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ArribaAbajoLibro segundo

Es el injusto amor tan bravo y poderoso que de cuanto hay en el mundo se aprovecha para su crueldad, y las cosas de más valor le favorecen en sus empresas. Especialmente la fortuna le da tanto favor con sus mudanzas cuanto él ha menester para dar graves tormentos. Claro está lo que digo en el desastre de Marcelio, pues la fortuna ordenó tal acontecimiento que de su esposa Alcida forzado hubo de dar crédito a una sospecha tal que, aunque falsa, tenía muy cierto o a lo menos aparente fundamento; y de ello se siguió aborrecer su esposo, que más que a su vida la quería y en nada la había ofendido. De aquí se puede colegir cuán cierta ha de ser una presunción para que un hombre sabio le deba dar entera fe, pues esta que tenía muestra de certidumbre era tan ajena de verdad.

Pero ya que el amor y fortuna trataron tan mal a Marcelio, una cosa tuvo que agradecerles, y fue que el amor hirió el corazón de Diana, y fortuna hizo que Marcelio en la fuente la hallase, para que entrambos fuesen a la casa de Felicia y el triste pasase sus penas en agradable compañía. Pues llegado el tiempo que la rubicunda aurora con su dorado gesto ahuyentaba las nocturnas estrellas y las aves con suave canto anunciaban el cercano día, la enamorada Diana, fatigada ya de la prolija noche, se levantó para emprender el camino deseado. Y encargadas ya sus ovejas a la pastora Polintia, salió de su aldea, acompañada de su rústica zampoña, engañadora de trabajos, y proveído el zurrón de algunos mantenimientos. Bajó por una cuesta que de la aldea a un espeso bosque descendía, y a la fin de ella se paró sentada debajo unos alisos, esperando que Marcelio, su compañero, viniese, según que con él la noche antes lo había concertado. Mas en tanto que no venía, se puso a tañer su zampoña y cantar esta canción:



ArribaAbajo   Madruga un poco, luz del claro día,
con apacible y blanda mansedumbre
para engañar un alma entristecida.
   Extiende, hermoso Apolo, aquella lumbre,
que a los desiertos campos da alegría  5
y a las muy secas plantas fuerza y vida.
   En esta amena silva, que convida
a muy dulce reposo,
verás de un congojoso
dolor mi corazón atormentado,  10
por verse así olvidado
de quien mil quejas daba de mi olvido;
la culpa es de Cupido,
que aposta quita y da aborrecimiento
do ve que ha de causar mayor tormento.  15

   ¿Qué fiera no enternece un triste canto?
¿Y qué piedra no ablanda los gemidos
que suele dar un fatigado pecho?
   ¿Qué tigres o leones conducidos
no fueran a piedad oyendo el llanto  20
que casi tiene mi ánimo deshecho?
   Solo a Sireno cuento sin provecho
mi triste desventura,
que de ella tanto cura
como el furioso viento en mar insano  25
las lágrimas que en vano
derrama el congojado marinero,
pues cuanto más le ruega, más es fiero.

   No ha sido fino amor, Sireno mío,
el que por estos campos me mostrabas,  30
pues un descuido mío así le ofende.
   ¿Acuérdaste, traidor, lo que jurabas
sentado en este bosque y junto al río?,
¿pues tu dureza agora qué pretende16?
   ¡No bastará que el simple olvido enmiende  35
con un amor sobrado,
y tal, que si al pasado
olvido no aventaja de gran parte,
pues más no puedo amarte
ni con mayor ardor satisfacerte,  40
por remedio tomar quiero la muerte!

   Mas viva yo en tal pena, pues la siento
por ti, que haces menor toda tristura,
aunque más dañe el ánima mezquina.
   Porque tener presente tu figura  45
da gusto aventajado al pensamiento
de quien por ti penando en ti imagina.
Mas tú a mi ruego ardiente un poco inclina
el corazón altivo,
pues ves que en penas vivo,  50
con un solo deseo sostenida,
de oír de ti en mi vida
siquiera un no en aquello que más quiero.
Mas, ¿qué se ha de esperar de hombre tan fiero?

   ¿Cómo agradeces, dime, los favores  55
de aquel tiempo pasado que tenías
más blando el corazón, duro Sireno,
cuando, traidor, por causa mía hacías
morir de pura envidia mil pastores?
   ¡Ay, tiempo de alegría! ¡Ay, tiempo bueno!  60
Será testigo el valle y prado ameno,
a do de blancas rosas
y flores olorosas
guirnalda a tu cabeza componía,
do a veces añadía  65
por solo contentarte algún cabello,
que muero de dolor pensando en ello.

   Agora andas exento aborreciendo
la que por ti en tal pena se consume,
pues guárdate17 de las mañas de Cupido.  70
   Que el corazón soberbio que presume
del bravo amor estarse defendiendo
cuánto más armas hace, es más vencido.
Yo ruego que tan preso y tan herido
estés como me veo.  75
Mas siempre a mi deseo
no desear el bien le es buen aviso,
pues cuantas cosas quiso,
por más que tierra y cielos importuna,
se las negó el amor y la fortuna.  80

   Canción, en algún pino o dura encina
no quise señalarte,
mas antes entregarte
al sordo campo y al mudable viento,
porque de mi tormento  85
se pierda la noticia y la memoria,
pues ya perdida está mi vida y gloria.

La delicada voz y gentil gracia de la hermosa Diana hacía muy clara ventaja a las habilidades de su tiempo, pero más espanto daba ver las agudezas con que matizaba sus cantares, porque eran tales que parecían salidas de la avisada corte. Mas esto no ha de maravillar tanto los hombres que lo tengan por imposible, pues está claro que es bastante el amor para hacer hablar a los más simples pastores avisos más encumbrados, mayormente si halla aparejo de entendimiento vivo e ingenio despierto, que en las pastoriles cabañas nunca faltan.

Pues estando ya la enamorada pastora al fin de su canción, al tiempo que el claro sol ya comenzaba a dorar las cumbres de los más altos collados, el desamado Marcelio, de la pastoril posada despedido para venir al lugar que con Diana tenía concertado, descendió la cuesta a cuyo pie ella sentada estaba. Viole ella de lejos y calló su voz, porque no entendiese la causa de su mal. Cuando Marcelio llegó donde Diana lo esperaba, le dijo:

-Hermosa pastora, el claro día de hoy, que con la luz de tu gesto amaneció más resplandeciente, sea tan alegre para ti como fuera triste para mí si no lo hubiese de pasar en tu compañía. Corrido estoy, en verdad, de ver que mi tardanza haya sido causa que recibieses pesadumbre con esperarme, pero no será este el primer yerro que le has de perdonar a mi descuido, en tanto que tratarás comigo.

-Sobrado sería el perdón -dijo Diana- donde el yerro falta. La culpa no la tiene tu descuido, sino mi cuidado, pues me hizo levantar antes de hora y venir acá, donde hasta ahora he pasado el tiempo, a veces cantando y a veces imaginando y, en fin, entendiendo en los tratos que a un angustiado espíritu pertenecen. Mas no hace tiempo de detenernos aquí, que aunque el camino hasta el templo de Diana es poco, el deseo que tenemos de llegar allá es mucho. Y allende de esto me parece que conviene, en tanto que el sol envía más mitigados los rayos y no son tan fuertes sus ardores, adelantar el camino para después, a la hora de la siesta, en algún lugar fresco y sombrío tener buen rato de sosiego.

Dicho esto tomaron entrambos el camino, atravesando aquel espeso bosque, y por alivio del camino cantaban de este modo:


 
MARCELIO.
DIANA.

MARCELIO

ArribaAbajo   Mudable y fiero amor que mi ventura
pusiste en la alta cumbre
do no llega mortal merecimiento,
mostraste bien tu natural costumbre,
quitando mi tristura  5
para doblarla y dar mayor tormento.
Dejarás descontento
el corazón, que menos daño fuera
vivir en pena fiera
que recibir un gozo no pensado,  10
con tan penosa lástima borrado.

DIANA

   No te debe espantar que de tal suerte
el niño poderoso
tras un deleite envíe dos mil penas,
que a nadie prometió firme reposo,  15
sino terrible muerte,
llantos, congojas, lágrimas, cadenas.
En Libia las arenas
ni en el hermoso abril las tiernas flores
no igualan los dolores  20
con que rompe el amor un blando pecho,
y aun no queda con ello satisfecho.

MARCELIO

   Antes del amoroso pensamiento
ya tuve conocidas
las mañas con que amor cautiva y mata.  25
Mas él no solo aflige nuestras vidas,
mas el conocimiento
de los vivos juïcios arrebata.
Y el alma así maltrata,
que tarde y mal y por incierta vía  30
allega una alegría,
y por dos mil caminos los pesares
sobre el perdido cargan a millares.

DIANA

   Si son tan manifiestos los engaños
con que el amor nos prende,  35
¿por qué a ser presa el alma se presenta?
Si el blando corazón no se defiende
de los terribles daños,
¿por qué después se queja y se lamenta?
Razón es que consienta  40
y sufra los dolores de Cupido
aquel que ha consentido
al corazón la flecha y la cadena,
que el mal no puede darnos sino pena.

Esta canción y otras cantaron, al cabo de las cuales estuvieron ya fuera del bosque, y comenzaron a caminar por un florido y deleitoso prado. Entonces dijo Diana estas palabras:

-Cosas son maravillosas las que la industria de los hombres en las pobladas ciudades ha inventado, pero más espanto dan las que la naturaleza en los solitarios campos ha producido. ¿A quién no admira la frescura de este sombroso bosque? ¿Quién no se espanta de la lindeza de este espacioso prado? Pues ver los matices de las libreadas flores y oír el concierto de las cantadoras aves es cosa de tanto contento que no iguala con ello de gran parte la pompa y abundancia de la más celebrada corte.

-Ciertamente -dijo Marcelio- en esta alegre soledad hay gran aparejo de contentamiento, mayormente para los libres, pues les es lícito gozar a su voluntad de tan admirables dulzuras y entretenimientos. Y tengo por muy cierto que si el amor que ahora, morando en estos desiertos, me es tan enemigo, me diera en la villa donde yo estaba la mitad del dolor que ahora siento, mi vida no osara esperarlo, pues no pudiera con semejantes deleites amansar la braveza del tormento.

A esto no respondió Diana palabra, sino que puesta la blanca mano delante sus ojos, sosteniendo con ella la dorada cabeza, estuvo gran rato pensosa, dando de cuando en cuando muy angustiados suspiros, y a cabo de gran pieza dijo así:

-¡Ay de mí, pastora desdichada! ¿Qué remedio será bastante a consolar mi mal, si los que quitan a los otros gran parte del tormento me acarrean más ardiente dolor? No tengo ya sufrimiento para encubrir mi pena, Marcelio; mas ya que la fuerza del dolor me constriñe a publicarla, una cosa le agradezco: que me fuerza a decirla en tiempo y en parte que tú solo estés presente, pues por tus generosas costumbres y por la experiencia que tienes de semejante mal, no tendrás por sobrada mi locura, principalmente sabiendo la causa de ella. Yo estoy maltratada del mal que te atormenta, y olvidada como tú de un pastor llamado Sireno, del cual en otro tiempo fui querida. Mas la fortuna, que pervierte los humanos intentos, quiso que, obedeciendo más a mi padre que a mi voluntad, dejase de casarme con él y, a mi pesar, me hiciese esclava de un marido que cuando otro mal no tuviera con él, sino el que causan sus continuos e importunados celos, bastaba para matarme. Mas yo me tuviera por contenta de sufrir las sospechas de Delio con que viera la preferencia de Sireno, el cual, creo que por no verme, tomando de mi forzado casamiento ocasión para olvidarme, se apartó de nuestra aldea y está, según he sabido, en el templo de Diana, donde nosotros vamos. De aquí puedes imaginar cuál puedo estar, fatigada de los celos del marido y atormentada con la ausencia del amado.

Dijo entonces Marcelio:

-Graciosa pastora, lastimado quedo de saber tu dolor y corrido de no haberlo hasta ahora sabido. Nunca yo me vea con el deseado contento, sino querría verlo tanto en tu alma como en la mía. Mas, pues sabes cuán generales son las flechas del amor, y cuán poca cuenta tienen con los más fuertes, libres y más honestos corazones, no tengas afrenta de publicar sus llagas, pues no quedará por ellas tu nombre denostado, sino en mucho más tenido. Lo que a mí me consuela es saber que el tormento que de los celos del marido recibías, el cual suele dar a veces mayor pena que la ausencia de la cosa amada, te dejará algún rato descansar, en tanto que Delio, siguiendo la fugitiva pastora, estará apartado de tu compañía. Goza, pues, del tiempo y ocasión que te concede la fortuna, y alégrate, que no será poco alivio para ti pasar la ausencia de Sireno libre de la importunidad del celoso marido.

-No tengo yo -dijo Diana- por tan dañosos los celos, que si como son de Delio fueran de Sireno, no los sufriera con solo imaginar que tenían fundamento en amor. Porque cierto está que quien ama, huelga de ser amado, y ha de tener los celos de la cosa amada por muy buenos, pues son claras señales de amor, nacen de él y siempre van con él acompañados. De mí, a lo menos, te puedo decir que nunca me tuve por tan enamorada como cuando me vi celosa, y nunca me vi celosa sino estando enamorada.

A lo cual replicó Marcelio:

-Nunca pensé que la pastoril llaneza fuese bastante a formar tan avisadas razones como las tuyas en cuestión tan dificultosa como es esta. Y de aquí vengo a condenar por yerro muy reprobado decir, como muchos afirman, que en solas las ciudades y cortes está la viveza de los ingenios, pues la hallé también entre las espesuras de los bosques. y en las rústicas e inartificiosas cabañas. Pero con todo, quiero contradecir a tu parecer, con el cual hiciste los celos tan ciertos mensajeros y compañeros del amor, como si no pudiese estar en parte donde ellos no estén; porque, puesto que hay pocos enamorados que no sean celosos, no por eso se ha de decir que el enamorado que no lo fuere no sea más perfecto y verdadero amador, antes muestra en ello el valor, fuerza y quilate de su deseo, pues está limpio y sin la escoria de frenéticas sospechas. Tal estaba yo en el tiempo venturoso, y me preciaba tanto de ello que con mis versos lo iba publicando; y una vez entre las otras que mostró Alcida maravillarse de verme enamorado y libre de celos, le escribí sobre ello este soneto:



ArribaAbajo   Dicen que amor juró que no estaría
sin los mortales celos un momento,
y la belleza nunca hacer asiento
do no tenga soberbia en compañía.

   Dos furias son, que el bravo infierno envía,  5
bastantes a enturbiar todo contento:
la una, el bien de amor vuelve en tormento,
la otra, de piedad el alma18 desvía.

   Perjuro fue el amor y la hermosura
en mí y en vos, haciendo venturosa  10
y singular la suerte de mi estado;

   porque después que vi vuestra figura,
ni vos fuisteis altiva, siendo hermosa,
ni yo celoso, siendo enamorado.

Fue tal el contento que tuvo mi Alcida cuando le dije este soneto, entendiendo por él la fineza de mi voluntad, que mil veces se lo cantaba, sabiendo que con ello le era muy agradable. Y verdaderamente, pastora, tengo por muy grande engaño que un monstruo tan horrendo como los celos se tenga por cosa buena, con decir que son señales de amor y que no están sino en el corazón enamorado. Porque a esa cuenta podremos decir que la calentura es buena, pues es señal de vida y nunca está sino en el cuerpo vivo. Pero lo uno y lo otro son manifiestos errores, pues no dan menor pesadumbre los celos que la fiebre. Porque son pestilencia de las almas, frenesía de los pensamientos, rabia que los cuerpos debilita, ira que el espíritu consume, temor que los ánimos acobarda y furia que las voluntades enloquece. Mas para que juzgues ser los celos cosa abominable, imagina la causa de ellos y hallarás que no es otra sino un apocado temor de lo que no es ni será, un vil menosprecio del propio merecimiento, y una sospecha mortal que pone en duda la fe y la bondad de la cosa querida. No pueden, pastora, con palabras encarecerse las penas de los celos, porque son tales que sobrepujan de gran parte los tormentos que acompañan el amor. Porque, en fin, todos sino él pueden y suelen parar en admirables dulzuras y contentos, que así como la fatigosa sed en el tiempo caloroso hace parecer más sabrosas las frescas aguas, y el trabajo y sobresalto de la guerra hace que tengamos en mucho el sosiego de la paz, así los dolores de Cupido sirven para mayor placer en la hora que se recibe un pequeño favor y cuando quiera que se goza de un simple contentamiento. Mas estos rabiosos celos esparcen tal veneno en los corazones que corrompe y gasta cuantos deleites se le llegan. A este propósito me acuerdo que yo oí cantar un día a un excelente músico en Lisbona, delante del rey de Portugal, un soneto que decía así:



ArribaAbajo   Cuando la brava ausencia un alma hiere,
se ceba imaginando el pensamiento
que el bien que está más lejos, más contento
el corazón hará cuando viniere.

   Remedio hay al dolor de quien tuviere  5
en esperanza puesto el fundamento,
que al fin tiene algún premio del tormento
o al menos en su amor contento muere.

   Mil penas con un gozo se descuentan
y mil reproches ásperos se vengan  10
con solo ver la angélica hermosura.

   Mas cuando celos el ánima19 atormentan,
aunque después mil bienes sobrevengan,
se tornan rabia, pena y amargura.

¡Oh, cuán verdadero parecer! ¡Oh, cuán cierta opinión es esta! Porque, a la verdad, esta pestilencia de los celos no deja en el alma parte sana donde pueda recogerse una alegría. No hay en amor contento cuando no hay esperanza, y no lo habrá en tanto que los celos están de por medio. No hay placer que de ellos esté seguro, no hay deleite que con ellos no se gaste y no hay dolor que con ellos no nos fatigue. Y llega a tanto la rabia y furor de los venenosos celos que el corazón, donde ellos están, recibe pesadumbre en escuchar alabanzas de la cosa amada, y no querría que las perfecciones que él estima fuesen de nadie vistas ni conocidas, haciendo en ello gran perjuicio al valor de la gentileza que le tiene cautivo. Y no solo el celoso vive en este dolor, mas a la que bien quiere le da tan continua y trabajosa pena que no le diera tanta si fuera su capital enemigo. Porque claro está que un marido celoso como el tuyo, antes querría que su mujer fuese la más fea y abominable del mundo, que no que fuese vista ni alabada por los hombres, aunque sean honestos y moderados. ¿Qué fatiga es para la mujer ver su honestidad agraviada con una vana sospecha?, ¿qué pena le es estar sin razón en los más secretos rincones encerrada?, ¿qué dolor ser ordinariamente con palabras pesadas, y aun a veces con obras combatida? Si ella está alegre, el marido la tiene por deshonesta; si está triste, imagina que se enoja de verlo; si está pensando, la tiene por sospechosa; si lo mira, parece que lo engaña; si no lo mira, piensa que lo aborrece; si le hace caricias, piensa que las finge; si está grave y honesta, cree que lo desdeña; si ríe, la tiene por desenvuelta; si suspira, la tiene por mala; y, en fin, en cuantas cosas se meten estos celos, las convierten en dolor, aunque de suyo sean agradables. Por donde está claro que no tiene el mundo pena que iguale con esta, ni salieron del infierno harpías que más ensucien y corrompan los sabrosos manjares del alma enamorada. Pues no tengas en poco, Diana, tener ausente el celoso Delio, que no importa poco para pasar más ligeramente las penas del amor.

A esto Diana respondió:

-Yo vengo a conocer que esta pasión, que has tan al vivo dibujado, es disforme y espantosa, y que no merece estar en los amorosos ánimos, y creo que esta pena era la que Delio tenía. Mas quiero que sepas que semejante dolencia no pretendí yo defenderla, ni jamás estuvo en mí, pues nunca tuve pesar del valor de Sireno, ni fui atormentada de semejantes pasiones y locuras como las que tú me has contado, mas solo tuve un miedo de ser por otra desechada. Y no me engañó de mucho este recelo, pues he probado tan a costa mía el olvido de Sireno.

-Ese miedo -dijo Marcelio- no tiene nombre de celos, antes es ordinario en los buenos amadores. Porque averiguado está que lo que yo amo, lo estimo y tengo por bueno y merecedor de tal amor, y siendo ello tal, he de tener miedo que otro no conozca su bondad y merecimiento, y no lo ame como yo. Y así el amador está metido en medio del temor y la esperanza. Lo que el uno le niega, la otra se lo promete; cuando el uno lo acobarda, la otra lo esfuerza; y, en fin, las llagas que hace el temor se curan con la esperanza, durando esta reñida pelea hasta que la una parte de las dos queda vencida; y si acontece vencer el temor a la esperanza, queda el amador celoso, y si la esperanza vence al temor, queda alegre y bien afortunado. Mas yo en el tiempo de mi ventura tuve siempre una esperanza tan fuerte, que no solo el temor no la venció, pero nunca osó acometerla; y así recibía con ella tan grandes gustos, que a trueque de ellos no me pesaba recibir los continuos dolores. Y fui tan agradecido a la que mi esperanza en tanta firmeza sostenía, que no había pena que viniese de su mano que no la tuviese por alegría. Sus reproches tenía por favores, sus desdenes por caricias, y sus airadas respuestas por corteses prometimientos.

Estas y otras razones pasaron Diana y Marcelio prosiguiendo su camino. Acabado de atravesar aquel prado en muy dulce conversación, y subiendo una pequeña cuesta, entraron por un ameno bosquecillo, donde los espesos alisos hacían muy apacible sombrío. Allí sintieron una suave voz que de una dulce lira acompañada resonaba con extraña melodía y parándose a escuchar, conocieron que era voz de una pastora que cantaba así:




Soneto


ArribaAbajo   Cuantas estrellas tiene el alto cielo
fueron en ordenar mi desventura,
y en la tierra no hay prado ni verdura
que pueda en mi dolor darme consuelo.

   Amor sujeto al miedo, en puro hielo  5
convierte el alma triste. ¡Ay, pena dura!,
que a quien fue tan contraria la ventura,
vivir no puede una hora sin recelo.

   La culpa de mi pena es justo darte
a ti, Montano; a ti mis quejas digo,  10
alma cruel, do no hay piedad alguna.

   Porque si tú estuvieras de mi parte,
no me espantara a mí serme enemigo
el cielo, tierra, amor y la fortuna.

Después de haber la pastora suavemente cantado, soltando la rienda al amargo y doloroso llanto, derramó tanta abundancia de lágrimas y dio tan tristes gemidos, que por ellos y por las palabras que dijo, conocieron ser la causa de su dolor un engaño cruel de su sospechoso marido. Pero por certificarse mejor de quién era y de la causa de su pasión, entraron donde ella estaba y la hallaron metida en un sombrío que la espesura de los ramos había compuesto, asentada sobre la menuda hierba junto a una alegre fuentecilla que, de entre unas matas graciosamente saliendo, por gran parte del bosquecillo por diversos caminos iba corriendo. Saludáronla con mucha cortesía, y ella, aunque tuvo pesar que impidiesen su llanto, pero juzgando por la vista ser pastores de merecimiento, no recibió mucha pena esperando con ellos tener agradable compañía, y así les dijo:

-Después que de mi cruel esposo fui sin razón desamparada, no me acuerdo, pastores, haber recibido contento que de gran parte iguale con el que tuve de veros. Tanto que, aunque el continuo dolor me obliga a hacer perpetuo llanto, lo dejaré por ahora un rato para gozar de vuestra apacible y discreta conversación.

A esto respondió Marcelio:

-Nunca yo vea consolado mi tormento, si no me pesa tanto del tuyo como se puede encarecer, y lo mismo puedes creer de la hermosa Diana, que ves en mi compañía.

Oyendo entonces la pastora el nombre de Diana, corriendo con grande alegría la abrazó haciéndole mil caricias y fiestas, porque mucho tiempo había que deseaba conocerla por la relación que tenía de su hermosura y discreción. Diana estuvo espantada de verse acariciada de una pastora no conocida, mas todavía le respondía con iguales cortesías y, deseando saber quién era, le dijo:

-Los aventajados favores que me hiciste, juntamente con la lástima que tengo de tu mal, hacen que desee conocerte; por eso decláranos, pastora, tu nombre y cuéntanos tu pena, que, después de contada, verás nuestros corazones ayudarte a pasarla y nuestros ojos a lamentar por ella.

La pastora entonces se excusó con sus graciosas palabras de emprender el cuento de su desdicha, pero, en fin, importunada se volvió a sentar sobre la yerba y comenzó así:

-Por relación de la pastora Selvagia, que era natural de mi aldea, y en la tuya, hermosa Diana, está casada con el pastor Silvano, creo que serás informada del nombre de la desdichada Ismenia, que su desventura te está contando. Yo tengo por cierto que ella en tu aldea contó largamente cómo yo en el templo de Minerva, en el reino de lusitanos, arrebozada la engañé, y cómo con mi propio engaño quedé burlada. Habrá contado también cómo por vengarme del traidor Alanio que, enamorado de ella, a mí me había puesto en olvido, fingí querer bien a Montano, su mortal enemigo, y cómo este fingido amor, con el conocimiento que tuve de su perfección, salió tan verdadero que a causa de él estoy en las fatigas de que me quejo. Pues pasando adelante en la historia de mi vida, sabréis que como el padre de Montano, nombrado Fileno, viniese algunas veces a casa de mi padre a causa de ciertos negocios que tenía con él sobre una compañía de ganados, y me viese allí, aunque era algo viejo, se enamoró de mí de tal suerte que andaba hecho loco. Mil veces me importunaba, cada día sus dolores me decía, mas nada le aprovechó para que lo quisiese escuchar ni tener cuenta con sus palabras. Porque aunque tuviera más perfección y menos años de los que tenía, no olvidara yo por él a su hijo Montano, cuyo amor me tenía cautiva. No sabía el viejo el amor que Montano me tenía, porque le era hijo tan obediente y temeroso, que excusó todo lo posible que no tuviese noticia de ello, temiendo ser por él con ásperas palabras castigado. Ni tampoco sabía Montano la locura de su padre, porque él, por mejor castigar y reprehender los errores del hijo, se guardaba mucho de mostrar que tenía semejantes y aun mayores faltas. Pero nunca dejaba el enamorado viejo de fatigarme con sus importunaciones que le quisiese tomar por marido. Decíame dos mil requiebros, hacíame grandes ofrecimientos, prometíame muchos vestidos y joyas, y enviábame muchas cartas, pretendiendo con ello vencer mi propósito y ablandar mi condición. Era pastor que en su tiempo había sido señalado en todas las habilidades pastoriles, muy bien hablado, avisado y entendido. Y porque mejor lo creáis, quiero deciros una carta que una vez me escribió, la cual, aunque no mudó mi intención, me contentó con extremo, y decía así:




Carta de Fileno a Ismenia


ArribaAbajo   Pastora, el amor fue parte
que por su pena decirte,
tenga culpa en escribirte
quien no la tiene en amarte.

   Mas si a ti fuere molesta  5
mi carta, ten por muy cierto
que a mí me tiene ya muerto
el temor de la respuesta.

   Mil veces cuenta te di
del tormento que me das,  10
y no me pagas con más
de con burlarte de mí.

   Ríeste a boca llena
de verme amando morir,
yo alegre en verte reír,  15
aunque ríes de mi pena.

   Y así el mal en que me hallo
pienso, cuando miro en ello,
que porque huelgas de verlo20
no has querido remediarlo21.  20

   Pero mal remedio veo
y esperarlo será en vano,
pues mi vida está en tu mano
y mi muerte en tu deseo.

   Vite estar, pastora, un día  25
cabe el Duero caudaloso,
dando con el gesto hermoso
a todo el campo alegría.

   Sobre el cayado inclinada
en la campaña desierta  30
con la cerviz descubierta
y hasta el codo remangada.

   Pues decir que un corazón
puesto que de mármol fuera,
no te amara si te viera  35
es simpleza y sinrazón.

   Por eso en ver tu valor,
sin tener descanso un poco,
vine a ser de amores loco
y a ser muerto de dolor.  40

   Si dices que ando perdido,
siendo enamorado y viejo,
deja de darme consejo,
que yo remedio te pido.

   Porque tanto en bien quererte  45
no pretendo haber errado,
como en haberme tardado
tanto tiempo a conocerte.

   Muy bien sé que viejo estoy22,
pero a más mal me condena  50
ver que no tenga mi pena
tantos años como yo.

   Porque quisiera quererte
desde el día que nací,
como después que te vi  55
he de amarte hasta la muerte.

   No te espantes verme cano,
que a nadie es justo quitar
el merecido lugar
por ser venido temprano.  60

   Y aunque mi valor excedes,
no parece buen consejo
que por ser soldado viejo
pierda un hombre las mercedes.

   Los edificios humanos  65
cuanto más modernos son
no tienen comparación
con los antiguos romanos.

   Y en las cosas de primor,
gala, aseo y valentía,  70
suelen decir cada día:
lo pasado es lo mejor.

   No me dio amor su tristeza
hasta agora, porque vio
que en un viejo como yo  75
suele haber mayor firmeza.

   Firme estoy, desconocida,
para siempre te querer,
y viejo, para no ser
querido en toda mi vida.  80

   Los mancebos que más quieren
falsos y doblados van,
porque más vivos están,
cuando más dicen que mueren.

   Y su mudable afición  85
es segura libertad,
es gala y no voluntad,
es costumbre y no pasión.

   No hayas miedo que yo sea
como el mancebo amador,  90
que en recibir un favor
lo sabe toda la aldea.

   Que aunque reciba trescientos
he de ser en los amores
tan piedra en callar favores,  95
como en padecer tormentos.

   Mas según te veo estar
puesta en hacerme morir
mucho habrá para sufrir
y poco para callar.  100

   Que el mayor favor que aquí,
pastora, pretendo haber,
es morir por no tener
mayores quejas de ti.

   Tiempo, amigo de dolores,  105
solo a ti quiero inculparte,
pues quien tiene en ti más parte,
menos vale en los amores.

   Tarde amé cosa tan bella,
y es muy justo que, pues yo  110
no nací cuando nació,
en dolor muera por ella.

   Si yo en tu tiempo viniera,
pastora, no me faltara
con que a ti te contentara  115
y aun favores recibiera.

   Que en apacible tañer
y en el gracioso bailar
los mejores del lugar
tomaban mi parecer.  120

   Pues en cantar no me espanto
de Anfión el escogido,
pues mejores que él han sido
confundidos con mi canto.

   Aro muy grande comarca,  125
y en montes propios y extraños
pacen muy grandes rebaños
almagrados de mi marca.

   Mas, ¿qué vale, ay cruda suerte,
lo que es ni lo que ha sido  130
al sepultado en olvido
y entregado a dura muerte?

   Pero valga para hacer
más blanda tu condición,
viendo que tu perfección  135
al fin dejará de ser.

   Dura estás como las peñas,
mas quizá en la vieja edad
no tendrás la libertad
con que agora me desdeñas.  140

   Porque toma tal venganza
de vosotras el amor,
que entonces os da dolor,
cuando os falta la esperanza.

Esta y otras muchas cartas y canciones me envió, las cuales si tanto me movieran, como me contentaban, él se tuviera por dichoso y yo quedara mal casada. Mas ninguna cosa era bastante a borrar de mi corazón la imagen del amado Montano, el cual, según mostraba, respondió a mi voluntad con iguales obras y palabras. En esta alegre vida pasamos algunos años, hasta que nos pareció dar cumplimiento a nuestro descanso con honesto y casto matrimonio. Y aunque quiso Montano, antes de casar conmigo, dar razón de ello a su padre, por lo que, como buen hijo, tenía obligación de hacer, pero como yo le dije que su padre no vendría bien en ello a causa de la locura que tenía de casarse conmigo, por eso, teniendo más cuenta con el contento de su vida que con la obediencia de su padre, sin darle razón cerró mi desdichado matrimonio. Esto se hizo con voluntad de mi padre, en cuya casa se hicieron por ello grandes fiestas, bailes, juegos y tan grandes regocijos, que fueron nombrados por todas las aldeas vecinas y apartadas. Cuando el enamorado viejo supo que su propio hijo le había salteado sus amores, se volvió tan frenético contra él y contra mí, que a entrambos aborreció como la misma muerte y nunca más nos quiso ver.

Por otra parte, una pastora de aquella aldea, nombrada Felisarda, que moría de amores de Montano, la cual él, por quererme bien a mí, y por ser ella no muy joven ni bien acondicionada, la había desechado, cuando vio a Montano casado conmigo vino a perderse de dolor. De manera que con nuestro casamiento nos ganamos dos mortales enemigos. El maldito viejo, por tener ocasión de desheredar el hijo, determinó casarse con mujer hermosa y joven a fin de haber hijos en ella. Mas aunque era muy rico, de todas las pastoras de mi lugar fue desdeñado, sino fue de Felisarda, que por tener oportunidad y manera de gozar deshonestamente de mi Montano, cuyos amores tenía frescos en la memoria, se casó con el viejo Fileno. Casada ya con él, entendió luego por muchas formas en requerir a mi esposo Montano por medio de una criada nombrada Silveria, enviándole a decir que si condescendía a su voluntad, le alcanzaría perdón de su padre, y haciéndole otros muchos y muy grandes ofrecimientos. Mas nada pudo bastar a corromper su ánimo ni a pervertir su intención. Pues como Felisarda se viese tan menospreciada, vino a tenerle a Montano una ira mortal, y trabajó luego en indignar más a su padre contra él, y no contenta con esto imaginó una traición muy grande. Con promesas, fiestas, dádivas y grandes caricias, pervirtió de tal manera el ánimo de Silveria, que fue contenta de hacer cuanto ella le mandase, aunque fuese contra Montano, con quien ella tenía mucha cuenta por el tiempo que había servido en casa de su padre. Las dos secretamente concertaron lo que se había de hacer y el punto que había de ejecutarse; y luego salió un día Silveria de la aldea, y viniendo a una floresta orilla de Duero donde Montano apacentaba sus ovejas, le habló muy secretamente y muy turbada, como quien trata un caso muy importante, le dijo: «¡Ay, Montano amigo!, cuán sabio fuiste en despreciar los amores de tu maligna madrastra, que aunque yo a ellos te movía, era por pura importunación. Mas ahora que sé lo que pasa, no será ella bastante para hacerme mensajera de sus deshonestidades. Yo he sabido de ella algunas cosas que tocan en lo vivo, y tales que si tú las supieses, aunque tu padre es contigo tan cruel, no dejarías de poner la vida por su honra. No te digo más en esto, porque sé que eres tan discreto y avisado, que no son menester contigo muchas palabras ni razones». Montano a esto quedó atónito y tuvo sospecha de alguna deshonestidad de su madrastra. Pero por ser claramente informado, rogó a Silveria le contase abiertamente lo que sabía. Ella se hizo de rogar mostrando no querer descubrir cosa tan secreta, pero, al fin, declarando lo que Montano le preguntaba y lo que ella misma decirle quería, le explicó una fabricada y bien compuesta mentira, diciendo de este modo: «Por ser cosa que tanto importa a tu honra y a la de Fileno, mi amo, saber lo que yo sé, te lo diré muy claramente, confiando que a nadie dirás que yo he descubierto este secreto. Has de saber que Felisarda, tu madrastra, hace traición a tu padre con un pastor, cuyo nombre no te diré, pues está en tu mano conocerlo. Porque si quisieres venir esta noche y entrar por donde yo te guiare, hallarás la traidora con el adúltero en casa del mismo Fileno. Así lo tienen concertado, porque Fileno ha de ir esta tarde a dormir en su majada por negocios que allí se le ofrecen, y no ha de volver hasta mañana a mediodía. Por eso apercíbete muy bien y ven a las once de la noche conmigo, que yo te entraré en parte donde podrás fácilmente hacer lo que conviene a la honra de tu padre, y aun quizá por medio de esto alcanzar que te perdone». Esto dijo Silveria tan encarecidamente y con tanta disimulación, que Montano determinó de ponerse en cualquier peligro por tomar venganza de quien tal deshonra hacía a Fileno, su padre. Y así la traidora Silveria, contenta del engaño que de consejo de Felisarda había urdido, se volvió a su casa, donde dio razón a Felisarda, su señora, de lo que dejaba concertado. Ya la oscura noche había extendido su tenebroso velo, cuando, venido Montano a la aldea, tomó un puñal, que heredó del pastor Palemón, su tío, y al punto de las once se fue a casa de Fileno, su padre, donde Silveria ya le estaba esperando como estaba ordenado. ¡Oh, traición nunca vista! ¡Oh, maldad nunca pensada! Tomolo ella por la mano y, subiendo muy quedo una escalera, lo llevó a una puerta de una cámara donde Fileno, su padre, y su madrastra Felisarda estaban acostados, y cuando lo tuvo allí le dijo: «Ahora estás, Montano, en el lugar donde has de señalar el ánimo y esfuerzo que semejante caso requiere; entra en esa cámara, que en ella hallarás tu madrastra acostada con el adúltero». Dicho esto se fue de allí huyendo a más andar. Montano, engañado de la alevosía de Silveria, dando crédito a sus palabras, esforzando el ánimo y sacando el puñal de la vaina, con un empujón abriendo la puerta de la cámara, mostrando una furia extraña, entró en ella diciendo a grandes voces: «¡Aquí has de morir, traidor, a mis manos; aquí te han de hacer mal provecho los amores de Felisarda!». Y diciendo esto, furioso y turbado, sin conocer quién era el hombre que estaba en la cama, pensando herir al adúltero, alzó el brazo para dar de puñaladas a su padre. Mas quiso la ventura que el viejo con la lumbre que allí tenía, conociendo su hijo y pensando que, por haberlo con palabras y obras tan maltratado, lo quería matar, alzándose presto de la cama, con las manos plegadas le dijo: «¡Oh, hijo mío, qué crueldad te mueve a ser verdugo de tu padre? Vuelve en tu seso, por Dios, y no derrames ahora mi sangre ni des fin a mi vida, que si yo contigo usé de algunas asperezas, aquí de rodillas te pido perdón por todas ellas, con propósito de ser para contigo de hoy adelante el más blando y benigno padre de todo el mundo». Montano entonces, cuando conoció el engaño que se le había hecho y el peligro en que había venido de dar muerte a su mismo padre, se quedó allí tan pasmado que el ánimo y los brazos se le cayeron, y el puñal se le salió de las manos sin sentirlo. De atónito no pudo ni supo hablar palabra, sino que corrido y confuso se salió de la cámara y aun también de la casa, aterrado de la traición que Silveria le había hecho y de la que él hiciera, si no fuera tan venturoso. Felisarda, como estaba advertida de lo que había de suceder, en ver entrar a Montano, saltó de la cama, y se metió en otra cámara que estaba más adentro y, cerrando tras sí la puerta, se aseguró de la furia de su alnado. Mas cuando se vio fuera de peligro por estar Montano fuera de la casa, volviendo donde Fileno, temblando aún del pasado peligro, estaba, incitando el padre contra el hijo, y levantándome a mí un falso testimonio, a grandes voces decía así: «Bien conocerás ahora, Fileno, el hijo que tienes y sabrás si es verdad lo que yo de sus malas inclinaciones muchas veces te dije. ¡Oh, cruel, oh, traidor Montano!, ¿cómo el cielo no te confunde?, ¿cómo la tierra no te traga?, ¿cómo las fieras no te despedazan?, ¿cómo los hombres no te persiguen? Maldito sea tu casamiento, maldita tu desobediencia, malditos tus amores, maldita tu Ismenia, pues te ha traído a usar de tan bestial crudeza y acometer tan horrendo pecado. ¿No castigaste, traidor, al pastor Alanio, que con tu mujer Ismenia a pesar y deshonra tuya deshonestamente trata, y a quien ella quiere más que a ti, y has querido dar muerte a tu padre, que con tu vida y honra ha tenido tanta cuenta? ¿Por haberte castigado le has querido herir? ¿Por haberte aconsejado le has querido matar? ¡Ay, triste padre!, ¡ay, desdichadas canas!, ¡ay, angustiada senectud!, ¿qué yerro tan grande cometiste para que quisiese matarte tu propio hijo? ¡Aquel que tú engendraste, aquel que tú regalaste, aquel por quien mil trabajos padeciste! Esfuerza ahora tu corazón, cese ahora el amor paternal, dése lugar a la justicia, hágase el debido castigo, que si quien hizo tan nefanda crueldad no recibe la merecida pena, los desobedientes hijos no quedarán atemorizados, y el tuyo, con efecto, vendrá después de pocos días a darte de su mano cumplida muerte». El congojado Fileno con el pecho sobresaltado y temeroso, oyendo las voces de su mujer y considerando la traición del hijo, recibió tan grande enojo que tomando el puñal que a Montano, como dije, se le había caído, luego en la mañana saliendo a la plaza, convocó la justicia y los principales hombres de la aldea, y cuando fueron todos juntos, con muchas lágrimas y sollozos les dijo de esta manera: «A Dios pongo por testigo, señalados pastores, que me lastima y aflige tanto lo que quiero deciros que tengo miedo que el alma no se me salga tras haberlo dicho. No me tenga nadie por cruel porque saco a la plaza las maldades de mi hijo, que por ser ellas tan extrañas y no tener remedio para castigarlas, os quiero dar razón de ellas, porque veáis lo que conviene hacer para darle a él justa pena, y a los otros hijos, provechoso ejemplo. Muy bien sabéis con qué regalos le crié, con qué amor lo traté, qué habilidades le enseñé, qué trabajos por él padecí, qué consejos le di, con cuánta blandura le castigué. Casose a mi pesar con la pastora Ismenia, y porque de ello le reprehendí, en lugar de vengarse del pastor Alanio, que con la dicha Ismenia, su mujer, como toda la aldea sabe, trata deshonestamente, volvió su furia contra mí y me ha querido dar la muerte. La noche pasada tuvo mañas para entrar en la cámara donde yo con mi Felisarda dormía, y con este puñal desnudo quiso matarme, y lo hiciera, sino que Dios le cortó las fuerzas y le atajó el poder de tal manera que, medio tonto y pasmado, se fue de allí sin efectuar su dañado intento, dejando el puñal en mi cámara. Esto es lo que verdaderamente pasa, como mejor de mi querida mujer podréis ser informados. Mas porque tengo por muy cierto que Montano, mi hijo, no hubiera cometido tal traición contra su padre si de su mujer Ismenia no fuera aconsejado, os ruego que miréis lo que en esto se debe hacer para que mi hijo de su atrevimiento quede castigado y la falsa Ismenia, así por el consejo que dio a su marido, como por la deshonestidad y amores que tiene con Alanio, reciba digna pena». Aún no había Fileno acabado su razón, cuando se movió entre la gente tan gran alboroto, que pareció hundirse toda la aldea. Alteráronse los ánimos de todos los pastores y pastoras, y concibieron ira mortal contra Montano. Unos decían que fuese apedreado, otros que en la mayor profundidad de Duero fuese echado, otros que a las hambrientas fieras fuese entregado y, en fin, no hubo allí persona que contra él no se embraveciese. Movioles también mucho a todos lo que Fileno de mi vida falsamente les había dicho, pero tanta ira tenían por el negocio de Montano que no pensaron mucho en el mío. Cuando Montano supo la relación que su padre públicamente había hecho, y el alboroto y conjuración que contra él se había movido, cayó en grande desesperación. Y allende de esto, sabiendo lo que su padre delante de todos contra mí había dicho, recibió tanto dolor, que más grave no se puede imaginar. De aquí nació todo mi mal, esta fue la causa de mi perdición y aquí tuvieron principios mis dolores. Porque mi querido Montano, como sabía que yo en otro tiempo había amado y sido querida de Alanio, sabiendo que muchas veces reviven y se renuevan los muertos y olvidados amores, y viendo que Alanio, a quien yo por él había aborrecido, andaba siempre enamorado de mí, haciéndome importunas fiestas, sospechó por todo esto que lo que su padre Fileno había dicho era verdad, y cuanto más imaginó en ello, más lo tuvo por cierto. Tanto, que bravo y desesperado, así por el engaño que de Silveria había recibido, como por el que sospechaba que yo le había hecho, se fue de la aldea y nunca más ha parecido. Yo, que supe de su partida y la causa de ella por relación de algunos pastores amigos suyos, a quien él había dado larga cuenta de todo, me salí de la aldea por buscarlo, y mientras viva no pararé hasta hallar mi dulce esposo para darle mi disculpa, aunque sepa después morir a sus manos. Mucho ha que ando peregrinando en esta demanda, y por más que en todas las principales aldeas y cabañas de pastores he buscado, jamás la fortuna me ha dado noticia de mi Montano. La mayor ventura que en este viaje he tenido fue que, dos días después que partí de mi aldea, hallé en un valle la traidora Silveria, que sabiendo el voluntario destierro de Montano, iba siguiéndolo por descubrirle la traición que le había hecho y pedirle perdón por ella, arrepentida de haber cometido tan horrenda alevosía. Pero hasta entonces no lo había hallado y como a mí me vio, me contó abiertamente cómo había pasado el negocio, y fue para mí gran descanso saber la manera con que se nos había hecho la traición. Quise darle la muerte con mis manos, aunque flaca mujer, pero dejé de hacerlo porque sola ella podía remediar mi mal declarando su misma maldad. Roguele que con gran prisa fuese a buscar a mi amado Montano para darle noticia de todo el hecho, y despedime de ella para buscarlo yo por otro camino. Llegué hoy a este bosque donde, convidada de la amenidad y frescura del lugar, hice asiento para tener la siesta, y pues la fortuna acá por mi consuelo os ha guiado, yo le agradezco mucho este favor, y a vosotros os ruego que, pues es ya casi mediodía, si posible es, me hagáis parte de vuestra graciosa compañía, mientras durare el ardor del sol, que en semejante tiempo se muestra riguroso.

Diana y Marcelio holgaron en extremo de escuchar la historia de Ismenia y saber la causa de su pena. Agradeciéronle mucho la cuenta que les había dado de su vida, y dijéronle algunas razones para consuelo de su mal, prometiéndole el posible favor para su remedio. Rogáronle también que fuese con ellos a la casa de la sabia Felicia, porque allí sería posible hallar alguna suerte de consolación. Fueron asimismo de parecer de reposar allí en tanto que durarían los calores de la siesta, como Ismenia había dicho. Pero como Diana era muy práctica en aquella tierra, y sabía los bosques, fuentes, florestas, lugares amenos y sombríos de ella, les dijo que otro lugar había más ameno y deleitoso que aquel, que no estaba muy lejos, y que fuesen allá, pues aún no era llegado el mediodía. De manera que, levantándose todos, caminaron un poco espacio y luego llegaron a una floresta donde Diana les guió; y era la más deleitosa, la más sombría y agradable que en los más celebrados montes y campañas de la pastoral Arcadia puede haber. Había en ella muy hermosos alisos, sauces y otros árboles que, por las orillas de las cristalinas fuentes y por todas partes, con el fresco y suave airecillo blandamente movidas deleitosamente murmuraban. Allí de la concertada armonía de las aves que por los verdes ramos bulliciosamente saltaban, el aire tan dulcemente resonaba que los ánimos con un suave regalo enternecía. Estaba sembrada toda de una verde y menuda hierba, entre la cual se levantaban hermosas y variadas flores que, con diversos matices el campo dibujando, con suave olor el más congojado espíritu recreaban. Allí solían los cazadores hallar manadas enteras de temerosos ciervos, cabras montesinas y de otros animales, con cuya prisión y muerte se toma alegre pasatiempo. Entraron en esta floresta siguiendo todos a Diana, que iba primera y se adelantó un poco para buscar una espesura de árboles que ella para su reposo en aquel lugar tenía señalada, donde muchas veces solía recrearse. No habían andado mucho, cuando Diana, llegando cerca del lugar que ella tenía por el más ameno de todos y donde quería que tuviesen la siesta, puesto el dedo sobre los labios señaló a Marcelio y a Ismenia que viniesen a espacio y sin hacer ruido. La causa era porque había oído dentro aquella espesura cantos de pastores. En la voz le parecieron Tauriso y Berardo, que por ella entrambos penados andaban, como está dicho. Pero por saberlo más cierto, llegándose más cerca un poco por entre unos acebos y lentiscos, estuvo acechando por conocerlos, y vio que eran ellos y que tenían allí en su compañía una muy hermosa dama y un preciado caballero, los cuales, aunque parecían estar algo congojados y maltratados del camino, pero todavía en el gesto y disposición descubrían su valor. Después de haber visto los que allí estaban, se apartó por no ser vista. En esto llegaron Marcelio e Ismenia, y todos juntos se sentaron tras unos jarales donde no podían ser vistos y podían oír distinta y claramente el cantar de los pastores, cuyas voces, por toda la floresta resonando, movían concertada melodía, como oiréis en el siguiente libro.


 
 
FIN DEL SEGUNDO LIBRO
 
 


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