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Mi tristeza es imperceptible entre
la multitud, |
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guijarros sin brújula y
rodantes, |
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como las vibraciones de una hoja
entre las ramas. |
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Mis brazos conmemoran
cotidianamente |
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aquellos círculos que
trazamos -sin papel- |
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con nuestros abrazos mutuos y
simultáneos, |
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en la noche dura de nuestro
encuentro prohibido. |
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Tengo una deuda que agota mi
vocabulario |
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Perdón: es la palabra que le
debo al sol, |
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por negarlo en varias noches ante
la luna |
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pero supe alguna vez el llorar y el
reír, |
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con todos sus paisajes
intransferibles: en plenitud: |
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he llorado con el alma ametrallada
en las manos, |
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he reído con el
corazón en vuelo auténtico |
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y a punto de escaparse de las rejas
de mi garganta |
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a menudo, para desafilar el
puñal de mi angustia |
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debo despuntar las aristas de mis
sueños irresignables |
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o debo inventar drenajes con la
yema de mi índice llagado |
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para que cambie de aguas mi ser de
pozo hervido |
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o simplemente asisto a la
congregación de mis huesos |
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conjurados, en el
receptáculo de mi pecho generoso |
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todos los caminos me conducen a la
vida |
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incluso la muerte, y me obliga a
pensar |
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que ella es una herida
incurable |
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e incicatrizable como un espejo
roto |
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y que la poesía tiene algo,
un defecto: La Palabra. |
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