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Una terrible belleza1

Carlos Franz





Vladimir Nabokov decía que la literatura debe leerse, ni con el cerebro, ni con el corazón, sino que con la espina dorsal. Un buen relato se reconoce por ese cierto escalofrío que recorre la espina del lector al descubrirlo. Es un escalofrío cada vez menos frecuente, me temo, a medida que pasan los años, y por lo mismo más anheladamente buscado. Pero cuando ocurre, la cosa pasa más menos así. Nos encontramos muellemente arrellanados en nuestro cómodo escepticismo nacional, cuando nos cae en las manos el libro de un escritor desconocido hasta entonces. Si más encima es chileno, y cerca de nuestra edad, es probable que pensemos, con altivez provinciana: «a ver, qué habrá redactado éste». Entonces, inesperadamente, un delicado sismógrafo empieza a agitar nuestro encallecido espinazo literario. Y al poco rato, gozosamente, maravilladamente, sentimos la sacudida, el escalofrío de una nueva admiración que está naciendo.

Como muchos escritores soy egoísta con mis admiraciones. Descubrí los relatos de Roberto Bolaño hace ya tiempo, en España. Volví, y no se lo conté a nadie. Quería guardarme este goce secreto sólo para mí, que nadie más que yo lo disfrutara. Ahora me han pedido que proclame esta admiración a voces. Y lo hago con gusto. Pero no crean que les voy a revelar todos mis descubrimientos. Mencionaré un par de razones esenciales por las cuales los trabajos de Bolaño me parecen admirables. Y me guardaré el resto. Lo demás, les toca descubrirlo a ustedes.

La primera de mis admiraciones es hacia la ambición universal de Bolaño. Una ambición -estrictamente literaria-, por crear un universo ficticio y autónomo. Entre los escritores que admiro están los creadores de mundos, y están los creadores de universos. Los creadores de mundos trabajan en forma lineal, inauguran uno nuevo con cada libro. Y aunque vuelvan sobre temas recurrentes, esos mundos son básicamente distintos, e imperan en ellos leyes propias. En cambio, los autores que crean un universo, proceden en forma radial, en vez de lineal; cada libro es la expansión de un sistema, el crecimiento de un organismo que incluye y modifica a cada una de sus partes. Arriesgaré un ejemplo, a ver si se me entiende: Tolstoi es un creador de mundos; Proust es el creador de un universo. Ninguno es necesariamente superior al otro. Los mundos suelen ser más habitables que los universos; pero éstos hacen más patente la grandeza de su creador.

Sospecho que Bolaño es un «universal». El tipo de escritor que de obra en obra va acrecentando un cosmos verbal coherente, en continua expansión, pero siempre ligado por correspondencias evidentes o secretas. Personajes que reaparecen de texto a texto, historias de final abierto que continúan parcialmente en otras, temas y sus variaciones. Este universo ficticio en formación no produce el efecto de un caos. Por el contrario, Bolaño logra comunicarnos la ilusión de que está creando un sistema. Un sistema solar -dijéramos- donde los diferentes relatos orbitan ligados por una fuerza gravitacional poderosa: su estilo.

Para mi gusto, el sol de este sistema, el centro del universo desarrollado hasta la fecha por Bolaño, es el magistral relato titulado Ramírez Hoffman, el infame, último capítulo de esa curiosa neo historia personal de la infamia que es La Literatura Nazi en América.

Escojo ese relato no sólo por encontrarse más o menos en el centro geográfico de la obra narrativa de Bolaño, aparecida hasta ahora, sino porque me parece el ejemplo más sobresaliente entre esa galería de personajes disparatados y peligrosos con los cuales ha poblado su universo. De hecho, la fuerza gravitacional de Ramírez Hoffman es tan grande que luego el personaje reaparecerá para desarrollarse bajo varios alias en la novela Estrella distante. E incluso le alcanzará para contaminar posteriormente algunos de los cuentos de Llamadas telefónicas, como el de Joana Silvestri, actriz porno quien no sabe lo cerca que estuvo de convertirse en un nuevo poema carnicero del inefable R. P. English, otra chapa del infame Ramírez. Y así, probablemente, ad nauseam...

Pero ¿quién es Ramírez Hoffman?, se preguntarán quienes no lo han leído. Pues ya lo dije, un poeta infame; pero en la doble acepción del vocablo (malvado, y a la vez sin fama, o con esa clase de fama secreta, de capilla literaria clandestina, de las cuales se nutre Bolaño para sus historias). Ramírez Hoffman, además de poeta, es un teniente de la Fuerza Aérea de Chile quien, a mediados de los 70, cito: «Podía pilotar sin problemas un Hawker Hunter o un helicóptero de combate, pero lo que más le gustaba era coger el viejo avión cargado de humo, remontar los cielos vacíos de la patria y escribir con letras enormes sus pesadillas, que eran también nuestras pesadillas, hasta que el viento las deshacía».

Curiosa anécdota, dirán ustedes, quizá. Pero cuidado, precisamente la gracia es que Bolaño, a partir de un poeta infame, es capaz de crear un universo narrativo. Un universo con tanta energía que puede legítimamente absorber otras galaxias literarias. Al hacerlo, Bolaño incluye y modifica a sus precursores, como quería Borges. Porque Ramírez Hofmann entronca con una estirpe de personajes amorales que animan cierta corriente de melancolía rabiosa en la narrativa contemporánea. Cierta estirpe que siempre está pronunciando las palabras finales de Kurtz en El corazón de las tinieblas: «El horror, el horror».

Ramírez Hoffman es pariente cercano de Kurtz; y primo del Juez penitente de La Caída, de Camus, y bisnieto del hombre hundido en Las memorias del subsuelo, de Dostoievsky. El personaje de Ramírez Hoffman y sus alter egos, en la obra de Bolaño, representan una suerte de poetas -ya que no ángeles- caídos. Entes marcados por un radical odio hacia sí mismos; y de allí, como escribe Bolaño, sus ganas de «quemar el mundo».

Girando alrededor de ese agujero negro del «poeta caído», y atraídos por su invencible energía negativa, giran algunos de los temas principales en el universo narrativo de Bolaño: el temor al fracaso literario; la violencia del siglo; el mal como evidencia irreductible a toda racionalización, el puro mal.

En su tratamiento del mal, yace la segunda de mis admiraciones «bolañescas». Cité antes al poeta infame escribiendo con humo sobre esos «cielos vacíos de la patria» (nótese lo justo de la expresión, el lenguaje cargado de sentido). Pero ¿qué escribía -se preguntarán quienes no lo han leído-, qué escribía el Teniente Ramírez Hoffman sobre el firmamento del Chile sitiado de 1974? Citemos uno de sus versos: «La muerte es amor». Trazado con humo en el cielo de Santiago. Yo diría que si nos fijamos bien, si alzamos la cabeza, capaz que podamos verlo todavía: «La muerte es amor»... Escrito allá arriba, como las letras en el muro del banquete. En el cielo o en el libro entendemos, con ese escalofrío que recorre la espina dorsal, que es como se entiende en el reino libre y paradójico del arte: la muerte era el amor que nos había tocado.

Allí está, me parece, el núcleo duro, poético y terrible, ese sol negro en el centro de este universo narrativo. Vemos nombradas nuestras pesadillas. Y las entendemos mejor porque precisamente las escribe no un asesino y torturador, en una novela de denuncia cualquiera, las sentimos mejor creo, porque este asesino es un poeta.

Bolaño inventa impunemente y se arriesga a hacer mezclas políticamente incorrectas, altamente volátiles y por eso mismo, voladas. Bolaño se atreve a hacer este vínculo riesgoso y siniestro entre po-der y po-esía, entre muerte y belleza. Y con él hace estallar nuestra autocomplacencia. Las buenas conciencias no aceptarán fácilmente creo, las últimas lecturas de estos textos. Quizá se quedarán en el humor, en la intertextualidad, en cierto saborcillo posmoderno. Recursos todos que Bolaño emplea con máxima destreza, es cierto. Pero allí en el fondo, para los que se atrevan a acercarse al centro de su universo narrativo, brilla esa piedra negra, radioactiva, cuya belleza terrible ha nacido de entre nosotros.

He mencionado la ambición universal, el tratamiento del mal... No es poco y, sin embargo, habría mucho más que decir. Sobre el estilo plástico y agudo a la vez. Sobre la plausible hermandad secreta de poetas del inframundo, que sospecho le pasan información a Bolaño acerca de sus colegas, para que la ponga en sus libros. Sobre las afinidades con autores contemporáneos, como Vila Matas o Paul Auster. Sobre el tempo en los relatos de Bolaño, que son pura velocidad y por eso mismo aire de esta época en fuga que es la nuestra. Sobre... Pero no lo haré. Ya dije que no iba revelarles todas mis admiraciones. Me guardo algunos secretos asombrosos. Y si ustedes quieren saberlos, pónganse ya mismo a leer a Bolaño. A leer y admirar.





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