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Abajo

Preludio con fuga

Sara Karlik



Portada



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«No dejaremos nunca de buscar, y al final de nuestra búsqueda llegaremos al lugar de partida y lo conoceremos por primera vez».


T. S. Eliot, Little Gidding y Four Quartets                






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ArribaAbajo- I -

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ArribaAbajoLa tuca loca

No siempre fue así. Algo corrida de mente quizás, o fuera de formas aceptadas por tradiciones en uso.

Bastó que a algún sobrado se le ocurriera llamarla de ese modo, invención que no pensó en la fugacidad del momento, pero que alguien recordaría para marcarla como animal obligado.

La conocí cuando todavía era sólo «la Tuca», flaca, alargada, sin salientes demasiado visibles, un poco por aquí, más por allá para conformar una anatomía bastante corriente. Sólo sus ojos, sí, ojos cavados en esas órbitas que más parecían pozos mágicos, de esos que abundan en los parques de diversiones y dan ganas de tirar cuerdas para pescar la suerte. El resto, pestañas, cejas, le hacían juego.

En general era fácil hacerle el juego a la Tuca para luego, sin darse cuenta, caer en el suyo.

Se balanceaba como si siguiera algún truco del viento, llevando un ritmo en cada miembro, haciéndolo resaltar.

Siempre de allegada donde le calzara mejor, decía no tener familia. Era más bien para que no se ubicara su origen en un conventillo habitado por gente de paso, «sólo un trampolín», decían, gente que siguió quedándose, de bisabuelo para abajo.

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Pero, a quién podía importarle todo eso.

La vida no va para atrás; se planta en seco para que la tomen en cuenta y tiene el reloj listo, sin atrasos ni adelantos. Los que no se percatan la dejan pasar y después viene el arrepentimiento.

Con la Tuca ocurría igual.

Siempre me pregunté si algún pájaro de mal agüero cruzó el aire cuando la vi por primera vez, dejándome caer un regalo en medio de la cabeza como risa del diablo.

Quizás.

Me agarró un enamoramiento involuntario, y todo por culpa de esos ojos vueltos hacia adentro que dejaban ver lo guardado. Porque era así, de pocas palabras, tan pocas y sin relación alguna que no podían juntarse y formar sentido.

Me casé con ella por esas cosas que le enseñan a uno cuando es bien nacido, de hacerlo todo con sello y firma para dejar en el papel las decisiones y leerlas de nuevo en momentos de duda.

Así compré la casa; así también la vendí porque no era mujer de cuatro paredes ni del mismo colchón para el resto de sus días. Gustaba de salidas sin aviso o permiso, u horas de llegada o toma de costumbre por repeticiones aburridas.

Sí, así decía.

¿Si la quería? Claro, pero la tuve a medias, sin seguridad de día o noche. A veces se ausentaba durante todo un cambio de luna y volvía, sí, pero extraña, cerrada de boca.

«Los lobos no aúllan a puertas cerradas», decía.

Después, quedaba tendida en la cama como si estuviera profundamente dormida, pero con los ojos entreabiertos.

Creo que sólo le faltaban alas para echar a volar, porque no era un ser corriente.

Respiraba su propio aire, que no era igual al de los demás. Dormía a ventanas abiertas como con miedo de que   —13→   se le cortara el espacio y no fuese a ver el borde tantas veces temido donde se estrellan los ojos.

Llegué a aceptar esas noches largas que terminaban sin que ella apareciera, a dejarla entrar con olores que no eran los míos, a conformarme con sus órbitas porque los ojos tenían reflejos de otros.

«Cuando me canse me iré», solía decir, sin precisar adónde. Entonces el temor era mío, porque quién iba a preocuparse de esa poca cosa de mujer que cada día se veía más ligera de contorno y más profunda de ojos.

Llegó una noche más loca que nunca. Llevaba varias borracheras juntas encima. Quise abrazarla porque quedaba tan poco de ella. Me empujó con rabia. «¡Me tienes harta con tus abrazos, con tu silencio!». «¡Grita, patalea o ándate al mismo diablo!», dijo, poniéndose a juntar sus cosas.

Pero a mí nadie me ha abandonado en toda mi vida.

No lo hubiera podido soportar.

Así que, en uno de esos regresos esporádicos, cerré puertas y ventanas para obligarla a quedarse.

No era pájaro para jaula, se me ocurre.

Quedó el nombre corriendo vientos que llenaron bocas.

Es todo lo que quedó de ella.

Lo de «loca» lo agregué yo, no un sobrado, como dije, para explicar su desaparición y evitar esos rumores extraños que hacían latir sospechas.

Me pasé días enteros en encierro voluntario, chocando con las paredes, dándome golpes contra ellas para castigarme por haberla soportado, por haberla tomado en serio, por dejar que entrara de cuerpo entero en el lugar donde se guardan los sentimientos.

¿Que la maté?

No, no fui yo. Fue su extravío por la aventura y los espacios.

Yo sólo cambié de lugar la ventana.



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ArribaAbajoEl llanero solitario

Hablaba como si caminara sobre piedras, con la dificultad de quien apura palabras para calzarlas con el tiempo, un tiempo corto y presionante que sólo conseguía agravar el recorrido por el empedrado, volviendo dobles las letras del abecedario; un verdadero purgar o expurgar tan indeciso como el mismo quiebre de palabras, a pesar de los puentes dobles.

No se le conocían otras gravedades de carácter o comportamiento, por más que Agustina Caldera afirmaba que no había paciencia (aunque se hiciera alarde de aguante) para sus intimidades, las que tropezaban, igual que su vocabulario, hasta terminar en un temblor que no llevaba a parte alguna.

«Porque el oficio es el oficio y el negocio está ligado al oficio», insistía. «La hora se paga y si una no entrega lo convenido se empieza a hablar de crédito y se termina por perder prestigio».

Y ella lo tenía, a distancias redondas y cuadradas.

Esas luces rojas, sembradas -a expreso pedido de clientes ansiosos- en pueblos que ni siquiera podían considerarse como tales, eran testimonio suficiente.

Pero Rigoberto Menchaca era el patrón y, aunque Agustina trató de corregir con su oficio ese estremecimiento   —16→   íntimo que Rigoberto padecía, recurriendo (para ayudarlo) a baños de hojas de parra antes del comienzo y después del término de la sacudida -que más bien parecía un estertor-, no lo pudo conseguir. Insinuó a Rigoberto que probara con Lula, la jorobada (atracción especial para casos también especiales), quien, para tapar la giba1, permanecía siempre acostada boca arriba, en posición de espera, cumpliendo con el horario establecido, flexibilizándolo si fuera necesario; una verdadera yerbatera sin necesidad de elixires, capaz de curar lo incurable por esas ondas extrañas que parecían provenir de su giba.

Propuso también que visitara a Marciana entre madrugada y amanecer, el horario justo en que, de tan inspirada, se le iba el ojo derecho hacia adentro. Los que habían experimentado ese instante de corta duración no dejaban de hablar de su suerte, pues eso coincidía con que lo otro se le venía hacia afuera en una conjunción difícil de explicar.

Agustina Caldera sugirió, por último, intentarlo con Felicia, dado su conocimiento de las idas y vueltas del cuerpo en busca de recovecos donde calzar mejor la fantasía, sobre todo después del exceso de aquella noche de San Juan en la que se produjo una verdadera procesión de visitantes -que ella tomó como un auténtico acto religioso-, quedando con un trémulo muchas veces inmanejable que Agustina explicaba como «estado de gracia», pero que algunos visitantes encontraban difícil de ajustar con «el estado» que ellos traían.

Pero Rigoberto Menchaca no era hombre de convencer así no más, por su calidad de patrón y supuesto experto en la materia.

Además, Agustina aspiraba (por antigüedad y buen comportamiento) a ocupar el lado de la cama de Rigoberto, vacante desde la huida de Rosario, huida que inició el mencionado estremecimiento que le sobrevenía a Rigoberto justo cuando estaba en trance, invocando el amparo de dioses   —17→   especializados, según contaban. Fue una huida a galope cerrado de caballo, pues al hombre no le cupo duda de que fue una jugada del Llanero Solitario, quien había impregnado sus sueños en épocas de antes y, para ratificar lo que decía, mostró el antifaz que el héroe dejó caer en el apuro.

Pero la de Agustina era una ilusión descabellada, pues Rigoberto insistía en que el Llanero Solitario era hombre recto y que su aventura no era más que un escape para seguir probando su bondad, la que culminaría con la restitución intacta de Rosario.

La preocupación por el temblor se hizo cada vez mayor al resaltar otras partes de Rigoberto, azotadas por el remezón. La cabeza se le iba a un lado en un gesto involuntario, las orejas, totalmente independientes, jugaban subidas y bajadas sin ninguna coordinación y un hombro se le quedó en posición de avanzada mientras el otro se retiró tímidamente, dándole un aspecto de monstruo desilusionado.

La mente de Agustina trabajaba al mismo pulso que su cuerpo, y sabía que el tiempo corría descuentos que iban alterando, no solamente la pasión -que ella llamaba «descontrolada»- sino también la envoltura de esa pasión.

Algunos clientes preferían a Lula, la jorobada, o a Marciana, la del ojo arremangado, con tal de sentir, en la oscuridad encubridora, la respuesta de un cuerpo joven.

Hasta el carácter se le estaba llenando de estrías y era fácil caer en los hundimientos invisibles con sólo presionar asuntos de edad.

Agustina Caldera trató de cubrir el arrebato de su ojo izquierdo, manifestado de la noche a la mañana con tal intensidad que movía la luz roja de la entrada, prendiéndola y apagándola, desorientando a visitantes que venían de lejos y regresaban sin acercarse si la mirada coincidía con la luz apagada.

A medida que aumentaba el problema de Agustina, disminuían los clientes.

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«Se le está descontrolando la caldera», cundía la burla.

En cambio, Rigoberto Menchaca experimentaba una franca recuperación, retrocediendo su castañeteo casi generalizado hasta centrarse solamente en el sexo.

Entonces hizo caso a Agustina y probó curas con Lula y con Marciana, y fue tal su entusiasmo que incorporó al plantel a adolescentes varones con quienes también hizo el intento, terminando con Agustina «para darle una lección».

Al día siguiente, Agustina no pudo salir de su habitación, pues necesitaba «reponerse de la batalla» con Rigoberto, como confidenció a Lula, abriendo apenas la puerta. Lula quedó espantada por la visión de puerta entreabierta. No era Agustina la que se escondía a medias, sino Rosario, la presa del Llanero Solitario. O por lo menos eso le pareció -recordando historias de Rigoberto-, pues no era la Agustina de siempre.

Tampoco era posible que tantas cosas extrañas y confusas estuvieran pasando, sobre todo en relación con el comportamiento de Rigoberto. Parecía más joven, como si algún viento de paso se hubiera llevado el exceso de años o hubiera hecho un tratamiento para rejuvenecer en vez del habitual tratamiento para adelgazar.

Forzó un ropero, largamente cerrado, del que no se conservaba llave (o ésta había perdido su condición, de puro oxidada), llenando la habitación de revistas pasadas de moda, con recuadros de colores, también anticuados, todas del Llanero Solitario en su escalada contra vicios y malhechores. Pero el héroe tenía escrito encima, a mano y con tinta, «Rigoberto». Algunos recuadros llevaban, inclusive, pegadas su fotografía.

El ruido del ropero, al abrirse y dejar caer el contenido apretujado, atrajo a moradores habituales y ocasionales. Un disfraz del Llanero Solitario, encogido como si echara de menos la falta de cuerpo, yacía junto a las revistas como aparición fantasmal.

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Rigoberto Menchaca se calzó el disfraz y, al grito de «¡Jai jo, Silver!», se lanzó por la ventana, desapareciendo con el caballo, siempre alerta, perforando el silencio oscuro.

«Déjenlo», dijo Agustina, «ya volverá; he perdido la cuenta del tiempo que llevo aceptando su juego, confiada en que de pronto pegue el estirón y crezca. Hasta creo llamarme Rosario, todo porque le gustaba el nombre. Lo había leído en alguna revista y era la heroína que permanecía siempre joven. No tiene remedio. Nunca lo hubo».

Rigoberto Menchaca no regresó.

«Los juegos no se repiten», murmuraba Agustina como consuelo o quizás alivio. «Les ataca la monotonía o el cansancio y terminan enfermándose de abandono o melancolía».

Después, cuando Agustina se recuperó de tanto ajetreo confuso, decidió seguir en el negocio, conservando el rubro.

Algunas cosas debía cambiar.

Empezó por desprenderse de persecuciones de tranco largo y enervante.

Subida sobre una escalera, borró parte del nombre del local, dejando solamente «El Solitario», un acierto festejado por quienes dejaban de serlo apenas traspasaban el umbral.



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ArribaAbajoUna verdadera burla

Inocencio Cabrera dijo a Eulogia Arévalo que como concubina estaba bien, pero que no lo pusiera en esos líos de firmas y papeles ni de horarios o gente extraña que hace preguntas -como si su falta fuera grande- para después llenar una libreta y dejarlo con el papel sellado en la mano y a él sellado en el papel, todo ello una cuestión inentendible que le daba vuelta la cabeza hasta hacerle sentir que caía lo poco que había adentro. Le pidió que fuera más comprensiva y dejara las cosas como estaban, porque uno ya se había acostumbrado y cambiarlas de un día para otro era como empezar a aprender asuntos nuevos y a sentirse diferente, casi como cuando vino el encargado de eso que llaman «alfabetización», que cuesta pronunciar y más aún escribir, pues parece ensañamiento de letras. Y dijo que eso de teñirse los dedos cada vez que debía formalizar algo era como para tener vergüenza, y él no la tenía porque no le dijeron que era para avergonzarse, y harto que le costó con el de la alfabetización alinear ese ejército para formar palabras que las veía por primera vez o de tratar de leerlas, cosa que nunca pudo hacer, y no se siente infeliz por eso. Pero lo de ahora es diferente, un juego que le quieren obligar a jugar, una trampa para que caiga, a lo que se resistió a «silla sentada», como dijo, explicando que sólo a la fuerza   —22→   lo iban a levantar para ir a «legalizar» su situación, que no es fuera de lo natural vivir con quien uno quiera, cabalgar caballo libre y cambiarlo de tanto en tanto para darle descanso, porque hasta esa consideración tiene Inocencio Cabrera, sin necesidad de que se lo recuerden, y ella está contenta, bien se puede ver, más ancha de lo que hubiera imaginado, más aún que Bernarda Rivas, conviviente de Rogelio Monges con quien comparte tierra y camino y esa acequia que brilla al final del terreno. Pero estaba ese pedazo indeciso que se debatía entre línea y línea y los dos quisieron cultivarlo, lo que era mejor hacerlo por las buenas, porque Eulogia y Bernarda le habían echado el ojo como cosa propia y era cuestión de ponerle precio para hacer correr al diablo y todo quedara claro, más importante aún que esa molestia de Eulogia cuando la llamaban «concubina». Así que Inocencio y Rogelio bajaron un domingo a Loma Verde, ese poblado para hombres solos, decididos a poner nombre al pedazo «en veremos» por un precio justo de amigos desinteresados. Pero de Loma Verde se regresaba pesado de cuerpo y cabeza en día domingo, casi un fardo con actitud de hombre, y llegaron a lo de Rogelio para encontrar juntas a Eulogia y Bernarda cuando que cada cual tenía su casa. A Inocencio se le torció un ojo, de pura sospecha, y el ojo era difícil que se equivocara; no podía volverlo a su lugar mientras la cosa no se aclarara, y tanto perfume y pintura como si Eulogia hubiera caído de cara al barro, y se le levantó a Inocencio el único cabello blanco de su cabeza renegrida, y él bien sabía que la combinación con el ojo torcido era presagio en el que no quería ni pensar. Así que lo primero que hizo fue mandar a Eulogia a la casa a esperar la decisión de hombres, y con Bernarda fue igual, pues desapareció detrás de la cortina de cretona antes de que se lo dijeran, dejando dos vasos sobre la mesa, junto a la botella, como únicos testigos de la negociación. Pero no se habló del terreno ni de nombre, sino que siguió molestando a Inocencio la visita de Eulogia   —23→   a hogar ajeno. Rogelio empezó a hincharse como solía sucederle cuando la ofensa le llegaba a la mente y «éste no es ningún lugar de mala vida para que no dejes llegar a tu mujer», dijo. Pero Inocencio no alcanzaba a hincharse ante molestias de esa naturaleza, más bien caía en un encendido lento que se iba desparramando, tomándose su tiempo hasta que era mecha al rojo vivo y él, que no se movía sin cuchillo en su sitio, alargó la mano y el resto fue obra de la «combinación de cabello y ojo», según afirmó; pero Rogelio pudo alcanzar su pieza a pesar de los tajos desordenados en su cuerpo y, sacando el suyo del alero, le dio por donde pudo a Inocencio, por más que el ataque de Inocencio no fue con intención de terminarlo y él no estaba en peligro inminente para caer en la necesidad de la defensa. Pero ya Inocencio estaba rendido, sin posibilidad de erizar el cabello o torcer el ojo, más bien sin ninguna posibilidad. Entonces Rogelio lo alumbró con su linterna, asustándose de lo tieso que estaba, un puro pedazo de silencio encogido, y se enojó por no poder continuar con el asunto del terreno, y se siguió enojando, pues lo dejaba con tanto que arreglar: Eulogia, sola por un lado, y él por el otro, que a veces no se las puede ni con la propia, y encima el terreno en conflicto. Y llamó al comisario de turno, aún con el enojo puesto, para explicarle las rarezas de Inocencio, sin dejar detalle por contar «para que usted esté al tanto y no le lleguen falsedades, porque bien se sabe por acá que no mediaban antecedentes enojosos entre nosotros ni nada por el estilo, y pregunte donde más guste, no había quien nos igualara como vecinos y eso arrastra envidia, y la envidia crece como yuyo en estos parajes de gente de sentimiento terroso, así mismo comisario, como le cuento para que usted sepa y, para que usted vea, en el terreno sin dueño pondré a Inocencio, sin nada a cambio, y, si usted manda, me ocupo también de la Eulogia, porque para eso están los amigos, comisario». Y Rogelio no entendió la actitud del comisario ni eso de «labrar un acta» como si fuera tierra cualquiera y él un vulgar labrador, ni   —24→   lo de «medir el espacio con el cuerpo adentro», y menos aún que lo metieran en la parte de atrás de un vehículo de paso lento como si la combustión no le diera fuerza, nada que ver con ninguno de sus caballos, y lo llevaran a «cumplir pena» cerca de Loma Verde, pero lejos de todo lo conocido, sin importarle esas dos mujeres solas que quedaban desperdiciadas de hombre, de orgullo, de nada de qué regodearse, «porque la tierra sola, comisario, no llena cama ni ensancha vientres». Y se arrepintió en seco, porque al comisario se le torció un ojo y levantó todo el cabello como erizo de mal humor, y ahí mismo entendió Rogelio Monges que, cuando se pierde, se pierde de la mitad para adelante, porque lo anterior es casi anticipo de deuda y ocurre sin preaviso, una burla de comienzo a fin que lo despoja de mujer y caballo, de tierra y amigo; una verdadera burla.



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ArribaAbajoDesecho

Erasmo no recuerda cuándo comenzó a pasear el dolor.

Como fotos pegadas en el recuerdo cruel de la niñez, ve sobresalir sus orejas inmensas que llegan a moverse con el viento, orejas con laberintos profundos hasta donde llega inclusive lo que no se quiere escuchar. Todos sus sentidos permeables en extremo como si se hubieran ensañado, la nariz prolongando su perfil y la boca, imitación de cánones de belleza africanos, despliega el labio inferior con la apariencia de plato.

Tampoco los ojos han sido olvidados por la vara del hada madrina al revés, y los gruesos vidrios hacen adivinar, en el fondo, unos puntos oscuros.

Ese era Erasmo, quien completaba su figura con piernas arqueadas, sin haber jamás rozado el vientre de un caballo, y los brazos demasiado largos colgando de los costados como si se los hubieran agregado a último momento por descuido o equivocación.

El vientre, hinchado por tantos menjunjes auténticos o falsos recetados por hombres de blanco o comadres de bola de cristal -que sólo aumentaron su desproporcionado contorno-, y el dolor de ser débil, completaban su desgraciado cuerpo.

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Erasmo era bueno, con esa bondad de excusa para tapar el resto.

Su risa buena se había vuelto tonta; lo mismo pasó con sus modales, con su actitud, hasta que sencillamente olvidaron su presencia; aunque él se encargaba de que no fuera así, y rondaba los grupos, golpeando las manos sólo para que lo vieran y por ahí alguien lo notara.

Pero se cansó de ser payaso alegre y juguetón y la pena empezó a invadirlo, a trepar por sus miembros desgarbados hasta calarse en lo profundo de su pecho y de esa forma llegar al corazón.

Fue una pena que había aceptado trabajosamente, como si no la entendiera, y los ojos se le doblaron hacia afuera hasta casi volverse oblicuos.

En eso llegó el circo, con su música desentonada que más parecía ruido, pero era alegre y todo el pueblo empezó a seguir los carros adornados. Los animales, cabizbajos sin mayor entusiasmo, en jaulas o llevando encima las primeras figuras, iban cortando la calle principal mientras los autos se detenían y todas las ventanas lanzaban sus postigos hacia afuera como programados de antemano.

Fue entonces.

Cuando el circo estuvo montado y la carpa, semejando un hongo inmenso, pudo verse desde cualquier punto del pueblo, la curiosidad, una curiosidad punzante que le hizo olvidar otras cosas, llevó la voluntad de Erasmo hasta la puerta misma de la carpa.

Sus ojos doblados sonrieron, y tuvo que repetir la sonrisa para sentirla propia, porque ya la había olvidado.

El tiempo se cansó de esperarlo y siguió transcurriendo mientras Erasmo, deseando por primera vez no ser visto hasta haber incorporado el circo en su mente, mirar y mirar hasta que el recuerdo fuera capaz de imitarlo tantas veces como quisiera, sin necesidad de tenerlo presente, sintió   —27→   una mano apoyarse en su hombro, una mano grande, pero no pesada y, aunque sorprendido, le gustó el calor del contacto.

La mano lo llevó adentro y eso colmó su felicidad.

Le preguntó esa misma mano si quería ayudarlo y, sin darse cuenta, se encontró llevando baldes, juntando pienso, mirando de cerca a las fieras hasta sentir un olor especial agrandar aún más las entradas de la nariz. Y eso le dio gusto.

Le permitieron ver la función y, completamente fuera de sí de puro gozo, regresó a su casa.

Al día siguiente se presentó muy temprano, como si hubiera sido contratado, y realizó el mismo trabajo y volvió a ver la función, pero también le dieron una moneda que llenó la palma de su mano y le fue difícil entender por qué le estaban pagando.

«Preguntaré mañana», se dijo, mientras caminaba el regreso.

Y preguntó, pero no obtuvo respuesta, sólo sonrisas y palmadas en el hombro.

Trabajaba con ganas, con fuerza, sintiendo cada parte de su cuerpo; y ya no le molestaba tanto.

Los payasos le hacían gracia con todo lo que necesitaban ponerse encima para parecerlo.

En cambio, no se le había ocurrido...

Esa noche, al término de la función, le dieron dos monedas, y eso lo puso triste, sin entender demasiado.

La pena le volvió a bajar los ojos y se agrandó al sentir la mano envolviendo su cabello, hasta quedar apoyada como la primera vez en el hombro.

Y el calor derritió el sentimiento guardado en los puntos que eran tapados por círculos de vidrio que le permitían ver.

La carpa inmensa dejó en la tierra un círculo igual al que había cubierto durante esos días, protegido del sol, húmedo. En los bordes, los gusanos, indecisos, corrían de uno a otro lado tanteando la diferencia, comparando el efecto sobre ellos.

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Cuando el lomo del último animal se hubo perdido en la curva de la colina más alejada, Erasmo continuó2 todavía parado. Luego, levantando la pierna, empujó tierra adentro su rabia junto al grupo de gusanos que desapareció, como el circo.

Pero no fue un sueño.

Tampoco pesadilla.

Estaba despierto, muy despierto, y todo había sucedido.

Además, tenía el recuerdo al que podía echar mano un caso de duda, y las monedas, y los ojos que podían cambiar de posición y se calentaban por el efecto de la mano, de aquella mano, y las orejas que no le pesaban tanto, y la risa que no aparecía sola, sino cuando él la llamaba.

Corrió como tampoco recordaba haberlo hecho antes porque necesitaba mirarse en un espejo, uno de los muchos que molestaban su paso y era imposible evitar.

Se vio de cuerpo entero, después de mucho tiempo.

La figura repetida lo miró desafiante y Erasmo hizo la mismo, porque había perdido el miedo.

Era tanto lo que fue creciendo con el tiempo que rehusó la compañía de su imagen, la que no le pareció tan «mal hecha» como le decían. Y por fin, desecho del temor que lo encogía de norte a sur, reparó en sus dientes blancos y decidió mostrarlos, disimulando los labios de plato en un gesto que fijó después de mucha dedicación.

El circo revolvió su mente por mucho tiempo, entibiando el sentimiento hasta tal punto que, a veces, cree que se mueve la cima de la colina, desprendiendo trozos que se vuelven payasos.

O corre a abrir ventanas si alguna música quiebra el silencio de la calle...

Entonces siente otra vez el calor de la mano y también la presión en el hombro, y piensa que puede volver a repetirse, y nada más importa.



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ArribaAbajoLos libros no muerden

Se sacó el vestido, deslizándose en la cama al lado del extraño. Estaba cansada, tenía sueño. Además, se le había corrida la media; todo por apurarse y terminar con el asunto. A esa hora ya le daba igual: cojo, negro, blanco o combinado. Aunque la verdad es que en cualquier momento le daba igual, pero había algunos mejores que otros.

En el cielo raso antiguo, de tela pintada con cal -cortado en cuatro por un marco de madera lustrada-, parece repercutir el movimiento, y la tela se hincha y deshincha, prolongando el efecto en la lámpara. Eso le da la pauta de si el otro está en su apogeo o ya ha terminado. Se viste, apresuradamente. Es el último de la noche. En las medias oscuras se nota aún más la corrida, pero tienen que ser oscuras. El soplo de la madrugada fresca y húmeda le muerde el rostro recalentado por el encierro y las luces.

Ya tendría que estar acostumbrada.

Entrecierra los ojos, pero no puede evitar el escozor que la hace lagrimear sin desearlo; absorbe el exceso que busca descender por la nariz mientras camina, hundiendo a fondo el taco en el pavimento. Los tacos y ella nacieron para caminar juntos. Con el taconeo, afirma lo que aún pueda quedar de seguridad dentro de ella después de ese desgaste   —30→   de cuerpo y fuerza que le dejan una sensación de asco y le quitan el apetito.

También inclina hacia un lado el extremo de la boca, en un gesto despectivo. «Agarrá 'lo libro' que no muerden», recuerda que le decía su madre, mezclando idiomas, formando uno a su medida, porque, según ella, entre el italiano y el español no había diferencia alguna. Por eso nunca lo aprendió como era debido, y entre ella y la abuela se disputaban la maestría de la nueva lengua inventada; el oído se le fue llenando de sonidos mediocres, y hablar de libros en medio de zapatillas desgastadas -que iban arrastrando la suciedad del pasaje de donde pendían ventanas adornadas por mujeres que hablaban de la misma forma, agregando gritos para acercarse unas a otras mientras enormes pechos se apoyaban en el alféizar- era más de lo que podía soportar.

Por eso salía, se había acostumbrado a hacerlo, quería... Quizás por no poder aguantarlo, por el rechazo, la frase le jugaba en el laberinto como queriendo adentrarla en la realidad; y ella sólo quería alejarse, poner distancia para ser igual a las demás.

Y los nombres, por favor, ¡qué nombres! Con decir «tía» no era suficiente. Era necesario agregar Assunta, Santuzza, Annunziata. Quería engañarlas acentuando la «i» de tía, arrastrando la palabra para que no se escuchara el resto. Pero parecían iluminarse con la frase completa dicha en la forma corriente, con toda la fuerza del golpe del conjunto.

Los pasajes del conventillo, cruzados por alambres aéreos, eran la mejor propaganda de detergentes. A veces había que esquivar el agua colgante para poder alcanzar la calle.

Se formaban pequeños charcos que perdían transparencia por el polvo que iban desprendiendo las sábanas y frazadas sacudidas en las alturas.

Una sensación de alivio le recorría el cuerpo apenas traspasaba el umbral.

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Entonces, todo se volvía distinto. Eso de los libros a lo mejor no quiso aceptarlo, porque traía tantas cosas pegadas... Pero recorrer las calles, sola, levantando un eco producido por un par de piernas largas que se juntan con tacos altos y remueven todo el cuerpo, eso sí que no, deja de llamar la atención.

Estaba recostado contra la pared, con una pierna doblada, prendiendo y desprendiendo un botón de la camisa. Ella pensó que, de hacer frío, seguro que llevaría bufanda. Era de ese tipo. Al pasar ella, bajó la pierna y enderezó el cuerpo.

Sólo faltó que moviera los cuernos de animal preparado frente a la presa. La esperaba todos los días, en la misma posición, hasta que se le hizo familiar, casi conocido, y empezó a gastar en ella, a hablarle como hubiera querido que los suyos hablaran, a llevarla, a traerla, a...

Le exigen que lleve medias, como si fuera parte de un uniforme. Lo peor son esas noches heladas y el viento que se empecina en subir por el punto corrido.

«Te rebotan los huesos», empezó a decirle. Ella sabía, se daba cuenta; pero, comer a desgano y encima con asco...

Se cansaba con los tacos tan altos, y las piernas delgadas fueron buscando apoyo en las rodillas, rozándoselas al caminar. No podía decirse que era una mezcla de años y cansancio; más bien años desembolsados en pares que se iban en forma rápida y no precisamente «por el bien de la causa» o «por una causa justa», como solía escuchar. Hubiera querido que así fuese.

Empezaron a asignarle «casos especiales», de esos que ni la oscuridad era capaz de ocultar, que aún en la penumbra resaltaban por olores y alientos, carnes sobrantes, contornos sin ubicación precisa.

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Se dio cuenta de la categoría de los niveles: había pasado a ser «de segunda». Sus cualidades anteriores no fueron anotadas en libro alguno para que pudieran trascender el desgaste. Se preguntó cómo se formaban las hojas de vida, eso que llamaban currículum y que prefiere no usar, porque ya bastante tuvo con los idiomas entrelazados en el pasaje.

Él sigue parado, con la pierna apoyada contra la pared y el cigarrillo, sin prender, moviéndose al ritmo de las palabras que tiene preparadas; pero la voz es pastosa y los botones de la camisa están prendidos, aunque el otoño recién está paseando las primeras hojas por la vereda. Es por si acaso, especialmente después de ese resfrío obstinado que terminó marcándole un lado de los pulmones. Pero tiene que hacerlo, porque de eso vive y ella lo comprende. Hay otras cosas que no entiende, sobre todo cuando se le empaña el aire y se adentra en una niebla espesa que se prolonga y le causa ahogos, y cree que no va a llegar al otro lado, donde se ve viajando en trineo, sin sentir frío, envuelta en ropas finas que alguien le compró, porque a ese alguien ella le importa. Despierta cuando el sueño y el trineo chocan, y los ojos se le abren demasiado y se asusta. «No sea que hayas agarrado la enfermedad», le dicen. Los horarios se le hacen difíciles, cada vez le gusta más y más dormir por las noches, como debe ser, pero ahora confunde las horas y quisiera dormir todo el día.

Esquiva los charcos del pasaje y los ojos alcanzan a reír, porque siente en el cabello recién peinado una gota enorme que cae de arriba y le aplasta el rizo marcado con esfuerzo. Siente frío en la cabeza, pero camina, sigue caminando, se da vuelta y mira, pero ya la niebla va destiñendo caras y contornos y no escucha, no puede escuchar, aunque por algún lado cree percibir «...lo libro...», pero nada más.



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ArribaAbajoEl viejo

El viejo acerca y aleja esos velos que se empeñan en caer sobre sus ojos, restregándolos en círculo para que al final nada cambie.

Cualquier ruido lo sobresalta, cualquier penumbra anticipada, cualquier cambio. Es como si lo permanente se desgajara porque ya no tiene espacio; sólo pedazos de esquinas que se tuercen para mostrar comienzos de tierra oscura y un pasillo estrecho.

«Son divagaciones tránsfugas que anidan mi mente cansada por tiempos que quieren detenerse y la presionan, quizás porque ya es tiempo», piensa. «Hay que defender la duda como única reserva porque aumenta la vida, de algún modo, hasta que la vida deja de ser un modo para sencillamente dejar de serlo. Señor, dame fuerzas para ser perseverante e implacable con la duda, no permitir que forme nudos que se vuelvan verdaderos tumores y se extiendan hasta transformar el cuerpo en un ombligo y uno se hunda en su propio pozo, por más que no creo en retrocesos para no encontrarme de pronto, cara a cara, con un nudo ciego y no sepa qué hacer con él», ríe a encía limpia.

«Hasta las papillas son ciegas», continúa; «un montón de restos que parecen haber sido masticados por alguien».

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Una mujer lo alimenta a medias cucharas y le seca los labios.

«Más rápido, mujer, o tienes miedo de que los huesos se me atraviesen».

Se llama Norma, pero el viejo la llama «mujer», porque todavía no ha aprendido su nombre, como también le costó aprender los de las anteriores. Son tránsfugas que sólo duran algunas papillas, sin darle tiempo para llegar a conocerlas por nombre o voz.

«Hemos cambiado tres en los últimos quince días», dice Mercedes.

«¿Qué quieres que haga si las muy tontas no saben hablar? Sólo cumplen un horario mirando todos los relojes del cuarto y, si les pregunto algo, no salen del «sí» o del «no», como si de pronto se les hubiera encogido la lengua. No las necesito».

«Son tus manos que ya no son firmes», le dice Mercedes, «y las mías están contagiándose».

Viven solos.

Se acompañan con gente de ventanas en días de sol, de esas que cuelgan en vez de plantas o flores y no pierden nada de lo que ocurre con otras personas.

Hay un gran patio, árboles y juegos de niños allá abajo, di un cuadrado con un perímetro de torres asfixiadas por el mismo contacto», dice el viejo. Todo marcha mejor cuando el tiempo se pone sensible y gotea días que se vuelven interminables. Es esa estación que no quiere nombrar para que no descargue su tristeza y se lleve a los más débiles, un complejo que arrastra año tras año.

Todos lo llaman «el viejo», como si hubiera sido así desde antes. A veces jadea como veleta que mueve el viento y cae en una tos fina que se escapa hacia adentro y vuelve violácea su cara, igual que esos niños que lloran llevándose la respiración con el llanto.

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No es tan viejo como debiera para que lo llamen así.

«Viejo, ¿me prestas unos mangos?», le decían cuando era joven. Y él prestaba, y con cada préstamo desaparecía un amigo, pero le fue quedando lo de «viejo». Era la época del cabello negro, los bigotes negros, las afeitadas de dos veces al día, «porque estoy en constante erupción», afirmaba.

Siempre tuvo mala memoria para los nombres.

Recordaba sólo el último.

«Sí», piensa ahora con esa memoria retroactiva, «hubo una Mariana, una Pilar, una Margarita; no, ésa era la dama de las camelias».

«Eres idéntico a Armando», le decía Mariana. Pero lo fue cansando con esa fijación de llamarlo así cuando su nombre, Marcelo, no estaba nada mal para ser dicho en voz baja; por lo menos era propio.

«Eran como estas papillas andantes. No salían del «sí» o del «no» o, por último, del «lógico» o «por supuesto», pero servían para las «efervescencias volcánicas».

Después vino la «relegación, la cuarentena», cómo rió con la desvergüenza de los años jóvenes cuando agarró aquello, sin acordarse si medió un «sí», un «no» o un «por supuesto», o si el nombre era conocido o uno nuevo en proceso de aprendizaje.

«Te crees Tarzán y te cuelgas de cualquier liana», le dijo el médico; «sólo que ésta estaba en mal estado y te caíste».

Se le formaron ojeras convexas y los ojos se escondieron en ellas por algún tiempo.

«Los dientes los perdí por culpa del juego», ríe.

«¿Quién puede estar interesado en ganar dientes?», dice algún nieto, de mala gana.

«¡Qué inocencia!», recuerda el viejo. «Eran juegos a trompada perdida, porque siempre perdía».

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«Es la primera vez que lo reconoces», contesta el nieto. «Antes me costaba menos arreglar los recuerdos, porque no eran tan claros. Ahora los estoy viendo y podría poner nombre a cada diente que me falta».

Mercedes no presta atención.

Lo hizo durante demasiado tiempo, aprendiendo las tonterías de Marcelo de memoria, olvidando la suya por falta de lugar.

Es de edad, pero no vieja. Conserva una sonrisa. No la retira del todo, como para disimular el peso de lo que dice, pero no habla mucho porque «me falta el interés», dice.

A veces se detiene ante el espejo y se observa en pasado. Era linda entonces. Acumuló miradas que ampliaban sus caderas, sus pechos, los detalles de su rostro.

Le faltaron las de Marcelo, quien la tenía a su lado sin verla, una presencia ocupando una silla, rellenando huecos para que todo se viera entero.

Ahora «el viejo» come papillas y ella lo acompaña, porque le da igual. «Se hace más fácil», explica, acostumbrada a dar explicaciones. Sólo que ella no necesita que se la den en la boca, y es la primera ventaja que le lleva en tantos años.

El tiempo está triste. «Va a llover», dice, cerrando la ventana junto con lo que vive allá afuera, a pesar de los estornudos del clima. Pasa los dedos inciertos por las imágenes del vidrio. Dibuja lo que ve, pero no tardará en borrarse porque los vidrios se empañan cuando tienen calor». Se da vuelta. Norma sigue insistiendo. «El viejo se duerme con mucha facilidad», dice.

Mercedes se acerca. «Está bien», aparta a Norma, cubre las piernas del viejo con la manta a cuadros y toma la otra, la gris que a él no le gusta, y se cubre los hombros para esperar que despierte, porque ahora la ve, y debe estar en el sillón frente a él para evitar que se sobresalte.



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ArribaAbajoPara que deje de atraer la muerte

Dicen que dijo que era un hacedor de verdades, cuando lo cierto era que configuraba cuadros mentales y los asentaba en palabras con tal fuerza que cualquier duda, viva o embalsamada, corría hacia extremos de desaparición ante miradas que más parecían ojos resucitados.

Así era Justo Hurtado, en receso de profesiones adquiridas al paso para después convertirse en «mago del futuro» según su propia lengua, bastante vapuleada en verdad por vientos de tonada extraña. Pero era su lengua y el derecho de posesión le hacía cargar en ella fardos de difícil origen o explicación, como cuando ambientaba historias en «vísceras de mal humor», según su decir para darle mayor realidad.

Manifestaba estar satisfecho con su suerte y la soledad era parte de su suerte, la que consideraba necesaria para escuchar a sus anchas los reflejos de la noche, es decir, el despertar nocturno de tanto ruido de voladores y de rastreros que predican al viento con quejidos de ultratumba.

Era fácil caer en sus embustes de frases anchas y largas que él parecía enrollar de alguna parte del aire, donde descargaba sacos de memoria recuperada o alucinaciones de tiempo indefinido, los que dejaba caer como carga de artillería y todos se contagiaban del contento de participar de la misma batalla.

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De pronto no parecía humano el tal Justo Hurtado, o cuando menos llevaba cabeza de repuesto para albergar tanta cosa junta sin tropezar con contradicciones y descuartizar la atención de un solo juego de dedos, como se hace con los bichos para saber si siempre fueron bichos o bien algún malentendido hecho hombre. Pero en este punto no insistía, para no tentar cuestiones de sentimientos.

Tenía arte Justo Hurtado para armar truculencias, sin arrimarse a lo perverso.

«Son delirios de hombre solo», se decía, por más que nadie se animaba a prestar su nombre para avalar la frase. Sólo se decía.

Era lugar de andar con cuidado, agachándose o alzándose cuando fuera necesario para protegerse de golpes de vientos mal intencionados.

Pero cuando se empezó a barajar un muerto, a correrlo de boca en boca, a aparejarlo con algún cuento de Justo Hurtado que escapaba a exageraciones de su imaginación, la gente comenzó a ponerse seria y a buscar rastro de la muerte para encontrar al muerto.

Se trataba de un pueblo de tradición derecha, después de todo. O era un manipulador de embustes y había caído en la atracción de su propio delirio, o en verdad un muerto andaba por algún lado y era preciso ubicarlo antes de que la desgracia deambule sin meta fija. Era obligación.

«No tiene sentido remover la vida de uno», dijo en alguna ocasión como anuncio de entrometimientos.

Al comienzo pareció repulsiva la idea de perseguir a un muerto. Algunas cabezas bajas evitaban el pronunciamiento en favor o en contra de la redada.

Belisario Garmendia, el enterrador de oficio, quien sólo sabía que levantando y metiendo la pala en la tierra se ahondaba el pozo, «tal vez haya que poner algunas trampas», dijo, sin merecer respuesta, al igual que cuando afirmó con gran seriedad: «es injusto pasarse la vida bajo tierra», mientras echaba palabras para cerrar un hoyo.

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El aire se ponía cada vez más pesado. Casi no soplaba. Los ánimos aletargados descuidaban faenas. Una especie de tregua o de huelga no conocida afectó horarios, por lo general de amanecida, causando un abandono extraño, un retaceo de fuerzas como reservándolas para otros trajines, rastreos de huellas o algo más.

Algunos animales buscaron refugio en los establos, otros cerca de los fogones. Los loros y canarios dejaron de molestar con imitaciones o trinos de otros días. Algún grito falso, de esos anónimos que restriegan la oscuridad de afuera, producía calofríos confusos, internos y lejanos a un tiempo.

Se hacía aconsejable, sin embargo, no aventurarse y mantener cierta cautela. «Hay que evitar cualquier acción disparatada. Con los muertos uno nunca puede saber», afirmaron.

Justo Hurtado quería permanecer ajeno a actividades que pululaban cuerpos que habían perdido la vitalidad acostumbrada. Las puertas dejaron de cerrarse y era normal ver sillas y hombres metidos en ellas, como atisbando lo que pudiera acontecer, alargando el tiempo para no ser engañados, cuidando de espantar el sueño para rechazar sospechas de cualquier tipo.

Pero el aguante tenía su tiempo, su duración, y maduraba más rápido que cualquier fruto por no tener estación propia.

No era cuestión de leyendas, sino el término de la tranquilidad, culpa de la lengua liberada de Justo Hurtado.

Una cruz apareció plantada en su terreno, precisamente frente a la puerta. De inmediato, Belisario Garmendia trajo su pala y probó de remover la tierra, seguro de algún descubrimiento. Pero la pala se resistió a entrar. Entonces intentó sacar la cruz; parecía clavada a alguna piedra.

El miedo actuó sobre la lengua y el silencio se hizo igual de pesado que el aire. El riesgo de lo callado o de algún desliz de boca saturada acabó con cualquier intento   —40→   de comunicación. La realidad se volvió inquietante. La cruz cambiaba de sitio durante la noche; sin embargo, no había mano que pudiera sacarla. Resintieron la ausencia de las historias fabricadas por Justo.

«Es preferible vivir en susto imaginado», alguien aventuró.

Entonces se sugirió la conveniencia de una muerte, natural o prevista, para calmar el espanto que se había desatado.

«Son necesidades de los cielos», se aceptó como designio, confabulación, armaje inapelable. Se pensó en la justicia del sorteo, dejando de lado a mujeres y niños, pero cada mujer encerró a su hombre por temor a un futuro solitario.

Se señaló a viejos que más parecían remedos fantasmales, pero no hubo quien quisiera levantar la mano contra la memoria del lugar.

Se llamó a confesión de enfermedades; el cura resultó ser el más aquejado, pero era de mal agüero quedarse sin sacerdote.

La desesperación cundió como la peor de las armas.

Se miraban con ganas de provocar la muerte, haciendo, a la vez, juegos de exorcismo para contener voluntades que pudieran ser más fuertes. Todos se volvieron enemigos, sin que hubiera separación de bandos.

Se imponía un pronunciamiento.

«Hay que mandar un emisario a la capital para que plantee el problema», sugirió el mismo alcalde para no ensañarse en la enemistad, pues eran todos conocidos.

«No hay tiempo para esperas de ida y vuelta», contestó Belisario Garmendia.

La pala inquietaba sus manos con sonido de tierra removida «y muerto a tus cuarteles», como decía, en plena faena, cuando el muerto no era de su agrado.

Fue cuando, en plena elaboración de algún entuerto, se percataron de la ausencia de Justo Hurtado, así como de las cruces.

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«Debe de andar muerto por algún lado», se dijo, queriendo poner término al asunto.

Pero Belisario Garmendia no quedó convencido.

Él era «hombre de testimonio de ojos».

Pasó la noche cavando cuanta tierra le pareció recién revuelta, sin que fuera obra de su pala. Siguió cavando hasta empecinarse con el lugar donde había aparecido la primera cruz. «Puede ser», dijo, con voz de pecho agitado por el esfuerzo. Fue lo último que dijo antes de llenar el hoyo con su cuerpo, cayendo sobre la pala, desparramando la sobrecarga del corazón.

Justo Hurtado no regresó.

No había ido lejos. Sólo más allá del alcance del celo de Belisario, el embuste organizado para que deje de atraer la muerte con su pala amaestrada.



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ArribaAbajoDespués de antes

Te he dicho que no me llames, que el teléfono está arreglado, que los números saltan y se acomodan a su gusto en signos que no les corresponden, que la sospecha corre para pescar el contacto porque todos son puntos de contacto, y yo no puedo marcar porque se me corren del mismo modo, o me tiemblan los dedos hasta no caber en los números y cerrar salidas o entradas, y no queda otra cosa que apretarse, apretarse en esa isla para no hundirse.

Te he dicho que no me llames, que dos pueden ser uno, es cierto, pero eso era antes, cuando todo se hacía posible porque el problema de números no comunicantes era desconocido, cuando las palabras eran sólo eso, un aglutinamiento de letras para decir lo justo y necesario, un significado aún no adulterado.

Se te daba por hablar a medias y me habías entrenado en ese crucigrama aéreo. Recogía trozos sueltos de ideas apenas enunciadas que, después de algunas piruetas de malabarista sin oficio, las iba insertando a mi antojo en mi entendimiento encuadrado por eso que estaba sintiendo y que también sucedió antes.

Te he dicho que cuando la calle se extiende entre un antes y un después forma un declive para descargar todo   —44→   lo que queda en el medio; y sin medio es difícil llegar a algo...

La verdad es que todo fue confuso, hasta intrigante, obra de un espiritista o de simple empecinamiento de eso que llaman destino.

Quizás fue un acceso de locura en medio de tantos cuerdos, o pudo ser lo contrario.

Suele suceder cuando la razón cuelga como un trapo sucio y es sacudida por los que aún creen poder salvarse.

Si cuando la cosa se pone brava nos jorobamos todos.

Sólo que no llegamos al total convencimiento y se entra en esa espera que supone un cambio, y el cambio también se abanica para mostrar que no somos más que una punta de ilusos de barba crecida por la espera.

Porque en eso estarás de acuerdo, a pesar de que ya no busco la confirmación de lo que creo como antes...

Eso de antes y después se me ha pegado como un virus cualquiera.

Hay días en que me levanto antes o después y me siento antes o después, sin darme cuenta.

«No hay otros paraísos que los paraísos perdidos», dijo el poeta, y estoy segura de que lo habrá dicho antes. No sé si me entiendes.

Es más grave aún cuando las partes pueden temblar independientemente, como si el miedo buscara todas las salidas posibles, miedo atropellado por otros.

«Escucha», dijiste, y fue todo lo que escuché antes del sonido de ocupado. Después quedé secamente adherida al negro inerte del aparato mudo. Caí con todo el peso de antes, de después y de lo que todavía puede seguir a eso. Caí.

Hubiera querido gritar que no te preocupes, tratar de que los dedos respondan, pero ya habían decidido su propia independencia «sin derramamiento de sangre».

Te he dicho que cuando antes llega a después ya es muy tarde.

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Parecías no tomarlo demasiado en serio, alejando cualquier signo interrogante con una sonrisa, sin darte cuenta de que a veces las sonrisas duelen por su misma estupidez.

No obstante, te he seguido acompañando en ese ajedrez que nunca aprendí, por un rechazo visceral a esas figuras muertas que aún quieren seguir siendo movidas.

Quisiera hacer un paquete con mis sentimientos y tirarlos desde un puente a algún río que tenga la fuerza de arrastrarlo antes de que...

Me has dejado con la manía de querer unir extremos, juntar puntos, armar cualquier cosa que haga comprensible lo que no entiendo.

Quizás sea mejor no comprender.

Pero está ese manotazo de rabia, una garra que tortura; pero no, no hablemos de eso.

Todo pudo haberse aclarado si el teléfono... Era una época en que estos aparatos enmudecían en los momentos menos oportunos.

Te he dicho cosas que no hubiera querido decírtelas, sólo por sentir tu proximidad, tu calor, sentirte nada más.

Entonces dijiste que los sentimientos hay que dejarlos para después, y sigo pensando por qué no hemos llegado a ese después, quedándome con el arrepentimiento propio del que no insiste ni presiona, o no inquiere o demanda por último.

Me he quedado también con esa terrible ignorancia que cierra mi boca cuando me preguntan: «¿qué pasó?», «¿por qué?», «¿dónde está?», «¿cómo fue?».

Me doy cuenta de que nada sé, que nunca lo he sabido, que no fui pieza, sino sólo parte ajustable, prescindible, reemplazable a lo mejor.

Creo que lo de antes fue una alucinación.

Los lugares se llenan con tu imagen mientras el recuerdo te supone como eras.

  —46→  

Temo el encadenamiento de suposiciones que te hagan desvanecer como un sueño que no se recuerda, donde siguen flotando pequeños puntos que explotan el vacío. Temo...

No, no me estoy volviendo loca.

Es un aprendizaje también obligado, algo que no se sabe antes ni se olvida después.

No es un juego de memoria.

Es sólo juego que se va perdiendo hasta que no queda memoria.

Te he dicho... ¿Qué te he dicho?

Te lo habré dicho antes, no, tampoco.

Es mejor que lo dejemos así.





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ArribaAbajo- II -

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ArribaAbajoPreludio con fuga

Lo que pasa con Aurelia es que ella lo sabe todo, y lo cuenta con detalles, hasta aquello que no sabe, y las escalas del piano no parecen escalas, sino inventos de sus dedos que suben y bajan casi como duendes del sonido mientras mi boca saliva abierta, desencajada, y ella sigue al ritmo de la cabeza de la profesora que juega verticalmente con el espacio, aprobándola. Luego, Aurelia se levanta, recta, sin perder el aire condescendiente, casi sin pedir permiso, y deja el taburete aún tibio de ella.

Es mi turno.

Camino los dos pasos desde donde estoy sentada y con fortuna llego a acomodarme, pero ella se ha llevado el embrujo y queda la atmósfera simple, banal, monótona, que no puedo cambiar con mis dedos endurecidos.

Hasta la cara de la profesora cambia.

Ya no cierra los ojos en total abstracción como con Aurelia. Son dos focos que reprueban antes de que por fin me anime.

Pienso en lo que dice Aurelia: «cuando entro en un lugar, lo hago con todo el cuerpo», pero no me sirve de gran ayuda. Siento que me encojo, que las paredes hacen lo mismo y estoy a punto de ser aplanada. «Será más fácil salir; no necesitaré que la puerta esté totalmente abierta».

Traspiro la media hora de clase. Hago trizas a Czerny, a octavas y terceras, y la izquierda y la derecha están   —50→   en distintos bandos con las teclas en una fuga imposible de aprehender.

La verdad es que me gustan más los preludios.

Pero, ¿dónde se ha visto un preludio sin su correspondiente fuga?

«La posición, cuida la posición. Pareces un tero a punto de volar con esos dedos tan tiesos», dice la profesora.

Se me nubla el teclado, las negras ocupan el lugar de las blancas y yo estoy en el medio. Nunca tuve nada contra el color negro. «¡Dos por cuatro, dos por cuatro!», insiste, marcando el compás con el taco del zapato, pero estoy tan confundida que pienso en la maestra de todos los días, la otra, y digo: «ocho», pero ella no entiende y sigue ahora golpeando con las manos «¡dos por cuatro, dos por cuatro!», en medio del salón largo, eco también largo y yo indefensa, una culpable sin causa en un banquillo ajustable. «Un momento», digo con un hilo de voz sin enhebrar, y me deslizo para subir el taburete que parece haber descendido, o quizás el piano es muy alto. La miro por un costado y veo más largos los pelos de su barbilla y más ojos detrás de los lentes, una profesora multiplicada, mientras yo estoy por padecer una trasmutación ineludible para esperar la noche anónima bajo el piano y salir sin que las trenzas se me enreden en las piernas.

Pero no hay imaginación que funcione.

Siento los dedos pegajosos, la falda hecha una masa con los muslos acalorados. Alguien golpea la puerta, porque a todo esto la cosa es a puerta cerrada, como cualquier tortura. La secretaria entra con la taza de café. «Déjela sobre el piano», dice la torturadora. Se me va la lengua por un sorbo, pero eso de que es mala educación comer o beber sin ofrecer a quien está con uno, como me enseñaron, es mentira. Me quedo con la boca seca como trapo estrujado. Está a punto de tomar el lápiz y calificarme (porque cada clase se califica). Ojalá tome el café antes y fume un cigarrillo para entonarse. «Seguirás estudiando la misma   —51→   lección», sentencia, sin caer en cuenta de que eso ya lo dijo la clase anterior, y la otra de antes y la de más allá, que los mismos sonidos ya me producen náusea, pero mueve la cabeza afirmativamente, como siempre lo he hecho porque también me lo enseñaron y no es que hubiera aprendido, pues de lo contrario no estaría repitiendo esa lección que resulta tan cara porque está en un punto muerto irremediable.

Entonces empecé a decir en mi casa que la profesora no ponía interés al enseñar, que no quería cambiarme la lección, y eso de no cambiarme la lección era grave, más grave que si hubiera insinuado que no quería seguir con el estudio del piano, prueba fehaciente de su inclinación por Aurelia, a quien cambiaba la lección cada semana.

Así fue como de un día para otro, sin algún preludio, de los que me gustaban ni fuga para escaparme, me encontré cara a cara, mejor dicho, costado a costado, con Carlos Aníbal, mi nuevo profesor. Del calor de la cara roja y la traspiración excesiva pasé al frío en pleno verano con 15 grados de edad, palpitaciones internas y externas y calambres en el corazón.

Queriendo vencer de entrada mi timidez, quise llamarlo el primer día por su nombre, pero, ni bien dije «Carlos», el resto quedó atorado. Me obligué a toser, pero no hubo caso.

La primera clase fue caótica y la vergüenza tiñó de rojo hasta las paredes.

Mi madre dijo que, evidentemente, la profesora no servía al observar mi dedicación en la casa, que excedía la paciencia y bondad de los oídos del resto de la familia. También comentó que, si seguía de ese modo, era probable que llegara al Teatro Municipal.

Pero no era eso lo que quería, sino complacer a Carlos Aníbal, lograr que me viera, que dijera que era la mejor, que mi talento único, mi posición la más perfecta, y mis manos herencia de alguna diosa musical. Pero él sólo tenía ojos para Margarita, blanca, transparente, a punto del desmayo,   —52→   tocando igual que un cisne con el cuello apenas inclinado y los brazos batiendo el aire, redondeando arpegios sin esfuerzo, la espalda recta, sentada en la mitad del taburete como debía ser. Yo tenía 15 años redondos de arriba, de abajo, de cintura, de piernas, con ganas de que me metieran en alguna máquina moldeadora para sacarme parecida a Margarita.

Cuando al término de una clase dijo que había hecho un gran progreso, levanté los ojos acostumbrados a estar bajos y me animé a mirarlo. No sé qué esperaba. Tal vez que me viera, no solamente de dedos y manos. «Hasta el próximo jueves», sonrió, pero el jueves siguiente hice fuerza por enfermarme, y lo logré. Después simulé un acceso de melancolía para luego agregar un desgano que fue tomado como «cosas de la edad». Pero el asunto se alargó y todos estuvieron de acuerdo en que me había enfermado de tanto estudiar, lo que registré para agregar más jueves de inasistencia.

Así fui fugándome de a poco, con un preludio compuesto para la ocasión.

Cuando hago memoria y recuerdo que Margarita lo dejó colgado de una corchea, no puedo menos que soltar la carcajada.

Éramos golondrinas buscando cada cual su propia primavera.

Carlos Aníbal lo sabía, porque jugaba a ser golondrina sabiendo que ya le habían pasado muchos veranos.

Nosotras también lo sabíamos, pero en muchas partes, estaba escrito lo del «atractivo del hombre maduro».

Ahora somos todas maduras, pero nadie nos pone el adjetivo y el tiempo no se detiene. Sólo nos permite dar vuelta la cabeza y echar una mirada hacia atrás por esas cosas tan necesarias del momento, y volver a enderezarla para seguir andando.



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ArribaAbajoElla no puede saber

Tenía cara de acomodadora de cine, de esas caras largamente amargadas de tiempo que pasa de largo, de películas que se ven sin mirar, sin temblores internos, de imágenes alejadas por un rechazo del presente, cara de entierro no consumado.

La vi primero detrás de la ventanilla, vendiendo entradas con sólo su torso a la vista, preguntando lo necesario, respondiendo con gestos, sacando los papelillos doblados del tablero y entregarlos sin levantar los ojos. Parecía un robot accionado por alguna vibración de vida. Después, cuando el tablero quedó semivacío, me asustó su imagen iluminada detrás de la linterna en el momento de tomar los papelillos para ubicar, en forma ordenada, a un grupo anónimo con un interés común momentáneo, manos extendidas con el apremio del apuro presionando a la mujer que daba muestras de impaciencia por el atropello unificado.

La luz empezó a retirarse, como esas de gas de antes, y las siluetas fueron marcándose cada vez menos hasta perderse en la oscuridad.

El resplandor de la pantalla jugó claroscuros hasta que el silencio ocupó el teatro después de algunos cuchicheos que fueron silenciados por otros más fuertes.

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El noticiario centró la cámara -después de una vuelta efectista- y aparecieron lugares alejados y gente poblando esos lugares con tenidas diferentes por oposición de estaciones, lo que produce cierta incredulidad o sonrisas a distancia cuando en la pantalla el frío hace estragos mientras en la platea se piensa que al aire acondicionado lo están regateando para reducir costos.

La mujer ha desaparecido con la luz, como si el gas la hubiera llevado a ceder terreno.

No sé por qué me fue difícil concentrarme en la trama tonta, excelentemente actuada por Jerry Lewis con un esfuerzo histriónico por rescatar lo salvable y así llegar al anuncio «Fin», con el apoyo de los espectadores.

Algunas risas espontáneas y otras forzadas -como para aliviar culpas al no sentirse tocados por el humor- saltaban de alguna esquina, o del centro, o del costado, en un confuso «ping-pong» de lugar y sonido.

Yo estaba en lo mío -en uno de esos días en que el sentimiento amanece más a flor de piel-, preocupado por la mujer sin expresión, sin ganas, que hacía su trabajo para terminar y sacárselo de encima hasta la próxima función.

No tenía un ápice de interés.

De haber sido tonta y muda, nada hubiera cambiado.

Es sólo mi deseo de profundizar en esas cárceles individuales rodeadas por un cuerpo, de querer constatar la presencia silenciosa o secreta del alma. Porque debe de tenerla, no me cabe duda, y es la constitución misma, el compuesto de esa masa impalpable, recipiente de tantas cosas donde encuentran acogida espontánea -una verdadera fundición de secretos que entran en forma gratuita-, lo que me intriga.

De pronto ella desciende el pasillo en declive seguida de algún retrasado. Taconea con eco, acomoda a la persona y regresa, inclinada, a ascender el pasillo con cierto esfuerzo.

  —55→  

Me levanto y salgo.

La busco en el primer golpe de luz, olvidando que los ojos deben primero acostumbrarse. No la encuentro. El controlador de boletos parece un San Bernardo. Debe de ser el peso de tantos años acumulados en la misma posición. «¿Dónde está la acomodadora?», le pregunto. Se pone los anteojos para contestar, me mira: «¿para qué la necesita?, ¿no encuentra su asiento?», lo que me molesta en extremo por esos recuerdos de antes, cuando recibía preguntas a cambio de otras porque no se tenía edad adecuada, arrastrando dudas que crecen con uno mismo a pesar de haber encontrado las respuestas. Así que no le contesto y me acerco a la salida, mirando hacia uno y otro lado de la calle. El hombre, molesto por la falta de interlocutor, dice: «fue a tomar un café al bar de la esquina», levantando la voz.

Camino hasta el lugar. Está sentada en un rincón. Me acerco. Levanta los ojos, asustada al sentir mi presencia. Acerco una silla y me siento, sin autorización, sin que medie palabra alguna. Ella no se opone, como si todo le diera igual, prolongando la actitud de claustro en el encierro detrás de la ventanilla.

No es fea, sólo crispada, sin asomo de curiosidad, como si una sequedad de otoño la estuviera trepando. Tiene los ojos cargados y las bolsas parecen recipientes de noches vividas en penumbra. No sé qué decir o cómo justificar mi presencia. Me noto ridículo. Tengo unas ganas intensas de decirle, de contarle, que todo comenzó al comprar la entrada, que me produjo pena y rechazo al mismo tiempo, que la sentí como pájaro enjaulado y yo culpable por ese aire libre con la forma cortada de mi cuerpo, pero tan solo como ella, pues por eso compré la entrada, para sentarme en compañía, una compañía ausente, empeñada hasta el alma en reír en primera persona; por eso volví a salir para buscarla, para que la soledad fuera en plural, y ahora, ¿qué le digo?, porque no soy dado a las palabras.

  —56→  

De nuevo me hundo en lo que hubiera podido hacer o decir y me levanto con aire de «disculpe», porque no puedo, se me corta la garganta con esas palpitaciones a tambor batiente y me retiro, retrocediendo, para que no vea cómo se me mueven las piernas dentro del pantalón, porque ella no puede saber que todo comenzó con ese encierro por equivocación: «por fin lo agarramos», dijeron. Y no hubo documento que les hiciera cambiar, porque no podían regresar sin presa, sin haber cumplido, y me sacudieron las ganas de cualquier cosa, me dejaron con la indiferencia metida adentro, todo gratuito, equivocación que duró once meses, y encima, cuando lo largan, uno dice «gracias». Pero ella no puede saber que trato, en un intento desesperado, de que «diga algo, por misericordia», «ábrete, Sésamo», «Mambrú se fue a la guerra», cualquier rotunda estupidez que se le ocurra, porque dos pares de ojos que se encuentran y no se conocen de antes no llevan nada adentro que reemplace la palabra, ese hilo que engancha bocas y acaba con el telón helado, «me llamo Claudia», «y yo Roberto» podría ser y bastar, pero rápido, sin pérdida de tiempo, porque uno espera que el otro lo haga primero, apúrate para impedir que salga por esa puerta y enmudezca para siempre, y tú, tú quizás quedarás también para siempre con el arrepentimiento, tu ventanilla y tu linterna.



  —57→  

ArribaAbajoExceso absurdo

«Es absurdo», dijo la mujer, regando por cuarta vez la planta. Estaba parada al lado de la ventana, en ese pedazo interior que puede llevar muy lejos, casi una proyección, un desdoblar de cuerpo y alma, un irse sin querer, un vaivén sujeto al deseo.

No quedaba en claro si era absurdo regar tantas veces la misma planta o dejar libre la voluntad despeñándose por el alféizar como único obstáculo.

La mujer dio vuelta. Estaba sola.

«Todo toma su tiempo, pero al tiempo a veces hay que canjearlo por la costumbre, y eso también lleva tiempo», siguió pensando en voz alta.

Antes estaba sola con él, engañando, engañándose, moviendo los mismos hechos tantas veces revueltos en ese enfrentamiento diario que podía comenzar con el aviso del despertador.

No recuerda cómo iban echando mano, al mismo tiempo o por turno, de espacios pasados llenos de reclamos, como aporte individual a ese estado que llaman matrimonio.

Acudieron sin presión, sin arreglos familiares, casi enamorados, llevando ruidos de una guerra anunciada, huyendo de espíritus malignos, de esos que se dejan encerrados pensando   —58→   que así no podrán escapar, sin darse cuenta de que los llevaban puestos.

Llegaron de noche a esa casa grande, vacía, acompañados por la abuela en el carro de dos caballos.

Era otra costumbre aceptada por respeto, por ignorancia, por timidez, porque así debía ser.

Siempre se preguntaron si el resto hubiera sido diferente con un comienzo distinto.

Si no hubieran tomado determinadas calles, o llegado de noche...

Se sintieron solos, con esa soledad que inquieta cuando es de a dos, que molesta gestos o retrae inicios.

Creyeron que era normal y también encontraron natural la presencia de la abuela, al día siguiente, para constatar el vínculo.

Después fue una repetición del acto del matrimonio, una suma llevada por la costumbre con faltas que no supieron que lo eran.

Se aguantó el tiempo en medio de aconteceres externos, extraños, y el propio fue disfrazándose hasta perderse, y cada vez fue más necesaria la búsqueda exterior para apoyar la huida, una huida que iba volviéndose constante.

«Las noches pesan más que los días», dice la mujer.

Noches de sábanas que amanecían en su lugar, sin conocer un desorden de lucha.

Los hijos no llegaron por falta de lucha y ninguno los echó de menos.

El tiempo se estiró, igual que las telas que son medidas en las tiendas, y se acumuló por dejadez, produciendo en el fondo una resaca informe.

Ella retomó de pronto el hilo de pensar, que estaba enredado, y empezó a estirarlo y dejó de ser hilo, y vio un espejo y escenas de su vida pasaron como película en cámara lenta para que la viera con detenimiento.

«Los otros eran más importantes que nosotros. Eso no fue bueno».

  —59→  

Era tarde.

No de noche, precisamente. Sólo tarde.

Vio de lejos esa soledad que la dejaba independiente, pero no se asustó.

Llevaban cuarenta años de mutuo conocimiento.

Recogió todo su coraje para poder animarse.

Ahora está ahí, regando en exceso las plantas, diciendo que es absurdo.

«Cómo se te ocurre, después de cuarenta años», le dijeron los otros, los de afuera».

«Justamente», dice ella. «Es absurdo, como cualquier exceso», y sigue regando hasta que desborda el agua y se escurre el exceso buscando el escape.



  —[60]→     —61→  

ArribaAbajoUna tía de glorieta

Hoy volvió a llamar tía Herminia; creo que la próxima vez que lo haga le diré que no estoy. ¡Cómo que no puedo hacerlo! Eso de tener conciencia es un verdadero cargo, una imposición inventada, sin permiso. «¿Estás?», es lo primero, que pregunta cuando descuelgo el teléfono, y yo estoy, claro, porque son las cinco de la mañana y primero escucho un timbre lejano, una perforación abstracta que se acerca cada vez más hasta penetrar el laberinto dormido del oído y hacerme saltar junto con todos los resortes del colchón. «No puedo dormir», me dice. «Es ese ejército de fantasmas que espera la madrugada para hacerse visible», agrega. «Toma una pastilla», le aconsejo. «Pero si falta poco para levantarse». «Tómala igual», insisto, mientras voy cayendo, lentamente hacia atrás por una atracción que no ha sido calmada porque no se ha cumplido el plazo de ocho horas. Pero ella no lo sabe porque algo se le corre y el tiempo le sobra -o le resbala-, sin hacer el esfuerzo de agacharse, por lo menos para recogerlo y ponerlo en su lugar -el tiempo, digo- mientras voy sucumbiendo al blanco extendido de las sábanas. «Te estás quedando dormida», sentencia o reprocha Herminia. «No, acá estoy», contesto. «Voy a desayunar», informa, y dos horas más se presentan, prometedoras; el sueño mejor dormido hasta que el despertador   —62→   verdadero funcione. «¿Quieres algo?», pregunto antes de colgar, pero no espera respuesta.

Tía Herminia era linda.

Así atestiguan esas fotografías que ríen entre sí, guardadas en álbumes de tapas desteñidas.

Ríen de lo que ha pasado y de lo que vendrá.

Ríen seguras de ese momento detenido por la explosión del magnesio. Las caras quedaban como estupefactas, pero era parte de la forma de vestir de esa época, de disfrazar interiores; la mirada se asombraba por cualquier cosa. Entonces, otra cualidad era la de los ojos redondos y pestañas iguales y cejas de arco pronunciado, casi un triángulo en actitud de haber sido.

Tía Herminia hablaba de los amores cobrados con besos a hurtadillas, de los remezones de corazón por un roce de manos o una mirada demasiado fija, un duelo con destellos de fuego, una prueba de valentía hasta que el par más débil buscaba la retirada con el apoyo de algún elemento para no claudicar sin remedio.

Se quedó soltera, por más que... Bueno, pero es algo que también ha quedado aislado como la expresión de las fotografías, sin posibilidad de desarrollo.

«No hay como la virginidad», decía cuando mi edad no era suficiente para comprender esta premisa. «Es parecido al estado de santidad, sin necesidad de ponerse esas ropas negras que acaloran casi impúdicamente».

Se habló, sin embargo, de su estancia por algún tiempo -un retiro, por voluntad de otros- en ese lugar de silencio de claustro donde olvidó las ganas de sostener miradas o reír a boca llena como hasta entonces lo había hecho.

Quizás fue el resultado de algún beso, cubierto por las sombras de esa glorieta del fondo del jardín a la que ya no regresó.

Muchas veces, no obstante, desde la terraza de mosaicos multicolores y geométricos, jugando el equilibrio de una pierna recogida para sortear algunas baldosas, la vi detrás   —63→   del vidrio de su ventana mirando hacia la glorieta.

Tía Herminia fue cerrando sus propias ventanas.

«Es el precio que se paga por nacer en el momento equivocado. Fui una adelantada, como esos españoles que no nos adelantaron mucho». En general, era de poco hablar. «Es el privilegio de los que saben demasiado», decía.

Era la tía que debía figurar en los anales de cualquier familia de tradición.

Cuando murió tía Carmen -la esposa de tío Gerardo y hermana de Herminia- se pensó que la unión de Gerardo y Herminia solucionaría el problema del cuidado de los cinco hijos que quedaban sin madre, pero Herminia se mantuvo firme: «cuando se ha sido tía, no conviene volverse madre». Además, no congeniaba con tío Gerardo y el fantasma de la glorieta parecía importarle más que la «seguridad», como decían, de la protección de Gerardo.

Fue despojándose de velos, por así decirlo, porque toda ella era etérea, hasta quedar con la rugosidad que deja la prepotencia de los años.

Me llama varias veces al día, pero no recuerda que ya lo ha hecho.

A veces paso a verla cuando regreso por la noche. «Te llamé durante todo el día», es su saludo.

Ayer no pude hacerlo, por más que estuve a punto.

Era necesario limpiar y lavar lo acumulado en días de apuro. «Ya llamará en la mañana», pensé. «No dejes para mañana...», pero no llegué a terminar el pensamiento por la superposición de otros: la oficina, el jefe, los compañeros, los otros, la domesticidad de lo que debía hacer, fueron llenando el resto de la noche. Dormí sin interrupciones. Sólo la necesaria del despertador.

«Tía Herminia se quedó dormida», pensé. «¡Qué bueno!». La llamé. «Debe de seguir durmiendo». «Qué manía la suya de no querer alguien que se ocupe de ella, que la acompañe». El teléfono mantuvo el tono imperturbable.

Pasé a verla.

  —64→  

No tenía más que atravesar la puerta interior que separa la casa -la misma de la glorieta- y que dividía nuestra independencia de personas demasiado parecidas en esa casona donde fuimos quedando como guardianas de duendes dormidos.

Me sobresaltó el silencio, la quietud de plantas, de muros, de muebles.

Me senté a mirarla desde cierta distancia por el espacio de la puerta entreabierta. Abrazaba el teléfono. Me pregunté qué demonio actúa para impedir ciertas decisiones.

Desde donde estaba no podía ver los rasgos en su sitio. Sólo era un montón inerte de contorno movedizo. No, era el temblor de mis lágrimas, reverbero silencioso, inútil.

Quedaba sola, con el enorme peso de un acontecer que, en cierto modo se iba con tía Herminia.

Sé que durante un tiempo me sobresaltará la ausencia del sonido madrugador de ella.

No queda nadie a quien pueda molestar cuando me llegue el momento. Tía Herminia pudo haber sido mi madre. Quizás no quiso que la perdiera dos veces.



  —65→  

ArribaAbajoSíntoma

Fue cuando el estómago se dio vuelta, una vuelta completa, y la náusea levantó cada poro de la lengua y el espasmo juntó ambas partes.

Fue entonces, y supe que estabas ahí.

Pude comunicarme desde el primer momento, desde el desliz que te había abierto la puerta.

Fue impensado, sorpresivo, y quizás por eso mismo, por toda la preparación emocional que supone el hecho, me encontré incapaz de afrontarlo.

Con la náusea iniciábamos el diálogo matinal, corto, hasta que, doblada sobre mí misma, vaciaba el interior.

El líquido viscoso le ponía término. Después, el sudor frío se esparcía como queriendo recordarme que no todo había terminado, al contrario, que cada día iba a iniciar de nuevo, con más fuerza, ese acto entre dos seres que empiezan a sentirse.

Cada noche me acostaba esperando llenar mis sueños con delirios que se deshicieran con la primera claridad, que el laberinto inconsciente aprisionara lo real, lo cierto, y me encontrara libre, otra vez libre.

Pero apenas puedo alcanzar el alba.

Sabes cómo me siento cuando las fragancias se escapan de los objetos y necesidades diarias.

  —66→  

Sabes cómo detesto el beso de despedida en los labios. Sabes cómo aprieto la boca y aguanto el remolino que busca insistente la salida.

Como si necesitaras todo el espacio posible a tu alrededor para desplazarte, ir avanzando, ganando territorio, disminuir el mío...

«Si no hubiera...», pienso.

Pero estás ahí, me lo recuerdas y tengo miedo.

Son los síntomas los que están presentes y después, ¿qué pasará después cuando empieces a golpear con la decisión hecha cuerpo, con la impertinencia que hará titubear el corazón?

Miro el día y pienso si tengo derecho de privarte de lo que veo. Pestañeo para alejar la imagen, para hacerla menos bella, borrosa, para enviarte ondas alteradas y que no sientas tantas ganas de insistir en lo tuyo.

Estás furioso y me mandas el espasmo, tu pobre arma.

No te he buscado, quiero que lo sepas.

Yo no sentiré nada; me dormiré buscando deshacerme de pesadillas de ojos abiertos. Nadie sufrirá.

Sólo habrá un vacío en el lugar que ya habías comenzado a cavar, que no dejará de doler. Es un dolor de carne rasguñada, como si tiras finas desprendidas del corazón cayeran.

Pero el corazón está entero, ¿me entiendes?

Necesito creer que ha sido un acuerdo mutuo.

El día se ha nublado y pienso si en verdad vas a perder tanto.

Hay un remecimiento de la razón, la duda, lo justo, y la rabia se centra en ti y revuelve el estómago.

Si fuera sólo el estómago.

Siento una presión por descargar el chorro que sube de adentro, empujado por lo que todavía llamo «síntoma».

  —67→  

Fue un dolor intenso, solitario, una rabia interna que ya no quiere molestar, que se deshace y corre entre las piernas. Entonces las aprieto, firmemente, en un instinto más fuerte que la voluntad.

Pero ya estaba decidido.

Creo que fue el día en que no quise hablarte, el día en que el enojo se convirtió en entrega y selló mi boca.

El día en que ni la furia nos unió.

El tiempo se me ha llenado de ojos. Caminan a mi lado, pero no puedo identificarlos.

Sé, en lo profundo, en esa cavidad vacía que continúa dañando el vientre, que algunos pudieron ser tuyos.



  —[68]→     —69→  

ArribaAbajoCambio de folio

Está a punto de cumplir 50 años.

Piensa si, como todo acontecimiento que redondea esa cifra, también puede llamarse «de oro».

No sabe si es grave cumplirlos.

Tampoco si es importante.

Sólo que suena a mucho, a una superposición de tiempo que en otras épocas significaba casi el término de vida.

No cree que ocurra algo dramático al trasponer el día que corresponde, ni que deje de pensar o sentir en la forma en que lo ha hecho en esa primera etapa, aunque no debe olvidar que al día siguiente del día estará comenzando la segunda, con sólo veinticuatro horas para darse cuenta.

No está asustada y, por un acuerdo mutuo con el espejo, las líneas delatoras se mantienen amenazantes, sin irrumpir aún con la fuerza de lo inapelable.

No, no es susto.

Sólo un examen o meditación.

Hay dudas, muchas dudas.

Si se hizo lo que se debió hacer, si todavía se espera poder hacerlo, o si las cosas que no se hicieron han perdido su oportunidad.

Piensa que quizás es bueno seguir buscando respuestas o acumular dudas que necesiten de ellas, y en ese juego   —70→   hacia uno u otro lado se escurra, sin sentir, el tiempo que todavía falta.

Y sigue pensando...

Y los porqués surgen en cada vuelta de la memoria.

«No es posible devolver los años que no han sido usados totalmente, deducir los días de enfermedad como si nos hubieran engañado, aunque a veces...», murmura.

Quizás, como sucede con las cosechas, habrá que quemar los restos de una para que pueda servir de abono a la siguiente, o el cielo y la tierra se juntarán formando un círculo, no precisamente en una visión de horizonte...

Algunas siluetas de tristezas repujadas pelean por ubicarse en el recuerdo, no, en el tiempo.

No está segura.

Tampoco sabe si se mueven hacia adelante o hacia atrás, o es sólo esa nube que a veces esfuma las imágenes...

O es probable que sean duendes antojadizos que se empeñan en ocupar esas celdas vacías que de pronto produce la mente, espacios extraños que se abren sin razón como anticipo aún indescifrable...

Siente un temblor de aire o un mareo de tierra.

Sigue sin entender.

A lo mejor está haciendo un problema de lo que no es.

Pero, después de todo, es ella quien siente el estirón hacia abajo, quien se rechaza conscientemente por inaceptable, pero empieza como taladro fino a molestar una parte de ubicación imprecisa hasta producir un hoyo también incierto, invisible, que se siente porque ya ha sido pensado y se vuelve profundo, por insistencia del pensamiento, por el cual van cayendo restos de cosas de las que no se ha llevado siquiera cuenta, y el hoyo es elástico y se columpia en forma pesada con lo que va cayendo.

Entonces es posible una perforación para evitar el peso, pero los desechos pueden desparramarse y cubrir o tapar el pensamiento, llegando a eso que se califica como desvarío.

  —71→  

No sabe por qué se lo teme.

Quizás porque ha pasado por tantas mentes y lleva residuos que a uno no le sirven, quizás porque la curvatura del desvarío es pronunciada y puede llevar a un vuelco parecido al de los autos, dejando al descubierto ese desván íntimo de cara sin maquillaje.

«Somos deudores de ese culto al fingimiento diario, a la aproximación cautelosa, sin compromiso», piensa. «El desvarío es una forma de declararse insolvente y el insolvente se deshace del apremio del vencimiento».

Puede que todo sea nada más que pretexto para evitar el acto de confesión.

El tribunal está siempre dispuesto y a veces se llega a forzar el acto para justificarlo.

Lo sabe por haberlo escuchado, leído, por haber casi pisado la cinta transportadora.

Le hubiera gustado ser hombre.

En ellos los años no anidan del mismo modo.

Y eso de la liberación de la mujer...

Con el solo cambio de sexo se pelean guerras distintas.

Los gritos de rebeldía suben y bajan en el aire; sirven para cortar el viento y hacerlo menos fuerte.

Pero eso dice ella, ahora que está al borde de los cincuenta.

La verdad es que no me molesta ser mujer, ni equivocarme de peldaño, ni gritar en sordina.

Después de todo, pienso que no son tantos.

Lo puedo doblar en cuatro -el certificado de nacimiento-, ponerlo bajo el brazo y dejarlo caer como al descuido.

Me parece que no son tantos, que no los siento tantos, que de tanto repetirlo perdieron fuerza, y el próximo año...

Bueno, ya no los tendré.



  —[72]→     —73→  

ArribaAbajoDe a pedazos

Despertó con rabia.

Un pedazo de cielo entraba por algún lado; podía ser la ventana.

Se levantó y la abrió, quizás por esa necesidad de tener la cosa entera. Mucho tiempo pasó con el regateo de los pedazos: «uno para Lena, otro para Fifo, otro para ti», crujía la barra de chocolate mientras los dedos separaban. «¿Y para ti, mamá?». «No, yo no». Leve sabor dulce del mediodía que no alcanzaba a cubrir las tardes largas de claustro, iguales, lisas, con alguna que otra amiga para jugar con el tiempo y deshacerlo, o fumar cigarrillos hechos de hojas secas de palto para probar algo diferente. Con la garganta reseca uno tenía que aguantarse la tos para que nadie se diera cuenta, llevándosela hacia adentro hasta que la cara quedaba al rojo vivo, con la sensación de que el reventón vendría en cualquier momento, lo que no le ocurría a la abuela vieja con esos inmensos cigarros que se los pasaba de lado a lado, de diente a diente y entre miradas amenazantes, porque los derechos había que ganarlos por edad, y las miradas desnudaban, haciéndolos más y más chicos, hundidos en la insignificancia que colmaba las aspiraciones de la abuela de mantenerlos en ese nivel hasta que se abrían   —74→   las baldosas y desaparecía un pie, después el otro, y al final nada quedaba, ni siquiera el miedo.

Son muchas las veces que despierta con esa rabia que ha ido arrastrando distintos motivos.

Se pregunta si llegará a formar una reacción química con algún elemento de la atmósfera, produciendo una gran explosión.

«Estoy a punto de explotar».

«¿Por qué no explotas, mamá?».

Arranca hojas del calendario. Barre las otras, las que llenan el patio con la impertinencia de tiempo que no se detiene. Sube y baja las mismas escaleras, observa los recodos que forman las habitaciones en el mismo lugar como una fijación de los sentidos; casi podría recorrerlas a ojos cerrados.

Ha clausurado la pieza del fondo porque la tuvo en exceso, en distintas declinaciones de edades o épocas, llenas de pedazos faltantes... Quizás la vuelva a abrir cuando el recuerdo falle. Entonces habrá que echar abajo la puerta, porque la llave la dejó caer en uno de esos tantos raudales que juegan con la fantasía en un intento de fuga.

«Los raudales se llevan el cuerpo por partes, sobre todo los ojos y lo que está adentro, pero el resto sigue parado, a pesar de ese escape incontenible que a veces lava hasta el pensamiento», piensa hacia atrás.

Adela tiene los rasgos firmes, delineados con fuerza como un capricho de naturaleza enojada. Se le cae la nariz en medio de ojos muy separados -quizás independientes- que la llevan, en visiones, a través de desperdicios de espacio en donde encuentre pedazos oxidados de ella misma.

Tiene la boca saltona, como si hubiera hecho caso al mando de «¡un paso adelante!». Buses llenos de apuros humanos, ella adentro y el chofer apretujando su ganancia con eso de «un paso hacia adelante». Tal vez el cuerpo se le ha formado entre compresiones de otros cuerpos.

  —75→  

En una de esas conoció a Mito. No recuerda en qué recorrido. Lo vio con un solo ojo, después con los dos, pero aun con uno la imagen era completa: más alto que ella, quizás más joven. «Es conveniente que el hombre sea mayor», recuerda la voz del cigarro.

La misma dirección a la misma hora, palabras cruzadas en la espera, las quejas por el chirrido de los frenos, la velocidad del vehículo o la osadía de algunas manos, los fueron uniendo. Después se juntaron en un café y con el cigarrillo se fueron ablandando reservas.

Era fácil con Mito; ella no tenía mucho que ocultar o contar. Más bien lo mismo, repetido entre risas o muy seria, según el momento. Mito hablaba poco. Dejó que ella se fuera vaciando de tanta espera. La observaba, traspasándola con esa profundidad oscura de ojos de quién sabe qué color. En esos días Adela cumplía treinta años de idas y vueltas, sin redondear ninguna, sólo esa cifra que amenaza. «La mujer de treinta años»; buen título de libro, piensa. No es época de juegos ni de escapes o treguas. Tampoco de remecer el sentimiento en un medio de transporte ni reducirlo a fugas «fuera de horas de oficina». Quiere colgarse con todas las de la ley de eso que le está pasando antes de que sólo quede la imagen de ventanilla.

Se le olvidan sus devaneos libertarios, «su independencia ganada». Quiere ser mitad de parte y que el resto se complete. Quiere dejar de buscar otros ojos con los suyos.

Era natural que lloviera. Comenzaba el otoño y siempre lo hace llorando, «como anticipo de dolores de huesos», escuchó alguna vez. Está en la parada de siempre. No así Mito. No ha aparecido. No golpeó su sonrisa a una cuadra de distancia. Sube con la cabeza dada vuelta. Casi pasa de largo, sin pagar el pasaje. Ya se le había olvidado eso. Mito está al fondo, como cuando recién lo vio. Le hace señas de que no puede acercarse con tanta gente entre medio. Con   —76→   las manos indica que subió en la parada anterior. Ella asiente. Mito sigue hablando con las manos. No, no bajará con ella. Continuará hasta la siguiente. Ella vuelve a asentir con un movimiento. Adela baja. El bus escapa, dejando una mancha corrediza.

Mito no existió, nunca ha existido. Fue una burla, un enjuague del tiempo como esos cigarrillos de hojas secas. Quiere hundirse y desaparecer de a poco, pero para eso necesita la presencia de la abuela...

El próximo año tendrá treinta y uno.

Es una forma de ir desapareciendo.



  —77→  

ArribaAbajoExtremos y una mesa

El problema es Pablo. Los años le han afilado los ojos.

Son barrenas que no necesitan prospección para encontrar lo que buscan.

Parece tener la verdad de su lado, como esas balanzas antiguas que daban el peso justo por casualidad.

Entra con la prestancia de gallo en celo, con todas sus plumas verticales.

Pasa y repasa, husmea, califica, descalifica a ese animal que espera indefenso, en una esquina, el momento de la ejecución.

Ella quiere mantener los pies sobre la tierra, el vientre en su lugar, la mente en evolución perpetua, igual que la ilusión de la barriga plana después de embarazos más o menos frecuentes y estrías de recuerdo para toda la vida; una advertencia inicial que no se toma en consideración.

Ella sigue manteniendo los pies sobre la tierra.

Las manos de Pablo suben y bajan por esas estrías.

«Acordeón sin música», se le ocurrió.

La mente de la mujer circula por varios tiempos, sin ajustarse a ninguno, pasando por alto y de largo como medida de defensa, de estímulos traicioneros o auténticos; un manojo de dudas sin identificación.

«La casa está pasada a olores de cocina», dictamina, al tiempo que, por encargo milagroso, se abren puertas y ventanas como abanico de antaño.

  —78→  

Todo está dispuesto para que él ubique su perfección donde prefiera. Va dejando rastros, seguro de que vendrá un par de pies jugando una rayuela que no evitará cuadrado alguno.

La manivela del orden suena y ella parte, recogiendo rastros, enarbolando pudores de antes.

Pablo estira el largo brazo protector que no tiene medida para que ella encuentre refugio.

Ella pasa, quizás sin darse cuenta o tomando cuenta de las veces que no lo hizo, o con la inconciencia del orden aún dando vuelta.

«¿Estás enojada?», pregunta.

Ella sonríe. Es un arma que no falla, no compromete; la duda hecha razón.

Se sientan en la mesa larga, cada cual en su extremo.

A ella se le da por caer en ensimismamientos que nada tienen que ver con la edad.

Es parte de ese laberinto enroscado, laberinto que desorienta nada más que con el nombre.

«Se viene», dice él, y ella no atina a precisar.

Mira por la ventana en un ángulo oblicuo de su extremo.

«Es probable», dice.

«Primera vez que estás de acuerdo».

Como si tuviera alguna influencia en los cambios de tiempo. Si tiene que haber tormenta, la habrá, quiéralo o no.

«Ah, eso», ríe él.

Ella se sorprende.

«Yo me refería a tu tiempo».

Ella continúa mirando en oblicuo.

Hay demasiado que pensar en ese trozo de ventana dócil que se deja hacer o llevar por ella. Es blanda, fácil, una ventana de espuma para flotar en ella o lanzarse a recorrer el mundo, a «hacer la vuelta en silla a su alrededor».

  —79→  

Ella lo puede recorrer en menos de ochenta días, en mucho menos, batiendo un récord, ir y volver en un abrir de ventana con el ángulo justo para poder escapar, atada a ese manojo de luces que ve brillar afuera.

Las palabras tardan en llegar de un extremo a otro de la mesa. Van dando botes hasta que descargan su contenido, se vuelven lacias.

En la mesa nupcial estaban juntos, uno al lado del otro, solos con mucha gente, con ansias de quedar más solos.

Ahora se miran, se observan, se buscan los matices de la edad, el menor traspié, la más leve falla, para ser el primero en detectarla, esgrimiendo victorias de hostilidades no declaradas.

Por temor de caer en el juego, ella lo ha ido dejando, cediendo por comodidad, por rabia, por desgano, por desinterés.

Están demasiado lejos para recurrir a esas interrupciones del silencio: «pásame la sal», «¿quieres más?».

No hay roces de manos que transporten temblores de cuerpo. Sólo la atmósfera pesada de distancia, un alargamiento de espacio donde flotan dos seres que no luchan por esa fuerza de gravedad que han ido olvidando.

«Salgo», dice él.

Ella mueve la cabeza mientras él consume el largo de la mesa y besa su mejilla en el aire.

La ventana se mueve con el golpe de la puerta.

Ella se acerca y cierra la tarde, corta el sonido de afuera y recoge los cuatro lados de ese cuerpo vertical en las formas redondeadas de la mecedora.

Se impulsa con los pies y va cerrando los ojos hacia atrás en su intento diario por recordar cuándo y como, sin poder precisarlo, para quedarse con el porqué sin respuesta, echando la culpa a esa mesa larga que tanto quiso, la misma que vio en películas donde lucen tan bien las cosas, no como aquella, cuadrada con tendencia al rectángulo, puesta en la cocina, chica para todo y, sin embargo...





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