Es el injusto amor
tan bravo y poderoso que de cuanto hay en el mundo se aprovecha
para su crueldad, y las cosas de más valor le favorecen en
sus empresas. Especialmente la fortuna le da tanto favor con sus
mudanzas cuanto él ha menester para dar graves tormentos.
Claro está lo que digo en el desastre de Marcelio, pues la
fortuna ordenó tal acontecimiento que de su esposa Alcida
forzado hubo de dar crédito a una sospecha tal que, aunque
falsa, tenía muy cierto o a lo menos aparente fundamento; y
de ello se siguió aborrecer su esposo, que más que a
su vida la quería y en nada la había ofendido. De
aquí se puede colegir cuán cierta ha de ser una
presunción para que un hombre sabio le deba dar entera fe,
pues esta que tenía muestra de certidumbre era tan ajena de
verdad.
Pero ya que el
amor y fortuna trataron tan mal a Marcelio, una cosa tuvo que
agradecerles, y fue que el amor hirió el corazón de
Diana, y fortuna hizo que Marcelio en la fuente la hallase, para
que entrambos fuesen a la casa de Felicia y el triste pasase sus
penas en agradable compañía. Pues llegado el tiempo
que la rubicunda aurora con su dorado gesto ahuyentaba las
nocturnas estrellas y las aves con suave canto anunciaban el
cercano día, la enamorada Diana, fatigada ya de la prolija
noche, se levantó para emprender el camino deseado. Y
encargadas ya sus ovejas a la pastora Polintia, salió de su
aldea, acompañada de su rústica zampoña,
engañadora de trabajos, y proveído el zurrón
de algunos mantenimientos. Bajó por una cuesta que de la
aldea a un espeso bosque descendía, y a la fin de ella se
paró sentada debajo unos alisos, esperando que Marcelio, su
compañero, viniese, según que con él la noche
antes lo había concertado. Mas en tanto que no venía,
se puso a tañer su zampoña y cantar esta
canción:
La delicada voz y
gentil gracia de la hermosa Diana hacía muy clara ventaja a
las habilidades de su tiempo, pero más espanto daba ver las
agudezas con que matizaba sus cantares, porque eran tales que
parecían salidas de la avisada corte. Mas esto no ha de
maravillar tanto los hombres que lo tengan por imposible, pues
está claro que es bastante el amor para hacer hablar a los
más simples pastores avisos más encumbrados,
mayormente si halla aparejo de entendimiento vivo e ingenio
despierto, que en las pastoriles cabañas nunca faltan.
Pues estando ya la
enamorada pastora al fin de su canción, al tiempo que el
claro sol ya comenzaba a dorar las cumbres de los más altos
collados, el desamado Marcelio, de la pastoril posada despedido
para venir al lugar que con Diana tenía concertado,
descendió la cuesta a cuyo pie ella sentada estaba. Viole
ella de lejos y calló su voz, porque no entendiese la causa
de su mal. Cuando Marcelio llegó donde Diana lo esperaba, le
dijo:
-Hermosa pastora,
el claro día de hoy, que con la luz de tu gesto
amaneció más resplandeciente, sea tan alegre para ti
como fuera triste para mí si no lo hubiese de pasar en tu
compañía. Corrido estoy, en verdad, de ver que mi
tardanza haya sido causa que recibieses pesadumbre con esperarme,
pero no será este el primer yerro que le has de perdonar a
mi descuido, en tanto que tratarás comigo.
-Sobrado
sería el perdón -dijo Diana- donde el yerro falta. La
culpa no la tiene tu descuido, sino mi cuidado, pues me hizo
levantar antes de hora y venir acá, donde hasta ahora he
pasado el tiempo, a veces cantando y a veces imaginando y, en fin,
entendiendo en los tratos que a un angustiado espíritu
pertenecen. Mas no hace tiempo de detenernos aquí, que
aunque el camino hasta el templo de Diana es poco, el deseo que
tenemos de llegar allá es mucho. Y allende de esto me parece
que conviene, en tanto que el sol envía más mitigados
los rayos y no son tan fuertes sus ardores, adelantar el camino
para después, a la hora de la siesta, en algún lugar
fresco y sombrío tener buen rato de sosiego.
Dicho esto tomaron
entrambos el camino, atravesando aquel espeso bosque, y por alivio
del camino cantaban de este modo:
MARCELIO.
DIANA.
MARCELIO
Mudable y fiero
amor que mi ventura
pusiste en la alta cumbre
do no llega mortal
merecimiento,
mostraste bien tu natural
costumbre,
quitando mi tristura
5
para doblarla y dar mayor
tormento.
Dejarás descontento
el corazón, que menos
daño fuera
vivir en pena fiera
que recibir un gozo no
pensado,
10
con tan penosa lástima
borrado.
DIANA
No te debe
espantar que de tal suerte
el niño poderoso
tras un deleite envíe dos
mil penas,
que a nadie prometió firme
reposo,
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sino terrible muerte,
llantos, congojas, lágrimas,
cadenas.
En Libia las arenas
ni en el hermoso abril las tiernas
flores
no igualan los dolores
20
con que rompe el amor un blando
pecho,
y aun no queda con ello
satisfecho.
MARCELIO
Antes del amoroso
pensamiento
ya tuve conocidas
las mañas con que amor
cautiva y mata.
25
Mas él no solo aflige
nuestras vidas,
mas el conocimiento
de los vivos juïcios
arrebata.
Y el alma así maltrata,
que tarde y mal y por incierta
vía
30
allega una alegría,
y por dos mil caminos los
pesares
sobre el perdido cargan a
millares.
DIANA
Si son tan
manifiestos los engaños
con que el amor nos prende,
35
¿por qué a ser presa
el alma se presenta?
Si el blando corazón no se
defiende
de los terribles daños,
¿por qué
después se queja y se lamenta?
Razón es que consienta
40
y sufra los dolores de Cupido
aquel que ha consentido
al corazón la flecha y la
cadena,
que el mal no puede darnos sino
pena.
Esta
canción y otras cantaron, al cabo de las cuales estuvieron
ya fuera del bosque, y comenzaron a caminar por un florido y
deleitoso prado. Entonces dijo Diana estas palabras:
-Cosas son
maravillosas las que la industria de los hombres en las pobladas
ciudades ha inventado, pero más espanto dan las que la
naturaleza en los solitarios campos ha producido. ¿A
quién no admira la frescura de este sombroso bosque?
¿Quién no se espanta de la lindeza de este espacioso
prado? Pues ver los matices de las libreadas flores y oír el
concierto de las cantadoras aves es cosa de tanto contento que no
iguala con ello de gran parte la pompa y abundancia de la
más celebrada corte.
-Ciertamente -dijo
Marcelio- en esta alegre soledad hay gran aparejo de
contentamiento, mayormente para los libres, pues les es
lícito gozar a su voluntad de tan admirables dulzuras y
entretenimientos. Y tengo por muy cierto que si el amor que ahora,
morando en estos desiertos, me es tan enemigo, me diera en la villa
donde yo estaba la mitad del dolor que ahora siento, mi vida no
osara esperarlo, pues no pudiera con semejantes deleites amansar la
braveza del tormento.
A esto no
respondió Diana palabra, sino que puesta la blanca mano
delante sus ojos, sosteniendo con ella la dorada cabeza, estuvo
gran rato pensosa, dando de cuando en cuando muy angustiados
suspiros, y a cabo de gran pieza dijo así:
-¡Ay de
mí, pastora desdichada! ¿Qué remedio
será bastante a consolar mi mal, si los que quitan a los
otros gran parte del tormento me acarrean más ardiente
dolor? No tengo ya sufrimiento para encubrir mi pena, Marcelio; mas
ya que la fuerza del dolor me constriñe a publicarla, una
cosa le agradezco: que me fuerza a decirla en tiempo y en parte que
tú solo estés presente, pues por tus generosas
costumbres y por la experiencia que tienes de semejante mal, no
tendrás por sobrada mi locura, principalmente sabiendo la
causa de ella. Yo estoy maltratada del mal que te atormenta, y
olvidada como tú de un pastor llamado Sireno, del cual en
otro tiempo fui querida. Mas la fortuna, que pervierte los humanos
intentos, quiso que, obedeciendo más a mi padre que a mi
voluntad, dejase de casarme con él y, a mi pesar, me hiciese
esclava de un marido que cuando otro mal no tuviera con él,
sino el que causan sus continuos e importunados celos, bastaba para
matarme. Mas yo me tuviera por contenta de sufrir las sospechas de
Delio con que viera la preferencia de Sireno, el cual, creo que por
no verme, tomando de mi forzado casamiento ocasión para
olvidarme, se apartó de nuestra aldea y está,
según he sabido, en el templo de Diana, donde nosotros
vamos. De aquí puedes imaginar cuál puedo estar,
fatigada de los celos del marido y atormentada con la ausencia del
amado.
Dijo entonces
Marcelio:
-Graciosa pastora,
lastimado quedo de saber tu dolor y corrido de no haberlo hasta
ahora sabido. Nunca yo me vea con el deseado contento, sino
querría verlo tanto en tu alma como en la mía. Mas,
pues sabes cuán generales son las flechas del amor, y
cuán poca cuenta tienen con los más fuertes, libres y
más honestos corazones, no tengas afrenta de publicar sus
llagas, pues no quedará por ellas tu nombre denostado, sino
en mucho más tenido. Lo que a mí me consuela es saber
que el tormento que de los celos del marido recibías, el
cual suele dar a veces mayor pena que la ausencia de la cosa amada,
te dejará algún rato descansar, en tanto que Delio,
siguiendo la fugitiva pastora, estará apartado de tu
compañía. Goza, pues, del tiempo y ocasión que
te concede la fortuna, y alégrate, que no será poco
alivio para ti pasar la ausencia de Sireno libre de la importunidad
del celoso marido.
-No tengo yo -dijo
Diana- por tan dañosos los celos, que si como son de Delio
fueran de Sireno, no los sufriera con solo imaginar que
tenían fundamento en amor. Porque cierto está que
quien ama, huelga de ser amado, y ha de tener los celos de la cosa
amada por muy buenos, pues son claras señales de amor, nacen
de él y siempre van con él acompañados. De
mí, a lo menos, te puedo decir que nunca me tuve por tan
enamorada como cuando me vi celosa, y nunca me vi celosa sino
estando enamorada.
A lo cual
replicó Marcelio:
-Nunca
pensé que la pastoril llaneza fuese bastante a formar tan
avisadas razones como las tuyas en cuestión tan dificultosa
como es esta. Y de aquí vengo a condenar por yerro muy
reprobado decir, como muchos afirman, que en solas las ciudades y
cortes está la viveza de los ingenios, pues la hallé
también entre las espesuras de los bosques. y en las
rústicas e inartificiosas cabañas. Pero con todo,
quiero contradecir a tu parecer, con el cual hiciste los celos tan
ciertos mensajeros y compañeros del amor, como si no pudiese
estar en parte donde ellos no estén; porque, puesto que hay
pocos enamorados que no sean celosos, no por eso se ha de decir que
el enamorado que no lo fuere no sea más perfecto y verdadero
amador, antes muestra en ello el valor, fuerza y quilate de su
deseo, pues está limpio y sin la escoria de
frenéticas sospechas. Tal estaba yo en el tiempo venturoso,
y me preciaba tanto de ello que con mis versos lo iba publicando; y
una vez entre las otras que mostró Alcida maravillarse de
verme enamorado y libre de celos, le escribí sobre ello este
soneto:
Fue tal el
contento que tuvo mi Alcida cuando le dije este soneto, entendiendo
por él la fineza de mi voluntad, que mil veces se lo
cantaba, sabiendo que con ello le era muy agradable. Y
verdaderamente, pastora, tengo por muy grande engaño que un
monstruo tan horrendo como los celos se tenga por cosa buena, con
decir que son señales de amor y que no están sino en
el corazón enamorado. Porque a esa cuenta podremos decir que
la calentura es buena, pues es señal de vida y nunca
está sino en el cuerpo vivo. Pero lo uno y lo otro son
manifiestos errores, pues no dan menor pesadumbre los celos que la
fiebre. Porque son pestilencia de las almas, frenesía de los
pensamientos, rabia que los cuerpos debilita, ira que el
espíritu consume, temor que los ánimos acobarda y
furia que las voluntades enloquece. Mas para que juzgues ser los
celos cosa abominable, imagina la causa de ellos y hallarás
que no es otra sino un apocado temor de lo que no es ni
será, un vil menosprecio del propio merecimiento, y una
sospecha mortal que pone en duda la fe y la bondad de la cosa
querida. No pueden, pastora, con palabras encarecerse las penas de
los celos, porque son tales que sobrepujan de gran parte los
tormentos que acompañan el amor. Porque, en fin, todos sino
él pueden y suelen parar en admirables dulzuras y contentos,
que así como la fatigosa sed en el tiempo caloroso hace
parecer más sabrosas las frescas aguas, y el trabajo y
sobresalto de la guerra hace que tengamos en mucho el sosiego de la
paz, así los dolores de Cupido sirven para mayor placer en
la hora que se recibe un pequeño favor y cuando quiera que
se goza de un simple contentamiento. Mas estos rabiosos celos
esparcen tal veneno en los corazones que corrompe y gasta cuantos
deleites se le llegan. A este propósito me acuerdo que yo
oí cantar un día a un excelente músico en
Lisbona, delante del rey de Portugal, un soneto que decía
así:
¡Oh, cuán verdadero
parecer! ¡Oh, cuán cierta opinión es esta!
Porque, a la verdad, esta pestilencia de los celos no deja en el
alma parte sana donde pueda recogerse una alegría. No hay en
amor contento cuando no hay esperanza, y no lo habrá en
tanto que los celos están de por medio. No hay placer que de
ellos esté seguro, no hay deleite que con ellos no se gaste
y no hay dolor que con ellos no nos fatigue. Y llega a tanto la
rabia y furor de los venenosos celos que el corazón, donde
ellos están, recibe pesadumbre en escuchar alabanzas de la
cosa amada, y no querría que las perfecciones que él
estima fuesen de nadie vistas ni conocidas, haciendo en ello gran
perjuicio al valor de la gentileza que le tiene cautivo. Y no solo
el celoso vive en este dolor, mas a la que bien quiere le da tan
continua y trabajosa pena que no le diera tanta si fuera su capital
enemigo. Porque claro está que un marido celoso como el
tuyo, antes querría que su mujer fuese la más fea y
abominable del mundo, que no que fuese vista ni alabada por los
hombres, aunque sean honestos y moderados. ¿Qué
fatiga es para la mujer ver su honestidad agraviada con una vana
sospecha?, ¿qué pena le es estar sin razón en
los más secretos rincones encerrada?, ¿qué
dolor ser ordinariamente con palabras pesadas, y aun a veces con
obras combatida? Si ella está alegre, el marido la tiene por
deshonesta; si está triste, imagina que se enoja de verlo;
si está pensando, la tiene por sospechosa; si lo mira,
parece que lo engaña; si no lo mira, piensa que lo aborrece;
si le hace caricias, piensa que las finge; si está grave y
honesta, cree que lo desdeña; si ríe, la tiene por
desenvuelta; si suspira, la tiene por mala; y, en fin, en cuantas
cosas se meten estos celos, las convierten en dolor, aunque de suyo
sean agradables. Por donde está claro que no tiene el mundo
pena que iguale con esta, ni salieron del infierno harpías
que más ensucien y corrompan los sabrosos manjares del alma
enamorada. Pues no tengas en poco, Diana, tener ausente el celoso
Delio, que no importa poco para pasar más ligeramente las
penas del amor.
A esto Diana
respondió:
-Yo vengo a
conocer que esta pasión, que has tan al vivo dibujado, es
disforme y espantosa, y que no merece estar en los amorosos
ánimos, y creo que esta pena era la que Delio tenía.
Mas quiero que sepas que semejante dolencia no pretendí yo
defenderla, ni jamás estuvo en mí, pues nunca tuve
pesar del valor de Sireno, ni fui atormentada de semejantes
pasiones y locuras como las que tú me has contado, mas solo
tuve un miedo de ser por otra desechada. Y no me
engañó de mucho este recelo, pues he probado tan a
costa mía el olvido de Sireno.
-Ese miedo -dijo
Marcelio- no tiene nombre de celos, antes es ordinario en los
buenos amadores. Porque averiguado está que lo que yo amo,
lo estimo y tengo por bueno y merecedor de tal amor, y siendo ello
tal, he de tener miedo que otro no conozca su bondad y
merecimiento, y no lo ame como yo. Y así el amador
está metido en medio del temor y la esperanza. Lo que el uno
le niega, la otra se lo promete; cuando el uno lo acobarda, la otra
lo esfuerza; y, en fin, las llagas que hace el temor se curan con
la esperanza, durando esta reñida pelea hasta que la una
parte de las dos queda vencida; y si acontece vencer el temor a la
esperanza, queda el amador celoso, y si la esperanza vence al
temor, queda alegre y bien afortunado. Mas yo en el tiempo de mi
ventura tuve siempre una esperanza tan fuerte, que no solo el temor
no la venció, pero nunca osó acometerla; y así
recibía con ella tan grandes gustos, que a trueque de ellos
no me pesaba recibir los continuos dolores. Y fui tan agradecido a
la que mi esperanza en tanta firmeza sostenía, que no
había pena que viniese de su mano que no la tuviese por
alegría. Sus reproches tenía por favores, sus
desdenes por caricias, y sus airadas respuestas por corteses
prometimientos.
Estas y otras
razones pasaron Diana y Marcelio prosiguiendo su camino. Acabado de
atravesar aquel prado en muy dulce conversación, y subiendo
una pequeña cuesta, entraron por un ameno bosquecillo, donde
los espesos alisos hacían muy apacible sombrío.
Allí sintieron una suave voz que de una dulce lira
acompañada resonaba con extraña melodía y
parándose a escuchar, conocieron que era voz de una pastora
que cantaba así:
Soneto
Cuantas estrellas
tiene el alto cielo
fueron en ordenar mi
desventura,
y en la tierra no hay prado ni
verdura
que pueda en mi dolor darme
consuelo.
Amor sujeto al
miedo, en puro hielo
5
convierte el alma triste.
¡Ay, pena dura!,
que a quien fue tan contraria la
ventura,
vivir no puede una hora sin
recelo.
La culpa de mi
pena es justo darte
a ti, Montano; a ti mis quejas
digo,
10
alma cruel, do no hay piedad
alguna.
Porque si
tú estuvieras de mi parte,
no me espantara a mí serme
enemigo
el cielo, tierra, amor y la
fortuna.
Después de
haber la pastora suavemente cantado, soltando la rienda al amargo y
doloroso llanto, derramó tanta abundancia de lágrimas
y dio tan tristes gemidos, que por ellos y por las palabras que
dijo, conocieron ser la causa de su dolor un engaño cruel de
su sospechoso marido. Pero por certificarse mejor de quién
era y de la causa de su pasión, entraron donde ella estaba y
la hallaron metida en un sombrío que la espesura de los
ramos había compuesto, asentada sobre la menuda hierba junto
a una alegre fuentecilla que, de entre unas matas graciosamente
saliendo, por gran parte del bosquecillo por diversos caminos iba
corriendo. Saludáronla con mucha cortesía, y ella,
aunque tuvo pesar que impidiesen su llanto, pero juzgando por la
vista ser pastores de merecimiento, no recibió mucha pena
esperando con ellos tener agradable compañía, y
así les dijo:
-Después
que de mi cruel esposo fui sin razón desamparada, no me
acuerdo, pastores, haber recibido contento que de gran parte iguale
con el que tuve de veros. Tanto que, aunque el continuo dolor me
obliga a hacer perpetuo llanto, lo dejaré por ahora un rato
para gozar de vuestra apacible y discreta conversación.
A esto
respondió Marcelio:
-Nunca yo vea
consolado mi tormento, si no me pesa tanto del tuyo como se puede
encarecer, y lo mismo puedes creer de la hermosa Diana, que ves en
mi compañía.
Oyendo entonces la
pastora el nombre de Diana, corriendo con grande alegría la
abrazó haciéndole mil caricias y fiestas, porque
mucho tiempo había que deseaba conocerla por la
relación que tenía de su hermosura y
discreción. Diana estuvo espantada de verse acariciada de
una pastora no conocida, mas todavía le respondía con
iguales cortesías y, deseando saber quién era, le
dijo:
-Los aventajados
favores que me hiciste, juntamente con la lástima que tengo
de tu mal, hacen que desee conocerte; por eso decláranos,
pastora, tu nombre y cuéntanos tu pena, que, después
de contada, verás nuestros corazones ayudarte a pasarla y
nuestros ojos a lamentar por ella.
La pastora
entonces se excusó con sus graciosas palabras de emprender
el cuento de su desdicha, pero, en fin, importunada se
volvió a sentar sobre la yerba y comenzó
así:
-Por
relación de la pastora Selvagia, que era natural de mi
aldea, y en la tuya, hermosa Diana, está casada con el
pastor Silvano, creo que serás informada del nombre de la
desdichada Ismenia, que su desventura te está contando. Yo
tengo por cierto que ella en tu aldea contó largamente
cómo yo en el templo de Minerva, en el reino de lusitanos,
arrebozada la engañé, y cómo con mi propio
engaño quedé burlada. Habrá contado
también cómo por vengarme del traidor Alanio que,
enamorado de ella, a mí me había puesto en olvido,
fingí querer bien a Montano, su mortal enemigo, y
cómo este fingido amor, con el conocimiento que tuve de su
perfección, salió tan verdadero que a causa de
él estoy en las fatigas de que me quejo. Pues pasando
adelante en la historia de mi vida, sabréis que como el
padre de Montano, nombrado Fileno, viniese algunas veces a casa de
mi padre a causa de ciertos negocios que tenía con él
sobre una compañía de ganados, y me viese
allí, aunque era algo viejo, se enamoró de mí
de tal suerte que andaba hecho loco. Mil veces me importunaba, cada
día sus dolores me decía, mas nada le
aprovechó para que lo quisiese escuchar ni tener cuenta con
sus palabras. Porque aunque tuviera más perfección y
menos años de los que tenía, no olvidara yo por
él a su hijo Montano, cuyo amor me tenía cautiva. No
sabía el viejo el amor que Montano me tenía, porque
le era hijo tan obediente y temeroso, que excusó todo lo
posible que no tuviese noticia de ello, temiendo ser por él
con ásperas palabras castigado. Ni tampoco sabía
Montano la locura de su padre, porque él, por mejor castigar
y reprehender los errores del hijo, se guardaba mucho de mostrar
que tenía semejantes y aun mayores faltas. Pero nunca dejaba
el enamorado viejo de fatigarme con sus importunaciones que le
quisiese tomar por marido. Decíame dos mil requiebros,
hacíame grandes ofrecimientos, prometíame muchos
vestidos y joyas, y enviábame muchas cartas, pretendiendo
con ello vencer mi propósito y ablandar mi condición.
Era pastor que en su tiempo había sido señalado en
todas las habilidades pastoriles, muy bien hablado, avisado y
entendido. Y porque mejor lo creáis, quiero deciros una
carta que una vez me escribió, la cual, aunque no
mudó mi intención, me contentó con extremo, y
decía así:
Esta y otras muchas cartas y
canciones me envió, las cuales si tanto me movieran, como me
contentaban, él se tuviera por dichoso y yo quedara mal
casada. Mas ninguna cosa era bastante a borrar de mi corazón
la imagen del amado Montano, el cual, según mostraba,
respondió a mi voluntad con iguales obras y palabras. En
esta alegre vida pasamos algunos años, hasta que nos
pareció dar cumplimiento a nuestro descanso con honesto y
casto matrimonio. Y aunque quiso Montano, antes de casar conmigo,
dar razón de ello a su padre, por lo que, como buen hijo,
tenía obligación de hacer, pero como yo le dije que
su padre no vendría bien en ello a causa de la locura que
tenía de casarse conmigo, por eso, teniendo más
cuenta con el contento de su vida que con la obediencia de su
padre, sin darle razón cerró mi desdichado
matrimonio. Esto se hizo con voluntad de mi padre, en cuya casa se
hicieron por ello grandes fiestas, bailes, juegos y tan grandes
regocijos, que fueron nombrados por todas las aldeas vecinas y
apartadas. Cuando el enamorado viejo supo que su propio hijo le
había salteado sus amores, se volvió tan
frenético contra él y contra mí, que a
entrambos aborreció como la misma muerte y nunca más
nos quiso ver.
Por otra parte, una pastora de
aquella aldea, nombrada Felisarda, que moría de amores de
Montano, la cual él, por quererme bien a mí, y por
ser ella no muy joven ni bien acondicionada, la había
desechado, cuando vio a Montano casado conmigo vino a perderse de
dolor. De manera que con nuestro casamiento nos ganamos dos
mortales enemigos. El maldito viejo, por tener ocasión de
desheredar el hijo, determinó casarse con mujer hermosa y
joven a fin de haber hijos en ella. Mas aunque era muy rico, de
todas las pastoras de mi lugar fue desdeñado, sino fue de
Felisarda, que por tener oportunidad y manera de gozar
deshonestamente de mi Montano, cuyos amores tenía frescos en
la memoria, se casó con el viejo Fileno. Casada ya con
él, entendió luego por muchas formas en requerir a mi
esposo Montano por medio de una criada nombrada Silveria,
enviándole a decir que si condescendía a su voluntad,
le alcanzaría perdón de su padre, y haciéndole
otros muchos y muy grandes ofrecimientos. Mas nada pudo bastar a
corromper su ánimo ni a pervertir su intención. Pues
como Felisarda se viese tan menospreciada, vino a tenerle a Montano
una ira mortal, y trabajó luego en indignar más a su
padre contra él, y no contenta con esto imaginó una
traición muy grande. Con promesas, fiestas, dádivas y
grandes caricias, pervirtió de tal manera el ánimo de
Silveria, que fue contenta de hacer cuanto ella le mandase, aunque
fuese contra Montano, con quien ella tenía mucha cuenta por
el tiempo que había servido en casa de su padre. Las dos
secretamente concertaron lo que se había de hacer y el punto
que había de ejecutarse; y luego salió un día
Silveria de la aldea, y viniendo a una floresta orilla de Duero
donde Montano apacentaba sus ovejas, le habló muy
secretamente y muy turbada, como quien trata un caso muy
importante, le dijo: «¡Ay, Montano amigo!, cuán
sabio fuiste en despreciar los amores de tu maligna madrastra, que
aunque yo a ellos te movía, era por pura
importunación. Mas ahora que sé lo que pasa, no
será ella bastante para hacerme mensajera de sus
deshonestidades. Yo he sabido de ella algunas cosas que tocan en lo
vivo, y tales que si tú las supieses, aunque tu padre es
contigo tan cruel, no dejarías de poner la vida por su
honra. No te digo más en esto, porque sé que eres tan
discreto y avisado, que no son menester contigo muchas palabras ni
razones». Montano a esto quedó atónito y tuvo
sospecha de alguna deshonestidad de su madrastra. Pero por ser
claramente informado, rogó a Silveria le contase
abiertamente lo que sabía. Ella se hizo de rogar mostrando
no querer descubrir cosa tan secreta, pero, al fin, declarando lo
que Montano le preguntaba y lo que ella misma decirle
quería, le explicó una fabricada y bien compuesta
mentira, diciendo de este modo: «Por ser cosa que tanto
importa a tu honra y a la de Fileno, mi amo, saber lo que yo
sé, te lo diré muy claramente, confiando que a nadie
dirás que yo he descubierto este secreto. Has de saber que
Felisarda, tu madrastra, hace traición a tu padre con un
pastor, cuyo nombre no te diré, pues está en tu mano
conocerlo. Porque si quisieres venir esta noche y entrar por donde
yo te guiare, hallarás la traidora con el adúltero en
casa del mismo Fileno. Así lo tienen concertado, porque
Fileno ha de ir esta tarde a dormir en su majada por negocios que
allí se le ofrecen, y no ha de volver hasta mañana a
mediodía. Por eso apercíbete muy bien y ven a las
once de la noche conmigo, que yo te entraré en parte donde
podrás fácilmente hacer lo que conviene a la honra de
tu padre, y aun quizá por medio de esto alcanzar que te
perdone». Esto dijo Silveria tan encarecidamente y con tanta
disimulación, que Montano determinó de ponerse en
cualquier peligro por tomar venganza de quien tal deshonra
hacía a Fileno, su padre. Y así la traidora Silveria,
contenta del engaño que de consejo de Felisarda había
urdido, se volvió a su casa, donde dio razón a
Felisarda, su señora, de lo que dejaba concertado. Ya la
oscura noche había extendido su tenebroso velo, cuando,
venido Montano a la aldea, tomó un puñal, que
heredó del pastor Palemón, su tío, y al punto
de las once se fue a casa de Fileno, su padre, donde Silveria ya le
estaba esperando como estaba ordenado. ¡Oh, traición
nunca vista! ¡Oh, maldad nunca pensada! Tomolo ella por la
mano y, subiendo muy quedo una escalera, lo llevó a una
puerta de una cámara donde Fileno, su padre, y su madrastra
Felisarda estaban acostados, y cuando lo tuvo allí le dijo:
«Ahora estás, Montano, en el lugar donde has de
señalar el ánimo y esfuerzo que semejante caso
requiere; entra en esa cámara, que en ella hallarás
tu madrastra acostada con el adúltero». Dicho esto se
fue de allí huyendo a más andar. Montano,
engañado de la alevosía de Silveria, dando
crédito a sus palabras, esforzando el ánimo y sacando
el puñal de la vaina, con un empujón abriendo la
puerta de la cámara, mostrando una furia extraña,
entró en ella diciendo a grandes voces:
«¡Aquí has de morir, traidor, a mis manos;
aquí te han de hacer mal provecho los amores de
Felisarda!». Y diciendo esto, furioso y turbado, sin conocer
quién era el hombre que estaba en la cama, pensando herir al
adúltero, alzó el brazo para dar de puñaladas
a su padre. Mas quiso la ventura que el viejo con la lumbre que
allí tenía, conociendo su hijo y pensando que, por
haberlo con palabras y obras tan maltratado, lo quería
matar, alzándose presto de la cama, con las manos plegadas
le dijo: «¡Oh, hijo mío, qué crueldad te
mueve a ser verdugo de tu padre? Vuelve en tu seso, por Dios, y no
derrames ahora mi sangre ni des fin a mi vida, que si yo contigo
usé de algunas asperezas, aquí de rodillas te pido
perdón por todas ellas, con propósito de ser para
contigo de hoy adelante el más blando y benigno padre de
todo el mundo». Montano entonces, cuando conoció el
engaño que se le había hecho y el peligro en que
había venido de dar muerte a su mismo padre, se quedó
allí tan pasmado que el ánimo y los brazos se le
cayeron, y el puñal se le salió de las manos sin
sentirlo. De atónito no pudo ni supo hablar palabra, sino
que corrido y confuso se salió de la cámara y aun
también de la casa, aterrado de la traición que
Silveria le había hecho y de la que él hiciera, si no
fuera tan venturoso. Felisarda, como estaba advertida de lo que
había de suceder, en ver entrar a Montano, saltó de
la cama, y se metió en otra cámara que estaba
más adentro y, cerrando tras sí la puerta, se
aseguró de la furia de su alnado. Mas cuando se vio fuera de
peligro por estar Montano fuera de la casa, volviendo donde Fileno,
temblando aún del pasado peligro, estaba, incitando el padre
contra el hijo, y levantándome a mí un falso
testimonio, a grandes voces decía así: «Bien
conocerás ahora, Fileno, el hijo que tienes y sabrás
si es verdad lo que yo de sus malas inclinaciones muchas veces te
dije. ¡Oh, cruel, oh, traidor Montano!, ¿cómo
el cielo no te confunde?, ¿cómo la tierra no te
traga?, ¿cómo las fieras no te despedazan?,
¿cómo los hombres no te persiguen? Maldito sea tu
casamiento, maldita tu desobediencia, malditos tus amores, maldita
tu Ismenia, pues te ha traído a usar de tan bestial crudeza
y acometer tan horrendo pecado. ¿No castigaste, traidor, al
pastor Alanio, que con tu mujer Ismenia a pesar y deshonra tuya
deshonestamente trata, y a quien ella quiere más que a ti, y
has querido dar muerte a tu padre, que con tu vida y honra ha
tenido tanta cuenta? ¿Por haberte castigado le has querido
herir? ¿Por haberte aconsejado le has querido matar?
¡Ay, triste padre!, ¡ay, desdichadas canas!, ¡ay,
angustiada senectud!, ¿qué yerro tan grande cometiste
para que quisiese matarte tu propio hijo? ¡Aquel que
tú engendraste, aquel que tú regalaste, aquel por
quien mil trabajos padeciste! Esfuerza ahora tu corazón,
cese ahora el amor paternal, dése lugar a la justicia,
hágase el debido castigo, que si quien hizo tan nefanda
crueldad no recibe la merecida pena, los desobedientes hijos no
quedarán atemorizados, y el tuyo, con efecto, vendrá
después de pocos días a darte de su mano cumplida
muerte». El congojado Fileno con el pecho sobresaltado y
temeroso, oyendo las voces de su mujer y considerando la
traición del hijo, recibió tan grande enojo que
tomando el puñal que a Montano, como dije, se le
había caído, luego en la mañana saliendo a la
plaza, convocó la justicia y los principales hombres de la
aldea, y cuando fueron todos juntos, con muchas lágrimas y
sollozos les dijo de esta manera: «A Dios pongo por testigo,
señalados pastores, que me lastima y aflige tanto lo que
quiero deciros que tengo miedo que el alma no se me salga tras
haberlo dicho. No me tenga nadie por cruel porque saco a la plaza
las maldades de mi hijo, que por ser ellas tan extrañas y no
tener remedio para castigarlas, os quiero dar razón de
ellas, porque veáis lo que conviene hacer para darle a
él justa pena, y a los otros hijos, provechoso ejemplo. Muy
bien sabéis con qué regalos le crié, con
qué amor lo traté, qué habilidades le
enseñé, qué trabajos por él
padecí, qué consejos le di, con cuánta
blandura le castigué. Casose a mi pesar con la pastora
Ismenia, y porque de ello le reprehendí, en lugar de
vengarse del pastor Alanio, que con la dicha Ismenia, su mujer,
como toda la aldea sabe, trata deshonestamente, volvió su
furia contra mí y me ha querido dar la muerte. La noche
pasada tuvo mañas para entrar en la cámara donde yo
con mi Felisarda dormía, y con este puñal desnudo
quiso matarme, y lo hiciera, sino que Dios le cortó las
fuerzas y le atajó el poder de tal manera que, medio tonto y
pasmado, se fue de allí sin efectuar su dañado
intento, dejando el puñal en mi cámara. Esto es lo
que verdaderamente pasa, como mejor de mi querida mujer
podréis ser informados. Mas porque tengo por muy cierto que
Montano, mi hijo, no hubiera cometido tal traición contra su
padre si de su mujer Ismenia no fuera aconsejado, os ruego que
miréis lo que en esto se debe hacer para que mi hijo de su
atrevimiento quede castigado y la falsa Ismenia, así por el
consejo que dio a su marido, como por la deshonestidad y amores que
tiene con Alanio, reciba digna pena». Aún no
había Fileno acabado su razón, cuando se movió
entre la gente tan gran alboroto, que pareció hundirse toda
la aldea. Alteráronse los ánimos de todos los
pastores y pastoras, y concibieron ira mortal contra Montano. Unos
decían que fuese apedreado, otros que en la mayor
profundidad de Duero fuese echado, otros que a las hambrientas
fieras fuese entregado y, en fin, no hubo allí persona que
contra él no se embraveciese. Movioles también mucho
a todos lo que Fileno de mi vida falsamente les había dicho,
pero tanta ira tenían por el negocio de Montano que no
pensaron mucho en el mío. Cuando Montano supo la
relación que su padre públicamente había
hecho, y el alboroto y conjuración que contra él se
había movido, cayó en grande desesperación. Y
allende de esto, sabiendo lo que su padre delante de todos contra
mí había dicho, recibió tanto dolor, que
más grave no se puede imaginar. De aquí nació
todo mi mal, esta fue la causa de mi perdición y aquí
tuvieron principios mis dolores. Porque mi querido Montano, como
sabía que yo en otro tiempo había amado y sido
querida de Alanio, sabiendo que muchas veces reviven y se renuevan
los muertos y olvidados amores, y viendo que Alanio, a quien yo por
él había aborrecido, andaba siempre enamorado de
mí, haciéndome importunas fiestas, sospechó
por todo esto que lo que su padre Fileno había dicho era
verdad, y cuanto más imaginó en ello, más lo
tuvo por cierto. Tanto, que bravo y desesperado, así por el
engaño que de Silveria había recibido, como por el
que sospechaba que yo le había hecho, se fue de la aldea y
nunca más ha parecido. Yo, que supe de su partida y la causa
de ella por relación de algunos pastores amigos suyos, a
quien él había dado larga cuenta de todo, me
salí de la aldea por buscarlo, y mientras viva no
pararé hasta hallar mi dulce esposo para darle mi disculpa,
aunque sepa después morir a sus manos. Mucho ha que ando
peregrinando en esta demanda, y por más que en todas las
principales aldeas y cabañas de pastores he buscado,
jamás la fortuna me ha dado noticia de mi Montano. La mayor
ventura que en este viaje he tenido fue que, dos días
después que partí de mi aldea, hallé en un
valle la traidora Silveria, que sabiendo el voluntario destierro de
Montano, iba siguiéndolo por descubrirle la traición
que le había hecho y pedirle perdón por ella,
arrepentida de haber cometido tan horrenda alevosía. Pero
hasta entonces no lo había hallado y como a mí me
vio, me contó abiertamente cómo había pasado
el negocio, y fue para mí gran descanso saber la manera con
que se nos había hecho la traición. Quise darle la
muerte con mis manos, aunque flaca mujer, pero dejé de
hacerlo porque sola ella podía remediar mi mal declarando su
misma maldad. Roguele que con gran prisa fuese a buscar a mi amado
Montano para darle noticia de todo el hecho, y despedime de ella
para buscarlo yo por otro camino. Llegué hoy a este bosque
donde, convidada de la amenidad y frescura del lugar, hice asiento
para tener la siesta, y pues la fortuna acá por mi consuelo
os ha guiado, yo le agradezco mucho este favor, y a vosotros os
ruego que, pues es ya casi mediodía, si posible es, me
hagáis parte de vuestra graciosa compañía,
mientras durare el ardor del sol, que en semejante tiempo se
muestra riguroso.
Diana y Marcelio
holgaron en extremo de escuchar la historia de Ismenia y saber la
causa de su pena. Agradeciéronle mucho la cuenta que les
había dado de su vida, y dijéronle algunas razones
para consuelo de su mal, prometiéndole el posible favor para
su remedio. Rogáronle también que fuese con ellos a
la casa de la sabia Felicia, porque allí sería
posible hallar alguna suerte de consolación. Fueron asimismo
de parecer de reposar allí en tanto que durarían los
calores de la siesta, como Ismenia había dicho. Pero como
Diana era muy práctica en aquella tierra, y sabía los
bosques, fuentes, florestas, lugares amenos y sombríos de
ella, les dijo que otro lugar había más ameno y
deleitoso que aquel, que no estaba muy lejos, y que fuesen
allá, pues aún no era llegado el mediodía. De
manera que, levantándose todos, caminaron un poco espacio y
luego llegaron a una floresta donde Diana les guió; y era la
más deleitosa, la más sombría y agradable que
en los más celebrados montes y campañas de la
pastoral Arcadia puede haber. Había en ella muy hermosos
alisos, sauces y otros árboles que, por las orillas de las
cristalinas fuentes y por todas partes, con el fresco y suave
airecillo blandamente movidas deleitosamente murmuraban.
Allí de la concertada armonía de las aves que por los
verdes ramos bulliciosamente saltaban, el aire tan dulcemente
resonaba que los ánimos con un suave regalo
enternecía. Estaba sembrada toda de una verde y menuda
hierba, entre la cual se levantaban hermosas y variadas flores que,
con diversos matices el campo dibujando, con suave olor el
más congojado espíritu recreaban. Allí
solían los cazadores hallar manadas enteras de temerosos
ciervos, cabras montesinas y de otros animales, con cuya
prisión y muerte se toma alegre pasatiempo. Entraron en esta
floresta siguiendo todos a Diana, que iba primera y se
adelantó un poco para buscar una espesura de árboles
que ella para su reposo en aquel lugar tenía
señalada, donde muchas veces solía recrearse. No
habían andado mucho, cuando Diana, llegando cerca del lugar
que ella tenía por el más ameno de todos y donde
quería que tuviesen la siesta, puesto el dedo sobre los
labios señaló a Marcelio y a Ismenia que viniesen a
espacio y sin hacer ruido. La causa era porque había
oído dentro aquella espesura cantos de pastores. En la voz
le parecieron Tauriso y Berardo, que por ella entrambos penados
andaban, como está dicho. Pero por saberlo más
cierto, llegándose más cerca un poco por entre unos
acebos y lentiscos, estuvo acechando por conocerlos, y vio que eran
ellos y que tenían allí en su compañía
una muy hermosa dama y un preciado caballero, los cuales, aunque
parecían estar algo congojados y maltratados del camino,
pero todavía en el gesto y disposición
descubrían su valor. Después de haber visto los que
allí estaban, se apartó por no ser vista. En esto
llegaron Marcelio e Ismenia, y todos juntos se sentaron tras unos
jarales donde no podían ser vistos y podían
oír distinta y claramente el cantar de los pastores, cuyas
voces, por toda la floresta resonando, movían concertada
melodía, como oiréis en el siguiente libro.