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ArribaAbajoLibro III


ArribaAbajoCapítulo I

No se pueden tratar todas las cuestiones, y en adelante se dirá de lo que toca a la administración civil


No se me oculta que en todo lo hasta ahora tratado acerca del derecho de la guerra y del modo de anunciar el evangelio a los indios surgen muchas cuestiones y se pueden tratar muchas cosas que las hemos explicado muy someramente, y aun las hemos omitido por completo. Y no me cabe duda que muchos estudiosos y hombres de letras han de echar de menos una exposición más diligente y copiosa de estos asuntos de Indias, que en sí son gravísimos y atormentan cada día los ánimos religiosos, a los cuales no han de satisfacer estas, generalidades y cosas dichas en común; antes querrían hallar resueltas minuciosamente y una por una sus dudas y casos particulares y cuotidianos. A éstos pretendemos dar gusto ciertamente; pero de manera que no resulte oscuro e implicado con diversas cuestiones el tratado general que hemos tomado entre manos de la causa de los indios, aunque bien reconocemos que sobre las costumbres son más útiles los tratados particulares421. Pues no fiamos tanto de nuestra doctrina o experiencia, que nos prometamos poner en claro y determinar con certeza tantas cosas que han atormentado a preclarísimos ingenios, y aunque creyésemos poderlo hacer no del todo mal, no sería acomodado al fin que nos hemos propuesto, que es tratar de cosas que todos las puedan entender y, en cuanto sea posible, que sean del gusto de todos. Porque en selva tan densa y enmarañada de cuestiones es preferible abrir un camino cierto y seguro para la salvación de los indios, y ninguno que sea razonable querrá echar sobre nuestros hombros la carga de rebuscar todos los escondrijos, escudriñar todos los rincones y despejar todas las malezas y obstáculos. Así que en lo que se ha dicho hasta ahora, y en lo demás que se dirá acerca de la administración de los indios, tratamos de explicar y confirmar suficientemente, cuanto nos lo conceda el divino auxilio, lo principal y lo que es capital, y lo demás que no es tan importante, y que son como raíces o ramas y brotes, aunque sea también necesario, de esto prescindimos y lo pasamos por alto.

Declarado, pues, en los libros anteriores lo que toca a la ida y entrada a las naciones bárbaras, nos resta por decir en lo sucesivo qué se ha de hacer con los que, tocados interiormente por la voz de la verdad, le prestan oídos y se determinan a entrar en el redil de Jesucristo. Estos, como niños recién nacidos para Cristo, necesitan cuidado y diligencia especial, y al modo que los infantes de casa real son confiados al ayo que los eduque y al maestro que les enseñe, así también estos neófitos han de ponerse bajo la administración prudente de magistrados civiles que los mantengan en su deber y en disciplina, y han de ser enseñados cuidadosamente en la doctrina por sus maestros espirituales, que son los sacerdotes. Habremos, pues, de tratar del gobierno político y eclesiástico de los indios, que ambos son necesarios para cuidar debidamente de su salvación. Y siendo sentencia del apóstol que primero ha de ir lo que es animal y seguir después lo espiritual422, trataremos primero, siguiendo este orden, lo que se refiere a la administración de los indios en lo civil. Y expondremos ante todo de qué manera pasan al poder y gobierno de los príncipes cristianos los infieles que profesan la fe, para venir después a tratar lo que deben los príncipes hacer en favor de los indios, y los servicios que de ellos pueden recibir.




ArribaAbajoCapítulo II

Los indios que reciben la fe caen bajo el cuidado y jurisdicción de los príncipes cristianos


Asentemos al principio lo que ningún cristiano puede negar, es a saber, que la predicación del evangelio en todo el mundo pertenece a la potestad del romano Pontífice. Porque a él le fué confiado en la persona de Pedro el redil del Señor y toda la grey cristiana, y le pertenece, por tanto, no sólo apacentar a las ovejas ya reunidas, sino también congregar a las dispersas y descarriadas423, y aun buscar a las que no son ovejas para que lo sean y atraerlas dentro del aprisco del evangelio para ser apacentadas con lo demás del rebaño, porque de éstas dijo Cristo que tenía otras ovejas que era necesario traerlas a él, para que se hiciese un solo rebaño bajo un solo pastor424. Los romanos Pontífices siempre reconocieron esta obligación y la cumplieron. Y así vemos que Pedro apóstol envió a Marcos a Egipto, Clemente a Dionisio Areopagita a las Galias, Gregorio a Agustín y sus compañeros a Inglaterra y Gregorio II a Bonifacio a Germania, también España y África recibieron la fe de sacerdotes enviados por la romana sede, y las historias antiguas están llenas de misiones o expediciones evangélicas, enviadas por la Sede apostólica para conquistar a todo el mundo y someterlo a Jesucristo. Y le conviene a la Sede de Roma el nombre de apostólica, aunque hubo otras fundadas por los sagrados apóstoles, como las de Efeso y Jerusalén, por perseverar en ella y en el romano Pontífice el oficio propio y principal de los apóstoles de ser heraldos y legados de Cristo y testificar la fe con inconmovible firmeza hasta los últimos confines de la tierra.

Siendo esto así, ¿quién dudará que no pudiendo los Vicarios de Cristo recorrer por sí todo el mundo, pueden y tienen obligación de traspasar a otros ese gravísimo cuidado? Y no sólo encomendar en general que vayan, sino destinar ellos mismos y enviar los que juzgaren idóneos. Pues bien, esta misión sagrada con las naciones bárbaras y numerosísimas del Nuevo Mundo encomendaron los romanos Pontífices a los Reyes Católicos de España para que la tuvieran como oficio suyo propio y peculiar y la pusieran por obra. Porque siendo necesario emplear armadas numerosas y frecuentes, con grande aparato y crecidísimos gastos por causa de la navegación tan larga del océano, y de la incomodidad y necesidades frecuentes de tierras tan dilatadas, no podía confiarse semejante empresa sino a la grandeza y poder de la majestad real. Y por qué entre los demás reyes fueron escogidos los de España, quien no le sigue la envidia verá que era lo más razonable; habiéndose descubierto primeramente ambas Indias bajo sus auspicios y con su ayuda, y siendo, además, España tan a propósito para la navegación del océano. Finalmente, ellos fueron los primeros que vinieron a estas regiones y tomaron cuidado de ellas. Y nadie tiene motivo de estar quejoso de la libre voluntad de los sumos Pontífices, si considera la carga gravísima que ese oficio trae consigo. Consecuencia de la predicación es que los bárbaros infieles que reciben la religión cristiana, pasen al cuidado y tutela de los príncipes cristianos en beneficio de la fe.

Todas estas cosas enseñan copiosamente las letras apostólicas de Alejandro VI, y de esta manera interpretan la concesión los hombres más doctos; por lo cual no hay por qué nos detengamos más en esto. No podría la fe tierna y recién plantada de tantas naciones durar y desarrollarse, sino protegida contra las injurias de los enemigos de Cristo por el patrocinio, la fe y el poder de los príncipes cristianos. Los bárbaros, que son por naturaleza fieros e insolentes, y se cuidan poco de pactos y amistades,¿cómo ,podrían ser refrenados y tenidos a raya, si no fuese por el temor y las armas de los nuestros? ¿Cómo se evitará la suma afrenta que se haría al carácter sagrado impreso en los neófitos, si recién bautizados fuesen forzados por los suyos a apostatar de la fe? Finalmente, en regiones tan apartadas del mundo y separadas de toda la Cristiandad, en medio de una nación mala y perversa, qué esperanza puede haber de que unos hombres débiles, pobres de inteligencia, de costumbres perdidas y por naturaleza inconstantes, perseveren en la fe, si no los reciben en sus brazos nuestros reyes, y como, a niños los amparan en su regazo? De lo cual nos dan triste y abundante ejemplo muchas naciones, entro ellas Etiopía, Angola y Manicongo, en las que el sagrado carácter del bautismo fué ignominiosamente profanado por la perfidia y osadía de los señores, el curso del evangelio fué interrumpido y quedó cerrada toda puerta de salvación a los hombres, los cuales si hubieran sentido la fuerza de nuestras armas no se habrían ensañado tan malamente contra nuestra santa religión. Con razón, pues, enseñan los teólogos más ilustres425 que tiene la Iglesia plena y entera potestad de defender la fe contra las injurias y afrentas de los enemigos, y que conviene que la use contra las maquinaciones y violencias de los malvados, a no ser que se sigan mayores males.

Puede, por tanto, la Iglesia, si lo cree necesario, quitar el poder a los reyes y señores infieles y poner en su lugar príncipes cristianos para defensa de la fe. Y nadie crea que decimos alguna novedad, porque, además del común sentir de los teólogos, tenemos el ejemplo bien antiguo del apóstol Pablo, que en la causa de matrimonio, si el cónyuge infiel ocasiona impedimento o fraude al fiel, deja a éste libre de semejante servidumbre426; y ciertamente más fundado en la ley natural es el vínculo matrimonial que cualquiera otra sujeción o servidumbre. Pues si la Iglesia cree pertenecer al poder que ha recibido de Cristo acudir en auxilio de la fe, aun con la disolución del vínculo conyugal, ¿quién se maravillará que por causa de la misma fe desligue, al súbdito fiel de la sujeción y obediencia de sus señores infieles? Añádase a esto que el mismo doctor de las gentes no quiere que las causas y querellas de los fieles sean llevadas a tribunales de infieles, sino que ellos mismos se elijan jueces427; porque temía que los infieles hiciesen injuria a la fe. Más aún; hace ya mucho tiempo que la Iglesia quitó a los judíos y sarracenos que pudiesen servirse de esclavos cristianos desde el momento en que éstos, siendo infieles, querían pasar a la libertad de la fe428. Sobre lo cual dió el emperador Justiniano ley ordenando que los esclavos de paganos, herejes y judíos que quisiesen pasar a la religión cristiana, quedasen libres del dominio de sus amos, aun sin pagarles el precio429. Nada tiene, pues, de maravilla que los señores infieles que abusan tiránicamente de su poder contra los nuevos cristianos, sean privados de todo poder y dominio sobre ellos por autoridad de la Iglesia. Pero si no se oponen a la predicación y propagación del evangelio, ni ponen obstáculo a los suyos para que abracen la fe de Cristo los que quieran, o la conserven inviolablemente los que ya la han profesado, aunque ellos perseveren ciegos en su error, no por eso es lícito privarles de sus estados. Aunque está, sin embargo, el príncipe cristiano constituído por la Iglesia como supremo emperador, para que mire por la causa de la fe y tenga providencia de los fieles en las ocasiones que se ofrezcan. Y porque es muy raro y poco menos que imposible que los señores bárbaros no lleven a mal que se desdeñe y venga por tierra en sus estados la religión antigua recibida de sus mayores, y que se muden la mayoría de las leyes, y no procuren de todas las maneras posibles exterminar la nueva religión, estando principalmente el demonio enfurecido y moviendo tumultos por medio de los suyos; por eso debe guardarse como regla común y canon inviolable, que en esas circunstancias cuantas naciones de indios se resuelvan a abrazar la fe pasen al cuidado y administración de nuestros reyes. Pero deben los nuestros proceder con tal moderación, si desean el bienestar de la república cristiana, y mantener como buenos el honor de la religión, que no usen de las armas contra los bárbaros, si no es en caso de extrema necesidad, ni los arrojen de sus dominios y haciendas, a no ser que hagan injuria a la fe o sean perniciosos a los suyos, ni hagan, en una palabra, cosa que pueda dañar al evangelio o perturbar su propagación. Finalmente, que reconozca el religioso príncipe que ha recibido de Cristo el poder para edificación, no para destrucción430; y aunque los príncipes cristianos sean verdaderos señores, muéstrense más como padres, y no tanto busquen para sí mismos las cosas de los indios, cuanto a los mismos indios para llevarles a Jesucristo, Señor de todos.




ArribaAbajoCapítulo III

Que no conviene inventar títulos falsos del dominio de las Indias


El derecho de gobernar y sujetar a los indios fundado en el mandato cierto y definido de la Iglesia es general, y se aplica no sólo a los ya descubiertos, sino a los que están por descubrir. Y consta que es un derecho justo y conveniente, a no ser que las injusticias lo destruyan. Otros títulos que algunos se esfuerzan en sustentar, movidos a lo que se puede presumir del deseo de ensanchar el poder real, ya que no sea de adularlo, como son la tiranía de los Ingas, que usurparon por fuerza el imperio del Perú, o la muchedumbre de pueblos que viven sin gobierno y sin reconocer príncipe que los rija, al modo de las que llaman behetrías, con los cuales pretenden asentar el derecho de los príncipes cristianos a reinar, yo, a la verdad, ni los entiendo ni los puedo aprobar. Porque si no es lícito robar a un ladrón y apropiarse lo robado, ¿con que razón o justicia se podrá arrebatar a los tiranos de indios (supongamos que lo sean) el poder, a fin de tomarlo para sí? ¿Tendría, por ventura, mejor derecho Sila por haber quitado el mando de la república a Mario para ponerse él en su lugar? ¿O la injusticia de otro nos dará a nosotros justo derecho? Esto es ridículo y parecido a la fábula de Esopo. Además que esos imperios, aunque hayan sido usurpados con violencia, tienen ya la confirmación de largos años y gozan de la prescripción, la cual es preciso admitir en sustentación de los imperios, si no queremos perturbar todas las instituciones de los hombres. Porque, ¿qué reino o imperio hay que no deba su primer origen a la violencia? No en vano los antiguos llamaron a los reyes y a los tiranos con un mismo vocablo. Pues en las behetrías o cualesquiera comunidades querer introducir el gobierno de algún príncipe sin el consentimiento de la muchedumbre o contra la voluntad de los ciudadanos, no sé que pueda haber más declarada tiranía.

No me parece mal que la guerra justa y legítima, que en muchas partes de las Indias ha sobrevenido por causa de las injurias de los bárbaros o de ofensas hechas a nuestra santa fe, pueda ser título conveniente de dominio para los príncipes cristianos, y algunos casos de éstos refieren las historias portuguesas. Pero cuando se trata del título cierto y general, hay que recurrir a la autoridad de la Iglesia, al peligro de la fe o a la salvación eterna de los indios, los cuales dan a los príncipes cristianos un derecho justísimo y averiguado. Y con este sólo les basta y es sobrado. Así nos lo persuaden firmemente la razón y la experiencia de consuno. Existan, por tanto, otros títulos o no, es manifiesto que a los reyes católicos toca principalmente el cuidado de procurar la salvación de los indios y de mandar para ello predicadores de la fe y ministros civiles muy escogidos para cumplir con el mandato y misión que han recibido de Dios y de la Iglesia, como conviene a su honra de príncipes tan cristianos, y como exige la grandeza de la obra.




ArribaAbajoCapítulo IV

Cuáles han de ser los ministros reales en las Indias


Cuánto importa que los ministros y magistrados que se mandan a los indios sean escogidos entre los mejores de los cristianos y de cuánto peso es para el bien y para el mal la administración civil de estas naciones ello mismo se pondera, no es menester encarecerlo. Porque siendo en toda república el magistrado, como dice Ambrosio431, «conductor y guarda incorruptible del derecho», fácilmente se comprende que el gobierno y regimiento civil es para el eclesiástico como el derecho natural a la ley evangélica, que si aquél no se observa será imposible que se guarde ella. Por lo cual enseñó Pablo que no hay potestad sino de Dios, y cuantas hay de Dios son ordenadas, para servir al bien y castigar lo malo432; y concuerda Pedro que manda obedecer a los reyes y capitanes, porque tienen por oficio honrar a los buenos y vengar a los malhechores433. Pues si son cabeza de los pueblos, pastores, guías, gobernadores, conductores, luz, espejo, ley viva y los demás nombres con que los honran las letras divinas y profanas434, ¿quién podrá decir cuánto depende de la integridad y vida de ellos la salud y prosperidad de la república? Porque como es el que gobierna la ciudad, así son sus habitantes, y como es el juez, así son sus ministros435. Este lugar lo amplifican copiosa y gravemente todos los autores profanos que tratan de la república o de las leyes, y nuestros autores sagrados y eclesiásticos lo ilustran elocuentemente con ejemplos y documentos, y aunque no es necesario traerlos aquí todos, me complace trasladar un lugar insigne de Basilio436. «Necesitan, dicen, los que presiden designar tales magistrados que, como guías que son de los demás, así les vallan muy adelante en la prudencia, constancia y santidad de vida, a fin de que sus virtudes las sigan los que los tienen como ejemplo. Porque los súbditos suelen acomodar sus costumbres a la vida de los que mandan, y como son los jefes, así serán los subordinados.» Hasta aquí este santo.

En toda república debe tener el príncipe sumo cuidado en designar para magistrados y ministros a los mejores; mas en la gobernación de este Nuevo Mundo, en las entradas a las naciones de indios para traerlas a la fe y mantenerlas en ella, quien conozca un poco las cosas de por acá no dudará que ha de ser ese cuidado no ya el primero y el mayor, sino completamente extraordinario y singular. Porque de los regidores y gobernantes, de los capitanes, de los jueces y demás ministros reales, como de la fuente las aguas, ha de manar todo el mal y todo el bien, y, en una palabra, ellos lo son todo en estas Indias. Y si la fuente está envenenada, no puede decirse cuánto se extiende la peste y peste irremediable. Y para que nadie crea que me dejo llevar de mi parcialidad más que de la razón, aduciré solamente argumentos ciertos y explorados; que ojalá sepa yo darles todo su valor y aquellos a quienes toca los atiendan como conviene. Sea el primero que en otras ciudades y repúblicas fundadas muy de antiguo tienen los que gobiernan muchas y grandes ayudas, con las que, aunque quisieran, apenas pueden errar; porque están las leyes públicas, las costumbres patrias, los ejemplos de los mayores, el mismo curso de las cosas robustecido por la antigüedad, que hace que el estado de la ciudad sea fácil y tranquilo en el ocio y en el trabajo, o que si se tuerce algún tanto se enderece fácilmente con poner la mano el gobernante, como la nave con un pequeño movimiento del timón cuando está el mar tranquilo. Mas no es así en el gobierno de las Indias, sobre todo en las entradas y población de nuevas tierras de bárbaros; porque entonces todo es nuevo, no hay costumbres asentadas, las leyes y el derecho, excepto el natural, no son firmes, las tradiciones y ejemplos pasados o no existen o más bien son detestables, cada día sobrevienen casos inopinados, las alteraciones y mudanzas son repentinas y peligrosas, los fueros municipales ignorados o poco estables para ser aducidos en juicio, las leyes españolas y el derecho romano opuestos en gran parte a los usos recibidos de tiempo inmemorial por los bárbaros y el estado mismo de la república tan movible y vario, que lo que ayer era tenido por recto y provechoso, hoy, cambiada la situación, resulta inicuo y pernicioso. ¿Quién no ve, pues, las cualidades que han de adornar al que sea cabeza de esta república, qué sabio, qué, sensato, qué previsor, qué íntegro y constante debe ser, puesto que a su consejo y prudencia está todo confiado y de él depende todo el auxilio en la paz y en la guerra? Porque si los primeros fundadores de las ciudades quiso la antigüedad que fuesen los mejores y los más sabios, claro es que los exploradores del mundo y capitanes de nuevas gentes, no han de ser sino varones muy sobresalientes y en extremo escogidos.

Este solo argumento bastaba para obtener nuestro propósito, pero añadiré otro no menos robusto y eficaz. Estando estas tierras remotísimas y tan apartadas de las cabezas supremas de la república, tanto de la real como de la pontificia, ofrecen ancho campo a la licencia y apetito de justicias y magistrados, y a que crean que les es lícito hacer cuanto les venga en talante. Por que lo que está lejos fácilmente lo menosprecian los hombres como cosa que no les atañe o que nunca llegará a ellos. De aquí las sediciones y los tumultos y la perturbación total de la república, y el remedio enteramente tardío si lleva. Buen testimonio es este reino del Perú, tantas veces agitado de alteraciones y guerras civiles, y movido como proceloso mar de vientos contrarios. Así que, como cuando el doliente enferma de los pulmones, anuncian que la cura será difícil, porque para hacer llegar hasta ellos los medicamentos es camino largo y cerrado el estómago, y la fuerza curativa no llega a ellos o llega muy debilitada; de la misma manera la suma distancia de la autoridad y poder supremo de esta república, apenas da esperanza de que lleguen a ella las providencias y remedios que la sanen de sus dolencias. Cuanto pequen los gobernadores en las Indias, me atrevería a decir que son pecados sin enmienda. Lo cual no dudo tuvieron en cuenta los romanos, porque a las provincias muy remotas no enviaban sino varones muy escogidos e integérrimos, y si el negocio era de monta, los mismos cónsules, cabezas de la república, iban sin tardanza, como quienes sabían bien qué ánimos cría a la osadía el castigo que se dilata, y que aun el buey separado de la manada se torna bravo.

Y por si no bastaran estas gravísimas razones, no es de poca monta que hasta las faltas leves de los gobernantes y personas principales se conviertan en crímenes perniciosos para los indios; porque hacen mucho mal a sus almas todavía tiernas, y los alejan irremisiblemente de la religión cristiana. Por un lado las culpas de los magistrados públicos no pueden quedar ocultas, como lo dijo el poeta trágico: «Todos los vicios de la casa real están patentes»437; y por otro los indios, aún débiles y rudos, no saben juzgar de los cristianos y del mismo Cristo y de su fe, sino por lo que ven en los nuestros, sobre todo en los principales y constituídos en dignidad. Y cuánto pese esta ofensa ante Dios, criador y padre de los hombres, se puede conjeturar por lo que hizo con David, que aunque quería perdonar su pecado movido por sus lágrimas y penitencia, sin embargo, lo castigó severísimamente, quejándose de que había hecho blasfemar su nombre a los enemigos, los cuales se maravillaban de que fuese famoso amigo de Dios el que tal crimen había cometido, cosa que redundaba en afrenta de la honra divina438. El profeta Ezequiel, aunque habla de Israel, con más verdad podría referirse a los hombres de nuestra edad, cuando pone en boca de Dios aquel lamento lleno de dolor y queja: «Y entrados a las gentes adonde fueron, profanaron mi santo nombre, diciéndose de ellos: éstos son pueblo del Señor, y de su tierra de él han salido»439. Palabras llenas de ironía y desprecio que murmuran entre sí los gentiles contra nosotros, y aún nos las echan en cara cuando se ven apretados, porque nos ven hacer las mismas cosas que reprendemos en ellos440.

Quien ponga, pues, los ojos en el estado vario y mudable de las cosas de Indias, y la distancia a la que está la sede de la suprema autoridad, y la delicadeza de las almas tiernas en la fe, es necesario que confiese que ni para gobierno de provincia alguna, ni para cargo de ningunos negocios se necesita mayor sabiduría, integridad y piedad, que para regir estas regiones. Muchas veces me vienen al pensamiento las palabras que Paulino cuenta de Probo a Ambrosio, cuando iba éste a gobernar la ciudad de Milán, a la sazón en situación alterada y dificultosa: que no se creyese tanto juez cuanto obispo, y como tal usase con todos de bondad, celo y cuidado paternal441. Y no sin razón se vanagloriaba Valentiniamo el Mayor de que los que él mandaba de jueces, la Iglesia los eligiese por sacerdotes. Ojalá viésemos ahora gobernantes como los Ambrosios, los Nectarios u otros, si los hubo más insignes todavía. A la verdad el gobierno del Nuevo Mundo demostraría que habrían de ser tales como los describe León Papa en carta gratulatoria a Teodosio Augusto: «No sólo de ánimo real, sino también sacerdotal»442.




ArribaAbajoCapítulo V

Cuál es la causa de que sean raros los gobernantes idóneos de Indias


Tales son, pues, los magistrados, tales los capitanes que piden las Indias; y aunque los argumentos que hemos aducido son bastante poderosos, ninguno pesa más que la experiencia de muchos años. Tratando de este punto un insigne varón, muy señalado entre los ministros reales, comentaba cómo en ninguna parte era tan necesaria la fe, la prudencia y la magnanimidad, y añadía: «Habiendo de ser tales los ministros, ¿cuáles son los que venimos?, que más parece nos mandan para vaciar a España que no para tomar cargo de esta república. Porque ¿quién si pudiese conseguir en España un cargo en la justicia o en el gobierno iba a atravesar el océano para venir a buscarlo en el extremo del mundo? De suerte que, excluídos de los mejores sitios, nos volveremos a estos últimos.» Así decía este prudentísimo varón, cuyas palabras no las he referido aquí en agravio de los muchos y esclarecidos gobernadores que estas provincias han tenido y tienen, y han florecido con la gloria de un gobierno cristiano y sabio, sino como aviso y ponderación de la dificultad que lleva consigo la magistratura de Indias.

Siendo la causa que hace a la mayor parte surcar el océano la pobreza que tienen en sus casas, por decirlo en puridad, y el motivo de abandonar la patria, los hijos, y los amigos, y pasar los trabajos inmensos de la navegación, los caminos y la diferencia del cielo, la esperanza de volver algún día de las Indias ricos y felices, para pasar lo restante de la vida espléndidamente en el descanso y quietud de los suyos, y ayudándoles también a éstos con su hacienda (quien se lleve la mano al pecho verá que no miento), ¿quién no ve lo expuesto que es todo esto a la codicia y avaricia, y a que el cuidado de hacer dinero sea el primero, y todo lo demás se posponga, puesto que ese es el motivo de haberse arriesgado tanto y padecido tan grandes trabajos como cada uno imagina los suyos, y que sería afrenta para su honra no volver de las Indias con los bolsillos bien repletos? Así lo lleva el uso y la opinión de los hombres. Y con esta ley,¿qué magistrado habrá superior o ínfimo que no trate de los aumentos de su hacienda? Lo cual no puede ser sin grave daño de la república. Aristóteles juzga que es de mucho interés para la comunidad que no lleguen los pobres al poder, porque la pobreza los hace venales en la magistratura443. A Moisés dió también su suegro Jetró sabios consejos acerca de crear los jueces, que él recibió gustoso444: «Escoge, le dijo, de entre toda la plebe varones sabios y temerosos de Dios y que odien la avaricia.» Y aunque a los magistrados de Indias se les pagan copiosos salarios, con que los honrados se contentan, muchas veces la sed de volver opulentos a la patria hace que no se contenten con ellos. Pasa aquí lo que dice el Sabio: «El rey con el juicio afirma la tierra, mas el hombre avaro la destruirá»445.

Otro mal y no pequeño se sigue de éste y es que teniendo todos los gobernadores y jueces puesta la mira en volverse a España, en ella piensan y para ella es su deseo; miran las Indias como tierra extraña, y, por tanto, de lo que no aman se cuidan poco; gran perdición y ruina de toda prosperidad pública. Entre las alabanzas y dotes necesarias a los que rigen una ciudad, pone el filósofo la primera, que amen el estado presente de la república446. Mas por desgracia a estas provincias la mayoría las tienen en su ánimo en condición de destierro, y los que mejor proceden lo hacen como los capitanes que levantan un presidio en tierra de enemigos, que para el tiempo que han de estar allí procuran no falte ningún recaudo, mas cuando trasladan el real a otra parte lo dejan todo desmantelado o quemado; así a nuestros magistrados les basta que las cosas duren en buen estado el tiempo que ellos han de estar por acá. Estas son las dificultades gravísimas que ocurren en la gobernación de las Indias.

Hay otra no común, sino propia de los que entran a poblar nuevas tierras, y es importante; porque cuando han de ir a los bárbaros, no hacen acopio sino de armas, y así se lanzan al azar con riesgo de tenerse que defender de los enemigos y abrirse paso con la espada. De modo que toda la primera entrada es puramente militar, y conforme a esto se suele dar el cargo a quien tiene pericia de las armas, y para conducir los soldados se busca menos la probidad del capitán que su arrojo militar. Pues habiendo de ser la primera predicación de la fe y los principios del evangelio conforme a la voluntad y designio de un hombre, por no decir más, militar, y habiendo de ser su dictamen él último, y siendo él un capitán profano y su soldadesca atrevida y temeraria, ¿qué gobierno espiritual o qué providencia en las cosas de la fe se puede esperar? Por lo cual debían los príncipes cristianos, y sus virreyes y los demás a quienes toca, pensar una y otra vez, cuando han de escoger capitanes para estas entradas bélicas, que sean piadosos, buenos cristianos y temerosos de Dios, y tengan mucha cuenta con la salvación de los infieles; en una palabra, que se persuadan que les dan oficio más de obispos y apóstoles que de soldados. Porque aunque para los negocios de armas más se requiere pericia de la guerra que bondad de vida, como notó Aristóteles, sin embargo, cuando se trata de los principios de la fe, y de la salvación de tantos millares de bárbaros, y del mismo honor y gloria de Cristo, mucha más importancia sin comparación hay que dar a la integridad de vida y a la constancia. Porque más se trata de amplificar la fe que de engrandecer la república.

Y a tal capitán verdaderamente virtuoso habrá que darle una compañía de soldados, que no sean hombres perdidos y facinerosos, antes si no los mejores y más virtuosos, al menos no sean los peores y más infames. Y si alguno juzga que pedimos demasiado, mofándose de nuestras normas de reclutar soldados, sepa que más digno de burla es creer que son más a propósito para la primera entrada del evangelio los más ejercitados en hacer daño. Mas ¿quién encontrará un varón de tal probidad y mansedumbre, replicarán, y sobre todo unos soldados como esos? A lo que respondo que si no los hay, vale más no hacer semejantes entradas; porque no agradará a Cristo ser anunciado con tan gran vilipendio de la religión. Pero si hay buena voluntad, no es cosa tan difícil de encontrar un capitán no solamente ilustre por su gloria militar, sino recomendable por su piedad cristiana, y para su compañía unos soldados que si no son hombres virtuosos, al menos no unos perdidos; porque si a los hombres infames y de rotas costumbres prohibieron las leyes romanas militar en sus legiones, ¿cómo es posible que para la primera entrada del evangelio a los infieles se permita alistarse a cualquier facineroso? Por lo cual, si en toda gobernación de Indias es necesario, en las primeras, a los bárbaros principalmente, se deben poner al frente con toda diligencia varones insignes por su piedad y sabiduría, y hacer pesquisa de ellos, y hallados proponerles premios y honores para que quieran aceptar la empresa y llevarla a cabo como conviene. Aunque el mayor premio que han de recibir es la honra ante Dios, y la abundante recompensa proporcionada a sus méritos por una empresa tan importante. Y todos deberíamos elevar asiduamente nuestras oraciones a Dios, sí tenemos aprecio y celo de la salvación de tantas almas, para que, como dice el profeta, no les dé Dios reyes en su ira, ni por causa de los pecados del pueblo dé Dios el imperio a los hipócritas, sino que más bien les envíe pastores según su corazón447.




ArribaAbajoCapítulo VI

No es injusto que los indios paguen tributo a los que los rigen


Como la administración de la nueva cristiandad de las Indias pertenece a nuestros reyes, como está declarado, y a ellos corresponde por precepto de Dios y de la Iglesia señalar ministros que cuiden de los indios en lo espiritual y en lo civil, se sigue que tratemos si se podrá exigir algún tributo de los indios para las cosas que son en beneficio de ellos, y cuál sea la cantidad del tributo, y lo que a su vez hay que hacer por ellos.

Y sea lo primero que no es injusto que los indios, para contribuir a su gobierno espiritual y político, paguen un tributo moderado y razonable. Porque por no decir de los filósofos que en sus repúblicas establecen siempre tributos con que todos deben contribuir al fisco público para mantenimiento de los magistrados y negocios de común utilidad, ciertamente las sagradas Letras en el Nuevo Testamento son del todo claras a este respecto; porque el apóstol Pablo declara notablemente toda esta materia escribiendo a los ro manos: «Es necesario, dice, que estéis sujetos no solamente por la ira, mas aún por la conciencia. Porque por esto pagáis también los tributos; porque son ministros de Dios que sirven a esto mismo. Pagad a todos lo que debéis: al que tributo, tributo, al que pecho, pecho; al que temor, temor; al que honra, honra»448. Donde se ha de notar atentamente a quiénes escribe Pablo y de quiénes; porque escribe a los romanos ya cristianos y súbditos de los Césares que habían subido al Poder por la fuerza en una ciudad libre; y sin embargo, les amonesta la necesidad de que obedezcan y no por miedo a la ira, sino por conciencia; a saber, no por temor de los hombres, sino de Dios, que así lo manda. Luego les encomienda pagar los tributos dando una razón justísima, que los públicos magistrados son ministros de Dios y sirven al bien común y, por tanto, es justo que los sustenten y honren los súbditos; de donde colige que deben pagar lo que deben, sea tributo, alcabala o cualquier otra cosa. Oigamos al Crisóstomo sobre este lugar: «Mucho, bienes, dice, vienen a las ciudades de los magistrados, y quitados ellos, todos vendrán por tierra, y no podrán subsistir ni las ciudades, ni los campos, ni las casas, ni el foro, ni otra cosa alguna, sino que todo andará por los suelos, y los poderosos se comerán impunemente a los más débiles. Por eso desde los tiempos más antiguos el común sentir de los hombres ha establecido que todos mantengamos a los príncipes, porque descuidados de sí buscan el bien de todos.» Y más abajo: «Si Pablo mandó esto cuando los príncipes eran todavía gentiles, mucho más conviene que se les presten estos oficios ahora que son fieles449. Jesucristo no sólo robusteció la doctrina de su apóstol mandándola antes con precepto, sino que nos la recomendó con su ejemplo, porque preguntado de pagar el tributo al César, respondió: «Dad al César lo que es del César»450; enseñándonos obediencia, «en la cual, dice Ambrosio451, nosotros le seguiremos si damos al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Tributo es del César, no se lo habemos de negar. Y el Salvador recién nacido en Belén fué empadronado e inscrito452, y pagó el tributo a Augusto César, que dominaba en Judea y en todo el mundo, como quiere Gregorio Nazianceno453. Constando, pues, este punto por la autoridad de las sagradas Letras y confirmándolo bastantemente la razón, y no habiendo teólogo aun de los más partidarios de los indios que no confiese que se les pueden exigir algunos tributos, no tenemos por qué detenernos más en cosa que es llana y averiguada.




ArribaAbajoCapítulo VII

Se reprueban tres maneras de tasar los tributos


Aunque es manifiesto que pueden los nuestros exigir tributos a los indios, no es tan claro cuáles han de ser en cantidad y especie, y el modo y límite hasta dónde pueden extenderse, antes determinar todo esto es cosa muy oscura y difícil. No es mi intención aprobar, desde luego, las inmoderadas exacciones, ni cerrar los ojos a la avaricia y rapacidad de muchos, que son la ruina de todo este reino, y, como dijo el poeta, «el pedrisco del fundo» de los indios454, por aquello de que la avaricia rompe el saco. Y aunque es superior a mis fuerzas determinar algo en cosa tan incierta y dudosa, sin embargo, creo hacer obra de provecho discutiendo con detención algunos modos de tasar los tributos.

Sea lo primero que no es lícito imponer a los indios tributos con nombre y color de multas. Porque si bien es cierto que cuando una ciudad o, nación es sometida por fuerza de las armas, se le suele exigir suma de dinero al arbitrio del vencedor en pena de su temeridad; y ésta pone Gregorio el teólogo como principal fuente y origen de los tributos cuando dice: «Del pecado nació la penuria, madre de la codicia, que encendió las guerras, de las cuales nacieron los tributos, tan grave y acerbamente condenados por la palabra de Dios»455. Y de esta manera, derrotado y vencido Joacaz, rey de Judá, por Faraón, fué condenada la tierra a pagar cien talentos de plata y uno de oro, como refieren los libros sagrados456. Es un género de tributos muy usados en las letras sagradas y profanas. Así Moab, vencido por David, sirvió pagando tributo457, y lo mismo Siro de Damasco458, y los cananeos fueron hechos tributarios de Efraim, y las demás naciones de los jebuseos, amorreos y otras fueron sometidas por obra de Salomón a Israel y obligados para siempre a pagar tributo459, como lo dice la historia santa. Todo lo cual, que no sea injusto, lo muestra el ejemplo de tan santos varones y lo declara la misma razón, que somete por derecho de guerra los vencidos a los vencedores, y no sólo en su fortuna, sino aun en la libertad y en la vida. Mas todo esto que es verdad no tiene ninguna aplicación a las naciones de Indias, porque, como arriba hemos demostrado, no pueden los cristianos hacerles la guerra ni someterlas por fuerza de las armas, y, por tanto, tampoco privarles de la libertad o imponerles tributos en castigo. Porque, ¿en qué ofendieron los indios a los nuestros, cuando ni su nombre habían oído? Y vengar las ofensas de Dios o contra la naturaleza no nos toca a nosotros, como bastantemente lo hemos probado. Gravemente errarían, por tanto, los que considerando los bárbaros como si fueran amorreos o cananeos vencidos por derecho de guerra, o por hablar más a tono con nuestro tiempo, como moros o turcos, los sometieran a esclavitud o les cargasen grandes tributos, pensando que todavía les hacían merced no cortándoles a todos las cabezas. Semejante estolidez no puede nacer sino de la ignorancia e insolencia de soldados. Y si alguno ha hecho hasta ahora cosas de éstas, lleve la mano al pecho y mire por su conciencia, que harto lo necesita.

Lo segundo no es menos cierto, antes más averiguado: que no es ilícito en la tasación de los tributos llevar razón del evangelio que se les entrega, como si se les demandara en pago; y a cambio de la fe y del bautismo y del conocimiento de Cristo que se les da, se les exigiese plata. Este sórdido pensamiento de hombres ignorantes y malvados, que ponen en precio el evangelio (pues esa palabra usan algunos desvergonzados), en nada difiere de lo que hacía Simón Mago460, sino que aquél quería dar dinero por la gracia y éstos pretenden dar la gracia por dinero. No es, pues, tolerable que en la tasación de los tributos se tenga cuenta de lo que se les da por el evangelio; porque Cristo nos manda dar gratis lo que gratis hemos recibido461.

Sea lo tercero que los bárbaros nada deben a los príncipes cristianos por razón del suelo y tierras que cultivan. Porque solamente se puede exigir a un particular que pague tributo por razón del suelo a un príncipe o república cuando lo ha recibido de ella. Al cual género de tributos alude Ambrosio en su admirable defensa contra los arrianos462: «Si el emperador, dice, pide el tributo, no lo negamos. Los campos de la Iglesia pagan tributo. Y si lo desea el emperador, tiene potestad de reclamarlos.» Y lo demás que sigue. Esto es así cuando el campo se posee por derecho real; conforme a lo cual vemos que los súbditos reciben de sus señores las tierras, y los extraños las reciben de los ciudadanos con la condición de pagar censos perpetuamente. Y de esta manera sujetó José a Faraón toda la tierra de Egipto, reservando para él la quinta parte de todo los cereales463, lo cual pudo con justicia y derecho convenirlo al entregar a los labradores las tierras y las semillas. Pero en los tributos de los indios no se puede seguir este camino, porque no han ocupado ellos nuestra tierra, sino nosotros la suya; ni ellos han venido a nosotros, sino nosotros los hemos invadido a ellos. Así, pues, las tierras de los bárbaros quedan sometidas a los príncipes cristianos al someterse ellos, pero nada nos deben los bárbaros por razón del suelo, que no lo han recibido de nosotros, antes lo han comunicado con nosotros. E importa mucho distinguir si son los hombres los que quedan sometidos al serlo el suelo, o si, al contrario, es el suelo el sometido por razón de los hombres, porque en este caso las cosas no pasan al nuevo dueño, sino quedan del pleno dominio de los amos.

Por consiguiente, a los indios, pues a ellos mira desde el principio nuestro discurso, no es lícito imponerles inmoderados tributos conforme a la cantidad deo sus posesiones, campos, ganado o pastos que poseen, y acumulárselos de ,modo que, por tanto, hayan de pagar tal cantidad. Esto sería una iniquidad, puesto que se impondrían censos a cosas que nada deben. Lo cual ciertamente no me consta que se haya hecho hasta ahora, aunque tal vez lo ha intentado la codicia de los malvados. Ni discuto ahora si el rey puesto que sucede a los ingas en el imperio del Perú, y a Motezuma en el de Méjico, le sucede en todos sus derechos, de modo que reciba los campos, ganados, pastos, minerales y las demás cosas de aquellos príncipes con derecho propio; porque si con razón y justicia poseían aquellos esas cosas, y nuestros príncipes les suceden legítimamente, es consiguiente que con toda justicia y, derecho también retienen esas posesiones. Mas si la verdad es esto o estotro, no lo examino ni discuto ahora. A los súbditos, mientras la injuria no es evidente, toca sentir y declararse en favor de sus príncipes, conforme al precepto del apóstol Pedro. que manda honrar al rey464. Aquí sólo tratamos de demostrar lo que todos admiten, y es en sí bastante claro, que porque los bárbaros se conviertan a Cristo, no por eso pierden sus derechos, ni porque queden sometidos a la tutela de la fe, quedan sujetos a los nuestros en lo que toca a la esclavitud, o a su dominio de los bienes temporales, como lo decretó Paulo [III], romano Pontífice.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Se examina el modo común de exigir los tributos


Parece a muchos, y aun a lo más, muy razonable manera de exigir los tributos la que se tiene mirando primero de qué cosas abunda cada provincia, como frutos, ropas, ganado, minerales o plata, y después haciendo recuento de los indios por pueblos y tribus, señalarles en cada un año la suma que puedan cómodamente prestar, de suerte que cada uno dé una porción fija, la que pueda, después de sustentar su familia, o de los mismos productos de su tierra, o prestando su trabajo. Y ésta es la costumbre que ha prevalecido de pagar el tributo por cabezas. Se han dado reales cédulas que prohiben severamente no exigir a los indios lo que necesitan para sustentarse, o curarse de sus enfermedades si les sobrevienen, o criar a sus hijos y colocarlos en matrimonio. Justo es loar leyes tan dignas de cristiano pecho. Digna es también de aprobación la diligencia en visitar las provincias y mirar los provechos y conveniencias de cada una, a fin de imponer como tributo las cosas que con más comodidad pueden dar los indios, y que no se les cargue lo que es sobre sus fuerzas e insoportable, y las demás ordenaciones e instrucciones que a esto se refieren. Más aún: no es condenable que todos los no impedidos por la edad o falta de salud o por oficios públicos junten algo en común con que pagar el tributo. Cosas son éstas dignas de alabanza.

Mas lo que no ven bien las personas doctas, y a mí confieso que me indigna, es que sólo se tenga en cuenta lo que los indios pueden, no lo que deben pagar. Es ciertamente necesario que no se exija lo que no pueden dar; pero no basta; hay que añadir que tampoco saquemos nosotros de los indios lo que no es nuestro. Ley eterna es; de justicia que, para exigir una cosa a alguno, es necesario que pueda él darlo, pero con esto no basta si él, además de poder, no tiene el deber de darlo; porque de las dos maneras será injusta la exacción, porque no pueda o porque no tenga obligación de contribuir. Y aunque, como arriba hemos demostrado, los indios deben dar algo a los nuestros por razón de la administración que de ellos tienen, de ahí no se sigue que hayan de pagar todo lo que puedan, o si se quiere decir con palabras más comedidas, todo lo que cómodamente les sea posible. Es, por tanto, el modo común de exigir los tributos, atendiendo al suelo y a lo que cada uno puede pagar, si bien se mira, poco conveniente, y aun dañino, aunque a los más les parezca santo y legítimo. Pues pregunto: si se aplica este modo de contribución en España o Francia u otras naciones de Europa, en que a cada uno se le exija lo que cómodamente pueda dar, ¿por que parecerá a todos injustísimo y lleno de iniquidad, y si se aplica a los indios, justo y santo? ¿Por ventura a los pobres indios su ignorancia y debilidad los hace de otra condición? ¿En qué se diferencian entonces de los esclavos, de quienes se exige todo lo que puedan dar de sí, por aquello de que lo que el esclavo adquiere la adquiere para su señor? Y si sometidos en guerra justa se les obligase en castigo a pagar tributo, ¿qué otra cosa se haría con ellos sino forzarles a que dieran todo lo que pudieran? Porque lo que no es posible, ni al mayor tirano se le ocurre nunca exigirlo.




ArribaAbajoCapítulo IX

Si se pueden imponer tributos más graves a los indios para apartarlos del ocio


Dicen los que más entienden las cosas y condición de los indios, que les conviene mucho a ellos que les echen tributos pesados, porque siendo una nación floja y perezosa, si no se les fuerza a trabajar e industriarse para pagar el censo, llevan una vida desidiosa como bestias, entregados vergonzosamente a ocupaciones de irracionales, porque no les dea cuidado aumentar la hacienda, ni mirar para el porvenir, sino contentos con el sustento de cada día se dejan llevar de su genio indolente. Semejantes palabras no se les caen de la boca a los más experimentados, y nosotros, conformes con su parecer, confesamos que trabajar, negociar y estar ocupados en sus granjerías y tratos es ciertamente muy provechoso a los bárbaros. y completamente necesario para constituir bien su república. Por lo cual, sus príncipes Ingas, que fueron sin duda de agudo ingenio y de juicio excelente, pusieron la suma de su administración para que fuera recta y duradera en hacerles trabajar lo más posible y no dejarles un instante de ocio; de suerte que cuando faltaban trabajos útiles, los ocupaban en cosas superfluas; y causa admiración a quien conoce sus instituciones lo que refieren los ancianos, que a ciertas naciones se les impuso la obligación de presentar cierta cantidad de insectos parásitos, y a otras de mover rocas de una parte a otra. Y no es oscura ni dificultosa la causa de que convenga urgir a los indios con el trabajo; porque los bárbaros son todos de condición servil, y fué proverbio de los antiguos, como refiere Aristóteles, que a los esclavos no se les debe tener nunca ociosos465, porque el ocio los hace insolentes y lo mismo amonesta el Sabio: «Envía, dice, el esclavo al trabajo, y que no esté ocioso, porque la ociosidad enseña muchas malicias»466.

No negamos, pues, que hay que ocupar a los indios en el trabajo, antes gustosamente lo confesamos. Mas pregunto:.Para quien deben trabajar, para quién granjear, en provecho de quién deben servir? El dominio de los reyes se diferencia del de los tiranos, en que los reyes no buscan su propia utilidad en el gobierno de los súbditos, la de ellos; de donde se sigue, para los que no quieran cerrar los ojos a la luz, que los trabajos y granjerías de los indios deben ordenarse a la propia utilidad de ellos. No hay que hacer con los pobres indios lo que el colmenero que no deja en los panales más miel que la que hasta para sustentar las abejas, y la demás la coge para sí; o lo que hacen los que trasquilan las ovejas, que les quitan toda la lana sin dejarles más que las raíces, para que la sigan criando. No se puede hacer eso con los indios. Fuera de lo que una prudente caridad tase como necesario para su gobierno político y espiritual, todo lo demás que se tome a los indios bajo pretexto de su salud y bienestar es manifiesta rapiña. Mucho temo que no pocos que se jactan de Catones o Mucios, y condenan severamente las costumbres de los bárbaros, no sean más bien Faraones, que quitada la máscara con que no cesan de clamar duramente: «Estáis entregados al ocio»467, se muestren otros Nabucodonosores, que todo lo roban, y obligan a los desdichados indios a vivir en dura esclavitud468. Que se quiten el disfraz y dejen los avaros e inhumanos de mirar por sus interés jactándose que procuran la salvación de los indios; reconózcanse y confiesen que sirven sólo a su provecho, sin dárseles un ardite del bien público, y sin la menor preocupación de ayudar a estas pobres gentes. Ya se descorre el velo y queda patente la intención, que no puede la codicia cubrirse mucho tiempo con el nombre de solicitud.

Y si seguimos siendo duros con los miserables, y no apagan sus lágrimas el fuego de nuestra avaricia, temamos que, el clamor de los indios no llegue al cielo y suba al mismo trono del justo Juez. «Los reinos, dice el Espíritu Santo, pasan de nación en nación por las ofensas e injurias, las injusticias y los engaños»469. Y del avaro dice que nada hay tan criminal; y que el que calumnia al pobre para aumentar sus riquezas, las dará a su vez a otro más rico y quedará pobre470 Y más terriblemente en Job: « Esta es para Dios la suerte del hombre impío. y la herencia que los impíos han de recibir del Omnipotente: si sus hijos se multiplicaren serán para él cuchillo, y sus pequeños no se hartarán de pan. Los que le quedaren serán sepultados en muerte, y no llorarán sus viudas. Si amontonare plata como polvo y se preparare ropa como lodo, la habrá él preparado, mas el justo se vestirá con ella, y el inocente repartirá la plata. Edificó su casa como la polilla, y cual cabaña que algún guarda hizo. El rico, cuando muera, no llevará nada consigo, abrirá sus ojos y nada encontrará. Le inundará como agua la pobreza, y la tempestad lo arrebatará de noche»471. Estas terribles amenazas de la divina justicia contra los opresores de los pobres y exactores violentos del sudor ajeno, vea quien quisiere si no las muestra la experiencia copiosamente cumplidas en algunos hombres de nuestro siglo: sus hijos muertos, los nietos arrojados de la herencia pasando hambre, toda la posteridad acabada, las viudas alegres con la muerte de los maridos y dueñas de las riquezas que buscaban, la plata en cantidades que igualaban el polvo devuelta a los pobres, las iglesias adornadas con sus preciosas alhajas y vestidos, y lo demás que anuncia Job de la venganza divina. Todo esto está patente en muchos de los hombres de nuestra edad, que quien recuerde sus aventuras confesará que también a la república interesa mucho que se observe el modo que prescribe la ley de Dios, y que si las exacciones injustas lo exceden, no sólo no serán de provecho, antes ordenándolo la justicia divina, causa segura de ruina y perdición. Díjolo Gregorio en la carta gravísima que escribió a Constancia Augusta, en la que, después de varios avisos, severamente le añade: «Tal vez por esto tantos gastos que se hacen en la tierra no son de utilidad, porque se han reunido mezclados con pecado. Ordenen, pues, los augustos señores que nada se acopie con injusticia, porque aunque así sea escaso el provecho material de la república, se le hace un gran servicio»472. ¡No se pudo decir una sentencia más cabal ni cierta de lo que pasa en las Indias.




ArribaAbajoCapítulo X

El modo que se ha de guardar en señalar los tributos


Si se me pregunta a qué regla han de atenerse los que quieren tasar los tributos de los indios por razón y justicia, les remitiré a la que da Santo Tomás al tratar de la ley humana, y que los demás teólogos comúnmente aplauden; yo no conozco otra. «En dar las leyes, dice, sobre todo si son onerosas, se ha de tener en cuenta el fin que se persigue, y solamente se han de imponer las cargas que requiera el fin, guardándose por lo demás la igualdad de proporción en el reparto. Y cuando se pase de esto se ha de tener por ley injusta»473. He aquí el sentir de teólogos ilustres completamente conforme a la razón acerca de la imposición de los tributos. Dos cosas debe, pues, proveer el que no quiera errar en la tasación. Una de parte de los indios, que no los cargue demasiado, sino sólo les exija lo que pueden dar cómodamente y con facilidad. Otra de parte de los nuestros, que lo que se cobra de los indios sea proporcionado y conveniente al servicio y necesaria providencia que de ellos se tiene. Esto es lo que apuntan los teólogos y la prez de ellos, Santo Tomás, cuando dicen que es lícito imponer los tributos que son necesarios para el fin que se pretende, y que tanto deben extenderse cuanto requiera el fin.

Repito, pues, e insisto en lo que arriba he notado, que yerran gravemente los que toman a los indios por un fundo o rebaño, al cual se puede esquilmar cuanto se quiera, con tal que no perezca, antes queden para ulteriores aprovechamientos, y todo ello lo reputan por lucro lícito y honesto. Yerro es y disparate tener en la mente ese propósito; porque a nadie es lícito contar los indios de su encomienda y como de propiedad suya sacar de ellos lo que quiera; antes, al contrario, cuanto recibe de ellos, en tanto lo recibe en cuanto él les da algo de lo suyo, y si no cumple con esa condición, cuanto toma es con injuria y ofensa. Como el médico al enfermo y el abogado al cliente cobran el precio del trabajo y servicio que les prestan, así el encomendero cuanto recibe de los indios, lo recibe por el beneficio que él les hace. Y como a los soldados que toman sobre sí el oficio de defender la república, se les paga del común el bastimento y el sueldo, y a los demás se les exige justamente la contribución para proveerlos, por el beneficio que todos reciben, y, sin embargo, no es lícito sacar y apurar sin medida con pretexto de mantener la milicia, sino sólo lo que es preciso, para juntarla y conservarla, de la misma manera sucede con los tributos que los cristianos perciben de los indios, que sólo es lícito alargarlos lo que sea necesario para el fin a que se ordenan. Y ese fin dicta la razón que es proveer de ministros necesarios a la salud y buen gobierno de los bárbaros, y que no falten, y gocen del honor y reputación conveniente. Estos ministros son de dos clases: los primeros y principales son los pastores de las almas, que les procuran su eterna salvación, los cuales es sabido que más que por disposición humana, por derecho divino, han de alimentarse de las erogaciones y dádivas de los neófitos, a quienes ellos proveen del pan de la divina palabra y administran los sacramentos. Demuestra Pablo esta obligación aduciendo toda suerte de leyes: de la ley gentil y humana dice: «¿Quién peleó jamás a sus expensas?474. ¿Quién planta una viña y no come de sus frutos? O ¿quién apacienta un rebaño y no toma de su leche?» Y pasando a la ley divina alega la autoridad del Antiguo Testamento: «¿Digo esto solamente según los hombres? ¿No dice esto también la ley? Porque en la ley de Moisés está escrito475 ; «No pondrás bozal al buey que trilla. Si nosotros os sembramos lo espiritual, ¿será mucho que seguemos de lo vuestro carnal? ¿No sabéis que los que trabajan en el santuario, comen del santuario476, y los que sirven al altar, participan también del altar?» Esto de la antigua ley; de la evangélica, añade: «Así también ordenó el Señor a los que anuncian el evangelio, que vivan del evangelio. Pues había dicho: «Digno es el que trabaja de su salario»477. Huelgan, pues, otros testimonios, que son abundantes; bástenos éste de Pablo, o mejor del Espíritu Santo, que habla por él.

Pero, además de los sacerdotes del Señor, es indudable que son también muy necesarios ministros seglares para la administración humana y política de la república de los indios. Y estos ministros son de dos especies: una la for man los jueces y magistrados de que arriba hemos hablado, y si algo queda lo diremos después; otra es de los patronos de los indios, a los que nuestro pueblo llama vulgarmente encomenderos, los cuales por el cuidado y providencia que deben tener de los que son confiados a su fe y tutela, pueden percibir a su vez algunos tributos. Y es necesario tener muy en cuenta que todo el derecho que tienen nuestros reyes de exigir tributos de los pueblos recientemente convertidos, y que la Iglesia ha confiado a su fe y protección, lo traspasan a los encomenderos, y les hacen donación de él, con ciertos pactos y condiciones de que hablaremos más abajo. Si, pues, los encomenderos se muestran como deben ser y como juraron al recibir la encomienda, no cabe duda que tienen derecho a los tributos, puesto que puede el príncipe hacer gracia a otros de lo que él había de percibir. Está en esto concorde la opinión do nuestros teólogos y juristas. Cuya opinión se puede confirmar con la autoridad de Gregorio, que viene muy a punto, porque escribiendo a ciertos nobles de Cerdeña y amonestándoles de los oficios que debían hacer con los súbditos que les habían sido encomendados, los cuales eran gentiles todavía, y lo que por este motivo podían percibir de ellos, dice: «Para esto os han sido encomendados; para que os sirvan en vuestro provecho temporal, y por vuestro cuidado consigan para sus almas el provecho eterno»478. Por donde se muestra bien claro que es lícito encomendar a la lealtad y providencia de las personas nobles y beneméritas de la república el cuidado y solicitud de procurar el bien de los indios, y que por este motivo perciban de ellos emolumentos temporales. Y porque en todo pacto y convención en que se da una cosa y se recibe otra, es necesario guardar orden y medida, para que ni de la una parte se exceda ni de la otra haya falta, hay que considerar con atención a qué se obligan los encomenderos, para sacar de ahí cuándo y hasta qué límite les es lícito percibir los tributos. Mas primero se debe establecer si es conveniente confiar las naciones nuevas en la fe y de ruin ingenio, cuales son las de los indios, a semejantes encomenderos, y por qué causas se excogitó este procedimiento y se estableció en las Indias.




ArribaAbajoCapítulo XI

Causas que hubo de encomendar los indios a los españoles


Pensando en las causas que pudo haber para que en el Nuevo Mundo se encomendasen los indios a los españoles, de donde nació la palabra encomenderos, se me ofrecen tres principales. La primera que, habiendo los particulares descubierto y conquistado a sus expensas gran parte del Nuevo Mundo, padeciendo increíbles trabajos y teniendo que vencer grandísimas dificultades, se excogitó y puso por obra este medio, pidiéndolo así los conquistadores; que en lugar de retribución, les concediese el príncipe percibir perpetuamente emolumentos anuales de los pueblos indígenas que fuesen puestos bajo su tutela y patrocinio, al modo que los emperadores romanos concedían como premio a los soldados algún campo, con cuyas rentas pasasen honestamente el resto de su vida. Las primeras capitulaciones de nuestros descubridores con el rey fueron de que cada uno tuviese para sí y para su primer sucesor por dos vidas, los indios que conquistase, quedando después libre el rey de encomendarlos a quien le pluguiere. Fué, por tanto, por estipendio de milicia y premio de victoria como fueron dados los indios a los españoles.

Otra causa hubo y de mayor importancia, pues como después de ganado el Nuevo Mundo quedase tan apartado del rey, no podía, en modo, alguno, mantenerlo en su poder, si los mismos que lo habían descubierto y conquistado no se lo guardaban, refrenando la libertad de los bárbaros, defendiendo las fronteras de incursiones enemigas y acostumbrando a los indios a nuestras leyes. «Porque no es menos, como dijo un poeta, descubrir que conservar lo hallado»479; «antes, como dijo el Nacianceno, mucho más y más difícil»480. Para retener, pues, en tierra extraña a unos hombres que eran amantísimos de su patria, y que se hiciesen vecinos y moradores de una nueva república, y celosos de su engrandecimiento, estableciéndose en ella firmemente, les concedió el rey ciertos pueblos de indios, para que con el dominio y rentas de ellos se sustentasen. Fué crear en Indias una nobleza parecida a la de España, en que los grandes y señores tienen súbditos o, como vulgarmente se dice, vasallos.

La tercera causa, y la más importante y como fundamento de las otras, fué que los neófitos en la fe y plantas nuevas y tiernas fueran defendidos por el patrocinio y cuidado de los cristianos viejos, y a su sombra fuesen instituídos y se acostumbrasen a la disciplina y costumbres cristianas; finalmente, que asegurasen los cristianos los caminos de salvación, y los más fuertes sustentasen, como amonesta el apóstol, a los tiernos y débiles en la fe481.

Creo no haber omitido ninguna de las causas de la institución de las encomiendas. Síguese ahora tratar de la equidad, dificultades y obligaciones anejas a cada una. La primera de remunerar los trabajos y gastos de los conquistadores nació de la necesidad más que de la voluntad o la religión. Porque no podía el príncipe, o podía sólo con gran dificultad, dar premio conveniente a tantos sudores, o, por mejor decir, tanta sangre derramada, si no es repartiendo entre ellos el poder y la ganancia del Nuevo Mundo, que con su fortaleza habían ganado. Porque ni ellos se habrían contentado con otro premio, y a los demás se les apagaría todo deseo y emulación de intentar parecidas empresas. En las Indias portuguesas, como todas fueron conquistadas bajo los auspicios y con el oro de sus reyes, pudo quedar todo el dominio y mando en la monarquía, sin justa queja y agravio de los particulares. Pero el caso de las Indias de Castilla es muy distinto, puesto que la iniciativa privada puso la mayor parte. Fué, por tanto, de necesidad, como digo, que como en otro tiempo las tribus de Israel482, obtuviesen por suerte la tierra los individuos, aunque, como es claro, quedando siempre el supremo dominio en poder del rey

Por lo tanto, es preciso reconocer que teniendo las encomiendas razón de premio, se han debido y se deben guardar normas justas en su distribución. Es manifiesto que a los beneméritos de la república, si no hay, impedimento en contrario, les tocan los emolumentos que ella produce, y según los méritos hay quedar a cada uno mayor o menor parte. Y no es vana y sin fundamento la voz de los que claman, que gentes nuevas y que nada hirieron en favor de esta república gocen de lo que ellos ganaron con su sudor y sangre; y alzan por eso el grito al cielo, considerándose agraviados. Porque no faltando las otras circunstancias, se deben tener en cuenta los méritos y trabajos pasados, lo cual lo prescriben las reales cédulas, y los gobernadores proclaman observarlo; si con verdad o en falso, que otros lo juzguen. Baste que todos convengan en ello. Mas he aquí que de donde menos se podía temer nace el mal, de la justicia la iniquidad, de la conveniencia el daño, del derecho la ofensa. Porque ¿quién cuando se ve con los indios. galardón de sus sudores, no se le vienen a la cabeza los trabajos, los gastos, los peligros que le han costado, y le parece poco cuanto pueda sacar de ellos? Así lo proclama y se jacta de ello. De suerte que el interés y provecho que percibe del trabajo y tributo de los indios no los mide por razón de los oficio que con ellos tiene que hacer y servicios que les ha de prestar, sino por sus trabajos pasados. Y ¿qué remedio se pondrá a este mal? Yo, ciertamente, no lo veo con claridad; pero sí advierto con todo encarecimiento y conjuro a todos, que, aunque es razón tener en cuenta para el reparto de las encomiendas las hazañas y méritos pasados, no se pueden aumentar las labores y tributos de los indios más de lo que pide la proporción de los beneficios y servicios; que se les han de hacer. Al modo que las magistraturas y gobiernos en la república y las prelacías en la Iglesia se confieren por los méritos, y a los más dignos se les dan las mejores, mas, sin embargo, la retribución civil o canónica ese conforme al futuro trabajo y oficio: así que para percibir el interés no es lícito pretextar los trabajos pasados. Y quien falte a su oficio y no cumpla con las cargas de él, cualesquiera que sean sus méritos antiguos, no hace suyas las rentas con segura conciencia.

La segunda causa, que es la conservación y defensa de esta república, está llena de equidad y conveniencia: más aún. la salud y prosperidad, tanto temporal como espiritual del reino, consiste en que no le falten vecinos y pobladores. La república romana tenía establecida la sabia costumbre de proteger y afianzar a los nuevos pobladores de sus colonias, concediendo a los que se avecindasen en ellas diversos privilegios y utilidades. Interesa mucho al rey y al reino que haya en abundancia quienes lo defiendan y miren por su grandeza como por su propia casa. Por lo cual se ha establecido entre nosotros llamar solamente a los encomenderos con el nombre de vecinos o ciudadanos, y es nombre honorífico; y están obligados a ser casados y avecindados en alguna ciudad, de la cual no pueden hacer ausencia sin consentimiento del virrey, y si se ausentan tienen que mantener a sus expensas quien les sustituya en la vecindad, y si la ausencia fuese prolongada, pierden la encomienda y se provee en otro, lo mismo que si hubiesen muerto. Más aún, son considerados como feudatarios del rey, y con juramento prometen homenaje a la república y a los mandamientos reales; y si sucede alguna guerra en la tierra son obligados a acudir armados a su costa, y hacer la guerra, como lo hicieron los del Cuzco en la reciente de los Ingas, y los de Charcas y La Paz en la de los Chiriguanos; por tanto, han de tener en toda hora preparados caballos, armas y demás aparejos, para cualquier movimiento repentino, y estar siempre dispuestos para servir a la república en lo que se ofreciere. Cosas todas instituídas sabia y provechosamente, y que no dan pequeña seguridad de conciencia a estos hombres que reciben el honor, esto es, las rentas, a cambio de la carga que les está impuesta. Porque no es sola la causa de percibir tributos de los indios, como muchos opinan falsa mente, el cuidado particular que han de tener de su salvación y bienestar, sino que hay otras causas, otros oficios de pública utilidad, que los que los toman sobre sus hombros, bien merecen la remuneración. Por esta razón todo lo que el rey había de tomar en tributos de los indios lo traspasa a sus feudatarios, los encomenderos.

También la causa tercera y muy principal referida arriba del cuidado y providencia de los neófitos, mirada de por sí es conveniente y honesta y llena de beneficio para ellos. Porque ¿qué cosa más saludable que encomendar los nuevos cristianos al cuidado y diligencia de los antiguos? Fué práctica que estuvo en uso en la primitiva Iglesia, como refiere Dionisio Areopagita483, cuando los candidatos de la fe eran entregados a hombres de vida probada, para que piadosa y saludablemente los instruyesen, y con sus buenos oficios les ayudasen. Mirada en sí es una causa hermosa y muy honesta; pero cuando venimos a las obras, ¡Jesús mío, qué desorden, cuánta fealdad! Aunque por vicio de los hombres, no por la causa misma; y no es justo que la perversidad de los malos perjudique a los buenos; y Dios hará que los encomenderos no falten a su deber, sino que cumplan con su oficio como su mismo nombre lo significa. Y ahora vengamos a declarar el oficio que tienen con los indios que han recibido en encomienda.




ArribaAbajoCapítulo XII

Los encomenderos tienen obligación de dar a sus indios doctrina suficiente en la fe y en las costumbres


La primera y más importante carga con que deben cumplir los encomenderos es ayudar a los indios ya cristianos en la doctrina de la fe y costumbres, y lo demás que es conducente para su salvación. Porque han sido dados como padrinos, ayos y nodrizas a los que son tiernos y pequeños en la fe. Todos están concordes con esto, los doctos y los ignorantes, los experimentados y los que no tienen práctica. Con esta ley y condición encomienda el príncipe los indios, y en los encomenderos descarga su conciencia en este punto, como lo atestiguan las palabras usuales de la concesión. Esta es una carga de que rara vez se dan cuenta los encomenderos.

De aquí se sigue, en primer lugar, que los que no cumplen con esta obligación, no sólo cometen pecado grave y se hacen reos de eterna maldición, por hacer la obra de Dios fraudulentamente484, sino que están obligados a restitución, porque sin cumplir el oficio para que se han instituído las encomiendas, sin embargo han percibido los tributos. No solamente obran contra la caridad cristiana, sino contra la justicia social.

Se sigue en segundo lugar, que si los encomenderos fuesen excesivamente negligentes y descuidados, y no se enmiendan ni reparan los daños, pueden y deben ser removidos de las encomiendas y sustituído por otros. Y para que a nadie le parezca esto demasiado duro, o como nuevo lo rechace por ser general la costumbre contraria, ahí está el ejemplar auténtico de la real cédula autenticada por público escribano, que yo mismo he leído, y que grave y severamente ordena cuanto va dicho de hacer la restitución y remover a los encomenderos negligentes, y manda que se guarde así perpetuamente. Añadiré una cosa en que advierto se repara poco, siendo muy importante, y es que en repartir las encomiendas más cuenta se debe tener de que el pretendiente sea de tal reputación, que se espere cumplirá con las obligaciones de su oficio, que todo el esplendor de sus hazañas pasadas. Y afirmo con todas mis fuerzas, y cualquiera que sea medianamente docto estará conmigo, que no tiene segura la conciencia el encomendero indigno, y mucho menes el príncipe que le da la encomienda. Y llamo indigno al que las personas de bien y prudentes no lo reputan idóneo para desempeñar bien ese cargo, a saber: el que por su vida licenciosa, por su avaricia inveterada, por descuido congénito, se ve que ha de destruir a los infelices indios, vejándolos, despojándolos y dándosele poco de todas las leyes divinas y humanas. Es digno de admiración que haciéndose pesquisa de la integridad de vida para nombrar un corregidor anual o trienal, para un perpetuo señor de indios en quien una leve falta ha de ser más nociva, apenas se tiene cuenta con las costumbres; solamente se atiende a sus méritos o a los de sus antepasados, como si se tratase de repartir dinero en recompensa, no un negocio de almas.

Preguntará alguno cuánta instrucción y qué cantidad de doctrina habrá de proporcionar el encomendero para satisfacer a su conciencia. Respondo brevemente y con verdad que en este tiempo están libres en gran parte de esa molestia y solicitud, porque los obispos han tomado sobre sí, y no sin razón, el cuidado de señalar y enviar los sacerdotes doctrineros, y les basta pagar fielmente el estipendio señalado en los sínodos. Y si advirtiese que son los doctrineros remisos y negligentes, malvados, deshonestos o avariciosos y rapares, o en una palabra, que la grey del Señor sufre grave detrimento por la incuria y malicia de los pastores, por la fe que debe a sus indios conviene que lo denuncie al obispo, y cuanto esté de su parte procure con todo empeño que sus indios estén bien proveídos485. Habiendo hecho esto con diligencia, si no consigue nada, habrá cumplido en esta parte con su fe y no se le pedirá cuenta de la sangre derramada486, pues los obispos serán los que darán cuenta al príncipe de los pastores487 cuando venga a juzgar.

Y cuántos sacerdotes habrá que sustentar en cada pueblo de indios, brevemente sea dicho, los que sean necesarios para instruir en la fe, administrar los sacramentos y demás funciones eclesiásticas. Los concilios provinciales han determinado en sus cánones tratando de las parroquias, para qué número de indios puede bastar un sacerdote488. Siga el encomendero el juicio de su obispo, si no se pueden observar los decretos sinodales en todas sus partes. Mas la parte de estipendio que había de dar al doctrinero, si por casualidad está ausente, va sea por negligencia del encomendero, ya por penuria de sacerdotes o desidia del obispo, es lo mismo, tiene que restituirla entera a los indios, y no puede destinar esa cantidad a otros usos a juicio de cualquiera, o por cualquier pretexto emplearla en otra cosa. Es vana la duda de algunos; porque, además, de las reales cédulas que expresamente lo prohiben, está la razón manifiesta que ese dinero lo dan los indios con la condición expresa que sea para sustentar los ministros de la Iglesia que necesitan; si éstos faltan, cualquiera que sea la causa, debe volver ese estipendio por entero a los que lo han dado. De la misma: manera que quien encarga a otro un negocio adelantándole dinero, si el otro no cuida del negocio, con culpa o sin culpa, con razón le exigirá que le vuelva su dinero, y no consentirá que contra su voluntad se destine a otros usos. Todo esto es cierto y admitido por todos.

No es tan claro, si el encomendero, que por su negligencia y culpa inexcusable ha tenido sin sacerdote ni doctrina a sus indios, está obligado a restituir todos los tributos percibidos en ese tiempo, o si basta que restituya lo que había de haber dado al párroco. Preferiría en esta materia oír a otros que dan mi parecer. Mas me inclino a creer que no está obligado a restituir todos los tributos: porque, aunque la doctrina de los indios es la causa principal de percibirlos, no es la única, como arriba está declarado489, sino que tienen, además, los encomenderos otras cargas de pública utilidad, en virtud de las cuales pueden gozar de una parte de los tributos. Y si alguno replica diciendo que cuánto y hasta dónde tienen que restituir, responderé, que no hay nada más cierto que atenerse a lo que los visitadores y jueces de la tierra determinen, y como no suelen éstos urgir la restitución, sino por la falta de doctrina y perjuicios inferidos a los indios, y con esto se contentan las personas doctas y temerosas de Dios, no hay para qué obligar a restituir más en cosa no del todo averiguada.

Y si los pueblos de indios son tan numerosos, como sucede en la mayor parte de las provincias de arriba, que manifiestamente no basta un solo sacerdote para la atención y doctrina de tanta muchedumbre, y avisado el obispo no envía más, o porque no tiene a mano, o porque tal vez disimula, de modo que no sea culpa del encomendero, se pregunta con razón si tiene que restituir lo que le habría de haber dado al otro doctrinero si hubiese asistido. El caso es vario. Pero cuando, según la costumbre admitida y los decretos sinodales en uso, se han de tener varios sacerdotes, no dudo que tiene obligación de restituir el encomendero, lo que corresponda al estipendio de dos o más sacerdotes, ya sea que hayan faltado por culpa de él, ya sea de otra manera, porque este es el tenor de la capitulación. Mas donde no urge la costumbre, ni el decreto sinodal, ni el mandamiento del obispo, aunque la muchedumbre de los indios requiera varios ministros, puede seguir el parecer del obispo, si dijere que uno basta. Finalmente, hasta que el obispo determine que son necesarios varios sacerdotes, puede aquietarse con el único que le han dado, porque, como arriba he notado, el cuidado principal toca a los obispos, los cuales, bien instruídos de las cosas de los indios, han librado a los encomenderos, de la antigua carga de buscar ministros idóneos. Y baste haber tocado estos puntos sobre el cuidado principal de los encomenderos, que es el servicio espiritual de los indios ya cristianos.




ArribaAbajoCapítulo XIII

Qué es lícito a los encomenderos con los indios no bautizados


Antes de pasar a los oficios políticos de los encomenderos, es preciso dilucidar la cuestión de los indios infieles, que tal vez están mezclados con los neófitos en la misma encomienda, y de los que hay tanta abundancia en algunas provincias, que se han llegado a bautizar en un año o poco más diecisiete mil en una sola mayores de edad, y en otras, como en Santa Cruz [de la Sierra] todos o la mayor parte de los indios encomendados son idólatras todavía. Me parece cuestión importante si los cristianos pueden exigirles tributo, puesto que todavía no están sujetos a la Iglesia, de cuyo mandato se deriva, como dijimos, todo el derecho que tienen los nuestros para los bárbaros. Además, que ¿con qué título pueden percibir justamente tributo, no comunicándoles los sacramentos ni otros bienes espirituales? Por lo demás, la costumbre no distingue entre indios fieles o infieles en razón de cobrar los tributos; a todos los mire por el mismo rasero. Si, pues, es lícito este proceder, en otro tiempo lo dudé y aun lo condené; mas ahora, pensándolo mejor, no me persuado de que sea tan injusto. Porque también éstos son súbditos del rey, después que esta tierra vino a su poder, y para ellos no menos que para los demás da leyes y extiende su jurisdicción, y, por tanto, como en otro tiempo los cristianos pagaban tributo. a los paganos cuando éstos tenían el poder, así ahora no es injusto que los paganos lo paguen a los cristianos, pues no tratamos ahora del derecho de posesión de las Indias, sino que damos por demostrado que el imperio corresponde de derecho al que lo posee. Añádese a esto que los indios infieles no rechazan el bautismo, antes lo desean y lo piden, y la mayor parte se cuentan en el número de los catecúmenos o por vicio de ellos o por negligencia de los nuestros. Si, pues, participan con los demás en la enseñanza del catecismo, justo es que contribuyan como todos a sustentar al doctrinero, porque es precepto del apóstol: «El que es enseñado en la palabra comunique en todos los bienes al que lo instruye»490.

No sería tolerable que los no cristianos mandasen a los cristianos y los infieles a los fieles, pues formando todos un mismo pueblo y comunidad, no podría ser sino ruinosa semejante condición y diferencia. Por tanto, además de que es cuidado del príncipe regirlos y defenderlos lo mismo que a los demás; es oficio propio y peculiar de los encomenderos y párrocos tratar seriamente de su salvación, llamarlos con diligencia a la gracia del evangelio, instruirlos en la fe, corregirlos en las costumbres, a los que lo desean y son dignos admitirlos gustosos al seno de la Iglesia, si se encuentran en grave peligro socorrerlos con el agua del bautismo, como enseñan los decretos de los santos Padres491; finalmente, no omitir nada que ayude a ganarlos para Cristo, todo lo cual deben persuadirse que no es sólo obra de caridad, sino obligación que les impone su oficio. De lo cual estaba tan convencido Gregorio, que escribe así a Jenaro obispo492: «Que los rústicos que tiene vuestra Iglesia permanezcan todavía en la infidelidad es culpa, hermano, de vuestra desidia. Y ¿para qué os voy a amonestar que traigáis a Dios los extraños, cuando no corregís a los vuestros de la infidelidad? Es, pues, necesario que estéis en todo vigilante para su conversión, y si encontrare en la jurisdicción de algún obispo de Cerdeña, un rústico pagano, lo castigaré severamente en el obispo»493. «Mas si se hallase algún rústico de tanta perfidia y obstinación que no consienta en modo alguno en venir a Dios, hay que gravarlo con tales cargas que la misma gravedad de la pena le fuerce a venir aprisa el camino recto.» La cual autoridad de tan gran padre nos enseña la diligencia que hemos de poner en la conversión de los infieles, y el modo que hemos de usar si se muestran algo duros y reacios, más por rusticidad de ingenio que por maldad de la voluntad, como acontece en la mayor parte de los bárbaros que apenas siguen el dictado de la razón, sino proceden impulsados por el ímpetu o la costumbre; a éstos, pues, con una severidad saludable hay que hacerles fuerza para entrar. Y juzga este Padre que hay que gravarlos con cargas y pensiones, que imponga la autoridad con justicia, porque si fuesen injustas no pensaría en aumentarlas. Tomen, pues, esto como dicho así los sacerdotes.

Los encomenderos oigan lo que el mismo pontífice escribe a los nobles de Cerdeña494: «He sabido que la mayor parte de vosotros tenéis en vuestras posesiones rústicos entregados a la idolatría, lo cual me ha contristado vehementemente.» Y poco después: «Por tanto, os exhorto, nobles hijos, a que con todo cuidado, con toda solicitud, miréis por vuestras almas y consideréis la cuenta que habéis de dar a Dios omnipotente de vuestros súbditos; porque para esto os han sido encomendados, para que ellos os sirvan en vuestra utilidad terrena y vosotros procuréis para sus almas las cosas eternas. Si, pues, ellos cumplen con vosotros lo que deben, ¿por qué vosotros no hacéis también con ellos vuestro deber?; es, a saber, que los amonestéis continuamente, que los apartéis del error de la idolatría, a fin de que atraídos a la fe consigáis hacer a Dios placable para con ellos»495. Hasta aquí es de Gregorio; en cuyas palabras pueden bien aprender los encomenderos, qué les es lícito recibir y qué deben a su vez otorgar a. los infieles confiados a su cuidado

Advirtamos de paso que, aunque no es lícito obligar por la fuerza a los vasallos indios al bautismo y cristiana profesión, sí es permitido y conviene apartarlos del culto de los ídolos aun contra su voluntad y, por tanto, destruir sus ídolos y templos496, extirpar las supersticiones diabólicas, que no solamente impiden la gracia del evangelio, sino vician la misma ley natural, a cuya observancia sí pueden, sin duda alguna, compeler a los súbditos infieles, como abundantemente lo declaran las leyes de Constantino, Valentiniano, Teodosio y demás príncipes cristianos497, que colmaron de elogios los santos Padres; y no solamente las alabaron, sino que fueron sus impulsores y autores. Y a la verdad, aunque a los indios infieles se les presten menos servicios, sin embargo, no se mira bastante por su salvación si se les exige menos tributo que a los cristianos, y por esta causa se retraen de recibir el bautismo, por ver que después tendrán que pagar tributos mayores, que, al contrario, deberían disminuirse, como quiere Gregorio, a fin de que la ley de Cristo se les haga carga ligera y se sometan con más gusto a su yugo suave.




ArribaAbajoCapítulo XIV

De la providencia temporal de los encomenderos con los indios


Al darles la encomienda se les encarga, también a los señores que no solamente cuiden de los pueblos que les han sido confiado, en lo que toca a la fe y salvación eterna, sino que les asistan además benignamente en las necesidades de la vida, cuando quiera necesiten de su patrocinio, acordándose que han sido dados a los neófitos en lugar de padres. Deben, pues, mirar por su bien temporal y policía y defenderlos eficazmente de las injurias de los hombres o del tiempo. Como los nobles en España deben a sus vasallos defensa y protección, y por ese título cobran sus rentas, así en estas partes los encomenderos están obligados a tener en todas ocasiones un cuidado especial de los indios a ellos confiados, o si algo más pueden hacer, como el padre de familia mira por su casa y los suyos.

Piensen, pues, que a ellos se les dice de sus vasallos: «Aprended a hacer bien, buscad juicio, restituid al agraviado, oíd en derecho al huérfano, amparad a la viuda»498; representen el papel de Abdías en dar de comer a los hambrientos y librar a los inocentes del peligro499, o imiten la espléndida liberalidad del santo Job en distribuir los bienes copiosos que Dios le había dado, el cual, recordando aquellos sus tiempos de abundancia, dice: «Si estorbé el contento de los pobres e hice desfallecer los ojos de la viuda; si comí mi bocado solo, y no comió de él el huérfano; si he visto que pareciera alguno sin vestido, y al menesteroso sin cobertura»500. Si los encomenderos tratasen a sus indios con esta lealtad y beneficencia, cumplirían con lo que dice su nombre y con su oficio, y sería esta institución no sólo de palabra, sino de hecho, sumamente acomodada para la conservación y aumento de las nuevas plantas del evangelio.




ArribaAbajoCapítulo XV

Con cuánta circunspección se han de dar las leyes que sean onerosas para la fortuna de los indios


Hemos enumerado, según creo, todas las obligaciones de los encomenderos y las partes y causas de su oficio en atención a las cuales los príncipes establecieron la república de los indios sobre esa institución con las leyes que hemos visto. En otras partes del globo, en la India oriental sobre todo, no ignoro que es otro el modo de instituir a los neófitos; y no disputo si este nuestro es muy inferior y menos a propósito para la salvación, que es lo que pretendemos. Es posible que hubiese otra manera de república más cómoda y mucho más gustosa para conseguir el conocimiento de Jesucristo en las gentes bárbaras nuevamente descubiertas. Si bien, como he dicho arriba, los inconvenientes que han sufrido nuestros indios más hay que atribuirlos a la malicia de los hombres que al orden de gobierno establecido; pues por muy recta y sabiamente que esté instituída una república, por justas que sean las leyes que la rigen, muy bien puede viciarla la osadía de los malvados, no habiendo cosa tan santa que no pueda convertirla en mal la perversidad humana dejada a sí misma.

Vean otros qué forma de república prefieren; que nosotros, dejando eso a un lado, tratamos del estado presente y de lo que nos es conocido, añadiendo a lo dicho arriba que las causas aducidas de las encomiendas de los indios deben ser perfectamente conocidas por todos los jueces a quienes tocan, los del foro interno y los del foro externo, con cuya plena y perfecta noticia podrán los visitadores y magistrados determinar qué cantidad de tributos ha de satisfacer cada nación de indios a sus encomenderos. Y para hacer esto sin vicio ni error habrán primero de averiguar cuánto y de qué especie sean las cosas que con toda comodidad pueden prestar los indios, y después qué parte de todo ello deben asignar a los encomenderos, habida cuenta de la carga que se les impone y oficio que han de desempeñar, y esto con toda prudencia y equidad, para que la indulgencia con unos no resulte, como dice el apóstol, tribulación para otros501. La posibilidad de los indios y el trabajo y obligaciones de los encomenderos, he aquí a lo que debe atender el sabio moderador de la república para tasar y señalar los tributos. Esta cuenta con las facultades o bienes y la gobernación para imponer los tributos, y para aumentarlos o disminuírlos también la da Aristóteles502, por muy recomendada, para conservar incólume la república. Si pasa de la cuenta el pueblo (o la dificultad de gobernarlo, como se puede interpretar), auméntense los tributos en proporción del crecimiento, y si no llega a la cuenta, disminúyase la tasa de ellos. Lo cual sabemos que lo han tenido presente varios de nuestros gobernadores.

Dar todavía un paso más y determinar cuánto hay que exigir por cabeza, y si deben tributar los indios todos igual o en proporción a su fortuna, de suerte que el más rico pague mas, y cuánto más, pasa los límites de nuestro discurso y es preferible dejarlo todo a la prudencia y discreción del legislador. Séanos bastante haber declarado cuál es la causa justa de poder exigir tributos, y a qué normas generales hay que atenerse en tasarlos. Solamente quiero amonestar que este oficio de tasar los tributos es tan grave, que si no se trata primero y consulta mucho con personas prudentes y entendidas y, lo que más importa, ajenas de toda codicia, y después de tratado se hace público antes de sancionarlo, será sumamente temerario decretar nada o establecer por ley tasa ninguna. Porque si en las querellas corrientes sobre una hacienda o una casa o un legado suelen los hombres no contentarse con los jueces ordinarios y acudir a las reales audiencias, apelando al juicio de los magistrados más doctos,¿cuánto más grave y de mayor trascendencia no es el censo y tributos de toda una nación, donde la menor ignorancia de la ley y el derecho puede acarrear daño sempiterno a innumerables almas? Por lo cual, severa y santamente, los romanos Pontífices han contado siempre entre los casos gravísimos reservados a ellos el pecado de los señores cristianos que cargan a sus súbditos con nuevos tributos, o los hacen exhorbitantes503. Lo cual sólo vale, por muchas palabras, para declarar la importancia del asunto, y nunca será leve ni digno de perdón el error del virrey o presidente que, movido por parcialidad o por negligencia en asesorarse, o por nimia confianza en su propio juicio, yerre en negocio tan grave.




ArribaAbajoCapítulo XVI

Cómo se ha de haber el sacerdote en la confesión de los encomenderos


De las leyes de los príncipes y sentencias de los magistrados no toca juzgar a los demás, a quienes, por el contrario, se manda que no juzguen contra los jueces504 y obedezcan al rey como superior, y a los gobernadores que él manda505. Ciertamente Cristo no reprendió que se pagase el tributo a César506 o el didracma a los sacerdotes507, que este último lo pagó, y el primero mandó pagarlo.508 Y su apóstol no mandó hacer examen de los tributos y pechos, sino pagarlo íntegros. Cuando no es, por tanto, manifiesta la injusticia del tributo tasado, puede el que manda exigirlo con segura conciencia, y el súbdito no puede sustraerlo sin escrúpulo.

Los sacerdotes, cuando tratan en sus sermones la materia de los encomenderos u oyen sus confesiones, no deben erigirse en censores exagerados, no sea que perturben la paz inútilmente y lleven sin fruto la intranquilidad a los corazones; además, que no está bien que quieran destruir por su propia autoridad lo que por ley pública está establecido. Esto, como digo, cuando la ley no es manifiestamente injusta. En lo cual creo que algunos, guiados por celo que no es según ciencia, hacen lo que dice el proverbio, «que de sonarse recio sacan sangre»509. Tiene aquí lugar lo del sabio antiguo: «Nada demasiado.» Más bien deben los sacerdotes tratar a estos hombres, como Juan Bautista a los soldados, a los cuales cuando le preguntaban de su salvación, decía brevemente: «No hagáis extorsión a nadie, ni calumniéis y contentaos con vuestras pagas»510.

Hay que observar, sin embargo, algunas normas en tratar las conciencias de los encomenderos, en los cuales suelen ser más frecuentes las injusticias en esta materia. Lo primero, aunque en la tasa de los tributos autorizados por pública ley pueda aquietarse el encomendero a la autoridad del príncipe, a no ser que intervenga fraude manifiesto, o injuria o violencia; y no tiene el sacerdote por qué estar indeciso o tener solicitud, no tocándole a él semejante cuidado; conviene, sin embargo, que uno y otro tengan presente que, si el indio no puede pagar sino con grave daño suyo, no se le puede con segura conciencia exigir el tributo. Pongo por ejemplo que un año por los malos temporales no ha cogido el labrador sino escasos frutos o de mala calidad; o tal vez enfermo, o su choza fué pasto de las llamas, o unas pocas ovejas que tenía les dió sarna y murieron511.Si el encomendero, exige entonces sin ninguna remisión el pago del tributo o mete en el cepo al infeliz indio cuyo haber es insignificante y vive al día, o lo despacha azotándole malamente, no hay duda que se hace reo de grave injusticia. Porque aunque pidiendo prestado o a cambio pudiese pagar, nadie que tenga razón le obligaría a hacerlo con tan grave perjuicio suyo, diciendo severamente el profeta contra estos rígidos exactores: «Herís con el puño inicuamente y todos demandáis vuestras haciendas»512.

Además que, como está dicho arriba, no ha de pagar el indio el tributo sino de lo que tiene o puede tener cómodamente, después de reservar para sí y su familia lo necesario para el sustento. Y si eso falta sin su culpa, no se le debe molestar por ello ni acumular para años sucesivos el tributo presente, en lo cual hay algunos que piensan echarlas de generosos perdonando lo que no pueden cobrar; mas otro, con pugna inhumana y atroz, imponen a los indios un género de esclavitud, obligándoles a trabajar hasta tanto que, a su juicio hayan satisfecho. Los primeros no son dignos de admiración, pues lo hacen forzados por la necesidad, los segundos son dignos de toda reprobación, pues creen ser derecho suyo la ofensa de los demás. Y esto es lo que inculpa Gregorio Papa a Augusta, echándole en cara que las exacciones en Córcega fuesen tan duras que se viesen compelidos los insulares a vender sus propios hijos, para pagar los tributos513. Y el mismo Dios condena la maldad de Israel, porque vendieron por dinero al justo, y al pobre por un par de sandalias; abaten hasta el polvo las cabezas de los pobres, y esquivan encontrarse con los humildes514. Bien saben los que conocen las cosas de América que maldades semejantes las han hecho los nuestros por estas tierras con los indios. Todo esto es inicuo y no muy distante de la rapiña manifiesta. Pues cuando ve el encomendero a los indios agobiados por la carestía y falta de las subsistencias, o porque sobreviene una epidemia, o sucede un infortunio en sus pobres posesiones, debe socorrerles de su hacienda, no solamente por la obligación general de caridad, sino por la razón especial dé que le están encomendados. Y baste de esto con lo dicho.

El segundo documento es que no se consienta a los encomenderos que hagan con los indios los cambios y trueques prohibidos por la ley; porque es frecuento trocar plata por un vestido, por trigo ropas, por su chuño y demás raíces cualquier otra cosa, muchas veces su trabajo, todo lo cual la experiencia ha mostrado que está lleno de maldad y la ley lo ha prohibido. Porque aunque, según la apariencia, el cambio es entre cosas iguales, sin embargo, en realidad, los encomenderos toman para sí la mejor parte y la peor la dan al indio para su ruina. Vigile, pues, en esto el sacerdote de Dios. El tercero y muy del caso es que, en el exigir los tributos, y cumplir los trabajos y servicios que prestan los indios e deben impedir cuidadosamente los fraudes e imposturas de los que entre ellos son principales y mandan a los otros, a los que llamamos vulgarmente curacas o caciques. Porque por engaño y violencia de éstos se ven muchas veces los indios privados del fruto de sus sudores, y otras son forzados a pagar mucho más de lo que la ley y la razón consienten. Y es tanta la cortedad de los indios, y tan grande el temor de la plebe desvalida, que ni a chistar se atreven contra sus curaras, y prefieren morir antes que decir una palabra contra su mandamiento. Esta tiranía tan prepotente y antigua deberían reprimirla los encomenderos, librando al pobre de las garras del más fuerte; pero sucede muy al revés, porque encomenderos y curacas se entienden, unos hacen la vista gorda y otros aguantan pacientemente, y entre los dos ponen por obra lo de la fábula del lobo y la zorra. Y cuánto se extienda este mal lo saben bien los que han tocado, aunque sea muy por encima las cosas de Indias. Pues de dónde haya de venir el remedio no lo veo, por nacer el mal precisamente de donde había de venir la provisión; las leyes dicen, sí, que se remedie ese engaño y maldad, pero no vemos que se haya remediado nada. Comoquiera que sea investigue el médico espiritual si, como suele suceder, hay modo de realizar la cura, abra sin miedo la postema, corte y queme sin misericordia, que en las llagas profundas y mortales los medicamentos más severos son los más seguros. Y no sé si deberé aplicar a los jueces y a los sacerdotes lo que dice León Papa515, que las culpas de los inferiores más que a nadie hay que atribuirlas a los superiores, que dejan crecer sin límite el contagio, por no resolverse a aplicar sin compasión la medicina.




ArribaAbajoCapítulo XVII

Del servicio personal de los indios


Síguese que tratemos del servicio personal de los indios, bajo el cual se comprende toda la utilidad que puede reportar el encomendero del trabajo del indio. Asunto dificultoso y arduo, y necesario como el que más, que requiere nos detengamos un tanto.

Suponemos primeramente, y lo hemos demostrado en el libro II que los indios no están sujetos a esclavitud, sino son completamente libres y dueños de sí. Lo declaran así las leyes públicas, la costumbre constante y la razón cierta, que demuestra que los que ninguna injuria han hecho, no pueden ser tomados como esclavos por derecho de guerra. Y no tratamos de aquel linaje de sujeción, que Aristóteles con mucha propiedad llamó servidumbre natural516, y que Ambrosio dice que es, no introducido por la naturaleza, ni comprado por venta, sino fruto de la insipiencia517, aludiendo a la maldición que echó Noé sobre Cam, su hijo irreverente518, sino que tratamos de la esclavitud propiamente tal, civil y legítima, que por derecho de gentes somete los vencidos a los vencedores, como suelen los filósofos definir al siervo, que cuanto es, es de su señor. Los indios son, pues, verdaderamente libres en ese sentido, y, por consiguiente, es una iniquidad privarles del fruto natural de su trabajo y sudores. Pues ya sea que cultive el campo, o apaciente el ganado, o edifique la casa, o acarree pastos o leña, o transporte cargas, o lleve cartas como correo o chasqui, o sentado en la casa guarde la puerta, finalmente, cualquier trabajo que haga, en cualquier cosa que lo ocupe el encomendero, digno es el obrero de su salario519, y quien lo niega es condenado como reo de sangre520. Dice así el Espíritu Santo: «El que quita a alguno el pan ganado con su sudor, es como el que mata a su prójimo; hermanos son el que derrama la sangre y el que defrauda el jornal al jornalero»521. Y en la ley de Dios se dice expresamente: «No retendrás el jornal de tu jornalero hasta la mañana»522, y por Malaquías amenaza el Señor que será veloz testigo contra los que detienen el salario del jornalero523. Y no habla más quedo Santiago: «He aquí, dice, que el jornal que no pagásteis a los trabajadores que segaron vuestras mieses está clamando contra vosotros, y el clamor de ellos ha penetrado en los oídos del Señor de los ejércitos»524. Clamor verdaderamente terrible que por el salario defraudado está resonando en los oídos de Dios contra los poderosos y los ricos. Y si por cargar el asno ajeno o montar en un caballo hay que pagar en justicia el precio a su dueño, ¿cuánto más inicuo no será sujetar el cuerpo de un hombre libre a la carga y el trabajo, y no darle su justo precio? Nótese también con atención que la palabra divina no inculpa a los que rehusan totalmente pagar el salario, porque esto como demasiado enorme y raro lo pasa por alto, sino a los que lo retrasan, o lo disminuyen, o de cualquier manera defraudan el precio del sudor ajeno. Que nadie venga, pues, diciendo que da los alimentos rancios, o el vestido que lleva ya un año de uso, o la pequeñísima porción de tierra que quedó para ellos. Todo lo ve Dios, justo juez, que se ofrece como testigo veloz en favor del pobre525.

Se me preguntará qué tasa se estimará justa para que no quede lugar a escrúpulo. A lo que respondo que si la ley determina el precio, como sucede en la mayoría de los casos, no hay que buscar otro intérprete; cuanto se disminuya del precio legal es rapiña. Si falta la ley, la común estimación de los buenos y prudentes señalará los límites, o también el mutuo convenio del que alquila y del que toma con tal que no se mezcle fraude o violencia. En todo lo cual pecan mucho y gravemente los encomenderos y corregidores y aun los mismos párrocos, que en las varias ocasiones imponen trabajos a los indios y pocas o ninguna les pagan, los cuales no se excusan de culpa ni de obligación de satisfacer. Y no basta alegar la facilidad y prontitud con que los indios se prestan al trabajo, pues la timidez es la que los hace tan serviciales, y se muestran tan obsequiosos para mirar por sí, y para librarse del castigo no se atreven a reclamar el precio, todo lo cual es propio de su condición servil; que por lo demás, cuando pueden escabullirse de la vista y no temen los azotes, bien saben hurtar el cuerpo y escaparse del trabajo.

Queda, pues, bien de manifiesto que a toda obra y trabajo de indios hay que satisfacer su justo precio. Mas porque a veces la ley manda dar al encomendero cierto número de indios para este o aquel trabajo, como cuidar del ganado, cultivar el campo o hacer la sementera, lo cual antes era más usado y aun ahora se hace en algunos lugares, preguntan muchos si esta práctica es injusta, porque parece introducir el servicio personal que acabamos de condenar. Mas no es de suyo injusta cuando se toma en lugar de tributo; pues si se les lleva en cuenta y se les rebaja de la cantidad de plata o de ropa o de cualquier otra especie que habían de entregar, se considera como precio de su trabajo. Donde hay que huir de la maldad de que el reparto de estas cargas no pese por igual sobre los indios; antes a todos se reparta por sus veces y parcialidades, y de que, además, no se rebaje a cada uno de su tributo lo que sirvió, y que no lleve uno la ganancia del sudor de otro. Téngase en cuenta que por la vez y suerte de ir a servir, no falten en lo necesario a sí y a sus cosas. Todo lo cual es muy fácil dictaminarlo, mas llevarlo a cabo, o corregir lo no hecho o hecho mal, es bien difícil.

Está declarado que al hombre libre hay que dar el salario justo por su trabajo; mas dudan muchos, y con razón, si también el mismo trabajo debe ser libre, y en ninguna manera forzoso; porque mueve no poco en esta materia que si se hace fuerza al hombre libre, no es libre; y más que el que arrastra a otro a un trabajo forzado le hace no pequeña injuria, porque padecer fuerza es propio de esclavos. Mas por otra parte pesa mucho en contrario, que si se ha de condescender con la condición y voluntad de los bárbaros, nunca se hará obra ninguna, nunca se llevará a término nada, porque entregados al ocio se están mano sobre mano, y ni aun en lo que para ellos necesitan se mueven a trabajar, y algunos si no es por la fuerza o el miedo no harán nunca nada. No tratamos ahora de la fuerza que se les haya de hacer para su beneficio e interés, como cuando se les manda edificar el pueblo o sus casas, o levantar las iglesias, o cultivar los campos, y las demás cosas de utilidad pública o particular; porque entonces es cosa clara, puesto que aun a los nobles y bien nacidos se les obliga a ello, cuando así lo exige la necesidad de la guerra o de la paz, y cuando el magistrado intima estos trabajos o los urge, nadie duda que cumple con su deber. Mas como esta república de Indias está compuesta en parte de hombres europeos, y en parte de indios, y habiendo muchas cosas que no las quieren hacer aquí los españoles, ya por ser trabajosas, ya porque las reputan de baja condición, y tanto más que aunque quisieran no podrían hacerlas todas, como, por ejemplo, cavar la tierra, sacar los escombros, hacer ladrillos, llevar las cargas, arrear los jumentos y los demás trabajos serviles que no pueden faltar, so pena de que desaparezca la república; si, pues, los indios no se prestan espontáneamente, a estos trabajos, ¿será lícito con violencia y miedo obligarles a que lo hagan? Este es el punto que se discute.

En lo cual hay algunos tan patrocinadores de los indios, que afirman seriamente que se les hace injuria grave si se les fuerza, y que los españoles o que se sirvan a sí propios, como en España, o si todos quieren ser nobles, los condenan a que no coman ni beban, como dice el apóstol, «que el que no trabaje, que no coma»; y a quien esto se le haga duro, dicen, que deje la tierra que ocupó por codicia, no por utilidad de ella, y se vuelva a la estrechez de su terruño en España. Opinión que, aunque en el dicho aparece liberal y honrada, de hecho es puro disparate y llena de dificultades. Porque aun concediendo que muchos de los españoles podrían ocuparse en estas obras serviles, pues ni su nacimiento ni la educación repugnan demasiado con ellas, y aun la esperanza de lucro podría tal vez excitarle el deseo: sin embargo,¿en qué proporción están estos pocos :hombres para la multitud de trabajos necesarios? Y ordenar que éstos no se hagan, o que los nuestros se vuelvan a su tierra, ¿quién no ve que sería apagar la luz de la fe y la religión en estas regiones? No es, pues, justo condenar el uso que tienen y guardan todas las ciudades de disputar para ellos indios en la cantidad necesaria, y hacerles fuerza si no quieren obedecer con tal que, como arriba queda dicho, se les dé salario conveniente, y se haga con el menor dispendio de la salud y hacienda de los indios, observando sus turnos o mitas con igualdad entre todos, para que, como dice el apóstol, «lo que aflojan unos, no redunde en molestia de los otros».

Si se guardan estas tres condiciones no veo que haya en este trabajo de los indios ninguna injusticia, ni motivo de agravio; y me lo persuade primeramente el común sentir de los hombres doctos y virtuosos, que desde el principio creyeron deber organizar así la república; después la costumbre antiquísima de los mismos indios, conservada por muchos siglos desde los orígenes de sus reyes Ingas; finalmente, el derecho natural que para la conservación de todo el cuerpo de la familia o la ciudad dispone que las partes necesarias vengan obligadas a colaborar, y no es justo mandar que el ojo pise la tierra, o el padre de familias guise la comida. Y, desde luego, la muchedumbre de los indios y españoles forman ya una sola república, no dos separadas; todos tienen un mismo rey y están sometidos a unas mismas leyes; un mismo tribunal los juzga a todos, y no hay un derecho para unos y otro para otros, sino para todos el mismo. Por tanto, los trabajos que los indios prestan a los nuestros, no los hacen para extraños, punto que tal vez a algunos ha extraviado, sino para sus conciudadanos, y, aunque la cabeza se pegue mal al hierro, conforme al profético vaticinio, sin embargo, ambos constituyen los pies de la estatua526; no hay, pues, que maravillarse si alguna vez el hierro oprime la cabeza; y lo que hay que desear es que la estatua no se haga añicos y se destruya. Finalmente, Aristóteles, el gran maestro de la cosa pública, en todo su primer libro de los Políticos esto sólo intenta, que en la república, conforme a la naturaleza, unos deben servir, los que son aptos para el trabajo, y otros mandar, los que sobresalen por la razón, con tal que unos y otros se ayuden, y uno preste sus ojos para ver y otro los pies para caminar.

Siendo esto verdad, síguese que no es ajeno de la justicia que los indios sirvan los tambos públicos por sus veces y orden establecido, que ellos llaman mitas, y estén obligados a suministrar a los caminantes las cosas necesarias por su precio, institución que tomaron los nuestros del antiguo régimen de los Ingas, como otras muchas cosas llenas de sabiduría. Ni se puede tampoco reprobar que los indios jornaleros que alquilan su trabajo se junten en ciertos días y lugares para ser destinados a las obras públicas, como rehacer puentes, arreglar caminos y cosas semejantes. Ni hay tampoco que vituperar que por causas especiales se apliquen algunos en ciertos lugares a los servicios domésticos, como en los hospitales y monasterios, o en las casas de hombres que ejercen oficios públicos o nobles, o suplan por su turno y veces a los enfermos o gravemente necesitados. Sin embargo, hay que cortar el abuso, pues es cosa inicua, de disminuir el salario a estos mitayos, que así los llaman, o de imponerles trabajos superiores a sus fuerzas, o retenerlos más tiempo del señalado, cosas que son todas injustas y nacidas más de la malicia de los hombres que de ningún derecho verdadero; y no han podido introducirse con buena fe, sino por una perversidad del tiempo o de los hombres.

Los servicios personales dichos han sido establecidos por pública autoridad. Si por autoridad privada es lícito obligar a los indios a trabajos necesarios más que dudarlo mucho no lo hacen dudar con su conducta. Se encuentra un español, por usar un ejemplo, en medio de un camino falto de comida, sin pienso para su bestia, o tal vez con necesidad de un jumento que le lleve su pobre carga; le ruega al indio que le socorra, le explica su necesidad, le ofrece el precio, mas el indio no se conmueve ni con las súplicas ni con el dinero, y se le da un ardite que el español siga su camino o se muera de hambre. A este punto se acaban las razones, porque el español monta en cólera, coge al indio por los cabellos y lo da dos coces; al punto el indio le suministra todo lo que necesita en abundancia, hasta el punto que dicen los nuestros estar persuadidos los indios por Zupay, que es el diablo, de que no den nada a los cristianos de su voluntad, sino sólo cediendo a la fuerza de injurias o violencia. Y aunque ésta es una fábula bien tramada para declarar la licencia militar, la verdad es que no dista mucho de la realidad. Porque los hechiceros que aún hoy oyen las confesiones de los bárbaros conforme a su antigua superstición, cuentan que imponen gravísimas penitencias a los que confiesan haber servido en algo a los cristianos. Y no es maravilla que llegue hasta aquí el odio del antiguo enemigo contra los cristianos, y de que lo haya traspasado a los suyos de cuantas maneras ha podido.

Pero volvamos al asunto. Cuando suceden estas dificultades, lo cual es muy frecuente, qué es lo que ha de hacer el varón temeroso de Dios lo diré como lo siento. Primeramente convéngase si puede con el indio, esto es lo mejor; si no puede, acuda al magistrado, si no le es demasiado molesto, para que obligue al indio por pública autoridad. Si éste falta, como sucede a menudo, y urge la necesidad, no se puede dar otro precepto más breve ni llano que guardar las leyes del caso de extrema necesidad, buscar lo preciso con el menor perjuicio del prójimo; alguna fuerza y violencia conveniente, e infundirles temor como a niños que no hacen caso de lo que es justo y necesario no está mal, aunque muchas veces, ¡cuánto se traspasan los límites de la equidad y justicia! ¿A qué vienen los azotes si bastan las palabras? ¿Por qué las heridas, si el miedo es suficiente para hacer entrar en razón?

Dudan también mucho si es un crimen obligar a los indios a llevar cargas porque en aquellos primeros tiempos en que los españoles andaban por estas tierras se dice, y es verdad, que se produjo gran mortandad en los indios por este género de trabajo tan duro; por lo cual antes muchas veces, y ahora últimamente, se ha dado ley prohibiendo que los indios hagan viajes cargados. Sin embargo, la costumbre general está en contrario, y la increíble incomodidad y escasez de estas tierras la reclama como por derecho. A la verdad, cargar a los indios y que caminen así no es de suyo injusto ni pernicioso, puesto que desde los tiempos más remotos lo han hecho, y era uso corriente en tiempo de los Ingas, y aun hoy día se cargan ellos con su propio hato, que muchas veces no tiene menor peso que el que les imponemos nosotros. Ni tiene esto más de maravilla o violencia que ver los mozos en Europa llevar por su precio cargas muy grandes adonde se les diga. Si, pues, la carga es moderada y el camino no muy largo y el precio justo, nada hay en sí de malicia. Mas si conviene a la república prohibirlo o permitirlo, no me toca a mí determinarlo. Y la obligación que puede imponer una ley que tiene en contra de sí la costumbre, no es punto de especial dificultad, sino caso idéntico a otros muchos. Ciertamente, corno hay que culpar y abominar la crueldad de algunos en la tierra que abusan inicuamente de las espaldas de los indios, así hay también que condenar el escrúpulo excesivamente delicado de algunos de ahora, que no consideran que a lo que cada uno está acostumbrado no le es molesto, antes gustoso, y quieren medir a los demás por su sentir y costumbre. Un día entero de los calurosos de estío se estará el campesino sudando en la siega, o detrás del arado, que si se le mandase estar un cuarto de hora de rodillas se creería morir. Cada uno tiene gusto en su trabajo. Quede, pues, en conclusión que los indios, acostumbrados a llevar cargas entre nosotros, si no se les urge demasiado, no padecen ninguna injuria ni molestia, con tal que quede firme lo que se refiere al peso, al trabajo y al salario.




ArribaAbajoCapítulo XVIII

Del laboreo de los metales


Duro parece el mandamiento que obliga a los indios a trabajar en las minas, trabajo tenido de los antiguos por tan duro y afrentoso que como ahora castigan a los facinerosos a servir en galeras, así ellos condenaban a trabajar los metales, y era considerado como el castigo inmediato a la pena capital. Forzar, pues, a hombres libres y que ningún mal han hecho a estos trabajos parece inhumano e inicuo. Además, está averiguado que muchos en ese trabajo mueren o consumidos por la fatiga o en los varios accidentes. Horror da referir cuál es el aspecto de los socavones de las minas en las entrañas de la tierra, qué sima y profundidad, que parecen la boca del infierno; y no sin razón los poetas antiguos fingieron que las riquezas estaban escondidas en los senos de Plutón. El Crisóstomo refiere elocuentemente y con asombro los trabajos de los hombres de su tiempo en extraer los metales527; pero todo aquello es sombra y humo en comparación de lo que vemos ahora: noche perpetua y horrenda, aire espeso y subterráneo, la bajada difícil y prolija, lucha durísima con la peña viva, pararse es peligroso, si se escurre el pie es asunto terminado, el acarreo sobre los hombres molestísimo, la subida por rampas oblicuas y de mala consistencia, y otras cosas que sólo el pensarlas da espanto: sobre esto, como las venas de plata están en lugares fragosos e inaccesibles, y en parajes inhabitables, para beneficiarlas han de venir desterrados de sus tierras, mudando de suelo y de aire, por lo que fácilmente enferman. ¿Pues qué cuando es en minas de azogue, cuyo aliento cuando se aspiran sus vapores produce luego la muerte? ¿Qué de las pesquerías de perlas? Estando en un pueblo llamado Río de la Hacha, pude ver por mis ojos la dura servidumbre de los indios dedicados a pescar las conchas: a la mañana temprano los llevaban a unas lanchas, bajaban al fondo del mar, muchas veces a gran profundidad, donde estaban por espacio de media hora entera contenida la respiración como buzos, para buscar las conchas y ostiones con inmenso trabajo y grandísimo peligro; la comida siempre muy escasa; todo comercio con mujeres les está prohibido, para lo cual por las noches les ponen a todos guardia común; el género de vida es durísimo y completamente ajeno de hombres libres. Este trato de las perlas duró mucho tiempo, mas por fin ha sido suprimido y señalada pena conveniente, indagándolo y procurándolo una, dos y tres veces el Rey Católico, y los indios han sido declarados todos libres, y se ha ordenado que cesen en la pesquería de las perlas todos los que han sobrevivido a tan grande trabajo.

A semejantes peligros y fatigas, según opinión de muchos, se exponen los que trabajan en el laboreo de los metales, el cual es ofensivo a la libertad de los indios, que son obligados a servir al lucro ajeno con tanto daño propio, lejos de su patria y de sus hijos, y, además, les trae grave peligro, porque la molestia del trabajo, la mudanza de aires y los azares y accidentes los ponen en peligro de muerte. Mas, por otra parte, si se abandona el beneficio de las minas; si, como dice Job, «no saca la plata de sus venas, trastornando de raíz los montes»528, si no se recoje de los lavaderos de los ríos, si, en una palabra, se descuida el laboreo de los metales, se han acabado las Indias, perecieron la república y los indios. Porque los españoles eso es lo que buscan con tan larga navegación del océano, por los metales negocian los mercaderes, presiden los jueces y aun no pocas veces los sacerdotes predican el evangelio; el día que faltasen el oro y la plata, desaparecería todo el concurso y afluencia, y la muchedumbre de hombres civiles y de sacerdotes pronto se desvanecería. La isla Española y la de Cuba y San Juan [de Puerto Rico], que en otro tiempo estuvieron pobladísimas mientras hubo plata y oro, ahora están casi desiertas y salvajes, después que, por falta de indios, no se pueden trabajar los metales preciosos que allí abundan.

Cierto no se qué hacer, si quejarme de la calamidad de nuestros tiempos, que se haya enfriado tanto la caridad, y la fe casi no se encuentre en la tierra, según la palabra del Señor529, puesto que la salvación de tantos millares de almas no despiertan en nuestra alma la codicia y el celo, si no van con ella juntamente el oro y la plata; y si no hay ganancia el bien espiritual se tiene en poco; o, al contrario, admirar la bondad y la providencia de Dios, que se acomoda a la condición de los hombres, y para traer a gentes tan remotas al evangelio, proveyó tan copiosamente estas tierras de metales de oro y de plata, despertando con ellos nuestra codicia, a fin de que si la caridad no nos determinare, fuese al menos, cebo la codicia. Y como en otro tiempo la incredulidad de Israel fué la salvación de los gentiles530, así ahora la avaricia de los cristianos se convierta en la vocación de los indios al evangelio. ¿Qué pensar? Con tal que Cristo sea anunciado por pretexto o por verdad, «en esto me huelgo y me holgaré», dice el apóstol531. Porque también Dios se aprovecha de las ocasiones para hacer el bien. La primera difusión del evangelio fué con ocasión del temor y huída de los discípulos por causa de la persecución de Jerusalén, en la que casi no quedaron en la ciudad más que los apóstoles.532El pueblo de Israel, por haber merecido justamente la ira de Dios, fué esparcido entre los gentiles533, y a ello les llevó en gran parte la salvación; así que en el mismo hecho muestra Dios a su pueblo ira y a los extraños misericordia. Con razón apela Pablo al llegar aquí a la alteza de los tesoros de la sabiduría y ciencia de Dios534.

¿Quién, pues, no mirará con espanto y asombro los secretos de la sabiduría del Señor, que supo hacer que la plata y el oro, peste de los mortales, fuesen la salvación para los indios? Por tanto, lo que sin ofensa de Dios ni injuria de ellos pueda resolverse, a fin de que el laboreo de los metales no desaparezca o venga a menos, no debe en ninguna manera menospreciarlo el sabio y piadoso administrador de la república. Y porque todo el negocio del trabajo de los indios en las minas ha sido tratado grave y maduramente no ha mucho tiempo en una consulta de teólogos y jurisconsultos, y están haí las ordenaciones provinciales que determinan el orden y moderación que se ha de guardar en extraer los metales proveyendo a la salud y comodidad de los indios, no me parece bien reprobar el parecer de tan insignes varones, y mucho menos prescribir o reclamar leyes nuevas con que se mitigue la situación tan dura de los naturales. Solamente repetiré los principales capítulos que ciñan bien y determinen la expresada facultad.

No han de faltar primeramente a los que trabajan en las minas ministros para enseñanza espiritual; haya quien les diga misa, quien los instruya en los rudimentos de la fe, quien los confiese a la hora de la muerte y les administre los demás sacramentos necesarios. Después, para mirar por su salud, no sean llevados de climas y aires muy contrarios o de distancias muy remotas, ni se les oprima con trabajos inmoderados; además, para que vean que no se mira mal por sus haciendas, sino que se compensa con precio justo su trabajo tan duro, permítaseles que entretanto busquen su pequeño negocio e interés. Provéase también que no falten alimentos convenientes para los sanos y remedios y el alivio necesario para los enfermos; finalmente, que el trabajo se reparta cómodamente por sus veces y repartición, a fin que no se vean forzados a estar mucho tiempo ausentes de sus pueblos, y no caiga todo el peso sobre una provincia, mientras otra está siempre vacante. Si los nuestros observan como es razón estas condiciones de la ley, tal como han sido ideadas por varones doctos, nos parece que se deben tolerar, a fin de que no suceda que, acabándose el comercio, se abandone también el trabajo de la predicación del evangelio; pero si las descuidan y tratan a los indios como esclavos, vean ellos la cuenta que habrán de dar a Dios, que es padre de los pobres y juez de los huérfanos535.




ArribaAbajoCapítulo XIX

Cómo pueden los ministros seglares procurar la salvación de los indios


Porque hemos abarcado en este libro la administración civil y política de los indios, y hasta aquí hemos declarado, según nuestras fuerzas, los principios de ella y las obligaciones de magistrados y encomenderos, resta que digamos algunas cosas principales que ayudarán para ella. Nadie espere que propongamos una disertación sobre la mejor condición de la república y las leyes que se han de dar y las demás cosas que tocan al arte de gobernar, porque ni es de nuestra profesión, ni, aunque lo fuera, viene a cuento en este lugar. Solamente tocaremos lo que más de cerca hace al punto propuesto, que es la predicación del evangelio a los indios.

Lo primero y cabeza de lo demás es lo que dijo un insigne apreciador de las cosas de Indias, que primero hay que cuidar que los bárbaros aprendan a ser hombres y después a ser cristianos, principio que es tan capital que de él depende todo el negocio de la salvación o de la ruina cierta de las almas. Ya notó Aristóteles536que en las naciones bárbaras hay mucha crueldad, la cual dijo ser un vicio tan exuberante que convierte al hombre en fiera, y aunque atribuye tales hábitos al excesivo calor o frío de las regiones no sin motivo537, pero más frecuentemente y con más razón los achaca a la costumbre538. Y bien nos lo manifiesta la notable templanza y suavidad de este cielo de Indias. Atraer, pues, a estos hombres silvestres y ferinos a género de vida humana, y acomodarlos a trato civil y político, éste debe ser el primer cuidado del gobernante, pues será en vano enseñar lo divino y celestial a quien no cuida ni comprende lo humano.

Aprovecha mucho para este fin la conversación y comercio con nuestros hombres, y toda policía externa y la veneración y observancia para los principales, aprovechan las reuniones en ciertos días y lugares, y el castigar con penas y afrenta la negligencia, lo mismo que proponer premios y honra a lo bien hecho; y los que entre ellos son un poco más finos y elegantes constituirlos maestros y superintendentes, de los demás. Establézcase también orden en los pueblos y domicilios, y que no hagan sus chozas al azar y sin concierto como madrigueras de conejos, a fin de que su vida esté de manifiesto y no les sea permitido buscar las tinieblas, Hay que exterminar la habitación sucia y sin ninguna separación, donde duermen mezclados marido y mujer, el hijo y la hija, el hermano y el huésped, y hasta el perro y el cerdo, todos revueltos, que es causa de la falta de pudor y de reverencia al padre y de un desenfreno bestial que con desprecio del género y aun del sexo atenta sin ningún reparo a lo primero que encuentra. Cosas todas que ni se han de pretender en poco tiempo, ni hay que desesperar de conseguirlas, aunque pase mucho. Vemos que se ha conseguido ya no poco donde ha habido algún cuidado del que marcha, y si durare y fuere vigilante, no hay duda que llegará a mudar la condición de estos hombres. El maestro Francisco Javier él solo, sin tener ningún poder civil, transformó la isla del Moro de una ferocísima crueldad a una mansedumbre maravillosa, y en poco tiempo539.

Mas cuando por la costumbre inveterada han encallecido en el mal y no hay modo de traerlos a costumbres mejores, dejados aparte los mayores, amantes empedernidos de lo suyo y refractarios a lo extraño, hay que corregirlo con la cuidadosa institución de los menores, a saber, de la niñez y edad juvenil. En la cual deben poner todo su empeño y esfuerzo los gobernantes, si es que tienen alguna preocupación de las cosas de los indios. Los fundamentos que se pusieren en la juventud ténganse por norma y estructura del resto de la vida. Por lo cual es opinión de algunos, digna de tenerse en cuenta, que deben fundarse escuelas de rudimentos de la fe, con sus edificios propios, y andando el tiempo colegios, sobre todo de indios nobles, puestos en manos de españoles de vida íntegra y aprobada, donde apartados cuanto se pueda del trato de los suyos, aprendan nuestras costumbres y nuestra lengua, y puedan enseñarlas como conviene a los suyos. Opinión que, aunque tiene no pequeñas dificultades, sin embargo, por mal que suceda, no dejará de producir mayores y más apreciables ventajas.

Hay que dar gran importancia a desterrar de los pueblos de indios la desidia y el ocio, al cual son dados por naturaleza, y les embota toda suerte de sentimiento humano, además de que hace se entreguen a vicios torpes. Mas porque de esto es suficiente lo que arriba está dicho, sigamos a lo demás.




ArribaAbajoCapítulo XX

De la borrachera tan familiar a los indios


Entre todas las enfermedades de los indios, en cuya cura debe vigilar el gobernante cristiano, ninguna hay más extendida ni más perniciosa ni más difícil de sanar que la ebriedad. Los que conocen bien las cosas del Nuevo Mundo afirman que no se puede adelantar nada en la religión, ni en ninguna institución política, si no se extirpa de los indios este mal tan arraigado.

Es digno de admiración que en tantas naciones como se han hallado en el Nuevo Mundo, no teniendo ninguna conocimiento ni uso del vino, sea tan general el uso de la embriaguez, hasta el punto que es cosa de milagro no lleguen a despreciar y odiar la sobriedad, lo que se refiero del Tucumán, no sé si con verdad. Un solo vicio es la embriaguez, y, sin embargo, es increíble de qué manera tan varias y tan exquisitas se procura . Es notorio que de arroz se hacen los etíopes sus bebidas embriagantes, y los chinos de un jugo que exprimen y cuecen; nuestros indígenas de su maíz mascado sacan el mosto que después lo mezclan con agua y lo cuecen; otros usan maíz podrido, y de ahí sacan la que llaman sora, que es más potente que cualquier vino de uvas. Algunos hacen sus vinos de ciertos ramos cortados de los árboles, otros de zumos une exprimen de palmitos y es de gran eficacia para embriagar, el cual lo conocieron los antiguos, como escribe Crisóstomo540. Algunos esclavos de las islas mezclan el jugo de azúcar con ciertas hierbas, de donde sacan una bebida bravísima que ellos llaman guarapo. Mas ¿para qué referir todas las especies de embriaguez? La fuerza que la naturaleza escondió en sola la vid, las malas artes del hombre la han extendido a cosas innumerables, mas ni esto es nuevo ni exclusivo de nuestros bárbaros.

Escribe Plinio, autor grave541, que los pueblos de occidente hacían sus bebidas para embriagarse de granos húmedos, y esto en muchas maneras por la Galia y las Españas, variando los nombres, pero siendo uno mismo el modo; los españoles enseñaron a darles antigüedad, como son los vinos que se guardan mucho tiempo en las bodegas. Los egipcios también se inventaron bebidas semejantes, y en ninguna parte del mundo cesa la ebriedad. Hasta aquí Plinio; para que no nos enfurezcamos demasiado con los indios, porque suplen la falta de viñas con el maíz y de él se hacen sus vinos, puesto que cosas parecidas hicieron los antiguos, y hoy día hacen lo mismo los cántabros, sacando su sidra de manzanas y los belgas la cerveza de la cebada. Géneros todos de bebida que enseña Jerónimo se comprenden en hebreo en la palabra sidra542. Y siendo los indios muy parcos en comer y eso de manjares viles, y desconociendo casi por completo la voracidad, en punto de beber no hacen nunca fin ni conocen medida. Se me ocurre a mí como causa de tanta ansia de bebida la que Plinio insinúa en el mismo lugar, y es que la necesidad acompaña al vicio, y la costumbre de beber aumenta la necesidad, y es conocido el dicho de los embajadores escitas que los partos cuanto más beben tienen más sed, pues querer apagar la sed del vino bebiendo, es lo mismo que intentar apagar el fuego añadiéndole leña. La necesidad que da a la naturaleza el deseo es moderada, pero la inclinación viciosa y nociva nunca se sacia, como dijo bien Aristóteles de la codicia del oro. El Crisóstomo también amonestó543, que los que se dan a la embriaguez nunca se hartan, antes cuanto más beben tanto más les enciende la sed, y el uso del vino los inflama y consume. «Se encienden los ebrios con el vino», dice Isaías544, o como dice otra letra, «el vino les quema».

Pero no es sólo el deleite de la bebida el que buscan los ebrios, sino aquel otro mucho más agradable, que es su mayor mal, la perturbación y trastorno de la mente; aquella oscuridad del sentido y tinieblas que rodean el cerebro proclaman los bárbaros que es el mayor placer, y bien lo demuestran con las obras, porque usan muchas veces de bebidas muy ásperas de tomar, y aun a veces sin bebidas, sorbiendo jugo y polvos por las narices, en lo cual no puede haber placer, se emborrachan. Encontrándome en una isla en espera de navegación me contaron que los esclavos negros pican el tabaco, un género de hierba muy eficaz para mover el cerebro, y lo sorben en cantidad por las narices, excitando así una borrachera grave y prolongada y tenida en tanto precio entre ellos que apenas con amenazas y azotes se los puede apartar de ella. Mas la causa de tan ordinarias borracheras es el demonio, que con sus artes y malicia persuade a estos infelices indios que se estén días y noches seguidas bebiendo, y tengan esto como su mayor felicidad y como su principal culto y religión.

En este sentido habla el Sabio declarando las costumbres de los gentiles: «A un sinnúmero de males llaman paz, pues ya sacrificando a sus propios hijos, ya ofreciendo sacrificios entre tinieblas, o celebrando vigilias llenas de delirios, ni respetan las vidas ni la pureza de los matrimonios»545. Y lo demás que sigue. El que haya presenciado las borracheras de los indios, y los turnos de beber y cantar, y las noches llenas de alboroto, convendrá que no se pudieron significar mejor que llamándolas vigilias llenas de delirios. Los antiguos también, como refiere Filón546, tuvieron la superstición de honrar a sus dioses con gran licencia de beber, y les dedicaban con mucho vino himnos nocturnos y bailes impúdicos y furiosos, concurriendo juntamente griegos y bárbaros en gran certamen sobre quién llevaría la palma en la embriaguez. Así eran las fiestas de Peán y las orgías y demás ritos impúdicos con que daban culto a sus dioses; y de la misma manera los convidados a la cena de Baltasar547, juntamente bebían ebrios y entonaban himnos a sus dioses de oro y plata, bronce y hierro, de madera y piedra, como refiere la Escritura. Por tanto, el vicio de la embriaguez no es simple mal de un hombre, sino peste de toda la república, que con el número y la duración del tiempo, se ha arraigado cobrando grandes fuerzas.




ArribaAbajoCapítulo XXI

Males que se siguen de la embriaguez


Debería ser bastante para huir y detestar la embriaguez la autoridad del apóstol que la cuenta entre las obras que hacen que sus autores no posean el reino de Dios548, y enseña que hay que evitar como veneno la masa de los ebrios549. Mas porque la palabra ebrio no indica en la Escritura embriaguez completa, como lo notó Crisóstomo550, no es necesario tomar por crimen lo que leemos de José que se embriagó con sus hermanos551, o lo que dice Salomón: «El que hace bien será lleno de bienes, y el que embriaga será embriagado»552; palabras que, sin duda, hay que tomar en buen sentido. Porque cuando llega a verdadera ebriedad que perturbe la razón, no puede dudar el cristiano que es un crimen.

Bien mala es ya de suyo la embriaguez, que excluye del reino de Dios; pero son mucho peores los males que de ella nacen, por lo cual los santos padres la llaman fuente y origen de males innumerables553. De ella nos queda un discurso elegante de Basilio, al que sigue los pasos, como acostumbra, al parecer, Ambrosio en su libro de Elías y del ayuno. Para decirlo brevemente, de tres maneras hace daño la embriaguez: al cuerpo, a las costumbres y a la fe554. Aristóteles trata de las enfermedades y sus causas en los problemas555; Plinio en su Historia Natural556; nuestro Crisóstomo con áurea elocuencia en sus homilías al pueblo de Antioquía557. Dice así: «No son pocas, sino, muchas y graves, las enfermedades de alma y cuerpo que trae el uso inmoderado del vino: desata la guerra de las pasiones, introduce en la mente una tempestad de locos pensamientos, y vuelve las fuerzas corporales más flacas y muelles; no se deshace y diluye tanto la tierra azotada de aguas abundantes, cuanto se reblandece y debilita el vigor del cuerpo inundado por el vino.» Y Ambrosio dice: «Del vino nace el frenesí, el dolor de cálculo, las crudezas e indigestiones y otros muchos males»558. Y no lo calló el Sabio: « ¡Cuán poco vino, dice, es suficiente para el hombre instruído! Y así cuando duermes no te causará desasosiego, ni sentirás incomodidad. Insomnio, cólera y retortijones padecerá el hombre destemplado; sueño saludable gozará el morigerado»559.

Siendo esto así, me parece muy verosímil la opinión de muchos que atribuyen a la embriaguez las muchas muertes repentinas que hay en el Perú. Personas graves juzgan que la causa de que esta parte inferior de los Llanos próxima al mar, que en otros tiempos se dice estuvo pobladísima de indios esté ahora tan despoblada, es por el desenfreno en beber su sora o chicha, que creció después de la entrada de los españoles, y es prueba de ello que los de la Sierra, porque son más moderados y de temperamento más frío, antes vemos que se han aumentado en su gran muchedumbre. Es vergonzoso para los cristianos que un Inga, rey bárbaro e idólatra, refrenase a sus súbditos en las borracheras, y que los nuestros, que más bien habían de corregir las costumbres, hayan consentido que crezcan tanto. Paso por alto los tumultos diarios, las heridas y muertes que nacen de ellas, cosa que ha llegado a ser familiar a los indios y a los esclavos negros. Yo mismo vi a dos medio borrachos salir de la taberna y por causa de unos maravedís acometerse y con una misma espada matarse ambos, sacándola dos veces del cuerpo herido con la rabia de herir al otro, hasta que a un mismo tiempo cayeron los dos exánimes en tierra. No en vano dijo el Sabio: «¿Para quién será el ¡ay!?, ¿para qué padre las desdichas?, ¿para quién las rencillas?, ¿para quién las quejas?, ¿para quién las heridas en balde?, ¿para quién lo amoratado de los ojos? ¿No será, por ventura, para los dados al vino y los que hallan sus delicias en apurar las copas?»560. Añádase que la ebriedad, aun la ya pasada, hace estúpido el sentido del hombre, y embota la inteligencia y la embrutece, y produce el olvido de todas las cosas y, como dice Plinio, es la muerte de la memoria. ¿A qué decir el hedor del aliento, la fealdad del gesto, el balanceo en el andar, la temeridad en hablar disparates, la suciedad del cuerpo y la demás inmundicia y asquerosidad que hace que en breve el hombre parezca una bestia? Daños son estos que, aunque se encuentren en toda clase de embriaguez, en ninguna son más graves que en estas de los indios, por ser tan recias que el cuerpo, como odre o mas bien canal perenne, recibe sin cesar la bebida; daño tan grande de la salud y la vida humana, que aunque no hubiese mandamiento de Dios, solamente por el mal de la república debería todo legislador y magistrado combatirla y extirparla.

Si a los cuerpos los mata la embriaguez, ¿qué hace en las almas? No hay corruptela mayor de las costumbres. Oigamos a Basilio sobre esta materia: «La ebriedad, dice, es el demonio que voluntariamente se entra en nuestras almas; la ebriedad es madre de la malicia, enemiga de la virtud, vuelve cobarde al varón fuerte, hace lascivo al templado, desconoce la justicia, extingue la prudencia»561.. Y poco después: «¿Qué necesidad hay de enumerar toda la turba de males que trae consigo: la perversidad de las costumbres, la prontitud a la ira y a la queja, la pronta y repentina mudanza del ánimo, el mucho escándalo y tumulto, la facilidad para el engaño y el dolo, la prontitud para los movimientos de ira? Y la incontinencia de la voluntad, que toma su origen y fuerza en el vino, se precipita furiosa a toda suerte de impureza y lascivia; supera el horror del apetito de los brutos, pues ellos sienten y observan las leyes de la naturaleza, mas los ebrios no buscan sino el macho a la hembra y la hembra al macho.» Hasta aquí Basilio, que dice estas y otras muchas cosas no para amplificación del discurso, sino enseñado por la expediencia coutidiana.

Se halla este monstruo e infecta todo el orbe de la tierra; pero en ninguna parte tiene más poder que entre los bárbaros, a los que lleva a tal perturbación de todas las cosas, que las mayores obscenidades y los crímenes más nefandos, puestos por obra durante el furor de la embriaguez, son tenidos entre los indios en mucho honor. Cantan solemnemente, concurren sin ninguna diferencia de todas edades, sexo y parentesco; beben a porfía, cubas enteras se vacían de una vez; se arman bailes y danzas hasta que Baco los tumba por el suelo; todo es lícito contra cualquiera, según las leyes de la borrachera. Se ofende el pudor de referir lo que es afrenta de la naturaleza humana; no se respeta la doncella, no se tiene cuenta con la madre, no hay diferencia de cónyuges, se enciende el apetito aun con los varones y hombres con hombres obran la maldad. Plutarco cuenta de los persas562 que no llevaban a sus borracheras más que meretrices, nunca a las esposas, porque decían que la embriaguez no sabe de frenos. El mismo Lot563, único justo de toda Sodoma, vencido de la ebriedad, no se abstuvo de cometer incesto con sus hijas, ¿qué harán los bárbaros?¿Qué los que son como animales? Doy la razón a Pitaco, que decretó se impusiese doble castigo al que pecase en embriaguez564, porque aunque sé que Agustín no culpa el incesto de Lot, sino la embriaguez565, y Ambrosio se muestra más blando con los pecados de los ebrios566, sin embargo nadie repugnará a la opinión del Filósofo567, que niega que la ignorancia excuse del pecado, cuando se sabe que es causa del pecado y no se quita, y menos si se busca precisamente para pecar más libremente. Y son entre los indios estas bacanales, orgías, cibelinas o lupercales, que con todos estos nombres las llamaron los antiguos, no una vez al año, sino mensuales, o por mejor decir continuas. No hay mes que se pase sin esta fiesta; no se congrega una reunión, no se comienza una feria, no se casa la hija, no pare el ganado, no se cavan los campos; finalmente, no se celebran cultos religiosos sin que acompañe como buena guía la borrachera. Ella da honor a toda fiesta pública o privada, como argumento de magnificencia y religión. Mísera servidumbre la de estos infelices, que siendo ellos por su nacimiento poco diferentes de las bestias, con todo esfuerzo y diligencia procuran en hacerse peores que ellas.

Estas son las costumbres que engendra la ebriedad; mas por lo que toca a la fe, le cierra la puerta a cal y canto, y es entre los indios el enemigo más poderoso de la religión cristiana. Notablemente lo dijo Ambrosio568, cuando afirmó que la ebriedad era madre de la perfidia e impedimento de la fe, y lo enseñó claramente la palabra divina: «Se sentó, dice, el pueblo a comer y beber y se levantaron para jugar»569. Qué juegos entienda, nadie lo ignora; porque los santos padres y el mismo Pablo, explicando la adoración del becerro, dicen: «No os hagáis idólatras como algunos de ellos, de quienes está escrito se sentó el pueblo a comer y se levantaron a bailar»570. Cosa certísima es que la ebriedad y el sacrilegio andan casi siempre juntos. No pidió Baltasar los vasos sagrados y los profanó antes de que imperase en el banquete la embriaguez, y entonces surgió el certamen de alabar todos a porfía sus dioses571. Es verdad que el vino y las mujeres hacen apostatar aun a los sabios572. Con increíble astucia supo el demonio sazonar todo su culto en este Nuevo Mundo con la embriaguez, y al mismo tiempo toda embriaguez consiguió que fuera acompañada de algún culto suyo. Los mejores conocedores de cosas índicas dan por cierto que no hay ninguna borrachera un poco solemne y ninguna vigilia de las fijas y establecidas que no se manchen con algún género especial de superstición y sacrilegio; y se ha observado en los indios tanta maña e industria para este crimen, que apenas conservan ya nada de su antigua idolatría fuera de la ocasión de estas solemnes borracheras y danzas. A esto van enderezadas todas sus fiestas famosas llamadas taqui, en que mezclan por su orden los cantares con el vino. El mismo día grande de Viernes Santo, en que los cristianos veneramos la muerte del Salvador, por artificio de Satanás celebran también los indios ebrios sus juegos criminales idolátricos; y este tan grande escarnio de nuestra religión lo frecuentan ocultamente muchos indios bautizados, como personas dignas de fe lo aseguran. Muchas cosas de este jaez saben mejor los veteranos en la tierra. Por lo cual santísimamente decretó el Concilio provincial celebrado en esta ciudad que las borracheras, como fomentadoras de la idolatría, se impidiesen con suma diligencia y se arrancasen de raíz, y es opinión cierta de muchos que en vano es ensenar la religión cristiana a los indios mientras dure esta pestífera costumbre por la disimulación y tolerancia de los nuestros.




ArribaAbajoCapítulo XXII

De qué manera se puede retraer a los indios de la embriaguez


Aunque las personas piadosas y prudentes convienen en la necesidad de poner remedio a mal tan pernicioso, sin embargo, no es una la opinión de todos acerca del modo de remediarlo. Hay algunos que piensan que no hay otro medio que quitar por completo el uso de la chicha o sora, que es la bebida de los indios; y para eso proponen que se decreten penas gravísimas para los que la fabriquen, de cualquier fruta o semilla que la hagan, o para los que la beban; porque si a tan grande incendio no se quita toda materia de combustión, nunca jamás se apagará. Me parece esta opinión parecida a la de aquellos que no hace mucho tiempo trataron seriamente con el romano Pontífice, que por decreto general se arrancasen todas las viñas del orbe católico, excepto las que fueran necesarias para los usos sagrados, dando por razón que del uso inmoderado del vino se seguían innumerables males, y lo demostraban con muchos y grandes argumentos de las regiones septentrionales de Europa. Opinión que fácilmente fué desechada; porque, como sabiamente dijo el Crisóstomo, «no hay que poner freno al vino, sino a la violencia»573. Pues por la misma razón habían de quitar el dinero, para combatir la avaricia, y las telas preciosas, para combatir el fausto, y aun sepultar a las mujeres, para que los hombres no se exciten con su deseo; y habrían de arrancar los ojos y cortar la lengua, para que no se cometan tantos pecados. No hay nada tan santo ni tan bien ordenado por Dios que no pueda la malicia humana torcerlo a su daño y perdición.

Como el vino tomado con sobriedad y decencia aprovecha a la salud y fortalece y da alegría, y quien habla contra él hace injuria a la Providencia queriendo enmendar la plana a lo que Dios dispuso con sabiduría, así también la bebida de los indios tiene su utilidad, que no se ha de despreciar; y quitarla por completo sería oprimir a los indios con una carga intolerable. Porque nadie podrá negar que esa bebida (sidra podríamos llamarla) que hacen los indios de maíz o de cacao o de cualquier otra sustancia da robustez y es saludable y de buen sabor para los que están acostumbrados; y es de todo punto inhumano querer privar a ese linaje de hombre pobre y desvalido y que no tiene otro placer de este único alivio y recreación. No está, pues, la culpa en esa sidra, y lo que hay que procurar es que no dañe. Y primeramente, aunque no toda bebida es razón que se prohiba, sin embargo, con toda justicia y sabiduría ha prohibido el real edicto que no se fabriquen bebidas fortísimas que siempre son nocivas, como es la que en el Perú se llama sora; porque donde no se busca la bebida, sino la ebriedad, con razón se prohibe como viciosa. Quitada, pues, esa bebida, no me parece conveniente privar a los bárbaros de toda su alegría y gusto en el beber. Mas si lo que se les permite para su placer lo convierten en embriaguez, habrá que aplicar medicina más severa. Muy airado Agustín contra las borracheras de su tiempo en África, aconseja, sin embargo, a Aurelio, obispo, que se haya con suavidad y dulzura en corregirlas574: «En cuanto se me alcanza, dice, no se quitan esos vicios con aspereza y modos imperiosos; antes, al contrario, más bien enseñando que ordenando, amonestando antes que amenazando; pues así es necesario haberse con la muchedumbre de los pecadores, aunque con los pecados de unos pocos bien se puede practicar la severidad.» Con está dignidad convendría que el sacerdote del Señor tratase con hombres libres y bien acondicionados, y se apoyase más en la razón que en la ley, más en la doctrina que en la potestad. Y por eso los nobles lacedemonios, como refiere Plutarco575, daban como remedio de la ebriedad proponer a sus convidados el espectáculo asqueroso de hombres ebrios, para que aprendiesen a precaverse de lo que tanto abominaban en los otros.

Pero las borracheras de nuestros indios hay que combatirlas de manera muy distinta, pues son muy otras sus costumbres y su ingenio es por naturaleza servil. El siervo, como dijo el Sabio576, no se corregirá con palabras, porque entiende lo que les dices; pero tiene en poco obedecer. Así que bien está proponer ejemplos y no cesar en las amonestaciones sacerdotales y conminaciones; pero es úlcera vieja y hay que aplicarle remedios más fuertes. Es necesaria la intervención del poder civil, es necesario castigar seriamente a los borrachos, pues si no se habla con el rigor de la ley será predicar a sordos. Pero si hay que cortar la podredumbre y no se quita la materia y ocasión, ¿qué remedio?, objetará alguno. Oí decir a un varón muy ilustre y perfecto conocedor de las cosas de Indias, que a muchos les parecía asunto difícil y lleno de molestias cohibir a los bárbaros de la embriaguez, y a él le parecía, por el contrario, cosa muy fácil y agradable. Excitáronme sus palabras una gran curiosidad, y me añadió entonces un dictamen que no dejará de parecer bien a toda persona prudente. Vituperaba él a los que limitaban la facultad de beber a cierta medida, o ponían todo el negocio en prohibirlo dentro de las casas en privado; y opinaba que por mucho que bebiesen en particular encerrados en sus casas, o había que disimular, o si eran denunciados no había que tomarlo muy en serio; pero que las borracheras públicas, solemnes y famosas, esas había que perseguirlas, y hacerles guerra a muerte, lo cual era de todo punto necesario y no muy difícil. De ambas partes de su aserción daba buenas razones. Porque perseguir la bebida en privado, decía, es difícil, puesto que nadie puede vigilar los escondrijos de las casas, y las horas intempestivas y las mañas recónditas, y además es demasiada rigidez y severidad, y con razón se podrá temer lo del proverbio, que de tanto sonar saca sangre577; por lo cual Agustín, aunque muy enemigo de la embriaguez, juzgaba que había en parte que disimular: «Tolerémosla, dice, en el exceso y disolución doméstica y en los convites que fe tienen a puerta cerrada»578. Si estas cosas consentía a cristianos viejos en la fe, no haría menos con bárbaros que acaban de dejar las supersticiones paternas y tienen poca fuerza de razón para resistir a la costumbre. Porque aunque la ebriedad es en sí un mal, se reprende sobre todo por las consecuencias que trae consigo, las cuales, cuando se bebe en privado, no son tantas ni tan graves; la liviandad incestuosa, la perversión nefanda de sexos, las riñas y atrocidades, y lo que peor es, la criminal observancia idolátrica, a puerta cerrada apenas tiene lugar, por no haber casi nadie fuera de los cónyuges, mientras que en las borracheras públicas y solemnes abundan vergonzosamente; más aún: para mayor licencia de esos crímenes se han instituído esas fiestas y convites, en las que no sólo saben todos que todo es permitido, sino que les será tenido a honra cuanto más se atrevan a lo criminal y nefando. Quítense, pues, decía, estas borracheras públicas, ya por los innumerables y gravísimos daños que traen consigo, ya por el mal ejemplo y escándalo con que arruinan la república.

Y no es esto arduo y difícil, porque no podrán guardarse ocultas, manifestándolas la misma muchedumbre de los reunidos y los excesos de la embriaguez, y fácilmente podrán conocerse por ser a tiempos fijos. Y no se dice esto por hablar, sino que la misma experiencia se las enseñó. Nombraba aquel varón de entre los mismos indios jueces y guardias a quienes encargaba que toda la tarde vigilasen las reuniones de los indios, y si encontraban algunos entregados a la bebida se lo avisasen al punto, y si eran negligentes en indagar o disimulaban lo descubierto, amenazaba con castigar no a los borrachos, sino a los guardias que no vigilasen o no declarasen; y a los que eran convencidos de negligencia o malicia, la primera y segunda vez les imponía buenos castigos en público; a la tercera no había necesidad, pues a todos les entraba tal temor que de allí adelante eran en extremo cuidadosos en descubrir las borracheras. Y cuando por la industria de algún guardia se descubría alguna, volaba al punto al lugar, cogía presos a los que cogía en fresco y flagrante delito; la primera vez se contentaba con alguna pena ligera, la segunda y tercera aumentaba el castigo, azotando a alguno de los cabecillas, y llegando hasta trasquilarles el cabello, que es para los indios la mayor afrenta. Afirmaba que, siendo corregidor del Cuzco, ciudad que es cabeza de las demás y otra Roma para los indios, en breve consiguió de esa manera que no quedasen ni restos de embriaguez; más aún, que los otros indios de las provincias más remotas, instruídos por los principales del Cuzco, imitasen tan buenos ejemplos de templanza. Pero la negligencia y descuido de los sucesores destruyeron obra tan santa, y los indios volvieron a su antigua costumbre de beber.

La misma persona, estando yo en Chuquisaca, acometió por mi exhortación acabar con aquella pésima costumbre. A su vez me pidió a mí que tratase el punto en un sermón y mostrase y condenase su fealdad. Por medio del compañero que yo tenía, buen conocedor de la lengua índica, habiendo convocado a sermón a los indios mandó promulgar la ley que abolía las públicas borracheras, persuadiendo a todos su observancia; creó después los guardias observadores, a los que repartió las regiones o barrios de la ciudad, ordenándoles que al punto le diesen a él cuenta, si no querían ser azotados grave mente. Todo procedió bien; a la primera borrachera que se descubrió no fué menester repetir segunda vez el castigo. Mas todos estos esfuerzos, sí no hay unión de los magistrados y todos conspiran a ello, fácilmente quedan sin efecto. A la verdad, si todos los que gobiernan y a los que toca prosiguiesen este negocio con la perseverancia que es razón, en breve se podría hacer desaparecer esta peste.

Muchos dan por pretexto las dificultades, cuando más bien deberían acusarse y dolerse de su pereza y negligencia. Pereza digo, por no decir otra cosa; porque a sabiendas y de propósito se consiente tanto mal por no sé qué utilidades particulares. Unos, permitiendo anchamente las borracheras, se ganan el trabajo de los indios; otros, no sólo las permiten, sino que ellos mismos proporcionan la bebida; muchos tienen en sus casas fábricas de hacer chicha, y la cuecen públicamente, y dan comodidad en ellas de emborracharse; y no les da vergüenza de un lucro tan torpe e infame; y no venden la bebida común, sino la fortísima sora, pasando por la ley que la prohibe, y alargando voluntariamente la espada al frenético. Y esto hacen nuestros españoles con frecuencia, y procuran esta ganancia con perdición de tantas almas, y eso aun los más nobles y religiosos. ¿Qué esperanza puede quedar de la salvación de estos infelices, cuando les proporcionan el veneno los que habían de darle el remedio? Ojalá no escuchemos el gemido de Dios airado, que dice por su profeta: «Disteis de beber vino a los nazarenos, y a los profetas mandasteis diciendo: No profeticéis. Pues he aquí que yo os apretaré en vuestro lugar, como se aprieta el carro lleno de haces»579. Verdaderamente, Cristo es quien parece oprimido por el crimen e iniquidad de los suyos, porque pecando contra los hermanos, contra Cristo pecamos. No se atreve Pablo a comer carneo ni beber vino por el bien de los hermanos580 y nosotros aún fabricamos bebidas para matar las almas de los hermanos, por arañar de dondequiera el vil interés. Toda esta ignominia del pueblo cristiano hay que borrarla del modo que hemos dicho o con otras industrias provechosas, que han excogitado personas pías, y eso, por medio de loa ministros de la pública autoridad; y hay que poner todo esfuerzo y diligencia en que al menos las borracheras públicas y sacrílegas, por medio del temor, de las amenazas, de penas graves, de todos los modos, se destierren lejos. Porque es necesario persuadirse que nada, ni de religión ni de policía, puede penetrar en el ánimo de los indios si la ebriedad, fuente de todos los males, no desaparece.




ArribaAbajoCapítulo XXIII

De los corregidores de los indios


Para poner en ejecución las leyes un tanto severas, que son necesarias para la disciplina, de los indios, puesto que todo trabajo será inútil si no se castiga gravemente a los prevaricadores; y el castigo no es propio del sacerdote, como más abajo diremos; parece a muchos, y con razón, que sería muy útil dar a los indios corregidores y alcalde propios. Porque estando muy distantes de la corte y presencia de nuestros magistrados, y la mayoría de los pueblos sin propios corregidores a quienes teman y respeten, fácilmente quedarán los delitos ocultos o sin castigo, y crecerá con la impunidad la osadía de atreverse a todo. No pertenece eso al oficio sacerdotal, sobre todo si hay que castigar algún delito más grave, ni es seguro confiarlo a los encomenderos, pues para defender a los indios de su poder y sus injurias hay que recurrir muchas veces a la pública autoridad. Así que no me parece mal lo que no ha mucho se ha comenzado a hacer, que se señalen corregidores para las diversas provincias de indios con tal que estén adornados de piedad cristiana y moderación, y con razón se espere que favorecerán de todas maneras a la religión. Mas tales magistrados son tan pocos, que no se sabe qué será mejor: que los indios no tengan ninguno, o que sean cuales los vemos, de quienes parece dicho lo que refiere el profeta: «Porque he sabido vuestras muchas rebeliones y vuestros grandes pecados; que afligen al justo, y reciben cohecho, y a los pobres en la puerta hacen perder su causa»581.

Pero esto es culpa de los hombres, no del oficio. El cual es sumamente necesario, ante todo para la guarda de las leyes y corrección de las costumbres, cuando en las borracheras han cometido pecado de bestialidad, o el hermano ha sido ofendido por su hermano, o el mismo Dios es injuriado con sacrílega superstición; después, para que defiendan a los débiles contra los poderosos, repriman a los curacas y principalejos, no consientan las insolencias de los encomenderos ni permitan los trabajos excesivamente duros e injustos. Además, para acostumbrar a los indios al trato humano y régimen político, y espantar la hez de españoles perdidos que roban a los indios; finalmente, para que los servicios de pública utilidad, que deben prestar los indios no se descuiden. Y a los que desempeñan este oficio es justo darles remuneración, y no está mal que sea de los tributos de los indios; pero conviene averiguar si los que pagan a los encomenderos bastan también para esto, pues para ese fin los pagan, como dijimos, para que el rey los defienda como a súbditos y los gobierne en justicia. Vean, pues, los que quieren echar a los indios nuevos tributos para pagar a los corregidores, si los de los encomenderos se cobran con buena conciencia, porque alborotan harto, pero trabajan poco o nada por la administración civil de sus indios.

Antes de pasar de este punto de los magistrados de indios quiero advertirles que más que jueces deben mostrarse padres, y no han de usar con ellos la severidad que se acostumbra con los demás. Piensen que son más bien maestros de escuela con niños, que verdaderos jueces forenses. Y no traten de guardar en todas ocasiones las normas rígidas del derecho; antes dejado aparte todo estrépito judicial, tienen que resolver buenamente lo que sea justo, como lo ordenan saludablemente las reales cédulas, que quitan comúnmente las demandas por escrito y los rescriptos, y si hubiese que cobrar algún precio, prohiben recibirlo. Componer los litigios como un padre de familia y resolver por arbitraje es ordinariamente más seguro y conveniente si no es en el caso de algún crimen atroz, que es cosa rara, porque la mayor parte son bagatelas y pleitos de niños.

En los juicios tengo notado que desagrada mucho a personas graves se exija juramento a los indios, pues consta que perjuran con gran facilidad, como hombres que no conocen la fuerza del juramento ni sienten amor a la verdad, sino que dicen su testimonio a la manera que creen agradará más al juez o según les ha instruído el primero que han topado de su parcialidad. Obligan, pues, a estos infelices a que juren, les es a ellos dañoso por los infinitos y cuotidianos perjurios, y a la causa no aprovecha, puesto que no dan seguridad de verdad. Sienten, pues, muchos que conviene que en Concilio provincial se decrete que no se exija a los indios juramento, y que lo mismo se prohiba por la ley pública del Rey582. Porque si a los niños y los infames los excluye el derecho de dar testimonio o prestar juramento, por la debilidad de su juicio y sospecha de falsedad, ¿por qué no se ha de hacer lo mismo con los indios, cuya inconstancia, más que pueril, y su menosprecio de la verdad es patente? Lo cual, teniéndolo presente los inquisidores, decretaron, como en cierta ocasión me lo refirieron ellos mismos, que el testimonio de cualquier indio no lo tomaban por entero, y ni aunque fuese con juramento lo tenían por un testigo, sino que cuando denunciaban le daban sólo valor de indicio, como si fuese de un niño o un mentecato, que da sólo pie para investigar, pero no mueve a creer. Sabiamente decretado y con gran equidad. Y si muchas controversias pareciere, según el testimonio del apóstol583, que sin juramento no se pueden decidir, responderé que los pleitos ordinarios que traen los indios entre sí hay que resolverlos, según antes hemos dicho, más bien como de niños de escuela, por el maestro, que por procedimiento judicial; mas si ocurriere algo extraordinario o atroz, ya la ley determina qué orden hay que guardar. No a todos los pies les viene bien el mismo calzado, ni tampoco las leyes romanas o sagradas admiten o rechazan igualmente el testimonio de todos.




ArribaAbajoCapítulo XXIV

Las costumbres de los indios que no repugnan al Evangelio se deben conservar, y de la concordia entre el magistrado y el sacerdote


Oficio nuestro es ir poco a poco formando a los indios en las costumbres y la disciplina cristiana, y cortar sin estrépito los ritos supersticiosos y sacrílegos y los hábitos de bárbara fiereza; mas en los puntos en que sus costumbres no se oponen a la religión o a la justicia, no creo conveniente cambiarlas; antes al contrario, retener todo lo paterno y gentilicio, con tal que no sea contrario a la razón, y fallar así en derecho como lo ordenan las disposiciones del Consejo de Indias. En lo cual no poco yerran algunos, ya por ignorancia de los estatutos municipales, o por celo exagerado y prematuro de comunicarles nuestras cosas y usos.

No me detendré en declarar la sentencia de Plutarco sobre la gobernación de la república, que dice ser conveniente volverse a conocer las costumbres de los ciudadanos, y explorar y tratar su ingenio y condición584. Porque empeñarse en cambiar luego al punto las costumbres y manera de ser del pueblo y querer acomodarlas de repente a nuevas leyes, no solamente no es fácil, mas ni seguro, porque es cosa que requiere mucho tiempo y prolongado esfuerzo. Pone Plutarco una buena comparación con el vino, que al principio rige las copas el arbitrio del bebedor, pero después, calentando insensiblemente al hombre, lo muda y trae a sí. Por lo cual muchas cosas hay que disimularlas, otras alabarlas; y las que están más arraigadas y hacen más daño, con maña y destreza hay que sustituirlas, por otras buenas semejantes. De lo cual tenemos la autoridad ilustre de Gregorio Papa, el cual, preguntado por Agustín, obispo de los ingleses, sobre causas semejante, escribe a Melito: «Di a Agustín que he pensado mucho, dentro de mí del caso de los ingleses; y pienso que no conviene de ninguna manera destruir los templos que tienen de sus ídolos, sino sólo los mismos ídolos, para que, viendo esas gentes que se respetan su templos, depongan de su corazón el error, y conociendo al Dios verdadero y adorándolo, concurran a los lugares que les son familiares; y porque suelen matar muchos bueyes en sus sacrificios a los demonios, ha de trocárseles la costumbre en alguna solemnidad como la dedicación del templo, o del nacimiento de los mártires, y que levanten sus tiendas de ramos de árboles junto a las iglesias que antes eran templos gentílicos y celebren la fiesta con banquetes religiosos; y no inmolen más animales al demonio, sino a la honra de Dios los maten para comerlos, y hartos den gracias a Dios, dador de todo bien, a fin de que, dejándoles algunos goces exteriores, aprendan a gozar más fácilmente de los gustos interiores. Porque querer cortar de ingenios duros todos los resabios a la vez es imposible; y también los que quieren subir a lo alto, suben poco a poco, por pasos y no por saltos.» Y trae en confirmación el ejemplo del pueblo de Israel, acostumbrado a los sacrificios de los egipcios, a quien Dios, queriéndolo apartar del culto de los ídolos, mandó que le ofreciesen a él sacrificios de animales585.

Hasta aquí Gregorio, cuyas palabras hemos referido largamente para mayor claridad de nuestro asunto, no sólo por la autoridad del santo, sino por el ejemplo de los bueyes que acostumbraban sacrificar a los ídolos, y manda que los maten para el convite; pues de la misma manera pueden permitirse alguna vez a los indios comidas y bebidas solemnes, con tal de que sean en pública plaza, como ya prescribían las leyes, de los Ingas, donde coman y beban sin temor de que se propasen a sus borracheras, pues tienen de testigos y jueces los ojos de los nuestros. Finalmente. qué se podrá conceder, qué tolerar, qué por el contrario mudar o abolir totalmente, todo lo dictará abundantemente la caridad de Cristo junto con la moderación de la prudencia.

Resta sólo que amonestemos a todos los magistrados civiles, que en la administración de la república de los indios vayan a una con la, potestad eclesiástica, y sea el alcalde para el sacerdote lo que David para Samuel, Josías para Jeremías, Ezequías para Isaías Constantino para Silvestre Papa y Teodosio para Ambrosio obispo. Todo se podrá conseguir si ambas espadas van unidas y se guardan dentro de una misma vaina; por el contrario, nada perturba la religión y doctrina de los indios, nada la arruina tanto ni la echa por tierra como la emulación y lucha entro el poder sagrado y el profano. Está escrito: «Uno que edifica y otro que destruye, ¿qué hacen sino aumentar el trabajo»?586, y también: «No es Dios de disensión, sino de paz»587, y en otra parte: «Si alguno es pendenciero, nosotros rehuímos su trato, lo mismo que la Iglesia de Dios»588, y «¡Ay de aquel que escandalizare a uno de estos pequeños que han creído en Cristo!»589. Que todo se haga, pues, según la caridad590, todo con orden, todo en el vínculo de la paz591; nada por rencilla ni por vanagloria; no mirando cada uno a lo que es suyo, sino a lo de los otros592. Y aunque los oficios son distintos y no es decente que el sacerdote trate las cosas de las armas, ni que el juez ofrezca el sacrificio: sin embargo, en los dos debe ser uno el ánimo, una la mente, uno el empeño de llevarlos todos a Cristo. Es, pues, necesario procurar de todas maneras que mutuamente se ayuden; y que uno ocupado en las cosas que tocan a Dios, otro en las que tocan a los hombres, ambos apacienten las ovejas de Cristo y busquen la salvación de los que les están confiados, no mirando lo que a ellos es de utilidad593, sino lo que es a muchos, que es su eterna salvación.