompensa.

¡Güelfos y gibelinos descargaron sobre mí sus formidables iras, y el pueblo soberano que me escuchaba me pegó la más espantosa silbatina que haya resonado jamás en teatro alguno del mundo!

¡Y, sin embargo, sabe Dios que mi único objetivo era la felicidad de mi país, mi conciencia, el único norte para alcanzarla!

Uno de los bandos, en su sublime amor por la patria, no trepidaba en apelar a los más ruines manejos, en echar mano del fraude, de la violencia, del cohecho, para disputar el triunfo a sus contrarios: «¡Quebrados fraudulentos, vendidos al extranjero, eternos pitancistas del Erario, sanguijuelas de la sangre del pueblo!».

El otro, en su fervoroso patriotismo, esgrimía las mismas armas a la luz del sol, con tal de dar en tierra con su adversario: «¡Canalla vil, reclutada en la hez de la sociedad!».

¡Unos y otros llevaban su santa abnegación por el bien público hasta consumar la vergüenza de su propia degradación, hasta el sacrificio de la honra, de eso que en mi insensata candidez de joven, creí que el hombre debía esforzarse por salvar intacto, ante todo y por sobre todo, para transmitirlo a sus hijos, como la más preciosa de las herencias!

¡Cuánta generosidad, cuánta grandeza, cuán noble ejemplo de valor cívico para las generaciones venideras!

¡Ay de mí! Fuerza era conocerlo: ¡no me hallaba, ni con mucho, al nivel moral de los leaders políticos de mi época!

¡Tengo la cobardía de confesarlo: no se anidaba en mi pecho coraje bastante para militar en las filas de tan esforzados campeones!

Me sentí pigmeo en lucha de gigantes.

Una ilusión menos, un desengaño más.

¡El acceso de la Tribuna y del Capitolio, como las puertas del foro, quedaban para siempre cerradas a mi paso!

Decididamente, no hacía carrera.

*  *  *

Postrado hasta la humillación, con la conciencia más completa de mi inutilidad, ¿a dónde dirigir los ojos? ¿Qué nuevo esfuerzo érame dado intentar aún?

¿Podía, acaso, volver atrás y, mal abogado y peor político, hacer de mí un ingeniero, un literato, un militar o un médico o un fraile o un estanciero siquiera, para escribir yo también, como el señor Lima, algún tratado de ganadería práctica?

Vana tarea; todo en la vida tiene su época y viejo estaba Pedro para cabrero.

Hubiera sido exponerme a que me sucediera lo del pintor aquel que, queriendo hacer un caballo, hizo algo que, más que caballo, parecía mulo, por lo que, descontento de su obra, pasóle una raya de carbón para empezar de nuevo, consiguiendo al fin pintar un burro.

No hay vuelta que darle por más que chille el amor propio: soy un hombre completamente raté.

*  *  *

Chassez le naturel, il revient au galop.

¡Ah! ¡El teatro, el teatro!

¡Cátedra universal a cuyas puertas se agolpan las masas y en cuyo recinto, sin sospecharlo siquiera, se instruyen, crecen, se elevan, se transforman y convierten al calor que difunde el fuego inextinguible del arte, abriendo los misterios del alma a las nociones eternas de lo noble y de lo bueno!

¡Verdadera cátedra de regeneración popular, qué gloria mayor para el ambicioso que aspira a las alturas que dominarte como dueño y absoluto señor!

¡Ah! ¡El teatro, el teatro!

¡Cuántas veces, replegado en mí mismo, he acariciado el sueño dorado de toda mi vida!

Transportábame con la imaginación, esa loca que no descansa, al suntuoso recinto inundado de luz y de cabezas humanas.

Encarnaba una de las creaciones sublimes de Shakespeare.

Una chispa de fuego eterno brillaba en mi frente. ¡Bajo el hechizo de mi palabra, el malo se hacía bueno, el bueno se hacía mejor, y éste y aquél y muchos y todos, la multitud entera subyugada, pendía de mis labios, luchaba con mi coraje, brillaba con mis glorias, lloraba con mis lágrimas, sufría con mi dolor y, arrastrada por la fuerza de mi genio, salvaba la valla que nos separaba y venía a mí, a vivir de vida real el ideal que yo creaba!

¡Es la visión de lo bello que el artista revela a los ojos de la muchedumbre, viva, nítida, deslumbrante, que arrebata y conmueve, que se impone con la fuerza de los hechos y penetra hasta herir las fibras más delicadas del corazón!

¡Si así no fuera, no se levantaría de mil pechos a la vez un grito gigantesco para aclamarla!

¡Influencia irresistible de la verdad!

¡Mágico encanto del arte!

¡Triunfo incomparable de su sacerdocio!

*  *  *

Pero, ¿qué otra cosa es el mundo que un teatro inmenso, con sus primeras partes, de cartello las unas, buenas, mediocres o malas las otras; sus comprimarios, bailarines, coristas, comparsas, corifeos y demás canalla?

¡Qué más la sociedad que un vasto escenario donde se representan sin cesar millones de farsas, a veces sangrientas, grotescas y ridículas casi siempre!

La diferencia entre uno y otro consiste en que el teatro ficticio, aquel cuya entrada se compra con un billete de banco y con ella el derecho de aplaudir o silbar al saltimbanco, al histrión cubierto de oropel, pero capaz, acaso, de dar tres rayas a su juez en achaques de honradez y dignidad, es lo que debe ser, mientras que el teatro real, en el que el vulgo actúa confundido, es lo que es.

Si un plan moral más o menos severo no responde a las reglas prescritas, la pieza se silba en el primero.

La ausencia de toda moralidad se diría requisito exigido en el segundo para alcanzar los favores del público.

En aquél, el éxito se mide por el mérito.

En éste, el mérito depende del éxito.

El desgraciado que escolla recibe del público indignado la más furiosa rechifla.

El bribón que medra arranca del público entusiasmado frenéticos aplausos.

Il s'agit de réussir: tout est là. Y, por mi parte, entre el teatro de Corneille y el de Napoleón, digo que me quedo decididamente con el de Corneille.

Den vuelta la hoja y oirán, en pro y abono de mi dicho, una colección de melodías arregladas para pito, un potpourri de chiflidos sacados de oído y a capriccio, pero sin fioriture ni variantes, de la música colosal del mundo.


- I -

-¿Qué te parece mi novia? -me preguntaba Juan rascando un fósforo para encender un cigarro, al salir a las doce de la noche, víspera de su casamiento, de casa de su futura donde acababa de presentarme oficialmente como a uno de sus mejores amigos.

-Muy bonita, le contesté.

-¡Y si vieras qué buena! -agregó tomándome del brazo y prosiguiendo ambos nuestro camino.- ¡Cuánto me quiere la pobrecita! Si, como dicen, el matrimonio es una lotería, puedo asegurarte que me he sacado la grande. Casándome con una mujercita como María, tengo noventa y nueve posibilidades contra una de ser el más feliz de los hombres.

-Sí, ¿eh? Está muy bueno- repuse tranquilamente.

-¿Cómo es eso de está muy bueno? ¡Con qué flema y con qué cachaza me contesta su excelencia! ¿Acaso no piensas como yo?

-Sí, mi querido amigo, creo como tú que tu novia es una preciosa criatura, buena, amorosa, que te quiere como es susceptible de querer una mujer de diez y siete años a un hombre joven y buen mozo: con toda la fuerza de la pasión; que no piensa sino en ti; que no sueña sino en hacer la felicidad de tu vida; que se halla animada de los sentimientos más puros, que tu nombre y tu fortuna no han influido para maldita la cosa en ella cuando ha jurado ser tuya y que llegaría hasta creerse la criatura más dichosa si le propusieran pasar el resto de su vida en un rancho comiendo puchero de carnero con fariña y galleta, siempre que tú comieras la mitad.

«Ya ves hasta qué punto admito que tu futura encarna para ti un conjunto de perfecciones, pero...

-¡Ah! ¿Hay un pero?

-Un momento... Sabes que no se me ha ocurrido nunca casarme. Más, que he huido siempre de la tentación como un griego de un inglés o un gato del agua fría: cuestión de temperamento; pero sabes también que acepto, que justifico el matrimonio como una necesidad social y soy el primero en batir palmas cuando los otros se casan.

«Permíteme no obstante que, tratándose de ti y dado el cariño que te profeso, yo que no estoy enamorado, no participe de tu entusiasmo, no arremeta la cuestión a l'emporte piéce, ni trate de tomar el porvenir a la bayoneta.

«El hombre que se casa se embarca, y el que se embarca peligra», agregué en tono sentencioso.

-Sí, pero el que no se embarca no atraviesa el mar.

-Mejor es no atravesarlo, que ahogarse en él.

-Eso no pasa de ser un detestable lugar común. Eres un cobarde, un visionario y un descreído.

-No; soy un hombre prudente, y nada más.

-Supongo que tu prudencia no llegará hasta abandonarme cobardemente en la hora suprema del peligro y que aceptarás gustoso la complicidad del atentado, honrando mi boda con tu presencia.

-Te ayudaré a bien morir, haciendo los más fervientes votos para que todas las bendiciones del cielo se derramen sobre tu cabeza.

Habíamos llegado a la esquina de mi casa.

-Hasta mañana, entonces- me dijo Juan dándome un fuerte apretón de manos.

-Hasta mañana, mi querido Juan.

Pobre muchacho, pensé; el pasado es suyo, el presente de su novia, ¿de quién será su porvenir, de Dios o del diablo?




- II -

Metido el cuerpo en un frac y el cuello en una corbata blanca, es decir, aprisionado en el chaleco de fuerza con que la sociedad sujeta aún a los locos que, como yo, huyen la compañía de los otros locos y cuerdos con la pena, aman pasar su invierno largo alargo sobre un sillón frente a la chimenea, saqué el reloj: eran las once y siete segundos de la noche.

Mise en scène de primer orden.

En presencia de un numeroso público compuesto de parientes, amigos y principalmente de curiosos, y, previas las formalidades de estilo: dichos, amonestaciones, etc., como quien dice, hecha la toilette del condenado, el ejecutor de las altas obras dio principio a su ministerio.

Cuatro minutos y veintiocho segundos después, mi amigo Juan había pasado a mejor vida.

Era cadáver o, lo que es lo mismo, marido.

¡Quiera el cielo, exclamé ab imo pectore en mi amistoso fervor, que el alma del desgraciado no trasmigre malamente, yendo a habitar el cuerpo de algún ejemplar cornudo!

Una edificativa escena de familia ofrecióse luego a mi vista entre telones, donde fui admitido a título de amigo del beneficiado.

La suegra, sofocada por los sollozos, cubría de besos a su hija, dejándose caer después en los brazos del consorte, del hermano, del primo, en los del padre de Juan y, por lo último, hasta sobre mi chaleco, donde vino a agotar su último arsenal de lágrimas, exclamando como exclaman todas:

-¡Pobrecita mi hijita, ángel de mis entrañas! Comprendo que es necesario, pero no me puedo conformar.

Y, la verdad: por muy grande y muy merecido que sea el descrédito en que, ante la opinión del mundo, ha caído la respetable falange de las suegras, debe ser dura cosa aun para una suegra, parir, criar y educar a su hija, exponiéndose que el día menos pensado y sin otro sacrificio que el de la modesta suma de doscientos pesos papel, que, al fin, haciendo las cosas con economía, no cuesta más la ceremonia, venga un sátrapa cualquiera... y se case con ella.

Momentos después, los novios se habían hecho humo; efecto de la alta temperatura producida en ellos por la fiebre devorante del amor.

Un tren ligero como las ganas que tenían de llegar, los transportaba a pasar la infalible luna de miel en la indefectible estancia de los abuelos.




- III -

Hecho el gasto de media hora de paciencia delante del espejo, con más, el ítem de un par de guantes, quise en avoir pour mon argent y me colé de nuevo en los salones invadidos por l' élite de la sociedad.

Tenía lugar en ellos una suntuosa fiesta de baile. Juzgué prudente borrar de en medio mi individuo, yendo a ocupar un puesto de honor en las filas de la pasiva.

Es decir, me senté en uno de los últimos rincones. Llevado por mi carácter habitualmente jovial, preparábame a pasar un buen rato encarando a la humanidad por su lado alegre y ridículo, cuando de súbito se produjo en mí uno de esos cambios bruscos que inconcientemente suelen experimentar los hombres que, habiendo agotado la vida, mucho han gozado y también mucho han sufrido.

El recuerdo del placer que empalaga y del dolor que harta, trae aparejado un desencanto profundo y, como consecuencia de él, se despiertan sentimientos de perversidad que espantan y producen el horror de uno mismo, luego que la ofuscación pasa.

Hallábame en uno de esos momentos fatales; el demonio de la murmuración aguijoneaba mi espíritu.

Sentía despertarse en mí, viva, punzante, la índole del mal; hubiera llegado hasta clavar mis dientes para desgarrar con ellos la blanca túnica de la virgen, y, al través de esa verdadera rabia de dañar que me asaltaba, todo me parecía revestir las formas más odiosas.

Pasaba, a la sazón, uno de esos hombres, ni malos ni buenos, como se encuentran diez al volver de cada esquina.

Ni se les puede llamar bribones, ni tampoco honorables en la acepción absoluta de la palabra, porque su honradez es elástica: se estira o se encoge, según la medida del lucro a percibir y también según la luz que, para formar criterio, ofrece un sentido moral falseado por vicios de educación.

El sujeto a que me refiero es comerciante, lo que importa decir que, si le confían en depósito una suma de dinero, se guardará muy bien de tocarla y la devolverá religiosamente intacta, aun después de transcurridos largos años; que será incapaz de introducir materialmente la mano en el bolsillo del prójimo para sustraerle ni un peso ni diez millones, pero que bonitamente le meterá cada clavo como un templo, haciéndole creer que le cuesta mil y vende en cien, lo que no le cuesta diez ni vale uno.

Poco importa que el desgraciado con quien trata pierda hasta la camisa y arrastre en su ruina a una familia entera reducida a la miseria y los horrores que la acompañan.

No crean Vds. que nuestro hombre, por eso, perderá él también ni siquiera un minuto de sueño.

Tiene la conciencia tranquila: ha mentido, ha engañado, ha falseado, ha hecho tanto mal como el ladrón que rompe una caja de fierro y se roba el tesoro que encerraba; pero a él ¿qué le importa, si no ha salido del terreno lícito y legal?

Ha cometido, es cierto, una iniquidad, pero eso se llama, en el medio donde vive, celebrar una transacción comercial, hacer un buen negocio; estaba en su derecho.

Si la operación ha arruinado a la otra parte, si la fatalidad ha pesado sobre ella, ¿es acaso suya la culpa?

Evidentemente no. Ese es el comercio.

Bien, pues, a ese comerciante, a ese hombre y a los otros de su calaña, que el mundo, donde gozan de una reputación sin mancha, recibe, acata y respeta, yo, en aquel momento, bajo la influencia de la aberración que me dominaba, hubiérales hecho pegar tres mil azotes o cuatro tiros sin mínimo remordimiento de conciencia.

-¡Qué preciosa pareja! -exclamó mi vecino, soldado de la pasiva como yo. -¿No le parece a Vd., señor? -agregó, sin duda, aburrido del mutismo en que yacía y queriendo echar conmigo su cuarto a espadas.

-Muy linda, efectivamente -le contesté, volviéndole a medias la espalda, poco dispuesto como estaba a mantener comercio intelectual alguno con el premier venu.

Se refería a dos jóvenes que, entrelazados en las vueltas de un ligero vals, acababan de pasar rozándonos las piernas.

Él es lo que se llama un hijo de familia rica.

Su padre, creyendo buenamente que no existía en su tierra casa alguna de educación superior digna de su ilustre vástago, y soñando para el niño un porvenir brillante en las ciencias, enviólo, adolescente, a completar sus estudios a Europa.

Una vez en París, ya bajo pretexto de instalarse decentemente, tal cual conviene a un joven americano de buena familia para dejar bien sentado su nombre, ya con la excusa de las crecidas sumas que se veía forzado a invertir en los honorarios de sus profesores, príncipes todos de la ciencia, en las necesidades de la vida diaria tan costosa, en los extraordinarios, imprevistos, etc., llegaban aquí, unas tras otras, las cartas en solicitud de nuevas remesas de fondos.

El buen progenitor, orgulloso de los progresos de su hijo, contestaba sus epístolas en letras de cambio, con gran contentamiento del joven y sus íntimas de la sociedad demi-mondaine en cuyo centro vivía, las que no cesaban de exclamar transportadas de alegría:

-Oh! Le charmant p 'tit père que t'as là!

Con ancho paño en que cortar y libre como las alas de un pájaro, fuera más que cretinada preferir el austero recinto del colegio Charlemagne o Louis-le-Grand, al tour du Lac en coupé y las cenas en la Maison Dorée o el Café Inglés, y la palabra nasal y hueca del profesor en una disertación más o menos soporífera, a las voces câlines de ces dames, murmurándole a uno en el oído un mon ange chéri o mon petit bibi adoré!

Nuestro héroe, pues, y con razón, echóse de bruces en esa vida interlope que seca el bolsillo, degrada el cuerpo y corrompe el alma, hasta que un buen día, agotado el filón de las larguezas paternas y evaporado el último franco, la cara de hereje de la necesidad obligólo a volverse de disparada a su país, donde llegó prestigiado por el chic épatant que respiraba toda su persona, aunque en cambio, bastante dégommé y mucho más baúl que lo que se fue petaca.

Desesperado su padre al ver desvanecidas, una a una, sus doradas ilusiones y teniendo que rendirse, por fin, a la evidencia, apeló al recurso supremo a que apelan los padres de esta tierra en tales casos: la ganadería, verdadero refugium peccatorum de brutos e inservibles.

El pato le salió gallareta, como dicen.

Soñó con un sabio y despertó con un burro.

¡Y luego, mande Vd. a sus hijos a estudiar en Europa!

Su compañera era una preciosa criatura de quince años, poseyendo toda la gracia chispeante y todo el fuego meridional de la criolla, pero hueca, superficial e ignorante como la inmensa mayoría de las mujeres argentinas, cuya inteligencia es un verdadero matorral, merced a la tierna y ejemplar solicitud de nuestros padres de familia.

A los ocho años, fue puesta en la escuela de una doña Telésfora cualquiera, no porque en dicho respetabilísimo establecimiento pudieran recibir las niñas una educación moral y física proporcionada a la misión que la mujer está llamada a desempeñar en la vida, eran estas cuestiones de poca monta, sino en virtud de altas razones de otro orden, como por ejemplo: la madre de doña Telésfora, se decía, había sido muy amiga de mamá Abuela.

Doña Telésfora estaba muy pobre, era bueno protegerla a la infeliz.

Había abierto su escuela a la vuelta, en la misma manzana.

Convenía que la niñita estuviera cerca por si llegaba a enfermarse; además, no teniendo que atravesar las bocacalles, la mamá se quedaba tranquila y sin cuidado de que la fuera a apretar algún carro, etc., etc.

Poco importaba que para poner escuela, la susodicha doña Telésfora hubiera debido empezar por el principio, es decir, por aprender ella misma lo que pretendía enseñar. Que el tiempo pasara, la niña perdiera lastimosamente sus mejores años y que, a los doce, dragoneando de señorita, saliera bajo la fe de la palabra de doña Telésfora que declaraba su educación concluida, cometiendo en el piano, con grave daño de orejas ajenas, un mira oh! Norma, y escribiendo corazón con s y hasta sin h, en las misivas amorosas que se cambiaba en la puerta de calle con uno de los pilletes del barrio, miembro del grupo de pilletes raboneros y pitadores de cigarrillos de papel que estacionaban en el poste de la esquina, frente al almacén de D. Juan el genovés.

Así fue que, a los catorce años, la tenían Vds. ascendida a la categoría de mujer, con la solemne consagración del ardientemente soñado y mil veces ensayado vestido largo, y, a los quince, la encontraban ya lanzada en el torbellino del mundo, leona de la moda del día, reina de la alta sociedad.

Pero, acérquensele con la pretensión de pasar media hora en su amable compañía; o no resisten diez minutos, el fastidio los azonza como un golpe de maza, o se hallan fatalmente obligados a echar mano de la trivialidad, a darle o recibir de ella lo que se conviene en llamar una broma, a hablar de novios, de que dicen que fulano festeja y se casa con fulanita, la que ha hecho bolsa a zutano, o bien, como recurso supremo, a desenvainar las tijeras y a cortar a destajo las carnes del infeliz que cae bajo la afilada herramienta.

Y como si la mujer fuera un cero a la izquierda, algo de poco más o menos y no debiera ejercer maldita la influencia en la familia y, por consecuencia, en la sociedad, en su marcha y perfeccionamiento, es así como tratamos de levantar su nivel moral.

¿Qué nos importa que en otras partes, en los Estados Unidos, por ejemplo, que tenemos a gala de plagiar, muchas veces sin ton ni son como los monos, la dignifiquen hasta el punto de preocuparse de sus derechos políticos y hacer de ella altos funcionarios públicos, médicos, abogados, etc.?

A nosotros nos acomoda y da la regalada gana tenerla en cuenta de cosa.

¿Por qué?

Porque sí, porque la rutina es un vicio inveterado en nuestra sangre y porque tal era la antigua usanza de nuestros padres los españoles de marras.

¡A lo que te criaste grullo, y siga la danza y viva la república a lo año diez!

Entraba en ese momento, nada les importa a Vds. saber del brazo de quién, una mujer amiga mía.

Era ésta, mi buena y querida amiga, lo que vulgarmente se llama una lengua de víbora.

Donde encajaba su colmillo maldito, envenenaba hasta matar.

Ha pasado su vida como los espectros del poeta, urdiendo redes y cavando abismos bajo los pies de la humanidad. Para ella no ha habido nunca hombre honrado ni mujer virtuosa.

Ha explotado la desgracia haciendo delito de las culpas, crímenes de los delitos.

Centinela avanzada de escándalos, cuando la verdad no le ha dado pábulo a encarnizarse sobre su víctima ya zaherida por los otros, ha saciado sus pasiones rastreras en las más monstruosas calumnias.

Ha inventado bajezas, ha mentido infamias, ha forjado atrocidades.

Ni el anciano, ni la matrona, ni la virgen, nadie ha conseguido jamás escapar a su baba ponzoñosa.

Ni aun la paz augusta de los sepulcros ha bastado a poner freno a su furor de profanar y, arrastrada por sus instintos de chacal, ha llegado como él hasta cebarse en los cadáveres que desenterraba.

¿No les basta?

Agreguen una inteligencia tan rápida de concebir, como su voluntad de dañar; tan abierta a la comprensión, como su índole al mal. Una imaginación fecunda como tierra irrigada con materias cloacales; ese espíritu sutil, incisivo, propio de la mujer, capaz de penetrar y animar una roca, unido al temple rudo y perseverante del hombre y tendrán ustedes un perfil en boceto de su retrato, un pálido reflejo de la realidad.

La relación de simpatía entre el estado accidental de mi espíritu y la índole de esta maldita, hizo, sin duda, que me sintiera atraído hacia ella por una fuerza irresistible.

Sentéme, pues, a su lado, buscando en ese foco ardiente de perversidad nuevo incentivo a la maledicencia, como los monos buscan el sol y los gatos la estufa.

-¡Es Vd., mi querido amigo! ¡Cuánto tiempo hace que no tengo el gusto de verlo! ¿Acaso el lobo se ha convertido en cordero y, en expiación de sus pasadas fechorías, le han acometido veleidades de ascetismo, o bien se ha decidido Vd. a profesar con voto solemne en alguna orden y anda el diablo disfrazado de monje?

-Ni una ni otra cosa, señora -le contesté-. Creo que el talento del artista está en saber retirarse a tiempo de la escena.

«El respetable público me sabía ya de memoria. Gastados mis medios con el uso y con los años, habríame visto reducido a apelar a esos deplorables trucs de la fragilidad humana en la época de la decadencia, en la hora tremenda de la dégringolade que, por desgracia, había sonado para mí y, queriendo evitar a todo trance la compasión y el ridículo con que el mundo fustiga, y con justicia, a los viejos pisa-verdes, he resuelto liquidar mis cuentas con él y pasar el resto de mi vida pacíficamente encerrado entre las cuatro paredes de mi casa.

¿He hecho bien? ¿He hecho mal? Seguro estoy de que nadie mejor que Vd., mi amiga y contemporánea, sabrá apreciar la cordura de mi conducta.

-Ha hecho Vd. Perfectamente- dijo; y luego, contrariada sin duda por mis últimas palabras y en busca de una revancha- ¡Cómo transcurre el tiempo! -exclamó, mirándome fijamente con intención marcada. Está Vd. flaco y de veras muy avejentado, mi querido amigo.

-Si la flacura y la vejez fueran objetos de envidia, le contesté, diría que de puro envidiosa habla Vd. así. Pero, ¡ay de mí!, me es fuerza reconocerlo. Sólo los nobles sentimientos de su buena alma pueden haberle inspirado el interés que me dispensa y la compasión que se lee retratada en su semblante.

«Crea Vd. que le quedo profundamente agradecido. Yo, por el contrario, vea lo que es el mundo, la encuentro siempre linda y siempre joven. Se diría que el tiempo no deja huellas en Vd. y, no obstante, hace fecha -insistí- que tengo el honor de conocerla y el placer de contarme en el número de sus buenos amigos. ¿Recuerda Vd. allá por los años cincuenta y no sé cuántos? Éramos ya ambos de avería...

-He tenido siempre muy mala memoria -me interrumpió visiblemente picada- para acordarme de las fechas.

-No es posible, sin embargo, que la haya perdido del todo, tratándose de Vd., por más que, lo confieso, hablé de hechos que empiezan a borrarse en la noche de los tiempos.

«Decía, pues -agregué con el propósito decidido de pincharla y hacerla saltar- que hace la friolera de veinte y tantos años (y ya entonces Vd. debía contar otros veinte)...

-¡Ea! ¡Hasta .cuándo, por Dios! -exclamó con un movimiento de impaciencia y una chispa de cólera en los ojos- Doble Vd. la hoja y basta.

«Permítame que le observe que en su mezquino empeño por vengarse de lo que, adulterando el sentido de mis palabras, ha creído Vd. una maldad y no ha sido otra cosa, pongo a Dios por testigo, que una manifestación brutal si se quiere, pero franca y espontánea del amistoso interés que me inspira, se muestra Vd. poco galante y corre riesgo, si prosigue, de volverse cargoso y hasta impertinente.

Y luego, con marcada ironía:

-Si lo he ofendido, ¡pídole mil perdones -agregó- pero no sea cruel; no se cebe en una pobre mujer indefensa y, desde lo alto de su grandeza, hágame la limosna de un poco de paz o, por lo menos, de tregua de bromas de mal gusto...!

-Señora, me deja Vd. confundido. Es a mí a quien toca pedirle humildemente perdón si he podido causarle algún disgusto.

«Paz, mi noble amiga, paz; soy yo el primero en implorarla de hinojos y en doblar mis dos rodillas para rendirle el más cumplido homenaje...»

-Paz, entonces -dijo, tendiéndome la mano.

Vanitas vanitatis...

Esa cabeza poderosamente organizada, esa naturaleza superior, dura, implacable, grande en la obra de destrucción a que la fatalidad la empujaba, que hubiérase dicho, por lo mismo, inaccesible en su grandeza infernal a las debilidades humanas, presentábales, no obstante, el flanco abierto y vulnerable; tanto que un simple lugar común, una broma de mal gusto, como ella misma la llamaba, hacíala volverse sobrecogida de rabia y de dolor como culebra a la que le pisan la cola.

Et omnia vanitas.

Después de un momento de silencio en que pareció recobrar su aplomo habitual:

-¿No le parece -me dijo sonriendo- que en vez de arañarnos como muchachos mal criados, sería mejor y más entretenido hacer con los muñecos de cuerda que se mueven delante de nosotros lo que hacen ellos con sus juguetes?

Ahí le dolía; la gata no tardaba en mostrar las uñas.

-Rompa Vd., mi querida amiga; rompa y despedace a su antojo. No puede proporcionarme placer más grande.

Y sin hacérselo decir dos veces:

-¿Ve Vd. -me preguntó- a ese tipo de plácido rostro, con sus largas patillas peinadas a la inglesa y cuyos grandes ojos azules, dulces y apacibles, harían creer en una alma pura, a la vez que la dignidad de su porte y distinción de sus maneras parecen revelar un perfecto gentleman?

-¿Y bien?

-Y bien, eso que a los ojos de muchos pasa por un hombre y, lo que es más, por un hombre decente, se halla muy lejos de serlo.

«Si Vd. le raspa un poco la corteza, se encuentra con un hongo, con un apéndice de los que suelen pegarse sin que se sepa cómo; un injerto de yuyo venenoso importado Dios sabe de dónde, que se adhiere a la planta indígena, se confunde con ella y concluye por echar raíces y florecer merced a la espontánea y lujosa feracidad de este suelo de bendición; un presente griego; un aventurero, en fin, o, lo que es lo mismo, un caballero de industria.

«Plebeyo como John Bull, la posesión del oro que su audacia y la insensata candidez de la familia en cuyo seno se ha metido, como el vampiro para chuparle la sangre, le brindan a manos llenas, despierta de pronto en él sueños de vanidad y de ambición.

«Desaparece, se ausenta por un tiempo y luego vuelve a aparecer de improviso, engalanado con el anexo de un título cualquiera de conde o de marqués, que ha comprado con el procreo de las haciendas del manso y poco advertido suegro, en alguna ropavejería de Italia o de Portugal, donde esas drogas se expenden a vil precio.

«¡Y muy feliz aun cuando el hambriento recogido en media calle se harta con una presa y no lleva su apetito brutal hasta hacer tabla rasa del opíparo festín!

«¡Hasta cuándo, por Dios -agregó- la nobleza continuará siendo la máscara de la zoncera de los hombres; hasta cuándo soportarán Vds. impasibles que esta canalla explote inicuamente el acceso franco y generoso, la hospitalidad patriarcal que se les ofrece!».

-Tiene Vd. razón -me apresuré a contestarle arrastrado, a pesar mío, por la fuerza de sus palabras- ¡Es tiempo ya de que los gentiles queden expulsados del templo y se cierren al intruso las puertas del hogar cuya santidad profana...!

-El hogar, el hogar... -murmuró como arrepentida de un arranque de nobleza extraño a su carácter- No lo tome en tono tan solemne. Recuerde que hay sólo un paso de lo sublime a lo ridículo y, sobre todo, no olvide que el oropel también relumbra...

«¡Hogar-santuario!... ármese, se lo aconsejo, de una linterna e inspírese previamente en el ejemplo de Job para poder encontrarlo por los tiempos que corren.

«Asómese, si no, al de la mujer que nuestro hombre lleva del brazo, y si resiste dos minutos a la fetidez que despide, quiero que venga y me lo cuente».

-Pero esa mujer -le observé- es, según dicen, una santa, un raro ejemplo de abnegación conyugal, algo como el ángel de caridad consagrado a aliviar los sufrimientos de un infeliz, de un hijo desheredado de la naturaleza, contrahecho y repugnante.

-Y, sin embargo, el ángel no es otra cosa que un ángel caído; una mujer de rara belleza, pero astuta, sin corazón, seca de esa sensibilidad propia de su sexo, exquisita, delicadísima; una hija de mármol, en una palabra, tan empapada en el espíritu de su siglo, dotada de una precocidad tan pasmosa que, niña aún, no trepidó en sacrificar sus hechizos de virgen al becerro de oro, en el lecho de un deforme diez veces millonario.

«El espectáculo repelente de ese miserable cuyo físico, del que la vida huye horrorizada, va inclinándose fatalmente, hasta que llegue un día a confundirse con la tierra de donde nunca debió salir y, a su lado, la criatura venal, la especuladora, la mujer cifra, que cuenta los latidos de su pecho y calcula las horas que aún le restan, espiando el momento en que su cadáver quede tendido en el suelo para redondear el espléndido negocio, para arrebatarle el manto de oro que lo cubre, como los chimangos espían la muerte del cordero para devorarle los ojos.

«Ahí tiene Vd. el dulce y apacible cuadro de un hogar, y como éste hay muchos otros: aquél, sin ir más lejos -dijo, en seguida, señalando hacia un punto del salón.

-¿Conoce Vd. a esa pareja? -agregó.

Se refería a un marido y a su mujer que hablando en voz baja atinaban a pasar frente a nosotros.

-Para no conocerla, fuerza sería que cayera de la luna o que viviera en Tebas -le contesté.

-No se jacte, mi amigo, no se jacte; ande despacio.

«Mire que todos los días se aprende y, Dios me perdone, me parece que en este caso algo queda a Vd. por aprender.

«¿Quiere que le cuente una peregrina historia? Escuche y la sabrá.

«Hace años un hombre rico tendía su mano a una guaranga, y llevado por su carácter noble y generoso, la hacía suya delante del altar cuando nada le impedía habérsela adjudicado detrás.

«Vd. sabe que si hay corazas que resisten a los conos de acero, no se han inventado todavía capaces de oponerse a la vieja bala esférica de oro y, muchos menos, la miserable cáscara de nuez que nos ampara a nosotras, pobres y frágiles mujeres.

«Del casucho que habitaba con su familia en el barrio del alto, nuestra heroína, apestando a pastillas de sahumar, se trasladó a la espléndida mansión que su esposo le había destinado en una de las calles aristocráticas del centro.

«¿Cree Vd. acaso que se casó enamorada o, por lo menos, que los beneficios derramados sobre ella y los suyos a manos llenas por la bondad de su marido, el cariño que le profesaba, las consideraciones de que la rodeaba, el confort, la riqueza, el empleo lucrativo dado al padre, el colegio pagado a los hermanos, despertaron en ella sentimientos de gratitud, señalándole el camino del deber?

«¡Qué disparate, mi amigo!

«Se casó por la plata y sin educación, sin conciencia, sin moral ni religión, instintivamente inclinada al mal y capaz de familiarizarse con él hasta en el crimen, una vez rica, los placeres, la vida disipada, el lujo, el esplendor, absorbieron por completo su tiempo.

«No faltó, como no falta nunca uno de esos seres pervertidos que, a título de pariente, de socio o de médico, se cuelan en una casa, toman posesión de ella, ganan poco a poco toda sus avenidas y, cubiertos con la máscara de la amistad, llegan hasta penetrar en el lecho de la esposa, hasta meter una mano ladrona en su regazo, mientras aprietan efusivamente con la otra la del hombre bueno y confiado, incapaz de sospechar el mal, porque es incapaz de cometerlo él mismo, a quien roban su honra de la manera más infame.

«Lo de siempre, mi querido amigo, el médico de la casa se convirtió en el querido de la esposa y de esa unión criminal nacieron varios hijos con un apellido honrado y una sangre bastarda.

«Un buen día, la sociedad se sintió dolorosamente impresionada por la muerte del marido que acababa de sucumbir víctima de una larga y penosa enfermedad y, un año después, circulaba por el público la noticia de que la viuda contraía nuevo enlace con el médico en cuestión.

«En todo esto nada había que observar miradas las cosas por encima.

«Las exigencias del mundo habían sido cumplidas.

«Habíase guardado un año de duelo al muerto. Ella, además, era linda y joven todavía; nada más natural, por consiguiente, que aun habiendo adorado a su marido, la resignación cristiana concluyera por llevar la paz a su alma, el tiempo cicatrizara las llagas de su corazón, la naturaleza reaccionara y no viviese voluntariamente condenada a una perpetua viudez.

«El enlace, pues, tuvo lugar, y hoy los cónyuges son un matrimonio modelo.

«Él, un médico distinguido, tiene una numerosa clientela y goza de una reputación envidiable como hombre y como sabio.

«A su puerta jamás ha llamado en vano la voz de la desgracia, viéndosele siempre acudir solícito, lo mismo al lujoso lecho del rico que al pobre y desnudo catre del proletario.

«Ella, una virtuosísima matrona, socia de cuanta institución filantrópica existe entre nosotros, cuyas pingües rentas no bastan, sin embargo, al inmenso tesoro de caridad de su alma, tales y tan grandes son las obras de beneficencia que practica.

«Ambos viven contentos y felices, de esa bienaventurada felicidad de los justos que reposan en la fuerza misma de la virtud.

«Esto es lo que universalmente corre como palabra de evangelio, ¿no es así?

«Pero, ¿desea Vd. saber hasta dónde dice la verdad o hasta qué punto miente la voz pública; quiere Vd. sondear esas conciencias, registrar ese hogar, descorrer el velo que cubre ese santuario y averiguar qué santos ocupan esos nichos?

«Vaya y pregúnteselo al facultativo llamado en consulta para salvar las formas, sin duda, a la cabecera del primer marido moribundo, cuya agonía presenció.

«Él le dirá al oído, mirando con cautela en su alrededor y pidiéndole reserva, que todo lo que cura, mata, según la medida en que se da y que la fatalidad, habiendo tomado cartas en el juego, hizo que se les fuera la mano al médico y a la esposa en una dosis de arsénico».

Un movimiento irreflexivo de sorpresa ante tan negra acción fue lo primero que experimenté al escuchar estas últimas palabras.

Un momento después, el grito de la conciencia negándose a darles crédito, mi asombro, se trocaba en ira contra la que había lanzado la calumnia, forjándola ella misma o haciéndose eco de los calumniadores.

-¡Esa debe ser una infame mentira! -dije bruscamente, sintiendo que la sangre encendía mi rostro.

-¡Mentira! -exclamó con una carcajada seca que, más que risa, fue un sacudimiento nervioso

«¡Qué atrasado de noticias está, mi amigo!

«Se diría que es Vd. un angelito que vive en la gloria. Decididamente, anda muy dejado de la mano de Dios».

Y luego, mirándome con fijeza:

-¡Qué -agregó-, se ha puesto Vd. colorado; el rubor y la cólera han encendido sus mejillas!

«¡Ilustre campeón, digno de los más heroicos tiempos!

«¿Por qué no se encaja de una vez la vasija, enristra la lanza y se larga a enderezar entuertos por esos mundos? -agregó con la zorrería más mordaz de que era susceptible.

«No encontraría Vd., es cierto, aspas de molino a su disposición, los que hoy se gastan no son ya de viento, pero, en cambio, podría Vd. romperse la crisma contra el castillo encantado del ridículo y hacerse golpear la boca hasta por los muchachos de escuela».

-Todo lo que Vd. quiera -repliqué en tono rudo y grosero, resuelto a poner fin a aquella escena que se me iba volviendo insoportablemente odiosa, a medida que se disipaba la nube que había ofuscado mi razón, que recobraba poco a poco la posesión de mi yo.

-Entre mi papel de viejo ridículo, sin embargo, y el suyo que podría y que no quiero calificar, no necesito agregar que me quedo con el mío -dije después.

-¡Pero infeliz! -insistió, dejándose caer con rabia sobre esta palabra- ¡De qué pasta lo ha hecho Dios, cuando se escandaliza por tan poco!

«¿Que no sabe que cosas mil veces peores son hoy moneda corriente, que todo el mundo da y recibe sin que a nadie se le ocurra ni sospechar siquiera que le meten un billete falso?

«¡En qué mundo vive Vd., mi pobre amigo!

«Y mire -continuó-, el acaso me sirve a las mil maravillas para probarle que tengo razón y no pasa de ser Vd. un pobre creyente de la boca abierta.

«Observe a esa criatura que baila allí en un cuadro de lanceros.

«No necesito decirle que es rubia, de cabellos dorados como las primeras ilusiones y linda como los ángeles.

«Se diría que un exquisito perfume de candor se exhala de sus delicados contornos y satura la atmósfera que respira.

«Todo esto Vd. lo ve.

«Pero lo que no sabe y quiero que sepa, para que no ande dando lástimas y sentando por ahí plaza de... cándido, es cuál fue la causa de que su familia desapareciera de pronto el año pasado».

-El estado de la salud de la señora, a quien el médico ordenaba una temporada de campo. Es eso lo que he oído, por lo menos.

-Sí, eso fue lo que se dijo, ¿pero era acaso la verdad, o se había buscado sólo un pretexto?

«¿Se hallaba, efectivamente, enferma la madre y de enfermedad tan curiosa que el médico la mandara en el mes de julio a la frontera, o se trataba de la salud de la hija, de algún escandaloso secreto, de encerrar en el silencio un acontecimiento fatal, inevitable, que debía producirse pocos meses después y cuya revelación hubiera cubierto a todos de vergüenza?

«El mulato zafio, lameplatos de la casa y protagonista de la fiesta, es el que, mejor que nadie, podría arrojar la luz que rasgara este misterio».

¡Oh! ¡Hacer de una matrona un ser degradado y perverso, y de una virgen una impura, era el colmo de la iniquidad!

Todo lo que había en mí sano y honrado se rebeló en presencia de maldad tan monstruosa.

Hubiera querido que aquella mujer fuese un hombre para haberle azotado el rostro y haberlo muerto después...

Me sucedió lo que a los borrachos, que se apoderan de la botella e incitados por el dorado líquido que contiene, beben un vaso primero y otro y otro después, hasta que el estómago se subleva en medio de terribles ansias.

Sediento de maledicencia, habíame embriagado yo también en el aliento mortífero de esa mujer, o, más bien, de ese demonio, hasta que el exceso del veneno absorbido llegaba a sublevar mi alma de indignación, haciéndome conservar de aquella escena un recuerdo desagradable y fastidioso.

De entre un grupo de personas que estacionaba hacia el lado opuesto del salón, se destacaba la alta silueta de un joven periodista, con sus grandes ojos chispeantes de maligna travesura y cierta expresión, peculiar en él, de permanente sarcasmo en el rostro.

No se le puede mirar sin un vago asomo de desconfianza y de miedo, a la vez que, aberración inexplicable, se siente uno atraído hacia él en íntima simpatía, por un no sé qué que emana de toda su persona, seduce y cautiva.

Saturado de talento hasta el último rincón de la cabeza, es brillante, afilado y peligroso como una navaja de barba.

Si se le maneja con tino, deja la piel lisa, tersa y suave como un guante de Bertin; pero por poco que se vaya la mano, roza, hace arder, corta, saca sangre y va hasta penetrar profundamente en las carnes.

Implacable con sus enemigos, sin que ni la desgracia, ni el castigo, ni el tiempo basten a amortiguar sus odios, podría grabar en su pluma:

Qu'y s'y frotte, s'y pique.

Era la única cara conocida que en ese instante ofrecíase a mi vista.

A él me dirigí de pronto y tomándolo del brazo:

-Venga -le dije-; acompáñeme a fumar un cigarro; acabo de pasar un mal momento; he sufrido un vértigo y necesito respirar el aire puro de la noche.




- IV -

Tengo el gusto de presentar a Vds. a don Juan José Taniete, a quien más de una vez encontraremos en lo sucesivo, ilustre descendiente de Pelayo, cometido allá en los años de 1821, más o menos, por padres pobres peru hunradus, en el pueblo de Lestemoñu, patrón San Vicente de Lajraña, arradadu siete lejuas de la Cruña.

Don Juan José Taniete desempeña cerca de mi real persona las delicadas funciones de portero y hombre de confianza, con más la de limpiabotas.

Y digo Don Juan porque él así me lo tiene dicho.

El día en que entró a mi servicio y al recibirse de su empleo:

-¿Cómo se llama Vd? -le pregunté.

-Don Juan Jusé Taniete- me contestó, mostrándome una de las cabezas más cuadradas que haya tenido ocasión de admirar hasta la fecha y declinándome, en seguida, los etcéteras susodichos.

-¡Basta, pueblo, basta! -exclamé.

No necesito más, la incógnita queda despejada, el problema resuelto, contestadas a priori las tres sacramentales preguntas:

-¿Quién eres?

-Una bestia.

-¿De dónde vienes?

-De Galicia, la tierra de bendición donde esos frutos se cosechan por millones.

-¿Adónde vas?

-A darte más de un mal rato, a sacarte pelos blancos, a envenenarte la vida, acaso a matarte a disgustos.

En las primeras de cambio, un grave y serio conflicto, una escisión profunda a propósito del Don, amenazó turbar la calma de nuestras mutuas relaciones.

-Partamos la diferencia, le dije:


Usted se aferra en el Don,
yo insisto en el Juan o el Pepe:
lo llamaré a Vd. Taniete
por vía de transacción.

Y quedó así satisfactoriamente resuelta para ambos esta vidriosa cuestión de etiqueta.

Taniete, pues.

¿Quieren Vds. una muestra, una sola, pero típica, característica, del valor inapreciable de mi alhaja?

Nótese que no se trata de un cuento de gallego o, mejor, de uno de esos cuentos que se inventan para colgárselos a los gallegos; éste es perfectamente histórico y en su verdad precisamente está su mérito.

Allá va.

Eran las siete y media de la noche.

Acababa de comer en circunstancias en que Taniete entraba con un número de El Nacional en la mano.

-Encienda el gas -le dije, señalando la araña colgada sobre la mesa del comedor.

-¿Mande Vd.?

Taniete es sordo; no acostumbra darse por notificado de las órdenes que recibe sino a la segunda intimación.

-¡Que encienda Vd. el gas! -repetí, haciendo temblar los vidrios.

-Nu pierda cuidadu ninjunu.

Sacó flemáticamente un fósforo, lo rascó y, con el aplomo de un hombre que sabe lo que tiene entre manos, lo acercó a uno de los picos, sin haberse previamente tomado la molestia de abrirlo, en cuya actitud se mantuvo firme por lo menos un minuto.

¡Bien hubiera podido aguantarse impertérrito hasta la consumación de los siglos!

Viendo que la luz no se hacía, puso en prensa la cholla y creyó dar en el quid de la cosa.

Se golpeó la frente con la mano; salió, bajó con paso mesurado la escalera, la subió un momento después, entró de nuevo y se puso a repetir muy orondo lo del fósforo.

¡Vana tarea; siempre el mismo resultado negativo; siempre las mismas densas tinieblas nos rodeaban!

Decididamente, el gas no se encendía.

Y obsérvese que, lo que es esta vez, no se le quedó en el tintero la medida precaucional de abrir la llave del pico.

Pero ¡cómo había de encenderse si, creyendo cerrado el gasómetro que, al contrario, se hallaba abierto, en su empeño de abrirlo lo acababa de cerrar, el muy zopenco!

-Señor, estu no camina -dijo por fin desconcertado-. Está descumpuestu el reló (vulgo medidor).

Mientras voy a llamar al maquenista megor será que prenda una vela cun este mistu.

-¡Una gruesa de cohetes en la cola le había de prender yo, so animal, por hacer las cosas al revés!

Basta, ¿no es verdad? Ya conocen Vds. a Taniete.

Hallábame, pues, en train de pagarme uno de los más suculentos deleites sensuales que conozca; el único ejercicio gimnástico que tolero y admito, como acomodado a mis gustos.

Acostado de espaldas sobre la cama, con los brazos en forma de O, encuadrando la cabeza hasta juntar por encima de ella las muñecas, los ojos voluptuosamente entreabiertos y el más inefable corrimiento de placer en todo el cuerpo, imprimía un fuerte movimiento de tensión a mi aparato muscular, es decir, me estiraba entre dos bostezos con toda la morronga de un gato, cuando se dibujó, hacia el dintel de la puerta, una mano primero que, por su tamaño, parecía descolgada de la muestra de un guantero; sobre el umbral, después, un pie ancho como cimiento de tres ladrillos y poco a poco, por último, la maciza corpulencia de Taniete que entraba trayéndome una carta.

Rompí el sobre inmediatamente, al reconocer la letra de Juan y me encontré con el suave y dulce idilio, con el agreste botijo de miel que me permito ofrecer a Vds.:

«Los Tres Médanos, diciembre ... de ....

«La bienaventuranza del paraíso de Indra, prometida a los creyentes por el fanatismo oriental, es, te lo juro, mi querido amigo, de un maigre appát al lado de la dicha inmensa que inunda las horas de mi vida.

«Vivo transportado al quinto cielo, o lo que es lo mismo, en Los Tres Médanos con sus nueve leguas de magnífico campo adquirido por mi abuelo en cambio de un par de estribos de plata, en los tiempos en que esta zona de tierra era uno de los centros del poder de los salvajes y que hoy basta por sí sola a constituir una fortuna respetable.

«Mi mujer es una santa.

«Pura ella misma como el aire que respiro (son las seis de la mañana y te escribo desde el corredor), su contacto divino purifica y limpia de las manchas que el roce con los hombres va dejando sobre la conciencia.

«A su lado es imposible ser malo. El espíritu se siente alentado por la fuerza de la virtud y la expresión de bondad de una sola de sus miradas, arrebatada por Dios mismo a su tesoro de bondad infinita para animar con ella los ojos de mi María, es una fuente bendita de inspiración donde aun el alma envenenada del parricida podría beber el bálsamo regenerador que lo llamara a nuevo ser.

«La quiero hasta donde la mente humana concibe lo posible.

«Alguien puede haber querido como yo; más allá nadie ha llegado, ni aun aquellos que, como los héroes de Shakespeare y Walter Scott, incapaces de soportar el peso de la vida, se matan porque ha muerto la mujer amada.

«Si yo perdiera a la mía, no necesitaría echar mano de un arma: ¡el dolor me mataría!

«Lo que por ella siento es pasión, idolatría, frenesí y en el exceso mismo de mi cariño, en la violencia de mi amor, mi imaginación calenturienta se goza en crear fantasmas, en darles vida, forma y color, para destruirlos después.

«Ayer no más, seducidos por la melancolía que la soledad de la pampa imprime a la última hora de la tarde, nos dejábamos caer sentados sobre el tronco del viejo ombú que tú conoces.

«Su cabeza adorada se apoyaba sobre mis hombros; mi boca se posaba sobre su boca; mis ojos de bañaban en sus ojos, y nuestros corazones apretados se hablaban al través de la valla de carne que los separaba en el lenguaje misterioso de sus latidos cuyas voces confundían en la impotencia de confundirse ellos mismos, cuando en medio a la dulce embriaguez que me dominaba, un grito agrio y destemplado vino a romper la magia de mi encanto:

«¿Qué he hecho yo, me decía, un cualquiera, para merecer los favores del cielo?

«¿Por qué el Señor no ha elegido a uno de entre los suyos y lo ha colmado de esta felicidad suprema de que me colma a mí?

«¡Pero si soy indigno de ella y Dios es justo, es mentira entonces lo que me sucede, es un sueño el que embarga mis sentidos, cuyo despertar será tanto más cruel cuanto más bellas son las visiones que ahora me fascinan!

«¡Sí, sí, esto tiene que concluir: este encanto que me anima y me transporta tiene que desvanecerse al soplo de la realidad, como la niebla que baña y da vida a las plantas se desvanece al soplo del pampero!

«¡Ay de mí! ¡Ay de mi porvenir! ¡Ay de mi vida!

«¡Cómo sufría, mi querido amigo, en aquel instante, oh qué horrible padecer!

«Por fortuna, la voz dulcísima de María que, entre un beso y otro beso, murmuraba al través de su aliento tibio y perfumado: ¡cuánto te quiero, cuánto! ¡Sí, sí, soy tuya y tuya para siempre!, llegó entonces a mi oído, como una caricia y un consuelo, a acallar el quimérico rumor de la amenaza que se forjaba mi espíritu asustadizo.

«¡Imposible! -pensé entonces; ella es mía, soy su esposo; su suerte se halla vinculada eternamente a mi suerte. Si la desgracia se abatiera sobre mí, si el Señor me castigara, tendría que caer condenada y envuelta ella también en mi castigo. ¡No, no, no puede ser, sería una blasfemia: mi María es un ángel, y Dios en su misericordia infinita no quiere, no debe querer, no puede castigar a los ángeles!

«En fin, mi querido amigo, con decirte que estoy locamente enamorado de mi mujer, te digo todo; no extrañes, pues, que el amor me haga pensar y escribir locuras.

«¿Quieres que te haga la historia de nuestra vida pastoril, cuyas horas se deslizan con una rapidez vertiginosa?

«A las cinco de la mañana nos despierta el primer rayo de sol que penetra por la ventana y llega a reflejarse sobre nuestras almohadas.

«¿Qué es eso de nuestras almohadas? -exclamarás. ¿Es así como D. Juan ha seguido mi consejo, el consejo d'un vieux de la vieille, como dirías tú, de un vividor que sabe dónde le aprieta el zapato?

«Es cierto, confieso humildemente mi pecado, hago acto de contrición y espero de rodillas que me absuelvas.

«Me animaban, tú lo sabes, los propósitos más sanos; tanto que entre los trastos que aquí mandé, no quise, de intento, incluir una cama camera, resuelto como estaba a atenerme a las viejas cujas de nuestros abuelos en las que apenas cabe cómodamente un flaco...

«¡Pero, qué quieres!

«Desde luego, de la primera noche no hay que hablar, y eso por muchas razones: pasémosle una raya.

«En la siguiente, María tuvo miedo de los ladrones, la pobrecita, y yo también... de no poder dormir sin ella.

«Fue ésta una segunda edición de la anterior, que amenazaba repetirse la tercera.

«Era indispensable, sin embargo, poner fin a tan alarmante estado de cosas para evitar que el uso degenerara en abuso y la moral se relajara.

«Adopté, entonces, como un término medio justo y conciliatorio, el siguiente temperamento: juntar nuestras dos camas.

«Así, me decía, haciéndome una dulce violencia, el principio queda a todas luces salvado, no falto a mis compromisos y resuelvo a la vez la delicada cuestión del miedo.

«Pero, ¡ay, hermano; el hombre propone y el diablo dispone!

«A pesar de todo, una de las malditas camas amanecía viuda y desamparada: la mía por lo regular.

«Insistir era tiempo perdido; como quien dice predicar en desierto o aplicar una cataplasma sobre una pierna de palo.

«¡A Roma, pues, por todas partes!

«Hice de tripas corazón y puse manos a la obra; atravesé los colchones, suprimiendo así una solución de continuidad incongruente en el sentido longitudinal; corté una de mis corbatas en dos pedazos iguales; con cada uno de estos fragmentos amarré, dos a dos, las patas de las camas para evitar que se abriesen, cavando un abismo entre nosotros y logré de esta manera ver coronados mis esfuerzos por la constitución de un todo compacto, homogéneo y más o menos confortable.

«Hoy el mal no tiene remedio.

«Pedirme que duerma sin mi mujer, es pedir a la uña que viva sin la carne o a las sombras que se alejen de los cuerpos.

«Y, últimamente, para que no me fastidies más, exclamo como Hélene: Ce n'es pas ma faute, mon cher Calchas, que veux-tu! C'est la fatalité!

«En mi debilidad está mi excusa; en mi impotencia, mi justificación.

«Decía, pues, que nos despertamos a las cinco.

«Después de transcurrida una hora que, por supuesto, no pasamos de haraganes, nos bañamos, bebemos ambos una cantidad que fluctúa entre 4 y 8 vasos de leche al pie de la vaca, según las fuerzas más o menos exhaustas reclaman una dosis mayor o menor de reconstituyente y salimos a caballo o en carruaje: la elección depende del estado de cansancio o de postración producido por el ejercicio de la víspera.

«Pasamos por el rodeo, recorremos los puestos, recreamos nuestros oídos como un dilettante recrearía los suyos en el spirto gentil de Aramburo o la Africana de Gayarre (de tal manera la dicha predispone a la benevolencia), en el mugido de las vacas, en el relincho de los potros, en el balido de las ovejas, en el grito de los teros y hasta en el ladrido de los perros y el chillido de las crías del puestero que, confundidas con la jauría, medio desnudas y reñidas a muerte con el agua y el jabón, pero sanas, robustas y más redondas que los pambazos sus homónimos en color, salen a recibirnos al palenque y rodean el carruaje o las patas de nuestros caballos con cada ojo como pieza de a dos reales y una expresión de arisca curiosidad que tiene tanto de la bestia como del ser humano.

«Han dado las diez de la mañana y estamos de regreso perseguidos por un apetito voraz.

«Con el maligno intento de aguzar tus instintos carniceros, de que la boca se te vuelva agua, pues sé de qué pie cojeas, incluyo a continuación el menú de nuestro almuerzo.

Potage

Caldo de vaca.

Entrée

Puchero de vaca.

Légumes

(Suprimidas por inútiles).

Roti

Vaca al asador.

Entremets sucrés

Mazamorra.

Arroz con leche.

Desserts

Dulce.

Queso mantecoso.

Duraznos del monte.

Hors-d' oeuvres

Café con leche.

Chocolate.

Manteca, etc.

«El todo, sabrosamente confeccionado a la criolla por la mulata Jacinta, hija de la negra Marta, esclava de mi abuela, y cordon bleu de profesión.

«Después de almorzar, el ardor de la edad y el calor de la estación nos despoja de nuestros vestidos, la cama nos llama a gritos y la siesta nos embarga hasta las cuatro de la tarde.

«A las cinco, nos espera la mesa con una segunda edición del almuerzo corregida y aumentada en algún tradicional pastel de fuente, humitas o carbonada, habiéndose intimado a Jacinta, bajo las penas más severas, la prohibición de echar mano de las conservas del Gas: foie gras, mortadela, espárragos y compañía, que sólo figuran aquí ad pompam ed ostentationem; de los vinos de Bazille, ventajosamente reemplazados por el agua frappée del pozo, y de los excelentes jamones de Gerónimo que se envejecen de rabia y se pudren de fastidio, al verse relegados al olvido en el último rincón del aparador.

«Ha sonado la hora de la poesía, los instantes de música celestial consagrados a las moradoras del Parnaso por el Amor, el más ladino de los dioses, según Racine, para zungarse a la susodicha montaña.

«Son las seis de la tarde y se nos ve aparecer como los hermanos siameses, siempre pegados, ya en las calles del jardín, ya en lo alto de la loma, en el borde de la laguna o a lo largo del arroyo, diciéndonos, por cambiar, lo mismo que nos decimos todos los días, en todos los tonos y semi-tonos de la escala, con acompañamiento de besos y cariños: yo te adoro, y yo también.

«De las ocho a la nueve de la noche, partida de brisca y de burro tiznado y a las nueve a la cama, no sin antes haber apurado hasta las heces el contenido de una jarra de leche reservada a nôtre intention en la alacena del comedor por la amable y solícita Jacinta.

«Et voilà.

«¿No te incita este programa?

«¿No te sientes tentado de tomar parte, tú también, en el concierto?

«¿Serías hombre capaz de sacudir la polilla de tus viejas costumbres de soltero, de abrir ocho días de paréntesis al fastidio de tu vida?

«Si así fuera, ¡oh Croquefer!, encomienda al ínclito Taniete, ese tu Fortún cuidadoso, las llaves del derruido torreón donde te anidas como ave de mal agüero, bregando por mantener en alto el añejo y desprestigiado pendón del celibato.

«Ven a nosotros, ¡pobre hambriento!

«Hallarás dos almas caritativas, dos corazones cristianos que te arrojarán las miajas del espléndido banquete de su dicha.

«Levántate a las cinco, toma el tren a las seis y llega en el día a caer en los brazos de tu amigo que te esperan abiertos como un ángulo obtuso».




- V -

Tres cigarrillos Caporal encendidos sobre el pucho, en ayunas, acababan de armar un formidable tole-tole en mis entrañas, contribuyendo así a aumentar el humor de perros con que andaba, por haber tenido que despertarme a las cinco de la mañana, educado como estoy a hacerlo entre las once y mediodía.

Tragando por entregas la saliva de que se me llenaba la boca, con los ojos hinchados por el madrugón como huevera de gallina antes de poner, el estómago a una cuarta arriba de su lugar y esa expresión de asco profundo que se obtiene frunciendo el entrecejo, arrugando la nariz y estirando los labios en el sentido de las orejas como bordonas de contrabajo, renegaba de Juan y de sus gustos, de su mujer, de mí, de los malditos ingleses que lo hacen levantarse a uno al alba como las gallinas y los soldados de línea, de un italiano faturero que me vino a ofrecer su inmunda mercancía y hasta de Taniete, a quien deploraba no haber roto alguna cosa cuando, cumpliendo su consigna, se permitió entrar a horas intempestivas a arrancarme del profundo sueño en que yacía.

La escena era un vagón del ferrocarril del Sur, momentos antes de que saliera el tren en que me iba a pasar ocho días con mi amigo y su mujer.

¿A asunto de qué, quién me metía en pellejería, de cuándo acá, comodorro por instinto y convicciones, pegado a mis costumbres como una estaca al suelo, daba al traste con mis principios y me lanzaba en una vida de aventuras?

Ni yo me explicaba a punto fijo.

¿Por cariño a Juan y el consiguiente deseo de complacerlo?

¡Que lo dudo! Nunca me ha dado por amoldarme a la voluntad de los otros.

¿Por un sentimiento de egoísta curiosidad?

Más bien eso: quería tomarle el peso por mí mismo al decantado edén de Los Tres Médanos.

Si por lo menos, me decía, tratando de pintar el triste cuadro de mi situación con colores menos sombríos, me dejaran en paz, me fuera dado estar solo, sin que se me cuele algún guaso de los que abundan por estas alturas a abrirme los vidrios cuando los quiera cerrados, a cerrármelos cuando me acomoden abiertos, a llenar el suelo de charcos de saliva escupida como latigazos por entre los incisivos, a ponerme las botas en la nariz con tal de estirarse y de ir a sus anchas, o lo que es mil veces peor, bajo pretexto de que le duelen los callos, a sacarse una de ellas o las dos, como la cosa más natural del mundo, o a hacerme alguna otra grosería que me encocore y me cargue y me rompa el forro.

Miré el reloj de la Estación: marcaba las 6 y 13 minutos. Un instante más y nos poníamos en marcha.

El pito del guarda-tren lanzaba un mi sobreagudo, la locomotora contestaba con un do grave, el maquinista empuñaba la manivela, el vapor actuaba ya sobre los émbolos, el tren se movía por fin...

¡Loado sea Dios! -exclamé- ¡La situación se ha salvado!

¡Nunca lo hubiera dicho!

Una mole de cuero y tras ella otra de carne se precipitaban como avalancha por la puerta del vagón estrepitosamente abierta y hombre y baúl, que tales eran, confundidos en un conjunto informe, iban a parar de bruces contra la pared de enfrente.

-¡Si no ando tan vivo, me quedo! -exclamó mi hombre con una sonrisa de triunfo, levantándose y sacudiéndose la tierra del porrazo.

-Con un palmo de narices hubiera querido yo que te quedaras, maldito in... truso- pensé con rabia en mis adentros.

¿Se les antoja a Vds. conocer la vida y milagros de este caballero sin que para saberlos haya necesitado preguntárselos?

Es hijo de un antiguo mayordomo, capataz o interesado cualquiera en una punta de vacas de Anchorena, Dorrego o algún otro.

Ha pasado los primeros años de su vida alternando entre el fogón de la cocina y el lomo de un mancarrón probablemente manco del encuentro; es decir, con los pisantes en el suelo o afirmados por entre los dedos en una canilla de oveja colgada de una guasca de cuero crudo a guisa de estribo.

Sabía pialar un potrillo, arrear al tambo una lechera, rastrear un nido de teros, matar una perdiz de un rebencazo, agarrar a mano un animal mañero, y, si acaso, sabía también despacharse dos docenas de tortas fritas el día del santo de tatita, pero no sabía más y había llegado a los doce años.

Su padre, inducido por los consejos del patrón, se resolvió entonces a mandarlo dos veces por semana a la escuela del pueblo vecino, la Guardia de Chascomús o cualquiera otra, le nom ne fait rien a la chose, donde aprendió a leer mal y a escribir peor entre guantones y cintarazos: en los tiempos en que acaecía la presente historia la letra entraba con sangre, los maestros de escuela eran españoles.

A la vuelta de una docena de años, el puesto del paisano viejo, con sus cien vacas y su tropilla de caballos, habíase convertido en una rica y valiosa estancia, de modo que muerto su padre, el sujeto éste por la gracia de Dios y la obra de la reproducción animal, se encontró de la noche a la mañana dueño de una sólida fortuna y elevado al rango de vecino influyente de la localidad, cuyos altos destinos desempeñó sucesivamente con general aplauso de sus administrados.

Juez de paz, entre la punta de barbaridades que se permitió engendrar vestidas de sentencias, su mayor timbre de gloria, su rastro más luminoso en el noble apostolado de la magistratura, fue exigir la prueba de lo que decía a un pobre diablo que se había tomado la libertad de llamar prostituta a la mujer del boticario, y no obstante tratarse de la esposa de un personaje, absolver al acusado de culpa y cargo por ser, a su juicio, plena y satisfactoria la prueba producida, con lo que vino a quedar de manifiesto ante la conciencia pública la integridad de su carácter y la rectitud de sus procederes como magistrado.

Presidente de la Municipalidad, prestó todo su contingente de estética al embellecimiento de la plaza y de los edificios públicos.

Columnas, pilastras y cornisas de 6 de arena por 1 de cal; chapiteles, molduras, florones y pegotes de yeso; frisos, mochetas y contramarcos de relucientes baldosas de loza blancas y celestes, simbolizando «el blanco y el celeste de nuestro pabellón», y sobre los pilares que rodeaban la plaza cruzada por calles de paraísos en forma de ta-te-ti, morrudas y rechonchas piñas pintadas de verde y colorado, cuyo detalle permitía adivinar la mano del arquitecto del pueblo (vulgo, media cuchara), hijo de la bella Italia y fanático, él también del «bianco, rosso e verde della nostra bandiera».

Presidente del Club Social, corren aún en boca de las gentes del pueblo las mentas de la espléndida fiesta que organizó con motivo del día del Santo Patrono de la localidad e inauguración del nuevo edificio del templo.

Todo el adorno de los salones: papeles, muebles, cortinados, etc., fue elegido, comprado y mandado por él mismo desde Buenos Aires, donde se costeó única y exclusivamente con el objeto de hacer en persona y a su gusto la adquisición, en la que invirtió la suma de 12.350 $ m/n., producto de las rifas de cedulitas expendidas al vecindario en los días 25 de Mayo y 9 de Julio.

Una alfombra de tripe inglés, doble ancho, comprada en el bazar de Pereda y pintada, en fondo blanco, de regios balaustres habana confundidos bajo el lujuriento follaje de guirnaldas de siete mil colores que vivían entre sí perpetuamente peleadas a muerte, y cuyo solo asomo, aun vistas de refilón al pasar por frente a una puerta entreabierta, eran un guantón al buen gusto, capaz de dejarlo bizco.

Papel dorado de cuernos de abundancia sobre campo rojo, con guarda verde y cuatro figurones alegóricos, también de papel, pegados en los ángulos, imitación de mármol blanco: la República, la Libertad, la Industria y el Comercio, adquisición hecha en la «Pinturería del Sur», calle de Buen Orden.

Amasijo al pastel en el techo transformado en croute por el genio del artista, joven piamontés compatriota y protegido del arquitecto en cuestión, representando un cielo refulgente salpicado hacia el cénit de grupos de monstruos, cadenas de angelitos, que se destacaban en un claro hábilmente ménagé por un armazón de glorieta cubierto de ramas y de flores.

Muebles de damasco de lana solferino salidos de los almacenes de Shaw, cortinas blancas de a doscientos pesos el par con sus correspondientes galerías de latón amarillo, y por último, dos trofeos de banderas de la patria completaban el ornato del salón.

En cuanto a la cuadra de los soldados de la partida, transformada en comedor con ocasión de la fiesta, si bien no brillaba por el lujo de su mobiliario (el tabaco no daba para tanto), en cambio la bucólica mandaba fuerza.

Lechones y pavos asados, matambres arrollados, carne con cuero fiambre, una pirámide de almendrado en el centro de la mesa, dos de naranjas carameladas en los extremos, fuentes de yemas a granel, surtido de masas y dulces abrillantados, Chateau-Brier, Carlón a pasto, etc., etc., el todo preparado y servido por el dueño del hotel y el confitero en comandita, con circulación de mate y licor de rosa.

El resto, à l 'avenant.

La orquesta compuesta de un clavicordio-marimba, formidable herramienta de romper tímpanos, que al solo amago de las mazurcas del mulato alquilado ad hoc en Buenos Aires, era capaz de hacerlo a uno volverse de la esquina y dar vuelta a la manzana, aunque llevara zapatos patrios, lanzaba a toute volée sus raudales de armonía.

¡Imagínese el golpe de vista que ofrecería el magnífico local invadido por los melenudos dandys del pueblo, entre los que se destacaba la figura de nuestro hombre como la de un general en el día de la batalla y por la flor y nata de las muchachas hediendo a agua florida y vestidas de verde y celeste las negras, de colorado y amarillo las rubias, con cargazón de flores de trapo en la cabeza, con aros de hueso colorado, prendedores de doublé, guantes de carnero a media mano y botines elásticos de prunela!

En esa noche mi compañero echó el resto.

Nombrado bastonero por aclamación, se empeñaba en contentar a todo el mundo, haciendo que el mulato se le afirmara ya a una habanera, ya a un chotis, según se lo pedía algún amigo interesado en agachársele con la churleta a quien andaba festejando.

Veíasele multiplicarse, atendiendo a todo y a todos, con el aire de soberana protección y el agasajo especial del magnate de pueblo de campo, lo que no le impedía echar de vez en cuando sus pitadas de sabroso negro y tener temporada con la hija del comandante, una flor de tuna a la que pocos meses después entregaba su blanca mano.

¡Bien sabía Bonaparte lo que decía, cuando dijo que la ambición es una de las pasiones más vehementes del corazón humano!

Elevado de la nada al pináculo de la grandeza, hubiérase creído que nuestro héroe no tenía más que pedir ni que hacer, que descansar a la sombra de sus laureles o, lo que es lo mismo, sobre la vereda de su casa saboreando un amargo en mangas de camisa, y, sin embargo, un buen día se le ocurrió pensar que su pueblo, su país, como diría un diputado de las provincias, no era sino un rincón y, lo que es más, el último rincón del mundo.

El aspecto de la calle real, el atrio de la iglesia, la plaza, la sociedad de su suegro el comandante, de sus amigos el médico y el cura, el ascendiente que ejercía sobre sus convecinos, la consideración que le tenían, todo lo que, en una palabra, constituye la vida del as de esa baraja que se llama vecindario de pueblo de campo, fue insuficiente a colmar la medida de sus aspiraciones, y, cómico de provincia, ambicionó las escenas de la capital.

Su esposa, por otra parte, soñaba con una casa en el barrio de la Concepción, un coche para ir a Palermo y un palco en el Alegría; no porque se sintiera intimidada ante la perspectiva de lucir sus pesos y sus formas en un balcón de Colón, sino porque ¿qué le importaba a ella, ni qué tenía que hacer en una representación de Hugonotes si no entendía el italiano?

¡«Los Magiares» o «Los siete grados del crimen» à la bonne heure, eso sí que era divertido!

Con la bolsa gorda, ambos se decidieron, pues, a cambiar de barrio y a transportar sus penates a las alturas de la calle de Independencia o Estados Unidos, entre Chacabuco y Lima.

Allí se establecieron, allí empezaron a tener familia y allí viven desde entonces.

Ella, caminando con pasos de gigante hacia la obesidad, de puro contenta y satisfecha al ver realizado su sueño: tiene su casa, su coche, su palco y además relación con las familias decentes del barrio, a las que, meses más meses menos, todos los años pasa recado comunicándoles que cuenten con un servidorcito más a quien mandar.

Él, hombre de influencia en la ciudad y campaña, donde dispone de amigos prontos a servirlo, miembro de la Sociedad Rural, de la Comisión de Higiene de la parroquia y de un club político cualquiera, en cuyas filas milita a título y en su calidad de republicano de corazón.



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