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Príncipe Azul nacido de una lágrima

Mihai Eminescu

Traducción de Catalina Iliescu Gheorghiu

Érase una vez, en otros tiempos, cuando los hombres, tal y como los conocemos hoy, solo existían como gérmenes del futuro, cuando Dios todavía paseaba con sus pies sagrados por los desiertos pedregosos de la tierra, en aquellos tiempos, vivía un rey apesadumbrado y ensimismado como la medianoche que tenía una reina joven y sonriente como el mediodía luminoso.

Habían pasado cincuenta años desde que el rey estaba en guerra con un vecino suyo. Muerto el vecino, sus hijos y sus nietos habían heredado el odio y la venganza. Cincuenta años y el rey vivía aislado como un león envejecido, debilitado por las batallas y sufrimientos -un rey que nunca había reído-, que no sonreía ni siquiera ante el canto inocente de un niño, ni ante el guiño amoroso de su joven esposa, ni ante los viejos y jocosos cuentos de sus soldados envejecidos por las batallas y las penurias. Se sentía débil, se sentía cercano a la muerte y no tenía a quién dejar el legado de su odio. Triste se levantaba de su lecho real donde permanecía su joven esposa -lecho de oro, aunque yermo y sin bendición- triste se marchaba a la guerra con el corazón indomable; y su reina, a solas, lloraba su soledad con lágrimas de viuda. Su cabello rubio como el oro más puro cubría sus senos albos y redondos, y de sus ojos azules y grandes caían ríos de perlas de agua sobre su rostro blanco como la plata de los lirios. Grandes ojeras moradas rodeaban sus ojos y venas azuladas recorrían su tez como de mármol con vida.

Levantada de su cama, ella se desplomó sobre los peldaños de piedra de una hornacina en la que velaba, sobre una candela humeante, el icono cubierto de plata de la Virgen de los Dolores. Conmovida por las plegarias de la reina arrodillada, los párpados del gélido icono se humedecieron y una lágrima cayó de los negros ojos de la Madre de Dios. La reina se levantó con toda su grandiosa estatura, tocó con sus labios secos la fría lágrima y la absorbió en su alma. A partir de ese instante, quedó encinta.

Pasó un mes, pasaron dos, pasaron nueve y la reina tuvo un hijo blanco como la espuma y con el pelo claro como los rayos de luna. El rey sonrió, el sol sonrió también en sus dominios de fuego, incluso se detuvo, de modo que durante tres días no hubo noche, sino solo claridad y alegría, el vino corría de los toneles que se iban abriendo y los gritos de júbilo partían la bóveda celeste.

Su madre le puso el nombre de Príncipe Azul nacido de una lágrima.

Y creció y se hizo alto como los abetos de aquellos bosques. Crecía en un mes lo que otros en un año.

Cuando hubo crecido lo suficiente, mandó que le hicieran una cachiporra de hierro, la lanzó a lo alto, abriendo la bóveda celeste y al caer, la recogió con el dedo meñique y la cachiporra se partió en dos. Entonces mandó que le hicieran otra más pesada que lanzó a lo alto, cerca del palacio de nubes de la luna; al caer desde arriba, no se rompió contra los dedos del valiente.

Entonces Príncipe Azul se despidió de sus padres y se fue a batallar él solo contra los ejércitos de aquel rey que odiaba a su padre. Cubrió su cuerpo principesco con ropas de pastor, camisa de seda tejida con las lágrimas de su madre, un hermoso sombrero de flores, adornado con cordeles y abalorios de collares principescos, se colocó en el cinto dos flautas, una para canciones tristes y otra para danzas y partió hacia el ancho mundo a cumplir su destino de valiente.

En su camino, tocaba melodías de ambas clases, mientras su cachiporra partía las nubes, y al caerse, se adelantaba un día de camino. Los valles y los montes quedaban asombrados ante sus canciones, las aguas elevaban sus olas para escucharle, los manantiales se enturbiaban en sus honduras y se arremolinaban para que cada una de sus ondulaciones pudiera llegar a la superficie y escucharle, para que cada una pudiera luego cantar como él, susurrando a los valles y a las flores.

Los ríos rezongaban por debajo de la cintura de los melancólicos acantilados, aprendían la triste canción de amor del príncipe pastor y las águilas, que descansaban enmudecidas sobre la frente seca y sombría de los riscos, aprendían de él el lamento apenado del desconsuelo.

Todo cuanto le rodeaba permanecía atónito cuando el rey pastor pasaba con sus cantos alegres y tristes. Los ojos negros de las mozas se llenaban de lágrimas de añoranza; en los pechos de los jóvenes pastores apoyados con un codo en una roca y con la otra mano en el cayado, germinaba un anhelo más hondo, más oscuro, más grande -el anhelo de hazañas.

Todo a su alrededor permanecía inmóvil, solo Príncipe Azul caminaba sin descanso, siguiendo con sus cantos lo que su corazón anhelaba, y con sus ojos la cachiporra que brillaba entre las nubes y en el aire como un águila de acero, como una estrella embrujada.

A eso del atardecer del tercer día, la cachiporra, al caer golpeó una puerta de cobre y provocó un gran estruendo. Había destrozado la puerta así que el valiente entró. La luna había salido de entre las montañas y se reflejaba en un lago extenso y cristalino como el cielo claro. En su fondo, de tan transparente que era, se veía brillar la arena de oro; y en medio, en una isla de esmeraldas, rodeada de un boscaje de árboles verdes y frondosos, se elevaba un bello palacio de mármol pulido y blanco como la leche -tan reluciente que en sus muros se reflejaban como en un espejo de plata: alameda y huerta, lago y ribera. Una barcaza dorada velaba las claras aguas del lago cerca de la puerta; y en el aire limpio del atardecer, vibraban desde el palacio cantos hermosos y serenos. Príncipe Azul subió a la barcaza y remó hasta llegar a las escaleras de mármol del palacio. Una vez hubo entrado, vio en los arcos de las escaleras lámparas de cientos de brazos. En cada uno ardía una estrella de fuego. Entró en la sala. Era alta, sostenida por columnas y arcos, todo de oro, y en el centro había una mesa suntuosa cubierta de blanco, las fuentes y platos estaban tallados cada uno en una perla enorme y los señores que estaban sentados con ropajes dorados en las sillas de terciopelo rojo, eran bellos como los días de juventud y alegres como las danzas campestres. Pero sobre todo, uno de ellos, que llevaba una tiara de oro en la frente con diamantes incrustados, era especialmente bello, en su atuendo brillante como la luna en una noche de verano. Pero aún más bello era Príncipe Azul.

-¡Bienvenido, Príncipe Azul! -dijo el rey-; he oído hablar de ti, pero nunca te había visto.

-Bienhallado, Rey, aunque mucho me temo que no diré «bien dejado» cuando me marche, pues he venido a librar duras batallas contra ti, que bastante tiempo llevas conspirando contra mi padre.

-Que sepas que no he conspirado, sino que siempre he luchado en batalla justa. Pero contra ti no lucharé. Mejor mando a mis músicos que toquen y a los sirvientes que llenen las copas de vino y nos haremos hermanos de sangre para el resto de nuestras vidas.

Se dieron un abrazo los hijos de reyes ante las ovaciones de la corte, y bebieron y conversaron.

El rey preguntó a Príncipe Azul

-¿A quién temes más en este mundo?

-A nadie, excepto a Dios. ¿Y tú?

-Yo a nadie excepto a Dios y a la Bruja de los Bosques, una vieja extremadamente fea que deambula por mi reino en compañía de tormentas. Por donde pasa ella, la faz de la tierra queda abrasada, las aldeas desaparecen y las ciudades se derrumban en ruinas. Me batallé contra ella pero nada logré. Para que no arrasara mi reino tuve que llegar a un acuerdo con ella y darle como tributo a uno de cada diez hijos de mis súbditos. Y hoy es el día en que viene a cobrarlo.

Cuando el reloj tocó la medianoche, los rostros de los comensales se entristecieron; pues, con alas de viento, con cara ajada como una roca hinchada y surcada por riachuelos, un bosque en vez de cabello y cabalgando sobre la medianoche, aullaba en el aire amargo la Bruja de los Bosques, la descerebrada. Sus ojos -dos noches turbias-, su boca -un abismo abierto-, sus dientes -piedras de molino-. Tal y como se acercó, Príncipe Azul la cogió de la cintura y la lanzó con toda sus fuerzas en una gran pila de piedra; sobre la pila empujó una roca enorme, luego lo ató todo con siete cadenas de hierro. Dentro, la bruja se retorcía y aullaba como un huracán encerrado, pero de nada le servía.

Príncipe Azul regresó al banquete; de repente, por los arcos de las ventanas se vieron dos ondulaciones de agua alargadas. ¿Qué podía ser eso? La Bruja de los Bosques, sin poder salir, pasaba por encima del río, dentro de su pila, separando las aguas en dos y corría sin parar, un peñasco endiablado, destrozando bosques para abrirse camino, surcando la tierra en largas zanjas hasta que desapareció en la lejana oscuridad. Príncipe Azul comió un buen rato, luego se echó la cachiporra al hombro y se puso en camino siguiendo el rastro dejado por la pila hasta llegar a una preciosa casa blanca que brillaba a la luz de la luna en medio de un jardín florido. Las plantas se sobreponían en estratos verdes e irradiaban su luz azul, roja oscura y blanca. Entre ellas aleteaban etéreas mariposas, como centellantes estrellas de oro. Perfume, luz y canto incesante, dulce, en sordina, deslizándose entre enjambres de abejas y mariposas, embriagaban el jardín y la casa. Dos barricas de agua había al lado del porche, y en él, hilaba una bella doncella. Su ropaje largo y blanco parecía una nube de rayos y sombras y tenía el cabello dorado recogido en dos trenzas hacia atrás y una corona de perlas descansaba sobre su nítida frente. Sus dedos como de cera blanca hilaban lana plateada de una horca de oro y de su huso salía un hilo de seda blanca, fina, deslumbrante, que, más que un hilo para tejer parecía un rayo viviente de luna vagando por el aire. Al escuchar el ruido suave de los pasos de Príncipe Azul, la joven levantó sus ojos azules como las aguas del lago.

-Bienvenido Príncipe Azul -dijo ella con ojos claros y entornados-, hace tanto que soñé contigo... Mientras mis dedos hilaban la seda, mis pensamientos hilaban un sueño, un sueño hermoso, en el que nos amábamos. Príncipe Azul, con huso de plata te tejía una cota urdida de invocaciones, bordada con felicidad para que la llevaras... y me amases. Con mi estambre te tejería un atuendo y con mis días, una vida llena de caricias.

Mientras le miraba con rubor, el huso se le cayó a los pies, cerca de la horca. Se puso en pie y, avergonzada por lo que había dicho, bajó la mirada y sus brazos se quedaron colgando como los de un niño culpable. Él se acercó, le cogió con una mano la cintura y con la otra le acarició con dulzura la frente y el cabello y le susurró:

-¡Qué bonita eres y cuánto amor siento por ti! ¿De quién eres, criatura?

-La Bruja de los Bosques es mi madre, respondió suspirando; ¿Me amarás ahora cuando sabes de quién soy? -Ella le rodeó el cuello con sus brazos desnudos y le miró a los ojos largamente.

-¿Qué importa de quién eres? -dijo él, me basta con amarte.

-Si me amas, huyamos pues -dijo ella apretándose contra su pecho-; si mi madre te encontrara te mataría y si tú mueres, yo me vuelvo loca y me muero también.

-No temas -dijo él sonriendo y librándose de su abrazo-. ¿Dónde está tu madre?

-Desde que ha vuelto, se debate en la pila donde la encerraste y está royendo con sus colmillos las cadenas que la atan.

-¡No me importa! -Dijo él y se abalanzó a ver dónde estaba.

-Príncipe Azul -dijo la doncella con dos lágrimas brillando en sus ojos-, no vayas todavía. Debo enseñarte qué hacer para derrotar a mi madre. ¿Ves esas dos barricas? Una contiene agua y la otra fuerza. Vamos a intercambiarlas. Mi madre, cuando lucha contra sus enemigos, al cansarse grita: «¡Paremos, bebamos un poco de agua!». Así pues, ella bebe fuerza, mientras su contrincante solo agua. Por eso las vamos a cambiar de sitio: ella no lo sabrá, pero solo beberá agua en la lucha contra ti.

Y eso es lo que hicieron.

-¿Qué te cuentas, vieja? -gritó él.

La vieja, de tanta quina, se arrancó las cadenas, saltó de la pila en lo alto, estirándose flaca e interminable hasta las nubes.

-¡Qué bien que llegaste, Príncipe Azul! -dijo ella, encogiéndose de nuevo-, ¡ven a la lucha, veamos quién es el más fuerte!

-Veámoslo -dijo Príncipe Azul.

La Bruja lo cogió de la cintura, lo lanzó hasta las nubes, luego lo golpeó contra el suelo y lo hundió en tierra hasta los tobillos.

Príncipe Azul la lanzó a su vez y la metió hasta las rodillas.

-Espera, bebamos un poco de agua, dijo la Bruja de los Bosques cansada.

Pararon y respiraron. La vieja bebió agua y Príncipe Azul bebió fuerza, y una especie de fuego indomable recorrió con escalofríos todos sus músculos y sus venas debilitados.

Con un poder multiplicado, con brazos de hierro, de un tirón cogió a la vieja de la cintura y la hundió hasta el cuello. Luego con la cachiporra le esparció los sesos de un golpe. El cielo se volvió canoso de nubes, el viento empezó a gemir helado y a sacudir la casita hasta que temblaron sus bisagras. Rojas serpientes tronadoras atravesaban la falda negra de las nubes, las aguas parecían ladrar, solo el trueno entonaba un cántico hondo como un profeta de la desdicha. A través de esa oscuridad negra e impenetrable, Príncipe Azul veía una sombra de plata blanqueando la negrura, con su dorado cabello suelto, vagando pálida con los brazos en alto. Él se le acercó y la abrazó. Ella se desplomó despavorida sobre su pecho y escondió las manos gélidas bajo la camisa de Príncipe Azul. Para despertarla, él le besó los ojos. Las nubes se deshilachaban y la luna roja como el fuego se divisaba entre jirones de cielo desperdigados. En su pecho, Príncipe Azul vio cómo florecían dos estrellas azules, límpidas y atónitas -los ojos de su novia-. La cogió en brazos y echó a correr con ella por la tormenta. Ella hundió la cabeza en su pecho y daba la impresión de que se había dormido. Al llegar al jardín del rey, la colocó en la barcaza y atravesó el lago con ella como en una cuna. Arrancó hierbas y heno con perfume a flores de jardín y le confeccionó un lecho en el que la acostó como en un nido.

Al alba, el sol al salir, los miraba con ternura. Los ropajes de ella, empapados por la lluvia se habían pegado a sus dulces caderas redondeadas, su rostro de una húmeda palidez de cera blanquecina, las pequeñas manos unidas sobre su pecho, el cabello suelto desordenado sobre sus senos, los ojos grandes, cerrados, hundidos en la frente, daban la imagen de su belleza, aunque pareciera muerta. Sobre su frente nítida y blanca, Príncipe Azul esparció unas flores azules, luego se sentó a su lado, y empezó a tocar la flauta suavemente. El cielo límpido -un mar, el sol- un rostro de fuego, las hierbas con el frescor del despertar, el olor a humedad de las plantas vigorizadas, la hacían dormir un rato largo y sereno, acompañada en sus sueños por la voz apenada de la flauta. Cuando el sol llegó al cenit, la naturaleza calló y Príncipe Azul escuchó su dichosa exhalación, cálida y acuosa. Despacio, Príncipe Azul se acercó a su mejilla y la besó. Entonces ella abrió los ojos todavía llenos de sueños y desperezándose soñolienta -dijo sonriendo en voz baja-:

-¿Estás aquí?

-¡Qué va... Pues claro que estoy aquí! -dijo entre lágrimas de felicidad.

Tal y como estaban sentados uno al lado del otro -ella extendió su brazo y le cogió de la cintura.

-Vamos, despierta -dijo él acariciándola-, es mediodía.

Ella se levantó, se arregló, estirándose el cabello para atrás, él la cogió de la cintura, ella se enlazó a su cuello y de este modo cruzaron el jardín por entre estratos de flores y se adentraron en el palacio de mármol del rey.

Él la llevó ante el Rey, la presentó y dijo que era su novia. El rey sonrió al principio, pero luego cogió de la mano a Príncipe Azul y apartándolo con cierto secretismo, lo llevó a la ventana, desde donde se veía el inmenso lago. Pero no dijo nada, solo miró con asombro la reluciente superficie de agua y los ojos se le llenaron de lágrimas. Un cisne había extendido sus alas como unas velas de plata y con la cabeza sumergida, rasgaba el rostro sereno del lago.

-¿Lloras, mi Rey? -dijo Príncipe Azul-. ¿Por qué?

-Príncipe Azul -dijo el rey-, el bien que me hiciste nunca podré pagártelo y aun así me atrevo a pedirte todavía más.

-¿Qué, mi rey?

-¿Ves a ese cisne que las olas adoran? Como hombre joven que soy, debería amar la vida, y sin embargo, no son pocas las veces que quise poner fin a mis días... Amo a una hermosa joven, con ojos pensativos y dulce como los sueños del mar -la hija de Genario, hombre altivo y salvaje que se pasa la vida cazando por los bosques milenarios-. ¡Oh, todo lo que tiene él de desalmado, lo tiene ella de hermosa! Cualquier intento de raptarla fue en vano. ¡Inténtalo tú!

A Príncipe Azul el corazón le pedía quedarse, pero veneraba la hermandad de sangre, como cualquier valiente, por encima de todo, por encima de la vida, por encima del noviazgo.

-Encumbrado rey, de todas las suertes que has tenido, una supera a las demás: el que tengas a Príncipe Azul como hermano de sangre. Bien, iré a raptar a la hija de Genario.

Cogió caballos veloces, caballos con alma de viento y se preparó para emprender camino.

Entonces su novia -que se llamaba Ileana- le susurró al oído, besándolo dulcemente:

-No olvides Príncipe Azul, que mientras estés lejos, yo lloraré sin parar.

Él la miró apenado, la acarició, y luego, desatándose de los abrazos de ella, montó a caballo y marchó hacia el ancho mundo.

Pasó por bosques abandonados, por montañas con la frente nevada y cuando la luna se asomaba pálida entre milenarios peñascos como un rostro de joven muerta, entonces veía de vez en cuando un enorme jirón colgando del cielo, que con sus orillas rozaba el risco de algún monte -una noche desgarrada, un pasado en ruinas, un castillo del que solo quedaban algunas piedras y muros derrumbados.

Cuando despuntó el alba, Príncipe Azul vio que esa hilera de montañas conducía hasta un mar vasto y verde, que vivía en cada una de las miles de olas serenas, brillantes, que surcaban suaves y melodiosas su superficie, hasta donde la mirada se perdía en el azul del cielo y en el verde del mar. Al final de las montañas, justo encima de ese mar, se divisaba en su fondo una imponente roca de granito, de la que surgía, como un nido blanco una hermosa fortaleza, la cual, de tan blanca, parecía cubierta de plata. De los muros abovedados, salían ventanas luminosas y por una de ellas, entreabierta, se vislumbraba, entre macetas con flores, un rostro de doncella, moreno y soñador, como una noche de verano. Era la hija de Genario.

-Bienvenido Príncipe Azul -dijo dando un salto para abrir las puertas del regio castillo donde vivía sola como un genio del desierto-; anoche creí haber hablado con una estrella y la estrella me dijo que vendrías de parte del rey que me ama.

En la sala grande del palacio, en las ascuas de la chimenea, vigilaba un gato con siete cabezas que, al bramar con una cabeza se oía a distancia de un día, pero cuando bramaba con sus siete cabezas, se oía a siete días de distancia.

Genario, sumergido en sus salvajes cazas, se había alejado un día.

Príncipe Azul recogió a la joven, la subió al caballo y volaron por el desierto que se extendía a lo largo de la orilla del mar como dos materializaciones instantáneas del éter apenas vistas.

Pero Genario, hombre alto y fuerte, tenía un caballo embrujado con dos corazones. El gato del castillo maullaba con una cabeza y el caballo de Genario relinchaba con voz de bronce.

-¿Qué te pasa? -preguntó Genario a su caballo mágico-. ¿Las costuras te hacen llagas?

-A mí no, pero a ti sí te las harán en cuanto te enteres. Príncipe Azul raptó a tu hija.

-¿Hay que correr mucho para alcanzarles?

-Un poco, no demasiado, les podremos alcanzar fácilmente.

Genario montó y cabalgó como el terror primigenio en el corazón de los fugitivos. Pronto los alcanzó. Príncipe Azul no podía batirse con él en lucha, pues Genario era cristiano y su poder no provenía de las fuerzas del mal, sino de Dios.

-Príncipe Azul -dijo Genario-, eres bello y me da pena acabar contigo. Esta vez te perdono la vida, pero la próxima vez... ¡tenlo presente!

Y recogiendo a su hija, desapareció en la nada como si no hubiera estado allí siquiera.

Pero Príncipe Azul era valiente y se conocía el camino. Regresó y de nuevo encontró a la joven sola, esta vez más pálida y cubierta de lágrimas y parecía aún más bella. Genario estaba de nuevo cazando, esta vez a dos días de distancia. Príncipe Azul cogió nuevos caballos, del mismísimo establo de Genario.

Esta vez se marcharon de noche. Corrían como corren los rayos de luna por las profundas olas del mar, corrían a través de la noche desierta y gélida como dos sueños adorados; y en su fuga oían los largos y duplicados maullidos del gato que permanecía en la chimenea del castillo. Luego les pareció que no podían seguir avanzando, como en aquellos sueños en los que uno intenta escapar y sin embargo, no puede. Después se vieron envueltos en una nube de polvo, pues Genario venía al galope en su caballo, devorando la distancia. Su rostro era aterrador, la mirada castigadora. Sin mediar palabra, cogió a Príncipe Azul y lo lanzó hasta las negras nubes de tormenta, tras lo cual desapareció llevándose a su hija.

De Príncipe Azul, quemado por los rayos, solo quedó un puñado de cenizas en la arena hirviente y seca del desierto. Pero de su ceniza surgió un manantial claro, que recorría la arena de diamante. A su alrededor, árboles altos, verdes y frondosos esparcían una sombra fresca y perfumada. Si alguien hubiera comprendido la voz del manantial, habría sabido que lloraba, en su canto desgarrador, por Ileana, su rubia reina. Pero ¿quién iba a comprender la voz de un manantial en el desierto, por donde nadie había pisado antes?

Sin embargo, en aquellos tiempos, Dios todavía paseaba por la tierra. Un día se vieron caminar por el desierto dos hombres. Los hábitos y rostro de uno de ellos brillaban como la blanca luz del sol; el otro, más humilde, parecía solo la sombra del hombre iluminado. Eran Nuestro Señor y San Pedro. Sus pies abrasados por la arena del desierto pisaron entonces dentro del riachuelo fresco y cristalino que fluía del manantial. Anduvieron por el curso del agua y con sus pies rasgaban las olas hasta el lugar del fosco manantial. Allí, el Señor bebió agua y enjuagó su rostro sagrado y luminoso y sus milagrosas manos. Luego ambos se sentaron a la sombra -el Señor pensando en su Padre de los cielos y San Pedro escuchando el triste canto del manantial al mismo tiempo que sus propios pensamientos-. Cuando se pusieron en pie para reanudar su camino, San Pedro dijo: «Dios, haz que este manantial sea lo que antes fuere». «Amén» -dijo Dios, levantando la mano, luego se alejó por el mar, sin mirar atrás.

Como por un milagro, el manantial desapareció y Príncipe Azul, despertado de un largo sueño, miró alrededor. Entonces vio el rostro iluminado del Señor que andaba sobre las olas del mar, las cuales se inclinaban ante él, igual que le ocurría en tierra firme; y vio a San Pedro, que iba en pos de él y, sin resistir a su naturaleza humana, miraba atrás hacia Príncipe Azul y asentía con la cabeza. Príncipe Azul lo acompañó con la mirada hasta que el rostro de San Pedro se diluyó en la lejanía, y solo se podía vislumbrar el rostro radiante del Señor extendiendo una franja de luz sobre la reluciente superficie del agua, de modo que, si el sol no hubiera estado en el cenit, habría parecido que aquello era la puesta del sol. Él comprendió el milagro de su resurrección y se arrodilló hacia el crepúsculo de ese sol divino.

Pero luego se acordó de que había prometido raptar a la hija de Genario y lo que un valiente promete, raro es que se quede sin cumplir.

Se puso pues en marcha y al anochecer llegó al castillo de Genario, que relucía en la oscuridad del atardecer como una gigantesca sombra. Entró en la casa... la hija de Genario lloraba. Mas cuando lo vio, su rostro se iluminó como se ilumina una ola bajo un rayo de luz. Él le contó cómo había resucitado; entonces ella le dijo: «Raptarme no podrás hasta que no tengas un caballo parecido al de mi padre, porque el suyo tiene dos corazones. Yo le preguntaré esta noche de dónde tiene su caballo, para que tú también consigas uno igual. Hasta entonces, para que mi padre no te vea, te convertiré en flor. Él se sentó en una silla y ella susurró un dulce hechizo y, al besarlo en la frente, él se convirtió en una roja flor del color de la guinda madura. Ella lo colocó junto a las otras flores de la ventana y empezó a cantar de alegría que se oía por todo el palacio.

Entonces llegó Genario.

-¿Alegre, hija mía? ¿Y por qué? -preguntó él.

-Porque ya no está Príncipe Azul, ya no hay quien me rapte, contestó ella entre risas.

Se sentaron a cenar.

-Padre -preguntó la hija-, ¿dónde conseguiste tu caballo, con el que vas de caza?

-¿Y para qué quieres saberlo? -dijo él frunciendo el ceño.

-Ya lo sabes, por curiosidad -contestó ella-. Como ya no existe Príncipe Azul que me pueda raptar podrías contármelo...

-Ya sabes que no puedo negarte nada -dijo Genario-. Muy lejos de aquí, a la orilla del mar, vive una vieja que tiene siete yeguas. Ella tiene a su servicio hombres que las vigilen un año (aunque su año solo dura tres días) y a quien se las vigila bien, ella le ofrece como recompensa un potro a escoger, y a quien lo hace mal, lo mata y coloca su cabeza en un palo clavado en tierra. Pero aun cuando alguien le vigila bien las yeguas, ella lo engaña, pues saca los corazones de todos los caballos y los pone en uno solo, de modo que el vigilante siempre se lleva un caballo sin corazón, que es peor que uno normal... ¿Te satisface la respuesta, hija?

-Me satisface -contestó ella, sonriendo.

En ese instante, Genario sin embargo, le tiró a la cara un pañuelo rojo, suave, perfumado. La hija miró largo rato a los ojos a su padre, como alguien que se despierta de un sueño que no puede recordar. Había olvidado todo lo que su padre le había contado. Pero la flor de la ventana estaba vigilante entre sus hojas, como una estrella roja entre los pliegues de una nube.

Al día siguiente, Genario se marchó de nuevo de caza. La hija besó con un murmullo la flor roja y Príncipe Azul nació como de la nada ante ella.

-Eh, ¿te has enterado de algo? -preguntó él.

-No me he enterado de nada -dijo ella triste tocándose la frente con la mano-, lo olvidé todo.

-Pero yo sí lo oí todo -dijo él-. Queda con Dios, mi doncella; pronto nos volvemos a ver.

Él montó en su caballo y desapareció en las tierras yermas.

Bajo el sol abrasador del día... vio cerca del bosque a un mosquito retorciéndose en la arena caliente.

-Príncipe Azul -dijo el mosquito-, llévame cerca del bosque, que algún día te seré de ayuda. Soy el emperador de los mosquitos.

Príncipe Azul lo llevó hasta el bosque que debía atravesar. Una vez fuera, cruzó otro desierto que había a lo largo de la orilla del mar y vio un cangrejo tan abrasado por el sol que no le quedaban fuerzas para volver...

-Príncipe Azul lánzame al mar, que algún día te seré de ayuda. Soy el emperador de los cangrejos.

Príncipe Azul lo lanzó al mar y siguió su camino. Al anochecer llegó a una choza fea y cubierta de estiércol de caballo. No había verja alrededor, aunque sí unos palos como estacas, cada una llevando clavada una calavera. El séptimo palo estaba vacío y se mecía al viento sin parar diciendo: ¡cabeza! ¡cabeza! ¡cabeza!

En el porche, una vieja de piel ajada estaba tendida sobre una pelliza desgastada en el regazo de una sirvienta joven y hermosa que le rascaba la cabeza.

-Bien halladas -dijo Príncipe Azul.

-Bienvenido, mozo -dijo la vieja levantándose-. ¿A qué has venido? ¿Qué buscas? ¿Acaso quieres cuidar de mis yeguas?

-Sí.

-Mis yeguas pacen solo de noche... Mira, ya puedes sacarlas al prado. ¡Niña, dale a este mozo la comida que cociné y prepáralo para salir!

Al lado de la choza, había una bodega que servía de establo. Él entró y vio siete yeguas negras, relucientes como siete noches, que nunca en su vida habían visto la luz del sol. Relinchaban y trotaban.

Sin haber probado bocado en todo el día, él cenó lo que la vieja le dio y cabalgando sobre una de las yeguas, fue dirigiendo a las demás hacia el aire oscuro y frío de la noche. Pero poco a poco sintió como se apoderaba de sus venas un sueño de plomo, la mirada se le nubló y cayó como muerto en la hierba del prado. Se despertó cuando amanecía. Al mirar, las yeguas se las había tragado la tierra. Ya veía su cabeza en la estaca, cuando del bosque, a lo lejos, vio salir a las siete yeguas ahuyentadas por un enjambre infinito de mosquitos y una voz atiplada le dijo:

-Me hiciste un favor y te lo devuelvo.

Cuando volvió con los caballos, la vieja se enfureció, empezó a tirar la casa patas arriba y a zurrar a la moza que no tenía ninguna culpa.

-¿Qué te pasa, abuela? -preguntó Príncipe Azul.

-Nada -dijo ella-. Me ha dado, así, un arrebato. Contra ti no tengo nada, estoy satisfecha -mas cuando entró en el establo, empezó a golpear a las yeguas gritando-: Escondeos bien, condenadas, que no os vuelva a encontrar, maldita sea, ojalá lo encuentre a él la muerte.

Al día siguiente, de nuevo salió con los caballos y de nuevo cayó y durmió hasta que rompía el alba. Desesperado, a punto de ponerse el mundo por montera, vio salir del fondo del mar a las siete yeguas, pellizcadas por un montón de cangrejos.

-Me hiciste un favor y te lo devuelvo. Era el emperador de los cangrejos -Príncipe Azul llevó a los caballos de vuelta y de nuevo vio el mismo espectáculo que el día anterior. Pero durante el día, la sirvienta se le acercó y le dijo en voz baja apretándole la mano:

-Sé que eres Príncipe Azul. No vuelvas a comer de los platos que te prepara la vieja pues llevan adormidera... Ya te prepararé yo otra comida.

La joven, a hurtadillas, le preparó los víveres y por la noche cuando se marchó con los caballos, sintió por arte de magia que tenía la cabeza despejada. A eso de la medianoche regresó a casa, llevó a los caballos al establo, los encerró y entró en la habitación. Todavía centellaban unas ascuas sobre la cocina. La vieja estaba tendida en un catre y de tan tiesa parecía muerta. Príncipe Azul pensó que estaba muerta y la sacudió. Ella seguía inmóvil como un leño. Él despertó a la joven que dormía encima de la estufa.

-Mira, tu vieja se ha muerto.

-¡Qué va! ¿Morirse esa? -contestó ella suspirando-. Es verdad que parece muerta ahora. Es la medianoche... un sueño mortífero se apodera de su cuerpo... pero su alma a saber por qué encrucijadas acecha, a saber los caminos de brujerías que recorre... Hasta que el gallo canta el alba, ella se dedica a beberse los corazones de los que mueren o a devastar las almas de los desdichados. Sí, hermano, mañana se cumple tu plazo en esta casa, llévame contigo que te seré de gran ayuda. Te salvaré de muchas trampas que la vieja te está tendiendo.

Ella sacó del fondo de un baúl ajado una piedra de agua, un cepillo y un pañuelo.

A la mañana siguiente se cumplió el año de servidumbre de Príncipe Azul. La vieja debía ofrecerle uno de los caballos y luego dejarle ir con Dios. Durante el almuerzo, la vieja se fue al establo, les quitó los corazones a los siete caballos y los colocó todos en uno flaco de tres años, al que se le veían las costillas. Príncipe Azul se levantó de la mesa y, animado por la vieja, se fue a escoger un caballo para llevarse consigo. Los caballos que se habían quedado sin corazón eran de un negro brillante, mientras que el joven de los siete corazones estaba tumbado sobre un montículo de estiércol, en un rincón.

-A este me lo llevo -dijo Príncipe Azul, señalando al flaco.

-Ay pero ¿cómo es posible? ¿Acaso habrás servido todo este tiempo en balde? -dijo la taimada vieja-. ¿Cómo no vas a llevarte el pago que te mereces? Escoge cualquiera de estos hermosos caballos... cualquiera, y te lo daré.

-No, este es el que quiero -dijo Príncipe Azul, siguiendo en sus trece.

La vieja rechinó los dientes iracunda, pero apretó los labios para no soltar por ese molino desvencijado que tenía por boca, todo el veneno que guardaba dentro y que removía su tiznado corazón.

-Bueno, cógelo -dijo finalmente.

Él montó con su cachiporra al hombro. Parecía que el desierto se levantaba a su paso y él volaba como un pensamiento, como una tormenta por la polvareda que se arremolinaba detrás. En un bosque lo esperaba la joven que se había escapado. La subió a lomos de su caballo y huyeron sin parar. La noche había inundado la tierra con su aire negro y frío.

-¡Me quema la espalda! -dijo la joven.

Príncipe Azul miró atrás. En un remolino alto y verde se veían fijos dos ojos de ascuas, cuyos rayos rojos como el fuego incandescente penetraban en los riñones de la joven.

-Tira el cepillo -dijo ella.

Príncipe Azul le hizo caso. Y de repente, vieron que detrás se levantaba un bosque negro, espeso, enorme, estremecido por un interminable crujido de hojas y el aullido de hambrientos lobos.

-Adelante -gritó Príncipe Azul a su caballo, el cual volaba como un demonio perseguido por una maldición en la negrura de la noche. La pálida luna cruzaba nubes pardas como un rostro diáfano que cruza sueños turbios y yermos.

Príncipe Azul volaba... volaba sin cesar.

-¡Me quema la espalda! -dijo la joven con un lamento contenido, como si ya hubiera aguantado largo rato sin quejarse.

Príncipe Azul miró atrás y vio un búho enorme y pardo del que solo se veían brillar los ojos rojos, como dos relámpagos encadenados a una nube.

-Tira la piedra de agua -dijo ella.

Príncipe Azul la tiró.

Y de repente, se levantó de la tierra una roca plomiza, recta, inamovible, un gigante pétreo como el terror, que tocaba las nubes con su cabeza.

Príncipe Azul cortaba el aire tan veloz que daba la impresión no de correr, sino de caerse desde lo alto del cielo en unas ocultas profundidades.

-Me quema -dijo ella.

La Vieja había taladrado la roca y la atravesaba convertida en una cuerda de humo cuyo extremo delantero ardía como el carbón.

-Tira el pañuelo -dijo la joven.

Príncipe Azul siguió su consejo. Y de repente, atrás vieron la superficie de una extensión de agua brillante, cristalina, profunda en cuyo espejo claro se bañaban en las honduras la luna de plata y las estrellas de fuego. Príncipe Azul escuchó un hechizo largo atravesar el aire y miró hacia las nubes. A una distancia de dos horas, extraviada en lo alto del cielo, flotaba despacio por el firmamento azul la anciana Medianoche con sus alas de cobre.

Mientras la Vieja nadaba, fuera de sí, a mitad del lago blanco, Príncipe Azul lanzó la cachiporra hasta las nubes y golpeó a la Medianoche en su ala. Ella cayó como un plomo en tierra y graznó dolorosamente doce veces. La luna se escondió en una nube y la vieja, amodorrada en su sueño de hierro, se hundió en lo más profundo y desconocido del lago hechizado. En medio del lago creció una hierba larga y negra. Era el alma condenada de la vieja.

-Nos hemos librado -dijo la joven.

-Nos hemos librado -dijo el caballo de los siete corazones-. Amo -añadió el caballo-, tú golpeaste a la Medianoche y ella cayó sobre la tierra dos horas antes de tiempo. Yo noto bajo mis pies como la tierra se retuerce. Los esqueletos de quienes yacen sepultados bajo los remolinos de la arena abrasadora de los desiertos se levantarán para ascender hacia la luna y acudir a sus banquetes. Es muy peligroso caminar a esta hora. El aire venenoso y frío de sus almas sin vida podría mataros. Mejor descansáis mientras yo vuelvo donde mi madre para mamar una vez más la leche de llamas blancas de su ubre y así volveré a ser bello y reluciente.

Príncipe Azul le hizo caso. Descabalgó y tendió su manto sobre la arena todavía caliente. Pero cosa rara, a la joven los ojos se le habían hundido en la cara, los huesos y articulaciones se le habían salido, su piel morena se volvió amoratada y sus manos yacían pesadas como el plomo y frías como el hielo.

-¿Qué te ocurre? -preguntó Príncipe Azul.

-Nada, no me ocurre nada -dijo ella con la voz apagada, y se tendió en la arena tiritando como en un trance.

Príncipe Azul soltó al caballo, luego se acostó sobre el manto tendido. Se durmió; sin embargo, era como si no se hubiera dormido. Los párpados se le volvieron rojos como el fuego, y a través de ellos le pareció ver la luna bajar despacio, agrandándose, hacia la tierra hasta que creyó ver una fortaleza sagrada del color de la plata, suspendida en el cielo, que temblaba brillante... también palacios esbeltos, blancos... con miles de ventanas rosadas; y desde la luna bajaba a la tierra un camino imperial, cubierto con gravilla de plata y remachado con polvo de rayos.

Mientras, en los extensos desiertos, esqueletos erguidos abandonaban la arena... con sus cabezas enjutas de huesos... envueltos en largos mantos blancos, tejidos con urdimbres ralas de hilo de plata, de manera que a través de los mantos se vislumbraban los huesos emblanquecidos de tanta sequedad. Sus frentes llevaban coronas hechas de rayos y largas espinas de oro... y cabalgando sobre esqueletos de caballos, avanzaban lentamente, en largas hileras... movedizas rayas de sombras plateadas... y ascendían por el camino de la luna, y se escondían en los palacios marmóreos dentro de la fortaleza de la luna, por cuyas ventanas se desprendían músicas lunáticas, músicas de ensueño.

Entonces a Príncipe Azul le pareció que la joven de su lado también ascendía poco a poco... que su cuerpo se dispersaba por el aire y no quedaban ni los huesos, y que, inundada por una capa plateada, tomaba, a su vez, la vía luminosa que llevaba a la luna. Se marchaba al turbio reino de las sombras, de donde había venido a la tierra, bajo el influjo de los hechizos de la Vieja.

Luego a Príncipe Azul los párpados se le volvieron verdosos... negruzcos y ya no pudo ver nada.

Cuando abrió los ojos, el sol estaba en lo alto. La joven había desaparecido también en la realidad. Pero en el árido desierto el caballo relinchaba en todo su esplendor, brillando embebido en la dorada luz del sol que veía por primera vez. Príncipe Azul montó veloz y en lo que duran un par de pensamientos alegres llegó al castillo entre riscos de Genario. Esta vez, Genario cazaba a siete días de distancia. Príncipe Azul subió a la hija de Genario a su caballo. Ella se enlazó a su cuello y escondió la cabeza en su pecho mientras los faldones de su blanco vestido rozaban al vuelo la arena del desierto. Tan veloces iban que les parecía que el desierto y las olas del mar galopaban mientras ellos no se movían del sitio. Y no tardó en oírse el gato maullar con sus siete cabezas. Extraviado en las profundidades del bosque, Genario escuchó a su caballo relinchar.

-¿Qué pasa? -preguntó.

-Príncipe Azul ha raptado a tu hija -contestó el caballo hechizado.

-¿Podemos alcanzarlo? -preguntó Genario extrañado, pues sabía que había matado a Príncipe Azul.

-A decir verdad, no -contestó el caballo-, pues cabalga sobre un hermano mío que tiene siete corazones mientras yo solo tengo dos.

Genario hincó sus espuelas en lo hondo de las costillas de su caballo, que corría sacudiéndose... como una tormenta. Al ver a Príncipe Azul en el desierto, le habló a su caballo:

-Dile a tu hermano que se deshaga de su dueño lanzándolo a las nubes y que se venga conmigo que comerá nueces tiernas y beberá leche fresca.

El caballo de Genario así se lo relinchó a su hermano y este se lo contó a Príncipe Azul.

-Dile a tu hermano -se dirigió Príncipe Azul a su caballo-, que se deshaga de su dueño porque conmigo comerá ascuas y beberá llamas de fuego.

El caballo de Príncipe Azul así se lo relinchó a su hermano y este tiró a Genario en las nubes. Las nubes se volvieron marmóreas y se convirtieron en un palacio grisáceo y hermoso. De entre dos filas de pestañas hechas de nubes, se veían dos ojos azules como el cielo, que lanzaban largos rayos. Eran los ojos de Genario, desterrado en el reino del éter.

Príncipe Azul, serenó a su caballo y ayudó a la joven a montar el caballo de su padre. Al cabo de un día, Príncipe Azul y la hija de Genario llegaron a la imponente fortaleza del rey.

Todo el mundo había dado por muerto a Príncipe Azul y por eso, cuando corrió la voz de su llegada, el día bañó su aire en una luz de celebración y la gente aguardaba su llegada en incesante murmullo como un trigal bajo la brisa.

Pero ¿qué había hecho Ileana, su reina, durante todo ese tiempo? Ella, nada más irse Príncipe Azul, se encerró en un jardín de altos muros de hierro y allí, yaciendo sobre una roca de silicio, lloró en una pila de oro que tenía al lado, lágrimas cristalinas como el diamante.

En el jardín con muchos estratos, sin regar y sin limpiar, empezaron a brotar de la gravilla yerma, del tórrido sol diurno y de la sequedad nocturna flores amarillas, flores de colores apagados y turbios como los turbios ojos de los muertos -las flores del dolor-. Los ojos de la reina Ileana, ciegos de llanto, ya no podían ver nada, salvo en su imaginación parecían vislumbrar en la superficie de la pila de oro, el rostro del novio amado como en un sueño. De sus ojos, dos manantiales ya secados, habían dejado de brotar lágrimas. Quienes la hubieran visto con su rubio cabello largo y despeinado, esparcido como los flecos de un manto de oro sobre su pecho frío, quienes hubieran visto en su rostro y en sus rasgos un dolor enmudecido, como tallado a cincel, la habrían confundido con un hada marmórea de las olas, yaciendo sobre una tumba de guijarros.

Pero en cuanto oyó el revuelo de la llegada de él, la cara de Ileana se serenó; cogió un puñado de lágrimas de la pila y salpicó el jardín. Como por arte de magia, las hojas amarillas de los senderos con árboles y de los estratos del jardín se volvieron verdes como la esmeralda. Las flores tristes y turbias se tornaron blancas como las perlas relucientes y, bajo el bautismo de lágrimas, tomaron el nombre de «lágrimas de Santiago» o lirios salvajes.

La ciega y blanca reina paseó suavemente entre los estratos y recogió en su regazo un montón de lirios salvajes con los que hizo un lecho de flores al lado de la pila de oro.

Entonces entró Príncipe Azul.

Ella se lanzó a su encuentro, pero, muda de alegría, solo pudo posar sobre él unos ojos apagados y ciegos con los que habría querido absorberlo dentro de su alma. Luego lo cogió de la mano y le enseñó la pila llena de lágrimas. La luna cristalina florecía como un rostro dorado sobre el cielo despejado en su hondura. En el aire de la noche, Príncipe Azul se enjuagó la cara en la pila de lágrimas y tras cubrirse con el manto de rayos de luna, se acostó en el lecho de flores. La reina se acostó a su lado y soñó que la Virgen había descolgado dos estrellas púrpura del amanecer y se las había colocado a ella en la frente. A la mañana siguiente, al despertar, veía.

Al tercer día se casó el Rey con la hija de Genario.

Al cuarto día sería la boda de Príncipe Azul. Un enjambre de rayos bajó de los cielos y les dijo a los músicos qué solían hacer los ángeles cuando un nuevo santo era consagrado y un enjambre de olas surgidas del corazón de la tierra explicó qué se solía hacer cuando las hadas madrinas auguraban fortuna a los humanos. De modo que los músicos tocaron música celestial y pronunciaron augurios de gran calado.

La rosa carmesí, los lirios de plata, las lágrimas de Santiago grisáceas como la perla, las remilgadas ipomeas y, en general, todas las flores se juntaron y cada una se expresó en su propio olor, y hablaron largo y tendido sobre cómo debían ser los matices del traje de la novia. Luego confiaron su secreto a un galán de la familia de las mariposas azules salpicadas de oro. Este se fue y aleteando en varios círculos sobre el rostro de la novia mientras ella dormía, le hizo ver, en un sueño clarividente como un espejo, qué hábito había de llevar el día de la boda. Ella sonrió al soñarse tan bella.

El novio lució camisa de urdimbre de rayos de luna, cinto de perlas y manto blanco como la nieve. Y celebraron una boda espléndida y majestuosa como no habría otra igual en la faz de la tierra.

Y vivieron en paz y sosiego muchos y felices años, y si es verdad lo que cuenta la gente, que para los Príncipes Azules el tiempo no pasa, entonces es posible que hoy sigan viviendo.

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