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Primavera en la plaza de París

Comedia en dos actos, divididos en cuatro cuadros

Víctor Ruiz Iriarte




ArribaAbajoIntroducción1

Juan Antonio Ríos Carratalá


Las quinientas representaciones de La muchacha del sombrerito rosa en el teatro Arlequín, de Madrid, constituyeron un éxito indiscutible para la compañía de Enrique Diosdado y Amelia de la Torre. A esta circunstancia se sumaba que el reencuentro del exiliado Esteban Lafuente y Leonor, su esposa, planteaba incógnitas con respecto a su futuro. El público deseaba conocer la continuidad de esa relación de amor y el porvenir de las tres hijas, que con tanto entusiasmo se habían identificado con el ideal de las muchachas españolas de la época. La compañía estaba dispuesta a satisfacer unas expectativas concretas, basadas en la acogida dispensada a la citada comedia. El resultado fue un nuevo encargo al autor de la casa, Víctor Ruiz Iriarte, que en 1967 debió multiplicarse: «en este último año he escrito tres comedias: La muchacha del sombrerito rosa, La señora recibe una carta y Primavera en la plaza de París. A mí me parece demasiado. Y probablemente no volveré a repetir la experiencia» (ABC, 1-II-1968).

La experiencia resultaría agotadora por la premura de los plazos, pero también gratificante en un período donde los estrenos empezaban a espaciarse. Esta circunstancia se evitó gracias al citado éxito en el Arlequín y a un conflicto dramático que reclamaba continuidad. Víctor Ruiz Iriarte supo dársela en el marco de una comedia de la esperanza volcada en el presente: «La acción de Primavera en la plaza de París se inicia el mismo día en que concluye La muchacha del sombrerito rosa. Es otra comedia, naturalmente, escrita con absoluta independencia de la anterior en cuanto a situaciones y argumento. Pero son aquellos personajes los que todavía continúan viviendo su peripecia humana. Entonces se movían entre la nostalgia y la esperanza. Ahora todo es esperanza» (ABC, 1-II-1968). El futuro nunca suponía una amenaza en las declaraciones del comediógrafo.

El resultado del encargo fue una comedia «grata, fina, honda, noble y esperanzada», propia de un teatro de la ternura y la esperanza, «sin crispación ni violencia, sereno y clásico en la forma, pero con una indudable emoción vital en su fondo» (José Montero Alonso). Algunos críticos observaron «temblor poético» en sus escenas. Nadie cuestionó tan etéreo rasgo. Sin embargo, otros críticos con una mentalidad más abierta a las novedades señalaron un exceso de ternura y sentimientos hasta llegar a la inverosimilitud:

Víctor Ruiz Iriarte ha sido, en esta ocasión, víctima de su propia tendencia al reposado sentir, a la emotividad y a la ternura. Claro es que sentimientos, emociones y ternura son valores positivos en toda acción dramática, pero no cuando son controlados cerebralmente y de manera muy convencional por un autor dispuesto a que los sentimientos no vayan más allá de lo convenido o conveniente, a que las emociones puedan ser domeñadas por sutiles razonamientos de la buena sociedad y a que la ternura degenere en ternurismo

.

(Juan Emilio Aragonés, Informaciones, 5-II-1968)                


Estas críticas serían rechazadas por quienes, como José María Claver, reivindicaban la herencia benaventina de Víctor Ruiz Iriarte. «Se concretaba en la voz menor, el suave tacto, el ardid en las situaciones, el diálogo punzante, la travesura expresiva, la sutileza y el arte del ingenio...» (Ya, 2-II-1968). Con estas armas de probada eficacia el comediógrafo afronta un tema «actualísimo»: «la confrontación de dos generaciones españolas treinta años después de la pasada guerra. Confrontación -y casi, casi enfrentamiento todavía- entre viejos antagonismos. Hasta que la irrupción de una intrépida, radiante y alegre juventud dispuesta a amar, apaga los rescoldos. La vida vuelve a empezar cada mañana. Y la vida puede ser, si se quiere, limpia y hermosa» (ibidem). La asistencia al teatro garantizaba la paz interior y la ausencia de interrogantes en torno al futuro.

El tono idealista y esperanzado de Víctor Ruiz Iriarte envuelve el conflicto entre el exiliado Esteban Lafuente y Pedro Barrera, un representante del ala más integrista del franquismo. Ambos personajes fueron amigos de juventud hasta que la guerra les separó en dos bandos irreconciliables. Treinta años después, se reencuentran en casa de Leonor y el rencor permanece, aunque se comporten como dos caballeros. Pedro Barrera no acepta que su amiga haya admitido a Esteban Lafuente y sus tres hijas en la aristocrática casa de la plaza de París. El amor no justifica una «inmoralidad» inaceptable en los círculos donde se desenvuelven las amistades de Leonor y Pedro. La intransigencia de éste supone una amenaza: el aislamiento de una mujer considerada hasta entonces como modélica e intachable. La situación se vuelve más dramática, y teatral, cuando irrumpe en escena Perico, el hijo contestatario de quien parecía haber roto la armonía trazada por Leonor a base de amor y ternura. El joven es una bocanada de primavera en el otoñal domicilio de la plaza de París. Su ímpetu y su admiración por la figura de Esteban Lafuente no tardan en llevarle hasta Marita, de quien se enamora con la oposición de los enfrentados padres. La situación se tensa mediante recursos de artesano teatral, pero Leonor evita el drama tras provocar la sonrisa de un público apenas preocupado por el desenlace feliz. La pareja de jóvenes, una promesa de futuro, anuncia la boda en las Salesas de Madrid y con ella la reconciliación entre Pedro Barrera y Esteban Lafuente. Ambos reanudan la amistad anterior a una guerra que se disponen a olvidar. El tiempo del rencor ha quedado atrás porque se ha impuesto la juventud y el amor:

Es exacto, es justo, es valiente, este planteo. Ese problema existe en nuestro país. Hay todavía una cerrada incomprensión en amplios sectores a quienes treinta años no han enseñado nada. Ni los unos ni los otros advierten que estas tres décadas les han derrotado porque les han convertido en pretérito, aunque aún se adobe para algunos con crepusculares galas del presente. El verdadero presente y aún más, el futuro, es el que late en los jóvenes, en los hijos que, venidos desde el exilio, cultivados en la sombra acolchada de los palacios, ignoran la guerra pasada, no se solidarizan con ella y muestran a sus progenitores que el amor es más fecundo que el odio y que no es posible mantener ni la pasión ni el rencor de un conflicto ya histórico .


(ABC, 3-II-1968)                


Según Víctor Ruiz Iriarte, Primavera en la plaza de París es, «quizá, una llamada a la comprensión y al amor, en el fondo» (ABC, 1-II-1968). El comediógrafo busca que el espectador se conmueva, se emocione y se divierta con un conflicto abocado al desenlace feliz. Este planteamiento, sin embargo, no pasa por «un sentido de reconciliación social definitiva» (Víctor García Ruiz) porque Víctor Ruiz Iriarte juega con cartas marcadas. Al igual que sucediera en La muchacha del sombrerito rosa, Esteban Lafuente sólo es un exiliado nominal. Su comportamiento en nada se diferencia del esperable en un esposo de Leonor que hubiera permanecido en el Madrid del franquismo. Esta circunstancia se extiende a las tres hijas, que pronto abandonan sus pretensiones de independencia o modernidad porque se quedan fascinadas ante el futuro que les augura su relación con Leonor. La aceptan como madre y modelo; como referencia vital en un proceso de asimilación tan absoluto que sólo cabe en el marco de lo teatral. La sociedad española representada por la protagonista de la comedia, incluso por Pedro Barrera, no debe replantearse nada al margen de la superación de los antiguos rencores. El cambio se produce en quienes vienen para quedarse e integrarse, también para olvidar su pasado y renunciar a aquello que les pudiera diferenciar. Por lo tanto, no cabe hablar de reconciliación social, sino de asimilación, que pasa en cualquier caso por algo tan escasamente político como el perdón y el amor. Leonor seguirá siendo la misma de siempre, pero con la compañía del esposo y las hijas que le faltaban para completar su arquetípico papel en la sociedad española. Sus representantes no precisan cuestionarse nada para asimilar a estos exiliados tan singulares.

La critica señala en reiteradas ocasiones que la dramaturgia de Víctor Ruiz Iriarte no es de ideas, sino de sentimientos. Se comprueba de nuevo en esta comedia, pero también observamos que esos mismos sentimientos son manipulables desde una perspectiva ideológica. Nadie discute la bondad del amor, la comprensión y la ternura. Son conceptos con una escasa carga polémica cuando aparecen en términos absolutos, sin acogerse a razones ni circunstancias, como es el caso de Primavera en la plaza de París. La polémica surge cuando esos mismos sentimientos son el fruto de una visión idealizada de la realidad. Se convierten entonces en un apriorismo que anula las aristas de esa misma actualidad y la reconduce por los cauces, controlados, de un escenario donde todo debe encaminarse a un desenlace feliz. El proceso resulta verosímil desde el punto de vista teatral. También sería agradable y reconfortante para los espectadores de 1968, que habían asistido poco antes a la conmemoración de «los veinticinco años de paz», pero no cabe pensar en una comedia que recreara «un tema actualísimo». Víctor Ruiz Iriarte lo hizo de forma nominal o referencial y tuvo su mérito cuando tan estrechos eran los límites de la censura, aunque las apariencias apenas esconden que el verdadero tema, con su carga conflictiva y política, se escamoteó porque era inviable en los escenarios del franquismo.

Las reseñas periodísticas subrayan el éxito precedente y auguran uno nuevo para Primavera en la plaza de París. Los resultados fueron positivos, pero sin la espectacularidad de los obtenidos con La muchacha del sombrerito rosa. El conflicto no se debía estirar más y la esperanza de Víctor Ruiz de Iriarte buscaría en adelante otros temas donde volcarse. Mientras tanto, queda el testimonio de una compañía encabezada por Amelia de la Torre, que encontró motivos de lucimiento. La veterana actriz era un valor seguro y en esta ocasión también contó con la ayuda de jóvenes promesas como Juan Diego, que encarnó a un Perico impulsivo, contestatario y dicharachero capaz de concitar las simpatías del público. El personaje escribe artículos contra todo, protesta a menudo, pero manifiesta su desprecio a «los melenudos» y, llegado el momento, se comporta como un caballero español: respeta a su novia en el hostal de San Marcos (León). El alivio se confundiría con la sonrisa de los espectadores. Su futura boda en las Salesas de Madrid desactivaría cualquier heterodoxia, pero Juan Diego disfrutó de una excelente oportunidad para darse a conocer en los escenarios, mientras se convertía en un Perico más real que el representado en la comedia.

Primavera en la plaza de París también es alabada por su construcción y diálogo. Los críticos subrayan la seguridad de Víctor Ruiz Iriarte en este sentido, aunque algunos apuntan la ausencia de retos teatrales y una actitud conformista. El comediógrafo ya había superado la etapa donde las novedades podían resultar una exigencia. A finales de los sesenta y con un público modelado a lo largo de los años, sólo cabía dar nuevas muestras de un producto coherente, bien terminado y listo para un consumo sin polémicas ni sorpresas. Mientras tanto, el final de un período histórico aparecía en obras donde el exilio, como otros problemas que se acumularon en aquellos años de transición, no se resolvió a base de amor, ternura y comprensión. El teatro de la esperanza se convirtió en una ficción bienintencionada, incluso oportuna, pero escasamente operativa como incitación a la reflexión sobre hechos, razones y circunstancias.

Universidad de Alicante




Primavera en la plaza de París

Comedia en dos actos, divididos en cuatro cuadros


Esta comedia se estrenó en el Teatro Arlequín, de Madrid, la noche del 1 de febrero de 1968 con el siguiente reparto:

PERSONAJES
 
ACTORES
 
LEONOR.AMELIA DE LA TORRE.
MARITA.LOLITA LOSADA.
PALOMA.GLORIA MUÑOZ.
BELÉN.NURIA GIMENO.
ESTEBAN.GABRIEL LLOPART.
PEDRO.ALBERTO BOVÉ.
PERICO. JUAN DIEGO.
DAMIÁN.JOAQUÍN ROA.
  • Ilustraciones musicales: MANUEL PARADA.
  • Decorado: TORRE DE LA FUENTE.
  • Dirección: ENRIQUE DIOSDADO.





ArribaAbajoActo I


Cuadro I

 

Estamos otra vez en el piso entresuelo de la vieja casa isabelina de la plaza de París2, donde transcurrieron las escenas de La muchacha del sombrerito rosa. Esta comedia que ahora comienza se inicia unas horas después de concluida aquella. Un salón muy acogedor. Al fondo, una amplia embocadura. En el lateral de la derecha, un alto balcón con cortinajes, abierto de par en par, da a los jardines de la plaza. A la izquierda, en primer término, una puerta; más allá se inicia un pasillo. Entre la puerta y la entrada del pasillo, una cómoda antigua y un gran espejo con marco dorado que pende de la pared. En el centro de la estancia, un bonito sofá y una mesita baja. Cerca del balcón, un sillón muy cómodo y una pantalla. Un pequeño velador con vasos, copas y licores. Cuadros. Libros. Pantallas. Unas flores. Un teléfono. Un ambiente muy grato. Todo exquisitamente puesto y cuidado con mimo y con amor.

 
 

A telón corrido se oye un fragmento musical. Es de noche, poco después de la cena. En escena se encuentran LEONOR, ESTEBAN, MARITA, PALOMA, BELÉN y DAMIÁN, el viejo criado, nuestros ya conocidos personajes. LEONOR y las tres muchachas -MARITA, PALOMA y BELÉN- en el sofá, agrupadas ante la pantalla de un pequeño receptor portátil de televisión, instalado sobre la mesita, siguen muy interesadas el desarrollo del programa. ESTEBAN, sentado en el sillón, al lado del balcón, lee superficialmente un diario de la noche. DAMIÁN recoge el servicio de café que ya ha sido consumido. En el momento de alzarse la cortina surge en el receptor la Voz de un locutor.

 

VOZ DE UN LOCUTOR.-  Información extranjera. En la sesión de la Asamblea general de las Naciones Unidas, celebrada esta tarde, el secretario de Estado norteamericano ha puesto de manifiesto, una vez más, la excelente disposición de la Casa Blanca para negociar la paz en el Vietnam...

LEONOR.-  ¡Ay! ¡Pero qué frívolo es ese pobre señor!

LAS MUCHACHAS.-   (Riendo.) -¡No!

LEONOR.-  Siempre dice lo mismo.

 

(Las risas de las muchachas casi ahogan la voz del locutor, que sigue hablando.)

 

VOZ DEL LOCUTOR.-  París. En una rueda de prensa celebrada esta mañana en el Palacio del Elíseo, el general De Gaulle ha anunciado su firme propósito de presentarse a candidato a las próximas elecciones para Presidente de la República3. Bruselas. En un ambiente de gran optimismo continúan las negociaciones para el ingreso de España en el Mercado Común. Londres. En la sesión del Parlamento celebrada esta tarde, el primer ministro británico, respondiendo a la pregunta de un diputado conservador, ha declarado que, en efecto, hasta él han llegado rumores de que los españoles reclaman Gibraltar, si bien estos rumores todavía no han sido confirmados...4

 

(Un súbito revuelo. LEONOR y las chicas saltan muy indignadas:)

 

TODAS.-  ¿Cómo?

LEONOR.-  ¿Qué ha dicho?

MARITA.-  ¡Papá!

ESTEBAN.-   (Distraidísimo.) ¡Je!

LEONOR.-  ¡Ay, los ingleses! ¡Nunca se enteran!5

 

(Y ahora llega otra vez por el receptor la voz del locutor.)

 

VOZ DEL LOCUTOR.-  Información Nacional. Conferencia de Esteban Lafuente en el Ateneo de Madrid...6

 

(MARITA, PALOMA y BELÉN, excitadísimas, se ponen en pie vivamente. Las tres hablan muy aprisa y al mismo tiempo.)

 

LAS MUCHACHAS.-  ¡Ayyy!

MARITA.-  ¡Papá!

PALOMA.-  ¡Papá!

BELÉN.-  ¡Papá!

LEONOR.-   (Contentísima.)  ¡Esteban!

DAMIÁN.-  ¡Señor!

 

(ESTEBAN se incorpora, casi asustado.)

 

ESTEBAN.-  ¿Qué ocurre?

BELÉN.-  ¡Que están hablando de ti!

ESTEBAN.-  ¡Ah! ¿Sí?

LAS MUCHACHAS.-  ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!

ESTEBAN.-  ¡Oh!

LEONOR.-  ¡Niñas! ¡Callaos! Tenemos que oír lo que dicen de papá.

MARITA.-  A ver, a ver...

PALOMA.-  A ver.

 

(LEONOR, MARITA, PALOMA y BELÉN miran, atentísimas y anhelantes, a la pantalla. DAMIÁN, que se ha incorporado al grupo sonríe. ESTEBAN en pie junto al balcón, espera.)

 

DAMIÁN.-  ¡Je!

VOZ DEL LOCUTOR.-  Esta tarde, en el Ateneo de Madrid, ha pronunciado su anunciada conferencia el ilustre escritor Esteban Lafuente, que recientemente ha regresado a España después de varios años de permanencia en América adonde llegó exiliado en mil novecientos treinta y nueve, al término de la guerra civil española. Al acto asistió el ministro de Información y Turismo7.

LAS MUCHACHAS.-   (Emocionadísimas.) -¡Oh!

LEONOR.-  ¡Jesús! ¡El ministro!

VOZ DE OTRO LOCUTOR.-  El salón de actos de la casa de la calle del Prado se hallaba rebosante de un público que acogió la presencia del ilustre escritor en la tribuna con una larga ovación...

 

(Las tres chicas brincan de alborozo, emocionadísimas.)

 

LAS MUCHACHAS.-  ¡Papá!

PALOMA.-  ¡Papaíto!

MARITA.-  ¡Querido papá!

ESTEBAN.-   (Sonriente y un poco conmovido.)  Bueno, bueno...

VOZ DEL LOCUTOR.-  La conferencia de Esteban Lafuente, que versó sobre «La poesía española en la Edad Media», fue un auténtico prodigio literario. La claridad de juicio y el pensamiento profundo del gran escritor, la gracia y el primor de su prosa cautivaron por completo al auditorio que interrumpió muchos pasajes con sus aplausos y, al final, dedicó al famoso conferenciante una ovación que duró varios minutos...

 

(En este momento, MARITA, PALOMA y BELÉN corren hacia ESTEBAN y se abrazan a él gozosamente.)

 

MARITA.-  ¡Papá!

PALOMA.-  ¡Papá!

BELÉN.-  ¡Huy! ¡Papá!

ESTEBAN.-  ¡Je! Pequeñas...

DAMIÁN.-  ¡Enhorabuena, señor!

ESTEBAN.-  Gracias, Damián.

VOZ DEL OTRO LOCUTOR.-  Última hora. Ha causado profunda consternación en el país la noticia de que el famoso delantero centro, Pepito Zamalloa, tendrá que ser operado de menisco...

LEONOR.-   (Indignada.)  ¡¡Vaya usted a paseo!!

TODOS.-   (Riendo.)  ¡Oh!

 

(LEONOR cierra bruscamente el televisor y se pone en pie muy enfadada.)

 

LEONOR.-  ¡Vamos! Pues sí que nos importa a nosotras ahora el menisco de Pepito...

TODOS.-   (Riendo.) ¡Oh...!

MARITA.-  ¡Leonor!

ESTEBAN.-  Pero, mujer...

BELÉN.-  ¡Pobre Pepito!

 

(Todavía siguen riendo. Poco a poco cesan las risas. Y LEONOR, ante el grupo que forman ESTEBAN y las chicas que le rodean, sonríe.)

 

LEONOR.-  Bueno. No se puede negar que tu vuelta a España está resultando un gran éxito...

ESTEBAN.-  ¡Je!

LEONOR.-  ¿Estás contento?

 

(ESTEBAN, en silencio, conmovido, mira largamente a LEONOR.)

 

ESTEBAN.-  Sí, Leonor. Estoy muy contento.

 

(LEONOR se vuelve a las chicas y sonríe de nuevo.)

 

LEONOR.-  ¿Y vosotras? ¿Os sentís muy orgullosas de papá?

 

(Las tres chicas saltan arrolladoras, impetuosas.)

 

LAS MUCHACHAS.-  ¡Sí!

MARITA.-  ¡Naturalmente! ¡Muy orgullosas!

BELÉN.-  ¡Muchísimo!

PALOMA.-   (Con arrebato.)  Papá es fantástico, ¿verdad?

MARITA.-  ¡No hay otro como él!

BELÉN.-   (Intrépida.)  ¡Genio! ¡Genio!

ESTEBAN.-   (Sonrojadísimo.)  ¡¡Niñas!!

 

(Las chicas ríen.)

 

LAS MUCHACHAS.-  ¡Oh!

ESTEBAN.-   (Enfadado.)  Pero ¿qué es esto? ¿Qué estáis diciendo? ¿Qué manera de hablar es esa? ¡Vamos! ¡Vamos!

 

(Y se va por la izquierda del fondo, casi con prisa. Las tres chicas se miran entre sí y prorrumpen en una gran carcajada.)

 

LAS MUCHACHAS.-  ¡Oh!

BELÉN.-   (Divertidísima.)  ¡Se ha puesto colorado!

PALOMA.-  ¡Pobre papá!

BELÉN.-  ¡Papaíto! ¡Espera!

 

(Salen MARITA, PALOMA y BELÉN siguiendo los pasos de ESTEBAN. Quedan solos en escena LEONOR y DAMIÁN. Un gran silencio. Durante unos segundos los dos se miran callados. El criado sonríe.)

 

DAMIÁN.-  ¡Je!

 

(LEONOR, pensativa, despacio, marcha hacia el balcón. Allí, en pie, mira un instante hacia la calle. Luego, en una transición, se vuelve hacia DAMIÁN con ansiedad.)

 

LEONOR.-  ¡Damián!

DAMIÁN.-  ¡Señora!

LEONOR.-  Yo estoy muy asustada.

DAMIÁN.-  Pero, señora...

LEONOR.-  Sí, sí, sí. Tengo miedo. ¿Qué va a pasar ahora, Damián? Porque la situación es, realmente, fantástica, ¿no crees? De pronto, mi marido, el famoso Esteban Lafuente, que se fue a Buenos Aires en 1939, al terminar la guerra civil, porque era un intelectual muy, muy de izquierdas, ha vuelto...

DAMIÁN.-  Sí, señora...

LEONOR.-  Pero ha vuelto con tres hijas de otra mujer...

DAMIÁN.-   (Sonriendo.)  Sí, señora. Y la señora ha abierto de par en par las puertas de su casa para el señor y para sus hijas...

LEONOR.-  ¡Sí!

DAMIÁN.-  ¡Je! Y aquí están.  

(LEONOR, involuntariamente, mira en torno.)

 

LEONOR.-  ¡Sí! Aquí están, él y sus hijas, conmigo, en mi casa. En esta casa de los Valdés y Montiel. La vieja casa de la plaza de París. En la casa de mi padre que fue ministro de la Monarquía...

DAMIÁN.-  Sí, señora8.  

(Un levísimo silencio.)

 

LEONOR.-  Y esta es la primera noche.

DAMIÁN.-  ¡Je!

LEONOR.-   (Inquietísima.)  ¡Damián! ¿Qué va a pasar ahora?

DAMIÁN.-   (Muy dispuesto.)  ¡Señora! Tengo una idea. ¿Por qué no llama la señora a su confesor y se lo cuenta todo? Eso la tranquilizaría seguramente...

LEONOR.-   (Con desconsuelo.)  ¡Ay, Damián! Porque mi confesor es una cura de antes del Concilio9. Y esos ya no sirven, pobrecitos.

DAMIÁN.-  ¡Ah! ¿No?

LEONOR.-  ¡No!

DAMIÁN.-  ¡Vaya!

 

(LEONOR, en una transición, vuelve el rostro con cierto rubor.)

 

LEONOR.-  Naturalmente, los pequeños detalles de esta convivencia, lo más difícil, ya está resuelto. Mi marido ya sabe que dormirá solo en la habitación de los huéspedes, al final del pasillo...

DAMIÁN.-  ¡Ah! ¿Sí?

LEONOR.-  Pues, claro...

DAMIÁN.-   (Muy interesado.)  Pero ¿siempre?

LEONOR.-   (Sofocadísima.)  ¡Damián! Esa pregunta me parece absolutamente indecente...

DAMIÁN.-  ¡Oh! Disculpe la señora...

LEONOR.-  ¡Jesús! Parece mentira que seas tan viejecito y tan desvergonzado...

DAMIÁN.-  ¡Hum!

LEONOR.-  Tú sabes muy bien que entre mi marido y yo todo terminó entonces, aquella mañana de marzo de 1939, cuando se fue. Y si hoy he abierto para él y para sus hijas las puertas de esta casa no ha sido realmente por él, sino por ellas, por esas chicas, por esas criaturas que no tienen madre; porque la suya, aquella pobre Belén, murió en Buenos Aires hace cinco años. Por esas tres chiquillas adorables, que no tienen culpa de nada y que, sin saber cómo, se me han metido en el corazón muy dentro, muy dentro...

DAMIÁN.-   (Suavemente.)  ¡Señora!

LEONOR.-   (Muy bajo.)  ¿Qué?

DAMIÁN.-  ¿Por qué quiere engañarme a mí la señora? La verdad es que si la señora ha recibido en su casa al señor con sus hijas es porque la señora todavía está enamorada del señor...

LEONOR.-  ¡Damián!

DAMIÁN.-  ¡Je! A pesar de todo. A pesar de que, en 1939, el señor se fue a la Argentina con sus amigos y la señora se quedó aquí, con los suyos, porque ni uno ni otro podían hacer otra cosa. A pesar de que el señor vivió con otra mujer en Buenos Aires. A pesar de tantos y tantos años de separación. A pesar de todo eso, la señora todavía está enamorada del señor como entonces, cuando el señor era un joven escritor de izquierdas y la señorita una señorita de derechas, hija de un ex ministro de Alfonso XIII, que se casaron una mañana en la iglesia de las Salesas. Y si ahora la señora es capaz de querer a esas hijas que el señor ha traído de América es, precisamente, por eso, porque ellas son hijas del señor...  (LEONOR, que ha escuchado en silencio las palabras del criado, tiene ahora los ojos llenos de lágrimas. Alza la frente y se queda mirando a DAMIÁN, indefensa, casi sonrojada.)  ¡Je! Después de todo, es una bonita historia.

LEONOR.-  ¡Damián! Tú lo sabes todo, ¿verdad?

DAMIÁN.-  Sí, señora. Casi todo. ¡Je!

LEONOR.-  ¡Claro! Eres tan viejecito, tan viejecito...

DAMIÁN.-   (Sonriendo.)  ¡Ah! ¡Llegué a esta casa hecho un real mozo, unos días antes de que viniera al mundo la señora...!

LEONOR.-   (Vivamente.)  Entonces, no eches la cuenta...

DAMIÁN.-  No, no, señora.

 

(LEONOR marcha hacia el balcón. Una vez allí, mira hacia el cielo. Un leve silencio.)

 

LEONOR.-  ¡Damián!

DAMIÁN.-  ¡Señora!

LEONOR.-   (Conmovida.)  Él apareció como caído del cielo, rodeado con sus tres hijas. Y la verdad es que no sabía qué hacer con ellas...

DAMIÁN.-  ¡Je! Sí, señora.

 (Un silencio.) 

LEONOR.-  Hace una hermosa noche.

DAMIÁN.-  Sí, señora.

LEONOR.-  Es otoño y parece primavera...

DAMIÁN.-  ¡Je!

 

(LEONOR sale al balcón. Desaparece. El viejo criado sonríe y muy despacio recoge la bandeja con el servicio del café y se va por la entrada del pasillo. Por unos segundos la escena permanece en soledad. Al cabo, por donde se fueron, surgen MARITA, PALOMA y BELÉN. Se quedan allí un instante, suavemente intimidadas ante la estancia desierta. Luego, en silencio, avanzan. Se miran. Y sonríen.)

 

MARITA.-  Todo eso es fantástico, ¿verdad?

BELÉN.-  ¡Huy! ¡Que si es...!

PALOMA.-  ¡Figúrate!

MARITA.-  ¡Dios mío! ¿Quién lo iba a pensar? Papá y nosotras aquí, en esta casa, en la casa de la plaza de París...

 

(Se callan. Se sientan en el sofá. Un cortísimo silencio.)

 

PALOMA.-  Nosotras nunca hemos vivido en una casa como esta, ¿verdad?

BELÉN.-  ¡Oh, no! ¡Qué va! En América no hay casas así...

PALOMA.-   (Sonriendo.)  ¡Chicas! ¿Os acordáis de aquel pisito de Mar del Plata?

MARITA.-  ¡Ay, sí!

BELÉN.-  ¡Huy! Era tan chiquitín, tan chiquitín...

MARITA.-  ¿Os acordáis de aquel hotel de Nueva York donde estuvimos con papá hace dos años? ¡Dios mío! Jamás olvidaré aquel hotel. Y aquel tocadiscos del bar de la esquina, siempre con la última canción de Frank Sinatra. ¡Uf! Desde entonces detesto a Frank Sinatra. ¡Qué pesado!

PALOMA.-  ¡El pobre! Está viejísimo...

 

(Otro silencio.)

 

BELÉN.-  ¡Marita! ¡Paloma! ¿Os acordáis de nuestro apartamento de Buenos Aires?

MARITA.-  ¡Claro!

PALOMA.-  ¿Cómo olvidarlo? Eran tres habitaciones pequeñitas en el último piso de un rascacielos en Rivadavia. Nada más. Pero, de noche, mientras papá escribía en su rincón, nosotras nos asomábamos a la terraza. Y desde aquella terraza Buenos Aires, todo encendido, nos parecía un milagro...

 

(Se callan. Un silencio. Y por el balcón surge LEONOR.)

 

LEONOR.-  ¡Niñas! ¿Qué es eso? ¿Ha pasado un ángel?

 

(Las tres chicas se vuelven vivamente hacia LEONOR. Brincan y corren hacia ella.)

 

LAS TRES.-  ¡Leonor!

LEONOR.-   (Ríe.)  ¡Jesús! ¡Hijitas!

MARITA.-  ¡Leonor!

LEONOR.-  ¿Qué, María?

MARITA.-  Esta es nuestra primera noche en tu casa...

LEONOR.-   (Conmovida.)  ¡Niña! ¿Pero es que vais a llorar ahora?

MARITA.-  ¿Por qué no?

LEONOR.-  ¡Oh!

PALOMA.-  ¿Qué quieres? La verdad es que no somos más que tres pobres chicas tontas y sentimentales. Pero, claro, la culpa es de papá, que nos ha educado fatal, fatal...

LEONOR.-  ¡Ah! ¿Sí?

BELÉN.-  ¡Ay! Yo le regaño mucho. Pero es inútil.

LEONOR.-  ¡Oh!

 

(Ríen las tres. MARITA abraza a LEONOR y la besa.)

 

MARITA.-  Buenas noches, Leonor.

LEONOR.-  Buenas noches, María.

PALOMA.-  Buenas noches.

LEONOR.-  Buenas noches, Paloma.

BELÉN.-  Buenas noches.

LEONOR.-  Buenas noches, pequeña.

 

(Las tres escapan por la izquierda del fondo. Queda la última BELÉN que, antes de salir, se vuelve un instante hacia LEONOR.)

 

BELÉN.-  ¡Leonor! Hay algo que me preocupa.

LEONOR.-  ¡Ah! ¿Sí? ¿Y qué es?

BELÉN.-   (Muy interesada.)  ¿Tú crees que yo tendré éxito en España?

LEONOR.-  ¡Oh!

 

(Ríen las dos. La pequeña escapa. Queda LEONOR sola. Dentro se oyen las voces de BELÉN y ESTEBAN.)

 

BELÉN.-   (Dentro.)  Buenas noches, papá.

ESTEBAN.-   (Dentro.)  Buenas noches, hijas.  (Y por donde se fue, entra ESTEBAN sonriente.)  ¿No sabes? Las chicas están encantadas con esa preciosa habitación que has dispuesto para ellas...

LEONOR.-  ¿De veras?

ESTEBAN.-  ¡Figúrate! Están viviendo un sueño.  (Avanza. Se sienta en el sofá. Mira en torno y sonríe.)  Bueno. Pero ¿y yo? ¿Es que no estoy soñando yo también? ¿Soy yo este Esteban Lafuente, otra vez vecino de Madrid, con domicilio en la plaza de París, el mismo que hace unos días, apenas unos días, Dios mío, hablaba de Lope, de Cervantes y del Arcipreste a los muchachos de una universidad de California? Te aseguro que me cuesta trabajo creerlo. Esta tarde, mientras paseaba por esa calle del Prado, por la plaza de Santa Ana, por la calle del León, alrededor de mi viejo Ateneo, como en aquellos atardeceres de mi juventud, pensaba, como si fuera otro y no yo, en aquel exiliado lleno de nostalgia y de melancolía que durante años y años ha vivido fuera de España, con el pensamiento y la imagen puestos en España; soñando España con rabia y con alegría, con celos y con orgullo, con un poco de rencor y con mucho amor, con gozo y con dolor a la vez, ¿comprendes? Y cuando subí a la tribuna y me vi otra vez en aquel salón, que está igual que entonces, tan anticuado y tan bonito como entonces, tuve la sensación de que no había pasado el tiempo.  (Un silencio. Como para sí mismo. Una suave sonrisa.)  ¡Je! Allá, en América, esta era la hora mágica: la hora de los sueños. En Buenos Aires o en Nueva York, en Méjico, o en el Perú, donde quiera que estuviera, cuando llegaba la noche yo me hundía en un sillón, cerraba los ojos y con la imaginación viajaba y viajaba...

LEONOR.-   (Sonriendo.)  ¿Viajabas?

ESTEBAN.-  ¡Digo! ¡Y qué viajes! ¡Si tú supieras! De pronto, me decía a mí mismo: bueno, esta noche me voy a Valencia. ¡Hala! Y ¡zas!, me iba a Valencia. ¡Oh! ¡Y qué bonita estaba Valencia a mi llegada, radiante de luz, de júbilo, de estampidos y de cohetes! Era en las Fallas, claro, ya se sabe. Otra noche pensaba: Santiago de Compostela. ¿Te das cuenta, Leonor? ¡Santiago bajo la lluvia en una noche de invierno! Era una tentación. Y ni corto ni perezoso, ¡pum!, a Santiago. ¡Digo! Pues, ¿y Sevilla? En Sevilla estuve muchas veces. Llegaba siempre en primavera y, como un turista sentimental y un poco tonto, me pasaba horas y horas dando vueltas por las callecitas del barrio de Santa Cruz. Naturalmente, también estuve en Toledo y en Granada y en Mallorca. ¡Ah! Y en Barcelona. Cuántos días, de mañanita, he paseado como un vagabundo por esa Rambla llena de sol, de pájaros y de flores...

LEONOR.-  Esteban...

ESTEBAN.-  Por cierto: ¿quién dijo que la Rambla de las Flores es la calle más bonita del mundo?

LEONOR.-  ¡Un catalán!

ESTEBAN.-  ¡Oh, no! Estoy seguro de que no fue un catalán.  (Sonriendo.)  Bueno. De mis escapadas a Madrid, a este Madrid, a mi Madrid, ¿qué voy a decirte? Mis correrías terminaban siempre aquí, en esta plaza de París, debajo de estos balcones. Una vez me acerqué al portero y le dije: ¡Por favor! ¡Dígame! ¿Sigue viviendo en el entresuelo de esta casa la excelentísima señora doña Leonor de Valdés y Montiel, hija de un ministro, nieta de un embajador, bisnieta de un almirante...?

LEONOR.-   (Emocionada.)  ¡Calla! ¿Quieres?

 

(Él se vuelve hacia ella y sonríe un poco azorado.)

 

ESTEBAN.-  ¡Ea! ¿Qué te parece? ¡Qué ingenuo es todo eso! ¿Verdad? ¡Qué inocente! ¡Qué pequeñito se hace un hombre cuando tiene que vivir de sus sueños! Pero ¿qué quieres? Allá, en el destierro, la vida era así...

LEONOR.-  ¡Claro!  (Un silencio. LEONOR, despacio, marcha hacia el balcón. Desde allí, mirando hacia la calle.)  ¿Vas a salir esta noche?

ESTEBAN.-  ¿Ahora? ¡Oh, no!

LEONOR.-  ¡Qué extraño! Antes -¿te acuerdas?- salías todas las noches...

ESTEBAN.-  ¡Je!

 

 (LEONOR vuelve. Se le queda mirando con un sutilísimo rencor.) 

LEONOR.-  ¡Te ibas al café!

ESTEBAN.-  Es verdad. Me iba al café.

LEONOR.-  ¡A tu dichoso café lleno de republicanos!

ESTEBAN.-  ¡Sí!

LEONOR.-  ¡Oh! ¡Aquel café!  (Se sienta de nuevo en el sofá.)  Naturalmente, me figuro que esta tarde habrán acudido al Ateneo, para aplaudirte, todos tus viejos amigos. Tus correligionarios, quiero decir. En fin, la gente de izquierdas.

ESTEBAN.-   (Una sonrisa.)  ¡No! Te equivocas.

LEONOR.-  ¡Ah! ¿No?

ESTEBAN.-  ¡Je!

LEONOR.-  ¡Qué raro!

ESTEBAN.-  Esos viejos amigos míos de los años mozos, mis correligionarios, como tú les llamas, los del antiguo Ateneo, los contertulios del viejo café, los de la Institución Libre de Enseñanza, la gente de mi mundo, en fin, no parecen muy satisfechos por el hecho de que yo haya vuelto a España. ¿Qué quieres? Están un poco desencantados. Creo que en cierto modo les he decepcionado...

LEONOR.-  ¡No!

ESTEBAN.-  Sí, sí...

LEONOR.-  ¡Jesús!

ESTEBAN.-   (Una transición. Sonríe.)  En cambio, parecía que esta tarde en el Ateneo se habían reunido para escuchar a Esteban Lafuente todos los millonarios de Madrid. Por allí eran todo pieles, y joyas, y perfumes caros, y unos enormes automóviles aparcados en la calle del Prado...

LEONOR.-  ¡Ay, hijito! Todo eso de las pieles, las joyas y los coches es cosa del Desarrollo10.

ESTEBAN.-  ¿Tú crees?

LEONOR.-  ¡Naturalmente! Como que, a veces, una no sabe si el Desarrollo consiste en que los pobres sean menos pobres o en que los ricos sean más ricos...

ESTEBAN.-   (Riendo.)  ¡Qué cosas dices!  (Una transición. Se vuelve hacia ella con mucho interés.)  A propósito. ¿Y tus amigos, Leonor? ¿Qué fue de tus amigos? ¿Qué fue durante todos estos años de aquel grupo de muchachos y muchachas que frecuentaban esta casa en vísperas de la guerra civil?

LEONOR.-  ¡Oh! Ha pasado tanto tiempo. Ellos, pobrecitos, han engordado escandalosamente...

ESTEBAN.-   (Ríe.)  ¡Claro! Es natural...

LEONOR.-  Juegan al golf, no comen y hacen mil locuras más para adelgazar. Pero todo es inútil. Engordan y engordan.

ESTEBAN.-  ¡Je!

LEONOR.-  ¡Qué tozudos! ¿Verdad?

ESTEBAN.-  ¡Mujer!

LEONOR.-  Ellas, infelices, se defienden como pueden. A mí me parece que muy mal. Pero, en fin...

ESTEBAN.-  ¡Oh!

LEONOR.-  ¿Te acuerdas de Federico Montes?

ESTEBAN.-  ¡Naturalmente!

LEONOR.-  Pues, de pronto, figúrate, él, que era tan de derechas, se enfadó con el régimen...

ESTEBAN.-  ¡Hola! ¿Y se fue de España?

LEONOR.-  ¡No! ¡Qué va! Se dedicó a los negocios y se hizo millonario...

ESTEBAN.-  ¡Ah, ya!

LEONOR.-  Berta Mendoza y Manolo Valle se casaron. Un matrimonio catastrófico.

ESTEBAN.-  ¡Ah! ¿Sí?

PALOMA.-  ¡Oh! Un verdadero drama. Y menos mal que, al final, todo se arregló decentemente, porque en Roma anularon el matrimonio y ella pudo casarse con el otro...

ESTEBAN.-   (Estupefacto.)   ¡No!

LEONOR.-  ¡Ah, sí, sí! Berta era muy, muy católica11...

ESTEBAN.-  ¡Je! ¿Y los demás?

LEONOR.-  Piluca Mendizábal se quedó soltera...

ESTEBAN.-  ¡Pobre Piluca!

LEONOR.-  La infeliz no lo pudo evitar...

ESTEBAN.-  ¡Oh!  (Ríen los dos. De pronto, ESTEBAN, después de un levísimo silencio.)  Oye.

LEONOR.-  ¿Qué?

ESTEBAN.-  ¿Y Pedro Barrera? ¿Qué fue de Pedro Barrera? Era uno de los íntimos de esta casa. Un muchacho alegre, inteligente, encantador. Y a pesar de que él y yo, en política, teníamos ideas radicalmente distintas, nos hicimos grandes amigos...

LEONOR.-  ¡Oh! Pedro Barrera se casó en el cuarenta y dos con una muchacha de La Coruña. Pero ella murió cinco o seis años después. Tiene un hijo. Naturalmente, Pedro Barrera siempre ha estado muy metido en política. Ha desempeñado cargos muy importantes, incluso estuvo a punto de ser ministro. Luego fue de embajador a no sé qué país de Oriente Medio. Pero desde hace algún tiempo vive muy retirado. Pasa temporadas en el campo. Y cuando está en Madrid apenas sale de su vieja casa de la calle Serrano...

ESTEBAN.-   (Con risueña nostalgia.)  ¡Je! ¡Pedro Barrera! ¿Te acuerdas, Leonor? ¿Te acuerdas de una noche de verano, que Pedro y yo te llevamos a la verbena en un coche de caballos?

LEONOR.-   (Riendo.)  ¡Calla! ¿Cómo no voy a acordarme? Era la verbena de San Antonio. Todavía me veo, tan orgullosa y tan castiza, con mi mantón de Manila. ¡Oh!

ESTEBAN.-  Pedro y yo llevábamos sombrero hongo...

LEONOR.-   (Riendo.)  ¡No!

ESTEBAN.-  Sí, sí...

LEONOR.-  ¡Dios mío! ¡Qué locos éramos!

ESTEBAN.-  ¡Qué jóvenes!

LEONOR.-  Es verdad. Aquella noche todavía éramos novios. ¿Te acuerdas?

ESTEBAN.-  Sí...

 

(Se hace un suave silencio. Ella marcha despacio hacia la puerta de la izquierda. Pero se detiene antes de llegar. Una transición.)

 

LEONOR.-  Mira. He pensado que mañana tus hijas y yo almorzaremos en el campo. Y después nos meteremos en algún teatro. Te dejaremos todo el día solo, solo y tranquilo, para que ordenes tus libros y tus papeles. Para que te organices un poco.

ESTEBAN.-   (Sonríe.)  Bueno. A tu gusto.

LEONOR.-  Naturalmente, ya puedes ir preparándote, hijito. Las chicas y yo estamos decididas a llevar una vida muy, muy independiente...

ESTEBAN.-  ¡Hola!

LEONOR.-  ¡Ah! Tengo muchísimo interés en que nadie diga por ahí que cuatro mujeres insensatas perturban la paz espiritual de un futuro premio Nobel...

ESTEBAN.-   (Ríe.)  ¡Por favor!

LEONOR.-   (De pronto, con un insólito entusiasmo.) Además, tengo grandes proyectos. Para empezar, dentro de unos días daré un cóctel...

ESTEBAN.-  ¿Un cóctel?

LEONOR.-   (Triunfante.)  ¡Ay! ¡Y qué cóctel! Será algo fantástico. Llenaré esta casa de gente...

ESTEBAN.-   (Un poco asustado.)  ¡Leonor! ¿No será demasiada gente?

LEONOR.-  ¡Quiá!

ESTEBAN.-  ¡Hum!

LEONOR.-   (Encantada.)  Vendrá lo mejor de Madrid. ¡Toda la buena sociedad! ¡Y el obispo!

ESTEBAN.-  ¿El obispo también?

LEONOR.-  ¡También! ¡A mí la Iglesia no me falta nunca!

ESTEBAN.-  ¡Oh!

LEONOR.-   (Radiante.)  ¡Ah! ¡Qué día! Ya verás, ya verás...

ESTEBAN.-   (Muy alarmado.)  ¡Leonor! Pero ¿por qué vas a hacer eso?

LEONOR.-  ¿Que por qué?  (Piensa un poco. Con otro tono.)  Muy sencillo. Por ellas. Porque quiero que todos conozcan a tus hijas. Porque quiero que María, Paloma y Belén, esas tres pequeñas españolas que acaban de llegar, entren en ese mundo que es mi mundo, que va a ser el suyo, con ilusión, con alegría, con orgullo...

ESTEBAN.-  ¡Leonor!

LEONOR.-  ¿Qué? ¿Qué vas a decir?

 

(Se miran en silencio. Él está muy emocionado, con los ojos brillantes.)

 

ESTEBAN.-  Nada. No voy a decir nada.

LEONOR.-   (Suavemente.)  ¡Anda! Vete a dormir...

ESTEBAN.-  Ya, ya me voy...  (Un silencio.)  Buenas noches, Leonor.

LEONOR.-  Buenas noches, Esteban.

ESTEBAN.-  ¡Je!

 

(Él marcha muy despacio hacia el fondo.)

 

LEONOR.-   (De pronto.)  ¡Esteban!

ESTEBAN.-  ¿Qué?

LEONOR.-  En tu mesilla de noche he dejado una botella de agua mineral...

ESTEBAN.-  Gracias.

LEONOR.-  Para el desayuno querrás café y tostadas, ¿no?

ESTEBAN.-  Sí.

LEONOR.-  Como siempre...

ESTEBAN.-  Como siempre...

 

(LEONOR, de pronto, se ruboriza vivamente.)

 

LEONOR.-  Bueno, vete. Tu habitación ya sabes cuál es. La de los huéspedes, al final del pasillo...

ESTEBAN.-  Sí, sí. Ya sé.

LEONOR.-  Hasta mañana.

ESTEBAN.-  Hasta mañana.  (ESTEBAN marcha de nuevo. Pero, de pronto, se detiene como cayendo en la cuenta de algo.)  Oye. Por curiosidad...

LEONOR.-  ¿Qué?

ESTEBAN.-  ¿Dónde duermes tú ahora?

LEONOR.-   (Un respingo.)  ¿Cómo? ¿Que dónde duermo yo ahora?

ESTEBAN.-  ¡Sí!

LEONOR.-   (Enfadadísima.)  ¿Y a ti qué te importa?

ESTEBAN.-  Mujer...

LEONOR.-   (Con muchísima dignidad.)  Vamos, hombre. ¡Qué pregunta!

ESTEBAN.-  ¡Je!

LEONOR.-   (Todavía sofocada.)  Jesús, Jesús. ¿Dónde quieres que duerma? En mi alcoba...

ESTEBAN.-  ¿En nuestra alcoba?

LEONOR.-   (Bajo.)  ¡Claro! En nuestra alcoba...

 

(ESTEBAN mira hacia la puerta de la alcoba.)

 

ESTEBAN.-  ¿Ahí?

LEONOR.-  Ahí.

 

(Ella mira también. Los dos, con la mirada fija en la puerta de la alcoba, hablan muy bajo.)

 

ESTEBAN.-  ¿Todo está como entonces?

LEONOR.-  Todo.

ESTEBAN.-  ¿Los mismos muebles?

LEONOR.-  Los mismos muebles...

ESTEBAN.-  ¿Y las mismas cortinas azules con flores de lis?

LEONOR.-  Son otras. Pero también son azules con flores de lis...

ESTEBAN.-   (Sonriendo.)   Es maravilloso, ¿verdad?

LEONOR.-  ¡Oh, no! ¿Por qué? Es casi ridículo. Todo se ha quedado tan anticuado, tan cursi...

 

(Un silencio.)

 

ESTEBAN.-   (Suavemente.)  ¡Leonor! ¿Me permites? ¿Puedo entrar en esa alcoba? ¿Un segundo nada más?

LEONOR.-   (Un silencio.)  ¿Tú?

ESTEBAN.-  ¡Sí!

LEONOR.-  ¿Ahora?

ESTEBAN.-  ¿Por qué no?

LEONOR.-   (Roja de rubor.)  ¡Jesús! ¡Qué capricho tan absurdo! Pero, en fin, si te empeñas, entra.

ESTEBAN.-  ¡Gracias!  (ESTEBAN entra en la alcoba. LEONOR, sola, permanece un instante inmóvil, viéndole marchar. Luego, de pronto, acometida por un grandísimo sobresalto, escapa y se refugia junto al balcón. Allí se queda esperando. Transcurren unos segundos. Y bajo el dintel de la puerta de la alcoba aparece ESTEBAN. La mira muy emocionado. Y muy bajo.)  Leonor...

 

(Ella se vuelve y le mira. De pronto, asustadísima.)

 

LEONOR.-  ¡Esteban! ¿Qué estás pensando? ¿Qué idea te anda por la cabeza?

ESTEBAN.-   (Confundido.)  Mujer...

LEONOR.-   (Fulminante, arrolladora.)  ¡Fresco! ¡Depravado! ¡Inmoral!

ESTEBAN.-   (Atónito.)  ¿Quién? ¿Yo?

LEONOR.-  ¡Vete!

ESTEBAN.-  ¡Hum!

LEONOR.-  ¡Hala! ¡A la alcoba del pasillo! ¡Aprisa!

ESTEBAN.-  Pero, Leonor...

LEONOR.-  ¡Ah, Dios mío! Los hombres, los hombres...

ESTEBAN.-  Bien, bien...  (La mira largamente. Sonríe. Luego, marcha hacia el fondo. Allí bajo la embocadura.)  ¡Leonor!

LEONOR.-   (Un silencio.)  ¿Qué?

ESTEBAN.-  No, nada. Buenas noches, Leonor.

 

(Sale ESTEBAN. LEONOR, sola, sentada en el sofá, después de un gran silencio, dice muy bajo, con una incontenible emoción, como para sí misma.)

 

LEONOR.-  Buenas noches, amor mío12...


 
 
TELÓN
 
 


Cuadro II

 

 El mismo decorado. A la mañana siguiente. 

 

Durante el entrecuadro, que debe ser brevísimo, vuelve a oírse el mismo tema musical que oímos al principio. Hace una mañana fresca y alegre. Por el balcón entra una luz muy viva. No hay nadie en escena. Y en la entrada del pasillo aparece PEDRO BARRERA. Tiene unos cincuenta y tantos años. Viste correcto, impecable, atildado, con una casi antigua elegancia. Entra con mucha desenvoltura, cruza la escena y llega hasta el balcón. En este momento aparece DAMIÁN por la entrada del pasillo. PEDRO se vuelve hacia él sonriente.

 

PEDRO.-  Hace una hermosa mañana, ¿verdad, Damián?

DAMIÁN.-  ¡Je! Sí, señor...

PEDRO.-  ¡Ah! Este otoño de Madrid...

 

(DAMIÁN sonríe y llega hasta la puerta de la izquierda. Llama suavemente con los nudillos.)

 

DAMIÁN.-  ¡Señora!

LEONOR.-   (Dentro.)  ¿Qué hay, Damián?

DAMIÁN.-  La señora tiene una visita...

LEONOR.-  ¿Una visita?

DAMIÁN.-  Sí, señora.

LEONOR.-   (Dentro.)  ¿Quién es?

DAMIÁN.-  Es don Pedro Barrera...  (Un silencio. DAMIÁN se vuelve hacia el recién llegado y sonríe.)  ¡Je! Buenos días, señor.

PEDRO.-  Buenos días, Damián.

DAMIÁN.-  ¡Je!

 

(Muy despacito, DAMIÁN cruza la escena y sale por el fondo. Una pausa. Se abre la puerta de la izquierda y surge en escena LEONOR. Viste una larga bata.)

 

LEONOR.-  ¡Pedro! ¡Cariño! ¿Qué ocurre?

 

(Ella va hacia él y él le toma una mano, cariñosamente.)

 

PEDRO.-  Pero, mujer, ¿qué puede ocurrir? Nada. Sencillamente, pura nostalgia de tu compañía y de tu amistad. Figúrate que daba yo mi paseíto como todas las mañanas y al pasar cerca de la plaza de París me dije: ¿por qué no subir y charlar un poquito con Leonor?

LEONOR.-  ¿De veras?

PEDRO.-  Pues claro...

LEONOR.-  Eres un encanto, Pedro.

PEDRO.-   (Ríe.)  ¡Oh!

LEONOR.-  ¿Quieres tomar algo?

PEDRO.-  ¡Hum! ¿Tienes alguna clase de píldoras para el hígado?

LEONOR.-   (Ríe.)  ¡No!

PEDRO.-  ¡Ay! Pues es lo único que se me permite tomar sin limitación...

 

(Ríen los dos.)

 

LEONOR.-  ¡Oh! Siéntate.

PEDRO.-  Gracias. Anoche cené en el club con unos amigos, amigos tuyos también, por cierto, y estuvimos hablando mucho de ti...

LEONOR.-  ¡Ah! ¿Sí?

PEDRO.-  Claro. ¿Y cómo no? Leonor Valdés y Montiel, nuestra Leonor, siempre es un tema muy grato de conversación para todos nosotros, la gente de nuestro mundo. Todos te adoramos, ya lo sabes. Durante años y años, en medio de esta sociedad absurda y disparatada que vivimos, tú, con tu señorío, tu sentido aristocrático de la vida y tu maravillosa e inflexible rigidez moral, has sido nuestro ejemplo, nuestro más bello símbolo...

LEONOR.-   (Riendo.)  ¡Oh, Pedro! ¡Por favor!

 

(PEDRO mira en torno y sonríe complacido.)

 

PEDRO.-  ¡Je! Me gusta tu casa, Leonor. Me gustó siempre, ¿sabes? Desde que éramos niños y mis hermanos y yo correteábamos contigo por estos salones y jugábamos en las tardes de sol entre los árboles de la plaza de París y soñábamos juntos las más estupendas fantasías, allá, los veranos, a la orilla del mar, en el jardín de nuestra villa de Igueldo. ¡Je! ¡Cuánto tiempo ha pasado! ¡Dios mío! Si se piensa despacio da un poquito de miedo, ¿no crees? ¡Ay! La vida es tan breve, tan breve. Por entonces, tu padre era ministro de Su Majestad y el mío era subsecretario. En realidad, ha sido algo maravilloso esta amistad de los Valdés y los Barrera. Una amistad entrañable, sostenida a lo largo del tiempo, de generación en generación, entre dos familias ilustres, bien podemos decirlo con orgullo, que han representado un brillante papel en la historia de España aunque la gente nueva no quiera reconocerlo. Pero, en fin, ya se sabe que esta gente nueva, que nadie sabe de dónde ha salido, no reconoce nada. Es una vergüenza. ¡Ah! ¡Qué país este! ¡Pobre España! ¡Todo está tan revuelto! Pero, ¿qué quieres? Yo soy de los que no han cambiado. Yo, a riesgo de parecer anticuado, cosa que no me importa, sigo pensando como antes, como siempre...  (Un silencio. Él alza la frente y la mira.)  Por cierto: ¡tu marido ha vuelto!

LEONOR.-   (Un silencio.)  ¡Sí! Esteban ha vuelto...

PEDRO.-  ¡Hum! Lo sé, lo sé. Tendría que estar ciego y sordo para ignorarlo. Llegó hace unos días a Madrid y desde entonces los periódicos, la radio y la televisión no cesan de hablar del ilustre escritor exiliado que se ha reincorporado a la Patria...  (De pronto en otro tono, como interrumpiéndose a sí mismo.)  Oye. ¿Y es verdad lo que dice la gente?

LEONOR.-  ¿Qué es lo que dice la gente?

PEDRO.-  Sencillamente: ¡que tu marido ha vuelto de América con tres hijas!

LEONOR.-   (Suavemente.)  ¡Sí! Es verdad.

PEDRO.-  ¡Hola!

 

(Él se queda atónito. Ella, sonriente, con mucha ternura.)

 

LEONOR.-  Tres muchachas encantadoras, Pedro.

PEDRO.-   (Con cortés indiferencia.)  ¡Ah! ¿Sí?

LEONOR.-  Te gustarán.

PEDRO.-  ¿Tú crees?

LEONOR.-   (Felicísima, con mucho entusiasmo.)  ¡Oh! Tú no sabes. Son tres criaturas adorables con un inmenso afán de vivir y una infinita necesidad de cariño. Se llaman María, Paloma y Belén...

PEDRO.-   (Preocupadísimo.)  ¡Magnífico! Pero, claro, esas chicas son hijas de otra mujer...

LEONOR.-   (Con emoción.)  ¿Qué importa?

PEDRO.-   (Estupefacto.)  ¿Cómo? ¿Qué has dicho?

LEONOR.-  ¡Oh!

PEDRO.-  Pero, Leonor, ¿eres tú quien habla así?

LEONOR.-  ¡Naturalmente!

 

(PEDRO la mira estupefacto.)

 

PEDRO.-  ¡Santo Dios! Pero, entonces, si no he entendido mal, esas tres chicas significan para ti poco menos que un regalo del cielo. ¡Ah! ¿Y por qué? ¡Vaya! Porque son jóvenes y bonitas y alegres y porque se llaman María, Paloma y... ¿cómo has dicho?

LEONOR.-  ¡Belén!

PEDRO.-  ¡Eso! ¡Belén! ¡Oh! Es asombroso, asombroso...  (Y de pronto se vuelve hacia ella, casi asustado.)  Pero, entonces, ¿es cierto todo lo demás? ¿Es cierto lo que me dijeron anoche, que yo no he podido creer de ningún modo? ¿Es cierto...?

LEONOR.-   (Impaciente.)  ¡Pedro! ¿Qué quieres saber? ¡Habla de una vez!

PEDRO.-  ¿Es cierto que tú has recogido en tu casa a Esteban y a sus hijas?

LEONOR.-  ¡Sí! Es cierto.

PEDRO.-   (Estupefacto.)  ¡Hola! Entonces, ¿están aquí?

LEONOR.-  ¡Sí! Están aquí.

PEDRO.-  ¿En esta casa...?

LEONOR.-  En esta casa.

PEDRO.-   (Consternado.)  ¡Santo Dios! ¡Qué inmoralidad!

LEONOR.-   (En vilo.)  ¡¡Pedro!!

PEDRO.-  ¡Qué escándalo!

LEONOR.-  ¡¡Cállate!!

PEDRO.-   (Desolado.)  ¡Oh, Leonor, Leonor!

LEONOR.-  Cállate, ¿quieres? ¡Cállate!

 

(Ella marcha hacia el fondo. Él se hunde en el sofá. Un silencio. Luego, PEDRO habla en otro tono, como para sí mismo.)

 

PEDRO.-  ¡Vivir para ver! De manera que por esta vez has dejado a un lado tu orgullo, tu intransigencia moral, tu espíritu aristocrático, tus principios y todo lo demás y has acogido en tu casa al hombre que te abandonó y, como la cosa más natural del mundo, vuelve ahora con tres hijas...  (Un silencio. Con un profundo reproche.)  Pero, Leonor, ¿por qué has hecho eso? ¿Por qué?

LEONOR.-   (Sonríe.)  ¿No lo adivinas?

PEDRO.-  ¡No!

LEONOR.-   (Suavemente.)  Por amor...

PEDRO.-   (Atónito.)  ¡Oh! ¡Por amor!

LEONOR.-  ¡Ea! ¿No te parece esa la más maravillosa de todas las razones? Una razón tan alegre y tan bonita, tan humana y tan divina, Pedro...

PEDRO.-  ¡Oh! ¡No lo entiendo! ¡No lo entenderé nunca!

 

(Ella vuelve muy afectuosa.)

 

LEONOR.-  Hala, hala. Cálmate, Perico. ¿Quieres un poco de café?

PEDRO.-  ¡No! ¡No quiero! ¡No quiero nada! ¡Déjame en paz!

LEONOR.-  ¡Jesús! ¡Qué mal educado estás, hijo!  

(Él se vuelve de pronto, abrumado.)

 

PEDRO.-  ¡Leonor! Pero ¿es posible que todavía estés enamorada de Esteban?

LEONOR.-  ¿Te extraña? Es mi marido. Mi primero y único amor. Nunca hubo otro hombre en mi vida. Y si le he seguido queriendo con desesperación y con angustia, a lo largo de muchos años de soledad, mientras soñaba con él como se sueña con algo maravilloso que se ha perdido, ¿cómo no voy a quererle ahora, que ha vuelto y está ahí, y le tengo y es mío para siempre, porque ya nadie me lo volverá a quitar? ¡Pedro! Tú no sabes. Cuando le vi ante mí otra vez, más viejo, más humilde, un poco triste, muy cansado, como un peregrino que vuelve después de andar y andar por todos los caminos, me di cuenta de que ahora le quiero más que nunca...

PEDRO.-  ¡Leonor!

LEONOR.-  ¿Qué?

PEDRO.-   (Anonadado.)  Pero ¿tú te das perfecta cuenta de lo que has hecho? ¿Tú sabes lo que significa que Esteban Lafuente y sus hijas vivan aquí, contigo, en esta casa, en la casa de tu padre, en la casa de los Valdés y Montiel?

LEONOR.-  Es mi casa. Por eso, ahora, es la de ellos, ¿comprendes?

PEDRO.-  ¡Leonor! Pero es que, quieras o no, y por mucho que tu romántico amor lo ignore, tu marido, Esteban Lafuente, es un líder intelectual de las izquierdas. Él y sus hijas, ¿me oyes?, él y sus hijas representan todo aquello, todo lo que tu padre y el mío, y tú y yo, todos nosotros, tanto hemos odiado y combatido...

LEONOR.-   (Suave y firme.)  ¡No me importa!

 

(PEDRO, irritado, avanza de nuevo hacia ella.)

 

PEDRO.-  Pero, Leonor. ¿Estás ciega? ¿Y los demás? ¿No has pensado en los demás?

LEONOR.-   (Atónita.)  ¿En los demás? ¿Qué dices?

PEDRO.-  ¡Naturalmente! ¿O es que has creído que estás sola en el mundo? ¡Oh, no, hijita! Nadie está realmente solo. Nadie es nada por sí mismo. Todos somos, sencillamente, lo que somos y representamos para los demás. ¿Me entiendes? Tú te debes a una clase, a una raza, a unas gentes, a nosotros, a tus amigos. ¿Y piensas que nosotros vamos a aceptar así, cruzados de brazos, con una sonrisa en los labios, dispuestos a todo, las consecuencias de tus íntimos sentimientos? ¡Oh, no!

LEONOR.-   (Desconcertada.)  ¡Pedro! ¡No te entiendo!

PEDRO.-   (Sonriendo.)  Pero, mujer...

LEONOR.-  ¿Qué quieres decir? Todo el mundo ha recibido a Esteban con los brazos abiertos. ¡Todos se alegran de que haya venido!

PEDRO.-  ¡Oh, no! ¡Todos, no!

LEONOR.-  ¡Pedro!

PEDRO.-  Vamos, vamos. No seas ingenua, Leonor. ¿Quieres saber quiénes son esas gentes que promueven tanta algarabía y tanto júbilo porque ha vuelto Esteban Lafuente? Yo te lo diré. En primer lugar, los esnobs. ¡Ay, hijita! Este país tan viejo, está lleno de esnobs. ¿No lo sabías? Son todos esos que por pedantería o por miedo quieren estar a la última, pase lo que pase. Un poco cómico, ¿no? Después, claro, esos intelectuales que siempre están en la oposición. ¡Figúrate! Luego la gente joven -claro, ¿qué vas a esperar de la gente joven?-; los periodistas que descaradamente hacen política de izquierdas, los nuevos millonarios que juegan a progresistas para hacerse perdonar sus millones recién adquiridos, ¿comprendes? ¡Ah! ¡Los políticos nuevos! Ciertos políticos de última hora que lo están inventando todo como si todo no estuviera ya inventado. Y, naturalmente, algunos aristócratas. Los de siempre. Tú sabes muy bien, Leonor, que en Madrid, dentro de la buena sociedad hay unos cuantos aristócratas que a sí mismos se llaman liberales: son esos que frecuentan las reuniones de los escritores, que asisten a los cócteles de los artistas, que compran cuadros de Picasso y leen versos de los poetas comunistas. Pero nosotros no somos así. ¡Ah, no! Nosotros -y me refiero a tu propio mundo, Leonor, a la gente de tu estilo y de tu raza- nosotros, los auténticos, los que no hemos cambiado, los que no transigimos, permanecemos irreductibles y si todos esos -los nuevos políticos, los intelectuales y los esnobs- nos llaman reaccionarios y anticuados no nos importa nada. Y nosotros, todavía somos fuertes, Leonor.

LEONOR.-  Pedro, ¿pero es que me estás amenazando? ¿Tú, Pedro? ¿Tú?

PEDRO.-  ¡Tómalo como gustes!

LEONOR.-  ¡Pedro!

 

(Él se vuelve hacia ella, con arrogancia, casi violento.)

 

PEDRO.-  ¡Vamos, mujer! ¡Despierta de una vez! Vuelve en ti. ¿Es que te has vuelto loca? Pero ¿es que tú crees que nosotros, todos tus amigos, vamos a recibir en nuestras casas a Esteban Lafuente sencillamente porque tú lo lleves colgado de tu brazo?

LEONOR.-   (Airada.)  ¡¡Cállate!!

PEDRO.-  ¡Ah, no!

LEONOR.-  ¡Cállate, Pedro!

 

(Y en este momento, por el fondo surge ESTEBAN. Muy sereno, casi sonriente.)

 

ESTEBAN.-  Buenos días, Pedro.

 

(PEDRO se vuelve vivamente, como sacudido por un resorte. Se queda inmóvil, callado, mirando a ESTEBAN. Un gran silencio. LEONOR mirando a uno y a otro da un paso. Habla suplicante con el alma en la garganta.)

 

LEONOR.-  ¡Pedro! ¡Mírale! Este es Esteban Lafuente, tu amigo, tu viejo amigo de la juventud. ¿Te acuerdas, Pedro? ¡Mírale! Ha envejecido. Pero tú también estás más viejo. Y yo. Y todos, todos nosotros. Y, sin embargo, somos los mismos de entonces. ¿Verdad, Pedro? ¿Te acuerdas? Os queríais. Pasabais juntos horas y horas riendo como chiquillos. Tomabais el aperitivo en Bakanik, ibais juntos a los toros y al Royalty y a los tes del Palace. Las chicas se os rifaban. ¿Te acuerdas, Pedro? ¿Te acuerdas de una noche que Esteban y tú me llevasteis a la verbena de San Antonio? ¿Te acuerdas? Fue una noche tan bonita que yo todavía no la he olvidado. Montamos en los caballitos y subimos a la noria y a la montaña rusa. Y bailamos con la música de aquel organillo porque todavía, entonces, estaban de moda los tangos, los chotis y los pasodobles. Mírale, Pedro. Este es Esteban Lafuente. Aquel Esteban. Ha vuelto porque necesita amor. Un poco de amor. ¡Porque nadie puede vivir sin amor!  (Los dos hombres, en silencio, se siguen mirando el uno al otro. Ella, ahora, con toda su súplica, con una inmensa ansiedad, como si pidiera socorro.)  ¡Pedro! ¡Por favor! ¡Te lo pido con toda mi alma! ¿Quieres darle la mano a Esteban?

 

(PEDRO calla todavía. Quizá está muy emocionado. Los ojos le brillan a punto de brincar una lágrima. Pero sin dejar de mirar a ESTEBAN, habla muy bajo.)

 

PEDRO.-  No.

LEONOR.-  ¡Oh!

PEDRO.-  No puedo...

ESTEBAN.-  ¿Por qué, Pedro?

 

(PEDRO se vuelve lentamente.)

 

PEDRO.-  Es curioso. No es esta la primera vez que coincidimos desde entonces, Esteban. Te vi una noche en París hace tres o cuatro años. Aquella tarde, tú habías dado una conferencia en la Sorbona, con gran éxito, lo reconozco. De madrugada, con unos amigos de la Embajada de España, entré en un café de Saint Germain a tomar una copa. Y allí estabas tú en un rincón, rodeado de tu corte de admiradores. No advertiste mi llegada. Yo, por un segundo, estuve a punto de llamarte y darte la mano. Pero no pude. Entonces, como ahora, se interpuso entre nosotros una sombra. El recuerdo de aquel pobre viejo tan bueno, tan noble y tan generoso que murió asesinado una madrugada de 1937 en una esquina de Madrid... Aquel viejo era mi padre.

ESTEBAN.-  ¡Pedro!

PEDRO.-  Naturalmente no voy a hacerte responsable de su muerte. ¡Oh, no! No soy tan fanático. Pero ¿qué quieres? Tampoco pude evitar que desde entonces, durante todos estos años, tantos años, tú, Esteban Lafuente, hayas sido para mí la personificación de todo lo que odio. ¿Por qué tú, precisamente? ¡Quién sabe! Quizá porque tú eres mi amigo, mi mejor amigo...

ESTEBAN.-  ¡Pedro!

PEDRO.-  ¿Qué?

ESTEBAN.-  Piensa que aquella guerra acabó hace muchos años...

PEDRO.-   (Sonríe, con tristeza.)  Te equivocas. Aquella guerra no terminará mientras vivamos tú y yo...

LEONOR.-   (Apasionadamente.)  ¡Pedro! ¡Por Dios! Deja en paz a los muertos. Yo estoy segura de que ellos ya nos han perdonado a todos...

PEDRO.-  ¿Tú crees?

LEONOR.-  ¡Pedro! Piensa en nosotros, en los que queremos vivir...

 

(Y en este instante, por el fondo, surgen vivamente MARITA, PALOMA y BELÉN, seguidas de DAMIÁN, que se queda allá, en el fondo, bajo la embocadura.)

 

LAS TRES.-  ¡Papá!

BELÉN.-  ¡Leonor!

MARITA.-  ¡Oh! Perdón.

 

(Las tres se han quedado en el centro del salón sorprendidas por la presencia de PEDRO. Este también las mira. Un silencio.)

 

LEONOR.-  Míralas, Pedro. Estas son las hijas de Esteban. ¿Qué te parecen? ¡Qué jóvenes! ¡Qué bonitas son! ¿No crees? ¡Míralas, Pedro, míralas! Esta es María, la mayor. Esta es Paloma. Esta es Belén. ¡Niñas! ¿No sabéis? Este señor es Pedro Barrera. Un viejo amigo de papá...

 

(Las tres chicas reaccionan muy contentas; van hacia PEDRO y le rodean.)

 

MARITA.-  ¿De veras? ¿Tú eres amigo de papá?

PALOMA.-  ¡Qué alegría! ¡Me encanta conocerte!

BELÉN.-  Hola, chico. ¿Cómo estás?

 

(Un silencio largo. ESTEBAN y LEONOR permanecen inmóviles, expectantes. PEDRO contempla a las tres muchachas, atentamente, de una en una. Y después, frío, glacial, con una cortés indiferencia.)

 

PEDRO.-  Buenos días, señoritas. Discúlpenme.

 

(Se va aprisa por el pasillo. Las chicas se quedan estupefactas. LEONOR salta indignadísima.)

 

TODOS.-  ¡Oh!

LEONOR.-  ¡Maleducado!

LAS MUCHACHAS.-   (Atónitas.)  ¡Papá!

 

(ESTEBAN, abrumado, se deja caer en un sillón.)

 

ESTEBAN.-  ¡Hum!

LEONOR.-  ¡Maleducado! ¡Maleducado! Eso es lo que es: ¡un maleducado! ¡Vamos! ¡Portarse así con tres señoritas! ¡Ah! No se lo perdonaré nunca, nunca...

MARITA.-  Pero ¿qué le ocurre a este señor?

PALOMA.-  ¿Por qué se enfada?

BELÉN.-  ¿Qué le hemos hecho nosotras?

 

(LEONOR, cada vez más irritada, se va de un lado a otro hablando para sí misma.)

 

LEONOR.-  ¡Oh! ¡Y esto es un caballero español...!

MARITA.-  ¡Papá!

ESTEBAN.-  ¿Qué, hija?

MARITA.-  ¿Es que tu amigo no nos quiere?

ESTEBAN.-  No, Marita, ¡no nos quiere!

 

(Las tres chicas, como ante algo insólito, desoladas.)

 

MARITA.-  Pero ¿por qué? No lo entiendo.

PALOMA.-  Yo, tampoco.

BELÉN.-  ¡Papá!

PALOMA.-  ¡Papaíto!

ESTEBAN.-  ¡Je! Me parece que nos hemos equivocado, hijas. Quizá no debimos volver a España. Quizá nuestro destino estaba allá, en América. ¡Para siempre!

 

(LEONOR se revuelve airada.)

 

LEONOR.-  ¿Qué estás diciendo?

ESTEBAN.-  La verdad, Leonor. Voy a decirte algo que todavía ignoras. Esta mañana he recibido un anónimo.

LEONOR.-  ¿Un anónimo?

ESTEBAN.-  ¡Sí! Y puedes estar segura de que no estaba escrito por ninguno de tus amigos. De esos amigos fieles a Pedro Barrera. ¡Oh, no! Era de uno de mis viejos camaradas. Estoy seguro, ¿comprendes? Y en ese papel se me insultaba de la manera más torpe y más estúpida13...

LEONOR.-  ¿A ti?

ESTEBAN.-  ¡Sí!

LEONOR.-  Pero ¿por qué?

ESTEBAN.-  Sencillamente, porque he vuelto a España...

LEONOR.-  ¡Oh!

ESTEBAN.-  Sí, Leonor. Es el odio, todavía, el viejo y maldito odio...

LEONOR.-  ¡Dios mío! Pero ¿por qué? ¿Por qué todo es así? ¿Por qué no comprendemos todos que la vida es muy corta y muy bonita y empieza todas las mañanas?

 

(Se deja caer en el sofá. Un silencio.)

 

ESTEBAN.-  Leonor...

LEONOR.-  ¿Qué?

ESTEBAN.-   (Con una profunda melancolía.)  No nos quieren...

LEONOR.-  No importa.

 

(Otro silencio.)

 

ESTEBAN.-  Pedro Barrera es un mal enemigo...

LEONOR.-  ¡Sí!

ESTEBAN.-  Es fuerte. Es poderoso.

LEONOR.-  Ya lo sé.

ESTEBAN.-  Él y sus amigos te harán la vida imposible...

LEONOR.-  No importa.

ESTEBAN.-  Te aislarán...

LEONOR.-  No importa.

ESTEBAN.-  Piensa que quizá llegue un día en el que te sientas desgraciada si te falta su apoyo, su aliento y su cariño...

LEONOR.-   (Casi un sollozo.)  ¡No importa! ¡No importa! ¡No importa!

ESTEBAN.-  Pero, Leonor...

LEONOR.-   (Furiosa.)  ¡Cállate ya! ¿Quieres?

ESTEBAN.-  ¡Oh!

LEONOR.-  ¡No importa! ¡Te digo que no importa! ¿Me oyes? No importa. Nosotros somos más fuertes porque nos queremos. Y nos defenderemos. ¡Ah! ¡No me conocen a mí! ¡A mí! ¡A Leonor Valdés y Montiel!  (Y de pronto, con una irremediable resolución.)  ¡¡Niñas!!

MARITA.-  ¡Leonor!

LEONOR.-  Acabo de tomar una determinación.

ESTEBAN.-  ¡Hola! ¿Y qué determinación es esa?

LEONOR.-  ¡Nos vamos!

TODOS.-   (Estupefactos.)  ¿Cómo?

 

(Un revuelo. Hablan todos casi a un tiempo.)

 

MARITA.-  ¿Que nos vamos?

PALOMA.-  ¡Leonor!

BELÉN.-  ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!

LEONOR.-  ¡Sí! Nos vamos, nos vamos.

MARITA.-  Pero ¿ahora?

LEONOR.-  ¡Enseguida!

ESTEBAN.-  ¿Adónde?

LEONOR.-  ¡A León! ¡A la finca! ¡Lejos de aquí...!

TODOS.-  ¡Oh!

LEONOR.-  ¡Damián! ¡El coche! ¡Que esté listo dentro de media hora!

DAMIÁN.-  ¡Señora!

LEONOR.-  ¡Ah! Y prepara tu maletita.

DAMIÁN.-   (Atónito.)  ¡Anda! ¿Yo también?

LEONOR.-  ¡Naturalmente! Me gustaría saber quién va a cuidar de tu hígado, de tu reuma, de tu tensión y de todo lo demás si te quedas solo...

DAMIÁN.-  Pero, señora...

LEONOR.-   (Indignadísima.)  ¡Damián! ¡No seas rebelde!

DAMIÁN.-  No, señora.

 

(DAMIÁN sale por el pasillo. Todos miran a LEONOR.)

 

ESTEBAN.-  Di la verdad, Leonor. ¿Esto es una huida?

 

(LEONOR se vuelve bruscamente.)

 

LEONOR.-  ¿Y qué si lo fuera?

ESTEBAN.-  ¡Oh!

LEONOR.-  ¿Es que no tenemos derecho a huir? ¿Es que no tenemos derecho a huir de mis amigos y de los tuyos, de todas esas gentes que no nos quieren, que no nos comprenden? ¿Es que no tenemos derecho a salvarnos de su odio y de su rencor, nosotros, que nos queremos y nos necesitamos? Después de todo, ¿qué falta nos hacen los demás? Nos bastamos a nosotros mismos. Podemos vivir maravillosamente aislados y felices...  (Un silencio. Una transición.)  ¡María! ¡Paloma! ¡Belén! Desde hace más de cien años los Valdés y Montiel tenemos una hermosa casa en el campo. Está allá, rodeada de árboles, a pocos kilómetros de León, en medio de un valle verde. La casa es muy vieja. Y los árboles. Y la iglesia del pueblecito de al lado. Y el puente sobre el río. Hasta el aire que se respira entre los pinos trae el olor de los años y de los recuerdos. ¡Ea! Pues allí, en aquella casa vieja y maravillosa, vamos a vivir todos nosotros desde hoy. ¡Todos! Vosotras, papá, Damián y yo...

 

(Las tres chicas están mirando a LEONOR. Y de pronto MARITA salta animadamente.)

 

MARITA.-  ¡Papá! ¡Tiene razón Leonor! ¡Vámonos!

LEONOR.-  ¡Hijitas! Entonces, ¿estáis de acuerdo?

 

(Las tres muchachas corren y rodean a LEONOR estrepitosamente.)

 

LAS TRES MUCHACHAS.-  ¡Sí!

PALOMA.-  ¡Nos vamos!

BELÉN.-  ¡Hala! Pero aprisa, aprisa...

MARITA.-  ¡En marcha!

LEONOR.-   (Muy contenta.)  ¡Bravo!

BELÉN.-  ¡Hala! ¡A León!

PALOMA.-  ¡Andando!

MARITA.-  Vamos, papá. ¡Aprisa! Muévete. ¡Haz algo!

ESTEBAN.-  ¡Hum!

 

(Un revuelo. Y en este instante se oye dentro la voz de PERICO que llama alegremente.)

 

PERICO.-   (Dentro.)  ¿Dónde está? ¿Dónde está?

 

(Todos los personajes que están en escena se vuelven vivamente, casi asustados, hacia la entrada del pasillo.)

 

TODOS.-  ¿Eh?

 

(Y en la entrada del pasillo aparece PERICO. Es un muchacho de unos veintidós años. Jovial, alegre, simpático y, en esta ocasión, radiante. Ve a ESTEBAN y se lanza hacia él como una flecha, emocionadísimo.)

 

PERICO.-  ¡Oh! ¡Ahí está! ¡Es él! ¡Maestro! ¡Maestro! ¡Maestro!

ESTEBAN.-   (Estupefacto.)  ¡Muchacho!

PERICO.-  ¡Maestro! ¡Usted! ¡Esteban Lafuente! ¡El genio! ¡El maestro! ¡El mejor! ¡Por fin! ¡Hum! ¡Este es el día más feliz de mi vida! ¿Me da usted un abrazo?

ESTEBAN.-   (Anonadado.)  Hombre...

 

(PERICO se abalanza sobre ESTEBAN, le abraza con un vigor increíble y le golpea entusiasmadísimo las espaldas.)

 

PERICO.-  ¡Fuerte! ¡Fuerte! ¡Más fuerte! ¡Apriete!

ESTEBAN.-  ¡Hum!

 

(LEONOR está sorprendidísima.)

 

LEONOR.-  ¡Jesús!

 

(MARITA, PALOMA y BELÉN se miran atónitas.)

 

MARITA.-  ¡Ay!

BELÉN.-  ¿Quién es este loco?

 

(PERICO se vuelve vivamente hacia LEONOR.)

 

PERICO.-  ¡Leonor! ¡Guapa! ¡Preciosa! ¿Cómo estás?

LEONOR.-  ¡Ay!

 

(Y ni corto ni perezoso se lanza sobre LEONOR y le cubre las mejillas de besos.)

 

PERICO.-  ¡Huy! ¡Huy! ¡Huy! Lo que te quiero...

LEONOR.-   (Agobiadísima.)  ¡¡Socorro!!

PERICO.-  ¡Je!

 

(PERICO, de pronto, con muchísimo desparpajo, se vuelve hacia BELÉN.)

 

BELÉN.-  ¡Huy! ¡Qué chico! Pero qué chico...

PERICO.-  Bueno. Ahora me presentaré. ¡Yo soy Perico Barrera!

TODOS.-   (Suspensos.) ¿Cómo?

ESTEBAN.-  ¿Perico Barrera?

PERICO.-   (Muy contento.)  ¡Sí! Es...

TODOS.-  ¡¡No!!

PERICO.-  ¡Que sí! ¡Que sí!

ESTEBAN.-  ¡Leonor!

LEONOR.-  ¡Sí, Esteban! Este torbellino es Perico Barrera. ¡El hijo de Pedro Barrera!14

 

(PERICO de nuevo marcha entusiasmadísimo hacia ESTEBAN.)

 

PERICO.-  ¡Oh, maestro, maestro! Usted no sabe lo que significa este momento para mí. ¡Dios mío! Yo, en presencia de Esteban Lafuente. ¡Qué bárbaro! ¿Usted sabe que a los catorce años, en el internado, leí su primer libro y desde entonces es usted mi ídolo?

ESTEBAN.-  ¿De veras, hijo?

PERICO.-  Era un libro de versos. Eran los Poemas del mar y la montaña. Me los sé todos de memoria.  (Impetuoso.)  ¿Quiere que le recite tres o cuatro?

ESTEBAN.-  ¡No!

PERICO.-  ¡Oiga! ¡Que me los sé!

ESTEBAN.-  No importa, no importa...

PERICO.-  Tengo en mi cuarto todas sus obras, ¿sabe? He leído cada uno de sus libros tres o cuatro veces. Todos me entusiasman. Pero, sobre todo, el ensayo sobre la cultura. ¡Ah, maestro! En esas páginas ha descubierto usted toda la problemática de nuestro tiempo en su verdadero contexto intelectual15...

LEONOR.-  ¿Qué ha dicho?

PERICO.-  Por eso, ¿sabe?, por todo eso, desde que leí en los periódicos que había vuelto usted a España, que estaba usted aquí, con nosotros, estoy que pego saltos. Ayer estuve aplaudiéndole en el Ateneo. ¿Se acuerda usted de uno del anfiteatro que gritó: «Viva la libertad»? Pues ese era yo...

LEONOR.-  ¡Jesús! ¡Qué imprudencia!

PERICO.-  Total, que esta mañana, cuando desperté, me dije: De hoy no pasa. Tengo que ver al maestro. ¿Dónde estará? Pues, ¿dónde va a estar? En la Plaza de París. En casa de su mujer.

 

(ESTEBAN mira al muchacho con ternura.)

 

ESTEBAN.-  ¡Perico! Conque tú eres hijo de Pedro Barrera...

PERICO.-   (Repentinamente grave.)  ¡Calle! No me nombre usted a papá, que me tiene muy preocupado.

ESTEBAN.-  ¡Ah! ¿Sí?

PERICO.-  ¡Hum! Está fatal. No sé qué voy a hacer con él.

ESTEBAN.-  ¡Hola! ¿Pues qué le pasa?

PERICO.-   (Indignado.)  ¿Qué quiere usted que le pase? ¡Que no ha evolucionado! ¡Que es un inmovilista! ¡Vamos! ¡Que todavía es de derechas! ¡Ea!

ESTEBAN.-  Hombre, hombre...

PERICO.-  Mire, ahora llevamos ya quince días sin hablarnos. ¿Y sabe por qué? Pues, en total, por nada. Porque en una revista literaria que editamos mis amigos y yo, yo he publicado un artículo de adhesión al Concilio Vaticano...

ESTEBAN.-   (Asombradísimo.)  ¡Demonio! Pero ¿es que a tu padre no le gusta el Concilio?

PERICO.-  ¡Qué va! ¡No le gusta! Y claro, se comprende. Como es tan católico, tan católico...

ESTEBAN.-  ¡Oh!

 

(PERICO, en una transición, se vuelve muy satisfecho a ESTEBAN.)

 

PERICO.-  Porque yo también escribo, ¿sabe?

ESTEBAN.-  ¡Ah! ¿Sí?

PERICO.-   (Ilusionadísimo.)  ¡Uf! ¡Que si escribo! ¡Todos los días!

ESTEBAN.-  ¡Soberbio! ¿Y qué escribes, Perico?

PERICO.-  De todo. Hago versos, ¿sabe? Poesía social. Y artículos de polémica.

ESTEBAN.-  ¿También?

PERICO.-  ¡Digo! Me tienen un miedo los del Opus Dei...

ESTEBAN.-  ¡Hola!

PERICO.-  ¡Uf! Los tengo fritos...

ESTEBAN.-  ¡Vaya!

PERICO.-  Pero, sobre todo, escribo teatro, ¿sabe? Mucho teatro. Bueno. Ya sabe usted que en España el teatro está fatal... Y hay que hacer algo.

ESTEBAN.-  ¡Caramba! ¿Y qué clase de teatro escribes tú, Perico?

PERICO.-  Pues el teatro que está haciendo falta. Un teatro de crítica, con contenido social. Un teatro de protesta.  (De pronto, con un insólito entusiasmo.)  ¡Oiga! ¿Le gusta a usted Bertolt Brecht? ¿Y Harol Pinter? ¿Y Samuel Beckett? ¿Y Peter Weis? ¿Y Max Frisch?16

ESTEBAN.-  ¡Hombre! Me gustan a veces.

PERICO.-   (Muy amoscado.)  ¡No me diga!

ESTEBAN.-  Pues, naturalmente...

PERICO.-   (Radical.)  ¡Oiga! ¿Usted es de derechas?

ESTEBAN.-  ¿Quién? ¿Yo?  (Se miran. y de pronto se echan a reír los dos. Luego ESTEBAN se queda mirando al muchacho sonriendo.)  ¡Perico! ¿Sabes que tu presencia me está recordando muchas cosas olvidadas? Entre otras, un muchacho tan joven como tú que hace ya muchos años andaba por Madrid escribiendo versos y artículos y gritando y protestando de todo...

PERICO.-  ¡Ah! ¿Sí? ¿Y quién era ese?

ESTEBAN.-  Era yo...

PERICO.-  ¡Maestro!

ESTEBAN.-  ¡Dios mío! Y eres tú, precisamente tú, el hijo de Pedro Barrera, quien me recuerda aquel que fui yo. ¡Qué fantástica es la vida!

PERICO.-  Pero es bonita, ¿verdad?

ESTEBAN.-  Sí, hijo. La vida es muy bonita.

 

(PERICO, de pronto, repara en MARITA, PALOMA y BELÉN, que muy juntitas no han dejado de mirarle.)

 

PERICO.-  ¡Oiga! ¿Y estas chicas?

ESTEBAN.-  Son mis hijas.

PERICO.-  ¿Las tres?

ESTEBAN.-  Las tres...

PERICO.-  ¡Qué tío!

ESTEBAN.-  ¡Hombre!

 

(PERICO se encara con las chicas, muy desenvuelto.)

 

PERICO.-  Hola, pimpollos.

BELÉN.-  Hola, Perico.

PERICO.-  ¿Cómo te llamas tú?

BELÉN.-  ¡Belén!

PERICO.-  ¿Y tú?

PALOMA.-  ¡Paloma!

PERICO.-  ¿Y tú?

MARITA.-  María.

 

(PERICO se queda mirando a la muchacha sonriente.)

 

PERICO.-  ¡María!

MARITA.-  Sí.

PERICO.-  Es bonito...

MARITA.-   (Con un repentino e irreprimible rubor.)  Gracias.

 

(Nuevamente PERICO se vuelve hacia ESTEBAN con ímpetus renovados.)

 

PERICO.-  ¡Maestro! ¿Sabe usted por qué he venido? Porque mis amigos y yo queremos dedicarle a usted el próximo número de la revista. Será un homenaje, ¿sabe?, nuestro homenaje...

ESTEBAN.-  Gracias.

PERICO.-  ¡Oiga! ¿Nos escribirá usted un artículo?

ESTEBAN.-  ¡Naturalmente!

PERICO.-  ¡Bravo!

ESTEBAN.-  ¡Je!

PERICO.-  ¡Oiga! Además, me gustaría que me dedicara usted uno de sus libros. El primero que leí, si es posible: los Poemas del mar y la montaña...

ESTEBAN.-  Bueno. Ven conmigo. Quizá encontremos un ejemplar en el fondo de alguna maleta.

PERICO.-  ¡Soberbio!  (ESTEBAN marcha hacia el fondo y sale. PERICO le sigue. Pero antes de salir se detiene ante MARITA y la mira.)  Oye, ¿cómo has dicho que te llamas tú?

MARITA.-  ¡María!

PERICO.-  ¡Hala! Conque María...

MARITA.-  Sí.

PERICO.-  Pues estás estupenda...

MARITA.-  ¡Oh!

 

(Y se va decididamente por el fondo. PALOMA y BELÉN se miran casi extasiadas.)

 

BELÉN.-  ¡Huy! ¡Qué chico! Pero qué chico...

PALOMA.-  A mí me gusta.

BELÉN.-  ¡Toma! Y a mí también.

 

(Y se van las dos muy resueltas por el fondo. Quedan en escena LEONOR y MARITA.)

 

MARITA.-  ¡Ay, Leonor! Este muchacho es terrible...

LEONOR.-   (Ríe.)  ¡Oh!

MARITA.-  Es arrollador. ¡No hay quien le pare!

LEONOR.-  ¡Sí!  (Se calla. Piensa algo y el rostro se le ilumina.)  ¡Dios mío! ¡Perico Barrera! ¡Aquella criatura! ¿Quién lo iba a pensar? Y tan distinto a su padre.  (Marcha hacia la puerta de su alcoba. Allí se detiene.)  ¡Pobre Perico! Es un milagro que este chico sea así, tan vivo y tan alegre. Nunca ha sido feliz. Era muy niño todavía cuando murió su madre y lo llevaron a un internado del Norte. Después estuvo unos años en un colegio de Inglaterra, creo. Y ahora, desde hace algún tiempo, vive con su padre en la vieja casa del barrio de Salamanca...  (De pronto, piensa algo y se vuelve hacia MARITA con el rostro radiante. La mira largamente, como si la viera por primera vez.)  Oye, María.

MARITA.-  ¿Qué?

 

(LEONOR sigue mirando a la muchacha. Y de pronto, en una transición, casi ruborizada.)

 

LEONOR.-  No, nada. ¡Jesús! Pero qué cosas se le ocurren a una...

 

(Y entra en la alcoba, casi huyendo. MARITA queda sola, inmóvil. Y por el fondo surge PERICO. Lleva un librito entre las manos.)

 

PERICO.-  ¡Je! Es una bonita dedicatoria.  (Avanza unos pasos. Alza la frente y descubre a la muchacha. Muy resuelto, se sienta en el sofá junto a MARITA.)  Oye.

MARITA.-  ¿Qué?

PERICO.-  Estoy muy preocupado...

MARITA.-  ¡Ah! ¿Sí?

PERICO.-  ¡Sí!

MARITA.-  ¿Y por qué estás preocupado, Perico?

PERICO.-  ¿Tú crees que le habré producido una buena impresión a tu padre? A lo mejor me toma por un atolondrado. Y no, qué va. Yo no soy así. Lo que pasa es que me he puesto nervioso. Por él, ¿sabes? ¡Que me impresiona mucho!

MARITA.-  ¡Claro!

 

(PERICO mira a la muchacha y sonríe.)

 

PERICO.-  ¡Je! Pero ahora ya estoy más tranquilo...

MARITA.-  ¡Vaya! Así es mejor.

 

(Un silencio. Él la mira y sonríe otra vez. Suavemente.)

 

PERICO.-  ¡Guapa!

MARITA.-   (Con rubor.)  ¿Quién? ¿Yo?

PERICO.-  ¡A ver!

MARITA.-  ¡Oh, no! ¡Pobre de mí! Hay muchas chicas como yo...

PERICO.-   (Segurísimo.)  ¡Quiá! Muchas, no, muchas no...

MARITA.-  Bueno, si te empeñas...

PERICO.-  Oye. ¿Te gustan esos de las melenas?

MARITA.-   (Ríe.)  ¡No!

PERICO.-  Están feos, ¿verdad?

MARITA.-  ¡Feísimos!

PERICO.-  Además son burgueses.

MARITA.-  ¿Tú crees?

PERICO.-  ¡Seguro!  (De pronto, PERICO, muy embalado.)  Oye.

MARITA.-  ¿Qué?

PERICO.-  ¿Me dejas que te haga un test?

MARITA.-  ¿Un test? ¿Por qué?

PERICO.-  Es divertido. Verás. Primera pregunta: ¿hablas inglés?

MARITA.-  ¡Naturalmente! Como todo el mundo...

PERICO.-  ¿Y francés?

MARITA.-  ¡También! Y casi, casi el italiano. Y un poquito de alemán.

PERICO.-   (Protestando.)  ¡Hala! ¡Hala! ¡Empollona!

MARITA.-   (Ríe.)  ¡Oh!

PERICO.-  ¡Chica! ¡Qué manera de avasallar!  (Ríen los dos. Luego él se la queda mirando largamente.)  ¡María!

MARITA.-  ¿Qué, Perico?

PERICO.-  ¿Te gusta el mundo como está?

 

(Ella le mira. Mueve la cabeza. Sonríe.)

 

MARITA.-  No... Es injusto.

PERICO.-  ¡Claro! Eso pienso yo. Y por eso protesto, ¿sabes? ¡Me paso la vida protestando!

MARITA.-  Haces bien.

PERICO.-  Protesto de todo. De los americanos, de los rusos, de la ONU, de la guerra del Vietnam, del capitalismo y de De Gaulle. ¡Hum! ¡Qué tíos!

MARITA.-   (Ríe.)  ¡Oh!

PERICO.-  ¡Je!  (Un pequeño silencio. Él se vuelve hacia ella de pronto.)  ¡María!

MARITA.-  ¿Qué?

PERICO.-  ¿Te has enamorado alguna vez?

MARITA.-  ¡No!

PERICO.-  ¡Qué raro!

MARITA.-  ¿Y tú?

PERICO.-  Tampoco.

MARITA.-  Pues ya ves, eso sí que es chocante. Porque los hombres...

 

(Y, de pronto, PERICO se yergue con una impresionante presunción varonil.)

 

PERICO.-  ¡Ah! Pero te advierto que no me faltan planes...

MARITA.-  ¿De veras?

PERICO.-   (Casi hastiado.)  ¡Uf! Si yo te contara...

MARITA.-  ¡Qué suerte!

PERICO.-   (Segurísimo.)  Ligo mucho...

MARITA.-  ¡Vaya!

PERICO.-  Ligo una barbaridad, chica. Por el seiscientos, ¿sabes? Las mujeres cuando le ven a uno llegar con el seiscientos se vuelven locas...

MARITA.-  ¡Claro! Ya me figuro...

PERICO.-  ¿Y tú qué? Porque me figuro que en América tendrías los muchachos así...

MARITA.-  ¡Hombre! Como todas las chicas.

 

(Se miran y sonríen.)

 

PERICO.-  ¡María!

MARITA.-  ¿Qué?

PERICO.-  ¿Qué esperas tú de la vida?

MARITA.-  ¿Yo?  (Se calla. Piensa y sonríe. Muy bajo.)  Un hombre.

PERICO.-  ¡Ah!  (Se calla. Piensa también.)  Es una respuesta maravillosa...

MARITA.-   (Sonríe.)  ¡Oh, no! Es una respuesta muy poco original. Todas las chicas esperamos lo mismo.  (Un silencio. Ella se vuelve, le mira y sonríe.)  ¿Y tú, Perico? ¿Qué esperas tú de la vida?

PERICO.-  Una mujer.

MARITA.-  ¡Vaya! Pues tampoco tú te has lucido mucho...

PERICO.-   (Muy animado.)  Oye. Y por curiosidad: ¿cómo tiene que ser ese hombre?

MARITA.-  ¡Oh! No sé. Joven, alegre, bueno...

PERICO.-  Ya. Un mirlo.

MARITA.-   (Muy interesada.)  ¿Y ella? ¿Y tu chica? ¿Cómo ha de ser?

PERICO.-  ¡Hum! ¡Mi chica! Joven, bonita, estupenda. ¡La mejor! ¡Ah! ¡Y que proteste! Sobre todo que proteste. ¡Que proteste mucho!

MARITA.-  ¡Naturalmente! Como debe ser...

 

(Transición.)

 

PERICO.-  ¡María!

MARITA.-  ¿Qué?

PERICO.-  ¿Sabes que estoy deseando darte un beso?

MARITA.-  ¡¡Perico!!

PERICO.-  ¡Je!

 

(Se abre la puerta de la alcoba y aparece LEONOR.)

 

LEONOR.-  ¡Perico! Pero ¿todavía estás ahí?

 

(PERICO pega un respingo como despertando.)

 

PERICO.-  ¡Porras!

MARITA.-  ¡Ay!

PERICO.-  ¡Hum! Charla que te charla se me fue el santo al cielo. ¡Y tengo muchísimas cosas que hacer! Tengo que escribir un artículo en contra de la política agraria del Gobierno, otro en contra del Plan de Desarrollo, otro en contra de la Ley de Prensa...17

LEONOR.-  ¡Ay! Este chico acaba en la cárcel...

PERICO.-  Pero volveré...  (Y de pronto se vuelve hacia LEONOR afanosamente.)  ¿No te importa que vuelva, Leonor? De vez en cuando. Una vez a la semana. Cada dos o tres días. A lo mejor mañana. ¿Eh? ¡O esta tarde! ¿Qué te parece?  (Y decididamente se abalanza sobre LEONOR y la besa en ambas mejillas, muy fogoso.)  ¡Gracias! ¡Huy! ¡Huy! Lo que te quiero...

LEONOR.-  ¡Perico!

 

(PERICO corre hacia la entrada del pasillo. Allí se vuelve bruscamente hacia MARITA. Una mirada muy larga. Ilusionadísimo.)

 

PERICO.-  ¡María!

MARITA.-  ¿Qué, Perico?

PERICO.-  ¡Guapa!

MARITA.-  ¡Ay! ¡Perico!

PERICO.-  Espérame. No te muevas. Dentro de una hora estoy aquí.

 

(Y sale muy aprisa. LEONOR se vuelve hacia MARITA, vivamente.)

 

MARITA.-   (Nerviosísima.)  ¡Ay, Leonor! ¡Ay, este chico!

LEONOR.-  ¡María!

MARITA.-  ¡Ay!

 

(LEONOR va de pronto hacia la muchacha.)

 

LEONOR.-  ¡María! Ven aquí. ¡Mírame!

MARITA.-  ¡Leonor!

LEONOR.-  ¿Por qué estás tan nerviosa? ¿Qué te pasa?

MARITA.-  ¡Dios mío! ¡Pero si no lo sé! ¡Si no sé lo que me pasa...!

LEONOR.-   (Muy contenta.)  ¡Jesús! Entonces, si no sabes lo que te pasa, está clarísimo...

 

(Y en este momento, por el fondo, aparecen PALOMA y BELÉN con sus pequeñas maletitas dispuestas para marchar. Al mismo tiempo, por el pasillo, entra DAMIÁN. Se ha puesto un abrigo, se ha liado al cuello una gruesa bufanda y lleva en la mano un viejo sombrero y un maletín.)

 

PALOMA.-   (Alegremente.)  ¡Ea! ¡Ya estamos listas!

DAMIÁN.-  ¡Je! El coche espera. ¡A las órdenes de la señora!

 

(Y ahora surge ESTEBAN por el fondo. Trae una gran cartera y el abrigo al brazo.)

 

ESTEBAN.-  ¡Hala! Ya estoy dispuesto. ¿Nos vamos?

 

(LEONOR contempla a los recién aparecidos con verdadero estupor.)

 

LEONOR.-  ¿Cómo? ¿Que nos vamos?

ESTEBAN.-  ¡Claro!

LEONOR.-  ¿Adónde?

ESTEBAN.-  ¡Toma! ¡A la finca de León!

LEONOR.-   (Extrañadísima.)  ¡Anda! ¿Y qué vamos a hacer nosotros, ahora, en la finca de León?

TODOS.-   (Atónitos.)  ¿Cómo?

ESTEBAN.-  ¡Leonor!

LEONOR.-  ¡Jesús! ¡Qué ocurrencia! ¡Vamos, hombre! ¡La finca de León! Una casa que se cae de vieja, llena de goteras y sin calefacción. ¡Ah, no! De ningún modo. ¡No lo permitiré!

BELÉN.-   (Estupefacta.)  Pero Leonor...

LEONOR.-  Nada, nada. ¡Nos quedamos!

PALOMA.-  ¡Leonor!

LEONOR.-  Nada. He dicho que nos quedamos. ¡Dios mío! Pero si Madrid está tan bonito en otoño. ¡Digo! Y este Madrid que es una bendición lleno de gente, de autobuses, de ruidos, de cines, de coches y de galerías...

BELÉN.-  ¡Leonor!

MARITA.-   (Muy enérgica.)  ¡Niñas! Esconded esas maletitas. ¡Que yo no las vea más!

BELÉN.-  ¡Ay, sí! Vamos, vamos.

PALOMA.-  ¡Vamos!

 

(PALOMA y BELÉN salen corriendo por el fondo.)

 

LEONOR.-  ¡Damián!

DAMIÁN.-   (Estupefacto.)  ¡Señora!

LEONOR.-  ¡Quítate esa bufanda! ¡Que estás hecho un adefesio!

DAMIÁN.-  ¡Je! Sí, señora.

 

(Sale muy apresurado por el pasillo.)

 

LEONOR.-   (Casi enternecida.)  ¡Pobrecito Damián! ¡A sus años y todavía piensa en viajar! ¡Todavía tiene espíritu aventurero!

 

(ESTEBAN todavía está en el fondo, con su cartera y su abrigo al brazo. Un poco impaciente.)

 

ESTEBAN.-  ¡Leonor! ¡No entiendo nada!

LEONOR.-  ¡Claro! Porque eres un intelectual...

ESTEBAN.-  ¡Oh!

LEONOR.-  Y ya se sabe. Los intelectuales nunca se enteran.

ESTEBAN.-  ¡Leonor! ¿Qué ha pasado aquí?

 

(LEONOR de pronto, se vuelve radiante hacia ESTEBAN.)

 

LEONOR.-  ¿Que qué ha pasado? ¡Que hace una hermosa mañana! ¡Que la vida es una pura y permanente sorpresa! ¡Que todos los días brota el amor donde menos se espera! ¡Y que yo estoy muy contenta! Todo eso ha pasado. ¡Hala! ¿Te parece poco?

ESTEBAN.-  ¡Oh! No has cambiado. Eres la misma de siempre.

 

(Y se va con sus bártulos, muy enfadado, por el fondo. LEONOR y MARITA rompen a reír.)

 

LAS DOS.-  ¡Oh!

 

(MARITA, muy emocionada, corre y se refugia entre los brazos de LEONOR.)

 

MARITA.-  ¡Oh, Leonor, Leonor! Eres maravillosa. No hay otra mujer como tú.

LEONOR.-  ¡María! ¡Pequeña! ¡Ah! ¡Pedro Barrera! ¡Ahora sí que nos vamos a ver las caras tú y yo!

MARITA.-   (Con ansiedad.)  ¡Leonor! ¿Tú crees que Perico volverá dentro de una hora?

 

(Y en este justo instante, como una tromba, surge PERICO por el pasillo.)

 

PERICO.-  ¡Hala! ¡Ya estoy aquí!

LAS DOS.-   (Riendo.) ¡No!

MARITA.-  ¡Perico!

LEONOR.-  ¡Criatura!

PERICO.-  ¡Leonor! Tengo una idea: ¿por qué no me invitas a almorzar?

 

(Ríen los tres.)

 

 
 
TELÓN
 
 



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