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Lección IX

Efectos que causa la belleza en el espíritu del hombre. -Juicio y sentimiento de lo bello. -Caracteres de la emoción estética. -Idea de lo bello. -La belleza ideal. -Intervención del entendimiento y la fantasía en su producción


Todo objeto bello contemplado por el hombre42 afecta primera e inmediatamente a su sensibilidad, cualquiera que sea el género a que pertenezca43. Esta impresión sensible, trasmitida al espíritu, produce una emoción o sentimiento, a que luego sigue un juicio, mediante el cual afirmamos que el objeto es bello. Si queremos analizar las causas de la emoción sentida, esto es, saber qué cualidades especiales hay en el objeto que producen tal emoción, y una vez descubiertas y observadas en varios objetos las reunimos en un concepto o noción, habremos formado la idea de lo bello (lo que propiamente se llama belleza), esto es, el concepto o representación racional de las cualidades que constituyen lo bello.

Que la sensación física y la emoción preceden al juicio en la percepción y apreciación de lo bello es indudable, pues no decimos que el objeto es bello sino porque nos ha causado la emoción que llamamos estética. Pero por razón del hábito, la emoción o sentimiento y el juicio casi se confunden en un momento indivisible, y el acto de sentir lo bello y de calificarlo parecen simultáneos, aunque en realidad sean sucesivos. Sensación, emoción o sentimiento, juicio; tales son, en su orden de manifestación, los elementos que constituyen la impresión estética.

La sensación y el sentimiento de lo bello no pueden confundirse, por más que coincidan en repetidas ocasiones. Sin entrar aquí en consideraciones metafísicas y biológicas acerca de la naturaleza y relación de lo físico y lo psicológico, y sin desconocer tampoco la íntima y constante relación que entre ambos existe, podemos afirmar, sin embargo, que la emoción estética, aunque motivada u ocasionada siempre por la sensación, ni se confunde con ésta, ni por ella es causada en muchos casos. En las bellezas del orden espiritual esto es innegable: una bella acción, un pensamiento bello, ningún placer causan en el ojo que contempla la primera, ni en el oído que escucha la emisión del segundo. El ojo y el oído son en ambos casos ocasión y condición necesarias para que la emoción estética se produzca, pero no la causan. Ninguna relación de conveniencia o agrado puede hallar la fisiología entre estos sentidos y aquellos objetos.

Aun en los mismos objetos físicos, esta distinción es evidente. La impresión agradable que la música causa en el sentido del oído jamás se confunde con la emoción que produce en el ánimo, por más que ésta en general no se produzca si el oído no encuentra agrado en los sonidos que lo hieren. La vibración sonora determina en este caso una impresión grata en el sentido; pero esta impresión no es más que la ocasión para que se produzca el sentimiento estético.

De igual manera los colores producen una impresión agradable en el sentido de la vista, pero que no se confunde con la emoción estética causada por el objeto en que se hallan44.

La emoción estética no es, pues, el agrado sensual, ni es causada, sino motivada, por los sentidos. Cuando el objeto bello es percibido por éstos, el espíritu goza y se recrea con la contemplación de perfecciones y excelencias del objeto que los sentidos perciben, pero no siempre estiman, y que en realidad residen, no en las simples impresiones sensibles, sino en la combinación que de éstas hacemos para formar la representación o imagen del objeto.

Así, cuando oímos una pieza de música, no son las vibraciones sonoras las que inmediatamente causan la emoción estética, sino el ritmo y armonía que en ellas percibimos, los sentimientos que expresan, etc., todo lo cual es obra de la actividad de nuestro espíritu aplicada a la interpretación y apreciación de las vibraciones. Y si contemplamos un objeto que perciben nuestros ojos (por ejemplo, una flor), donde la belleza aparece no es en el conjunto de impresiones sensibles que los nervios ópticos nos trasmiten, sino en la imagen que formamos, componiendo, asociando y combinando estas impresiones. El placer que experimentan los ojos al ver un objeto, se reduce al grado de intensidad y claridad de la vibración luminosa, o a la calidad y combinación de colores; como el placer del oído se debe al número, intensidad, etc., de las vibraciones; pero tales placeres son muy distintos de los que en el alma despiertan los objetos vistos o los sonidos escuchados.

La imagen interna (ideal) del objeto, producida mediante la impresión causada por éste en los sentidos, es por tanto la verdadera e inmediata causa de la emoción estética que según esto tiene más de subjetiva y espiritual que de sensual y objetiva. Pero esta imagen varía según el género de impresiones producidas por el objeto, lo cual nos asegura de que hay en la belleza un elemento real y objetivo, existente fuera de nosotros, por más que no podamos determinar con entera precisión hasta dónde llegan en la emoción estética la acción de los elementos reales del objeto y la de nuestras propias facultades.

La emoción estética afecta juntamente a la inteligencia y a la sensibilidad, siendo, por regla general, la armonía del objeto la cualidad que más impresiona a la primera y su vida y expresión las que causan placer a la segunda. La emoción intelectual y la sensible o afectiva se producen simultáneamente y predominan según la naturaleza del objeto. Así, las bellezas del orden intelectual, aquellas en que se revelan idea y pensamiento, afectan más a la inteligencia que las bellezas físicas, que principalmente impresionan a la sensibilidad.

La emoción estética, como todas las emociones, es indescriptible, y fuera vano empeño tratar de decir en qué consiste. Sólo cabe indicar que se compone de una mezcla de admiración y de amor que nada tiene de impura ni de interesada.

No es el apetito de la posesión que suele caracterizar a otras emociones, ni se funda tampoco en nada interesado. Este desinterés, esta pureza, constituyen, como en otro lugar hemos dicho (Lección IV), su carácter predominante, y la distinguen de las emociones producidas por lo agradable, lo bueno y lo útil; pues ni se funda en una satisfacción sensual, como la producida por lo primero, ni en la consideración de conformidad con un fin, que nos interesa personalmente, como las engendradas por lo útil y lo bueno45.

Por eso es desinteresada, pues los objetos buenos, útiles o agradables son apreciados por la satisfacción que reportan, por el servicio que pueden prestar, y el objeto bello lo es sin tales motivos y la emoción que produce no va necesariamente acompañada de deseo46.

Como hemos dicho al formar el concepto de la belleza, la emoción estética se distingue también por no requerir ningún concepto previo. El objeto bello nos impresiona sin necesidad de saber si conforma con tal fin o tal ley, como lo bueno, o si satisface una necesidad o un placer, como lo útil o lo agradable. Por eso la emoción estética no es consecuencia de un juicio, sino que se produce inmediatamente que el objeto es percibido.

Como antes hemos dicho, a la emoción estética sigue el juicio estético, por el cual afirmamos, fundándonos en ella, que es bello el objeto contemplado. Este juicio es subjetivo, por tanto, y como fundado en una emoción puede doblegarse a multitud de circunstancias personales y fortuitas. Por eso varía, según la condición, cultura, estado, etc., de los individuos, no obstante existir en todos la idea de lo bello.

La idea de lo bello, fundamento del juicio objetivo de lo bello, supone ya un proceso intelectual distinto de la emoción estética, y es debida a un análisis experimental.

Una tendencia ingénita a buscar las causas de todas sus emociones lleva al hombre a indagar qué cualidades de los objetos son las que producen la emoción estética, para lo cual no tiene otro medio que comparar los objetos que llama bellos, porque causan esta emoción, con los que no la causan, y ver qué cualidades poseen los primeros y faltan en los segundos. Hecho esto y reunidas estas cualidades por medio de la abstracción y la generalización, se obtiene una noción común o idea representativa de una cualidad general de los objetos, a que se llama belleza.

Esta idea o noción de lo bello sirve después de tipo y criterio para juzgar el grado de belleza de los objetos.

Dueño el hombre de la idea de lo bello y contemplándola en sí misma como idea pura y con abstracción de los objetos en que la ve realizada, le es fácil concebir una belleza perfecta, un tipo ideal de lo bello, con arreglo al cual aprecia las bellezas reales. Para esto no necesita hacer otra cosa que separar mentalmente las cualidades bellas de los límites e imperfecciones que las acompañan, y reuniéndolas en una noción común, formar el tipo ideal de belleza de cada orden de objetos, el cual, tal como es concebido, no se halla en la realidad, esto es, no se descubre en ningún objeto particular, pero los caracteres que lo constituyen existen distribuidos en todos los objetos. Este género de belleza, a que se llama belleza ideal, tiene, pues, una existencia meramente subjetiva, y puede definirse, diciendo con Arteaga que es el arquetipo o modelo mental de perfección que resulta en el espíritu del hombre después de haber comparado y reunido las perfecciones de los individuos.

La belleza ideal no es sólo un concepto abstracto que se refiere a la belleza considerada en general, sino que se aplica a todos los géneros de la realidad.

Así hay un tipo ideal de belleza humana, de belleza de cada reino natural, de cada especie, etc., y este tipo es el modelo a que el hombre trata de ajustarse cuando intenta, como después veremos, producir nuevas bellezas.

La concepción de la belleza ideal no es obra exclusiva del entendimiento, sino también de la fantasía. El procedimiento intelectual antes expuesto, por medio del cual formamos la noción de la belleza ideal, llega a ser rapidísimo, tanto por efecto del hábito, como por el auxilio que le prestan la intuición o percepción sensible y la acción de la fantasía. Pero este procedimiento sólo alcanzaría a formar una noción abstracta de la belleza perfecta, que no tendría valor práctico, si la imaginación o fantasía no se encargara de encarnar en formas o imágenes sensibles los tipos concebidos.

Con efecto, formado por el entendimiento el tipo abstracto de belleza perfecta, a que antes nos hemos referido, la fantasía, por medio de su poder creador, lo encarna en una imagen o figura sensible, que, conformando en lo esencial con el objeto real a que corresponde, carece de las imperfecciones de éste, en cuanto es posible. Por ejemplo: reunidas por el entendimiento en una noción común todas las cualidades que constituyen la belleza de un caballo, la fantasía se representa la imagen de un animal de esta especie, que las reúne todas, careciendo de las imperfecciones que se advierten en los caballos que conocemos en la realidad, y esta imagen de un caballo perfecto, encarnación o forma sensible del tipo ideal concebido por el entendimiento, se convierte en modelo de belleza de este género de animales, y sirve de norma y criterio para apreciar la belleza de los caballos que realmente existen.

La belleza ideal es, pues, un producto del entendimiento y de la fantasía. Es un arquetipo de perfecta belleza representado en formas sensibles interiores, que sirve de criterio para juzgar las bellezas reales, y de modelo para producir la belleza artística, como veremos después.




Lección X

Producción de la belleza por el hombre. -La imaginación o fantasía como facultad creadora de lo bello. -Límites de esta creación. -Producción exterior en forma sensible de la belleza subjetiva o ideal. -Elementos que en ella intervienen. -SU resultado: la belleza artística


Como hemos visto en la lección anterior, el hombre, sirviéndose del entendimiento y la fantasía, puede concebir y representarse bellezas que fuera de él no tienen existencia real, imaginando los tipos perfectos de lo bello, que reciben el nombre de belleza ideal. Pero no se limita a esto la actividad creadora del espíritu humano, pues además de concebir estos tipos perfectos, reproduce fielmente en interiores representaciones subjetivas (imágenes) todos los objetos bellos que en la realidad contempla, y también produce y crea libremente objetos idénticos o análogos a éstos, pero que no ha visto ni existen, u objetos que, asemejándose en lo esencial a los reales, se distinguen de ellos en multitud de circunstancias, y son, por tanto, arbitrarias y caprichosas concepciones de la mente.

La facultad del espíritu, encargada de esta función, a la vez reproductora y creadora, es la imaginación o fantasía, y su estudio tiene extraordinaria importancia en la Estética, como quiera que contribuye poderosamente, no sólo a la producción de la belleza ideal, sino a la de la belleza artística.

La fantasía posee, en efecto, la maravillosa propiedad de formar imágenes de los objetos reales, con tales caracteres de verdad, que sus creaciones se confunden con las de la naturaleza. En el mundo interior y subjetivo que la fantasía crea, se producen las imágenes sensibles, según las formas generales con que los objetos son producidos en la naturaleza: espacio, tiempo y movimiento. Pero es de advertir que en la fantasía se dan un espacio, tiempo y movimiento propios que no están en continuidad ni en relación íntima con el espacio, tiempo y movimiento naturales, si bien se someten a las mismas fundamentales leyes. Así nos representamos en la fantasía modos y formas de espacio, tiempo y movimiento que en la naturaleza no se hallan determinadamente, pero que están sometidos a las leyes generales de estas formas naturales. Muéstrase en esto que, si bien en la fantasía se unen y compenetran lo natural y lo espiritual, predomina siempre el elemento espiritual caracterizado por la libertad de sus creaciones y actos, a cuyo carácter de libertad se somete lo sensible representado fantásticamente, si bien no por esto son en absoluto y en lo esencial quebrantadas las leyes naturales.

Nótase, además, que en virtud de esta libertad del espíritu, no pocas veces son producidos los objetos en la fantasía de un modo arbitrario y sin la continuidad con que se dan en la naturaleza, produciéndose partes separadas del todo (bustos, troncos, cabezas sueltas), y partes de objetos diversos unidas entre sí caprichosamente (monstruos y quimeras).

Esta misma libertad de la fantasía la permite, (como indicamos en la lección anterior) representar los bellos objetos reales, exentos de las imperfecciones y límites que los acompañan, concibiendo así la belleza ideal; esto es, los tipos perfectos de lo bello, la belleza sin límite ni imperfección, no como es, sino como debiera ser.

De aquí se desprende que la fantasía puede ser reproductora o creadora. Con efecto, limitase en ocasiones a representar fielmente los objetos reales que no están presentes a los sentidos (en lo cual se relaciona íntimamente con la memoria), siendo, en tal caso, simplemente reproductora. Pero otras veces se representa objetos que no han sido percibidos por los sentidos, y por tanto crea verdaderamente.

Esta creación fantástica puede ser de varios modos, a saber:

1º. La fantasía puede limitarse a representar un objeto enteramente igual a los que la realidad ofrece, pero que, como tal objeto individual y determinado, no ha sido percibido experimentalmente. Por ejemplo: cuando nos representamos un perro, igual a todos los de su especie, pero que no es reproducción de un perro determinado que hemos conocido.

2º. La fantasía puede representar todo género de combinaciones de objetos reales o imaginarios, sin que en el primer caso correspondan dichas combinaciones a una realidad efectiva, aunque estén formadas a semejanza de las que se producen en la realidad. Cuando los objetos combinados no son reales, su combinación se asemeja, sin embargo, a las que la realidad ofrece. Así, imagina la fantasía paisajes, sucesos de la vida humana, representaciones de mundos desconocidos, lugares de la vida de ultratumba, etc.

3º. La fantasía puede representar partes aisladas de los objetos reales que en el mundo no se presentan así (bustos, cabezas sueltas, etc.), combinaciones de objetos que en la realidad no se combinan (centauros, sirenas, dragones, sátiros, etc.), figuras tomadas de la realidad, pero alteradas en sus proporciones o engalanadas con excelencias o afeadas con imperfecciones que no poseen, pero que están tomadas de lo real (caricaturas en el primer caso, ángeles, amorcillos, en el segundo, demonios y furias infernales en el tercero).

4º. La fantasía puede representar objetos reales idealizados, ora porque aparezcan despojados de sus imperfecciones, ora por reunir en un sólo objeto excelencias y bellezas que sólo suelen hallarse esparcidas en varios, ora por dar mayor extensión y proporciones a las que en realidad tenga, etc. Los tipos ideales y perfectos de belleza que conciben el escultor, el pintor, el poeta épico o dramático y el novelista, son productos de este género de creación, que es el más importante en el Arte.

5º. Por último, la fantasía puede representar en formas sensibles objetos ideales y abstractos (propiedades del alma, ideas puras, conceptos científicos, etc.), personificándolos en formas y figuras materiales que puedan significarlos por alguna razón de analogía o semejanza. Ejemplos de esto son las figuras geométricas, los símbolos y alegorías, los jeroglíficos, las figuras literarias o tropos, etc. En tales casos, la fantasía recibe el nombre de schemática.

Esta acción reproductora y creadora de la fantasía se extiende a todos los órdenes de la realidad, y ejerce intervención poderosa en la vida entera; pero, circunscribiéndola aquí a lo que nos interesa, esto es, a la libre reproducción y creación de lo bello, hallamos que es autora de un verdadero mundo de belleza que podemos llamar fantástica, subjetiva o ideal, y que sólo tiene realidad en nuestro espíritu. En este mundo vemos simplemente reproducida la belleza real, o idealizada, esto es, libremente modificada y trasformada, pero siempre dentro de ciertos límites. Con efecto, fijándonos en el análisis anterior, podemos observar que la acción de la fantasía se limita a crear combinaciones y modificaciones de formas que pueden llegar a ser verdaderas formas nuevas; pero que de ahí no pasa, y siempre se somete a las leyes fundamentales de la realidad. En sus más libres y caprichosas producciones, la fantasía no hace más que suprimir o aumentar ciertas cualidades en los objetos, o combinar partes diversas de los mismos, o alterar y modificar sus formas. Así produce tipos ideales de lo bello o de lo feo, por ejemplo, acumulando en un objeto imaginario excelencias o deformidades; crea monstruos reuniendo en una imagen partes de seres distintos (por ejemplo, las del caballo y del hombre en el centauro); pero nunca traspasa los límites infranqueables de la realidad, ni hace otra cosa que trabajar sobre los materiales que la experiencia le proporciona.

Pero como quiera que la belleza es pura forma, la fantasía puede verdaderamente crearla, y con efecto la crea. Hay, pues, una belleza creada por el hombre, distinta de la creada por la naturaleza, aunque relacionada con ella. ¿Cabe que esta relación sea tan íntima que la belleza ideal o subjetiva llegue a ser real? ¿Puede la actividad humana salir de lo puramente interno y producir en el mundo real belleza objetiva? He aquí la cuestión que inmediatamente se nos ofrece, y que nos lleva al examen de la belleza artística.

Para resolverla conviene tener en cuenta, no solo la existencia de la facultad creadora que dejamos expuesta, sino un carácter especial de la emoción estética que aún no hemos indicado y que se relaciona con dos tendencias ingénitas en el hombre, que constituyen los fundamentos psicológicos e históricos del Arte bello. Aquel carácter es la fecundidad de la emoción estética; estas tendencias son el espíritu de imitación y el instinto social.

La emoción estética es fecunda, o lo que es igual, despierta en el hombre un deseo irresistible de producir bellezas análogas a las que en la realidad contempla, deseo que es la expresión de la influencia de lo bello en la voluntad. Pero este deseo es debido, tanto a la emoción, como a una de las tendencias precitadas: el instinto de la imitación.

En este instinto, cuyo origen es de difícil explicación, y que hallamos en los hombres más incultos, en las razas más primitivas, en la infancia y aun en ciertos animales superiores47, se encuentra el principal origen y fundamento de la actividad artística. Ese afán de imitarlo todo, de reproducir cuanto vemos, de crear al modo de la naturaleza, nos lleva irresistiblemente, cuando la emoción estética se ha apoderado de nosotros, a crear nuevas bellezas análogas o quizá superiores a las que la realidad nos ofrece, a reproducir en formas sensibles la belleza que contemplamos.

Pero no hay que olvidar que, a la vez que contemplamos la belleza real, concebimos la ideal y creamos en nuestro interior mundos de belleza. Y como quiera que el instinto social, antes citado, nos impulsa a exteriorizar todo lo que en nosotros se produce, a comunicar a los demás hombres lo que pensamos y sentimos; de aquí que por un lado la emoción estética y el instinto de imitación nos impelen a convertirnos en imitadores de la naturaleza, creando bellezas análogas a las suyas; por otra parte, la fantasía, ofreciéndonos tipos ideales y libres y caprichosas formas de lo bello, nos induce a aventajar con nuestras creaciones a la misma naturaleza; y por otra, el instinto social nos insta a comunicar a los demás hombres los frutos de nuestra actividad creadora, a encarnar en formas exteriores y sensibles nuestras ideas, y a buscar, como premio de nuestros afanes, el aplauso y la estimación de los que viven con nosotros, y acaso de los que vivirán después. De suerte que todos estos elementos -la fecundidad de la emoción estética, la acción creadora de la fantasía, el instinto de la imitación y el instinto social-, contribuyen a que el hombre trate de encarnar en formas sensibles exteriores la belleza ideal que contempla, ora sea simple reproducción de la real, ora libre creación de la fantasía, originándose de aquí la manera especial de actividad que se llama artística, y que aplicada a la producción de la belleza engendra el Arte bello, como dejamos dicho en la lección II, donde, por vía de preliminar, anticipamos algunas consideraciones acerca del Arte.

Pero si todas las causas referidas cooperan a la producción de la belleza artística, su motivo determinante, su causa ocasional es en realidad la emoción estética. Lo bello engendra lo bello; la contemplación de la belleza es la que, determinando en el hombre ese estado de sobreexcitación de sus facultades afectivas que se llama entusiasmo, y produciendo luego esa exaltación de sus facultades creadoras, que se llama inspiración, lo impulsa, primero a concebir nuevas y acabadas bellezas, y después a producirlas en formas exteriores y sensibles, auxiliada en esto muy eficazmente por el instinto social. Inútil es decir que, además de esto, se requieren en el hombre las cualidades especiales que constituyen al artista, la capacidad que no puede dar por sí sola la contemplación de lo bello; pero estas cualidades, esta capacidad, no pasarían de simples potencialidades si no las pusiera en ejercicio, si no las despertara a la vida la emoción estética, unida a los demás elementos que dejamos expuestos.

Llegado el hombre a este grado de exaltación de su entusiasmo y de sus facultades creadoras, resuelto a convertir en belleza real y objetiva la que existe en su mente, fáltale sólo encontrar un material sensible en que pueda encarnar sus concepciones. Este material se lo suministran de consuno la naturaleza y su ingenio; aquélla, poniendo a su disposición materias susceptibles de ser modificadas y trasformadas, de recibir nuevas formas por ministerio de la actividad humana; éste, dándole, la destreza suficiente para llevar a cabo esta trasformación. La mayoría de las sustancias materiales, los sonidos, la voz humana, son otros tantos medios de que el hombre dispone para revestir de formas exteriores la belleza que concibe; dueño de ellos, merced a su destreza, en ellos va traduciendo sus bellas ideas, y de esta suerte, lo que era sólo fugitiva creación de su mente, lo que, ignorado de los demás hombres, había de morir con él, adquiere vida y cuerpo, se graba en formas duraderas y visibles, y se trueca de belleza subjetiva en objetiva, de ideal en real. Entonces, al lado de la naturaleza creadora, compitiendo con ella, y a veces aventajándola, aparece el hombre, creador a su manera; al lado de las bellezas naturales, aparecen las artísticas superiores en ocasiones a las primeras en perfección e idealidad; el mundo de la idea y el de la realidad se funden en uno, tomando carne la idea abstracta, trocándose en realización de lo ideal la materia bruta; y en tal momento se manifiesta, con todos sus esplendores y magnificencias, la más alta y maravillosa creación del espíritu humano: el Arte bello, la realización de la belleza ideal en forma exterior sensible.

El Arte bello, por tanto, es el resultado de la aplicación de nuestra actividad a la producción exterior de la belleza ideal, y ésta, al encarnarse en la materia, recibe el nombre de belleza artística, que es, en suma, la unión de la belleza, ideal con la real, o mejor, la realización de la belleza ideal. La belleza artística es, pues, belleza real, pero producida por el hombre, y en tal sentido podemos dividir la belleza real (objetiva) en belleza natural (producida por la naturaleza) y artística (producida por el hombre).

Estos dos géneros de belleza difieren por sus condiciones como por su origen, pero en lo esencial son análogos. Con efecto, si recordamos la doctrina expuesta acerca de la belleza ideal (de la cual es realización la artística), veremos que ésta se somete a las leyes generales de la naturaleza, pero usando de la libertad propia del espíritu en la forma que hemos expuesto en el debido lugar. Así es que la belleza artística ofrece objetos que en la naturaleza no se hallan, y cuando representa los objetos naturales suele idealizarlos; esto es, engalanarlos con nuevas perfecciones, que no poseen, o despojarlos de las imperfecciones que tienen. Pero esta obra de idealización pierde mucho de su pureza al convertirse en artística la belleza ideal, por razón de los obstáculos que el material en que trabaja ofrece al artista. Por eso la obra ejecutada por éste siempre es inferior a su idea; pero, a pesar de esto, puede exceder en perfección a las obras de la naturaleza, que rara vez ofrece los tipos purísimos de acabada belleza que logra concebir y realizar el Arte, lo cual se comprende fácilmente, teniendo en cuenta los procedimientos de que se sirve la fantasía creadora.




Lección XI

Naturaleza del Arte bello. -Su objeto y fin. -Lo expresado en el Arte. -Fuentes en que se inspira. -De lo ideal y lo real en el Arte. -De la verdad y del bien en sus relaciones con el Arte


De la doctrina expuesta en la lección anterior se deduce que el Arte bello no es otra cosa que la realización de la belleza concebida por el hombre, el lazo de unión entre el mundo ideal o subjetivo y el objetivo o real; y como quiera que la obra del Arte se cumple trasformando la materia para encarnar en ella las ideas y representaciones fantásticas de la mente, síguese que el Arte toca por un lado (en su parte técnica o mecánica) a la naturaleza física, y por otro (en su parte conceptiva e imaginativa) al espíritu, constituyendo a la manera de una segunda realidad (material y espiritual a la vez) creada por el hombre.

El inmediato objeto del Arte48 es la realización de la belleza ideal (esto es, concebida por el hombre) en forma sensible; pero como al representar en formas sensibles la belleza que el artista concibe, lo que hace en realidad es expresar ideas de éste, su objeto es también expresar ideas49 al realizar belleza. Debe entenderse, sin embargo, que la expresión de ideas ha de subordinarse siempre a la realización de lo bello, pues aquellas tienen otros medios de manifestación que no son artísticos, y sólo pueden ser materia del Arte, en cuanto revestidas de formas bellas se convierten en ejemplares de belleza ideal.

El fin del Arte es, ante todo, y sobre todo, causar en el espíritu del que contempla sus producciones la emoción estética. Y como quiera que esta pura, desinteresada y noble emoción despierta en el ánimo elevadas ideas, honestos y dignos afectos y valiosos impulsos, el fin último del Arte es la educación del espíritu humano, principalmente en su parte afectiva. Proporcionar objetos dignos y elevados al amor, a la admiración y al entusiasmo, despertar en el alma el culto de lo ideal y de lo perfecto, tales son los altos fines que el Arte puede proponerse, y en tal sentido merece ser considerado como institución verdaderamente educadora, en la amplia acepción de la palabra.

Además, en aquellas artes que, por la especial naturaleza de su medio de expresión, pueden manifestar ideas concretas, el Arte puede proponerse fines que trascienden de lo puramente estético, pero que a ello deben subordinarse. En casos tales, el Arte puede revestir de bellas formas las enseñanzas de la Ciencia, de la Religión y de la Moral, y convertirse en auxiliar poderoso de estas esferas de la vida; pero considerando siempre estos fines como secundarios, subordinándolos a su fin primero, que es la realización de la belleza, no abdicando de su propia y característica finalidad ni de su libre independencia, como pretenden los que, a nombre del llamado Arte docente, niegan todo valor a las obras artísticas que no encierran un pensamiento trascendental de cualquier género que sea.

La obra de arte, con efecto, cumple su fin con realizar lo bello, por más que ninguna trascendencia social y ningún pensamiento científico entrañe; y, por el contrario, por grande que sea la profundidad de su idea, ningún valor tendrá si no consigue producir la emoción estética. Pero no se niega por esto que, en las artes capaces de manifestar una idea concreta, cuando la bella forma encierre un profundo y verdadero pensamiento la obra ganará en perfección y en importancia, por más que no necesite de tales excelencias para ser acabada producción artística.

El error de los partidarios del Arte docente consiste en no distinguir en la obra artística la idea expresada y la bella forma que la reviste. Aunque no indiferente, bajo el punto de vista artístico, la idea, pensamiento o asunto de la composición, no es el elemento propiamente constitutivo del Arte, el cual no es más que una forma. Cierto que hay ideas de suyo bellas, que por sí solas son un elemento artístico; pero hay otras que, sin poseer belleza, pueden convertirse en objeto del Arte cuando se revisten de bellas formas. Como antes hemos dicho, la creación de la belleza por el hombre se limita a la forma, y a ésta ha de limitarse, por tanto, la creación artística, que en suma no es otra cosa que una aplicación especial de nuestra actividad creadora. El Arte crea únicamente formas; y cuando expresa ideas, no tanto son su objeto estas como las bellas formas en que las encarna la fantasía. Una idea puede ser objeto de la Ciencia, del Arte, de la Religión, etc., y sólo adquiere cualidad artística cuando torna las formas propias del Arte. Por esta razón, una idea de escasa importancia puede ser de gran valor bajo el punto de vista artístico, por razón de la forma que reviste; y, por el contrario, una idea trascendental, revelada en formas poco estéticas, ninguna importancia artística puede tener.

Conviene advertir, además, que si bien el Arte expresa necesariamente ideas, la importancia y carácter de esta expresión varía mucho según las diferentes artes y los varios asuntos que éstas se proponen. Con efecto, aunque siempre lo expresado en el Arte es la belleza concebida, ideada y representada por el artista (esto es, la representación ideal, la idea de la belleza), en ocasiones el artista no se propone manifestar sus pensamientos, sino sólo reproducir libremente los objetos reales, y en otras se propone ante todo manifestar pensamientos, ideas, sentimientos, propósitos, ora directamente, ora personificándolos en figuras, sucesos, etc. Claro está que la trascendencia de la obra ha de variar mucho según estos propósitos, y según el mismo carácter de las artes, pues hay muchas que difícilmente expresan ningún pensamiento concreto.

Hay, sin embargo, algunas manifestaciones o géneros del Arte, en que la propia y sustantiva finalidad de éste desaparece o queda relegada a segundo término. Pero estos géneros, más que verdaderas artes bellas, son formas bellas de artes útiles o formas estéticas, medios artísticos de expresión, de fines e instituciones ajenas al Arte. Tal sucede, por ejemplo, con la Didáctica, donde el Arte literario se reduce a bella vestidura del pensamiento científico. En tales casos, sólo en el medio de expresión reside la belleza; no hay verdadera creación artística, esto es, creación de formas bellas de los objetos, ni finalidad estética en el estricto sentido de la palabra. Por esta razón, la Didáctica se admite entre los géneros artísticos casi por mera condescendencia, pues en realidad no es un Arte verdadero, sino una bella forma exterior del pensamiento; y el Arte, aunque pura forma, no es sólo forma exterior, sino interno-externa, ideal y sensible a la vez.

Si nos preguntamos ahora qué es lo expresado y realizado en el Arte, cuáles son las fuentes en que se inspira, debemos contestar (teniendo en cuenta lo dicho en la lección anterior) que el Arte expresa todo cuanto existe en el espíritu del hombre; realiza toda la belleza que éste concibe -ora la cree libremente, ora no haga más que reproducir la que percibe por medio de los sentidos-, y se inspira a la vez en la belleza real y en la ideal o subjetiva.

Que todo cuanto puede hallarse en el espíritu del hombre -sea pensamiento, sentimiento o volición, sea representación de la realidad exterior- puede ser expresado por el Arte (con mayor o menor extensión, según la naturaleza de las artes particulares), es cosa que no ofrece duda. El Arte abraza toda la realidad de nuestro espíritu, y a la vez toda la realidad exterior, en cuanto en éste es representada; y más extenso que la misma Ciencia, puede buscar asuntos en lo conocido como en lo ignorado, en la verdad como en la ficción, en lo real como en lo ideal.

Pues si en esto se hallan conformes cuantos del Arte se ocupan, si admiten también que lo mismo puede éste manifestar la belleza real y objetiva que la puramente ideal, no lo están de igual modo en que el Arte pueda inspirarse legítimamente en lo que no es real y objetivo. De aquí la cuestión acerca de lo ideal y lo real en el Arte, que lleva consigo otra no menos importante, cual es la de determinar las relaciones que existen o deben existir entre lo bello y lo verdadero.

Hay quien sostiene que el Arte debe limitarse a reproducir fielmente la belleza real, que no es más que la imitación de la naturaleza, y que será tanto más perfecto cuanto más se amolde a la realidad. Esta doctrina, llamada realista, esta exageración de un principio verdadero, entraña exigencias imposibles de satisfacer, y no es aplicable a la mayoría de las artes.

Por de pronto, la naturaleza especial de los medios materiales de que el Arte dispone, le impide reproducir con perfecta fidelidad la belleza real. Aun en las artes que mejor pueden llamarse imitativas, hay siempre un elemento ficticio indispensable. Por más que hagan el escultor o el pintor, jamás conseguirán imitar con escrupulosa fidelidad la naturaleza; otro tanto acontece al poeta, y no hay que decir lo que al músico sucede. Es más; por lo general, el exceso de perfección en la copia del natural daña al valor estético de la obra de arte; un cuadro lamido agrada menos que un lienzo tocado con franqueza y valentía; una figura de cera siempre repugna; una composición musical, nimiamente imitativa, rara vez produce buen efecto; y una reproducción descarnada de la vida real en el teatro, parece no pocas veces desprovista de carácter estético.

¿Ni cómo puede negarse que la ficción artística es, en repetidas ocasiones, más bella que la realidad? Si el escultor se limitara a copiar el tosco y vulgar modelo que tiene delante, ¿hubiera producido el arte de la escultura tantas maravillas? El pintor que quiera hacer la figura de un dios o de un héroe, ¿habrá de verse obligado a retratar a un gañán, por no serle posible copiar otro modelo? Si tal doctrina prevaleciera en toda su exageración, ¿a qué respondería la Música, que nada real ni concreto significa; para qué se había de emplear en el teatro el lenguaje métrico, por nadie usado en la realidad; ni cómo habían de ser legítimas tantas y tan bellas creaciones, puramente ficticias, con que la fantasía ha enriquecido los dominios del Arte?

Esta doctrina limita arbitrariamente la esfera del Arte. Existiendo, como existe, en nosotros, la facultad de concebir y crear nuevas bellezas -ora perfeccionando las que la realidad nos ofrece, ora combinando caprichosamente las formas de lo real-, si esta facultad engendra bellezas verdaderas, iguales, cuando no superiores a las objetivas, y si el Arte es la realización de la belleza, ¿con qué derecho se excluyen estas ficciones ideales, siendo bellas, del terreno artístico? Ciertamente que si el propósito del artista es representar objetos reales, obligado está a producirlos semejantes a lo que son en la realidad, so pena de no realizar lo que se propone; ciertamente que la fuerza de la imaginación no es tanta que sea posible representar con fidelidad objetos reales no vistos, que para pintar árboles, celajes y montañas, hay que ver estos objetos y representarlos como son, y no pintar árboles de hojas azules y montañas de bermellón; pero cuando el artista no intenta reproducir lo real, sino lo fantástico, cuando quiere pintar, en vez de hombres o animales, dioses y demonios, sílfides y monstruos, lícito ha de serle moverse con libertad y crear formas y figuras caprichosas, mientras no infrinja gravemente las leyes de la realidad o de la belleza.

Claro está que el error contrario a la doctrina realista, el idealismo, que no reconoce ley alguna, que todo lo fía a la fuerza de la inspiración, que cree que idealizar la naturaleza es falsearla, que pone límites arbitrarios a la actividad artística, negando el derecho de ser representado en el Arte a todo lo que no sea perfecto, es tan digno de condenación como el realismo que hoy se pregona; pero entre ambos extremos hay un medio razonable, que procuraremos exponer.

Hay que advertir, ante todo, que hay artes y géneros artísticos de suyo idealistas o realistas. Así la Arquitectura, la Música, y aun el Baile, que no representan ninguna realidad concreta, son necesariamente idealistas; siéndolo de igual manera la Escultura, la Pintura y la Poesía cuando representan objetos que no son conocidos por la experiencia. En cambio, la Escultura humana, la Pintura histórica, de costumbres, de retratos, de paisaje, etc., la Poesía lírica, la épico-histórica, la dramática, la Novela, son realistas por naturaleza, como quiera que sus asuntos se toman de la realidad. Las doctrinas extremas a que nos hemos referido no pueden aplicarse, por tanto, a todas las artes.

Así es que, tratándose de artes que no expresan directamente una realidad concreta, o de géneros u obras cuyo asunto está fuera de la realidad observable, la doctrina realista cae por su base, y el artista está autorizado a fantasear libremente sus creaciones, a condición de no traspasar de un modo exagerado los límites de la realidad, a los que, después de todo, está sujeto, quiera o no quiera.

Pero cuando se trata de representar objetos reales, el artista debe inspirarse en la realidad objetiva, sin perder de vista que es libre creador de belleza, y que, al reproducir la naturaleza, no la copia servilmente, sino que la reproduce con libertad e idealizándola, porque el Arte es a la vez realización de lo ideal e idealización de lo real.

Por más que haga el artista al reproducir la naturaleza, la reproduce según la concibe en su imaginación, y en esta concepción hay siempre un elemento ideal inexcusable. Un paisaje, reproducido por varios fotógrafos, siempre es el mismo; pero copiado por varios artistas, difiere notablemente en cada cuadro; porque cada artista lo interpreta a su manera, sin dejar de reproducirlo tal como es en lo esencial. Un mismo afecto humano varía en su manifestación de poeta a poeta por iguales causas. Tal paisajista da invariablemente un tinte sombrío a todos sus países; tal otro, un aspecto alegre y risueño; tal poeta entiende el amor de un modo platónico y purísimo; tal otro, de una manera sensual. El modelo copiado en estos casos es siempre el mismo, y todas estas copias son en lo esencial exactas; pero al pasar por la mente del artista, el objeto ha tomado necesariamente el matiz propio del espíritu que lo refleja. Si así no fuera, ¿cómo se hablaría de estilos y maneras en el Arte?

Pero aparte de que en toda obra artística existe por necesidad (como producto que es de la libertad del espíritu) este elemento ideal y subjetivo, es cierto también que el arte supone siempre una idealización de lo real que le impone su misma naturaleza. El Arte es realización de lo bello, y excluye, por tanto, toda fealdad; la naturaleza nos ofrece en confusa mezcla lo bello y lo feo; el Arte, pues, si ha de cumplir su misión, debe llevar a cabo un trabajo de selección en la naturaleza, buscando lo bello y relegando lo feo a la condición de accidente secundario o de elemento de contraste que sirva para dar mayor relieve a la belleza.

Es más; la natural tendencia del hombre a realizar lo más acabado y perfecto, y su facultad de concebir la belleza ideal, lo llevan a representar en sus obras lo bello idealizado, esto es, despojado de sus imperfecciones, aumentado en excelencias, concebido libremente con arreglo al tipo ideal de belleza que el entendimiento y la fantasía forman. Por eso, al producir su obra, el artista crea ejemplares de belleza perfecta (en lo posible) o reproduce los objetos reales, atenuando y oscureciendo sus defectos o suprimiéndolos por completo.

Para esto, el artista escoge sus asuntos, prefiriendo los que de suyo posean belleza a los que carezcan de ella; crea sus figuras, tomando en la naturaleza las perfecciones que los objetos individuales le ofrecen, y reuniéndolas en un tipo real e ideal a la vez: real, en cuanto es igual a los objetos reales en sus formas; ideal, en cuanto reúne perfecciones en ellos esparcidas y carece de los defectos que los afean. No se limita, por tanto, el artista a copiar el modelo, sino que éste le sirve para indicarle la pauta a que ha de someterse en la reproducción de lo real, y dentro de la cual es libre para concebir nuevas bellezas que el modelo acaso no posee. Así, el pintor o el escultor se sirven del modelo para copiar lo que sin observación sensible no se comprende ni ejecuta con perfección, por ejemplo: las proporciones del cuerpo, el color de las carnes, los juegos de luz y sombras, etc.; pero este modelo es idealizado por el artista, que le da la noble expresión que no tiene y suprime o corrige los defectos que en él nota.

Hay, pues, en el Arte un procedimiento de idealización que se manifiesta:

1º. En la elección del asunto que el artista quiere tratar y del modelo que le sirve de pauta, pues hay asuntos que poseen por sí belleza, otros que sin poseerla pueden adquirirla al revestirse de forma artística, y otros que por naturaleza son repulsivos al Arte, y de los cuales debe huir el artista, aconteciendo lo mismo con los modelos.

2º. En el aspecto o punto de vista bajo el cual se consideran el asunto y el modelo, en los cuales se debe buscar el rasgo característico, el momento apropiado, el especial aspecto que han de aprovecharse para la obra de arte.

Así, el paisajista busca cuidadosamente el sitio desde el cual ofrece el país aspecto más bello, la hora o la estación más apropiadas para reproducirlo, etc., en suma, lo que pudiera llamarse el momento estético del objeto.

3º. En las modificaciones que impone el artista a los objetos al representarlos en formas sensibles, ora suprimiendo sus defectos, ora añadiéndoles perfecciones, ora combinándolos de maneras diversas, debiendo tenerse en cuenta que, cuando el artista aspira a representar objetos reales, este trabajo de idealización no ha de traspasar los límites de lo real, esto es, no ha de producir objetos que no existan ni puedan existir siquiera, en la naturaleza, o lo que es igual, sean verosímiles o posibles.

El artista, pues, debe inspirarse en la naturaleza y someter sus concepciones a las leyes de ésta, guardando constante respeto, si no a la verdad, cuando menos a la verosimilitud50, estudiando los modelos vivos y no fiándose por completo de la imaginación. Pero al mismo tiempo, no ha de copiar servilmente la naturaleza, sino que ha de concebirla y representarla con libre idealidad, interpretándola, más que copiándola, creando ejemplares de perfecta belleza, eligiendo en la realidad los objetos, rasgos y momentos más bellos, dejando en la sombra o usando sólo como contraste lo feo, prefiriendo lo expresivo y lo característico a lo indiferente; en suma, idealizando lo real sin desconocerlo o negarlo arbitrariamente, sin perder de vista que lo real y lo ideal son fundamentalmente lo mismo, pues lo ideal no es otra cosa que lo real perfeccionado por la operación abstracta del entendimiento y la representación sensible de la fantasía.

Fácil es ahora determinar las relaciones que deben existir entre el Arte y la verdad. Después de lo dicho resulta evidente que la verdad, en su estricto sentido, no es exigible al Arte; es más, que no habría Arte posible con tal exigencia.

Multitud de obras artísticas descansan en una ficción, esto es, en la representación de objetos determinados que no existen. Tal sucede, por ejemplo, en las obras dramáticas. Si lo bello y lo verdadero fueran lo mismo, si el Arte no pudiera representar lo que no existe concretamente, el Arte sería imposible.

Como quiera que lo bello ideal existe sin ser verdadero (pues el tipo ideal no corresponde a un objeto determinado existente), el Arte requiere cierta libertad en este punto, es decir ha de poder representar objetos que no tienen correspondencia en la realidad. Pero estos objetos ficticios han de someterse a las leyes de lo real, han de ser posibles, y en esta posibilidad descansa la única verdad exigible al Arte, la verosimilitud, que consiste en que los objetos representados artísticamente, si en efecto no existen, puedan existir, sean posibles, quepan en la naturaleza. Bajo estas condiciones la ficción artística puede ofrecer verdad, la verdad artística, que no es igual a lo que generalmente se llama verdad51.

Otra cuestión que ocurre al tratar de lo que el Arte expresa es la de saber si el Arte puede ponerse en contradicción con el bien moral, y si el mal puede ser objeto artístico. Sin negar la distinción esencial que existe entre lo bueno y lo bello, fuerza es reconocer que el mal supone un desorden y perturbación, y por tanto no es bello ni puede ser fuente de inspiración del Arte52. Además, siendo el fin de éste perfeccionar la educación del espíritu, faltaría a él si se propusiera la idealización y embellecimiento del mal, sobre todo, del mal moral. Esto no quiere decir que el mal no pueda ser representado en el Arte, principalmente en las obras que tienen por asunto la vida humana; pero al representarlo, no ha de aparecer embellecido y realzado, ni constituir un elemento estético, sino que ha de servir de contraste que ponga de relieve la belleza y excelencia del bien. Mas no ha de exigirse al Arte (como algunos pretenden) que tenga siempre un fin moral, lo cual fuera incurrir en el error de los defensores del Arte docente; basta con que no se proponga un fin inmoral, pues el Arte no está obligado a otra cosa que a realizar lo bello, ni es un servidor de la moralidad, sin que por esto neguemos que la obra que encierre una lección moral poseerá una excelencia más que las que de fin moral carezcan.




Lección XII

División del Arte bello en Artes particulares. -Clasificación de éstas. -Sus caracteres distintivos. -El Arte literario. -Sus condiciones especiales. -Su comparación con las demás Artes. -Transición al estudio de la palabra


El Arte bello es uno en su esencia, pero se diversifica en varias Artes particulares, según el medio natural que emplea para realizar la belleza53. Esta división, que expusimos sumariamente en la lección II, comprende las Artes ópticas (Arquitectura, Escultura, Pintura o Gráfica, Arte de los jardines, Mímica, Gimnástica y Baile), y las acústicas (Música, Declamación y Arte literario). No todas ofrecen la misma importancia estética, pues algunas casi se confunden con la industria (el Arte de los jardines), otras son simples auxiliares de artes más importantes (la Mímica y la Declamación), y otras, sobre ser muy reducido su poder creador y muy vago su carácter expresivo, no producen obras estables o permanentes (la Gimnástica y el Baile). Por estas razones, las que se estudian con más interés en la Estética, son la Arquitectura, la Escultura, la Pintura o Gráfica, la Música y el Arte literario.

La Arquitectura no es un arte puramente estético, sino mixto, pues tanto tiene de bello como de industrial. Su finalidad es doble, es decir, que atiende a la vez a satisfacer necesidades de la vida material y a realizar la belleza. Sometida a procedimientos técnicos de carácter científico, no aspirando a representar nada concreto y determinado, habiendo de subordinar sus concepciones estéticas a su fin utilitario, sirviéndose de grandes masas sólidas, y no pudiendo expresar idea alguna sino por medio del símbolo, la Arquitectura es la menos libre y espiritual de las Bellas Artes, la menos expresiva, pero también la más grandiosa.

La Escultura se sirve de los mismos materiales de la Arquitectura, pero no atiende a un fin utilitario por lo general54. Reproduce e imita objetos reales, y puede también representar los puramente ideales; pero por razón del material que emplea, se limita a representar un objeto aislado o una reducida combinación de objetos. No pudiendo representar la luz ni el espacio en cierta amplitud, y habiendo de ceñirse a la representación de objetos físicos, su esfera de acción es harto limitada, toda vez que se restringe a reproducir cuerpos animales o humanos. El mundo espiritual, por tanto, sólo puede ser objeto de la Escultura, en cuanto manifestado en la fisonomía y el gesto, esto es, en una esfera muy reducida. Por la misma razón, tampoco expresa ideas sino en forma simbólica, ni acciones que no sean muy claras y sencillas. Aventaja, sin embargo, a la Arquitectura en valor estético, por cuanto le es dado reproducir objetos determinados y concretos, físicos o espirituales, singularmente la figura humana, que es su más adecuado asunto.

La Pintura o Gráfica (comprendiendo en ella la pintura propiamente dicha, el simple dibujo, el grabado, la litografía, etc.), se sirve de meras superficies planas, en las que representa los objetos con sólo dos dimensiones del espacio (longitud y latitud). Esta aparente limitación del espacio es, sin embargo, su mayor ventaja; pues operando con materiales más fáciles de manejar que los propios de las artes anteriores, pudiendo servirse de los colores y de la perspectiva para causar ilusión al espectador, y hallando mayores facilidades para la representación de la vida y del movimiento, su esfera de acción se extiende a toda la realidad visible, y aun al mundo espiritual, en cuanto puede manifestarse, en la expresión de las fisonomías, en los movimientos del cuerpo y en los hechos de la vida. Todavía le queda cerrado el mundo de las ideas puras, que sólo simbólicamente representa, y el de lo divino, que tiene que representar, como la Escultura, en formas sensibles, necesariamente inadecuadas al objeto; pero nada de esto obsta para que sea la más libre, expresiva, espiritual, rica y variada de las Artes ópticas.

La Música, que se sirve de sonidos naturales desprovistos de todo valor expresivo directo, no es ni puede ser imitativa, pues ninguna relación real existe entre los sonidos y los objetos. Sin embargo, el acertado manejo de los elementos estéticos musicales (ritmo, melodía, armonía, etc.), puede producir en el ánimo ciertos estados de sentimiento muy generales y vagos, que den a la Música un carácter expresivo indeterminado. En casos excepcionales y raros, la Música es imitativa, porque reproduce sonidos naturales (el canto de las aves, el ruido del mar o del viento, el fragor de la tempestad); pero su incapacidad para representar objetos visibles e ideas y sentimientos determinados, es absoluta. Sentimientos vagos de tristeza o alegría, de placer o dolor, de entusiasmo o de melancolía, etc.; he aquí todo lo que puede expresar la Música, merced al diverso movimiento del ritmo; pero si intenta determinar el sentimiento, le es forzoso someterse a la Poesía y convertirse en traductora de las ideas de ésta. En tal caso, la Música adquiere un valor expresivo convencional, nacido de la asociación que establece el que la oye entre los vagos sentimientos que expresa y los que la Poesía manifiesta. Así, al escuchar en una ópera la voz de un cantante que revela sus sentimientos amorosos, asociamos las palabras que pronuncia a lora sonidos musicales que emite, y en los cuales ha procurado el músico que haya cierta expresión que se parezca en lo posible al sentimiento amoroso, y creemos ver en éstos una fiel interpretación de tal sentimiento; pero fácilmente se muestra lo que hay de ilusorio y convencional en esto, si se atiende a que la Música no nos indica de qué género de sentimiento amoroso se trata, y a que, acomodándola a otra letra, quizá nos parecería que expresaba todo lo contrario. Pero esta misma carencia de valor expresivo concreto da a la Música un indecible y especial encanto, porque la reviste de un carácter vago y subjetivo que ningún arte posee en tan alto grado como ella, y la hace susceptible de expresar esos vagos e indeterminados estados de sentimiento verdaderamente indefinibles, cuyo apropiado lenguaje es el musical. Nuestro mayor goce al oír música, es la facilidad con que la adaptamos a nuestro estado de ánimo, la libertad en que nos deja, la espiritualidad o idealidad que en ella encontramos, y que la convierte en verdadero lenguaje del sentimiento, pero del sentimiento separado de la idea. La Música, además, proporciona al sentido un placer independiente de la emoción estética, que no reside en la expresión, sino en la armonía de los sonidos; pero a este placer no debe subordinarse su valor expresivo, como hacen los que la reducen a la armonía55.

El Arte literario posee cualidades especialísimas que le distinguen profundamente de los demás. Él es el único, con efecto, que en vez de buscar medios de expresión en lo exterior, los busca en el hombre mismo, sirviéndose de un órgano tan íntimamente ligado al artista como la palabra, que es el medio de expresión más perfecto de todos por ser el más íntimo con nosotros mismos, el más inmediato y el más libre, al mismo tiempo que el más universal y sintético. Con efecto, la palabra como organismo interno-externo (espiritual-natural) de signos es el lenguaje más universal, libre y sintético que se conoce, y el más apto, por tanto, para la expresión.

Su familiaridad con nosotros, su riqueza de formas, su delicadeza y flexibilidad, hacen de ella el medio artístico de expresión más perfecto que se conoce. Por esta razón es el Arte literario el que contiene un fondo de ideas más rico, el más universal, el más libre y el más expresivo.

De aquí la inmensa superioridad de éste Arte sobre los demás, bajo el punto de vista de la expresión, pues valiéndose de un sistema de signos en que el hombre expresa y significa toda la realidad, no halla los límites que la naturaleza del medio de expresión impone a las restantes artes. Toda belleza, ideal como real; toda idea, por abstracta que sea; todo sentimiento, desde el más vago e indeterminado hasta el más concreto y preciso, puede ser expresado por el Arte literario. Narrando y describiendo, representa los hechos y los objetos tan viva y gráficamente como la Escultura y la Pintura, sin verse obligado como éstas a reproducir lo real en un momento dado del tiempo, y en un lugar limitado del espacio; antes bien, pudiendo recorrer una indefinida serie de momentos y retratar espacios inmensos. En vez de verse reducida como estas artes a expresar el espíritu en sus manifestaciones corporales, penetra en lo íntimo de la vida psíquica, y directamente la refleja, sin apelar a símbolos ni a indirectas manifestaciones. Lejos de usar un lenguaje vago e indeterminado, como la Música, se sirve de uno preciso, definido, en que cada signo encierra una idea concreta. Es más; de este lenguaje dispone como quiere, sin tropezar con obstáculos materiales, ni necesitar para manejarlo costosos ensayos y largos aprendizajes. Es, pues, el Arte literario superior por todo extremo a las artes restantes, pues la naturaleza de la palabra le permite expresar todo lo que a éstas les está vedado, y poseer al mismo tiempo la precisión y determinación de las Artes del espacio, y la libre vaguedad de la Música. A esta superioridad esencial del Arte literario sobre los demás, se une la superioridad histórica, pues la Literatura, por razón de su carácter, es la más universal de las artes, la que en todo tiempo y todo pueblo existe, la que mayor desarrollo ha alcanzado, la que más fielmente refleja el espíritu de los pueblos y de los tiempos.

Resulta, pues, que el carácter distintivo del Arte literario reside en la naturaleza de su medio de expresión, al cual debe su superioridad y la extensión que le distingue. Al medio de expresión debe también el ser igualmente apto para manifestar directamente las ideas y sentimientos del artista (el ser subjetivo o expansivo), y para representar los objetos reales, si no en las formas materiales que en la realidad tienen, por lo menos en vivas y gráficas imágenes que permiten a este Arte ser representativo e imitativo. Fuera de esto en nada se distingue de las Artes restantes, pues busca su inspiración en iguales fuentes; como ellas, es a la vez idealista y realista, y por procedimientos semejantes, si no idénticos, produce sus obras. Por esta razón procede ahora que pasemos a estudiar el medio de expresión que es propio del Arte literario (la palabra), y una vez analizado, expongamos la teoría de la producción artística, no en general, sino con aplicación al Arte particular que nos ocupa, pues los elementos de la producción y los procedimientos generales a que se somete son comunes a todas las artes, y sólo varían en lo que atañe al medio de expresión. Por consiguiente, damos aquí por terminado el estudio de la belleza, y pasamos a ocuparnos de la palabra.






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La palabra



Lección XIII

Idea general del lenguaje. -Sus diferentes clases. -El lenguaje humano. -Sus formas. -La palabra o lenguaje articulado. -Elementos que la constituyen. -Su doble carácter físico y espiritual. -Sus diferentes modos de trasmisión. -Cuestión acerca del origen del lenguaje


Casi todos los seres dotados de inteligencia poseen medios naturales de manifestar exteriormente sus estados de conciencia, medios que les sirven para comunicar entre sí, y son, por tanto, un auxiliar poderoso y necesario de la vida social. Estos medios son, pues, signos sensibles y exteriores de lo que en lo interior de los referidos seres acontece, y, reunidos en conjunto, reciben el nombre de lenguaje. El lenguaje, por consiguiente, en su acepción más general, es el conjunto de signos sensibles y exteriores en que los seres inteligentes manifiestan sus estados de conciencia56.

El lenguaje puede ser de dos maneras, según que los signos que lo componen son movimientos, actitudes, gesticulaciones del ser que lo produce o sonidos emitidos por el mismo. El primer género de lenguaje se llama mímico; el segundo, considerado en su más lata acepción, no tiene nombre especial; pero limitado a los sonidos producidos por cierto aparato propio de los animales superiores, se llama vocal.

La mayor parte de los animales poseen estos dos géneros de lenguaje, pero ninguno de ellos logra significar otra cosa que sensaciones y afectos, siéndoles imposible traducir en signos un pensamiento concreto, ni menos representar con ellos los objetos que conocen. El hombre es el único que, por virtud de una facultad que le es exclusivamente propia, puede dar a los sonidos que emite un valor representativo y figurativo que los haga aptos, no sólo para expresar todos los estados de su conciencia, sino para significar y representar (nombrar) todos los objetos que conoce.

El hombre posee, con efecto, los dos géneros de lenguaje de que se sirven los animales, y otro género especial denominado Palabra. Manifiesta sus estados con movimientos y gesticulaciones (Mímica), y con gritos inarticulados que no significan objetos ni ideas57; pero además, ligando entre sí (articulando), por una operación intelectual, los sonidos naturales que por medio de la voz emite, dándoles un valor expresivo y convirtiéndolos, por obra reflexiva y voluntaria de su espíritu, en signos representativos, no sólo de estados de conciencia (ideas, afectos, voliciones, sensaciones, etc.), sino de objetos de todo género, crea un lenguaje especial, a que se llama palabra o lenguaje articulado, que le permite traducir en signos toda su vida y significar toda la realidad que le rodea. Pero como esta realidad sólo es por él significada (nombrada) en cuanto la conoce y siente -esto es, en cuanto la recibe en su conciencia-; en rigor puede decirse que la palabra no hace otra cosa que manifestar estados de la conciencia humana. Podemos, pues, definirla como el sistema de sonidos inarticulados, producidos por el aparato de la voz, mediante el cual expresa el hombre los estados de su conciencia.

Hay, pues, que distinguir en el lenguaje articulado o palabra dos elementos: uno físico o material, otro espiritual. El primero lo constituyen los sonidos que el aparato de la voz emite; el segundo, la combinación de estos sonidos con arreglo a exigencias intelectuales. No son, pues, lo mismo la voz y la palabra: aquélla es el instrumento que el hombre emplea para producir la segunda; ésta es el resultado de la sujeción de la primera al pensamiento.

Con efecto, los sonidos articulados que la voz produce son puramente naturales, pero estos sonidos, aisladamente considerados, no son la palabra; para serlo necesitan ser combinados, según leyes dadas por el espíritu que los hagan aptos para la expresión de nuestros estados. Los sonidos articulados son el material en bruto, la palabra es el material elaborado y trasformado por el espíritu. Así como los colores esparcidos en la paleta no pueden ser medio de expresión sin que el pintor los combine según ideas, así también los sonidos articulados nada expresan antes de ser combinados y concertados en los vocablos, frases, etc., por el espíritu del que habla.

La palabra es, por tanto, un organismo físico-espiritual, cuyo carácter físico se revela en ser producida mediante un aparato fisiológico, y cuya espiritualidad se muestra en poder convertirse, mediante la libre operación del espíritu, en signo y manifestación, no sólo del pensamiento, como erróneamente suele afirmarse, sino de la entera vida del ser racional, y en ser, mediante la representación en la fantasía del sonido sensible, palabra interior (verbo) íntimamente unida a nuestra interior actividad espiritual, sobre todo al pensamiento, del cual es encarnación constante, verdadero cuerpo. Sabido es, con efecto, que no pensamos sin producir nuestro pensamiento en palabra interior, que ni la voz forma, ni el oído escucha, y que, sin embargo, es claramente percibida por nosotros en un verdadero oído espiritual. Todos conversamos con nosotros mismos en diálogo espiritual cerrado al oído sensible, pero no al oído de la fantasía, y no pocas veces producimos en el lenguaje exterior este lenguaje interno en lo que llamamos monólogo. ¡No es cierto, sin embargo, que todo nuestro pensamiento, y menos nuestro sentimiento, se traduzcan en esta palabra interna, que es la misma palabra natural representada en la fantasía. Bien sabe la conciencia de cada cual que hay en el sentimiento algo de íntimo o inefable que no puede expresarse en palabra alguna, como hay pensamientos que tampoco se expresan.

Este doble carácter de la palabra la penetra de tal modo, que sólo por abstracción pueden separarse lo que hay en ella de espiritual y de físico, pues aun en ese lenguaje interior y fantástico a que nos hemos referido, el elemento material existe, en cuanto semejante lenguaje no se produjera sin la previa existencia de los sonidos que la fantasía representa. Sin embargo, las exigencias del método científico nos obligan a estudiar por separado estos elementos, analizando primero la voz humana y los sonidos que produce, y examinando después la palabra como resultado de la sujeción de estos sonidos a leyes del espíritu.

Además del lenguaje articulado, hay otro medio de transmitir el pensamiento que merece fijar nuestra atención. Tal es la escritura; esto es, la representación de los objetos, las ideas o los sonidos articulados por medio de signos gráficos. Este sistema de trasmisión del pensamiento obedece al medio natural de darle fijeza y permanencia y de comunicarlo a largas distancias, y es un felicísimo complemento del lenguaje, al par que una de las invenciones más maravillosas del espíritu humano. Y como quiera que la escritura es el medio habitual de transmitir y comunicar las producciones del Arte literario, claro es que su estudio ha de ocupar un lugar importante en la presente indagación.

Éste sería el lugar oportuno de tratar la grave cuestión del origen del lenguaje; pero siendo más interesante bajo el punto de vista filosófico que bajo el literario, teniendo escasa aplicación a nuestro estudio y entrañando gravísimos problemas, a que debemos permanecer ajenos, nos limitaremos a indicar que, cualquiera que sea la solución que se dé a esta cuestión, es indudable que el lenguaje articulado es exclusivamente propio del hombre, y que la Ciencia nada puede afirmar con certeza acerca de su origen histórico58.




Lección XIV

Elementos materiales o físicos de la palabra. -La voz. -Aparato que la produce. -Las letras. -Su división en vocales y consonantes. -La sílaba como elemento fonético. -Elementos físico-espirituales. -El vocablo. -Idea de las partes de la oración. -La proposición, oración o frase. -El período. -Elementos de los vocablos. -Las raíces. -Formación de los vocablos. -Elementos musicales de la palabra


Como en la lección anterior hemos dicho, en la palabra hay que considerar elementos materiales y espirituales, siendo los primeros los sonidos articulados producidos por el aparato de la voz.

La voz es el sonido que el hombre produce cuando el aire expelido de los pulmones pasa al través de la laringe y hace vibrar las cuerdas vocales que en ésta se hallan. La laringe es un conducto colocado en la parte anterior del cuello, y compuesto de cuatro ternillas o cartílagos (el tiroides, el cricoides y los dos aritenoides), que se mueven unos sobre otros por la acción de ciertos músculos. Reviste interiormente a la laringe una membrana mucosa, que es continuación de la de la faringe. La laringe tiene dos aberturas: una superior, cubierta por una válvula cartilaginosa (la epiglotis), y otra inferior que comunica con la tráquea. Hay, además, en la laringe cuatro repliegues: dos, que se llaman cuerdas vocales superiores, y dos que se denominan. cuerdas vocales inferiores. Entre estas cuerdas hay unas cavidades que se llaman ventrículos de la laringe, y las cuerdas inferiores forman la glotis, que es la parte más estrecha de la laringe, y en la cual se produce la voz, mediante la vibración de las cuerdas vocales inferiores, debida a la acción del aire arrojado de los pulmones.

En opinión de Huxley, las condiciones esenciales para que la voz se produzca, son:

1ª. La existencia de las cuerdas vocales.

2ª. El paralelismo de los bordes de estas cuerdas, sin el cual no podrían vibrar de modo que produjesen sonidos.

3ª. Cierto grado de espesor de dichas cuerdas, no llegando al cual, no podrían vibrar con la velocidad suficiente para producir sonidos.

4ª. El paso de una corriente de aire entre los bordes paralelos de estas cuerdas, con la fuerza necesaria para hacerlas entrar en vibración.

Todos los fisiólogos convienen en considerar el aparato de la voz como un verdadero instrumento musical, en el cual (como en todos los instrumentos) se distinguen una parte vibrante (las cuerdas vocales inferiores), un tubo o caja de resonancia (la cavidad comprendida entre la parte superior de la glotis y las fosas nasales) y un tubo conductor del aire (la tráquea y los bronquios). Las observaciones hechas con el laringoscopio, muestran que este instrumento pertenece al número de los llamados de lengüeta variable, completado con un resonador, también variable, siendo en tal caso la glotis la lengüeta y la boca el resonador.

En la voz, como en todo sonido, hay que considerar la intensidad, el tono y el timbre. Depende la primera de la extensión de las vibraciones; el segundo, del número de vibraciones que el cuerpo sonoro ejecuta en un tiempo determinado; el tercero, de la naturaleza del cuerpo sonoro. En el caso presente, la tensión, longitud y grueso de las cuerdas vocales determinan la intensidad y tono de la voz. En cuanto al timbre, la opinión más corriente y autorizada es la de Helmhotz, que lo explica por el conjunto de sonidos armónicos que acompañan a los fundamentales que la voz produce. Las contracciones, dilataciones y movimientos de todo género del aparato vocal, son causa de que resuenen desigualmente los sonidos armónicos que a cada sonido fundamental acompañan, produciéndose así el carácter particular que a los sonidos vocales distingue, y que se llama timbre, carácter que se diversifica en cada individuo y aun en cada una de las situaciones y momentos en que la voz se produce.

La voz se descompone en elementos irreductibles llamados letras y divididos en vocales y consonantes. La teoría más moderna y perfecta acerca de las vocales es la de Helmhotz, que ve en ellas las diferentes cualidades o timbres de la voz, determinados por la especial forma que dan a las vibraciones las diversas posiciones de la boca y de los labios. Con efecto, al ponerse en vibración merced al sonido producido en la glotis, el aire contenido en el tubo vocal, vibra al unísono con aquél; pero lo general es que la cavidad vocal no preste igual resonancia a todos los sonidos armónicos que acompañan al fundamental, sino que haya siempre uno preferido (el que mejor se adapta a las dimensiones nuevas que el resonador adquiere al cambiar de posición la cavidad vocal).

Esta variedad de resonancias produce el timbre particular de las vocales, observándose que a cada disposición nueva del tubo vocal corresponde una determinada nota fundamental. Por consiguiente, las vocales están constituidas por un sonido producido por la glotis, que reviste los caracteres particulares del timbre que le comunica el tubo vocal, diversamente dispuesto para cada vocal; varían, por tanto, los vocales como el timbre de los instrumentos59.

Para pronunciar las vocales se necesita, pues, que el tubo vocal se modifique de diversos modos, pero permaneciendo inmóvil durante su emisión. No sucede lo mismo con las consonantes, cuya pronunciación requiere que se pongan en movimiento la garganta, la lengua o los labios. Pero las consonantes no son un sonido verdadero y distinto como las vocales (por lo cual no se pronuncian sin el auxilio de éstas), sino que son fenómeno o accidentes sonoros, murmullos o ruidos producidos por la vibración de los diferentes órganos del aparato vocal puestos en movimiento, y que acompañan necesariamente (precediéndola o siguiéndola) a la vocal.

La articulación o ligazón íntima y rapidísima de la vocal con la consonante constituye la sílaba. La sílaba es un elemento material o espiritual de la palabra, según se la considere como simple articulación de los sonidos o como dotada de valor significativo60.

A los elementos puramente físicos o materiales del lenguaje se agregan otros espirituales (o mejor físico-espirituales, pues en la palabra nunca se separan estos dos aspectos), productos de la actividad humana aplicada a la producción de los sonidos articulados. El elemento espiritual de la palabra se inicia desde el momento en que el hombre articula los sonidos por la obra reflexiva de su voluntad y con el propósito de significar en ellos sus estados de conciencia.

Toda combinación de sonidos articulados en la cual expresa el hombre un estado de su conciencia o con la cual nombra o designa un objeto cualquiera, se llama vocablo o palabra. Expresa el vocablo forzosamente una de estas cosas: seres, propiedades, relaciones. Con arreglo a este principio se determinan los vocablos como partes de la oración. Hay, en efecto, palabras que designan ser u objeto, llamadas nombres sustantivos, palabras de relación, proposición o acción: verbos, y palabras de relación de relaciones: conjunciones. A estas tres fundamentales partes de la oración pueden agregarse las palabras de propiedad unidas siempre a las que dejamos expuestas, a saber: palabras de propiedad de seres o adjetivos, palabras de propiedad de propiedades y relaciones o adverbios, a las que pueden añadirse las palabras de relación de conceptos en la oración, o preposiciones. Por último, hay palabras de existencia o de determinación del ser según la categoría de la existencia, que son los artículos y los pronombres. Algunas de estas partes se modifican y determinan en declinación y conjugación.

La unión de vocablos que encierra un pensamiento completo se llama oración, proposición o frase, y el enlace de frases que expresan todo un sistema de pensamientos recibe el nombre de cláusula o período, siendo la reunión de éstos el discurso, último elemento de la palabra.

Los vocablos o palabras se componen de sílabas, que se dividen en radicales o derivativas, según que expresan la idea fundamental de la palabra o las modificaciones distintas de esta idea. La sílaba o sílabas que constituyen el elemento irreductible de la palabra, que expresa la idea fundamental y primaria de ésta, reciben el nombre de raíz.

Toda raíz primitiva es monosilábica; las que no lo son deben considerarse como derivadas. Las raíces monosilábicas primitivas se dividen, según la clasificación de Max Müller, en primarias, secundarias y terciarias, componiéndose las primeras de una o dos letras, las segundas de tres y las terceras de tres, cuatro o cinco61.

Las raíces suelen dividirse también en primitivas o atributivas, y en derivadas o demostrativas. Por raíces primitivas o atributivas se entienden las que designan los objetos, las propiedades y las acciones en sí mismos y sin modificación ni relación alguna, y por derivadas o demostrativas las que designan las relaciones, modificaciones y posiciones diversas (en el tiempo, en el espacio, etc.) de las cosas designadas por las primeras. Todas las formas gramaticales (desinencias) entran, según esto, en el número de las raíces del segundo grupo, que en opinión de la mayor parte de los filólogos fueron en su origen raíces independientes, verdaderos vocablos, unidos a las raíces primitivas o atributivas, para modificar su significación y determinar sus relaciones por procedimientos distintos como la yuxtaposición, la composición, la derivación, etc.

Los vocablos o palabras, según esto, pueden ser raíces puras o combinaciones de diversas raíces, simplemente yuxtapuestas u orgánicamente compuestas de diferentes modos. Los procedimientos para la formación de las palabras varían según las lenguas, como veremos en otro lugar, pero todos pueden reducirse a la simple yuxtaposición de las raíces, a la formación de palabras compuestas por mera combinación o por adición de partículas afijas, y a la derivación o alteración fonética de la palabra compuesta, que convierte alguno o algunos de sus componentes en derivados o desinencias. Todos estos procedimientos pueden combinarse entre sí para formar palabras nuevas, merced a la inagotable fecundidad de las raíces62.

Para terminar este estudio de los elementos espirituales de la palabra, debemos ocuparnos de sus elementos musicales.

Advertimos, ante todo, que siendo la voz un sonido, puede someterse a la ley musical del ritmo o duración normal y gradualmente repetida de las vibraciones de un cuerpo sonoro. Aplicado el ritmo a la emisión de la voz, introduce en ella un elemento verdaderamente musical, manifestado en la medida, el movimiento, la tonalidad, la melodía y la armonía de la palabra.

La medida es la determinación de las partes del ritmo con relación a una unidad que en la palabra se representa por la sílaba. El movimiento expresa el grado de intensidad del espíritu por la rapidez o lentitud de la elocución, y se significa en los acentos oratorios. La tonalidad o el tono se expresa por el acento prosódico, que exige la elevación o depresión de la voz según las palabras o frases que se pronuncian. De aquí nace la modulación del sonido o cambio de tono producido por el cambio de ideas o sentimientos expresados. El resultado del cumplimiento de las leyes rítmicas es lo que se llama melodía.

En cuanto a la armonía, propia de cualquiera obra literaria, descansa más bien que en la armonía de los sonidos, en el orden y concierto de las ideas.

Todos estos elementos musicales de la palabra se subordinan al espíritu, cuyo estado expresan, y se determinan, no sólo según lo que es expresado en el lenguaje, sino según condiciones individuales, circunstancias históricas, etc.

Nacen de aquí importantes variaciones en la emisión del lenguaje hablado u oral, variaciones en que influyen el clima, la eufonía o sonoridad de la palabra, la historia, la tradición, la costumbre, etc. De aquí también se originan importantes alteraciones fonéticas en los idiomas y se desprenden leyes filológicas de gran trascendencia63.




Lección XV

La palabra como expresión del espíritu humano. -Lo expresado en el lenguaje. -Intervención de la fantasía en la producción de la palabra. -Cuestión acerca del valor significativo de los sonidos articulados. -Cómo se forma el lenguaje. -Formas diversas de expresión en el lenguaje. -Lenguaje directo y figurado. -Fundamento, naturaleza y origen de los tropos


Dueño el hombre del conjunto de sonidos articulados que constituyen la palabra, conviértelos, por obra de su espíritu, en signos representativos de todos los estados de su conciencia; y como quiera que en su conciencia se refleja, no sólo cuanto se realiza en el interior de su ser, sino la realidad exterior que conoce y siente, al expresar sus estados designa y representa también todos los objetos que halla en su conciencia como conocidos o sentidos.

Es, por tanto, la palabra la expresión total de la vida del espíritu humano, lo mismo en su interioridad que en sus relaciones con la realidad objetiva, de la cual es, por consiguiente, representación y signo. De suerte que, merced a ella, no sólo puede el hombre manifestar todas sus ideas y afectos, sensaciones, voliciones, etc., todos los estados de su espíritu y de su cuerpo, sino también designar (nombrar) todos los objetos exteriores, pudiendo de esta manera establecerse entre los hombres una constante comunicación y comercio de ideas y sentimientos que constituye la base más preciada de una superior vida social que aventaja inmensamente a la de los restantes seres inteligentes, y el verdadero origen de todas las excelencias que al hombre distinguen, como de los portentosos progresos que en su vida cumple64.

En la producción de la palabra intervienen todas las facultades intelectuales, pero sobre todo la fantasía, porque siendo la palabra una forma sensible de expresión, a dicha facultad toca representar en el sonido el estado de conciencia que se trata de expresar. La fantasía es la que encarna en el sonido, como en forma plástica y sensible, lo que quiere expresar el espíritu; y en tal sentido, la producción de la palabra tiene mucho de común con la creación de las formas imaginativas de los objetos, a que en otro lugar nos hemos referido, pero no puede confundirse con ella, sin embargo.

Con efecto, cuando la fantasía traduce el pensamiento en palabra (no sólo al hablar, sino en el lenguaje interior y fantástico a que hemos llamado verbo), no crea una forma representativa del objeto, sino una forma significativa o expresiva. Al representarnos, por ejemplo, un árbol, nuestra fantasía reproduce en nuestro interior la figura del árbol con los mismos caracteres que tiene en realidad; de suerte, que vemos realmente con los ojos del espíritu la imagen del árbol. Pero cuando al mismo tiempo, con el verbo interior o con el sonido externo, pronunciamos mental o materialmente la palabra árbol, damos a nuestro pensamiento de este objeto una forma que no es la imagen del árbol, pero que lo expresa y significa de tal manera, que al punto podemos representárnoslo. De suerte que el árbol tiene en nosotros dos formas: una figurativa, que reproduce exactamente las formas reales del árbol, y a la que llamamos su imagen; otra significativa o expresiva, que consiste en un conjunto de sonidos que ninguna semejanza tiene con el árbol, pero que nos representa la idea del árbol, y suscita fácilmente en nosotros la representación fantástica de este objeto.

La fantasía crea, pues dos géneros de formas, a saber: formas de los objetos mismos (imágenes); formas de las ideas de los objetos (palabras). La palabra es, según esto, un conjunto de signos representativos del pensamiento, de formas significativas de las ideas.

Pero, aunque la palabra sea la forma, el cuerpo, la encarnación del pensamiento, es expresiva, como hemos dicho, de todos nuestros estados de conciencia, y representativa a la vez de toda la realidad exterior; en lo cual no hay contradicción, como pudiera parecer, pues todo lo que es expresado por la palabra, ha de revestir la forma de pensamiento o idea para que lo exprese, y en tal sentido, si la palabra representa o significa toda la conciencia (y mediante ésta la realidad entera), lo que inmediatamente expresa, aquello de que es forma, es el pensamiento, la idea de lo que es expresado.

Así es que, aun cuando la palabra exprese, por ejemplo, un sentimiento o una sensación, lo hace siempre en la forma de una proposición, de una operación lógica. Al decir: siento frío, veo un árbol, amo a mi madre, expresamos, sin duda, sensaciones o afectos; pero revistiéndolos de la forma lógica de una proposición o juicio, que en lenguaje gramatical se llama oración. Por eso, cuando el sentimiento, por ser muy intenso o muy vago, no puede encerrarse en una forma lógica, no puede convertirse en idea o pensamiento, lo expresamos, no con palabras verdaderas, sino con gritos inarticulados o interjecciones; por eso muchas veces, refiriéndonos a un sentimiento físico o moral, decimos que es inefable, que nos faltan palabras para expresarlo, etc.; por eso también para expresar en el Arte cierto género de sentimientos vagos e indefinidos, tenemos que apelar a la Música, por ser impotente el lenguaje literario.

De aquí se infiere fácilmente que la palabra no es signo directo de los objetos, pero sí de la idea o noción de éstos; o lo que es igual, entre la idea del objeto y la palabra que lo expresa y significa establecemos una relación tal, que al punto que pronunciamos u oímos pronunciar dicha palabra, nos representamos el objeto.

El procedimiento para producir la palabra es, pues, el siguiente. La fantasía, representándose un conjunto cualquiera de sonidos articulados, los une a la idea de un objeto, convirtiéndolos en forma sensible, significativa de éste. Aceptada por el entendimiento y la voluntad esta asociación entre la idea y el sonido, que es su forma, ambos elementos quedan identificados, y cada vez que el sonido es percibido, la idea se despierta en la conciencia, como igualmente, siempre que la idea es pensada, la fantasía la traduce en palabra interior, representándose el sonido que la expresa; y cuando queremos manifestar al exterior esta idea, comunicársela a los demás hombres, nuestra voluntad dispone los órganos materiales que producen la voz, en la forma adecuada para emitir dicho sonido. De esta manera la idea y la palabra llegan a constituir un todo indivisible, produciéndose simultáneamente en todas ocasiones, hasta el punto de no ser posible pensar la primera sin representarse en la fantasía la segunda, con lo cual la producción del pensamiento se convierte en un monólogo interior, nunca interrumpido, que nos hace creer que no es posible pensar sin hablar, y nos imposibilita para concebir el pensamiento de otra manera que traducido en palabra65.

Ahora bien: esta creación del lenguaje, ¿es natural o artificial? o en términos más claros: la correspondencia entre las ideas y los sonidos, ¿es puramente convencional y artificiosa, o responde a alguna relación real percibida por nuestras facultades creadoras? Cuando la fantasía encarna en sonidos las ideas, ¿lo hace obedeciendo a exigencias de la realidad como al concebir las imágenes de las cosas? o lo que es igual: el lenguaje, ¿es signo, o verdadera imagen?

El problema que aquí planteamos se relaciona estrechamente con el del origen del lenguaje, si bien la solución que se le dé, cualquiera que sea, es independiente de las que se den a aquél. Con efecto, haya sido fruto espontáneo de un don divino o de una facultad innata, o resultado de largos y penosos esfuerzos, el lenguaje ha debido tener un comienzo histórico, un punto de partida, y es fuerza saber en qué ha consistido este comienzo, cómo y por qué ha pronunciado el hombre las primeras palabras, y a qué exigencias ha obedecido al concebirlas.

La cuestión no se simplifica con decir que la palabra no es imagen de los objetos que designa, sino forma o cuerpo de la idea o noción de éstos, a los cuales no representa directamente, sino en cuanto, por razón de su estrecha asociación con la idea, al ser pronunciada despierta en el espíritu la representación o imagen del objeto. Aun admitido esto, siempre quedará en pie la cuestión de saber por qué, para expresar la idea de tal objeto, se usa tal combinación de sonidos y no otra.

En el actual estado de la humanidad, la observación da escasos datos para resolver el problema. El hombre aprende hoy a hablar como aprenden los animales que de hablar son capaces; esto es, porque se lo enseñan los demás hombres. A fuerza de ver un día y otro que a tal objeto se le designa con tal sonido, el niño establece una asociación entre el sonido y el objeto, sin que a esta asociación presida razonamiento alguno; la idea que del objeto se forma el niño, y el sonido con que el objeto es designado, se funden en el espíritu de aquel, y el hábito confirma esta fusión y la hace indisoluble, hasta el punto de que el niño ya no pueda pensar en el objeto sin representarse la palabra que lo designa. Por otra parte, las lenguas que hoy se hablan, y aun las más antiguas que conocemos, distan mucho de ser las primitivas, han sufrido numerosas trasformaciones; y por lo tanto, es muy difícil, si no imposible, hallar en ellas vestigios de relación o correspondencia natural entre los nombres y las cosas. Algún caso de onomatopeyismo es lo único que puede servirnos de indicación para esclarecer el problema. Para resolverlo (si su solución es posible) hay que remontarse a los orígenes; es decir, a lo que para nosotros es completamente desconocido y lo será siempre.

El examen de las raíces o elementos irreductibles de las palabras, y singularmente de las llamadas raíces primarias que, a no dudarlo, han sido las primeras creaciones lingüísticas del hombre, pudiera servirnos de grande auxilio, si las raíces que hoy conocemos fuesen realmente primitivas; pero por desgracia nuestro conocimiento histórico no se remonta a los verdaderos orígenes, y las raíces que hoy llamamos primarias serán probablemente muy modernas con relación a las verdaderamente primitivas.

Sin embargo, del examen de estas raíces deducen los filólogos algunas leyes de gran importancia, con arreglo a las cuales se han formado aquellas. Según estas leyes, las raíces se fundan: 1º. En una relación de semejanza entre los sonidos producidos por un objeto y los sonidos con que lo designamos en el lenguaje, como en las raíces sánscritas Psu, estornudar; Pan, dar golpes, y en otras muchas palabras onomatopéyicas. 2º. En una relación de semejanza entre la impresión causada en el oído por el sonido y la impresión causada en el espíritu por el objeto que el sonido designa. 3º. En una relación de analogía, que consiste en designar los objetos o las ideas con sonidos que les son análogos; buscando, por ejemplo, sonidos suaves o ásperos para designar objetos delicados o rudos, afectos tiernos o violentos, etc. Los dos últimos géneros de relación pueden fundirse en uno, quedando reducidas, por tanto, estas relaciones, a la semejanza entre el sonido articulado y el del objeto, u onomatopeya, y a la analogía entre la cualidad del sonido y la del objeto.

En cuanto cabe en esta materia, se puede afirmar que a estos procedimientos ha debido sujetarse el lenguaje en sus orígenes66, siendo, por tanto, imitativo en el comienzo, y en la actualidad arbitrario y convencional en su mayor parte. Hoy las palabras no tienen relación necesaria con las ideas que expresan, salvo los casos de onomatopeya que aún quedan en las lenguas; en los orígenes, tuvieron una relación puramente material, fundada en semejanzas y analogías materiales. Cuanto se dice de misteriosas relaciones entre los sonidos y las ideas, descubiertas por una portentosa intuición primitiva, no es otra cosa que una de tantas concepciones fantásticas, imaginadas por las escuelas idealistas para llenar con especulaciones temerarias los vacíos que en el conocimiento forzosamente reconoce la ciencia.

Lo más probable (aunque sólo a título de hipótesis deba exponerse) es que el hombre ha comenzado por designar los objetos con palabras onomatopéyicas, ora semejantes a los sonidos producidos por aquellos, ora simplemente análogas a algunas cualidades de los objetos. De esta suerte hubo de formarse un diccionario de raíces (monosilábicas, seguramente, y probablemente aisladas e inmutables) que podían bastar para las necesidades de sociedades muy rudimentarias. Más tarde, cuando los sucesivos desenvolvimientos del espíritu exigieron mayor perfección en el lenguaje, se formarían las raíces derivadas, irían apareciendo las desinencias o formas gramaticales, las raíces se combinarían y modificarían por la aglutinación (como veremos al tratar de las formas de los idiomas), a las palabras onomatopéyicas irían sustituyendo otras más o menos convenciónales por virtud de la alteración fonética y de la renovación dialectal, y de esta suerte las lenguas primitivas se aproximarían al estado en que se encuentran las que hoy tenemos por tales, sin serlo realmente.

Pero al llegar a este punto, la cuestión que nos ocupa ofrece una nueva fase, a saber: ¿Cómo se han formado las palabras que designan objetos e ideas inmateriales, que ciertamente no pueden ser fruto de la onomatopeya? Este aspecto de la cuestión nos lleva a tratar de un elemento importante de la palabra, considerada como expresión del espíritu, a saber: del lenguaje figurado.

El espíritu humano descubre, entre los objetos que conoce multitud de semejanzas y analogías, reales las más, arbitrarias y caprichosas algunas, que le permiten designar las cosas, no con su nombre propio, sino con el de otras distintas con ellas relacionadas por alguna semejanza. Este procedimiento permitió al hombre designar los objetos espirituales con los nombres propios de objetos materiales que con ellos tuvieran analogía o semejanza67. Esta traslación del nombre de una cosa a otra distinta, fue, pues, el origen de todos los nombres de los objetos espirituales y el fundamento del lenguaje figurado.

El lenguaje figurado no se limita a dar a unos objetos el nombre de otros, llamando, por ejemplo, al sol fuente de la luz, o a la juventud primavera de la vida, sino que atribuye a los objetos físicos cualidades propias de los espirituales y vice-versa (como cuando decimos: la altiva palmera, el airado mar, o, por el contrario: la negra maldad, el marmóreo corazón); supone actos humanos en los objetos materiales (la aurora anuncia el nuevo día o es mensajera del sol; los cielos proclaman la gloria de Dios); atribuye actos o resultados materiales a objetos espirituales (la sabiduría produce sazonados frutos, el remordimiento roe el corazón), todo lo cual constituye el tropo o figura llamada metáfora; o designa un objeto con el nombre de otro distinto, comprendido con él en otro más extenso o con él relacionado por vínculos de contigüidad, dependencia o relación de orden (como acontece en la sinécdoque, la metonimia y la metalepsis que, en realidad, son una misma figura en diversos aspectos, y por virtud de las cuales se toman el todo por la parte, el singular por el plural, el género por la especie, la causa por el efecto, el continente por lo contenido, el antecedente por lo consiguiente, o vice-versa, lo físico por lo moral, la materia por la obra, el instrumento por el agente que lo mueve, el lugar por la cosa que de él procede, lo abstracto por lo concreto, y el signo por lo significado).

La más importante de todas estas formas del lenguaje figurado (llamadas tropos o figuras literarias por los retóricos) es la metáfora, que establece una semejanza entre dos objetos (físicos o espirituales ambos, o uno físico y otro espiritual), dando al uno el nombre, o atribuyéndole los actos y cualidades del otro. La metáfora, al extenderse y amplificarse, engendra multitud de formas de la expresión figurada, que detenidamente enumeran los retóricos, y de que prescindimos aquí por ser asunto de escasa importancia para nosotros. El símil, la alegoría, la prosopopeya, la hipérbole y la mayor parte de las figuras literarias, no son otra cosa que formas distintas de la metáfora, la sinécdoque, la metonimia y la metalepsis.

Las figuras literarias o tropos tienen gran importancia, no sólo por constituir la materia del lenguaje poético, como en lugar oportuno veremos, sino por contribuir poderosamente al enriquecimiento y desarrollo de los idiomas, facilitando la creación de palabras nuevas, el cambio de acepción de las antiguas y la significación de los objetos espirituales y las ideas abstractas, y por ser el más vivo reflejo del carácter de cada pueblo. Con efecto, siendo el lenguaje figurado un producto de la fantasía, el grado de desarrollo de aquél está en relación intima con el de ésta, y al conocerlo, podemos formarnos idea del carácter, cualidades y género de vida de los pueblos68.




Lección XVI

Vida del lenguaje. -Los idiomas. -Cuestión acerca de la unidad del lenguaje. -Formación y desarrollo de las lenguas. -Leyes a que se somete. -Elementos conservadores y modificadores de las lenguas. -Dialectos y lenguas literarias. -Lenguas vivas y muertas. -Importantes consecuencias que se desprenden de este estudio


El lenguaje, uno en su naturaleza, es vario y multiforme en sus manifestaciones históricas. Lo que se llama lenguaje humano no existe sino a título de abstracción: lo que en la realidad existe son las lenguas o idiomas; esto es, los diferentes sistemas de sonidos articulados de que el hombre se sirve para expresar su pensamiento.

Cierto que estos sonidos son, con leves excepciones, los mismos en todas las lenguas, y que las leyes de la gramática general en todas se encuentran cumplidas, aunque de modos diversos; pero cada lengua tiene su gramática propia y su propio léxico o diccionario; esto es, cada lengua es una determinación especial, una manifestación característica de la naturaleza general del lenguaje.

Esta rica variedad y esta unidad fundamental del lenguaje humano corresponden a la naturaleza del espíritu. Uno es también éste en sus rasgos fundamentales, y sin embargo, se diversifica notablemente de individuo a individuo, de pueblo a pueblo y de raza a raza. Siendo el lenguaje expresión de la vida del espíritu, no puede sustraerse a esta ley, y por esto se determina en tantas formas o manifestaciones particulares (idiomas) como variedades se observan en la humana naturaleza; y como quiera que el lenguaje es un organismo psico-físico, sus determinaciones varían, no sólo con arreglo a las variedades psíquicas del hombre, sino a las físicas, íntimamente unidas con aquellas.

Varía, pues, el lenguaje según las razas y sub-razas, según las nacionalidades, según las divisiones y subdivisiones de éstas, y aun varía de individuo a individuo. Sin llegar a constituir verdaderos idiomas individuales, determínase, no obstante, en cada hombre, reflejando la originalidad individual, ora en el modo especial de producirse el pensamiento en la palabra (estilo), ora en la manera de emitirla, en el timbre de la voz, etc. (pronunciación). Varía también, según las localidades, notándose maneras especiales de hablar en cada una de ellas, y en cada provincia y comarca de una nación (provincialismos). Estas variedades pueden constituir verdaderos idiomas locales y provinciales (dialectos) que, merced a circunstancias históricas, pueden convertirse en lenguas nacionales.

Una cuestión, que naturalmente ocurre al considerar esta inmensa diversidad de lenguas, es la de saber si, aparte de la unidad fundamental que a todas preside, son unas en su origen; esto es, si todas, por diferentes que parezcan, proceden de una lengua madre. Esta cuestión ofrece gran interés por relacionarse estrechamente con la unidad de la especie humana, bajo cuyo punto de vista no hemos de tratarla aquí.

En el estado actual de la Ciencia, la existencia de una lengua primitiva, madre de todas las que conocemos, no puede sostenerse sino a título de hipótesis. Todos los esfuerzos hechos por varios filólogos para reducir a un origen común los grupos de lenguas que la Ciencia admite, han sido infructuosos. Las dos grandes familias de lenguas, llamadas semítica e indo-europea o aria, son de todo punto irreductibles, y otro tanto acontece con todos los demás grupos lingüísticos. Si ha existido una lengua madre primitiva, ninguna huella de su existencia hallamos, no sólo en las lenguas hoy existentes, sino en las más antiguas que nos es dado conocer.

¿Quiere esto decir que no haya existido lengua semejante? La Ciencia, de suyo prudente y circunspecta, cuando trata de hechos se limita a establecerlos, y, a lo sumo, llena con hipótesis razonables y legítimas los vacíos de la observación; pero nunca debe asentar lo que no se desprenda necesariamente de los hechos conocidos. Al declarar la Filología que las lenguas conocidas son absolutamente irreductibles y que no hay vestigio alguno de una lengua primitiva común, ni afirma ni niega la existencia de esta lengua, porque para ambas cosas le faltan datos. Lo que sí puede afirmar es que, en el terreno de la ciencia pura, es vano empeño el de querer buscar razones y datos en apoyo de la existencia de dicha lengua, que sólo a título de hipótesis podrá sostenerse científicamente.

Prescindiendo, pues, de esta cuestión, y partiendo del hecho de que lo conocido por la Ciencia son numerosos grupos de lenguas irreductibles, debemos preguntarnos a qué causas se debe esta variedad de las lenguas, y a qué procedimientos y leyes se someten éstas en su formación y desarrollo. Respecto a lo primero, ya hemos indicado que el principio de individualidad, en lo físico como en lo moral, explica cumplidamente la multiplicidad de los idiomas, a la cual concurren otras varias causas que debemos exponer.

Las lenguas deben considerarse como verdaderos organismos vivientes, sometidos a leyes análogas a las que presiden al desarrollo de los demás. Pero como el lenguaje es un hecho humano, aparte de las influencias naturales que en él obran, hay que tener en cuenta las que son debidas a la acción del hombre. Éste, la historia y la naturaleza, son los tres agentes que cooperan a la trasformación y desenvolvimiento, es decir, a la vida de las lenguas.

Así es que, bajo el principio general de individualidad a que antes nos hemos referido, y que es el fundamento que pudiéramos llamar filosófico de la variedad del lenguaje, hay que considerar otras causas de esta variedad, hijas las unas de la acción del hombre, otras de la marcha de la historia, y otras de la influencia de la naturaleza.

Como causas naturales de la variedad y modificaciones del lenguaje, deben considerarse:

1º. La raza, que en el sistema de sonidos articulados de que se sirve para expresar su vida espiritual, refleja necesariamente su carácter peculiar, su modo de ser, sus cualidades físicas y morales, sus tradiciones y costumbres, etc. No obstante, multitud de circunstancias históricas pueden impedir la acción de estas influencias etnográficas, por lo cual no siempre tiene cada raza una lengua propia, dándose el caso de razas distintas que hablan una misma lengua o de lenguas diversas habladas por una sola raza.

2º. La acción de lo que se llama en biología el medio ambiente, esto es, del conjunto de circunstancias y condiciones exteriores que rodean al hombre e influyen poderosamente en su manera de ser, como el clima, la topografía, las producciones del país, etc. El medio ambiente obra en el lenguaje, ora de un modo indirecto, por razón de las modificaciones que al hombre imprime, y que se reflejan en su lengua, ora directamente por las alteraciones que en ésta determina, si bien este género de influencia es mucho menos frecuente que el anterior.

Las causas históricas del desarrollo del lenguaje son las siguientes:

1ª. Los hechos que determinan nuevas relaciones y mezclas de pueblos distintos, como son las emigraciones, invasiones, conquistas, guerras, comunicaciones comerciales, cambios dinásticos, etc., pues al poner a unos pueblos en contacto con otros, al mezclar las razas, al hacer que pueblos que hablan una lengua conquisten a otros que hablan otra distinta, al determinar influencias literarias, contribuyen a la alteración de las lenguas, a que los idiomas se conviertan en dialectos, y vice-versa, a que las lenguas pasen de vivas a muertas, de incultas a literarias, de literarias a incultas y a que se introduzcan en ellas nuevos elementos y formas.

2ª. La acción lenta y gradual de la ley del progreso que paso a paso va modificando las lenguas, a la vez que modifica las instituciones, creencias, costumbres, etc., de los hombres, adaptando suavemente el medio de expresión de que éstos se sirven a los nuevos estados de cultura a que llegan. Como causas modificadoras del lenguaje, debidas a la iniciativa individual del hombre, considerado en su actividad constante y regular, pueden enumerarse:

1º. Todas las modificaciones que al lenguaje imprimen lentamente los hombres, casi siempre sin darse cuenta de las razones que a ello les impulsan, alterando el valor fonético de las palabras, haciéndolas cambiar de significación, creando palabras nuevas y desechando otras, admitiendo elementos extraños y sometiéndose a ajenas influencias; en suma, cambiando incesantemente su lenguaje.

2º. El cultivo literario del lenguaje, que unas veces obra como elemento modificador y renovador, otras como elemento conservador de éste.

3º. La invención de la escritura; que contribuyó a fijar las formas lingüísticas, a promover y facilitar la cultura literaria y a dar fuerza a la tradición.

4º. La creación de instituciones dedicadas especialmente a conservar la pureza e integridad de las lenguas, como las Academias y otras semejantes.

La acción combinada de todas estas causas, acordes entre sí unas veces, contrapuestas otras, basta a dar cumplida explicación de los innumerables cambios que en las lenguas se observan, de la constante aparición y desaparición de los idiomas; en suma, de todos los complejos y variadísimos fenómenos que la historia del lenguaje ofrece.

A los ojos de la Ciencia aparecen las lenguas, según esto, como verdaderos organismos vivientes, cuyo nacimiento, desarrollo y muerte ofrece notables semejanzas con los fenómenos que se observan en la vida de los restantes organismos. Las leyes que a las trasformaciones de las especies orgánicas presiden cúmplense en la vida de las lenguas, no ciertamente con el rigor inflexible que la naturaleza presenta (pues en las lenguas prepondera un elemento distinto, que es la libre actividad del hombre), pero sí en el grado suficiente para que pueda establecerse la comparación. Así, a la manera que las especies orgánicas luchan por la existencia, logrando el triunfo las mejor dotadas y más favorecidas por la naturaleza, las que mejor se adaptan a las condiciones de vida en que se hallan, nótase entre las lenguas una parecida concurrencia vital, en que la victoria pertenece a las que por su propia valía o por circunstancias históricas especiales se hacen dignas de ella. Así observamos que unas lenguas se imponen a las otras y las reducen a la condición de simples dialectos, que otras veces los dialectos logran convertirse en verdaderos idiomas, que lenguas inferiores desaparecen rápidamente al contacto de las superiores, etc., verificándose así una especie de selección análoga a la que se observa en el reino orgánico.

De igual manera, así como en éste luchan dos fuerzas contrarias, conservadora la una, modificadora la otra de los caracteres específicos, como son la herencia y la adaptación, observamos en la vida del lenguaje la acción de elementos conservadores y modificadores, pudiendo contarse entre los primeros la tradición, y entre los segundos la alteración fonética y significativa de las palabras, y la renovación dialectal.

Hay, con efecto, elementos que conservan y elementos que modifican y trasforman el lenguaje, y al juego concertado de ambos se debe el que las lenguas no se inmovilicen y estanquen, ni tampoco vivan en perpetua y anárquica mudanza. Cuando cualquiera de estos elementos falta, las lenguas mueren, o por falta de savia que las vivifique y reanime, o por falta de consistencia que las impida fundirse en otras distintas.

La tradición es la verdadera fuerza conservadora del lenguaje; si otros elementos no contrarrestaran su influencia, los idiomas difícilmente variarían, y a lo sumo se acrecentarían con palabras nuevas, según las necesidades crecientes del espíritu. La tradición adquiere nueva fuerza cuando las lenguas se fijan por medio de la escritura, cuando la cultura literaria contribuye también a fijarlas estableciendo lo que se llaman formas y modelos clásicos del lenguaje, y cuando instituciones especiales se encargan de velar por la pureza de éste.

Pero a la acción de estas fuerzas conservadoras se opone la de numerosas influencias modificadoras, que antes hemos enumerado, unas lentas y graduales, otras anómalas y violentas, nacidas de muy distintas causas. Todas estas fuerzas (entre las cuales puede contarse la cultura literaria, que si en un sentido es conservadora, es renovadora también), obran sobre las lenguas por medio de dos procedimientos constantes: la alteración fonética y significativa de las palabras, y la renovación dialectal, que son causa de la creación y desaparición de palabras y de formas gramaticales.

Modifícanse las lenguas, con efecto, merced a la alteración de la forma y del sentido de las palabras, debida a la acción de las causas supradichas, y en general a la ley de constante trasformación o evolución que impera en la naturaleza. Cuando la alteración se verifica en las formas de las palabras, se llama fonética; cuando afecta al sentido de éstas puede recibir el nombre de significativa.

La alteración fonética se cumple por sustitución, adición, fusión, sustracción, reduplicación y suavización de las letras, y otros procedimientos que la Filología estudia detenidamente.

A la alteración fonética se debe, según Max Müller, la aparición de las formas gramaticales.

La alteración del sentido de las palabras se verifica, ora por cambios en el modo de pensar de los pueblos, que introducen cambios análogos en la significación de las palabras, ora por la adopción de palabras extrañas, que cambian de sentido al ser importadas a otro país, ora por la acción del lenguaje figurado que, por medio de metáforas, sinécdoques, etc., altera el sentido primitivo de los vocablos.

La alteración fonética y significativa de las palabras se debe en mucha parte a la derivación etimológica o influencia de unas lenguas en otras. Con efecto, al pasar las palabras de una lengua a otra suelen experimentar graves modificaciones en su forma y en su significación69, mostrándose en estos cambios las siguientes leyes: 1ª. La misma palabra puede recibir formas distintas en diferentes lenguas. 2ª. La misma palabra puede tomar formas distintas dentro de una sola lengua. 3ª. Palabras diferentes toman igual forma en lenguas distintas. 4ª. Palabras diferentes toman igual forma en una misma lengua.

Para comprender lo que se entiende por renovación dialectal, es preciso fijar el sentido de la palabra dialecto, que generalmente se considera como cosa distinta de las lenguas o idiomas. El dialecto no es otra cosa que un estado especial de las lenguas, y en tal sentido toda lengua ha sido alguna vez o puede llegar a ser dialecto, y en cierto modo lo es siempre.

El dialecto significa en general el estado libre e inculto de las lenguas, en que estas manifiestan con entera espontaneidad su propio carácter e incesantemente se modifican y trasforman. Dentro de esta acepción general de la palabra dialecto, caben todas las siguientes formas dialectales:

1º. Llámanse dialectos en general todas las lenguas que, por causa de permanecer en el estado oral, no han llegado a fijarse y constituirse de un modo relativamente definitivo. En estas lenguas puede haber cierta cultura literaria; pero no habiendo escritura que fije en verdaderas obras los resultados de esta cultura, y no bastando la influencia de la tradición para conservar en su integridad las formas de la lengua y evitar los estragos de la alteración fonética y significativa, las lenguas cambian con pasmosa facilidad y engendran a cada paso nuevas variedades dialectales. Estos cambios son tan numerosos y bruscos, que la distancia de algunas leguas basta para que un mismo dialecto tenga formas diferentes, y el trascurso de algunos años para que cambie por completo.

2º. También se da el nombre de dialecto a las diversas lenguas provinciales y locales de una nación, por más que estén fijadas por la escritura y las obras literarias. Lenguas que merecieron el nombre de verdaderos idiomas, pueden convertirse en dialectos de esta especie, cuando la nación que las hablaba se trueca en provincia dependiente de otra. Tal aconteció con las lenguas que hablaban los pueblos sometidos a Roma, con el provenzal o lemosín, con el catalán, el valenciano, el vasco y otras lenguas semejantes. No hay que decir que estos dialectos pueden de nuevo convertirse en idiomas si cambian las condiciones sociales y políticas de los pueblos en que se hablan.

3º. Reciben asimismo el nombre de dialectos las formas peculiares y características que reviste una misma lengua en cada localidad o en cada clase social. En tal sentido, las lenguas literarias no son otra cosa que el dialecto especial de las clases ilustradas y superiores.

El nombre de lengua o idioma se aplica, por tanto, a los idiomas fijados por la escritura y literariamente cultivados que disfrutan de las consideraciones y privilegios de lenguas oficiales de una nación. Son las lenguas de las gentes cultas, de las clases superiores y de los elementos oficiales, diversificadas en formas dialectales populares y locales, y avasalladoras de las lenguas provinciales reducidas a la condición de dialectos.

Como es natural, los dialectos influyen constantemente en las lenguas oficiales y literarias, renovándolas, enriqueciendolas, modificándolas y siendo juntamente elementos modificadores y conservadores, pues si de un lado las alteran, de otro perpetúan los caracteres tradicionales de la raza, no pocas veces perturbados y aun corrompidos y olvidados por las lenguas literarias. Pero la acción de los dialectos es principalmente renovadora; gracias a ellos las lenguas literarias no se inmovilizan, y merced a su acción incesante el lenguaje es una creación inagotable y continua.

Como de lo expuesto se desprende, los dialectos e idiomas están sujetos a cambios numerosos y constantes. Así se observa que todo dialecto puede convertirse en lengua literaria y oficial, cuando se lo permiten las circunstancias históricas, bien porque se fije por medio de la escritura, bien porque el pueblo que lo habla constituya una verdadera nación independiente. De igual manera, toda lengua puede trasformarse en dialecto por las causas antes mencionadas.

Obsérvase también que al desaparecer una lengua que avasalló a muchas, éstas reaparecen a su muerte y se convierten en numerosas lenguas que parecen hijas de aquella, y que no son otra cosa que sus formas dialectales convertidas en lenguas independientes70. No hay que decir cuánto influyen en estos fenómenos de la vida de los idiomas y dialectos los grandes sucesos de la historia.

Cuando las lenguas literarias dejan de ser lenguas nacionales, y son sustituidas por los dialectos, que a su vez se trasforman en verdaderas lenguas, poco a poco van pasando de la categoría de vivas a muertas, o lo que es igual, dejan de ser habladas por las muchedumbres, y se reducen a la condición de lenguas sabias, clásicas o aristocráticas, usadas solamente por las clases ilustradas. Por algún tiempo viven en este estado, y son la lengua de la ciencia, de la literatura y aun del poder político; pero cuando los dialectos vulgares se van imponiendo y adquiriendo cultura literaria, llega un momento en que las primeras dejan de ser el lenguaje oficial y culto, y quedan reducidas a la condición de lenguas muertas, que nadie habla, y que, a lo sumo, son cultivadas por ciencias especiales. La historia del latín ofrece notabilísimo ejemplo de estas trasformaciones.

De todos estos hechos se desprenden consecuencias importantes, a saber: que las lenguas tienden a una variedad sin límites; que si por ventura ha existido una lengua primitiva, única, debió desaparecer muy pronto, dando origen a infinidad de dialectos; que esta variedad responde a condiciones inherentes a la naturaleza humana, y que, por tanto, no hay empresa más vana e imposible que la de crear artificialmente una lengua universal, como lo han imaginado multitud de utopistas que daban claras muestras de desconocer juntamente la naturaleza del lenguaje, la del género humano y las leyes de la naturaleza y de la historia.