Tan contentos
estaban estos amantes en el dichoso estado, viéndose cada
cual con la deseada compañía, que los trabajos del
tiempo pasado tenían olvidados. Mas los que desde aparte
miramos las penas que les costó su contentamiento, los
peligros en que se vieron, y los desatinos que hicieron y dijeron
antes de llegar a él, es razón que vamos advertidos
de no meternos en semejantes penas, aunque más cierto fuese
tras ellas el descanso, cuanto más siendo tan incierto y
dudoso que por uno que tuvo tal ventura, se hallan mil cuyos largos
y fatigosos trabajos con desesperada muerte fueron
galardonados.
Pero, dejado esto
aparte, vengamos a tratar de las fiestas que por los casamientos y
desengaños en el jardín de Felicia se hicieron,
aunque no será posible contarlas todas en particular.
Felicia, a cuyo mandamiento estaban todos obedientes y en cuya
voluntad estaba el orden y el concierto de la fiesta, quiso que el
primer regocijo fuese bailar los pastores y pastoras al son de las
canciones por ellos mismos cantadas. Y así, sentada con
Eugerio, Polidoro, Clenarda, Marcelio, Alcida, don Félix y
Felismena, declaró a los pastores su voluntad.
Levantáronse a la hora todos, y tomando Sireno a Diana por
la mano, Silvano a Selvagia, Montano a Ismenia, y Arsileo a Belisa,
concertaron un baile más gracioso que cuantos las hermosas
dríadas o napeas, sueltas al viento las rubias madejas de
oro finísimo de Arabia, en las amenísimas florestas
suelen hacer. No se detuvieron mucho en cortesías sobre
quién cantaría primero, porque como Sireno, que era
principal en aquella fiesta, estuviese algo corrido del descuido
que hasta entonces tuvo de Diana, y el empacho de ello le hubiese
impedido el disculparse, quiso cantando decirle a Diana lo que la
vergüenza no le había consentido razonar. Por eso, sin
más aguardar, respondiéndole los otros según
la costumbre, cantó así:
Canción
Morir debiera
sin verte,
hermosísima
pastora,
pues que osé tan sola
una hora
estar vivo y no
quererte.
De un dichoso
amor gozara,
5
dejado el tormento aparte,
si en acordarme de amarte,
de mi olvido me olvidara.
Que de morirme y
perderte
tengo recelo, pastora,
10
pues que osé tan sola
una hora
estar vivo y no
quererte.
En diferente
parecer estaba Diana, porque como aquel antiguo olvido que tuvo de
Sireno, con un ardentísimo amor lo había
cumplidamente satisfecho, y de sus pasadas fatigas se vio
sobradamente pagada, no tenía ya por qué de sus
descuidos se lamentase; antes, hallando su corazón abastado
del posible contentamiento y libre de toda pena, mostrando su
alegría e increpando el cuidado de Sireno, le
respondió con esta canción:
En tanto que Diana
dijo su canción, llegó a la fuente una pastora de
extremadísima hermosura que en aquella hora a la casa de
Felicia había venido e, informada que la sabia estaba en el
jardín, por verla y hablarla allí había
venido. Llegada donde Felicia estaba, arrodillada delante de ella,
le pidió la mano para se la besar y después le
dijo:
-Perdonárseme debe, sabia señora, el atrevimiento de
entrar aquí sin tu licencia, considerando el deseo que
tenía de verte y la necesidad que tengo de tu
sabiduría. Traigo una fatiga en el corazón, cuyo
remedio está en tu mano, mas el darte cuenta de ella lo
guardo para mejor ocasión, porque en semejante tiempo y
lugar es descomedimiento tratar cosas de tristeza.
Estaba aún
Melisea, que este era el nombre de la pastora, delante Felicia
arrodillada, cuando vio por un corredor de la huerta venir un
pastor hacia la fuente, y en verlo dijo:
-Esta es otra
pesadumbre, señora, tan molesta y enojosa, que para librarme
de ella no menos he menester tus favores.
En esto el pastor,
que Narciso se decía, llegó en presencia de Felicia y
de aquellos caballeros y damas, y, hecho el debido acatamiento,
comenzó a dar quejas a Felicia de la pastora Melisea, que
presente tenía, diciendo cómo por ella estaba
atormentado, sin haber de su boca tan solamente una benigna
respuesta. Tanto que de muy lejos hasta allí había
venido en su seguimiento, sin poder ablandar su rebelde y
desdeñoso corazón. Hizo Felicia levantar a Melisea y
atajando semejantes contenciones:
-No es tiempo
-dijo- de escuchar largas historias; por ahora tú, Melisea,
da a Narciso la mano y entrad entrambos en aquella danza, que en lo
demás a su tiempo se pondrá remedio.
No quiso la
pastora contradecir al mandamiento de la sabia, sino que en
compañía de Narciso se puso a bailar juntamente con
las otras pastoras. A este tiempo la venturosa Ismenia, que para
cantar estaba apercibida, dando con el gesto señal del
interno contentamiento que tenía después de tan
largos cuidados, cantó de esta suerte:
Canción
Tan alegres
sentimientos
recibo que no me
espanto
si cuesta dos mil
tormentos
un placer que vale
tanto.
Yo aguardé
y el bien tardó,
5
mas cuando el alma lo alcanza,
con su deleite pagó
mi aguardar y su tardanza.
Vengan las penas
a cuentos;
no hago caso del llanto
10
si me dan por mil tormentos
un placer que vale
tanto.
Ismenia, al tiempo
que cantaba y aun antes y después, casi nunca partió
los ojos de su querido Montano. Pero él, como estaba algo
afrentado del engaño en que tanto tiempo, con tal agravio de
su esposa, había vivido, no osaba mirarla sino a hurto al
dar de la vuelta en la danza, estando ella de manera que no
podía mirarlo; y esto porque algunas veces que había
probado mirarla en el gesto, confundido con la vergüenza que
le tenía y vencido de la luz de aquellos radiantes ojos, que
con afición de contino le miraban, le era forzado bajar los
suyos al suelo. Y como en ello vio que tanto perdía, dejando
de ver a la que tenía por su descanso, tomando esto por
ocasión, encaminando su cantar a la querida Ismenia, de esta
manera dijo:
Melisea, que harto
contra su voluntad con el desamado Narciso hasta entonces
había bailado, quiso de tal pesadumbre vengarse con una
desamorada canción, y a propósito de las penas y
muertes en que el pastor decía cada día estar a causa
suya, burlándose de todo ello, cantó así:
Canción
Zagal, vuelve
sobre ti,
que por excusar dolor
ni quiero matar de
amor
ni que amor me mate a
mí.
Pues yo
viviré sin verte,
5
tú por amarme no
mueras,
que ni quiero que me quieras,
ni determino quererte.
Que pues
tú dices que así
se muere el triste amador,
10
ni quiero matar de
amor
ni que amor me mate a
mí.
No mediana pena
recibió Narciso con el crudo cantar de su querida, pero
esforzándose con la esperanza que Felicia le había
dado de su bien, y animándose con la constancia y fortaleza
del enamorado corazón, le respondió añadiendo
dos coplas a una canción antigua que decía:
Si os pesa de
ser querida,
yo no puedo no os
querer;
pesar habréis de
tener
mientras yo tuviera
vida.
Sufrid que pueda
quejarme,
5
pues que sufro un tal
tormento,
o cumplid vuestro contento
con acabar de matarme.
Que según
sois descreída,
y os ofende mi querer,
10
pesar habréis de
tener
mientras yo tuviera
vida.
Si pudiendo
conoceros,
pudiera dejar de amaros,
quisiera, por no enojaros,
15
poder dejar de quereros.
Mas pues vos
seréis querida
mientras yo podré
querer,
pesar habréis de
tener,
mientras yo tuviere
vida.
20
Tan puesta estaba
Melisea en su crueldad que apenas había Narciso dicho las
postreras palabras de su canción, cuando, antes que otro
cantase, de esta manera replicó:
Canción
Mal consejo me
parece,
enamorado zagal,
que a ti mismo quieras
mal
por amar quien te
aborrece.
Para ti debes
guardar
5
ese corazón tan triste,
pues aquella a quien lo diste
jamás lo quiso tomar.
A quien no te
favorece,
no la sigas, piensa en
ál,
10
y a ti no te quieras
mal
por querer quien te
aborrece.
No
consintió Narciso que la canción de Melisea quedase
sin respuesta, y así con gentil gracia cantó,
haciendo nuevas coplas a un viejo cantar que dice:
Tanto contento dio
a todos la porfía de Narciso y Melisea, que aumentara mucho
en el regocijo de la boda, si no quedara templado con el pesar que
tuvieron de la crueldad que ella mostraba y con la lástima
que les causó la pena que él padecía.
Después que Narciso dio fin a su cantar, todos volvieron los
ojos a Melisea esperando si replicaría. Pero calló,
no porque le faltasen canciones crueles y ásperas con que
lastimar el miserable enamorado, ni porque dejase de tener voluntad
para decirlas, mas, según creo, por no ser enojosa a toda
aquella compañía. Selvagia y Belisa fueron rogadas
que cantasen, pero excusáronse diciendo que no estaban para
ello.
-Bueno
sería -dijo Diana- que salieseis de la fiesta sin pagar el
escote.
-Eso -dijo
Felismena- no se debe consentir por lo que nos importa escuchar tan
delicadas voces.
-No queremos
-dijeron ellas- dejar de serviros en esta solemnidad con lo que
supiéremos hacer, que será harto poco, pero
perdonadnos el cantar, que en lo demás haremos lo
posible.
-Por mi parte
-dijo Alcida- no permitiré que dejéis de cantar o que
otros por vosotras lo hagan.
-¿Quién mejor -dijeron ellas- que Silvano y Arsileo,
nuestros maridos?
-Bien dicen las
pastoras -respondió Marcelio- y aun sería mejor que
ambos cantasen una sola canción, el uno cantando y el otro
respondiendo, porque a ellos les será menos trabajoso y a
nosotros muy agradable.
Mostraron todos
que holgarían mucho de semejante manera de canción,
por saber que en ella se mostraba la viveza de los ingenios en
preguntar y responder. Y así Silvano y Arsileo, haciendo
señal de ser contentos, volviendo a proseguir la danza,
cantaron de esta suerte:
Otra copla
querían decir los pastores en esta canción, cuando
una compañía de ninfas por orden de Felicia
llegó a la fuente, y cada cual con su instrumento
tañendo movían un extraño y deleitoso
estruendo. Una tañía un laúd, otra una harpa,
otra con una flauta hacía maravilloso contrapunto, otra con
la delicada pluma las cuerdas de la cítara hacía
reteñir, otra las de la lira con las resinosas cerdas
hacía resonar, otras con los albogues y chapas hacían
en el aire delicadas mudanzas, levantando allí tan alegre
música que dejó los que presentes estaban
atónitos y maravillados. Iban estas ninfas vestidas a
maravilla, cada cual de su color, las madejas de los dorados
cabellos encomendadas al viento, sobre sus cabezas puestas hermosas
coronas de rosas y flores, atadas y envueltas con hilo de oro y
plata. Los pastores, en ver este hermosísimo coro, dejando
la danza comenzada, se sentaron atentos a la admirable
melodía y concierto de los varios y suaves instrumentos, los
cuales, algunas veces de dulces y delicadas voces
acompañados, causaban extraño deleite. Salieron luego
de través seis ninfas vestidas de raso carmesí,
guarnecido con follajes de oro y plata, puestos sus cabellos en
torno de la cabeza, cogidos con unas redes anchas de hilo de oro de
Arabia, llevando ricos prendedores de rubines y esmeraldas, de los
cuales sobre sus frentes caían unos diamantes de
extremadísimo valor. Calzaban colorados borceguines,
sutilmente sobredorados, con sus arcos en las manos, colgando de
sus hombros las aljabas. De esta manera hicieron una danza al son
que los instrumentos hacían, con tan gentil orden que era
cosa de espantar. Estando ellas en esto, salió un
hermosísimo ciervo blanco, variado con unas manchas negras
puestas a cierto espacio, haciendo una graciosa pintura. Los
cuernos parecían de oro, muy altos y partidos en muchos
ramos. En fin, era tal como Felicia le supo fingir para darles
regocijo. A la hora, visto el ciervo, las ninfas lo tomaron en
medio y danzando continuamente sin perder el son de los
instrumentos, con gran concierto comenzaron a tirarle, y él
con el mismo orden, después de salidas las flechas de los
arcos, a una y otra parte moviéndose, con muy diestros y
graciosos saltos se apartaba. Pero después que buen rato
pasaron en este juego, el ciervo dio a huir por aquellos
corredores. Las ninfas, yendo tras él y siguiéndolo
hasta salir con él de la huerta, movieron un regocijado
alarido, al cual ayudaron las otras ninfas y pastores con sus
voces, tomando de esta danza un singular contentamiento. Y en esto
las ninfas dieron fin a su música. La sabia Felicia, porque
en aquellos placeres no faltase lección provechosa para el
orden de la vida, probando si habían entendido lo que
aquella danza había querido significar, dijo a Diana:
-Graciosa pastora,
¿sabrasme decir lo que por aquella caza del hermoso ciervo
se ha de entender?
-No soy tan sabia
-respondió ella- que sepa atinar tus sutilidades ni declarar
tus enigmas.
-Pues yo quiero
-dijo Felicia- publicarte lo que debajo de aquella invención
se contiene. El ciervo es el humano corazón, hermoso con los
delicados pensamientos y rico con el sosegado contentamiento.
Ofrécese a las humanas inclinaciones, que le tiran mortales
saetas, pero con la discreción, apartándose a
diversas partes y entendiendo en honestos ejercicios, ha de
procurar de defenderse de tan dañosos tiros. Y cuando de
ellos es muy perseguido, ha de huir a más andar y
podrá de esta manera salvarse, aunque las humanas
inclinaciones, que tales flechas le tiraban, irán tras
él y nunca dejarán de acompañarlo hasta salir
de la huerta de la vida.
-¿Cómo había yo -dijo Diana- de entender tan
dificultoso y moral enigma, si las preguntas en que las pastoras
nos ejercitamos, aunque fuesen muy llanas y fáciles, nunca
las supe adivinar?
-No te
amengües tanto -dijo Selvagia- que lo contrario he visto en
ti, pues ninguna vi que te fuese dificultosa.
-A tiempo estamos
-dijo Felicia- que lo podremos probar, y no será de menos
deleite esta fiesta que las otras. Diga cada cual de vosotros una
pregunta, que yo sé que Diana las sabrá todas
declarar.
A todos les
pareció muy bien, sino a Diana, que no estaba tan confiada
de sí que se atreviese a cosa de tanta dificultad, pero por
obedecer a Felicia y complacer a Sireno, que mostró haber de
tomar de ello placer, fue contenta de emprender el cargo que se le
había impuesto. Silvano, que en decir preguntas tenía
mucha destreza, fue el que hizo la primera diciendo:
-Bien sé,
pastora, que las cosas escondidas tu viveza las descubre, y las
cosas encumbradas tu habilidad las alcanza, pero no dejaré
de preguntarte, porque tu respuesta ha de manifestar tu ingenio
delicado. Por eso dime qué quiere decir esto:
-Esta pregunta
-dijo Diana-, aunque es buena, no me dará mucho trabajo,
porque a ti mismo te la oí decir un día en la fuente
de los alisos, y no sabiendo ninguna de las pastoras que
allí estábamos adivinar lo que ella quería
decir, nos la declaraste diciendo que la doncella era la
zampoña o flauta tañida por un pastor. Y aplicaste
todas las partes de la pregunta a los efectos que en tal
música comúnmente acontecen.
Riéronse
todos de la poca memoria de Silvano y de la mucha de Diana, pero
Silvano, por disculparse y vengarse del corrimiento,
sonriéndose dijo:
-No os
maravilléis de mi desacuerdo, pues este olvido no parece tan
mal como el de Diana ni es tan dañoso como el de Sireno.
-Vengado
estás -dijo Sireno- pero más lo estuvieras si
nuestros olvidos no hubiesen parado en tan perfecto amor y en tan
venturoso estado.
-No haya
más -dijo Selvagia- que todo está bien dicho. Y
tú, Diana, respóndeme a lo que quiero preguntar, que
yo quiero probar a ver si hablaré más oscuro lenguaje
que Silvano. La pregunta que quiero hacerte dice:
-¿No te
acuerdas, Sireno, haber oído esta pregunta la noche que
estuvimos en casa de Uranio, mi tío? ¿No tienes
memoria cómo la dijo allí Maroncio, hijo de
Fernaso?
-Bien me acuerdo
que la dijo -respondió Sireno-, pero no de lo que
significaba.
-Pues yo -dijo
Diana- tengo de ello memoria. Decía que el soto es la cola
del caballo, de donde se sacan las cerdas, con que las cuerdas del
rabel tocadas dan voces, aunque ningunos dolores padecen.
Selvagia dijo que
era así y que el mismo Maroncio, autor de la pregunta, se la
había dado como muy señalada, aunque había de
mejores.
-Muchas hay
más delicadas -dijo Belisa- y una de ellas es la que yo
diré ahora. Por eso apercíbete, Diana, que de esta
vez no escapas de vencida. Ella dice de este modo:
Pregunta
¿Cuál
es el ave ligera
que está siempre en un
lugar
y anda siempre caminando,
penetra y entra doquiera,
de un vuelo pasa la mar,
5
las nubes sobrepujando?
Así verla
no podemos,
y quien la está
descubriendo
sabio queda en sola una hora;
mas tal vez la conocemos
10
las paredes solas viendo
de la casa donde mora.
-Más
desdichada -dijo Diana- ha sido tu pregunta que las pasadas,
Belisa, pues no declarara ninguna de ellas, si no las hubiera otras
veces oído, y la que tú dijiste, en ser por mí
escuchada, luego fue entendida. Hácelo, creo yo, ser ella
tan clara que a cualquier ingenio se manifestara. Porque harto es
evidente que por el ave que tú dices se entiende el
pensamiento, que vuela con tanta ligereza y no es visto de nadie,
sino conocido y conjeturado por las señales del gesto y
cuerpo donde habita.
-Yo me doy por
vencida -dijo Belisa- y no tengo más que decir, sino que me
rindo a tu discreción y me someto a tu voluntad.
-Yo te
vengaré -dijo Ismenia- que sé un enigma que a los
más avisados pastores ha puesto en trabajo; yo quiero
decirlo, y verás cómo haré que no sea Diana
tan venturosa con él como con los otros. Y vuelta a Diana
dijo:
Pregunta
Decí,
¿cuál es el maestro
que su dueño le es
criado,
está como loco atado,
sin habilidad es diestro
y sin doctrina letrado?
5
Cuando cerca lo
tenía,
sin oírlo lo
entendía,
y tan sabio se mostraba
que palabras no me hablaba
y mil cosas me decía.
10
-Yo me tuviera por
dichosa -dijo Diana- de quedar vencida de ti, amada Ismenia, mas
pues lo soy en la hermosura y en las demás perfecciones, no
me dará ahora mucha alabanza vencer el propósito que
tuviste de enlazarme con tu pregunta. Dos años habrá
que un médico de la ciudad de León vino a curar a mi
padre de cierta enfermedad, y como un día tuviese en las
manos un libro, toméselo yo y púseme a leerlo. Y
viniéndome a la memoria los provechos que se sacan de los
libros, le dije que me parecían maestros mudos, que sin
hablar eran entendidos. Y él a ese propósito me dijo
esta pregunta, donde algunas extrañezas y excelencias de los
libros están particularmente notadas.
-Con toda verdad
-dijo Ismenia- no hay quien pueda vencerte, a lo menos las pastoras
no tendremos ánimo para pasar más adelante en la
pelea; no sé yo estas damas si tendrán armas que
puedan derribarte.
Alcida, que hasta
entonces había callado gozando de oír y ver las
músicas, danzas y juegos, y de mirar y hablar a su querido
Marcelio, quiso también atravesar en aquel juego y dijo:
-Pues las pastoras
has rendido, Diana, no es razón que nosotras quedemos en
salvo. Bien sé que no menos adivinarás mi pregunta
que las otras, pero quiero decirla, porque será posible que
contente. Díjomela un patrón de una nave, cuando yo
navegaba de Nápoles a España, y la encomendé a
la memoria por parecerme no muy mala, y dice de esta suerte:
Un rato estuvo
Diana pensando, oída esta pregunta, y hecho el discurso que
para declararla era menester, y consideradas las partes de ella, al
fin resolviéndose, dijo:
-Razón era,
hermosa dama, que de tu mano quedase yo vencida, y que quien se
rinde a tu gentileza se rindiese a tu discreción, y por ello
se tuviese por dichosa. Si por el caballo de tu enigma no se
entiende la nave, yo confieso que no la sé declarar.
-Harto más
vencida quedo yo -dijo Alcida- de tu respuesta que tú de mi
pregunta, pues confesando no saber entenderla, sutilmente la
declaraste.
-De ventura he
acertado -dijo Diana- y no de saber, que a buen tino dije aquello y
no por pensar que en ello acertaba.
-Cualquier
acertamiento -dijo Alcida- se ha de esperar de tan buen juicio,
pero yo quiero que adivines a mi hermana Clenarda un enigma que
sabe, que no me parece malo; no sé si ahora se le
acordará. Y luego vuelta a Clenarda le dijo:
-Hazle, hermana, a
esta avisada pastora aquella demanda que en nuestra ciudad hiciste
un día, si te acuerdas, a Berintio y Clomenio, nuestros
primos, estando en casa de Elisonia en conversación.
-Soy contenta
-dijo Clenarda-, que memoria tengo de ella y tenía
intención de decirla, y dice de este modo:
Pregunta
Decidme,
señores, ¿cuál ave volando
tres codos en alto jamás se
levanta,
con pies más de treinta
subiendo y bajando,
con alas sin plumas el aire
azotando,
ni come ni bebe ni grita ni
canta?
5
De la
áspera muerte, vecina allegada,
con piedras que arroja nos hiere y
maltrata;
amiga es de gente cativa y
malvada,
y a muertes y robos, contino
vezada,
esconde en las aguas la gente que
mata.
10
Diana entonces
dijo:
-Esta pregunta no
la adivinara yo, si no hubiera oído la declaración de
ella de un pastor de mi aldea que había navegado. No
sé si tengo de ello memoria, mas paréceme que dijo
que por ella se entendía la galera, que estando en medio de
las peligrosas aguas, está vecina de la muerte, y a ella y
robos está vezada, echando los muertos en el mar; por los
pies me dijo que entendían los remos, por las alas, las
velas. y por las piedras que tira, las pelotas de
artillería.
-En fin -dijo
Clenarda- que todas habíamos de ir por un igual, porque
nadie se fuese alabando. Con toda verdad, Diana, que tu extremado
saber me tiene extrañamente maravillada, y no veo premio que
a tan gran merecimiento sea bastante, sino el que tienes en ser
mujer de Sireno.
Estas y otras
pláticas y cortesías pasaron, cuando Felicia, que de
ver el aviso, la gala, la crianza y comedimiento de Diana espantada
había quedado, sacó de su dedo un riquísimo
anillo con una piedra de valor, que ordinariamente traía y,
dándoselo en premio de su destreza, le dijo:
-Este
servirá por señal de lo que por ti entiendo hacer;
guárdalo muy bien, que a su tiempo hará notable
provecho.
Muchas gracias
hizo Diana a Felicia por la merced, y por ella le besó las
manos y lo mismo hizo Sireno, el cual, acabadas las
cortesías y agradecimientos, dijo:
-Una cosa he
notado en las preguntas que aquí se han propuesto: que la
mayor parte de ellas han dicho las pastoras y damas, y los hombres
se han tanto enmudecido que claramente han mostrado que en cosas
delicadas no tienen tanto voto como las mujeres.
Don Félix
entonces burlando dijo:
-No te maravilles
que en agudeza nos lleven ventaja, pues en las demás
perfecciones las excedemos.
No pudo sufrir
Belisa la burla de don Félix, pensando por ventura que lo
decía de veras, y volviendo por las mujeres dijo:
-Queremos
nosotras, don Félix, ser aventajadas, y en ello mostramos
nuestro valor, sujetándonos de grado a la voluntad y saber
de los hombres. Pero no faltan mujeres que puedan estar a
parangón con los más señalados varones, que,
aunque el oro esté escondido o no conocido, no deja de tener
su valor. Pero la verdad tiene tanta fuerza, que nuestras alabanzas
os las hace publicar a vosotros, que mostráis ser nuestros
enemigos. No estaba en tu opinión Florisia, pastora de
grande sabiduría y habilidad, que un día en mi aldea,
en unas bodas donde había muchedumbre de pastores y
pastoras, que de los vecinos y apartados lugares para la fiesta se
habían allegado, al son de un rabel y unas chapas que dos
pastores diestramente tañían, cantó una
canción en defensión y alabanza de las mujeres, que
no solo a ellas, pero a los hombres, de los cuales allí
decía harto mal, sobradamente contentó. Y si mucho
porfías en tu parecer, no será mucho
decírtela, por derribarte de tu falsa opinión.
Rieron todos del
enojo que Belisa había mostrado y sobre ello pasaron algunos
donaires. Al fin el viejo Eugerio y el hijo Polidoro, porque no se
perdiese la ocasión de gozar de tan buena música como
de Belisa se esperaba, le dijeron:
-Pastora, la
alabanza y defensa a las mujeres les es justamente debida, y a
nosotros el oírla con tu delicada voz suavemente
recitada.
-Pláceme
-dijo Belisa-, aunque hay cosas ásperas contra los hombres,
pero quiera Dios que de todas las coplas me acuerde; mas
comenzaré a decir que yo confío que
cantándolas el mismo verso me las reducirá a la
memoria.
Luego, Arsileo,
viendo su Belisa apercibida para cantar, comenzó a
tañerle el rabel, a cuyo son ella recitó el cantar
oído a Florisia, que decía de esta manera:
Parecieron muy
bien las alabanzas y defensas de las mujeres, y la gracia con que
por Belisa fueron cantadas, de lo cual don Félix
quedó convencido, Belisa contenta y Arsileo muy ufano. Todos
los hombres que allí estaban confesaron que era verdad
cuanto en la canción estaba dicho en favor de las mujeres,
no otorgando lo que en ella había contra los varones,
especialmente lo que apuntaba de los engaños, cautelas y
fingidas penas; antes dijeron ser ordinariamente más firme
su fe y más encarecido su dolor de lo que publicaban. Lo que
más a Arsileo contentó fue lo de la respuesta de
Florisia a Melibeo, tanto por ser ella muy donosa y avisada, como
porque algunas veces había oído a Belisa una
canción hecha sobre ella, de la cual mucho se agradaba. Por
lo cual le rogó que en tan alegre día para contento
de tan noble gente la cantase, y ella, como no sabía
contradecir a su querido Arsileo, aunque cansada del pasado cantar,
al mismo son la dijo, y era esta:
Canción
Contando
está Melibeo
a Florisia su dolor
y ella responde:
«Pastor,
ni te entiendo ni te
creo».
Él dice:
«Pastora mía,
5
mira con qué pena
muero,
que de grado sufro y quiero
el dolor que no
querría.
Arde y
muérese el deseo,
tengo esperanza y
temor».
10
Ella responde:
«Pastor,
ni te entiendo ni te
creo».
Él dice:
«El triste cuidado
tan agradable me ha sido,
que cuanto más
padecido,
15
entonces más deseado.
Premio ninguno
deseo
y estoy sirviendo al
amor».
Ella responde:
«Pastor,
ni te entiendo ni te
creo».
20
Él dice:
«La dura muerte
deseara, si no fuera
por la pena que me diera
dejar, pastora, de verte.
Pero triste, si
te veo,
25
padezco muerte mayor».
Ella responde:
«Pastor,
ni te entiendo ni te
creo».
Él dice:
«Muero en mirarte
y en no verte estoy penando;
30
cuando más te voy
buscando
más temor tengo de
hallarte.
Como el antiguo
Proteo
mudo figura y color».
Ella responde:
«Pastor,
35
ni te entiendo ni te
creo».
Él dice:
«Haber no pretendo
más bien del que el alma
alcanza,
porque aun con la esperanza
me parece que te ofendo.
40
Que mil deleites
poseo
en tener por ti un
dolor».
Ella responde:
«Pastor,
ni te entiendo ni te
creo».
En tanto que
Belisa cantó sus dos cantares, Felicia había mandado
a una ninfa lo que había de hacer para que allí se
moviese una alegre fiesta; y ella lo supo tan bien ejecutar que, al
punto que acababa la pastora de cantar, se sintieron en el
río grandes alaridos, mezclados con el ruido de las aguas.
Vueltos todos hacia allá y llegándose a la ribera,
vieron venir río abajo doce barcas en dos escuadras,
pintadas de muchos colores y muy ricamente aderezadas: las seis
traían las velas de tornasol blanco y carmesí, y en
las popas sus estandartes de lo mismo; y las otras seis velas y
banderas, de damasco morado con bandas amarillas. Traían los
remos hermosamente sobredorados, y venían de rosas y flores
cubiertas y adornadas. En cada una de ellas había seis
ninfas vestidas con aljubas, es a saber, las de una escuadra, de
terciopelo carmesí con franjas de plata, y las de la otra,
de terciopelo morado con guarniciones de oro; sus brazos
arregazados, mostrando una manga justa de tela de oro y plata, sus
escudos embrazados a manera de valientes amazonas. Los remeros eran
unos salvajes, coronados de rosas, amarrados a los bancos con
cadenas de plata. Levantose en ellos un gran estruendo de clarines,
chirimías, cornetas y otras suertes de música, a cuyo
son entraron dos a dos río abajo con un concierto que
causaba grande admiración. Después de esto se
partieron en dos escuadrones y salió de cada uno de ellos un
barco, quedando los otros a una parte. En cada cual de estos dos
barcos venía un salvaje vestido de los colores de su parte,
puesto de pies sobre la proa, llevando un escudo que le
cubría de los pies a la cabeza y en la mano derecha una
lanza pintada de colores. Amainaron entrambos las velas, y a fuerza
de remos arremetieron el uno contra el otro con furia muy grande.
Moviose grande alarido de las ninfas y salvajes, y de los que con
sus voces los favorecían. Los remeros emplearon allí
todas sus fuerzas, procurando los unos y los otros llevar mayor
ímpetu y hacer más poderoso encuentro. Y
viniéndose a encontrar los salvajes con las lanzas en los
escudos, era cosa de gran deleite lo que les acaecía. Porque
no tenían tantas fuerzas ni destreza que, con la furia con
que los barcos corrían y con los golpes de las lanzas,
quedasen en pie, sino que unas veces caían dentro los
bajeles y otras en el río. Con esto allí se
movía la risa, el regocijo y la música, que nunca
cesaba. Los justadores la vez que caían en el agua iban
nadando, y siendo de las ninfas de su parcialidad recogidos,
volvían otra vez a justar, y cayendo de nuevo multiplicaron
el regocijo. Al fin el barco de carmesí vino con tanta furia
y su justador tuvo tanta destreza que quedó en pie,
derribando en el río a su contrario. A lo cual las ninfas de
su escuadrón levantaron tal vocerío y dispararon tan
extraña música, que las adversarias quedaron algo
corridas. Y señaladamente un salvaje robusto y soberbio, que
afrentado y muy feroz dijo:
-¿Es
posible que en nuestra compañía haya hombre de tan
poca habilidad y fuerza que no pueda resistir a golpes tan ligeros?
Quitadme, ninfas, esta cadena y sirva en mi lugar por remero quien
ha sido tan flojo justador; veréis cómo os
dejaré a vosotras vencedoras, y a las contrarias, muy
corridas.
Dicho esto,
librado por una hermosa ninfa de la cadena, con un bravo denuedo
tomó la lanza y el escudo, y púsose en pie sobre la
proa. A la hora los salvajes con valerosos ánimos comenzaron
a remar, y las ninfas a mover grande vocería. El contrario
barco vino con el mismo ímpetu, pero su salvaje no hubo
menester emplear la lanza para quedar vencedor, porque el justador,
que tanto había braveado, antes que se encontrasen, con la
furia que su barco llevaba, no pudo ni supo tenerse en pie, sino
que con su lanza y escudo cayó en el agua, dando claro
ejemplo de que los más soberbios y presuntuosos caen en
mayores faltas. Las ninfas lo recogieron, que iba nadando, aunque
no lo merecía. Pero los cinco barcos de morado que aparte
estaban, viendo su compañero vencido, a manera de
afrentados, todos arremetieron. Los otros cinco de carmesí
hicieron lo mismo, y comenzaron las ninfas a tirar muchedumbre de
pelotas de cera blanca y colorada, huecas y llenas de aguas
olorosas, levantando tal grita y peleando con tal orden y concierto
que figuraron allí una reñida batalla, como si
verdaderamente lo fuera. Al fin de la cual, los barcos de la divisa
morada mostraron quedar rendidos, y las contrarias ninfas saltaron
en ellos a manera de vencedoras, y luego con la misma música
vinieron a la ribera, y desembarcaron las vencedoras y vencidas con
los cautivos salvajes, haciendo de su beldad muy alegre muestra.
Pasado esto, Felicia se volvió a la fuente donde antes
estaba, y Eugerio y la otra compañía,
siguiéndola, hicieron lo mismo. Al tiempo que vinieron a
ella, hallaron un pastor que, en tanto que había durado la
justa, había entrado en la huerta y se había sentado
junto al agua. Parecioles a todos muy gracioso, y especialmente a
Felicia, que ya lo conocía, y así le dijo:
-A mejor tiempo no
pudieras venir, Turiano, para remedio de tu pena y para aumento de
esta alegría. En lo que toca a tu dolor, después se
tratará, mas para lo demás conviene que publiques
cuanto aproveche tu cantar. Ya veo que tienes el rabel fuera del
zurrón, pareciendo querer complacer a esta hermosa
compañía; canta algo de tu Elvinia, que de ello
quedarás bien satisfecho.
Espantado
quedó el pastor que Felicia le nombrase a él y a su
zagala, y que a su pena alivio prometiese, pero pensando pagarle
más tales ofrecimientos con hacer su mandado que con
gratificarlos de palabras, estando todos asentados y atentos, se
puso a tañer su rabel y a cantar lo siguiente:
No se puede
encarecer lo que les agradó la voz y gracia del zagal,
porque él cantó de manera y era tan hermoso, que
pareció ser Apolo que otra vez había venido a ser
pastor, porque otro ninguno juzgaron suficiente a tanta belleza y
habilidad. Montano, maravillado de esto, le dijo:
-Grande
obligación te tiene, zagal, la pastora Elvinia, de quien tan
sutilmente has cantado, no solo por lo que gana en ser querida de
tan gracioso pastor como tú eres, pero en ser sus bellezas y
habilidades con tan delicadas comparaciones en tus versos
encarecidas. Pero siendo ella amada de ti, se ha de imaginar que ha
de tener última y extremada perfección; y una de las
cosas que más para ello le ayudarán, será la
destreza y ejercicio de la caza, en la cual con Diana la igualaste,
porque es una de las cosas que más belleza y gracia
añaden a las ninfas y pastoras. Un zagal conocí yo en
mi aldea, y aun Ismenia y Selvagia también lo conocen, que
enamorado de una pastora nombrada Argía, de ninguna
gentileza suya más cautivo estaba que de una singular
destreza que tenía en tirar un arco, con que las fieras y
aves con agudas y ciertas flechas enclavaba. Por lo cual el pastor,
nombrado Olimpio, cantaba algunas veces un soneto sobre la
destreza, la hermosura y crueldad de aquella zagala, formando entre
ella y la diosa Diana y Cupido un desafío de tirar arco,
cosa harto graciosa y delicada; y por contentarme mucho, lo
tomé de cabeza. A esto salió Clenarda diciendo:
-Razón
será, pues, que tengamos parte de ese contento con
oírlo. A lo menos a mí no me puede ser cosa
más agradable que oírtelo cantar, siquiera por la
devoción que tengo al ejercicio de tirar arco.
-Pláceme
-dijo Montano-, si con ello no he de ser enojoso.
-No puede -dijo
Polidoro- causar enojo lo que con tan gran contento será
escuchado.
Tocando entonces
Montano un rabel, cantó el soneto de Olimpio, que
decía:
Soneto
Probaron en el
campo su destreza
Diana, Amor y la pastora
mía,
flechas tirando a un árbol
que tenía
pintado un corazón en la
corteza.
Allí
apostó Diana su belleza,
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su arco Amor, su libertad
Argía,
la cual mostró en tirar
más gallardía,
mejor tino, denuedo y
gentileza.
Y así
ganó a Diana la hermosura,
las armas a Cupido, y ha
quedado
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tan bella y tan cruel de esta
victoria,
que a mis
cansados ojos su figura,
y el arco fiero al corazón
cuitado
quitó la libertad, la vida y
gloria.
Fue muy agradable
a todos este soneto y más la suavidad con que por Montano
fue cantado. Después de consideradas en particular todas sus
partes y pasadas algunas pláticas sobre la materia de
él, Felicia, viendo que la noche se acercaba,
pareciéndole que para aquel día sus huéspedes
quedaban asaz regocijados, haciendo señal de querer hablar,
hizo que la gente, dejado el bullicio y fiesta, con ánimo
atento se sosegase y, estando todos en reposado silencio, con su
acostumbrada gravedad habló así:
-Por muy
averiguado tengo, caballeros y damas, pastores y pastoras de gran
merecimiento, que después que a mi casa vinisteis, no
podréis de mis favores ni de los servicios de mis ninfas en
ninguna manera quejaros. Pero fue tanto el deseo que tuve de
complaceros y el contento que recibo en que semejantes personas lo
tengan por mi causa, que me parece que, aunque más hiciera,
no igualara de gran parte lo mucho que merecéis. Solos
quedan entre vosotros descontentos Narciso con la aspereza de
Melisea, y Turiano con la de Elvinia, a los cuales por ahora les
bastará consolarse con la esperanza, pues mi palabra, que no
suele mentir, por la forma que más les conviene, presta y
cumplida salud ciertamente les promete. A Eugerio veo alegre con el
hijo, hijas y yerno; y tiene razón de estarlo,
después que a causa de ellos se ha visto en tantos peligros,
y ha sufrido tan fatigosas penas y cuidados. A los demás os
veo contentos con la posesión de los bienes deseados. Pero
una cosa quiero advertir, que vuestros pasados tormentos, a
vosotros y a cuantos de ellos tendrán noticia han de servir
de lección para quedar avisados de vivir con más
cordura, por excusar los inconvenientes en que tantos años
os habéis hallado. Y aunque en los remedios que yo a todos
os di mostré claramente mi saber y publiqué mi
nombre, tuviera por mejor que vosotros hubieseis vivido con tanta
discreción que no tuvierais necesidad de mis favores. Porque
más estimara yo vuestra salud que mi fama, y a vosotros os
fuera más conveniente dejar de caer en vuestros
engaños y penas que, después de caídos, ser
con mi mano levantados. Bien sé que los que habéis
sido esclavos de Cupido os excusaréis con decir que vuestro
amor fue casto y limpio de toda deshonestidad. Mas cuando tal
achaque se os admita, os condenará la congoja que en
semejante pasión habéis padecido. Cuanto más
que no sé yo si la limpieza de los amores en todos vosotros
llegó a tanto, que sea suficiente para disculparos; porque,
aunque la mayor parte de vuestras voluntades fue entre maridos y
mujeres, pero no todas entran en esa cuenta, y las que no lo fueron
podrá ser que en algo hayan ofendido el ánimo de la
casta diosa Diana, en cuya casa se dio alivio a vuestros males. La
honestidad y modestia es la que le contenta, y de los amorosos y
deshonestos ardores mucho se desagrada. Y a mí, como
ministra suya, aunque en ellos pongo remedio, me son en todo
extremo aborrecibles. Y si de ellos os libré
trocándolos en castos y virtuosos, es por quitaros de tan
mal estado, en el cual, por voluntad que os tengo, no quisiera un
solo momento veros. No tengáis de hoy más
atrevimiento de abalanzaros a semejantes trances con esperanzas de
ser remediados como ahora lo fuisteis, que no tenéis tanta
razón de estar confiados por la salud que a vosotros se os
dio, como temerosos por los desastres que a muchos enamorados
acontecieron. ¿A quién no espanta el triste suceso de
los amores de Píramo y Tisbe? ¿A quién no hace
temblar el fin del largo y sobrado amor de la encantadora Medea?
¿A quién no causa temor la desdicha de la deshonesta
Mirra? Los cuales casos fueron por los poetas, como maestros de la
humana vida, figurados para atemorizar los hombres con tan
desventurados acontecimientos, dándoles a entender cuanto
más provechoso les sea emplearse en los estudios de las
letras o entender en otros ejercicios, conformes al estado de cada
uno, que gastar sus años en tan dañosas ocupaciones.
Diranme los amadores que no está en su mano dejar de ser
vencidos de Cupido y andar hechos sus esclavos. A mí me
parece que quien le sirve, se le obliga y somete de propia
voluntad, pues no hay ánimo que de su libertad no sea
señor. Por donde tengo por cierto que este Cupido, si algo
es, será el desenfrenado apetito, y porque de este tan
ordinariamente queda vencida la razón, se dice que los
hombres del amor quedan vencidos. Hablo ahora del amor terreno, que
está empleado en las cosas bajas, no tratando del verdadero
amor de las cosas altas y perfectas, al cual no te cuadra el nombre
de Cupido, pues no nace del sensual y codicioso apetito, antes
tiene puesto su fundamento en la cierta y verdadera razón.
Este es el honesto y permitido amor, con el cual a las virtudes,
habilidades, perfecciones, sabidurías y cosas celestiales
nos aficionamos. Este es el ornamento de las ánimas, este es
el deleite de los pensamientos, esta es afición sin fatiga,
esta es esperanza sin recelo y este es bien con sobrado
contentamiento. El amor que de este se desvía es fealdad
abominable, tormento insufrible, perdición del alma,
destrucción de la vida, mengua de la fama, amarga dulzura,
engaño voluntario, placer sin contento, deleite breve, bien
inconstante, esperanza vaga, vergonzoso pesar, pena cierta, recelo
continuo, muerte gustosa, vida mortal, estado sin firmeza y, en
fin, una afición que, por más que quien la tiene
procura de excusarse y defenderla, ha de ser reprobada por los
libres entendimientos y desechada de las honestas voluntades. Vista
tenéis la diferencia de estas dos aficiones; mire ahora cada
cual de vosotros en cuál de ellas estuvo. Y el que fue con
la voluntad honesta aficionado, téngase por dichoso y
procure perseverancia; y el que fue herido del amor de Cupido, por
lo pasado le pese y mude parecer en lo porvenir. No quiero que por
esto pierdan Narciso y Turiano las concebidas esperanzas,
hallándose por ventura en la parte reprobada, porque mi
intención ha sido que lo que se ha dicho a los que
están ya remediados, lo escuchasen ellos para cuando lo
sean. Mas esto basta para personas tan discretas y, pues el sol
esconde ya su lumbre y se va haciendo hora de recogerse,
póngase fin por ahora a mi plática y a vuestras
fiestas, que mañana, si Dios quisiere, entiendo que aumenten
con nueva manera de juegos y cantos que nos han de dar admirable
contento.
Acabadas las
razones de Felicia, el viejo Eugerio quedó espantado de tal
sabiduría, y los demás satisfechos de tan saludable
reprehensión, sacando de ella provechoso fruto para vivir de
allí adelante muy recatados. Y levantándose todos de
en torno a la fuente, siguiendo a la sabia, salieron del
jardín yendo al palacio a retirarse en sus aposentos,
aparejando los ánimos a las fiestas del venidero día.
Las cuales y lo que de Narciso, Turiano, Tauriso y Berardo
aconteció, juntamente con la historia de Danteo y Duarda,
portugueses, que aquí por algunos respectos no se escribe, y
otras cosas de gusto y de provecho, están tratadas en la
otra parte de este libro que antes de muchos días, placiendo
a Dios, será impresa.