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Primera cuarentena y Tratado general de literatura

Francisco Rico



Portada




Encarte

XVI

XXXVII



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A Pacolete





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Este libellus dice una conciencia desvergonzadamente feliz de vivir en cuarentena: lejos de los lugares y al margen del tiempo en los que sobreviene la parte más cuantiosa de los estudios en torno a la literatura española. De ningún modo pretendo que valga nada lo que imprimo aquí, escrito demasiado aprisa y sin maña; pero sí me halagaría que se apreciara como lo que no quiere ser, y, si acaso, si de Dios está, si cumple, se me rindieran alabanzas por lo que he dejado de escribir.

A cierta altura de mi historia, y de la bibliografía, estas páginas dicen también la nostalgia de un modo de hacer más suelto y menos aburrido, más a la medida de un hombre y menos a la hechura de las escuelas. Como tantas veces la filología de Poliziano y de Nebrija. Pero de sobras sé que a mí me están negadas la Tertia Quinquagena y las dos centurias de los Miscellanea: voy que ardo con una primera cuarentena. Asimismo para respetar la distancia de tamaños modelos, me he prohibido aquí   —10→   casi por completo las veleidades ecdóticas; de la insistencia en otros aspectos darán razón los párrafos centrales del Tratado general de literatura. No puedo, en fin, sino asumir con humildad las censuras que contra la presente obrecilla ha dirigido Baltasar de Céspedes.

Otoño de 1982.



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La Primera cuarentena está formada por siete series publicadas o por publicar en volúmenes de homenaje a otros tantos amigos y maestros:

I-X
EMILIO ALARCOS LLORACH

XI-XIV
RAYMOND S. WILLIS

XV-XX
EMILIO OROZCO DÍAZ

XXI-XXV
RAMON ARAMON I SERRA

XXVI-XXX
FRANCISCO YNDURÁIN

XXXI-XXXV
ÁLVARO GALMÉS DE FUENTES

XXXVI-XL
MANUEL ALVAR

Ni las series entre sí tienen conexión alguna, ni la hay dentro de cada una de ellas, a salvo la disposición cronológica y, a veces, la referencia al pie forzado del festschrift en cuestión. Escritas a salto de mata, de 1978 a 1982, en un par de casos les he tomado tal o cual dato para usarlo en otro contexto. No retoco ahora las pocas minucias que debería.

El Tratado general de literatura se redactó y estampó a instancias de una revista demasiado sesuda y trascendente para nombrarla aquí.



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ArribaAbajoLa Primera cuarentena

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¡Es tan fácil -decía él- no escribir un drama trágico en cinco actos!


Los complementarios                


Tum in hoc genus scriptionibus, quae non se populo venditant, sed paucis modo parantur, usus istiusmodi reconditae supellectilis, praesertim verecundus, minime improbatur a bonis.


Miscellaneorum centuria prima                


Diversum est huic eorum vitium, qui primo decurrere per materiam stilo quam velocissimo volunt, et sequentes calorem atque impetum ex tempore scribunt: hanc 'silvam' vocant.


Institutio oratoria                



... But the fact is that I have nothing planned
Except perhaps to be a moment merry.


Don Juan                


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ArribaAbajo- I -

Glosa emilianense


El escolar de las Glosas Emilianenses, allá por el primer tercio del siglo XI, se aplicaba a desentrañar los latines del códice recurriendo a las variadas argucias familiares a estudiantes y maestros del tiempo antiguo: distinguir frases, dar un orden revelador a las palabras, marcar casos y funciones... Le importaba en especial que la deep structure aflorara entre los renglones de la surface structure, y, sin perdonar elemento sospechoso de implícito, iba consignando uno por uno sujetos y complementos no inmediatamente obvios, supliendo los sustantivos en teoría contenidos en los pronombres, et sic de ceteris. Por ahí, no dudaba en realizar análisis dignos de Sánchez, Lancelot o Chomsky (o, en todo caso, de no menor penetración en la underlying reality of language): «Ille bonus xristianus est qui furtum non facit», por ejemplo, podía transformarlo, con oportuno bracketing, en «Ille (homo) bonus xristianus est, qui (homo) furtum non facit» (fol. 69). El interés por la sintaxis no le impedía prestar desde el principio una cierta atención al semantic component y aclarar ya entonces algunos problemas al respecto, gracias   —18→   a un lexicon latino con abundantes análogos en la época. Pero fue sólo en una segunda etapa cuando nuestro hombre o (si así lo quiere don Manuel C. Díaz y Díaz) un compañero de fatigas, asociado con él en una común tarea de estudios gramaticales, se concentró plenamente en la interpretación léxica e insertó la mayor parte de las glosas -en gran medida, romances- que pueden leerse en los Orígenes del español. Dos de tales glosas, en vasco, se han aducido por testimonio de que el responsable de todas era bilingüe, posibilidad nada sorprendente en tierras vecinas a San Millán. Pienso que también entre los análisis morfosintácticos hay indicios en sentido parejo. Cierto, como todavía ayer aprendíamos los bachilleres en agraz, el glosador sabe que los complementos 'responden' a las preguntas qué, a qué, de qué y otras similares que formula a cada paso: «ke», «ad ke», «in ke», «de ke», «cum ke»... En buen número de ocasiones, sin embargo, la cuestión aparece planteada de modo insólito en romance: ya no «ad ke», sino «ke ad»; no «de ke», sino «ke de»; no «per ke», sino «ke per»... Los hábitos del glosador nos vedan entender que la pregunta se funde con la palabra por la cual pregunta y, por tanto, nos impiden explicar un «ke ad» interlineado sobre un «ad eclesiam» como si valiera '¿ke? ad (eclesiam)'. Pero exactamente «ke ad» es la construcción del eusquera, con   —19→   el interrogativo zer por delante de la preposición: zera 'a qué', zeren 'en qué', zergatik 'por qué', zertarako 'para qué', etc., etc. Verosímilmente, así, el glosador tenía como propia la lengua vasca.



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ArribaAbajo- II -

Parentela del Cid


No sería inútil meditar algún día (hoy no) sobre el «Linage de Rodric Díaz el Canpeador» pergeñado en tiempos de Sancho el Sabio y últimamente impreso por Antonio Ubieto en una coleccioncilla de «Corónicas» navarras. Claro está que algunos retazos de tal zurcido nos suenan a versos (o a hemistiquios cabales) del Cantar del Cid: «fu mesturado con el Rey et yssiós de su tierra» nos recuerda, verbigracia, «por malos mestureros de tierra sodes echado» (267); o «se combatió en Tévar con el conte de Barçalona, que avia grandes poderes», nos evoca «grandes son los poderes [de Berenguer Ramón II] e apriessa llegando se van, / ... alcançaron a Mió Cid en Tévar e el pinar» (967, 971). Claro también que varios lugares saben a la fraseología épica de la epopeya y otros géneros: «non ovo migor cavayllero» o «qui era muyt buen cavalleyro», reiterado en pasajes simétricos, son fórmulas largamente atestiguadas; «ovo ý xiiii reyes et la otra gent no avia cuenta» halla multitud de equivalentes sin salir del Cid. Todo eso parece inevitable y no monta gran cosa. Pero quizá valiera la pena ver el Cantar desde el mirador de una especie tan   —22→   relevante a la historia y a la literatura como son los 'libros de linajes'. La aludida genealogía del Campeador se abre proponiendo un paralelo entre la descendencia de Laín Calvo, remoto abuelo de Rodrigo, y la dinastía de Nuño Rasura, de donde «vino l'Emperador» («el buen Emperador», † 1157, por supuesto, de debatida evocación en el Cantar); y se cierra con las bodas de las hijas del Cid, con especial mención al hijo y, naturalmente, al nieto de doña Cristina: el yerno del Emperador (como desposado en 1153 con una infanta de Castilla), «el rey don Sancho de Navarra, a qui Dios dé vida et hondra» (1150-1194). Desde el parangón inicial entre la estirpe cidiana y la estirpe regia hasta la referencia final a un «oy» en que «los reyes d'España» se enorgullecían de ser «parientes» del Campeador, son factores ésos que invitan a reflexionar -cuando menos- sobre la estructura del Cantar. Concordancias y discordancias pueden ser igualmente sugestivas: el poema, como la genealogía y contra la Historia Roderici, pone en mayo la muerte del héroe («¡de Christus haya perdón!», «¡Dios aya su alma!»), justamente en unos versos de aire tan postizo, que en seguida se piensa en la interpolación al arrimo de un escrito histórico; pero qué extraño criterio documental, buscar ahí un dato minúsculo y desdeñar las más enjundiosas noticias contiguas. O bien,   —23→   frente al silencio (y terminus ad quem) del Cantar, en el «Linage de Rodric Díaz» resalta el cuidado en señalar que las mesnadas del Cid lo llevaron «a soterrar a Sanct Per de Cadeyna, prob de Burgos», al monasterio tan ligado a la leyenda del Campeador. Porque la fecha del Cantar del Cid llegada hasta nosotros no tiene demasiada importancia, si uno atiende a los numerosos indicios que caracterizan al texto conservado como culminación de unas materias y unas formas en progresiva elaboración a lo largo de todo el siglo XII (y no sé de ninguna teoría más ampliamente esclarecedora). En cambio, si la gesta se supone nacida ex novo, por las buenas, hacia el «mill e CCXLV» del códice, el punto central será explicar la situación de una obra de tan chocante anormalidad (de la métrica al espíritu) en el panorama poético de comienzos del siglo XIII; e inmediatamente habrá que relacionarla con las circunstancias y las ideas de la época, con el interés y los usos imaginables del mito cidiano a tales alturas. Una piececilla como el «Linage de Rodric Díaz» -por confluencia y por divergencia- nos estimula a reconstruir posibles contextos para (las) varias etapas del Cantar, a indagar los varios sentidos que en cada una cabía infundirle o reconocerle. Pues, de no hacerlo, ¡Dios nos libre del anacronismo! Incluso si no llega al divertido extremo de situar la epopeya hacia 1200... y proceder   —24→   a elucidarla como si se remontara a los días del Cid y reflejara la realidad (social, faltaría más) del «momento en que un nuevo rey, Alfonso VI, accede al trono desde León».



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ArribaAbajo- III -

El purgatorio de Santa Oria


Dios las cría y ellas se juntan. O, en otro caso, mal se explica que hayan sido María Rosa Lida y -sobre todas- Isabel Uría quienes más se han atareado en favor del Poema de Santa Oria. Después de Berceo, se entiende, pero en un quehacer que parece legítimo llamar de colaboración con Berceo, en sentido propio, sin sombra de ironía. Sucede que el único manuscrito antiguo de la única vida de santa que hoy se halla entre las obras de Berceo muestra peculiaridades únicas en el corpus del poeta: desórdenes en la secuencia del relato, coplas fuera de lugar, una estupenda confusión en los preámbulos y el epílogo. Según nos ha enseñado Isabel, es necesario deducir que el arquetipo «sería de pequeño formato y hojas de desigual tamaño», quizá «recortes sobrantes» de otros códices. ¿Puede hablarse de «borrador original»? Probablemente no, si uno piensa en un conjunto ya rematado y sólo en espera de la copia en limpio. Sí, en cambio, si designamos así (con el próvido Casares) un 'escrito de primera intención, destinado a sufrir las correcciones necesarias', por injerto, poda o trasplante. A nadie se le oculta cuándo redactaba Berceo   —26→   el Poema («en mi vegez») ni en qué estado de ánimo («ya cansado»). Tampoco es dudoso que le apetecía acabar pronto («escrivir en tiniebra es un mester pesado» no responde al «Anwendung eines gebräulichen Schemas»), sin 'detardarse', acuciado por «otras priesas», tal vez postergando parte del asunto «fasta otras sazones» (CCIV). Sospecho, entonces, que por muerte o por hastío Berceo dejó el «dictado» no simplemente sin una última revisión, sino a retazos, como una serie de materiales todavía no completos ni ensamblados por entero: donde aún no había decidido plenamente todos los detalles, ni sabía si abreviar o desarrollar tal aspecto, si poner aquí o allá tal apunte. Verosímilmente, sigo conjeturando, esa serie de materiales pasó por un purgatorio: vale decir, adquirió la fisonomía que conserva en el infolio por la intervención de un quídam, que, sobre equivocar en ocasiones los designios del autor (cuando el autor ya los tuviera claros), quién sabe si introdujo adiciones o enmiendas de cosecha propia.

No se me ocurre otra hipótesis más económica (más barata, si se quiere) para justificar el desarreglo del texto en general, y en particular del prefacio y la conclusión. Pues los elementos más a menudo esbozados en forma provisional y no elaborados ne varientur hasta pulir el resto de un libro son precisamente «Prólogo, Introducción y Epílogo»,   —27→   las secciones del Poema en las que mayor desbarajuste ha denunciado quien en el paraíso berceano recibirá la advocación de Uria ovetense. Santamente ha hecho, desde luego, dándonos una edición innovadora de arriba abajo: un microfilm se consigue por cuatro perras, y pocas veces un estudioso bien pertrechado gozará de más libertad que si se enfrenta con unas piezas no definitivamente encajadas en su día y se propone organizarlas como el escritor hubiera deseado o, cuando menos, como acostumbraba a hacer. Antes y después de Li contes del Graal y Poeta en Nueva York, de Virgilio a Luis Martín Santos, hay buen número de casos en que la muerte de un autor y las limitaciones de un albacea literario han malparado una obra (como hay memorables análisis 'estructurales' de criaturas así nacidas: ¡aquel precioso paper sobre Martí, cuando resulta que los Versos libres en cuestión estaban del revés!). Pero no se trata de averiguar si don Gonzalo expiró o no sobre el borrador de Santa Oria, sino de preguntarnos si con una hipótesis como la postulada ganamos algo para comprender el arte y la tradición de Berceo. El examen del Poema con la perspectiva ahora propuesta podría dar frutos no desdeñables: empezando por obligarnos a establecer vínculos cada vez más firmes entre ecdótica y hermenéutica; continuando con iluminar enigmas cual la introducción de Muño   —28→   ya en primera, ya en tercera persona (no en balde afectan a Muño algunas de las coplas iniciales y finales indiscutiblemente revueltas); desembocando, por ejemplo -y por encima de todo-, en ayudarnos a conocer cómo trabajaba Berceo.



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ArribaAbajo- IV -

«Un proverbio de tercera persona»: gramática y retórica


Juraba a Dios don Juan Manuel andar tan ignorante, «que no sabría oy gobernar un proverbio de tercera persona», y se ha acotado que ese mismo oy, junto al tecnicismo, le delata un ayer en que sí sabría. Opino que Mrs. Malkiel acertó ahí y erró cuando sugería parafrasear «proverbio de tercera persona» por 'oración en discurso directo'. Un francés traduciría «proverbio», fidelísimamente, por 'thème' (frente a version). Los manuales, españoles y no españoles, revelan de sobras el uso corriente en las aulas en tiempos de don Juan Manuel: «si datur thema...», «si romancium datur...», amagan; copian una breve oración en vulgar; y, tras un compone imperativo o un condescendiente construitur sic, la vuelven al latín. La dichosa oracioncita era tan a menudo un refrán o una máxima, que sobre todo en España se generalizó el nombre de proverbium para el texto y para el ejercicio en cuestión. Desde el siglo XIV, si no antes, corrieron las gramáticas proverbiandi o ad proverbiandum (hay buen número a mano en Sevilla y Madrid). Un Daniel Sisón ya no tenía por qué   —30→   pensar en paremias cuando daba el romancium «Del maestro se declaró el proverbio a don Francisco» y lo resolvía construyendo «A magistro declaratum fuit proverbium domino Francisco». El Libro de los estados (LXVII) testimonia perfectamente la situación del proverbium en los planes de estudio: el mozo, «en la tarde, deve oír su lección et [1] fazer conjugación et declinar et derivar, o [2] fazer proverbio o [3] letras». Teóricamente, el proverbium viene después de los rudimentos lingüísticos y antes de la composición o dictamen epistolar (teóricamente, porque escasos afortunados avanzaban hasta ese grado). En la española universidad de Perpiñán, se solía «facere duo proverbia de mane» y otros dos «en la tarde», «de vespere, et reaudire lectiones lectas et probare nomina et verba in proverbiis supradictis». Pero la distinción fundamental se estableció siempre y doquiera entre el proverbio menor y el proverbio mayor, de acuerdo con la dificultad del texto. Y es obvio que don Juan Manuel se refiere a dar el régimen adecuado (regere, gubernare) a un «proverbio» menor: una oración realmente elemental, con sujeto en nominativo, verbo en consecuencia y, si acaso, un sencillo complemento. Nada que pidiera ir más allá de las primeras líneas que la gramática por excelencia, el Doctrinale, dedicaba al regimen vocum, ni aplicar otra cosa que los versos   —31→   por todos repetidos de memoria: «Ternae personae generaliter omnis habetur / rectus».

Nunca nos familiarizaremos bastante con las prácticas y las lecturas obligatorias en la escuela de gramática. Los medievalistas tienden ahora a empezar por la retórica: los medievales empezaban por la gramática. Hay en ella infinidad de claves, lingüísticas y literarias. En el proverbium convivían adagios populares y sabrosísimos (o aun reveladoras cancioncillas: «Antes de tres días, / morirá gelós; / aprés de feria, / yo me iré con vós») con monstruos artificialmente fabricados para la traducción (arriba queda un ejemplo; otro: «La muger servida del maestro e codiciada de ti, tañen a bísperas»); y muchos no llegaron al selecto dictamen y se echaron a escribir libros sin más horizontes de estilo que el enteco proverbium (ni más pautas de estructura que el articulus escolástico). Conscientes de que el 'proverbio' -por fácil, provechoso y memorable- fecundó al proverbium, podríamos hacer la prueba de olvidarnos un rato de los árabes (incluso del capital Liber de causis) y asomarnos a las rutinas de la enseñanza, para tantear anchos caminos en la tradición gnómica, al igual que en otros dominios de la literatura medieval. Una sola pista. De los Glosarios latino-españoles publicados por don Américo Castro (con un hermoso prólogo... sobre los cultismos), el Escurialense   —32→   lleva por apéndice una apasionante colección de sentencias gratas a la clerecía europea, retazos goliardescos, refranes y soniquetes folclóricos (he citado una muestra): todo, y más, reunido como material de proverbium. El glosario de Toledo, por su parte, va en compañía no menos interesante: con un poema-centón del «menospreciamiento del mundo», más frecuente e impropiamente titulado Proverbios de Salamón.



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ArribaAbajo- V -

El quiero y no puedo de Santillana


Como no estaba en condiciones de paladearla ni siquiera en el latín de Pier Candido Decembri, el Marqués de Santillana se consolaba con la esperanza de catar pronto la Ilíada en el castellano de don Pero González de Mendoza. «E pues non podemos aver aquello que queremos, queramos aquello que podemos; e si carescemos de las formas, seamos contentos de las materias». En un par de líneas, he aquí espléndidamente definido el drama del prehumanismo español: la tragicomedia de una élite de curiales y nobles deslumbrados por la cultura de moda en Italia, e incapaces de seguirla (o aun comprender de qué iba en realidad) por haberse criado a pechos de una tradición intelectual enteramente distinta. No todos llevaron la situación con la dignidad de Santillana. Don Íñigo pronunciaba ese quiero y no puedo para al punto confesarse satisfecho de que «a ruego e instancia» suya se hubieran «vulgariçado en este reyno algunos poemas... e muchas otras cosas». Añadamos que la propia declaración de voluntad e incompetencia era trasunto de un clásico «vulgariçado»:   —34→   «Quoniam non potest id fieri quod vis, / id velis quod possit», recomendaba un personaje del Andria (305-6). Santillana no había leído los «cantares... terencianos»; mas no solo para el Centiloquio ni solo en Walter Burley tomaría «doctrinas e amonestamientos... de Terencio». Con un mero vistazo a la bibliothèque du Marquis se averigua que, si el primer ítem es la Ilíada romanceada ¿por don Pero?, el segundo es una miscelánea que contiene la traducción castellana del De beata vita de San Agustín. En cuyo capítulo cuarto (25) se citan los versos de Terencio con variante («... possis») acorde con el texto de Santillana y que al reiterarse en el De civitate Dei y en el De Trinitate tenía segura la posteridad. El párrafo de don Íñigo resulta, así, emblemático también por quiénes lo inspiran: junto al contraste de «materias» y «formas», de inequívoco gusto escolástico, la frase del autor antiguo amparada por el Padre de la Iglesia.



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ArribaAbajo- VI -

«Cherinto»


Los comentaristas andan perplejos con el destinatario de Las Serenas de Luis de León: «Cherinto» se lee en un verso, y «A Cherinto» se endereza la oda en buenos manuscritos e impresos. «Nadie sabe -se duele el Padre Vega- quién pueda ser este 'Cherinto' o 'Querinto'. Coster sospecha que sea alguno llamado 'Chirino', nombre frecuente en Cuenca y su provincia. Llobera cree es un nombre inventado compuesto de kerós 'cera' y ánthos 'flor'. Probablemente ni lo uno ni lo otro, y fray Luis optó por suprimir la dedicatoria, 'A Cherinto', como algo absurdo». Quizá «Cherinto» -propone Macrí- oculta a uno «de los amigos de nuestro autor». Mas el pseudónimo, de serlo, no se daría en vano: el «Cherinto» de Las Serenas, obviamente «solicitado por una mujer... bella, lujuriosa, rica» -según precisa fray Ángel-, parece un trasunto del «Cerinthus» a quien la apasionada Sulpicia desea atraer a sí, como sirena, con cantos de amor que las viejas ediciones del corpus Tibullianum (IV, II-XII) titulaban regularmente «Ad Cherintum».



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ArribaAbajo- VII -

Tiempos, teatros, lugares


Al cura le quemaba la sangre el recuerdo de una comedia en que «la primera jornada comenzó en Europa, la segunda en Asia, la tercera se acabó en África, y, aún, si fuera de cuatro jornadas, la cuarta acababa en América, y así se hubiera hecho en todas las cuatro partes del mundo». No obstante, en El rufián dichoso la Comedia en persona justifica tan desenvuelto modo de proceder:


Los tiempos mudan las cosas
y perficionan las artes,
y añadir a lo inventado
no es dificultad notable;



el abandono «de aquellos preceptos graves» de la tradición, en suma, se disculpa


porque lo quiere assí el uso,
que no se sujeta al arte.



Bien está reconocer ahí (con cautelas) una «idea del progreso», «una conciencia cada vez más clara del cambio y variación de la Historia». Pero conviene no perder de vista que tal «idea» y tal «conciencia», en esa formulación (y en bastantes   —38→   otras), no son un «lugar común» inasible, sino que surgen de un dominio intelectual nítidamente dibujado y repiten las enseñanzas de un maestro nada borroso. Como que los versos en cuestión responden a la lección de método que Nebrija había dado al presentar las Introductiones latinae: «'Tempus ... rerum repertor est adiutorque probus', unde et artium facta sunt additamenta», «nam sic artes absolvuntur, si nostris atque aliorum inventis quotidie aliquid addamus»; y al exponer luego (III, 1, en nota) la doctrina clásica de la sumisión del «ars» gramatical al «usus» lingüístico, asegurando «nil posse dici ex arte quod usu probari non possit» (y las demás cosas).

A la Comedia, por otro lado, no se le hace excesivamente áspero trocar «tiempos, teatros, lugares» y poner a la distancia de un dedo «a Londres y a Roma, / a Valladolid y a Gante», saltar de Sevilla a México «por el aire», en las alas de «el discurso», «en un instante»:


Muy poco importa al oyente
que yo en un punto me passe
desde Alemania a Guinea
sin del teatro mudarme;
el pensamiento es ligero:
bien pueden acompañarme
con él doquiera que fuere,
sin perderse ni cansarse.



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Ese ceder al «discurso» la posibilidad y la responsabilidad de «mudar lugares» e irse deteniendo «en muy diferentes partes» sí debe tildarse de «lugar común» (y con doble motivo), pero también procede de un ámbito inconfundible: es la proclamación de la ubicuidad del entendimiento, ritual en la tradición de la dignitas hominis (y familiarísima a las laudes litterarum que a menudo se le entretejen), reiterada cientos de veces desde que Sócrates le explicaba a Aristodemo que la inteligencia «puede considerar a un tiempo lo que pasa aquí y lo que pasa en Egipto y en Sicilia» (Memorabilia, I, IV, 17) o Hermes Trismegisto revelaba que la mente es capaz de «llegarse a la India más deprisa de cuanto uno tarda en ordenárselo» y «cruzar el océano en un parpadeo» (X, 19-20).

En breve: para superar el «arte» recién envejecida -la poética del neoaristotelismo-, Cervantes recurría a las nociones seminales de la gramática más inequívocamente humanística; para hacer admisible el «arte nuevo», lo explicaba como una de las excelencias del pensamiento, según la veta más ilustre en la valoración del hombre. Studia humanitatis y dignitas hominis a la altura de 1600 y poco. Sin duda es Cervantes.



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ArribaAbajo- VIII -

Zoroastro en la Ilustración


En París, hacia 1748, don Ignacio de Luzán «asistió a todo el curso de física experimental que explicaba el célebre abate Nollet»; en Madrid (pero escribiendo a los académicos barceloneses), en 1752, prodigaba los recelos, por ejemplo, «frente al curioso físico... que alcance... que la electrización de algunos cuerpos produzca nuevos efectos y fenómenos pasmosos, y llegue, como nuevo Salmoneo, a la atrevida empresa de querer desarmar las nubes de rayos». Ese doble impulso de atracción y reticencia respecto a la investigación científica tiene numerosos análogos en la España del siglo XVIII y paralelos importantes en la del XVI. Cosa que no sería del caso repetir ahora, si no fuera porque los dix-huitièmistes cada día muestran mejor -aunque en ocasiones sin descubrirlo ellos- que la Ilustración está en deuda fundamental con la madurez del Humanismo. Pero quizá convenga realzar que tal deuda abarca a un tiempo las luces y las sombras, muchas actitudes avanzadas y no pocas suspicacias tradicionales. En un ejemplar de las Sylvae de Poliziano comentadas por Sánchez de las Brozas (Salamanca, 1564; ejemplar de Alberto   —42→   Blecua et amicorum), una mano de 1754 dejó una acotación que no sería inútil leer en la perspectiva de las valiosas aportaciones recientes sobre la querella de arcaísmo y modernidad y sobre el renacimiento del Renacimiento en la Ilustración española. Cuando en la Nutricia se alude a Zoroastro, «qui, magica fera murmura lingua / ingeminans, liquido deduxit ab aethere fulmen / in caput ipse suum», el Brocense dedica una sabia nota al primero de los magi y se complace en extenderse en una noticia tomada de Clemente de Alejandría: «[Zoroastrem] fuisse dicit nepotem Chami, qui astris multum ac frequenter intentus, cupiens apud nomines Deus haberi, velut scintillas quasdam ex stellis producere et hominibus ostentare coepit, quo rudes in miraculi stuporem traherentur. Desideransque augere hanc de se opinionem, saepius ista moliebatur, usque eo donec ab ipso Daemone, quem importunis frequentabat, succensus igne cremaretur». El anónimo dieciochesco concuerda, actualizándola, en la cautela: «Quadrant haec in eos qui scintillas è nubibus extrahunt electrizacionis ope. Quorum aliquis ab ipsis scintillis consumtus est dum observationi operam daret in Germania (ni fallor) hoc ipso anno 1754».



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ArribaAbajo- IX -

«Vuelva usted mañana»


Ni para concebir el más recordado «artículo del Bachiller» necesitaba Larra espigar en la inagotable tradición del «siempre mañana y nunca mañanamos», ni le era preciso explotar la cantera de miseriis curialium para situar en el centro del texto la segunda visita de monsieur Sans-délai a un impreciso «ramo, establecimiento y mesa»:

Martes era el día siguiente, y nos dijo el portero:

-Vuelva usted mañana, porque el señor oficial de la mesa no da audiencia hoy.

-Grandes negocios habrán cargado sobre él -dije yo.

Como soy el diablo y aun he sido duende, busqué ocasión de echar una ojeada por el agujero de una cerradura. Su señoría estaba echando un cigarrito al brasero, y con una charada del Correo entre manos que le debía costar trabajo el acertar.

-Es imposible verle hoy -le dije a mi compañero-; su señoría está en efecto ocupadísimo.



Ni esa escena, en concreto, ni Vuelva usted mañana,   —44→   a grandes rasgos, necesitaban para nada los versos 70-96 de la tercera Sátira de Ariosto:



   Fa' che vi sien de' libri, con che io passi
quelle ore, che comandano i prelati
al loro uscier, che alcuno entrar non lassi:

    come ancor fanno in su la terza i frati,
che non li muove il suon del campanello,
poi che si sono a tavola assettati.

    «Signor», dirò (non s'usa più fratello,
poi che la vile adulazion spagnuola
messe la signoria fino in bordello),

    «Signor» (se fosse ben mozzo da spuola),
dirò, «fate, per Dio, che monsignore
reverendissimo oda una parola.

   -Agora non se puede, ed es meiore
que vos tornéis a la mañana. -Almeno,
fate ch'ei sappia ch'io son qui di fuore».

    Risponde che'l padrón non vuol gli sieno
fatte imbasciate, se venisse Pietro,
Pavol, Giovanni e il Mastro Nazareno.

    Ma se fin dove col pensier penetro,
avessi a penetrarvi occhi lincei
o i muri trasparesser come vetro,

    forse occupati in casa li vedrei,
che giustissima causa di celarsi
avrian dal Sol, non che da gli occhi miei.

    Ma sia a un tempo lor agio di ritrarsi,
e a noi di contemplar sotto il cammino
pei dotti libri i saggi detti sparsi.



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Pero en su «profesión de fe» literaria Larra proclamaba: «en nuestra librería campeará el Ariosto»; y en otras páginas dejó constancia de que no era ésa una fe sin obras. Así las cosas, la prosa y el verso que arriba quedan aumentan el volumen de sus coincidencias (desde el enfrentamiento de un extranjero con las dilaciones españolas, hasta el excesivo tratamiento de «señoría»): la sátira de Ariosto probablemente fue una chispa que iluminó algún instante en la creación de Vuelva usted mañana.



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ArribaAbajo- X -

Aristóteles y la teoría del esperpento


Los esperpentos de Valle-Inclán se arropan en la creencia de que «hay tres modos de ver el mundo artística o estéticamente: de rodillas, en pie o levantado en el aire. Cuando se mira de rodillas..., se da a los personajes, a los héroes, una condición superior a la condición humana ... Así Homero atribuye a sus héroes condiciones que en modo alguno tienen los hombres. Se crean ... seres superiores a la naturaleza humana ... Hay una segunda manera, que es mirar a los protagonistas novelescos como de nuestra propia naturaleza», tal en Shakespeare. «Y hay otra tercer manera, que es mirar al mundo desde un plano superior ... y considerar a los personajes de la trama como seres inferiores al autor, con un punto de ironía. Los dioses se convierten en personajes de sainete ... Esta manera es ya definitiva en Goya». La crítica ha glosado por largo esas capitales declaraciones de 1928 (a Gregorio Martínez Sierra), convergentes con buen número de otros testimonios. Pero vale la pena apuntar aún que la doctrina valleinclanesca atiende a un pasaje de la Poética,   —48→   II (1445 a), donde Aristóteles proclama que los artistas han de fingir a los personajes «mejores [beltíonas] que nosotros, inferiores o semejantes, según hacen los pintores; y, así, Polignoto los representaba superiores [kreíttous]; Pausonte, inferiores; Dionisio, iguales», en tanto «Homero los representaba mejores; Cleofonte, iguales; Hegemonte el Tasio -el primer autor de parodias- y Nicócares -el de la Deilíada- inferiores».



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ArribaAbajo- XI -

El «pecado» del «mester»


El «mester» del Libro de Alexandre se define con derroche de polisemia e ironías:


Mester traygo fermoso, non es de joglaría,
mester es sen pecado, ca es de clerezía,
fablar curso rimado por la cuaderna vía,
a sílabas contadas, que es grant maestría.



Esa copla vital subraya inequívocamente los rasgos FORMALES del «mester». No otra es la regla en la Edad Media: la poesía se concibe ante todo como quehacer de artesanía, como destreza en la versificación; «le métier» (el francés de Edmond Faral viene al pelo) priva sobre «le génie». Pero al anónimo del Alexandre le place inferir el espíritu a partir de la forma. Un precioso análisis del profesor Willis ha mostrado, por caso, que «por la cuaderna vía» pudiera llegarse no solo a la estrofa de cuatro versos, sino aun al quadruvium «as a symbol of the clerkly spirit and content of the poem» (y no en balde un códice lee «quadernería»: ¿quizá se identificó o se adivinó ahí una alusión a la pecia o «cuaderno» -según las Partidas- que en las nacientes   —50→   universidades garantizaba la fidelidad en la copia de los «libros buenos et legibles et verdaderos de testo et de glosa»?). Tal dualidad (o multivalencia) condice de maravilla con el proceder característico de nuestra copla: el primer hemistiquio del verso apunta una calidad estética o un dato de técnica, el segundo hemistiquio los prolonga en un eco que añade connotaciones intelectuales o socioculturales. Verbigracia: «mester traygo fermoso» mira a la forma, «non es de joglaría» mira además al espíritu. El principio del verso, por otro lado, arrastra y varía fácilmente resonancias del hemistiquio anterior: la mala vida achacada a la «joglaría», así, explica en parte que el «mester» se juzgue «sen pecado». En parte: no entera ni principalmente. Pues la construcción de la asendereada copla parece exigir a «sen pecado» un decidido alcance técnico, en paralelismo con la perspectiva esencialmente formal de los demás primeros hemistiquios (y a costa, si se quiere, de la anisosilabia común entre la «joglaría» recién mentada). No hay problema: de la Antigüedad al Renacimiento, en contextos de impostación lingüística y literaria -cual el cuarteto del Alexandre-, peccare se usó habitualmente con el sentido de 'faltar contra la métrica', 'vulnerar la prosodia', 'trabucar la gramática'. De entre mil ejemplos, valgan tres a mano: «quom librum legeres, si unam peccavisses syllabam» (Bacchides, 433);   —51→   «unde sepe peccant in [syllabis] correptis» (Juan Gil de Zamora, Prosodion, I, XXIV); «nec in nominibus certe nec in adverbiis peccavi» (Petrarca, Secretum, III). Por ende, en el pórtico del Alexandre, «pecado» exhibe un fuerte valor de 'yerro en el curso rimado, en las sílabas contadas'; y por contraste jocoso con tal «pecado» (no únicamente con la «joglaría» vulgar), desplazando la referencia del metro al talante, surge la apelación a una amplia idea de la «clerezía». Nada debe sorprendernos tampoco en semejante trasiego de la forma al espíritu: acuñado ya epigramáticamente en el Ars rhetorica de Julio Víctor («huius ignoratione non modo in vita, sed saepissime et in poematis et in oratione peccatur», XXII), el Libro de Apolonio (422) y Juan Ruiz (15) no vacilaron en calcarlo del Alexandre, para confirmar -a nuestro objeto- la interpretación de «sen pecado» ahora propuesta.



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ArribaAbajo- XII -

«Senbré avena loca ribera de Henares»


A los «retráheres» que ponen contrapunto al bellísimo delirio del Arcipreste


(Por amor desta dueña fiz trobas e cantares:
senbré avena loca ribera de Henares;
verdat es lo que dizen los antiguos retráheres:
«Quien en arenal sienbra non trilla pegujares»)



es normal señalarles origen en los Evangelios o si acaso aparearlos con otra viñeta del Libro, allá donde el galán inconstante se compara a «quien sienbra en río o en laguna» (564). Pero la copla (170) trenza una imagen harto distinta a la siembra «super petrosa» (Mateo, XIII, 20) y de ningún modo idéntica a la siembra en el agua: el esbozo de Juan Ruiz remite limpiamente a la estampa precisa de la siembra en (el arenal de) la ribera. Tan solo G. Chiarini, en cuanto alcanzo, ha aducido un lugar análogo al modismo empleado por el Arcipreste: un incidental «somenta in lidi» de Onesto Bolognese. Con todo, la literatura clásica presentó a menudo cualquier esfuerzo inútil como «litus   —54→   arare» (valga enviar a las Tristes, V, IV, 48), y la latinidad medieval la siguió igual ahí que en el uso gemelo de «semen fundere in harena» (según trae Galtero de Châtillon [Strecker, 1929: I, 29*], cuyas fragmentarias Geórgicas dictaminan por añadidura: «semen harenosa perit in tellure»). Clásicos y medievales nos acercan a la «ribera de Henares» por caminos más eficaces que el mero testimonio de un refrán. La siembra vana en cuestión, cierto, más de una vez salió a relucir para tratar de rebus eroticis, con acentos y en obras afines al Buen amor. En las Heroidas (V, 115), Enone recuerda el cantar con que Casandra le vaticinaba la traición del mudable Paris: «Quid harenae semina mandas? / Non profecturis litora bubus aras». La alcahueta lamenta que Pánfilo logre tan escaso favor de Galatea: «Quis nisi mentis inops sua semina mandat arene?» (561); y la historia, obviamente, se repite con Trotaconventos, Melón y Endrina (835). Matihuelo pondera la necedad de plegarse ante la mujer: «uxorem servans vir arat sibi litus», «uxori qui famulatur / certe litus arat» (V, 2280 y 4077). O, en fin, la sabiduría sentenciosa y sin nombre proclamaba: «Litus arat ... qui stare fidem putat in muliere» ( H. Walther, Proverbia, 13915, y échese un vistazo a la voz litus). Con diverso enfoque, Juvenal plañió la triste condición de los poetas: «tenuique in pulvere sulcos / ducimus et litus sterili   —55→   versamus aratro» (VII, 48). Concorde, el rimador del Brutus exhumado por P. G. Schmidt confesaba que el designio de componer un poema no le había resultado sino en 'avenas locas': «Consuluit mea Clio mihi dare semen harene, / deque labore meo steriles nascuntur avene» (Mittellateinisches Jahrbuch, XI, 204). Los latinorios, todavía, nos brindan un excelente indicio sobre la fortuna retórica de la imagen. Porque, si Juan Ruiz la recrea por partida doble -en los versos pares-, una preceptiva tan influyente como el Laborintus prescribe ornar el estilo multiplicando los casos de sentido figurado y da un modelo sin desperdicio con vistas al Arcipreste: «Qui docet invitum, sua semina mandat arenae, / abluit et laterem, litus arare studet» (383).



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ArribaAbajo- XIII -

Otros seis autores para el Lazarillo


En la Loa por papeles de Francisco de Avellaneda, hacia 1657 (digo yo, no demasiado a bulto), cuando Cosme Pérez estaba tan vejancón que apenas tenía ánimos para representar (ni maldita falta le hacía: «solo con salir a las tablas y sin hablar -era sabido- provocaba a risa»), le correspondió en el reparto, lisa y llanamente, «un papel en blanco: / ¡lo que tiene que estudiar!» ( Verdores del Parnaso, Madrid, 1668 [ejemplar de Eugenio Asensio], páginas 25-26). Manuela [¿Escamilla?] le invitaba a usar el papel «por antojos» y limitarse a ir tras ella: «Sígame a mí, pues que saben / que soy su Lázaro ya». Cogiendo al vuelo el nombre del destrón y tal vez al arrimo de alguna facecia conocida, Francisca Verdugo disculpaba ante el Rey el silencio del popularísimo «Juan Rana» alegando las prisas de la compañía (probablemente de veras forzada a prepararse en «una noche» y a recitar la loa «con papeles en las manos»), amén de notar que incluso el libro de Lazarillo -una fábula tan chica y tan ruin, entendemos- pidió más sosiego y colaboración:

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No ignoro que Vós sabéis,
puesto que nada ignoráis,
que al Lazarillo de Tormes
seis mozos, sin más ni más,
escribieron en dos días,
que esta es la cuenta cabal.



Tal atribución a una cofradía de pícaros es, si no me engaño, la tercera que en el tiempo se hizo del Lazarillo. La cuarta, en la Inglaterra del Setecientos (y supongo que no solo por regocijo, sino bajo la fascinación de un párrafo de Valerio Andrés Taxandro), adscribió la novela a un conciliábulo de obispos en viaje a Trento (apud A. Morel-Fatio, Études sur l'Espagne, I, París, 1888, pág. 165). Después han venido muchas otras atribuciones. Pero me temo que progresivamente menos verosímiles.



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ArribaAbajo- XIV -

Séneca en el Quijote, del rebaño a los batanes


La «grande y espesa polvareda» que sale al encuentro de don Quijote y Sancho, una jornada inolvidable, se le antoja al caballero «cuajada de un copiosísimo ejército ... de diversas e innumerables gentes», aun si en verdad «la levantaban dos grandes manadas de ovejas y carneros que, por aquel mesmo camino, de dos diferentes partes venían, las cuales, con el polvo, no se echaron de ver hasta que llegaron cerca». Séneca enseña a Lucilio a no adelantar pesares: «Primum dispice an certa argumenta sint venturi mali. Plerumque enim suspicionibus laboramus, et inludit nobis illa, quae conficere bellum solet, fama, multo autem magis singulos conficit. Ita est, mi Lucili: cito accedimus opinioni. Non coarguimus illa quae nos in metum adducunt, nec excutimus, sed trepidamus et sic vertimus terga, quemadmodum illi quos pulvis motus fuga pecorum exuit castris...» (XIII, 8). ¿Coincidencia trivial? No diría yo que sí (ni tal vez que no). El arranque de la epistula nos evoca irremediablemente la figura de don Quijote tras catar las peladillas de los pastores y a pique de habérselas   —60→   con quien se terciara: «ille qui sanguinem suum vidit, cuius dentes crepuere sub pugno, ille qui subplantatus adversarium toto tulit corpore nec proiecit animum proiectus, qui quotiens cecidit contumacior resurrexit, cum magna spe descendit ad pugnam» (2). Hay más, sin embargo, y de mayor peso. El meollo de la carta está en exponer la concepción estoica del miedo como 'opinio venturi mali' y mostrar que por culpa del miedo «aut augemus dolorem aut fingimus aut praecipimus», «animus sibi falsas imagines fingit» (5, 12). No es el caso de don Quijote frente al «pulvis» de marras, pero el hidalgo barrunta que tal sucede entonces al escudero: «El miedo que tienes ... te hace, Sancho, que ni veas ni oyas a derechas; porque uno de los efectos del miedo es turbar los sentidos y hacer que las cosas no parezcan lo que son; y si es que tanto temes, retírate...». La apostilla genérica se concreta en la narración inmediata, desplegándose según el leitmotiv del miedo sin fundamento, hilo estructural reconocido -ese sí- por Togeby, González Muela y quién sabe cuántos otros cervantistas. Pues, la misma noche del combate con carneros y ovejas (I, XVIII), los inofensivos encamisados provocan la tembladera de Sancho y erizan los pelos a don Quijote (I, XIX), y, en seguida, señor y criado prueban «horror y espanto» en la jamás bastante celebrada aventura de los batanes   —61→   (I, XX), ilustración puntual de la doctrina que Séneca inculcaba a Lucilio. De la teoría a la anécdota, no faltan razones a la conjetura (y solo conjetura) de que la sugerencia de Séneca rondaba vagamente por el magín de Cervantes al engarzar en un crescendo o 'ciclo de miedo' los episodios que llevan de los polvos del rebaño a los lodos del batán.



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ArribaAbajo- XV -

El duelo que fizo la madre de Lorenzo Dávalos


En el planto por Lorenzo Dávalos, lámina magistralmente miniada en el Laberinto de Fortuna, «la elección de la madre y no del padre como figura de duelo», contra el pretendido modelo del lamento de Evandro por Palante en la Eneida, «¿es recurso del poeta para subrayar el patetismo de la escena o estaría impuesta por las circunstancias reales de la vida del joven Dávalos?». María Rosa Lida planteó así la duda, para inclinarse «a la segunda alternativa». Con todo, no debe olvidarse que en la Edad Media los planctus se pusieron primordialmente en boca de mujeres (atiéndase, por supuesto, al inventario de Peter Dronke) y el planctus por excelencia llegó a ser el de María al pie de la Cruz. Distintos indicios señalan que Mena calcó a la madre de Lorenzo Dávalos sobre la imagen de la Virgen plañidera: baste comprobar que la viñeta mayor del episodio se abre con un «Bien se mostrava ser madre en el duelo...», en transparente dependencia del «Monstra te esse matrem...» del Ave maris stella e incontables elaboraciones poéticas, teatrales, litúrgicas y devotas.   —64→   De hecho, el episodio entero concilia tímidos despuntes clásicos y seguras reminiscencias de los planctus Mariae.



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ArribaAbajo- XVI -

Una torre por cimera


«¿Dó son consumidos los galanes trajes de los torneos y justas en favor de vuestras amigas hechos? ¿Dó las luzidas invenciones...? ¡Oh, qué desaventura es acordarnos de tantas glorias pasadas!». Los aficionados a la literatura del largo otoño medieval no pueden sino compartir la queja y las preguntas del Rey de Persia «a los amantes d'Espanya», en el Triunfo de Amor de Juan de Flores (BNM, ms. 22019, fol. 30). Porque en la Península escasean las reliquias y aun los testimonios gráficos de los «paramentos, bordaduras y cimeras» que daban realce a «las justas y los torneos» y que, junto a «las danças y música haziendo días de las desveladas noches» (habla de nuevo Juan de Flores), convertían las fiestas caballerescas en cifra espectacular de todas las artes. El verso y -quizá más- la prosa narrativa del período con frecuencia están concebidos en esa misma clave. Por ahí, sin una idea adecuada de las celebraciones cortesanas cuesta entender el uso y la graduación de sugerencias plásticas, musicales y poéticas en muchas páginas de entonces; y, desde luego, a falta de imágenes de las devisas, no siempre es fácil   —66→   apreciar según cumpliría las letras o motes pródigamente conservados. Desmañando e ingenuo, así, no carece de curiosidad el dibujo que ahora publico (un pelo reducido) en el encarte. Figura en el pergamino aprovechado para la encuadernación de un libro quinientista (de donde se lo robé a un amigo resignado); la tinta, débil, ha requerido la ciencia extraordinaria de Gonzalo Menéndez Pidal para dejarse reproducir tolerablemente. O los dedos se me hacen huéspedes o tal rasguño refleja (toscamente) una de las especies de invención más estimadas en la vieja España: una de esas complicadas combinaciones de morrión y cimera, con acompañamiento de entre uno y cuatro versos (a veces, glosados aparte) que eran el orgullo de los justadores. No en el balde Ponç de Menaguerra prescribe a Lo cavaller: «sobre tot, bella cimera, la letra de la qual, si serà ben acertada, en moltes parts escrita la done, en lo primer arremetre, a les gents, que saber la declaració de les invencions naturalment desigen». (¡Y quién le iba a decir a Aristóteles que la Metafísica se vería envuelta en parejas frivolidades!). Hubo cimeras aplaudidas durante siglos: el yunque de Fernando el Católico, el diablo de Garcisánchez de Bajadoz o -posiblemente en primer término- la noria del Conde de Haro y don Jorge Manrique. Otras, por adocenadas, no podían soñar con semejante destino. La vida   —67→   guerrera y la tradición literaria, por caso, multiplicaron los almetes y cimeras con motivos de arquitectura militar y, anejas, las letras en torno al inevitable Chastel d'amours. Poco ingenio argüía echar manos de cosas por el estilo (como la muralla del Vizconde de Altamira, pongamos), salvo para introducir alguna variación llamativa: la «torre haziendo almenaras» de cierto Estúñiga, «una puente levadiza» que sacó «otro galán» (todavía en el Cancionero general), o, con alegoría doblada, los «castillos de cartas» de Camilo de Leonís (en la Cuestión de amor). El morrión y la cimera de nuestro apunte caen en ese terreno harto trillado. No hay gran riesgo en suponer que tampoco el mote correspondiente revelaría demasiada originalidad: de Macías a La Celestina, docenas de textos enseñaban a apurar las correspondencias simbólicas de cualquier especie de recinto fortificado -para el ataque o la defensa- con el Amor, el amante o la amada. Un detalle nos invita a elegir, de entre tantas posibles, una interpretación relativamente precisa para el alcázar ahora estampado: los proyectiles que lanza. En la poesía cancioneril -madre o hermana mayor de toda letra de invención-, en efecto, cuando el torreón se presenta a la ofensiva, suele ofrecerse como trasunto de la dama, dispuesta a «ferir desde los muros / con fonda de fermosura» (Gómez Manrique), con «la gran pedrería   —68→   de su menosprecio», con el mortal «trabuco de su señoría» (Barba). Quien a vista del grabado objete (obscenidades aparte) que el «Castillo de amor» manriqueño enarbola la insignia del galán, deberá advertir que, si ahí ondea «un estandarte / que muestra por vasallaje / el nombre de su señora / a cada parte», con mayor razón habrá otro tanto en la ciudadela de la dama.



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ArribaAbajo- XVII -

«Cuando me paro a contemplar... los passos...»


Las penas de hoy se aligeran en el espejo del ayer. Los extravíos de antaño -cavila el poeta- podían haber desembocado en un hogaño aún más doloroso. En verdad, peor pudo ser.


Quando me paro a contemplar mi 'stado
y a ver los passos por dó m' han traído,
hallo, según por do anduve perdido,
que a mayor mal pudiera aver llegado.



Desde antiguo se han acotado análogos (de Plutarco a Dante, y caben cien más) al núcleo semántico de ese cuarteto. Pero en la memoria de todos siempre ha perdurado menos el sentido (maltrecho, incluso, en la lección vulgata, antes de Alberto Blecua) que la cadencia y el diseño de los dos primeros versos. A conciencia o no, nuestro autor hubo necesariamente de inspirarse -como sabía Herrera- en la modulación inicial de un soneto in morte:


Quand' io mi volgo indietro a mirar gli anni...



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La coincidencia, claro está, se limita a la música de l'attaco: el «'stado» y los «passos» del español tienen poco que ver con los «penseri sparsi» y el «basso stato» del italiano (quien, curiosísimo y obsesionado por el «giovenile errore», me pregunto si ni siquiera ignoraba el comienzo de la Echasis cuiusdam captivi: «Cum me respicio transactaque tempora volvo, / de multis miror puerilis que vehit error»). Verosímilmente, sin embargo, los dos versos inolvidables nacieron al conjugarse la sugerencia del Canzionere y la pauta fijada en otro lugar ilustre: la elegía que abre el libro cuarto de las Tristes. En la cual el desterrado se demora «in obtutu... malorum» (los «mala» del camino hasta el Ponto, la «fortuna malorum» que todavía lo acosa: «huc quoque sunt nostras fata secuta vias»), asume el destino («hic quoque cognosco natalis stamina nostri») y, cotejando pasado y presente, «in tantis... malis», evoca de dónde y adónde lo ha traído la triste ventura:


Cum vice mutata quid sim fuerimque recordor
et tulerit quo me casus et unde...



No cederé a la innoble tentación de leer «casos» por «passos»: indicaré sólo que la vecindad de «casus» y «passos» invitaba a que cobrara forma el segundo endecasílabo, mientras la insistencia en   —71→   «quo» y «unde» daba pie a reiterar el «por dó» (hasta la estrofa siguiente: «a tanto mal no sé por dó e venido»).



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ArribaAbajo- XVIII -

De mano (besada) y de lengua (suelta)


Por más que en Toledo soplaran vientos malos, Lazarillo sacaba para ir mitigando el hambre del escudero, gracias a unas excepcionales dotes de mendigo, «como yo -aseguraba con satisfecha modestia- este oficio le hobiese mamado en la leche». No le dolía lacerar por el amo pobre, sabiendo que «nadie da lo que no tiene»; pero esa misma reflexión lo incitaba a execrar al «avariento ciego» y al «mezquino clérigo» que tantos ayunos le infligieron, «con dárselo Dios a ambos, al uno de mano besada y al otro de lengua suelta». Hay aquí algo más que unas alusiones al proverbial besa mano y daca pan y a la palabrería del rezador, adivino y curandero farsante. Cuando menos desde los Padres latinos, era costumbre distinguir tres especies de munera -lícitos o, con mayor frecuencia, ilícitos-, según la remuneración o recompensa consistiera en dinero (o cosa pignorable), en alabanzas o en prebendas, favores, servicios: munus a manu, munus a lingua, munus ab obsequio. Difundida por Gregorio el Grande, tal clasificación fue aceptada por la Glossa ordinaria (sobre Isaías,   —74→   XXXIII, 15), el Decretum (II, c. I, q. I, c. 114), la Summa theologica (II-II, q. 78, a. 2), y, con el aval de tamaños padrinos, se convirtió en punto de referencia ineludible para moralistas, canonistas y toda laya de autores bienpensantes. No siempre, sin embargo, se mantuvo el rigor del esquema: el munus ab obsequio, menos nítido, hubo de competir con otros ítem que aspiraban a desplazarlo (verbigracia, el munus ab officio introducido por el Pseudo Beda, In psalmorum libros exegesis, XXV); e incluso, en la polvareda de semejante refriega, llegó a perderse el tercer casillero de los munera. Ocurrió ya en el mismo inventor de la tríada: en el locus classicus de las cuarenta Homiliae in Evangelia (I, IV, 4), San Gregorio bautizaba e ilustraba los munera como a manu, a lingua y ab obsequio, pero en los Moralia el munus ab obsequio quedaba primero sustituido por el munus a corde (IX, XXXIX, 53), y, luego (XII, LIV, 62-63), uno y otro se olvidaban a beneficio del simple par munus a manu / munus a lingua. Tengo por no dudoso que el Lazarillo (cuyo prólogo insiste en algunas consideraciones habituales en los tratadistas al discurrir sobre el munus a lingua) juega en el pasaje citado con esos dos elementos más memorables: la dualidad de munera a manu y a lingua se evoca diáfanamente, al tiempo que con una pirueta -merced a la transposición operada por los   —75→   dos participios- se la refiere no al modo de recibir, sino a la forma de ganar los munera. Pero además me pregunto si el contexto inmediato -centrado en la paradoja de que el criado mantenga al señor, y gracias al «oficio» del pordioseo- no implica que el servicio que Lázaro -con subrayada recompensa a corde- le presta al hidalgo hace de este el receptor de un munus ab obsequio o ab officio. Por ende, los tres primeros amos de Lázaro ilustrarían la terna tradicional de los munera. No me divierte ahora entrar en la cuestión de si esa pauta trífida es factor estructural en el conjunto de la novela, ni en qué medida el recurso a ella arrimaría el libro a ciertas modalidades de la sátira medieval.



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ArribaAbajo- XIX -

Guitonerías


Pues contamos ya con la princeps de El Guitón Honofre, va siendo hora de pensar en un texto crítico y rigurosamente anotado de tan escurridiza novela picaresca (pero quizá sea mucho pedir, cuando ni siquiera tenemos una buena edición del Guzmán de Alfarache). Al propósito, una ojeada al dominio italiano no sólo habrá de esclarecer las raíces de la voz guitón, sino esbozarle un árbol genealógico al héroe (es un decir) de Gregorio González. De poco sirven los guitti, guittoni y aun guidoni etiquetados por Battaglia, Battisti y cofrades: la fauna se caza mejor en las artes de forfanteria compiladas en torno al 1600 (en relación vital con el Guzmán de Alfarache), cuyo dignísimo heredero es Il libro dei vagabondi de Piero Camporesi. Conviene batir especialmente a zaga de un soneto que se lee en el Nuovo modo de intendere la lingua zerga y en que Antonio Brocardo (si acierta, según acostumbra, Franca Ageno), antes de 1545, dibuja la estampa canónica de nuestra (buena) pieza:


Felice vita de un guiton fratengo,
che col scalfo del fiore e col bachetto
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da far in calca a gli osmi il figadetto
trucca, stanzando con il suo ramengo!



Vale decir:


¡Dichosa vida del guitón ladino,
que con la conca y cerda -filacica
del dupa, a lo entruchado- se ala y pica,
buzo, con el salón por jorgolino!



Cuarenta años después, Garzoni no pudo rehuir la cita de ese célebre cuarteto en el discurso de la Piazza universale que dedica a la anatomía «De' guidoni o furfanti o calchi» (en tanto hacia 1613 Cristóbal Suárez de Figueroa, sobre prescindir de los versos, no halló a tal serie de sinónimos equivalencia más lúcida que «pobres mendigantes» o bien «vagabundos»). Pero en 1596, disertando sobre la athanatophilia, a Fabio Glissenti se le ofrecía tan vívida la imagen del protagonista del soneto, que llegaba (y no sería el único) a individualizarlo: «Voi ne sentirete... di quelle che non le seppe mai Guidon Fratengo». Hete aquí, pues, a un Guidón Fratengo singular, con nombre propio, a un paso (siquiera fonético) de Guitón Honofre. Es seguro, sin embargo, que el guitón -errante, cosmopolita y plurilingüe ex vi naturae- de tiempo atrás había asomado la cabeza en las letras españolas. Oigamos,   —79→   si no, un chiste de loros de Lorenzo Palmireno, en El estudioso cortesano de 1573: «De un papagayo he leído que tenía el rey don Henrique VIII en Inglaterra y cayó con la jaula en el río Thamisa, ya muy de noche, y començó a bozear: "A bott, a bott for uuentye pouond!". Quiere dezir: "¡Barca, barca, aunque me cueste veynte escudos!". El barquero, creyendo que era algún pasajero rico, saltó allá y llevóle al Rey, contando la liberalidad de su papagayo; admirado el Rey y riendo, dixo: "No te daré más de lo que el papagayo dixere". No se sabe si algún páxaro, baxito, lo encaminó, pero es cierto que el papagayo dixo: "Gibe the knabe a grot!". Que es: "¡Dadle medio real al guitón!"». No sé de un ejemplo más temprano, ni más explícito en asimilar madrugadoramente al guitón con el mozo pícaro. Sí recuerdo, en cambio, una séguedille (aunque menos ancienne de cuanto creía Foulché) que adjudica a la especie habilidades no documentadas en la criatura del Licenciado González:


Que no hay tal carajo
como el del guitón,
que entra justo y busca
cualquier[a] rincón.





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ArribaAbajo- XX -

Un apotegma de El caballero de Olmedo


Espeta Tello a Inés:


Así dijo a un ciego un griego
que le contó mil disgustos:
«Pues tiene la noche gustos,
¿para qué te quejas, ciego?»



En mi primera edición de El caballero de Olmedo, confesaba no saber dónde acudir: «El apotegma no es original de Lope -decía yo-, pero no acierto a localizar la fuente». En verdad, por mi boca hablaban la pereza de no echarme al coleto un par de repertorios y el estúpido descuido de no alargar la mano (las manos, vaya) a la Polyanthea para buscar s. v. «caecitas». Purgo ahora ambos pecados y preciso que el dicho arranca de Antípatro el Cirenaico, aducido en las Tusculanas, V, XXXVIII, 112: «cuius caecitatem cum mulierculae lamentarentur, "quid agitis", inquit, "an vobis nulla videtur voluptas esse nocturna?"». La difusión del donaire se garantiza por el manoseadísimo De remediis fortuitorum (XII, 1), por Petrarca en el   —82→   no menos popular De remediis utriusque fortune (II, 96), y quién sabe por cuántos centiloquios, misceláneas y florestas de varia lección. Quiero apresurarme a realzar, como sea, que el dato aquí aportado no sirve pero que absolutamente para nada.



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