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Principios generales de literatura e historia de la literatura española

Manuel de la Revilla y Pedro de Alcántara García



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ArribaAbajoPrólogo

La acogida favorable que obtuvo la primera edición del presente libro, nos mueve a dar a la estampa la segunda, de tal suerte reformada, que bien puede considerarse como una obra nueva, más que como simple reproducción de aquella. Nunca se nos ocultaron los defectos de nuestro trabajo, y de buen grado escuchamos las atinadas observaciones de la crítica, proponiéndonos, cuando la ocasión fuera llegada, obedecerlas y poner nuestro libro a la altura de lo que exigían de consuno los adelantos de la Ciencia y la benévola acogida que lo otorgara el público. Hoy abrigamos la confianza de haber realizado tales propósitos.

Cuando se publicó la primera edición del presente libro, habíase pensado por el gobierno que a la sazón regia los destinos de la patria, establecer en los Institutos de segunda enseñanza la cátedra de Principios generales de literatura y Literatura española; y deseosos de que nuestro trabajo pudiera destinarse a tal objeto, tratamos de redactarlo de manera, que a la par sirviese para los Institutos y las Universidades. Atentos a este propósito, procuramos reducir todo lo posible la parte puramente filosófica de nuestro libro, ampliar la histórica, dar cierta extensión a los tratados equivalentes a lo que en las cátedras de Retórica y Poética se enseña; en suma, hacer un trabajo que respondiera al pensamiento de aquel gobierno y al doble fin que nos proponíamos. De aquí nacieron la desproporción que se observa entre la parte general y la histórica de aquella edición; la existencia de ciertos tratados (el de las figuras literarias y el del arte métrica castellana) que, siendo indispensables para la enseñanza de la Literatura en los Institutos, huelgan en una obra destinada a las Universidades; y la profusión de ejemplos y trozos escogidos con que ilustramos la parte histórica de nuestro trabajo.

Pero la creación de la cátedra de Literatura en los Institutos no llegó a ser un hecho ni lleva camino de serlo, y por consiguiente, cuando, agotada la primera edición de este libro, ha sido necesario hacer una segunda, nuestra primera resolución fue reformar nuestro trabajo, despojándole del carácter que le habíamos dado en un principio y acomodándole exclusivamente a las exigencias de la enseñanza universitaria. Por lo tanto, desapareció desde luego todo lo que en él obedecía al pensamiento de que sirviera para texto en los Institutos.

En el trabajo de refundición que este cambio de propósito supone, hemos atendido en primer término a dar a nuestro libro un carácter verdaderamente científico, a ponerle a la altura que estos estudios alcanzan en el día, y a procurar al mismo tiempo que sea accesible a la inteligencia de los alumnos que han de estudiarlo. La índole especial de las cátedras de Principios generales de literatura y Literatura española, nos obligaba a tener muy en cuenta esta última circunstancia. Forman parte estas cátedras del llamado Preparatorio de Derecho, y a ellas concurre abigarrada mezcla de alumnos de todos los años de la carrera y de todas las edades, faltos casi siempre de la preparación necesaria para este linaje de estudios. De aquí que el escribir un libro para tales clases sea empresa en extremo difícil; pues si no ha de confundirse con uno de esos vulgares manuales de Retórica que por ahí pululan, tampoco es posible darle la profundidad y extensión que requieren estos estudios. ¿Cómo exponer con el necesario rigor científico la Estética y la Filología en obras destinadas a alumnos que carecen casi por completo de toda instrucción filosófica, apenas saben el latín y quizá no conocen bien su propio idioma? ¿De qué serviría escribir un tratado magistral del que no lograrían entender una sola palabra? Es, pues, indispensable mantenerse en un término medio, muy difícil de precisar, y acometer la ardua empresa de escribir un tratado elemental, muy claro, metódico y de poca extensión, que cuando menos sirva para preparar el espíritu de los alumnos para más profundos y detenidos estudios.

A este criterio hemos sometido nuestro trabajo. Por eso hemos procurado (sobre todo en los nuevos tratados que en esta edición dedicamos a la Estética y la Filología, muy someramente expuestas en la primera), mantenernos en el terreno de la observación y del análisis y eludir, siempre que nos ha sido posible, o limitarnos a indicar, ciertas cuestiones metafísicas que requieren para su resolución previos conocimientos filosóficos de que carecen los alumnos; y no hemos vacilado en hacerlo, aún a riesgo de que nuestro trabajo se tache de incompleto, porque preferimos estas censuras a incurrir en el error de publicar un libro que no sirva para la enseñanza. A proceder así, nos ha movido además, en ciertas cuestiones, nuestro firme propósito de mantener la distinción debida (y a nuestro juicio absolutamente necesaria) entre la Religión y la Ciencia, reservando a aquélla la solución de problemas gravísimos, acerca de los cuales debe la segunda reconocer sinceramente su incompetencia, declarada de un modo terminante, por la crítica moderna, que con tanto acierto ha trazado los infranqueables limites en que ha de moverse la razón humana.

Obedeciendo a estos propósitos y rigiéndonos por estos criterios, hemos introducido en nuestro libro importantes y radicales reformas, tanto en lo que toca a la doctrina como al método y forma de su exposición. Entre las innovaciones que hemos llevado a cabo, pueden considerarse como las más capitales: el haber introducido dos nuevos y extensos tratados de Estética y Filología, en que hemos procurado colocarnos a la altura que hoy alcanzan estas ciencias, sobre todo la segunda, si bien dentro de los límites que nos impone el carácter necesariamente elemental de esta enseñanza, tal como hoy se halla constituida; la adopción de un nuevo sistema de clasificación de los géneros poéticos, más exacto que el que antes habíamos adoptado; y el haber dado cabida en la historia de la Literatura española a la manifestación hispano-latina, de que habíamos prescindido en la edición primera, y que es a todas luces necesaria. A estas reformas pueden agregarse multitud de adiciones y supresiones de detalle y una revisión general del estilo y lenguaje que hemos procurado hacer sumamente claros, porque estamos persuadidos de que la claridad es condición inexcusable de todo libro dedicado a la enseñanza.

Si con estas mejoras consigue nuestro libro prestar un servicio a la juventud estudiosa y merecer la aprobación de nuestros comprofesores, el aplauso de la crítica y el favor del público, daremos por bien empleado nuestro trabajo. Si por ventura no hubiéramos logrado nuestro intento, a que en otra ocasión resulte cumplido podrán contribuir las observaciones que se nos hagan, y a las cuales siempre nos someteremos gustosos.

Los Autores.

Mayo de 1877.






ArribaAbajoPrimera parte

Principios generales de literatura



ArribaAbajoPreliminares


Lección I

Idea general de la Ciencia de la Literatura, -Partes que comprende. -Determinación del objeto de nuestro estudio. -Ciencias con que se relaciona la que estudiamos. -Su utilidad e importancia


La primera cuestión que ocurre al comenzar un trabajo científico es determinar los caracteres y fijar la extensión de la ciencia que se trata de exponer. Por esta razón, lo primero que debemos hacer aquí es formarnos una idea de la Ciencia de la Literatura.

Que la Literatura es objeto cognoscible lo muestra que de ella hablamos diariamente y que, aun en el uso vulgar, de ella tenemos concepto; que no es cognoscible sólo con conocimiento común o precientífico (desordenado, inmetódico, irreflexivo), sino científicamente, esto es, con conocimiento sistemático, reflexionado, ordenado bajo principios, cosa es tan llana y evidente y de ella damos aquí tan vivo testimonio, que fuera ocioso insistir en afirmarla.

Existe, pues, ciencia, esto es, conocimiento sistemático de la Literatura. Pero esta ciencia, ¿es experimental o racional? O, en términos más claros: ¿es la experiencia, o la razón el origen o fuente de conocimiento de la Ciencia literaria?

A nuestro entender, no hay ciencia alguna que no sea experimental y racional a la vez, si ha de merecer con justicia el nombre de tal. Ni la experiencia por sí sola suministra otra cosa que un confuso hacinamiento de hechos y datos que no constituyen verdadero y sistemático conocimiento, ni la razón es capaz de conocer nada con certeza si la experiencia no comprueba sus afirmaciones. La experiencia (externa o interna) da la materia, y el entendimiento y la razón la forma del conocimiento, y sólo en el orgánico enlace de ambos elementos puede fundarse el conocimiento sistemático, verdadero y cierto, a que se da el nombre de científico.

Toda ciencia es, pues, experimental y racional juntamente, y la distinción que entre las llamadas ciencias racionales o filosóficas y las experimentales o históricas se establece, no es otra cosa que una abstracción insostenible, que da lugar a graves errores. Las ciencias filosóficas y las históricas se distinguen por su objeto, o mejor, por la manera de considerar su objeto, pero no por la fuente de conocimiento en que se inspiran.

La división, generalmente admitida, de la Ciencia en Filosofía, Historia y Filosofía de la Historia, responde, pues, principalmente, al modo como cada cual de estas ciencias (o mejor, parte de la Ciencia) considera el objeto cognoscible. Con efecto, la Filosofía estudia el objeto en lo que tiene de permanente, en el conjunto de propiedades que constituyen lo que se llama su naturaleza o esencia, en los principios y leyes que lo rigen y gobiernan; en suma, en todo aquello que, o no está sujeto a mudanza alguna, o al menos, experimenta cambios o modificaciones tan lentos y poco sensibles, que apenas se perciben. Por el contrario, la Historia prescinde de lo que puede haber de esencial y permanente en los objetos, y considera sólo la serie de mudanzas que en éstos se observan, y que constituyen lo que se llama su vida. Por último, la Filosofía de la historia combina ambas maneras de ver, observando cómo en las mudanzas o hechos se manifiestan las esencias, leyes y principios, explicando los hechos, a la luz de los principios, y comprobando la verdad de éstos con el estudio de aquellos. Pero estas tres ciencias son igualmente racionales y experimentales, pues ni el filósofo puede conocer lo permanente, si no lo adivina a través de lo mudable, ni el historiador puede hacerse cargo de los hechos si no los ordena con arreglo a principios; y no hay que decir que la filosofía de la historia, en su cualidad de ciencia compuesta, ha de reunir forzosamente la percepción racional con la experiencia sensible.

La Ciencia de la Literatura será, pues, el conocimiento sistemático, verdadero y cierto, racional y experimental a la vez, de la Literatura. Siendo la Literatura un arte, esto es, una manifestación especial de la actividad humana (como en lugar oportuno veremos), habrá que considerar en ella, ante todo, la serie de hechos o mudanzas temporales en que esta actividad se ha manifestado en el curso de la historia. El conocimiento experimental o histórico de esta actividad, será la base necesaria de toda especulación sobre la naturaleza, principios y leyes del arte a que llamamos Literatura; pues ciertamente que si no tuviéramos conocimiento de ninguna obra literaria, difícil, si no imposible, nos sería formar idea siquiera de lo que puede ser el Arte literario. Pero de otro lado, si nuestro entendimiento y nuestra razón no se aplicaran a examinar el confuso hacinamiento de hechos que la observación nos ofrece en esta materia, tampoco podríamos convertir en conocimiento científico semejante conjunto de datos. La base, pues, del conocimiento de la Literatura, es la experiencia que da la materia para formarlo; pero esta obra de formación corresponde a las facultades superiores del espíritu, llamadas razón y entendimiento.

Pero cabe distinguir en este conocimiento las esferas que dejamos anteriormente expuestas; cabe separar, por medio de la abstracción, los elementos permanentes de la Literatura de la serie de hechos en que se manifiesta, como también combinar ambos modos de conocimiento. Puede haber, por tanto, y hay de hecho, una Filosofía, una Historia y una Filosofía de la Historia de la Literatura.

La Filosofía de la Literatura se ocupa del concepto, elementos esenciales y leyes fundamentales del Arte literario y de los diferentes géneros que en él se contienen. La Historia de la Literatura estudia el desarrollo que este arte ha adquirido en los diferentes pueblos y en la humanidad entera, y considera las obras literarias que han aparecido en los pasados tiempos. Finalmente, la Filosofía de la historia de la Literatura analiza y juzga los hechos de la historia literaria a la luz de los principios hallados por la Filosofía, principios que a la vez comprueba por medio del atento examen de los hechos.

La Filosofía de la historia de la Literatura recibe propiamente el nombre de Crítica.

El objeto de nuestro estudio no es toda la Ciencia de la Literatura, sino una de sus partes: la Filosofía de la Literatura, comúnmente llamada: Literatura general, o mejor, Principios generales de Literatura, pues el nombre de Literatura general más bien debe aplicarse a la manifestación histórica del Arte literario en todos los tiempos.

Conocer la naturaleza, principios, leyes y manifestaciones permanentes y constantes del Arte literario, es, pues, el objeto de la Filosofía de la Literatura o de los Principios generales de Literatura que aquí debemos estudiar.

Importa no confundir nuestra asignatura con la Retórica y Poética. Ésta, más que ciencia, es el conjunto de reglas y procedimientos técnicos, empíricamente expuestos, a que debe someterse todo el que pretenda producir obras literarias. Las reglas técnicas de un arte no pueden ni deben confundirse con el conocimiento científico de éste. Saber, por ejemplo, qué es la Pintura, cuáles son sus elementos, qué es lo que expresa y por qué medios lo expresa, cuáles son sus géneros, etc., no es lo mismo que conocer las reglas de la perspectiva o del claro-oscuro; del mismo modo, saber a qué preceptos hay que sujetarse para escribir una tragedia o pronunciar un discurso, es muy distinto que conocer la naturaleza de la Literatura. La Retórica y Poética es un estudio de carácter práctico, y los Principios generales de Literatura son un estudio puramente teórico, en cuyas afirmaciones han de fundarse las reglas y preceptos de la primera, como quiera que las reglas de un arte deben deducirse de la naturaleza de éste.

La ciencia que vamos a estudiar se relaciona estrechamente no sólo con la Retórica y Poética, a la cual da fundamento sólido, sino con otras que a su vez la fundan. Siendo su objeto un arte bello (como lo es la Literatura), está contenida en la Ciencia filosófica del Arte bello, de la cual es una parte subordinada; y como la Ciencia filosófica del Arte bello es a su vez una parte de la Ciencia de la belleza o Estética, claro es que a ésta ha de subordinarse la que estudiamos. La circunstancia de ser el lenguaje el medio de expresión propio del Arte literario, la relaciona no menos estrechamente con la Ciencia del lenguaje (Lingüística o Filología), que es su auxiliar indispensable. Finalmente, como ciencia que se ocupa de una manifestación de la actividad humana, relaciónase también con las ciencias antropológicas, y muy señaladamente con la Psicología.

Inútil es encarecer la utilidad o importancia de nuestro estudio. Aparte de la utilidad general que la Ciencia tiene para todo hombre, la tiene especial la Filosofía de la Literatura. Su estudio da al literato el conocimiento racional de los principios y leyes del arte que cultiva, le aparta de prácticas rutinarias, le impide caer en deplorables extravíos, y es causa de que sean sus obras más acabadas y correctas que lo serían si, prescindiendo de toda educación y cultura, se entregara al libre vuelo de su fantasía. Es útil este estudio al científico, por cuanto le enseña a exponer sus conocimientos en forma clara, correcta y bella. Lo es, finalmente, para todo hombre, porque, siendo la Literatura medio universal de expresión de todas las ideas, se relaciona íntimamente con todos los fines humanos, y en especial con multitud de artes y ciencias y con la vida toda de los pueblos, de donde proviene que su estudio sea un rico manantial de erudición y cultura, a lo cual puede agregarse que es la Literatura instrumento poderoso de educación y moralidad, y fuente inagotable de purísimos y desinteresados goces. Reflejo fiel de la civilización y de la vida de los pueblos, en los que poderosamente influye, es la Literatura una de las más nobles esferas en que puede ejercitarse la actividad humana, uno de los más altos y puros fines a que puede consagrarse el hombre.




Lección II

Acepciones diversas de la palabra Literatura. -La Literatura como Arte. -Concepto del Arte. -División del Arte. -Concepto de la Literatura


Determinados en la lección anterior el concepto, carácter y límites de la ciencia que va a ser objeto de nuestro estudio, debemos ahora fijar el concepto de la Literatura, como base preliminar y necesaria para toda ulterior indagación. Claro es que este concepto, cuya plena comprobación pende de todo el análisis que después hemos de hacer, sólo puede tener aquí un valor provisional; pero las exigencias de toda exposición didáctica requieren que se forme una idea previa del objeto sobre que versa, por más que lógicamente el exacto concepto de un objeto cualquiera haya de ser la resultante, y no el comienzo, de la indagación científica que acerca de aquél se haga.

Entiende el uso común por Literatura un arte que se distingue de los demás en servirse de la palabra como medio sensible de expresión. Entiende también por tal el conocimiento sistemático o científico de la naturaleza o de la historia del Arte Literario, y aun suele entender el conjunto de obras que constituyen la riqueza literaria de un pueblo, de una época o de toda la humanidad. De estas diversas acepciones usuales de un sólo término da numerosas muestras el común lenguaje: así, al decir que la Literatura es un arte bello, se toma el término en el primer sentido, al paso que se entiende en el segundo cuando se dice que un erudito es muy versado en Literatura, o que la Literatura española es en extremo rica y abundante.

Fácil es comprender que de estas acepciones diversas solamente la primera puede darnos luz para formar el concepto de la Literatura, por lo cual nos ocuparemos de ella inmediatamente, prescindiendo de la Ciencia de la Literatura, de que ya nos hemos ocupado. En cuanto a la acepción de la Literatura, considerada como conjunto de obras, si bien tiene gran importancia para la historia literaria, no puede servirnos de base para nuestro estudio, que es filosófico y no histórico, siquiera debamos tenerla en cuenta y podamos utilizarla en más de una ocasión.

Hallamos, pues, que el sentido común define la Literatura bajo un término superior: el Arte, lo cual nos mueve, siguiendo en esto la ley propia de toda indagación científica, a averiguar lo que es el Arte para ver más tarde, a la luz de su concepto, lo que es la Literatura.

No es el Arte noción muy clara ni muy bien determinada en el uso común: es, por el contrario, harto, compleja, y entran en ella multitud de términos que sólo un laborioso análisis puede ordenar y concertar en un cabal concepto. Por eso todas las definiciones que suelen darse del Arte pecan de oscuras o de parciales, siendo pocas de ellas suficientemente comprensivas.

Indudablemente en el sentido común el Arte se refiere a la actividad, porque se le considera, bien como una obra o resultado de la actividad, bien como un modo especial de actividad, como un procedimiento para obtener un determinado resultado. Ahora bien, en toda actividad, en todo hecho, en toda obra, hay dos términos relacionados entre sí: el que hace, el factor, actor o autor, y lo hecho, la obra. Para formar, pues, el concepto del Arte, hay que mirar de un lado al artista, de otro a la obra, de donde nacen dos conceptos parciales, uno subjetivo, otro objetivo, que han de refundirse en uno total.

Bajo el primer aspecto, aparece el Arte ante el sentido común como un poder y habilidad para hacer una obra con determinadas condiciones, como un modo especial de actividad, diferente de la actividad ordinaria de la vida. Cuando el sentido común dice que una persona tiene mucho arte para hacer tal o cual cosa, o que un objeto está hecho con arte, entiende una especial habilidad, un poder singular para hacer las cosas de un modo diverso del vulgar. En tal sentido, el Arte es una actividad especial. Esta actividad se distingue de toda otra por ser ordenada, sistemática, determinada según ciertos principios, leyes y preceptos (sujeta a ideas) y encaminada a un señalado fin, al paso que la actividad común es desordenada, arbitraria, falta de idea y de sistema. Supone esta actividad un poder especialísimo sobre el material en que se trabaja, y una habilidad singular, que es peculiar al artista. Atendiendo a este primer aspecto de la cuestión, el Arte aparece ante nuestra consideración como la actividad sistemática, determinada según ideas, o como el poder y habilidad de obrar sistemáticamente y según ideas.

Si diéramos aquí por terminada nuestra indagación, su resultado distaría mucho de ser satisfactorio, pues el concepto de Arte que hemos obtenido es meramente subjetivo, y si bien da cuenta de la actividad artística, no puede explicar el hecho o la obra de arte. Fuerza es, pues, que miremos la cuestión bajo otro aspecto.

Toda actividad (sea la común, sea la artística) supone un fin, esto es, un resultado efectivo, a que se encamina el actor. La actividad común y ordinaria tiene por fin la producción o determinación en estados concretos y sucesivos (hechos o actos) del fondo permanente o naturaleza del ser activo. Tales son la actividad física y psíquica de los seres humanos, manifestadas: la primera en los diversos movimientos y cambios del organismo, la segunda en la serie de los llamados estados de conciencia (pensamientos, sentimientos y voliciones). Estos dos géneros de actividad se cumplen fatal y necesariamente, si bien en su determinación efectiva en cada caso disfruta el hombre de cierta libertad, sobre todo en los actos psíquicos.

Pero dentro de esta actividad general caben actividades específicas, deliberada y sistemáticamente encaminadas a fines concretos y particulares, dentro del fin general a que no podemos sustraernos. En cuanto estas actividades ofrecen los caracteres que hemos asignado a la actividad artística, reciben en un sentido muy amplio el nombre de Arte; y así hablamos del Arte político, por ejemplo, y aun del Arte de la vida entera, cuando en la vida de un hombre observamos un plan constante, una idea fija que dirige a aquélla y una especial habilidad para gobernarla.

Pero en estricto sentido llamamos Arte a la actividad cuando, además de ser sistemática, determinada según ideas, y encaminada a un fin, produce una acción eficaz del ser activo sobre la naturaleza material, acción que lo permite causar en ésta cambios y mudanzas. Así, cuando un animal trasforma los objetos materiales para adaptarlos a las necesidades de su vida, construyendo habitaciones, por ejemplo, decimos que lleva a cabo una obra de arte, entendiendo por tal el resultado material de su actividad. De igual manera, cuando el hombre trasforma los objetos naturales con arreglo a una idea y en vista de un fin, decimos que es artista y llamamos Arte a la especial actividad que aplica a dicha trasformación, y obra de arte al resultado de ésta.

Este género de actividad artística no sólo se distingue de la común y ordinaria por los caracteres ya expuestos, sino por ser libre. Pensamos, sentimos, nos movemos, etc., fatal y necesariamente, y nuestra libertad se limita en esto a pensar y sentir tal o cual cosa de tal o cual manera, y a verificar tal o cual movimiento (esto último no en todos los casos); pero somos libres de realizar o no las obras de arte.

En la obra de arte, como en toda determinación de nuestra actividad, no hacemos otra cosa realmente que producir nuestra naturaleza en estados determinados y concretos, en cuyo sentido pudiéramos decir que en el Arte, como en la actividad ordinaria, lo inmediatamente realizado y producido no es otra cosa que nosotros mismos en nuestros estados de conciencia; pues si bien es cierto que producimos un resultado material y exterior (la estatua, el edificio, la pieza de música), este no es más que la traducción en forma sensible de una idea nuestra.

Podemos, pues, definir el Arte, bajo su aspecto objetiva como la trasformación de la materia con arreglo a ideas y en vista de fin, llevada a cabo por la actividad sistemática, poderosa y libre del hombre1.

Puede el Arte obedecer a fines muy distintos que engendran artes diversos, comprendidos en la unidad de aquél. El hombre puede transformar la materia simplemente para satisfacer sus necesidades (construyendo viviendas, vestidos, artefactos de todo género), o bien para producir y manifestar en formas sensibles sus ideas y sentimientos. En el primer caso, el Arte responde a un fin utilitario, y es análogo en el fondo al que hallamos en los animales. En el segundo, el Arte es una creación libre y original del espíritu, propia y exclusiva del hombre.

Cuando el Arte no tiene otro objeto que satisfacer nuestras necesidades materiales, recibe el nombre de Arte útil o industrial, y también el de Industria. La denominación de Arte se aplica especialmente al Arte libre, ideal y creador, cuyo fin es manifestar en formas sensibles nuestras ideas y sentimientos. En esta acepción (única que a nuestro objeto interesa) emplearemos desde ahora la palabra Arte.

El Arte, considerado en este sentido, manifiesta en formas sensibles, no sólo nuestras ideas y sentimientos personales, sino toda la realidad por nosotros contemplada y dentro de nuestro espíritu representada por la facultad a que llamamos Imaginación o Fantasía. Mas como quiera que esta realidad, en cuanto contemplada y representada por nosotros, se convierte en idea nuestra, resulta que el Arte es siempre manifestación de la idea en forma exterior sensible2.

Este arte, que manifiesta sensiblemente las ideas3, no tiene por único fin la manifestación de éstas, sino el de realizar o manifestar cierta propiedad de las cosas a que se llama Belleza, y de que nos ocuparemos en lugar debido. En determinadas manifestaciones de este arte, la realización de la belleza es el único, o al menos el principal objeto que se propone el artista; en otras, esta realización se subordina a un fin distinto; pero en ambos casos, la belleza ha de entrar, como elemento esencial o accidental, en la producción de la obra artística. Por esta razón, el Arte de que aquí nos ocupamos recibe el nombre de Arte bello o estético, y puede definirse como la realización o manifestación de la belleza en forma exterior sensible.

El Arte bello comprende diferentes artes, que se distinguen entre sí por el medio material o sensible que emplean para la manifestación de su idea. La división más admitida del Arte bello, es la de Artes ópticas y Artes acústicas, según que el medio material que se emplea impresiona a la vista o al oído.

Las Artes ópticas o del espacio suelen dividirse en Artes estáticas y Artes dinámicas o del movimiento. Las primeras son las Artes del diseño (Arquitectura, Arte de los jardines, Escultura, Pintura o Gráfica, etc.). Las segundas son la Mímica, la Gimnástica y el Baile.

Las artes acústicas o del sonido comprenden el Arte que se sirve de los sonidos vocales e instrumentales (Música), y as Artes que emplean como medio de expresión la voz humana (Declamación y Arte literario).

Ahora podemos formar el concepto de la Literatura, que definiremos como el Arte bello, cuyo medio de expresión es la palabra, o lo que es igual, como la realización o manifestación artística de la belleza por medio de la palabra4.

Debe advertirse, empero, que no todo el arte literario tiene por fin la realización de la belleza, pues la Literatura comprende, como veremos después, géneros diversos (que bien pudieran considerarse como otras tantas Artes), los cuales difieren notablemente por su finalidad.

Pero como en todos estos géneros la belleza se ha de realizar esencial o accidentalmente5, como fin principal o como fin secundario de la actividad artística, todos ellos pueden caber en la precitada definición, con tal de que ésta se aclare y complete, diciendo que la Literatura es el Arte que realiza o manifiesta esencial o accidentalmente la belleza por medio de la palabra; concepto que podemos considerar como definitivo, y del cual partiremos para toda indagación ulterior.




Lección III

División de la Literatura. -Diferentes bases en que puede fundarse. -División en géneros. -Exposición de los tres géneros literarios: Poesía, Oratoria y Didáctica. -Otras divisiones de la Literatura. -Plan de nuestro estudio


Formado el concepto de la Literatura, debemos ahora proceder a su división, antes de entrar en el análisis de sus elementos y en el estudio de la teoría general de la producción literaria, para el cual necesitamos tener alguna idea previa de los distintos géneros de que aquélla consta, toda vez que cada uno de ellos constituye una forma distinta de la producción.

Para hallar una división racional de la Literatura, conviene que enumeremos las más acreditadas, viendo si en ellas encontramos alguna que nos parezca aceptable. Estas divisiones reconocen diferentes bases. Unas se fundan en el carácter del artista, y otras en el carácter que la Literatura reviste en la historia, según las edades en que aparece o las lenguas en que se produce; otras, por último, toman por base el fin que el artista se propone en la producción literaria.

La más importante y generalizada de estas divisiones es la que se funda en el fin que se propone el artista, pues la naturaleza del fin varía por completo y da caracteres muy especiales al fondo y a la forma de las obras literarias, engendrando, por consiguiente, verdaderos géneros, perfectamente definidos y distintos. La clasificación que sobre ésta base se funda, ofrece además la ventaja de no depender de ninguna relación histórica, siendo aplicable, por tanto, a las producciones literarias de todas las épocas y de todos los países. Esta división, por otra parte, está aceptada por todos los preceptistas.

La división en géneros es eminentemente racional y filosófica, por cuanto arranca de la naturaleza misma del Arte literario, como quiera que los géneros en ella comprendidos son fundamentales determinaciones y manifestaciones constantes de dicho arte. No son, con efecto, los géneros literarios grupos arbitrarios imaginados por los preceptistas para facilitar el estudio de la Literatura, sino agrupaciones naturales, determinadas por los diferentes modos de producción del Arte literario según los fines a que puede responder; modos tan diversos, que más que géneros constituyen verdaderos artes distintos, contenidos, sin embargo, en la unidad del Arte literario.

Al ocuparnos en la lección anterior del Arte en general, establecimos la debida distinción entre las Artes, cuyo fin es la realización de la belleza, y aquellas otras que se proponen satisfacer ciertas necesidades de la vida humana, llamando bellas a las primeras y útiles o industriales6 a las segundas, y declaramos que el Arte literario se comprendía entre aquellas por ser su fin la realización esencial o accidental de la belleza, términos que empleamos para indicar que no en todas las obras literarias es el fin principal la realización de lo bello.

Con efecto: al servirse el hombre de la palabra como de medio artístico para la expresión de su idea, no siempre lo hace con el propósito de realizar y manifestar la belleza que concibe, sino con el de satisfacer determinadas necesidades del espíritu, sirviendo a fines humanos ajenos al Arte. Cuando el fin que el artista se propone es la realización externa y sensible de la belleza que en su mente contempla, cuando su objeto es expresar en bellas formas sus ideas o sentimientos, o representar en ellas la realidad objetiva, sin que a su actividad presidan otros propósitos que los puramente artísticos, o en caso contrario, los que no lo sean se subordinen a éstos de todo en todo, el artista habrá realizado una obra que de ningún fin que no sea el Arte depende, que a nada que no sea artístico responde; y que, por tanto, será propia, independiente y sustantiva manifestación del Arte en toda su pureza. Pero si el artista no lo es antes que todo; si se sirve del Arte como de mero instrumento para realizar fines que le son extraños; si no es la belleza su principal objetivo; si antes que de realizarla y expresarla trata de realizar el bien o de expresar la verdad; si subordina a otros fines el fin estético, y sólo en segundo lugar se preocupa de la belleza, entonces la obra artística habrá cambiado de carácter, y no será otra cosa que una forma de lo que no es artístico, y el Arte quedará reducido a simple medio de expresión de cosas que le son extrañas. Estas dos manifestaciones o determinaciones esenciales de la Literatura constituirán, por tanto, dos géneros de producciones literarias; unas, puramente bellas; otras, bello-útiles.

El género literario puramente bello, el que tiene por fin capital la realización de la belleza (aunque pueda proponerse otros subordinados a éste), se llama Poesía, y también Bella Literatura o Bellas letras7. La Literatura bello-útil comprende dos géneros: uno que se propone exponer la verdad o mover a los hombres a la realización de determinados actos que interesan a ciertos fines de la vida, que se sirve de la palabra hablada, y se denomina Oratoria; otro, que se propone únicamente exponer la verdad científica, se sirve generalmente de la palabra escrita y se apellida Didáctica. Poesía, Oratoria y Didáctica, son, pues, los tres fundamentales géneros literarios.

Es, pues, la Poesía el Arte literario por excelencia, al paso que la Oratoria y la Didáctica son meras formas artísticas de fines extraños al Arte. Cierto que también la Poesía es una forma (como lo son el Arte y la belleza); pero es forma que tiene valor propio y propia finalidad, que constituye una verdadera creación y que no se pone al servicio de otra cosa que del Arte mismo. En la obra poética todo es artístico, desde la concepción hasta la expresión de ésta en el lenguaje, mientras que en las oratorias y didácticas lo artístico queda reducido a las formas exteriores con que se revisten ideas y propósitos extraños al Arte. El fondo, el asunto, el objeto y el fin de este género de trabajos, no son artísticos; sólo lo es su forma exterior: en la Poesía sucede todo lo contrario8.

Sin embargo, como la Oratoria y la Didáctica realizan secundaria y accidentalmente la belleza, siendo su realización fin subordinado de ambas, sólo cumplido en sus formas exteriores, puede y debe incluirse su estudio en el de la Literatura, siquiera no tenga tanta importancia como el de la Poesía.

La más sencilla consideración muestra que los géneros literarios se enlazan entre sí orgánicamente. Con efecto, en todos ellos se da una misma esencia, diversificada en cada uno según su fin. Los elementos que a cada uno de ellos caracterizan no son exclusivamente suyos, sino en algún modo dados en los restantes, siquiera en él predominen y le den un carácter peculiar. Así es que, aun cuando la belleza es el fin predominante de la Poesía y la utilidad el de la Didáctica, y la composición de ambos el de la Oratoria, adviértese, sin embargo, que hay también belleza y fin bello (aunque en lugar secundario) en la Didáctica, y utilidad y fin útil en la Poesía. Notamos igualmente que, a pesar de ser distintos el lenguaje poético, el didáctico y el oratorio, hay obras didácticas en cuyo lenguaje hay elementos poéticos y oratorios, como hay obras poéticas en que el lenguaje oratorio y el didáctico aparecen también. Advertimos asimismo que en la Poesía (y no sólo en su forma sino en su fondo) hay elementos didácticos y oratorios, como lo muestran los poemas didácticos, las sátiras, las epístolas morales y otra multitud de géneros en los cuales se hallan elementos didácticos, así como el elemento oratorio existe en la dramática y en la épica (en las arengas y relaciones de los personajes, por ejemplo). Igualmente hay en la Didáctica elementos poéticos y oratorias, sobre todo en la exposición histórica, y por fin sabemos que en la Oratoria se verifica la unión más íntima de los otros dos géneros. Por último, los géneros contenidos en cada uno de los que nos ocupan (géneros poéticos, didácticos, oratorios) se enlazan a su vez orgánicamente, y a veces dan lugar a nuevos géneros compuestos, repitiéndose, por tanto, esta ley de armonía y composición en cada uno de los organismos particulares contenidos en el Arte literario. De aquí la posibilidad de multitud de géneros compuestos, y la inagotable variedad de formas y de combinaciones que pueden existir entre todos los elementos del Arte literario. Sobre esta rica variedad reina la mayor unidad. Todos los géneros literarios expresan una misma esencia, emplean el mismo medio de expresión y obedecen a las mismas leyes. Todos ellos se adaptan igualmente a cada fin humano, y en formas diversas expresan los mismos ideales. Si la Poesía canta la idea religiosa, la Didáctica la expone y la Oratoria la propaga y discute, y esto sucede en todos los fines de la vida. Aspectos diversos de una misma esencia en todos presente, los géneros literarios son lo que los colores del espectro en la luz blanca; todos están en ella contenidos, todos a ella se reducen y en ella se refunden.

Expuesta la principal y más acertada división de la Literatura, daremos sumaria idea de las restantes, más importantes para la historia literaria que para el estudio filosófica de la Literatura, a que nos dedicamos en el presente libro.

Las divisiones fundadas en el carácter del artista son las siguientes: 1ª. En Literatura productiva y Literatura crítica, según que el artista emplea sus facultades creadoras o sus facultades contempladoras (gusto). 2ª. En espontánea y reflexiva, según que el artista emplea sus facultades de un modo directo, espontáneo, o reflexiva y maduramente. 3ª. En popular y erudita, según que el artista pertenece a las clases populares o a las clases superiores cultas.

La primera de estas divisiones es importante y necesaria, por cuanto distingue dos modos esenciales de la producción literaria, a saber: aquel en que el artista crea libremente y libremente representa el ideal, y aquel en que se limita a juzgar, bajo principios racionales, las producciones de los demás. Comprende el primer grupo de esta división todas las obras literarias, excepto la Crítica, la cual constituye el segundo grupo. Esta división es, sin embargo, poco comprensiva y no da razón de los diferentes géneros que se comprenden en su primer grupo.

Corresponde la segunda a dos momentos esenciales de la vida de la Literatura. Indudablemente, al principio de toda creación literaria nacional o etnográfica la inspiración espontánea predomina sobre la reflexión, y las obras son expresión directa, sencilla, irreflexiva de lo concebido y sentido por el artista. Más tarde, y bajo el imperio de una mayor cultura, la reflexión interviene en la producción, y las facultades imaginativas, afectivas y sensibles, se subordinan a las facultades reflexivas y racionales. Esta división, puramente histórica y poco comprensiva, no satisface nuestro propósito, por no dar razón de los géneros literarios.

La tercera división puede referirse a la anterior, y tiene menor importancia. Aparte de que la clase social del artista no es base segura, por ser muy variable, para una división, sus dos miembros pueden fácilmente referirse a los de la interior, pues generalmente toda literatura espontánea es popular, y toda literatura reflexiva es erudita. Como división histórica es, sin embargo, muy útil.

Las divisiones fundadas en la historia o en la filología, toman por base, ora los diferentes grupos de lenguas, ora los caracteres distintos que presenta la Literatura en los diferentes períodos de la civilización. La primera (Literaturas arias, semíticas, etc.), es muy vaga y ocasionada a errores. La segunda, debida a Hegel, considera dividida la Literatura en tres grandes manifestaciones históricas (simbólica, clásica y romántica), correspondiendo la primera a los antiguos pueblos orientales, la segunda a Grecia y Roma, y la tercera a la moderna civilización cristiano-europea. Según los que esta división sustentan, la Literatura oriental (y todo el Arte) fue eminentemente simbólica, por ser el panteísmo el ideal religioso de aquellos pueblos; la greco-latina o clásica fue naturalista, y armonizó cumplidamente el fondo con la forma; y la cristiano-europea o romántica es espiritualista, y ha creado nuevas formas por concebir un ideal infinito, rompiendo hasta cierto punto la antigua armonía entre la forma y el fondo. Esta división es exclusiva, pues sólo se funda en el aspecto religioso del Arte; no tiene otro valor que el histórico; se aplica difícilmente a la mayoría de las Literaturas; arranca de un concepto a priori más que del atento examen de los hechos; responde a una concepción estética inaceptable, y tiene más de ingeniosa que de exacta, por cuya razón no puede servir de base para nuestro estudio.

Terminados estos Preliminares, y antes de entrar en el análisis de los elementos constitutivos del Arte literario, debemos exponer el plan del presente estudio, que se deduce fácilmente de lo que dejamos expuesto.

Siendo el Arte literario realización de la belleza por medio de la palabra, es indudable que, tanto ésta como aquélla, son sus esenciales elementos, y que por ellos debemos comenzar su estudio. Por consiguiente, la primera parte de nuestro trabajo, recibirá el nombre de Elementos esenciales del Arte literario, y se ocupará, en dos secciones distintas, de la Belleza y de la Palabra.

Conocidos estos elementos, deberemos tratar de saber cómo resulta de su combinación la obra literaria, estudiando los distintos factores que contribuyen a la producción de ésta y los elementos de que consta; y como en la producción literaria no hay otros factores que el artista que concibe y ejecuta la obra, la obra misma, y el público que la contempla y juzga, y al juzgarla interviene en su producción, nos ocuparemos en la segunda parte de nuestro estudio de la Teoría de la producción literaria, examinando en ella otras tres secciones: el Artista, la Obra y el Público.

Por último, conocidos los elementos comunes a toda producción literaria, estudiaremos separadamente las obras que corresponden a diversos géneros, señalando los caracteres especiales que las distinguen. Esta parte de nuestra indagación versará, pues, sobre los Géneros literarios, y se dividirá en tantas secciones como son éstos, a saber: Poesía, Oratoria y Didáctica.

Tal es el plan que debemos desenvolver en las lecciones sucesivas.






ArribaAbajoParte primera

Elementos esenciales del arte literario



ArribaAbajoSección primera

La belleza



Lección IV

Procedimiento necesario para formar el concepto de la belleza. -Análisis de la emoción estética. -Concepto subjetivo de la belleza. -Análisis de las cualidades constitutivas de los objetos bellos. -Concepto objetivo de la belleza. -Cuestión sobre la objetividad de la belleza


Uno de los conceptos más difíciles de determinar científicamente es el de la belleza; tanto, que bien puede asegurarse que ni una sola de sus definiciones es satisfactoria, acaso porque casi todas se fundan en conceptos deducidos a priori más que en datos experimentales, o porque responden a sistemas preconcebidos, que fuerzan al espíritu a concebir lo bello, no como es, sino como es necesario que sea para que su definición se adapte a las exigencias del sistema. Débese también esta imperfección de todas las definiciones de lo bello, a que hay, en lo que se llama belleza, algo verdaderamente indefinible e inefable (como todo lo que afecta a la sensibilidad), especie de quid divinum que queda fuera de toda definición.

Por tales razones, y sin poner en tela de juicio el valor que pueda tener en materia estética la especulación metafísica, entendemos que el procedimiento más oportuno para formar un concepto de la belleza, es apelar a los datos de la experiencia y a las indicaciones del sentido común, analizarlos detenidamente y llegar así a la formación de dicho concepto, prescindiendo de toda especulación a priori, y encerrándose en los limites de una indagación analítica y experimental.

Es cosa evidente que todo hombre, por inculto que sea, tiene alguna idea y sentimiento de lo bello, no siéndolo menos que esta idea y este sentimiento proceden de la experiencia, pues nadie tendría noción de lo bello sin haber visto antes objetos bellos.

La idea de lo bello procede del sentimiento de lo bello; es decir, de una emoción especial causada en el hombre por ciertos objetos. Distinguida esta emoción de todas las restantes, el hombre trata de darse cuenta de las causas que la producen, esto es, de las condiciones que ha de poseer un objeto para producirla; y una vez descubiertas estas causa, las reúne en una noción o concepto general, que constituye la idea de lo bello. Como esta indagación de las causas objetivas de la emoción estética requiere cierto grado de reflexión y cultura, la mayoría de los hombres no convierte en idea su sentimiento de lo bello, lo cual explica cómo todos sentimos y apreciamos lo bello y lo distinguimos de lo feo, y sin embargo, no todos somos capaces de formarnos un claro concepto de la belleza.

Por eso, en el sentido común, no hallamos más que conceptos subjetivos de lo bello, que para la mayoría de las gentes no es otra cosa que la causa desconocida de la especial emoción a que se llama estética9. El sentido común distingue perfectamente esta emoción de toda otra, pero no alcanza a explicar su causa.

Considerado subjetivamente (como lo hace el sentido común), lo bello es lo que causa en nuestro ánimo una emoción agradable, desinteresada, pura, que afecta a todas nuestras facultades, y singularmente a la sensibilidad y a la fantasía, que halaga al alma y a los sentidos (y, en ocasiones, sólo a la primera); emoción que tiene algo de indescriptible e inefable, y que no se confunde con el apetito sensual, con el ansia de la posesión, con el incentivo de la utilidad, con la admiración que causa lo perfecto, con el amor que inspira lo bueno, ni con el simple agrado que produce lo que conforma con nuestra naturaleza o con el estado en que nos encontramos.

Esta emoción es independiente de toda consideración de finalidad, y no supone ningún concepto previo. El objeto bello no es amado, ni nos conmueve, porque hallemos en él conformidad con ningún fin predeterminado (bien o utilidad), ni porque reconozcamos en él tales o cuáles propiedades laboriosamente descubiertas por la reflexión, ni porque satisfaga ninguna necesidad de nuestro ser. Una vez contemplado, sin concepto alguno, sin reflexión previa, ni consideración de fin, el objeto bello se nos impone y causa en nosotros la emoción expuesta10.

Así, cuando decimos que un objeto es bueno, afirmamos esta cualidad, porque reconocemos en el objeto la conformidad con un fin de que tenemos concepto11; cuando afirmamos que es útil, significamos que satisface una necesidad determinada; cuando aseguramos que es perfecto, damos a entender que descubrimos en él todo aquel conjunto de excelentes cualidades que creemos debe poseer; pero cuando decimos que es bello, no tenemos en cuenta el fin a que responde, la necesidad que satisface, ni las excelencias que posee; no suponemos, en suma, concepto alguno ni consideración de fin12.

Lo bello es, ante todo, causa de emoción, y afecta predominantemente a la sensibilidad y la fantasía, al paso que lo perfecto, lo bueno, lo útil y lo agradable sensual, pueden afectar a otras facultades, y no a las precitadas, aunque a éstas afecten también en ocasiones. Y si, por ventura, un mismo objeto produce la emoción propia de lo bello, y a la vez las que pueden ser originadas por otras cualidades, nunca se confunden estas emociones. La emoción causada por la contemplación de un hermoso caballo, se distingue perfectamente del deseo de poseerlo, producido por el conocimiento de sus buenas cualidades y de su utilidad. El placer sensible que causa el olor de una rosa no se confunde con la emoción producida por la vista de sus bellos colores, ni forma parte de la idea de la belleza de la rosa; nadie dice que las rosas son bellas porque huelen bien.

Lo bello pudiera, pues, definirse subjetivamente, diciendo que es lo que, sin concepto alguno previo, ni consideración de finalidad, causa en el hombre una emoción agradable, pura y desinteresada13.

Pero este análisis no basta para nuestro objeto. La Ciencia no se da por satisfecha con un concepto subjetivo de la belleza; no le basta saber qué efecto causa en nosotros el objeto bello, sino que aspira a averiguar qué condiciones requieren los objetos para producir ese efecto; o lo que es igual, quiere poseer la idea, y no el mero sentimiento de lo bello, que es lo que hasta ahora hemos logrado indagar en este análisis. Es, pues, necesario, que formemos el concepto objetivo de la belleza.

No todos los objetos causan en nosotros la emoción de lo bello, pues los hay que inspiran una emoción, análoga en sus caracteres, pero contraria a aquélla, que nos obliga a denominarlos feos, naciendo de aquí una idea opuesta a la belleza (la fealdad, y hay otros que no producen ninguna de ambas emociones, y que por tal razón se llaman indiferentes14. Esta diferencia en la emoción, supone otra en el objeto que la causa. Hay, pues, que analizar las condiciones que hacen capaz al objeto de producir la emoción estética o su contraria; al conjunto de estas condiciones, o acaso a la resultante de todas ellas, se da el nombre de belleza o el de fealdad.

Fijando nuestra consideración en los objetos que apellidamos bellos, advertimos desde luego que la emoción estética sigue inmediatamente a la contemplación del objeto, y no requiere que éste sea analizado y descompuesto en todas sus partes, ni menos que se penetre en su interioridad, o lo que es lo mismo, la simple presencia del objeto, sin ulterior análisis, basta para despertar la emoción estética.

Ahora bien: lo que inmediatamente contemplamos en todo objeto, no es su contenido interior, ni lo que se llama su esencia, sino su apariencia externa, lo que se llama su forma. Luego, si la emoción estética se produce de la manera dicha, hay motivo para pensar que su causa reside en la forma del objeto, y que la belleza, por tanto, si es cualidad objetiva, debe ser cualidad formal.

Y así es, en efecto. Para declarar que un objeto es bello, basta la contemplación de su forma exterior y sensible15. Ninguna necesidad tenemos de conocer la constitución interna de una flor para tenerla por bella; bástanos para esto ver los colores que la matizan y las formas que afectan sus partes.

Por esto se distingue la belleza de la perfección, la cual se refiere tanto a lo exterior como a lo interior del objeto, por lo cual puede éste no ser bello, y, sin embargo, poseer perfecciones que no constituyen belleza por no aparecer en su forma16.

La belleza, pues, reside en la forma; es una cualidad formal. Veamos ahora qué requisitos ha de poseer la forma de un objeto para merecer el nombre de bella, y apelemos, para averiguarlo, a lo que nos dice la experiencia.

La inmensa variedad de objetos bellos que la realidad ofrece, pertenecientes a órdenes muy diversos, dificulta mucho esta indagación, y puede ser causa de señalar caracteres de belleza que no se apliquen a todos los objetos. De aquí algunas definiciones de lo bello, en las cuales no caben todos los objetos que así se llaman. Para evitar este peligro, hay que buscar en estos objetos caracteres muy comunes y generales que puedan constituir la idea abstracta de lo bello.

Conviene, ante todo, tener en cuenta que todos los objetos bellos pueden considerarse divididos en dos grandes grupos, a saber: objetos materiales y sensibles, u objetos espirituales, y que todas las cualidades que constituyen lo bello toman su nombre de los primeros, y por traslación se aplican a los segundos. La unidad, la variedad, el orden, la proporción, el carácter, la expresión, todos los requisitos que a lo bello asignan los estéticos, se entienden primeramente como cualidades materiales, aplicadas por traslación a los objetos espirituales, mediante una analogía que el espíritu descubre. Así, pues, al designar como cualidad general de los objetos bellos la unidad o la simetría, por ejemplo, se ha de entender que estas cualidades no son las mismas en los objetos materiales y en los espirituales, aunque sí análogas o semejantes.

Ahora bien: considerando todos los objetos, materiales o inmateriales, a que se denomina bellos, hallamos que la primera condición que ofrecen es la unidad de su forma exterior (sea o no correspondiente a la unidad de su íntima naturaleza). Ora resida en un objeto, ora en un conjunto de objetos lo que llamamos belleza, no la reconocemos, esto es, no experimentamos la emoción estética, si el objeto o el conjunto de objetos no manifiesta la unidad formal que se revela en la unidad de la impresión en nosotros causada. El monstruo que describe Horacio en su Epístola a los Pisones, es feo porque carece de unidad formal, y lo sería aunque su naturaleza interior fuera una17.

Pero la unidad estética no es la uniformidad, que engendra la monotonía, sino la unidad varia, la unidad que se determina interiormente en variedad de partes contrapuestas. Una vasta llanura uniforme (el desierto, por ejemplo), una línea recta, no ofrecen belleza porque su unidad no contiene variedad.

La variedad por sí sola tampoco es bella, pues toda variedad sin unidad es confusión y desorden. La unidad manifestada en la variedad, la variedad reducida a unidad, o mejor, comprendida bajo la unidad, son las que constituyen lo bello. Esta unión de la unidad con la variedad, mediante la cual la forma ofrece un todo, cuyas partes contrapuestas se enlazan entre sí, se refieren y corresponden unas a otras y se hallan contenidas bajo una unidad que las rige y que se manifiesta en ellas, se denomina armonía, y constituye el elemento fundamental de todo objeto bello18.

Muchos estéticos definen la belleza únicamente por la armonía; pero esta definición, sobre ser incompleta, peca de extensa, pues comprende multitud de objetos que no son bellos, por más que no carezca su forma de armonía.

Esto se observa frecuentemente en el Arte, donde muchas obras de forma irreprochable bajo el punto de vista de la armonía, no merecen, sin embargo, el dictado de bellas, por faltarles otro requisito que, unido a la armonía, constituye el concepto completo de la belleza.

Con efecto; cuando la forma del objeto, por más que sea armónica, no expresa ni revela nada; cuando no la vemos animada por una fuerza que en ella se manifieste de una manera viva, original, característica; cuando el objeto no ofrece nada que le distinga entre la multitud de sus congéneres; cuando, en suma, carece de fuerza, vitalidad, carácter y expresión, el objeto, si no produce en nosotros la impresión de lo feo, cuando menos nos deja indiferentes y fríos. Una fisonomía humana, de facciones regulares y proporcionadas, pero desanimadas e inmóviles; una pieza de música, perfectamente amoldada a los preceptos del arte, pero en la cual no hay un motivo característico, ni una melodía expresiva y sentida, no despiertan en el ánimo la emoción estética, porque les falta una condición sin la cual no hay objeto bello, a saber: la expresión característica, la manifestación de la fuerza y de la vida.

La forma bella ha de ser armónica y expresiva, y ambas cualidades se unen tan estrechamente para constituir la belleza, que ninguna de ellas la constituye por separado, pues así como la armonía sin expresión no produce la emoción estética, tampoco la produce la expresión sin armonía19.

Hallamos, pues, como resultado de todo este análisis, que los objetos que llamamos bellos se distinguen por poseer una forma armónica (esto es, una y varia, ordenada, proporcionada y regular) que expresa o manifiesta de un modo característico la fuerza o la vitalidad del objeto. Son, pues, la armonía y la expresión los dos factores fundamentales de la belleza20, la cual, según esto puede definirse como la forma armónica y expresiva, en que se manifiesta sensiblemente la fuerza o la vida del objeto, o en otros términos, la manifestación sensible de la fuerza o vida del objeto en forma armónica y expresiva.

Reuniendo la definición subjetiva de la belleza, antes enunciada, con esta definición objetiva, puede quedar definitivamente formado su concepto, diciendo que es bello todo objeto que, expresando armónicamente en su forma la fuerza o vida que le anima, causa en el ánimo del que lo contempla, sin previo concepto ni consideración de fin, una emoción agradable, pura y desinteresada. A este concepto pueden referirse todas las definiciones que de lo bello han dado los filósofos, que generalmente lo definen por la armonía, o por la expresión, o por ambas cosas, o sólo por la emoción que produce en el espíritu.

Éste sería el lugar donde debería tratarse de indagar si la belleza tiene o no realidad objetiva. Para esclarecer esta cuestión nos sería preciso desarrollar una serie de análisis y razonamientos que nos llevarían muy lejos de nuestro propósito. Además, la cuestión tiene escasa importancia práctica, pues sea o no objetiva la belleza, en lo que toca a su realización artística nos conducimos como si lo fuera, al modo que en nuestra vida ordinaria procedemos como si la realidad exterior fuera tal como nos parece. Estas cuestiones, planteadas y resueltas por la Filosofía crítica, tienen más importancia para la Ciencia que para la vida (y para el Arte por lo tanto), toda vez que nos es forzoso vivir conforme a las apariencias de la realidad y no a la realidad misma que desconocemos. Por otra parte, cualquiera que sea la solución que se dé al problema que aquí apuntamos, no es posible negar que la belleza, si no es una cualidad real de las cosas mismas, cuando menos se funda en alguna realidad, sea la que fuere, y a nosotros nos aparece como real o al menos como causa de algo real (la emoción estética). Y como quiera que con esto nos basta para gobernarnos en la vida y en el Arte, juzgamos inútil insistir en esta cuestión.




Lección V

Limitación de la belleza finita. -La fealdad; su concepto. -Distinción entre lo feo y lo ridículo o cómico. -Concepto de lo cómico. -Sus caracteres distintivos. -En qué sentido y bajo qué condiciones puede lo cómico producir la emoción estética


Del concepto de lo bello expuesto en la lección anterior, se deduce fácilmente que en el mundo no existe la belleza absoluta21, o lo que es igual, que no hay objeto alguno que sea completamente bello. Con efecto, aparte de que la belleza es una perfección (la perfección de la forma externa de los objetos) y ningún ser de los que en el mundo existen es absolutamente perfecto, la observación nos muestra que en la realidad que experimentalmente22 conocemos, no hay un sólo objeto cuya forma ofrezca armonía perfecta ni expresión irreprochable de la vida o de la fuerza. Acompaña, pues, a la belleza un límite constante, una negación parcial, siempre relativa, y a este límite se denomina fealdad.

Lo feo es un concepto negativo que sólo negativamente puede definirse. Lo feo es la negación parcial y relativa, el límite necesario y constante de lo bello; es una carencia, una falta, que afecta siempre uno de los elementos de lo bello, a la armonía.

Con efecto, lo feo no consiste en la falta de expresión o de carácter en los objetos. Cuando un objeto es armónico, pero falto de carácter y expresión, se llama indiferente y no feo. La generalidad de los estéticos cree que todos los objetos son bellos o feos, lo cual es un error, contradicho por la experiencia y el sentido común, que a cada paso afirman la existencia de objetos indiferentes bajo el punto de vista estético, es decir, de objetos que no producen la emoción agradable que causa lo bello ni la repulsión que inspira lo feo. La inmensa mayoría de los objetos se halla en este caso.

Podrá decirse a esto que todo objeto posee algo bello, porque alguna armonía y alguna expresión tendrá (siquiera sea en cantidad mínima). No lo negamos, porque la carencia completa de las cualidades bellas constituiría una fealdad absoluta (que no existe), imposible de confundir con la indiferencia. Pero como quiera que la belleza (por grande que sea la objetividad que se le atribuya) no existe para nosotros, sino a condición de ser percibida, y como su percepción se revela por la emoción que el objeto causa, si esta emoción no se produce podemos asegurar con perfecto derecho que el objeto podrá ser bello en sí (lo cual, sobre ser dudoso cuando menos, nos importa muy poco), pero que para nosotros no lo es; y otro tanto podemos decir de la fealdad.

Existen, pues, objetos indiferentes, y si en ellos nos fijamos, fácilmente observaremos que no es la carencia de armonía, sino la de expresión y carácter la que les hace parecer tales23. Cuando la armonía no existe, cuando el objeto es desordenado, desproporcionado, irregular, no nos inspira indiferencia, sino repulsión, y lo apellidamos feo, por más que sea expresivo. Así, decimos de los monos que son feos, por lo irregular de sus facciones y lo desordenado de sus gestos y movimientos, y sin embargo, pocos animales compiten con ellos en expresión. Pero cuando la armonía no va acompañada de expresión ni del carácter, cuando el objeto no manifiesta vida ni originalidad en sus proporcionadas y regulares formas, no decimos de él que es feo, pero tampoco que es bello, y su contemplación nos deja indiferentes. Tal sucede, por ejemplo, con las figuras geométricas y con muchos seres vivos que carecen de expresión.

Es, pues, lo feo la falta de armonía en la forma de los objetos, en todos los cuales existe en pequeña o grande escala, pues ningún objeto es absolutamente bello, sino que su belleza está limitada por esa carencia de armonía a que se llama fealdad. Pero en tal caso, si en todo objeto hay algo de fealdad, ¿en qué se distinguen los que llamamos feos de los que apellidamos bellos? Solamente en la extensión de su límite, en la cantidad de desorden que en ellos se observa. Cuando el límite (esto es, la fealdad) representa una cantidad insignificante, un detalle sin importancia, el objeto es bello; cuando el límite invade el objeto y reduce los elementos bellos a la más mínima expresión, el objeto es feo; o en otros términos, la fealdad es la menor cantidad posible de belleza en el objeto, y la belleza la menor cantidad posible de fealdad; de donde se infiere que lo bello y lo feo son ideas correlativas que mutuamente se limitan, con la única diferencia de ser la primera una idea positiva, al paso que es negativa la segunda, pues aquella supone cualidades positivas (armonía, proporción, regularidad, etc.), y la segunda sólo representa la negación parcial o limitación de estas cualidades.

En el uso vulgar suele confundirse lo feo con lo ridículo o cómico, cualidad que tiene con la fealdad indudables afinidades, pero también señaladas diferencias; lo ridículo o cómico es, con efecto, un desorden, perturbación o falta de armonía, y en tal sentido es análogo a lo feo, pero se distingue de éste en muchos conceptos.

En primer lugar, lo feo acompaña necesariamente a lo bello, y lo cómico no. No hay objeto que no tenga algo de feo, pero son muchos los que nada tienen de cómico o ridículo. Además, lo feo se halla en todo género de objetos, al paso que lo cómico se produce únicamente en la vida de los seres inteligentes, lo cual se debe a que es propio del espíritu y extraño por completo a la naturaleza24.

Lo cómico, por otra parte, no es un desorden permanente como lo feo, sino accidental y pasajero. Hay objetos feos, pero no los hay cómicos. Prodúcese lo cómico siempre en las situaciones y estados en que pueden constituirse y en los hechos que realizan los seres inteligentes, y no tiene, por tanto, más consistencia ni duración que un hecho o estado25. De aquí que lo cómico puede desaparecer en el sujeto que lo produce, el cual deja entonces de ser ridículo, al paso que lo feo es indeleble. Además, la perturbación producida por lo cómico no tiene gravedad ni importancia, como puede tenerla la producida por lo feo.

Diferéncianse también lo feo y lo cómico en el género de impresión que en el espíritu producen. Lo feo causa siempre repulsión, repugnancia y a veces tristeza; por el contrario, lo cómico causa una impresión agradable y regocijada que se traduce en un especial fenómeno fisiológico, a que se llama risa (de donde procede su nombre de ridículo o risible). Lo cómico, además, puede convertirse en bello y causar emoción estética cuando es representado por el Arte, al paso que lo feo es siempre repulsivo, aunque el Arte lo reproduzca. ¿Qué es, pues, lo cómico o ridículo? Es una falta de armonía, una perturbación o desorden de escasa importancia y gravedad, y de carácter accidental y pasajero, producida en los estados, situaciones o actos de los seres inteligentes.

La forma más general del desorden cómico es el contraste, es la oposición entre lo que debiera producirse y lo producido. Contraste entre el fin a que se encamina una acción y los medios que para realizarla se emplean; contraste entre la importancia dada a un hecho y la que realmente tiene; contraste entre lo que piensa, siente o hace un hombre y lo que debió pensar, sentir o hacer; contraste entre la ley natural de un hecho y el accidente que ligeramente la perturba; contraste entre el propósito y el resultado, entre el deseo y el hecho, entre lo que se preveía y lo que se verifica; tales son las principales formas que puede revestir lo cómico.

Tiene más lo cómico de cuantitativo que de cualitativo, pues el grado de intensidad de una acción basta para convertirla de cómica en trágica o viceversa, por lo cual suele decirse que de lo sublime a lo ridículo no hay más que un paso. Todo contraste en la vida puede, en efecto, ser dramático, trágico y hasta sublime, y juntamente puede ser cómico. La gravedad y trascendencia del resultado bastan para que un mismo hecho pueda ser o no cómico. Si al atacar D. Quijote a los molinos de viento recibiera la muerte, el hecho seria trágico; pero como el resultado de aquel cómico contraste entre la grandeza del intento de D. Quijote y la fuerza de que dispone para ello, se reduce a que el hidalgo manchego ruede por los suelos sin grave daño, el hecho se reduce a las proporciones de lo cómico. Además de la cantidad, influyen en la determinación de lo cómico multitud de circunstancias accidentales, como la calidad y condiciones del agente, la ocasión en que el hecho se verifica, y otras difíciles de enumerar. Pero por regla general puede decirse que ninguna perturbación es cómica, sino a condición de carecer de gravedad y de importancia.

Lo cómico tiene mucho de subjetivo, a lo cual contribuye en mucha parte su carácter accidental y transitorio. Cierto es que lo cómico existe en la realidad, pero también lo es que a veces sólo reside en el espíritu, que cree hallarlo donde realmente no se encuentra. La multitud de circunstancias que influyen en que una acción parezca cómica, da cierta inconsistencia y variabilidad a la noción de lo cómico, y hace que su apreciación varíe mucho según los casos en que éste se produce, y según el criterio y el estado de ánimo del que lo contempla. Una simple mudanza en la opinión de los hombres puede bastar para trocar en ridículo lo que realmente no lo es; como acontece con los trajes, las costumbres, y a veces los sentimientos y las ideas. Los sentimientos caballerescos, que en sí no son ridículos, y que en la Edad Media parecían bellos y hasta sublimes, eran cómicos en la época en que se escribió el Quijote, por estar en contradicción con la manera de ser de aquella sociedad. Hay, pues, cosas que en sí son ridículas, y otras que lo son según las circunstancias (o mejor, que lo parecen); lo cual denota que en la noción de lo cómico hay gran preponderancia del elemento subjetivo, más sin duda que en la de lo bello, aunque en ésta también se halle este elemento.

Lo cómico es formal como lo bello, y fácilmente se comprende que debe serlo, puesto que sólo se produce en los hechos, esto es, en determinaciones exteriores de la actividad de los seres inteligentes. La perturbación que lo caracteriza afecta, por tanto, únicamente a la forma de los objetos en que se produce, con la circunstancia especial de que, siendo un estado y no una cualidad, no puede darse jamás en la naturaleza interior de los seres, ni siquiera ser un elemento constitutivo de la forma de éstos.

Lo cómico real jamás es producción consciente y voluntaria del sujeto; nadie se pone en ridículo por su gusto. Precisamente esta falta de conciencia y voluntad del sujeto es una de las principales causas de la alegre emoción que lo cómico produce, hasta el punto de que, cuando aquel reconoce lo ridículo de su situación o de sus actos, cesa la emoción cómica inmediatamente. Sólo en el Arte se produce lo cómico voluntariamente por el artista, por lo cual la risa que su obra causa no recae sobre él, sino sobre lo que es en ella representado.

Lo cómico real no es bello, por cuya razón no es objeto de la Estética, sino en cuanto es origen y fuente de inspiración de las obras cómicas artísticas; no siendo exacto decir que lo cómico es objeto de la Estética porque siempre se produce en una realidad bella, a la cual perturba, pues lo mismo puede producirse en los objetos bellos que en los feos o indiferentes26.

Lo cómico es origen de emoción estética cuando es representado por el Arte. En tal caso puede ser elemento estético bajo dos conceptos: o bien porque su representación artística sea bella, o bien porque, haciendo contraste con los elementos bellos de la obra, contribuya a darlos mayor relieve, lo cual puede hacer también lo feo. Pero en todos estos casos lo cómico en sí mismo no es bello, sino que la belleza que ofrece en la apariencia reside en su representación o en el papel que desempeña en la obra de arte. De igual manera (por lo bello de su representación o por razón del contraste) puede lo feo ser elemento estético de la obra artística, sin que pierda por esto su cualidad de tal.

La emoción especial que lo cómico produce, se une a la emoción estética en la contemplación de lo cómico artístico pero no se confunde con ella. En tal caso se duplica lo grato de la emoción estética, por razón del nuevo elemento que trae consigo lo cómico; pero también puede suceder que la exageración de lo cómico despoje de cualidades estéticas a la obra, o impida que se produzca la emoción que lo bello causa. Así se observa muchas veces que nos reímos y solazamos contemplando una obra artística cómica, sin que experimentemos emoción estética, antes bien, condenando la obra por su falta de belleza.

Este fenómeno (constantemente producido por la exageración de lo cómico artístico, llamada lo grotesco o bufo) prueba cumplidamente que no pueden confundirse la emoción estética y la cómica, por más que se hallen unidas en muchas ocasiones, y demuestra que el artista cómico no cumple su deber de tal, simplemente con hacer reír, como piensa el vulgo.




Lección VI

Grados de la belleza. -Bases en que se fundan. -Vaguedad y carácter subjetivo de sus denominaciones. -Enumeración de los principales. -Lo agradable, lo lindo y lo gracioso. -Otras calificaciones menos importantes


Hemos dicho que en el mundo no existe la belleza absoluta, o lo que es igual, que ninguno de los objetos que en él contemplamos es completamente bello, sino que a todos acompaña el limite o negación parcial de la belleza, a que llamamos fealdad. Cuando este límite se reduce a su más mínima expresión, y no basta, por tanto, para oscurecer las cualidades bellas del objeto, decimos que éste es bello, porque su belleza es plenamente perceptible; cuando, por el contrario, lo feo prepondera en el objeto hasta el punto de hacer dificilísima la percepción de su belleza, decimos de éste que es feo; cuando los elementos bellos y feos se equilibran en el objeto (o cuando éste carece de expresión, aunque sea armónico), decimos que es indiferente.

Pero en los mismos objetos que tenemos por bellos, caben grados muy diversos, desde la belleza perfecta (mejor dicho, la menos imperfecta) hasta un grado mínimo de belleza que casi linda con la indiferencia.

Estos grados son, en realidad, numerosísimos, y se distinguen unos de otros por matices tan delicados, que es dificilísimo percibirlos, a lo cual se debe la vaguedad que ofrecen sus denominaciones, el escaso acuerdo que existe acerca del número de tales grados, y lo mucho que hay de subjetivo en su apreciación, pues generalmente ésta varía de individuo a individuo, como repetidamente lo prueba la experiencia.

Estos grados son, en realidad, bellezas incompletas, manifestaciones de lo bello que no han llegado a su plenitud, pero que bastan para que el objeto en que aparecen deje de ser indiferente y produzca una emoción estética inferior a la producida por los objetos propiamente bellos27. En tal sentido puede decirse que se fundan en la cantidad, aunque también hay en ellos un elemento cualitativo, sobre todo en algunos que se caracterizan, no sólo por su cantidad de belleza, sino por cierta especial manera de ser.

El grado más ínfimo de lo bello es lo agradable28, calificación que se aplica a aquellos objetos que sólo producen en el ánimo una impresión de placer o satisfacción ligera y poco profunda, que afecta más a los sentidos y a la fantasía que a la sensibilidad y a la inteligencia. Por regla general, en los objetos agradables la armonía existe, pero sin ser lo bastante perfecta para llamar la atención poderosamente, y la expresión es casi insignificante.

Superior a lo agradable es lo bonito o lindo. En este grado existen bastante desarrollados los elementos constitutivos de lo bello, pero la cantidad de forma en que se manifiestan o la cantidad de intensión con que se producen, son insuficientes para producir la verdadera y plena emoción estética. Lo bonito o lindo es, pues, lo bello en proporciones reducidas, la belleza de lo pequeño, porque lo pequeño no ofrece campo para que en su forma haya riqueza de armonías ni para que la expresión revele una poderosa vitalidad29.

Lo gracioso o agraciado se refiere más a la cualidad que a la cantidad, aunque no carece de cierto elemento cuantitativo, y se aplica a la expresión antes que a la armonía. La viveza, animación y facilidad de la expresión, la agilidad y ligereza en los movimientos del objeto, se consideran como rasgos distintivos de lo gracioso, al cual caracteriza, por tanto, el predominio de la expresión. Lo gracioso requiere escasa cantidad de belleza para producirse, y aun puede conciliarse con lo feo (no siendo extremado el grado de fealdad). Así se dice de una persona que su fisonomía es graciosa, pero no bella (en el pleno sentido de esta palabra), y suele decirse que hay feos con gracia30.

Así como lo gracioso se refiere principalmente a la expresión, lo elegante, lo delicado, lo noble, lo severo, y otras calificaciones análogas de menos importancia, se refieren a lo puro y selecto de las formas. Lo elegante se une generalmente a lo gracioso, y en cierto modo lo presupone, al paso que lo delicado suele excluirlo.

En resumen, los verdaderos grados de lo bello son lo agradable y lo bonito o lindo. Lo gracioso, lo elegante, lo delicado, etc., son más bien cualidades análogas a lo bello, elementos aislados de éste, o aspectos diversos de la belleza misma. Fijar con precisión estos delicados y apenas perceptibles matices, es tarea difícil para la Ciencia; porque si la sensibilidad los aprecia con leve esfuerzo, la razón no alcanza con igual prontitud a determinarlos. Por eso hay tanto de subjetivo en su apreciación, y por eso su estudio es una de las partes más difíciles y menos cultivadas de la Estética.




Lección VII

Concepto de lo sublime. -Su relación con lo bello. -Carácter de la emoción que causa. -Elementos subjetivos y objetivos de lo sublime. -Sus diversas manifestaciones


El examen de la realidad, bajo el punto de vista estético, ofrece objetos (y principalmente estados y aspectos de los objetos) cuya contemplación causa en nosotros una emoción parecida a la que produce la belleza, pero distinta por muchos conceptos, y en los cuales hallamos notablemente alteradas las cualidades propias de lo bello, sin que por esto los consideremos feos, pues antes bien, los tenemos por superiores a los que llamamos bellos. A este género de objetos apellidamos sublimes, y sublimidad a la cualidad que en ellos suponemos y que causa, a nuestro juicio, la emoción a que nos hemos referido.

Si bajo el punto de vista subjetivo analizamos los objetos sublimes, vemos que su contemplación produce una emoción análoga a la que hemos llamado estética, por cuanto tampoco requiere concepto previo, ni consideración de fin para producirse, y porque es (como aquella) agradable, pura y desinteresada. Pero a la vez notamos que el placer que esta emoción lleva consigo está amargado por una impresión penosa y violenta, por cierto terror que se apodera del ánimo, por una especie de abatimiento que nace de la inusitada grandeza que reconocemos en el objeto. A esta impresión se une un profundo asombro, una admiración sin límites, un como anonadamiento del espíritu ante el objeto contemplado.

Este objeto nos aparece dotado de incomparable grandeza (en extensión o en fuerza)31, tal que, sobre parecernos su forma harto mezquina, con ser grande, para manifestar cumplidamente toda la cantidad de realidad, de sustancia o de fuerza que en él creemos adivinar, antójasenos también que excede a los límites de nuestra comprensión, en términos que no parece que quepa adecuadamente en ninguna representación ideal. De aquí un desequilibrio, un desorden, una perturbación de la armonía estética en el objeto sublime que, al parecer, no permite incluirlo en el número de los objetos verdaderamente bellos.

Hay, con efecto, en todo objeto sublime un desorden (aparente o real) que es incompatible con la belleza, y sin embargo, lo sublime no es lo feo, ni lo ridículo, ni mucho menos lo indiferente; lejos de eso, produce en el espíritu una verdadera emoción estética, y en tal sentido es fuerza confesar que es bello. ¿Cómo explicar esta aparente contradicción? A su debido tiempo lo veremos.

Así como en los grados inferiores de la belleza suele advertirse el predominio de ciertos elementos estéticos que parecen desarrollados a expensas de los restantes (como la expresión en la gracia, por ejemplo), así en lo sublime hallamos extraordinariamente desarrollada la grandeza32 a costa de la armonía, que rompe, o al menos perturba. En cuanto a la expresión, ningún menoscabo sufre; lejos de eso, casi todos los objetos sublimes son muy expresivos, como quiera que la grandeza de lo sublime casi siempre es debida a un inmenso desarrollo de fuerza, manifestada con tal empuje, que quebranta la armonía de la forma.

Es, pues, lo sublime, en rigor, un grado o manifestación de lo bello, que se origina por el extraordinario predominio de la grandeza; grado de que son precedentes ciertos aspectos de lo bello considerado bajo el punto de vista de la grandeza, denominados lo grandioso, lo majestuoso, lo magnífico, etc., que son como puntos intermedios entre lo bello propiamente dicho y lo sublime. Este puede considerarse como el más alto grado posible de grandeza, como la grandeza incomparable, a tal extremo llevada, que rompe la armonía de la forma por no caber en ella.

No es, pues, una mera limitación, una simple carencia la que produce lo sublime (pues, si tal fuera, confundiríase con lo feo), sino un extraordinario predominio de una cualidad del objeto, que destruye (o al menos altera) la armonía de éste.

En los objetos feos, la pérdida de la armonía o de la expresión no está compensada por el desarrollo de otra cualidad; pero el objeto sublime gana en grandeza (y a veces en expresión) lo que en armonía pierde. Por eso lo sublime no se confunde con lo feo, ni menos con lo ridículo, que siempre supone la pequeñez.

Sin embargo, si la grandeza desplegada en lo sublime no equivaliera a la armonía perdida, quedaría sólo en el objeto el desorden, que por sí es feo, y el contraste entre la perturbación causada y la escasa grandeza manifestada podría producir el efecto cómico. Por eso suele decirse que de lo sublime a lo ridículo no hay mas que un paso33.

Lo sublime aparece, por tanto, como lo bello perturbado en su armonía por la manifestación de una extraordinaria grandeza; como una belleza de tal fuerza y extensión, que a sí propia se niega en parte por no hallar forma adecuada en que producirse. Por lo que tiene de positivamente bello produce, pues, la emoción estética; su grandeza engendra el sentimiento de asombro que su contemplación causa; y la perturbación que revela, el choque violento que supone entre una fuerza que intenta manifestarse y una forma que no alcanza a manifestarla, el desorden y la desarmonía que esto produce, son también el origen de lo que hay de penoso y desagradable en la emoción. El abatimiento, el anonadamiento que el espíritu experimenta en presencia de lo sublime, débese a que cree ver en él algo de infinito (o de indefinido a lo menos) que no puede comprender ni abarcar en una representación sensible, y esta impotencia para representarlo le humilla y desconsuela, y aumenta la parte desagradable de la emoción referida.

Si atentamente consideramos ahora las diversas formas de lo sublime, fácilmente comprenderemos que en la noción de éste preponderan los elementos subjetivos sobre los objetivos hasta el punto de que pudiera decirse que lo sublime es una creación de nuestro espíritu. El dato real que lo sublime nos ofrece, es únicamente un grado extraordinario de grandeza en fuerza o extensión; esto es lo que hay de objetivo en él. El resto es creación subjetiva de nuestra mente, debida a una apariencia que nos engaña. Demostrando esta afirmación, comprenderemos mejor la íntima relación de lo sublime con lo bello, que antes no pudimos esclarecer completamente.

Es de notar, con efecto, que la oposición perturbadora en que descansa lo sublime puede revestir formas diferentes, que originan grados distintos de emoción.

La grandeza incomparable que lo constituye puede consistir igualmente en la extensión o magnitud del objeto y en la cantidad o intensidad de la fuerza desplegada (sublime de extensión o matemático y de fuerza o dinámico); así como la perturbación, el desequilibrio puede originarse en el objeto mismo entre sus varios elementos (entre su forma y su fuerza), o fuera de él, esto es, por el contraste entre la grandeza del objeto y la pequeñez de su posible representación en nuestro espíritu. En la emoción dominarán, según estos diversos casos, el terror, el asombro o el abatimiento.

Hay que tener en cuenta también que lo sublime aparece en ocasiones como permanente en el objeto o como accidental y transitorio, a la manera de lo cómico, esto es, como propiedad o como estado. El espacio celeste, el Océano en calma, las grandes montañas son ejemplos de lo que puede llamarse sublime permanente, la tempestad, el huracán, las erupciones volcánicas lo son de sublime transitorio. En lo sublime permanente no hay oposición ni lucha; el desorden se produce por el desequilibrio entre la cantidad de materia o de fuerza y su manifestación formal, o mejor aún, entre el objeto y su representación. En lo sublime transitorio el desorden se origina de la oposición y lucha entre diversos elementos, que a veces suele darse en un objeto sólo, y otras en un conjunto de objetos que, referidos a cierta unidad, causan en el alma una impresión única y total34.

En lo sublime cuantitativo o de extensión (matemático, que decía Kant), que también pudiera llamarse sublime estático, o en reposo, la emoción no es penosa como en el otro género de sublime, y sólo la caracteriza un inmenso asombro y cierto anonadamiento del ánimo ante tanta grandeza. Aunque en este género de sublime aparece también la fuerza (reflejada en la extensión o cantidad), como quiera que se manifiesta en reposo, no produce el choque y lucha violenta propia del otro sublime, y la falta de armonía del objeto es más bien carencia de forma concreta y limitada en que la fuerza cuantitativa se exprese.

Pero semejante carencia no tiene realidad fuera de nosotros; en el mundo real no hay fuerza que no se manifieste en forma adecuada. Lo que sucede aquí, es que nuestra limitada, comprensión no alcanza a abarcar toda la forma del objeto que nos aparece como indefinida, y en este caso referimos a aquél una oposición entre su esencia y su forma manifestativa, que sólo existe realmente entre el objeto y su representación en nuestro espíritu; o lo que es lo mismo, tras formamos en oposición real en el objeto, lo que es impotencia de nuestra facultad de representación.

Lo sublime de fuerza o dinámico no es permanente, es decir, no reside en la naturaleza del objeto, sino en sus estados transitorios. La fuerza en reposo constituye más bien lo sublime matemático que lo dinámico; la fuerza en acción y movimiento engendra lo sublime propiamente llamado así; de donde se infiere que lo sublime matemático y el dinámico no son más que aspectos distintos de una misma cosa.

En lo sublime dinámico el desorden se produce por una lucha de elementos que rompen la armonía de la forma, o por el desarrollo de una fuerza extraordinaria, que también la rompe; observándose que en muchos casos este género de sublime no reside en un sólo objeto, sino en un conjunto, cuya relación armónica aparece quebrantada por la oposición de los elementos que lo constituyen. En este género de sublime se observa lo mismo que en el anterior. Cierto que, cuando es debido a una lucha de elementos reales (de las olas del mar con el viento en una tempestad, por ejemplo), el desorden tiene algo de objetivo; pero aparte de que en la naturaleza todo desorden es aparente, pues está sometido a ley, y es manifestación, por tanto, de un orden general a cuya realización contribuye -tampoco existe en este caso oposición real de esencias y formas, sino oposición entre el objeto y su representación en nuestra inteligencia, que no acierta a medir el grado de fuerza desarrollada, ni a encerrarla en adecuada representación, ni alcanza a reducir a verdadero orden el aparente desorden que contempla.

Todas las manifestaciones de lo sublime contienen, pues, un elemento objetivo: el desarrollo de una grandeza extraordinaria, matemática o dinámica; pero la desarmonía, el desorden que ofrecen, no tienen realidad fuera de nosotros ni son otra cosa que el fruto de una limitación de nuestras facultades conceptivas y representativas, que atribuimos al objeto.

Así se comprende cómo lo sublime puede causar emoción estética, careciendo, al parecer, de una cualidad de lo bello. Lo sublime es, por consiguiente, un grado máximo de belleza, en que predomina la grandeza sobre la armonía hasta el punto de producir un aparente desorden, o en términos más breves, es una belleza que no puede ser objeto de una exacta representación en nuestra mente. También es posible explicar ahora el carácter especial de la emoción que lo sublime causa, la cual no es otra cosa que la misma emoción estética, alterada por un sentimiento de asombro, de terror o de abatimiento, debido a la grandeza real del objeto, y más todavía a nuestra impotencia para representárnoslo adecuadamente.

Lo sublime aparece en el espíritu como en la naturaleza. A lo sublime material se aplica principalmente la división en matemático y dinámico, a que antes nos hemos referido; pero también puede aplicarse por traslación a lo sublime intelectual y moral. La grandeza extraordinaria de una concepción intelectual puede considerarse como un sublime de extensión o de fuerza, según la caractericen lo vasto o lo profundo del pensamiento. Pero donde más se manifiesta lo sublime espiritual es en la actividad humana, en la lucha de las pasiones y de los sentimientos, en la oposición entre los diferentes móviles a que puede obedecer la voluntad. En la terrible y dramática lucha de las pasiones entre sí o entre las pasiones y la ley moral, en el choque y conflicto de los afectos o de los deberes, puede manifestarse lo sublime dinámico con caracteres análogos a los que la naturaleza ofrece. En tales casos puede aparecer quebrantada la armonía de la vida y desarrollada una fuerza tal de pasión o de voluntad, que apenas sea concebible ni representable.

En lo sublime espiritual como en el natural, la perturbación de la forma bella es también aparente y subjetiva. Es más: la belleza de la vida espiritual aumenta en excelencia cuando en ella aparece lo sublime moral, pues nada hay más bello que el triunfo de la ley moral sobre las pasiones. Cuando el héroe o el mártir sacrifican a una noble idea, a un puro sentimiento o a la ley imperiosa del deber, sus más caros afectos y sus más vitales intereses, y aun su propia vida, la aparente perturbación de la armonía de su vida se resuelve en una armonía más verdadera, cual es la que nace del triunfo del bien. Pero a los ojos del contemplador, la acción aparece perturbadora y engendra el desorden propio de lo sublime.

La abnegación y el sacrificio en todas sus formas son las más altas e importantes manifestaciones de lo sublime moral; el heroísmo y el martirio constituyen también su mayor grado de excelencia. Pero al lado de estos grandiosos ejemplos de sublimidad pueden reconocerse otros en todos esos terribles conflictos de la vida a que se da el nombre de trágicos, y que juegan papel tan importante en la poesía dramática. Donde quiera que la voluntad o la pasión se desarrollan con fuerza suficiente para perturbar la normalidad de la vida, puede aparecer lo sublime, siempre con el carácter de sublime, transitorio, y bajo la condición de que el acto moral tenga la grandeza necesaria para llegar a la sublimidad.




Lección VIII

Examen de los diversos órdenes de la belleza natural. -Belleza de los objetos físicos. -Belleza de los objetos espirituales. -Belleza total de la realidad


Conocidos el carácter y naturaleza de lo bello y expuestos sus diferentes grados, debemos ahora examinar las diversas manifestaciones de la belleza que nos ofrece la realidad, entendiendo por tal el mundo que nos rodea, y que experimentalmente conocemos por medio de la observación externa e interna35. A este género de belleza apellidamos natural para distinguirla: de aquella otra que es obra de la actividad humana (belleza artística), y que, por tanto, no es producto de la naturaleza36.

Para proceder al estudio de la belleza natural, consideraremos dividida la realidad en dos órdenes de objetos, a saber: objetos físicos, naturales o sensibles, que percibimos por medio de los sentidos (observación externa) y objetos espirituales que no percibimos por medio de los sentidos, sino por el sentido íntimo o conciencia en nosotros mismos (observación interna) y por la observación exterior, unida a la analogía, en otros seres. Reuniendo bajo el nombre de Naturaleza a todos los objetos físicos, y bajo el de Espíritu a todos los espirituales, podremos establecer dos órdenes de belleza natural que examinaremos sucesivamente.

Lo que se llama naturaleza (el mundo de los objetos físicos o sensibles) puede dividirse en dos grandes reinos: el inorgánico o preorgánico y el orgánico, comprendiendo en el primero los cuerpos celestes y las sustancias minerales que existen en el planeta que habitamos, y en el segundo los vegetales y los animales37.

Los objetos físicos ofrecen dos clases de bellezas distintas, a saber: la belleza óptica o visible y la acústica. La primera reside en las formas y movimientos exteriores de los objetos; la segunda en los sonidos que producen algunos de ellos.

La belleza acústica no es permanente en los objetos, y se distingue principalmente por la armonía. Su elemento expresivo varía mucho, según los casos, teniendo unas veces verdadero valor objetivo (el canto en que expresan las aves sus sensaciones), y otras un valor subjetivo, fundado en supuestas analogías, y, sobre todo, en el efecto que los sonidos causan en nuestro ánimo38.

La altura, intensidad o vigor, y timbre o pureza del sonido; el ritmo o movimiento ordenado de éste; la melodía o acuerdo de sonidos sucesivos, la armonía o acuerdo de sonidos simultáneos, constituyen los elementos fundamentales de la belleza acústica en la naturaleza como en el Arte.

En los objetos físicos, considerados bajo el punto de vista de sus cualidades visibles (belleza óptica), hay que examinar la forma y el movimiento. El movimiento no aparece más que en ciertos seres (los que se mueven por sí mismos y los que pueden ser movidos), y ofrece como cualidades estéticas la facilidad y ligereza o la grandeza y majestad, así como su regularidad rítmica. Ejemplo de lo primero puede ser el vuelo de una golondrina, de lo segundo el de un águila, y de lo tercero la marcha de un caballo. El movimiento, como el sonido, puede tener un valor expresivo real o subjetivo. Los seres inteligentes pueden reflejar en él estados de su ánimo, en cuyo caso el movimiento será realmente expresivo; pero también su expresión puede ser un concepto arbitrario de nuestro espíritu, como sucede cuando consideramos melancólico el movimiento de las hojas arrebatadas por el viento.

En la forma de los objetos físicos hay que considerar la armonía, la expresión y la grandeza. La armonía se manifiesta en la proporción (relación de dimensiones de las partes), el orden (colocación conveniente y correspondencia de las partes), la regularidad (sujeción de las partes a una ley rítmica) y la simetría (igualdad de partes opuestas y correspondientes a la vez). La expresión se significa en la cantidad de fuerza o de vida que manifiesta la forma del objeto, en los estados interiores de éste (cuando es vivo e inteligente) reflejados en su forma, en la manifestación del carácter peculiar del género a que pertenece y de los caracteres individuales que le son propios, etc. Por último, la grandeza se revela en el tamaño del objeto y también en la cantidad de fuerza en él desplegada.

En los objetos físicos hay que considerar también el color, como excelencia de su forma, que les da riqueza, expresión y armonía. El color es simple o compuesto; en el primer caso, su belleza reside principalmente en su pureza e intensidad; en el segundo, en la riqueza, variedad y concordancia o agradable conjunto de los colores simples que lo componen. El color tiene cierto valor expresivo que proviene de nuestra imaginación, y que se funda en ciertas analogías. Así, consideramos triste al color negro, porque es el de la noche, el del sepulcro, etc. Este valor expresivo tiene cierto fundamento real en el hecho de que los colores producen determinados efectos en nuestro ánimo, entristeciéndonos unos, alegrándonos otros, etc.

De lo expuesto resulta, que hay en la apreciación de la belleza física mucho de subjetivo. Nuestra imaginación propende, con efecto, a dar a los objetos físicos un valor expresivo que no suelen tener, atribuyéndoles cualidades propias del espíritu, y buscando numerosas analogías entre lo físico y lo espiritual. Los casos que hemos citado y otros infinitos que pudiéramos citar, dan claro testimonio de la verdad de esta afirmación. Por igual procedimiento solemos aplicar a lo espiritual las cualidades de lo físico, y así como hablamos de la tristura del color negro, de lo risueño de un arroyo, hablamos también del vigor del sentimiento, de la claridad de la idea, etc. Esta continua traslación de lo espiritual a lo físico, y viceversa, es el fundamento de una gran parte de nuestras apreciaciones estéticas, y merced a ella solemos dar a la naturaleza material un valor expresivo que no tiene, y hasta un grado de belleza de que en ocasiones carece en realidad.

La belleza de los objetos físicos reside, no sólo en cada uno de ellos, sino en su conjunto, y nace en tal caso de la armonía que éste presenta por la conveniencia de unos objetos con otros, los bellos contrastes que pueden ofrecer, la combinación de colores y tamaños, etc. En estas bellezas de conjunto, hay también un elemento subjetivo, debido al efecto que cansan en el ánimo; así se dice de los paisajes que son risueños, del cielo estrellado que es majestuoso, de un país iluminado por la luna que es melancólico.

Si nos fijamos ahora en el respectivo valor estético de los diferentes órdenes de objetos físicos, fácilmente notaremos que el grado que ocupan en la escala de la belleza, no siempre corresponde al que ocupan en la de la perfección, lo cual es una prueba más de la distinción que hay entre ambas ideas.

Débese esto a que, para calificar el grado de perfección de tales objetos, se tienen en cuenta consideraciones muy ajenas a la Estética (la complicación de su estructura interna, la utilidad que reportan, etc.), y se atiende muy poco a la excelencia de su forma externa. Así, por ejemplo, considéranse como animales superiores los monos, los elefantes y otros que ninguna belleza poseen, porque se consideran como perfecciones la complicación de sus órganos y funciones y el desarrollo de su inteligencia, al paso que se reputan inferiores a éstos otros animales, que en la escala de la belleza ocupan un puesto mucho más elevado, como la mayor parte de las aves, muchos insectos y moluscos, etc.

Considerando dividido el mundo inorgánico o preorgánico en dos reinos: el sideral, que comprendo los cuerpos celestes, y el mineral, que comprende las sustancias y cuerpos inorgánicos que existen en la tierra, hallamos que los objetos pertenecientes al primero ofrecen como cualidades estéticas la regularidad, y grandeza de sus formas, la luz que despiden, y el orden concertado y majestuoso de sus movimientos, en todo lo cual hallamos los caracteres propios de la belleza. Pero la belleza de éstos objetos reside más en su conjunto que en cada uno de ellos por separado, y llega hasta lo sublime, como se observa en el firmamento estrellado y en el espacio ocupado por la atmósfera. Contribuyen también a aumentar el valor estético de estos cuerpos ciertas ideas morales que a ellos mismos referimos, como la melancolía atribuida a la luna, la majestad del sol, etc.

Los grandes fenómenos de la naturaleza (tempestades, huracanes, erupciones volcánicas, cataratas), son también bellos, y aun sublimes, y se distinguen, ante todo, por la cantidad de fuerza que en ellos se despliega.

El planeta que habitamos nos presenta también numerosas bellezas en los elementos que lo componen y en los accidentes de su superficie. El mar, sereno o tempestuoso, las montañas, los valles, ofrecen multitud de bellezas, casi todas de conjunto, que no pocas veces llegan a la sublimidad. Las grandes agrupaciones de minerales (rocas) también son bellas o sublimes, según los casos, principalmente consideradas en conjunto.

Los cuerpos minerales, en su mayoría, no son bellos. Los que merecen el nombre de tales ofrecen como cualidades estéticas la regularidad de sus formas (cristalizaciones de carácter geométrico), el brillo, pureza, riqueza y armónica combinación de sus colores (mármoles, jaspes, metales, piedras preciosas), y los agradables juegos de luz que algunos presentan (piedras preciosas, señaladamente el diamante). En muchos de estos cuerpos la belleza es debida al Arte, tanto como a la naturaleza (como en las piedras finas talladas artísticamente), o a la circunstancia de servir para adorno de los hombres.

Al aparecer la vida en el mundo orgánico, al nacer en él el organismo y la armonía, crecen también los grados de la belleza natural. La variedad de órganos y funciones en la planta, la vida que en ella se muestra, la animación que su presencia da a la naturaleza inorgánica, revelan un mundo de belleza superior. La planta es bella, no sólo por la armonía que puedan ofrecer sus formas, sino porque es un ser viviente, en el cual se manifiesta, por tanto, un grado de riqueza y variedad de formas y funciones, y una fuerza tan poderosa, que no admite comparación con la que presentan los seres inorgánicos.

La belleza y gallardía de las formas, la simétrica distribución de las partes (ramas, hojas, pétalos de la flor), la riqueza de los colores, constituyen otras tantas cualidades estéticas de la planta, cualidades que se manifiestan sobre todo en el conjunto de plantas diversas, armónica y concertadamente combinadas (bosques, florestas, jardines). Combínase, además, la belleza vegetal con la inorgánica, constituyendo la belleza de los paisajes.

En las plantas se observa lo que antes hemos dicho, a saber: que no siempre las superiores en la escala natural lo son también en belleza. El botánico y el artista consideran de muy diverso modo las plantas, y no pocas veces las que admira el primero son menospreciadas por el segundo, y viceversa.

El reino animal constituye uno de los grados más altos de la belleza natural; pero hay que advertir que en él se unen los elementos espirituales a los físicos, siendo, por tanto, su belleza, no puramente física, sino psico-física o espiritual y material a la vez. El movimiento libre, la expresión de la fisonomía o de las actitudes del cuerpo, los hechos voluntarios y otras circunstancias análogas que influyen no poco en el valor de la belleza de estos seres, débense a la aparición del espíritu en ellos, y son en rigor manifestaciones de la belleza espiritual.

Limitándonos a los elementos físicos de la belleza de los animales (y prescindiendo de las excelencias de su organización interna, que mientras no se revelen en su forma, no constituyen belleza), hallamos en ellos las mismas excelencias que en la planta, aumentadas con el movimiento libre, y las diversas expresiones que ofrece el animal según el estado de su ánimo. La elegancia, regularidad y gracia de las formas, los colores que ostentan, la viveza o majestad de los movimientos, el vuelo en ciertas especies, la voz en otras, son elementos que contribuyen a la belleza de los animales. También ofrecen estos seres bellezas de conjunto, pero más escasas y menos importantes que en los anteriores. Es de observar asimismo que en los animales no se manifiesta lo sublime; en cambio aparece lo cómico, pero debido a la actividad espiritual del animal.

La observación anteriormente hecha de que en los seres naturales el grado de belleza no coincide con el de perfección, se aplica con especialidad al reino animal. Los órdenes inferiores de éste suelen aventajar en belleza a los superiores. Multitud de zoófitos y equinodermos, la mayoría de los moluscos y gran número de articulados ofrecen formas más elegantes y regulares, colores más brillantes y vivos que muchos animales vertebrados, colocados muy por cima de aquellos en la escala zoológica; y aun dentro de los vertebrados, superan en belleza las aves a la mayor parte de los mamíferos, y entre estos los que se reputan como más superiores (los monos, por ejemplo), son inferiores en belleza a otros que ocupan en la escala lugar muy bajo.

El hombre, físicamente considerado, constituye el grado superior de la belleza animal, no solo por la proporción admirable de sus formas, y la variedad, riqueza, agilidad y gracia de sus actitudes y movimientos, sino por la movilidad y expresión de su fisonomía, que tan vivamente retrata el estado de su alma.

En la belleza física humana hay que considerar la oposición de sexos y la variedad de razas. La primera se observa en casi todos los animales; pero en el hombre, la distinción sexual es quizá más profunda que en ninguno de aquellos. Por regla general, el varón aventaja a la mujer en la proporción y majestad de las formas, distinguiéndose en cambio aquella por la gracia y delicadeza de las suyas. Con respecto a las razas, obsérvase en ellas una escala gradual de belleza, caracterizada principalmente por el color de la piel y del cabello y la regularidad de las facciones, y en la cual se advierte una ascensión creciente desde formas que confinan con las de los animales irracionales (razas negras) hasta el bello tipo de las razas blancas superiores (indo-europeas y semíticas). Dentro de éstas razas hay variedad de sub-razas distintas, y de tipos nacionales, provinciales y aun locales, notablemente diversos bajo el aspecto estético.

La belleza de los objetos espirituales ofrece los mismos caracteres fundamentales que la de los físicos; pero estos caracteres varían por no manifestarse en formas que afecten inmediatamente a los sentidos. De aquí que los términos con que se designan las cualidades y elementos de la belleza física, se hayan de emplear con muy distinto valor al aplicarse a la espiritual, pues ni la forma de ésta es lo mismo que la de aquélla, ni tampoco la armonía, el orden, la regularidad, etc., toda vez que términos semejantes sólo pueden aplicarse con un valor metafórico a fenómenos que no se dan en el espacio ni afectan a los sentidos.

Toda belleza espiritual se refiere necesariamente al pensamiento, al sentimiento o a la voluntad en cuanto se manifiestan en hechos, esto es, en cuanto son actividades del espíritu. Estas facultades, abstractamente consideradas, no son bellas ni feas, y sólo parecen tales cuando están en ejercicio, la belleza del espíritu reside, pues, en su actividad en cuanto se traduce en hechos, o lo que es igual, se refiere siempre a la vida de los seres dotados de facultades psíquicas.

La fuerza, manifestada en extensión e intensidad, es uno de los principales elementos de la belleza espiritual. Por eso son bellos los pensamientos profundos, los sentimientos poderosos y fuertes y la voluntad inquebrantable y firme.

La belleza del espíritu reside, o en la forma y dirección de la actividad, o en los productos de ésta. En este último sentido hablamos cuando decimos que son bellas ciertas verdades de la ciencia, ciertos conceptos o ideas puras de la razón o del entendimiento, que no son, en suma, sino productos o actos de estas facultades, cuya belleza reside no pocas veces en la forma dada por el espíritu a la verdad descubierta (el binomio de Newton, por ejemplo), o a la idea contemplada (en cuanto se representa en una imagen).

La belleza espiritual comprende dos grados: belleza del espíritu animal y belleza del espíritu humano. La primera es inferior a la segunda, porque la libertad del espíritu animal es puramente sensible y su inteligencia también, careciendo además de razón y de conciencia moral. Esta belleza puede ser intelectual o sensible, pero no moral, porque el animal no tiene moralidad39.

La belleza del espíritu humano es intelectual, sensible y moral. La inteligencia es bella como actividad en su libre dirección y en la formación del conocimiento, es decir, en cuanto se manifiesta en profundos pensamientos y elevadas ideas.

La fuerza creadora en la fantasía, el discernimiento agudo y la penetración en el entendimiento, la clara intuición en la razón, al traducirse en los hechos que pueden llamarse intelectuales, constituyen los elementos estéticos de la facultad a que nos referimos.

Pero donde mejor se muestra la belleza espiritual es en la vida del sentimiento y de la voluntad, esto es, en las determinaciones de estas facultades. En los afectos del corazón, en el amor, en la bondad, en el valor, en la abnegación, es donde reside el más alto grado de belleza espiritual y el que más altas inspiraciones ofrece al Arte. No es menor la perfección estética de la voluntad cuando realiza el bien por puros y nobles motivos, o cuando, puesta al servicio de una elevada idea y unida a fervoroso sentimiento, engendra esos actos, no ya bellos, sino sublimes, que se llaman heroicos. Cuando la belleza del sentimiento y la de la voluntad se unen en un sólo hecho, se encuentra realizado el grado más alto de la belleza espiritual. La heroica abnegación de los mártires, los rasgos sublimes que el amor ofrece en todas las edades, son manifestaciones altísimas de este género de belleza que aventaja a las más excelentes que la naturaleza nos presenta.

Como lo psicológico y lo físico están en el hombre íntimamente unidos, en rigor no puede decirse que en este mundo exista la belleza espiritual pura40, por lo cual la división que hemos hecho tiene algo de abstracta. Cabe, sin embargo, que la belleza corporal y la espiritual estén separadas realmente, pero la belleza espiritual no se manifiesta sin alguna forma sensible y corpórea41.

Cuando la belleza espiritual y la corporal o física se unen en un mismo objeto, se origina una belleza compuesta, que es el más alto grado de la belleza humana (mens sana in córpore sano).

La belleza espiritual puede ser de conjunto como la física, naciendo en tal caso de la oposición o de la concordancia de caracteres, afectos, ideas y voluntades. Esta oposición o concordancia pueden producir un efecto estético a la manera que un conjunto de objetos físicos.

La lucha y oposición entre personajes humanos, realizada en formas bellas, da lugar a un género especial de belleza a que se llama dramática. No carece de ella en cierto modo la misma naturaleza, pero el carácter peculiar de lo dramático es en realidad la lucha entre fuerzas inteligentes y libres, resuelta armónica o inarmónicamente, en cuyo último caso la belleza dramática produce los efectos de lo sublime y recibe el nombre de trágica. Toda la vida humana, tanto la de los individuos como la de las colectividades, ofrece a cada paso este género de belleza, que constituye el encanto y atractivo propios de la Historia.

Por último, considerando reunidos en un sólo conjunto todos los aspectos de la realidad, (la naturaleza material como la espiritual) y reconociendo la cantidad inmensa de fuerza y de vida, de materia y de inteligencia que en el universo entero se revela en armónica y grandiosa forma, hallaremos una belleza total, que abraza en conjunto todo cuanto existe, y que es la belleza del Universo o del Cosmos, grado supremo de belleza a que podemos llegar dentro de la experiencia. Las grandes leyes mecánicas, físicas y químicas del mundo material, las del mundo moral o espiritual, los fenómenos generalísimos que ofrecen, el primero en lo que se llama la vida universal de la materia, el segundo en la historia, tales son los elementos de esta total belleza, que por la dificultad de encerrarse en forma adecuada podría calificarse de sublime, si no fuera porque en su vasta y grandiosa armonía no se advierte el desorden que a lo sublime caracteriza.

Recorrido de esta suerte a grandes rasgos el ancho campo de la belleza del mundo, queda terminado el estudio objetivo de la belleza, y fáltanos solamente, para completar este trabajo, examinar los efectos de lo bello en el espíritu del hombre y ocuparnos en el estudio de la belleza debida a la actividad humana, esto es, de la belleza artística, lo cual será objeto de las lecciones siguientes.



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