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Lección XVII

Clasificación de las lenguas. -Bases en que puede fundarse. -Escasa importancia de la clasificación geográfica. -Imposibilidad de la etnográfica. -Clasificación genealógica: su relación con la morfológica; lagunas que presenta. -Clasificación morfológica. -Su importancia. -Lenguas monosilábicas, aglutinantes y de flexión. -Sus caracteres. -Subdivisiones de las lenguas de flexión. -Clasificación morfológico-genealógica


Balbi, en su Atlas etnográfico, ha clasificado 860 lenguas y 5.000 dialectos71, y asegura que el número de lenguas existentes no baja de 2.000. Este extraordinario número de idiomas ha sido clasificado por la Filología, con arreglo a diferentes bases a saber: la geografía, la etnografía, la genealogía y la morfología.

La clasificación geográfica de las lenguas tiene escaso valor para la Filología, pues ningún dato importante suministra para establecer las relaciones que entre aquellas existen. La distribución de las lenguas por la superficie del globo ha obedecido a causas muy complejas, por lo general poco o nada conocidas. De la coexistencia de distintas lenguas en un mismo pueblo, o de la existencia de una sola en pueblos distintos, ninguna consecuencia filológica puede deducirse, dada la confusión que reina en este punto. Si a las relaciones y afinidades etnográficas de los pueblos correspondiera la distribución de los idiomas, la forma de ésta sería muy importante; pero tal correspondencia no existe en la mayoría de los casos. La distribución de las lenguas se debe casi siempre a circunstancias puramente históricas, y su conocimiento no da luz alguna para esclarecer las relaciones de los idiomas entre sí. Por esta razón, la clasificación geográfica de las lenguas, muy importante para el historiador y el geógrafo, es poco estimada en filología.

La clasificación etnográfica es de todo punto imposible. Sin duda que las razas han debido, en los comienzos de la vida humana, poseer lenguas distintas, en que reflejaran su carácter propio; pero la mezcla de las mismas razas, las mudanzas cumplidas en la vida de los pueblos por los sucesos históricos, las emigraciones, el desarrollo mismo del lenguaje, al contrarrestar la influencia de la tradición y de la herencia, han privado a las lenguas de su carácter etnográfico. En la actualidad, la clasificación de razas que hace la Etnografía, y la de idiomas que hace la Filología, no guardan entre sí correspondencia alguna. Una misma raza habla idiomas completamente irreductibles, y un sólo idioma puede ser hablado por diversas razas. No hay una lengua caucásica, mongólica o etiópica; no hay relación alguna entre las lenguas y las razas; si la hay, por ventura, suele ser entre los idiomas y esas razas, más históricas que naturales, que para la Etnografía son dudosas cuando menos, como la raza latina, la germánica, la eslava, etc. Por esta razón, la Filología no contribuye en nada a esclarecer los problemas de la unidad o variedad de la especie humana, de las relaciones de las razas entre sí, etc. Ni la Etnografía auxilia a la Filología, ni ésta a aquella, y por tanto, es vano todo empeño de hacer una clasificación etnográfica de las lenguas.

La Filología, pues, necesita apelar a otras bases para hacer una clasificación exacta de las lenguas. Estas bases son: las afinidades que permiten asignar a diferentes lenguas un origen común y constituir con ellas un grupo natural, análogo a las familias botánicas y zoológicas; y las formas especiales de estructura que, sin establecer un origen común, señalan, sin embargo, un procedimiento particular de formación que establece un vínculo común entre varios idiomas, estén o no unidos genealógicamente. La primera clasificación se llama genealógica; la segunda, morfológica. Ambas se completan, por cuanto todas las lenguas que constituyen una verdadera familia están necesariamente unidas por vínculos morfológicos, de suerte que la clasificación genealógica se comprende siempre dentro de la morfológica, siendo ésta el género y aquella la especie, o lo que es igual, la clasificación genealógica no es más que una subdivisión de la morfológica.

La clasificación morfológica expresa estados de las lenguas, formas especiales de su estructura en diversos momentos de su desarrollo; la genealógica indica comunidad de origen entre varias lenguas pertenecientes a uno de los grupos de la clasificación morfológica. Por consiguiente, aunque ambas clasificaciones son históricas en el sentido de que expresan estados distintos del desarrollo de las lenguas o relaciones de sucesión y parentesco entre éstas, hay entre ambas diferencias notables, que pueden reducirse a las siguientes:

lª. Las distintas lenguas comprendidas en un grupo de la clasificación genealógica están ligadas por vínculos y afinidades que permiten atribuirlas a un origen común, a una lengua-madre; pero las que se comprenden en un grupo de la clasificación morfológica, pueden, a pesar de la analogía de su estructura, ser irreductibles y proceder de orígenes muy diversos.

2ª. La clasificación morfológica es completa y se aplica a todas las lenguas conocidas; la genealógica sólo comprende algunos grupos clasificados, y deja fuera de sí diferentes lenguas, cuyas afinidades con otras son desconocidas. Es más: al paso que los tres grandes grupos de la clasificación morfológica están definitivamente fijados por la Ciencia, la clasificación genealógica experimenta constantes modificaciones, y cada filólogo la suele exponer a su manera, exceptuando dos grandes familias perfectamente determinadas y reconocidas por todos, que son la semítica y la indoeuropea72.

La razón de esto es que, no habiendo llegado hasta nosotros las lenguas madres de los diferentes grupos genealógicos, no siendo posible buscar ayuda en la Etnografía para estas indagaciones, siendo muy incompletos los datos históricos y arqueológicos que pudieran esclarecer estos problemas, y pudiendo inducir a graves errores el uso inmoderado de la etimología, es extremadamente difícil precisar con la necesaria exactitud las afinidades de las lenguas y formar con ellas verdaderos grupos naturales. Los obstáculos, a veces insuperables, con que en la historia natural se tropieza al clasificar las especies, puede dar idea de los que hallan en sus clasificaciones los filólogos.

Hay que notar, además, que el procedimiento generalmente adoptado para descubrir vínculos de parentesco entre las lenguas, esto es, la comparación de sus elementos gramaticales (lo que se llama gramática comparada), se aplica difícilmente, como observa Max Müller, a las lenguas que no han poseído una cultura literaria que haya fijado sus formas, pues cuando esta cultura no se opone a las alteraciones producidas por la renovación dialectal, el trabajo comparativo a que nos referimos presenta graves dificultades. Es más: ni siquiera la identidad de las raíces en diversas lenguas puede servir de guía para reconocer su origen común, cuando la cultura literaria falta, pues hasta en las raíces introduce variaciones profundas la acción incesante de los dialectos. Por estas razones, sólo ha sido posible clasificar genealógicamente los grupos de lenguas literarias, reduciéndose la clasificación, por lo que a las restantes respecta, a agrupaciones más o menos arbitrarias.

Pero el hecho de no constituir verdaderas familias naturales lenguas que ofrecen algunas afinidades notorias, no basta para negar la posibilidad de que tengan un origen común. Por regla general, estas afinidades (sobre todo, cuando afectan a las formas gramaticales), denotan que, cuando menos, esta comunidad de origen es posible, por más que el estado actual de la Ciencia no permita afirmarlo con entera seguridad.

Por consiguiente, la clasificación de las lenguas debe fundarse en la morfología, esto es, en el análisis de su estructura, y a esta clasificación morfológica debe subordinarse la genealógica, comprendiendo en los tres grandes grupos de la primera las familias, agrupaciones y miembros aislados de la segunda, y constituyéndose así una verdadera clasificación morfológico-genealógica.

Bajo el punto de vista morfológico, las lenguas se dividen en monosilábicas o aisladoras, aglutinantes y lenguas de flexión, también llamadas orgánicas, que a su vez suelen dividirse en sintéticas y analíticas y en objetivas y subjetivas.

Diferéncianse estas tres clases de lenguas por su estructura léxica y gramatical; esto es, por el procedimiento a que obedecen en la formación de las palabras y en la producción de las formas gramaticales, procedimiento que se llama en las lenguas del primer grupo monosilabismo, aglutinación en las del segundo, y flexión en las del tercero.

Como ya sabemos, una raíz puede ser vocablo o elemento de vocablo; pero en las lenguas monosilábicas, raíz y vocablo son cosas idénticas, porque las raíces permanecen puras, invariables, sin modificación de ninguna especie. En tales lenguas no hay, por consiguiente, formas gramaticales de ningún género, ni conjugaciones, ni declinaciones, ni conjunciones, ni preposiciones, ni nada que indique la menor alteración en la forma de las palabras. Una lengua de esta especie, no es, pues, otra cosa que un conjunto de raíces monosilábicas aisladas e invariables, y a esto deben estas lenguas el nombre de monosilábicas y aisladoras. Inútil es añadir que en tales lenguas no es posible la alteración fonética.

Estas raíces aisladas tienen una significación muy general y vaga, no pudiendo decirse de ninguna de ellas que es nombre, verbo, adjetivo, adverbio o preposición; de aquí que cada palabra pueda significar multitud de cosas distintas, y ser a la vez varias partes de la oración. Por ejemplo, la palabra china tao, significa arrebatar, conseguir, cubrir, bandera, trigo, conducir y camino.

Este carácter especialísimo obliga a estas lenguas a adoptar un procedimiento muy singular para determinar la acepción de cada palabra y la función que desempeña en la frase; todo lo cual se significa por la colocación de las palabras en la proposición gramatical, y también por la entonación que se les da al pronunciarlas; de modo que, en la gramática de estas lenguas, no hay en realidad más que sintaxis y prosodia: carecen de analogía73.

Como quiera que en repetidas ocasiones necesitan estas lenguas que a una palabra acompañe en la proposición otra accesoria que determine su sentido, poco a poco estas raíces accesorias van perdiendo su significación primitiva e independiente, lo cual facilita la transición desde el monosilabismo a la aglutinación. Con efecto, nada más natural y fácil que unir a la raíz principal la accesoria que determina su sentido, perdiendo ésta su valor propio y formándose así una palabra compuesta74.

Las lenguas aglutinantes forman sus palabras mediante la yuxtaposición o aglomeración de raíces diferentes, una de las cuales (la que representa la idea fundamental de la palabra) conserva su propio valor, significación e independencia, al paso que las restantes, que sólo son modificaciones de aquélla (desinencias) pierden estas cualidades y pueden experimentar los efectos de la alteración fonética. Una raíz invariable, unida estrechamente a otras variables; tal es la forma de la palabra en las lenguas aglutinantes, que también pudieran llamarse lenguas de desinencias y polisilábicas.

Hay, pues, en estas lenguas verdaderas formas gramaticales, y en ellas la gramática no es una simple sintaxis como en las anteriores. El género, el número, el caso, el tiempo, el modo, todos los accidentes de la declinación y de la conjugación se encuentran en ellas; las palabras tienen valor gramatical propio; son nombres, verbos, adverbios, etc.; hay, en suma, una enorme diferencia en sentido progresivo entre estas lenguas y las anteriores.

Pero la aglutinación todavía difiere bastante de la flexión. Las palabras formadas por este procedimiento se descomponen fácilmente en sus elementos, notándose muy bien que las raíces accesorias han sido palabras independientes, y conservan cierto valor propio relativo. Entre las raíces que componen la palabra, no hay, pues, una verdadera compenetración, una fusión completa que no permita separarlas, y además, siempre hay una (la raíz principal) que jamás se modifica; de suerte, que no están fundidas, sino simplemente aglomeradas o pegadas, y de aquí el nombre que llevan estas lenguas75.

La transición de las lenguas aglutinantes a las de flexión es tan fácil y natural, o acaso más, que de las monosilábicas a aquéllas. Basta, con efecto, para que la aglutinación se trasforme en flexión, que la raíz invariable de la palabra formada por aglutinación se someta a la alteración fonética, modifique su forma, pierda su valor e independencia y se funda con las demás raíces en un compuesto orgánico, casi completamente indivisible. Por eso dice con razón Max Müller que la diferencia que hay entre las lenguas aglutinantes y las de flexión, es la que existe entre un mosaico mal hecho, que por todas partes descubre las junturas de las diferentes piezas que lo componen, y otro bien hecho, en que parece imposible descubrirlas.

En las lenguas de flexión la raíz principal expresa las relaciones que la unen con las raíces restantes que componen la palabra, y determina, por tanto, las variaciones que en su posición y significación experimenta, por medio de una modificación de su propia forma, de una alteración fonética: de suerte, que las desinencias gramaticales no se expresan solamente con la yuxtaposición de prefijos y sufijos, sino con una variación de la forma de la raíz, sin que esto quiera decir que la yuxtaposición referida no exista también en estas lenguas, pues en todas ellas se encuentra, como vestigio del estado de aglutinación en que antes se hallaron, así como ofrecen restos de su primitivo monosilabismo. La raíz, pues, se doblega, es flexible, y de aquí el nombre de lenguas de flexión. Las raíces que expresan desinencias (prefijos y sufijos) se modifican también, como en las lenguas aglutinantes, y se funden con la principal. Por tales razones, es dificilísimo en estas lenguas descomponer las palabras y distinguir la raíz principal (el radical) de las raíces que significan meras desinencias, pues la alteración fonética es en estas lenguas tan poderosa, que no pocas veces la raíz casi por completo desaparece a fuerza de modificaciones.

Las lenguas de flexión suelen dividirse en sintéticas y analíticas. Llámase sintéticas a las más antiguas, y analíticas a las modernas, y se funda esta división en que en estas últimas se observa cierta tendencia a la descomposición en las formas gramaticales, sustituyendo los casos de la declinación con las preposiciones y algunas voces de la conjugación con verbos auxiliares. De esta manera la raíz recobra en cierto modo su antigua independencia, y la sintaxis su importancia, observándose una especie de salto atrás, o caso de atavismo, una vuelta a los procedimientos del monosilabismo y de la aglutinación; pero, no obstante, las lenguas analíticas nunca pierden su carácter de lenguas de flexión. Algunos filólogos suelen llamar objetivas a las lenguas de flexión antiguas, y subjetivas a las modernas, sosteniendo que las primeras representan plásticamente los objetos externos, y las segundas sujetan la expresión de las cosas exteriores a las leyes del pensamiento; pero esta división, más ingeniosa que exacta, no se ha generalizado ni goza de gran crédito76.

Después de lo que queda expuesto, es fácil comprender que el monosilabismo, la aglutinación y la flexión, no son otra cosa que estados, etapas, fases sucesivas del desarrollo de las lenguas. El monosilabismo ha sido el estado primitivo de éstas; más tarde lo ha sustituido la aglutinación, y últimamente la flexión ha reemplazado a ésta; así se observan en las lenguas aglutinantes vestigios de su estado anterior monosilábico, y en las de flexión restos evidentes de la aglutinación. Toda lengua aglutinante ha sido antes monosilábica, como toda lengua de flexión ha sido aglutinante; pero si todas las que han llegado a grados superiores de desarrollo han tenido que pasar necesariamente por los inferiores, no todas han recorrido la escala completa, habiéndose quedado algunas, aunque pocas, en el estado monosilábico y otras en el de la aglutinación.

He aquí ahora la clasificación morfológico-genealógica de las lenguas, en la cual comprendemos sólo los grandes grupos y las lenguas aisladas de más importancia, sin detallar todos los idiomas comprendidos en cada clase77.

Lenguas monosilábicas. -Se reducen a cinco, que se extienden por la China, el Tibet y la Indo-China, y son el Chino, el Annamita o Cochinchino, el Siamés, el Birmano y el Tibetano.

Lenguas aglutinantes. -Mucho más numerosas y extendidas que las anteriores, comprenden diferentes grupos, algunas lenguas sueltas y una gran familia, bastante bien determinada.

Las lenguas aglutinantes que no se clasifican en ningún grupo son el Japonés, el idioma de los habitantes de la Corea, el Pul o lengua de los Pulos o Fulas (tribus del centro del África), el Singalés o idioma de Ceilán, el Brahui, que se habla al N. O. del Belutchistan y el Éuscaro o Vascuence.

Los grupos comprendidos en esta clase de lenguas son los siguientes:

1º. Las lenguas Americanas, llamadas también polisintéticas.

2º. Las lenguas de los negros africanos.

3º. Las lenguas de los Cafres.

4º. Las lenguas de los Hotentotes, Bosquimanos y otras tribus del África meridional.

5º. Las lenguas de la Nubia.

6º. Las lenguas de los Papús, indígenas de la Nueva Guinea (Oceanía).

7º. Las lenguas de los indígenas de la Australia.

8º. Las lenguas Malayo-polinesias habladas por la raza malaya y divididas en tres grupos, a saber: el Melanesio, el Polinesio y el Malayo propiamente dicho. Extiéndense estas leguas por la Oceanía, la isla de Formosa y la de Madagascar.

9º. Las lenguas Dravidianas, también llamadas Tamúlicas o Malabares, habladas en la parte Meridional de la Península cisgangética (India oriental).

10. Las lenguas del Caúcaso.

11. Las lenguas Hiperbóreas, habladas en las regiones árticas.

12. La gran familia de las lenguas Uralo-altaicas, que comprende cinco grandes grupos, a saber: el Samoyedo, el Finés o Finlandés (también llamado Ugro-finés), el Turco o Tártaro, el Tonguso y el Mongol.

En esta familia se hallan comprendidas numerosas o importantes lenguas que se extienden por Asia y Europa, y entre las cuales figuran el Samoyedo, el Lapón, el Magyar o Húngaro, el Turco, el Mongol, el Calmuco, etc.78

Lenguas de flexión. -Comprenden tres grandes familias: la Camítica, la Semítica y la Indo-europea, que también se denomina Aria.

Familia Camítica. -Las lenguas comprendidas en ella ofrecen indudables relaciones de parentesco con las semíticas, se extienden por el N. E. del África y se dividen en tres grupos, a saber: el Egipcio (que comprende el Egipcio antiguo y el Copto), el Líbico (que comprende el antiguo Libio y el moderno Bereber), y el Etíope, en el cual se cuentan diferentes lenguas del África central en la parte que confina con el Sur del Egipto.

Familia Semítica. -Ésta y la indo-europea son las dos familias mejor conocidas y determinadas por la Filología. La flexión se somete en ella a procedimientos y leyes distintas de las que rigen en la familia indo-europea79, por lo cual entre ambas familias hay diferencias de estructura profundas, que unidas a la radical diversidad de sus raíces, hacen que sea imposible reducirlas a una forma común. Estas lenguas se extienden por Arabia, Palestina y parte de la Abisinia, y se hablaron en Asiria, Mesopotamia y Siria.

Comprende esta familia tres grupos, a saber:

1º. El grupo Arameo-asirio, que abarca el Arameo (Caldeo y Sirio) y el Asirio.

2º. El grupo Cananeo, que comprende el Hebreo y el Fenicio.

3º. El grupo Árabe, que comprende el Árabe propiamente dicho y las lenguas de la parte meridional de la Arabia y de la Abisinia.

Familia Indo-europea. -Este grupo es el más importante de todos, tanto por haber sido su estudio la base principal de las investigaciones filológicas y por ser el que mejor se conoce80, como por comprender las lenguas que más alta importancia han tenido en la historia de la civilización.

Las lenguas indo-europeas constituyen una verdadera familia, nacida de una lengua madre, hoy perdida, pero reconstituida idealmente, gracias al genio de profundos filólogos, entre los cuales merecen singular mención Schleicher y Chavée. A esta lengua primitiva dan algunos autores el nombre de Indo-europea y otros el de Aria (del sanscrito arya y del zendo airya, noble).

La familia indo-europea comprende ocho grandes grupos, a saber:

1º. Las lenguas Indias, divididas en lenguas antiguas, lenguas modernas y dialectos de los Gitanos, comprendióndose entre las primeras el idioma Védico (lengua de los Vedas), el Sánscrito (lengua sagrada y literaria), el Pracrito, o lengua vulgar, y el Palí, o lengua sagrada del Budismo. Entre las lenguas modernas se cuentan el Hindustani, el Hindui, el Bengalí, el Mahratta, etc.

2º. Las lenguas Iranias o Eranias, a las cuales pertenecen el Zendo o lengua sagrada de Zoroastro y del Avesta, el Persa antiguo, el Armenio, el Parsi, el Huzvareco, el Persa moderno y otras de menos importancia que se han hablado o se hablan en Persia, Armenia, Beluchistán, Afghanistán y otras comarcas vecinas a estas.

3º. La lengua Griega, que comprende el Griego antiguo y el moderno.

4º. Las lenguas Itálicas, que se dividen en antiguas y modernas, comprendiéndose en las primeras el Latín, el Osco y el Umbriano, y en las segundas las lenguas llamadas neo-latinas, romances o románicas, como son el Italiano moderno, el Español o Castellano, el Portugués, el Francés, el Provenzal, el Ladino, Romanche o lengua de los Grisones (hablado en el cantón suizo de este nombre y en algunas comarcas italianas y austríacas), y el Rumano o lengua de la Moldo-Valaquia o Rumania.

5º. Las lenguas Célticas, que se extienden por Francia y la Gran Bretaña, se dividen en dos grupos (el Gaélico y el Bretón o Kímrico) y comprenden diferentes idiomas, como el Irlandés, el Erse o Escocés, el Galés, el Córnico, el Bretón o Armoricano, el Galo antiguo y el dialecto de la isla de Man.

6º. Las lenguas Germánicas que se extienden por Alemania y Escandinavia (Suecia, Noruega y Dinamarca) y se dividen en cuatro grandes grupos, a saber: el Gótico, el Escandinavo, el Bajo-alemán y el Alto-alemán. En el grupo Escandinavo se comprende el Nórdico o escandinavo antiguo, el Irlandés, el Noruego, el Sueco y el Danés; en el grupo Bajo-alemán el Frisón y el Sajón, que se divide en Anglo-sajón o Inglés y Antiguo-sajón, dividido a su vez en Bajo-alemán propiamente dicho y Neerlandés (Holandés y Flamenco o Belga). El Alto-alemán se llama también Tudesco y Alemán moderno.

7º. Las lenguas Eslavas, que se extienden por Rusia, Polonia, Servia, Bosnia, Herzegovina, Montenegro, Bulgaria, Bohemia, Hungría, parte de la Prusia y multitud de comarcas del Austria, no se dividen en grupos especiales. Cuéntanse entre ellas el Eslavo eclesiástico, el Ruso, el Polaco, el Tcheco, el Servio, el Búlgaro, etc.

8º. Las lenguas Léticas, extendidas por la costa S. O. del Báltico (extremo N. O. de la provincia alemana de Prusia Oriental y provincias rusas de Kowno y Curlandia), y reducidas al Antiguo Prusiano (lengua muerta), el Lituanio y el Lético o Lete81.




Lección XVIII

La palabra escrita. -Su influencia en las lenguas, en la literatura y en la historia. -Su desarrollo histórico. -Escrituras figurativas. -Escritura cuneiforme. -Escrituras alfabéticas. -La imprenta. -Su capital importancia


Como dejamos dicho en lugar oportuno, el pensamiento no se trasmite sólo por medio del lenguaje oral, sino por medio de la escritura; y como quiera que este medio de trasmisión tiene extraordinaria influencia, no sólo en la vida de las lenguas y en la Literatura, sino en la historia entera, debemos examinar aquí esta palabra artificial, debida a la inteligencia creadora y a la industria maravillosa del hombre, cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos y cuya última y sorprendente forma, la imprenta, tantos servicios ha prestado a la causa de la civilización. Desde los tiempos más remotos comprendieron sin duda los hombres que era necesario fijar y hacer permanente la palabra, de suyo perecedera y fugitiva. El deseo de perpetuar la memoria de sus hechos, de comunicarse sus pensamientos en la ausencia, de conservar sus leyendas tradicionales, sus cantos poéticos, sus leyes religiosas y civiles, les obligó a representar en signos gráficos indestructibles, o al menos de larga duración, la palabra hablada.

Pocos inventos ofrece la historia de importancia tan inmensa como el de la escritura. Gracias a ella, las lenguas pudieron fijarse y pasar de la movible condición de dialectos a la de idiomas literarios; la tradición, que conserva las formas características del lenguaje, pudo cobrar mayor fuerza y oponer algún dique a los estragos de la alteración fonética; las leyes del lenguaje, las formas gramaticales que presenta, pudieron fijarse en cánones relativamente invariables, creándose así ciencias casi imposibles antes de que hubiese escritura, como la Gramática y la Filología, y los grandes monumentos literarios se conservaron como eternos modelos que, sirviendo de pauta a las generaciones futuras, impidieran la pérdida de las buenas tradiciones y la decadencia de las lenguas.

Naturalmente, no fue menor ni menos bienhechora la influencia de la escritura en el Arte literario. Antes de su invención, confiado el depósito de la Literatura a la tradición oral, alterábanse y corrompíanse las obras literarias, olvidábase el nombre de los autores, perdíase la memoria de los buenos modelos, y el Arte literario era manifestación fugitiva del ingenio, inferior a las artes restantes que disfrutaban del privilegio de perpetuar sus producciones, privilegio entonces negado a la Literatura. La tradición literaria difícilmente se conservaba; la enseñanza del Arte apenas era posible: su influencia extendíase a muy limitado círculo, y se extinguía en breve período de tiempo, sin que a impedirlo bastara la repetición constante de los cantos poéticos ni la institución de colegios de poetas que se encargaran de conservarlos. Nada ponía obstáculo insuperable a la acción demoledora del tiempo.

Pero, una vez descubierta la escritura, todo cambia por completo. Siquiera este medio de conservar las producciones literarias no ofrezca condiciones de solidez y perpetuidad como aquéllos de que disponen las artes plásticas, en cambio al multiplicar los ejemplares de una sola producción, cumplidamente compensa esta desventaja, hasta tal punto, que con ser tan frágil la materia en que consignan el poeta o el didáctico los frutos de su ingenio, mayores garantías de duración ofrece que la piedra, el bronce o el hierro en que el escultor o el pintor trazan su pensamiento, pues no hay más que un Apolo de Belvedere o un Pasmo de Sicilia, pero Iliadas y Divinas Comedias hay muchas. Además, merced a la escritura, la obra literaria se extiende por el mundo entero y a todas partes lleva su influencia, y merced a ella también, la tradición se conserva, los modelos clásicos se perpetúan y permanecen como normas constantes de la inspiración, los renacimientos literarios son posibles, las influencias de una literatura en otra se facilitan, el Arte pierde su primitivo carácter local para hacerse universal y humano, y la historia de la Literatura, imposible en el período oral, se convierte en una realidad, naciendo con ella la critica, la Filosofía de la Literatura y la misma Estética en su aspecto literario, ciencias todas que difícilmente se produjeran si, rota a cada paso la continuidad de la historia literaria, no pudieran el filósofo, el historiador y el crítico estudiar las manifestaciones del ingenio en su marcha progresiva, inducir del análisis histórico y experimental las leyes que las rigen, reconocer sus aciertos y sus errores, y envista de todos estos resultados de la indagación, formular los principios invariables del Arte literario.

Inútil fuera ponderar el inmenso servicio que la escritura ha prestado a la civilización de los pueblos, ya dando a la Ciencia poderosos medios de propaganda y consignando de un modo indestructible sus descubrimientos y progresos, ya prestando análogos servicios al Arte, a la Industria y a la Religión, ya grabando en indelebles páginas los principios del Derecho y las leyes que rigen a los pueblos, ya facilitando las relaciones comerciales de éstos, ya difundiendo por doquiera la instrucción y la moralidad; ya, en suma, estableciendo todo género de íntimas y duraderas relaciones entre los hombres. Puede decirse que la invención de la escritura señala el paso del salvajismo a la civilización, de lo prehistórico a lo histórico, de la inmutabilidad al progreso, y que si el hombre no es verdaderamente tal sino porque habla, tampoco es verdaderamente social y culto sino porque escribe.

La primera forma de la escritura fue la representación gráfica del objeto designado por la palabra. Con efecto, dada la asociación constante que nuestro espíritu establece entre la imagen sensible del objeto, representada por la fantasía, y la representación, también fantástica, de los sonidos con que lo nombramos, no era difícil comprender que así como el sonido suscita la imagen, la representación gráfica del objeto traería inmediatamente al espíritu la palabra con que éste es designado, traduciéndose en lectura (en representación de los sonidos), la contemplación de las imágenes. Por consiguiente, cuando los hombres trataron de fijar la palabra por medio de representaciones gráficas, lo primero y lo más sencillo que se les ocurrió fue pintar el objeto mismo de que se trataba, medio muy imperfecto y difícil, tanto por la lentitud que el dibujo del objeto requiere, como por la imposibilidad de representar las ideas y objetos no sensibles. Estas dificultades inspiraron la idea de representar, no ya solamente objetos sensibles, sino ideas espirituales, y para ello, buscando las analogías existentes entre lo espiritual y lo material, se hizo al objeto sensible expresión de una idea, con la que guardaba semejanza. Por último, no bastando esto para la adecuada expresión del pensamiento, se representó por medio de ciertas figuras un sonido o palabra de la lengua oral, con ayuda del cual pudiera reproducirse el nombre de la idea que se quería expresar. Tales son los períodos de la historia de la escritura figurativa o ideográfica, también llamada jeroglífica.

Todos estos procedimientos ofrecían, empero, graves dificultades, tanto por su lentitud como por exigir no poca inteligencia para interpretar los signos de la escritura. Por tales razones hubo de buscarse un medio más sencillo y expedito de representar la palabra, y de aquí nació, en época más adelantada, la escritura fonética o alfabética, en que el signo no representa objetos ni ideas, sino las sílabas o las letras que constituyen las palabras, sistema seguido hoy por todos los pueblos cultos.

Las escrituras figurativas que la ciencia conoce, son la de los pueblos americanos, las de los chinos, japoneses y annamitas, y la del antiguo Egipto. Hállanse también formas rudimentarias de éste género de escritura en los salvajes americanos modernos, y en algunos pueblos de la Oceanía82.

La escritura de los antiguos pueblos americanos comenzó por ser figurativa, esto es, por representar los objetos; luego fue fonético-figurativa, representando por medio de las imágenes el sonido principal de la palabra que se trataba de expresar.

Los orígenes de la escritura china se remontan, según autoridades respetables, al siglo XXVI o XXVII antes de J. C. Esta escritura se compuso al principio de verdaderos signos figurativos, que representaban los objetos; pero que más tarde se convirtieron en ideográficos y fonéticos. Con efecto, como la imagen no basta para representar ciertas ideas complicadas, hubo necesidad de combinar los signos y darles cierta significación convencional. Así, una puerta y una oreja significan escuchar, el sol y la luna significan brillo o resplandor, etc. Perdiéndose poco a poco la forma primitiva de los signos, su valor figurativo se fue perdiendo, y de representar objetos pasaron a representar ideas, trocándose la escritura de figurativa en ideográfica. Por último, no bastando esto, imagináronse otros caracteres, que constan de dos elementos: uno ideográfico y otro fonético.

En estos caracteres el elemento ideográfico precisa y determina el valor del fonético. Todos los caracteres chinos pueden además usarse como fonéticos.

Esta complicación de la escritura ha obligado a los chinos a buscar claves que sirvan para la clasificación de los signos. Estas claves, a que ellos llaman jefes de clave, constan de 214 signos, de los cuales 169 son los ideográficos, que en los caracteres compuestos precisan el valor del elemento fonético, y los restantes son figurativos. Combinando estas claves elementales se forman todos los caracteres chinos, que ascienden a 50.000, de los cuales se usan habitualmente 15.000. Los chinos escriben de arriba abajo en columnas verticales y paralelas. La escritura de los annamitas no es más que una modificación de la china.

En el siglo III de nuestra era, la escritura china se introdujo en el Japón, donde adoptó una forma intermedia entre el sistema ideográfico y el alfabético. Con efecto, la escritura japonesa ya no representa objetos e ideas, sino sílabas, lo cual constituye un gran adelanto. Esta escritura es, por consiguiente, mucho más sencilla que la china, y sus diferentes sistemas (el Man-yo-Kana, el Kata-Kana y el Fira-Kana) constan sólo de 47 signos. Los japoneses escriben de igual manera que los chinos.

La escritura figurativa mejor conocida y más estudiada es la del antiguo Egipto. El estudio de esta escritura comienza desde 1799, en que se descubrió la célebre inscripción de Roseta, escrita en caracteres hieráticos y demóticos y en griego, y se debe principalmente a Champollion. Esta escritura ha tenido tres períodos, respectivamente denominados: período de la escritura jeroglífica, de la hierática y de la demótica o epistolográfica.

En la escritura egipcia se observa una progresión creciente desde el sistema figurativo e ideográfico al fonético o alfabético. Comenzaron, con efecto, los jeroglíficos por representar los objetos materiales; luego representaron por traslación los espirituales y abstractos (en lo que se llama signos ideográficos o ideogrammas)83 y más tarde representaron por medio de un signo convencional los sonidos del lenguaje. Juntábanse no pocas veces todos estos signos, y así, la imagen de una abeja, por ejemplo, podía representar la abeja misma, o significar rey o jefe, o representar una letra, (aquella con que comenzara su nombre en el lenguaje oral). Fácil es comprender la confusión de escritura semejante.

La escritura hierática o sagrada y la demótica o popular (que data del siglo VII antes de J. C., reinado de Psamético 1, y dura hasta el siglo III de nuestra era, en que es sustituida por la copta) son derivaciones de la jeroglífica y se componen de signos figurativos y fonéticos, a veces arbitrarios, que en ocasiones reproducen ligeramente el contorno de los jeroglíficos o trazos sueltos de éstos.

El sistema de representar sílabas o letras con el signo jeroglífico de un objeto, cuyo nombre comienza con el sonido que se trata de representar, constituye ya una transición al alfabetismo, análoga al silabismo japonés. Esta transición se observa también en la escritura llamada cuneiforme (en figura de cuña), usada por los imperios Persa, Asirio y Medo, a la cual precedió indudablemente una escritura figurativa, de la cual no se han hallado vestigios. La escritura cuneiforme consta de signos muy complicados, que son combinaciones distintas de una sola figura, que representa una cuña o clavo. Estos signos son 42, y en vez de representar objetos o ideas representan letras y signos ortográficos.

Parece, pues, evidente que la escritura ha recorrido en todos los pueblos el período figurativo, el ideográfico, y distintas formas complicadas del fonético (escritura fonética egipcia, escritura silábica japonesa, escritura cuneiforme), antes de llegar a la escritura alfabética propiamente dicha, en que cada letra se representa por un sólo signo. Los hechos expuestos prueban esta afirmación, y también la prueba el que las escrituras alfabéticas ofrecen con frecuencia en la forma de las letras vestigios de un período anterior figurativo, y el que en algunas lenguas semíticas las letras parecen tener a la vez valor alfabético, ideográfico y figurativo84.

Sin entrar a dilucidar la cuestión de cuál es el alfabeto primitivo, ni de si los alfabetos modernos sin excepción son hijos del Fenicio, diremos que los alfabetos más importantes son, entre los semíticos, el Hebreo, el Fenicio, el Arameo, el Siriaco, el Kúfico, el Himiarítico, el Árabe, etc., y entre los indo-europeos el Sánscrito, el Zendo, el Griego, el Gótico, el Escandinavo o Rúnico, el Eslavo, el Latino o Romano, el Etrusco, etc. Las escrituras alfabéticas ofrecen muchos puntos dignos de consideración, como el sistema de escribir (de derecha a izquierda o viceversa, de ambas maneras combinadas, etc.), el sistema de puntos ortográficos, el hecho de carecer algunas de letras vocales (como el hebreo, por ejemplo), o sustituirlos con ciertos signos particulares, y otra multitud de detalles, sin duda importantes, pero cuya exposición no cuadra a nuestros propósitos.




Lección XIX

La palabra como medio de expresión del Arte literario. -Distinción entre el lenguaje vulgar y el literario. -Cualidades estéticas de la palabra. -Elementos del lenguaje literario. -Del estilo. -Sus diferentes clases. -Formas del lenguaje literario: lenguaje prosaico y poético


Expuesta la doctrina general de la palabra, debemos examinar ahora las condiciones especiales que ésta ha de poseer para convertirse en medio de expresión del Arte literario; acerca de lo cual, lo primero que naturalmente ocurre es que la palabra, al ser órgano de un Arte bello, ha de ser artística y bella, siendo, por tanto, el lenguaje literario distinto del vulgar, que no necesita poseer tales cualidades.

El lenguaje vulgar es una producción espontánea, y en cierto modo irreflexiva, del espíritu, en que sólo se atiende a expresar con claridad y exactitud el pensamiento; el lenguaje literario es una producción reflexiva, subordinada a idea y fin, sometida a leyes y preceptos fijos, en una palabra, artística. Forma exterior y sensible de la obra literaria, manifestación de un pensamiento artístico y bello, el lenguaje literario ha de ser estético, y en él, tanto como en el fondo y en la forma interna de la composición literaria, se ha de realizar la belleza.

Para conseguir este resultado ofrece de suyo la palabra cualidades bellas naturales. Aun sin someterla a ley alguna, la palabra posee una belleza musical que le es propia; es un conjunto de bellos sonidos, que ya en su timbre, ya en su modulación, ya en el tono con que son emitidos, ostentan verdadera belleza. La pronunciación constituye un primer grado de belleza en el lenguaje oral85.

La conformidad de la palabra con el pensamiento es también una condición estética muy digna de tenerse en cuenta. Esta conformidad puede ser material o espiritual: la primera existe cuando entre el sonido y la idea hay una relación directa o una afinidad notable; tal sucede en las palabras onomatopéyicas, y en las que, sin serlo, son adecuadas a lo que expresan, como en ciertas palabras de suave y dulce o áspera y ruda pronunciación, que cuadran perfectamente al género de ideas o sentimientos que con ellas se expresan. La onomatopeya, considerada en este amplio sentido, es un importante elemento de la palabra literaria, y muy singularmente del lenguaje poético.

La conformidad espiritual de la palabra con el pensamiento no pende del carácter sonoro de la palabra, sino de relaciones establecidas por el uso; pero no por eso es menos importante, ni contribuye menos a la belleza del lenguaje, en cuanto produce una cualidad estética, como es la armonía.

Cuando esta conformidad de la palabra con el pensamiento se extiende, no sólo a los vocablos, sino a su combinación, esto es, a la frase, al período, al discurso entero, el lenguaje expresa cumplidamente cuanto el pensamiento encierra, y en sus formas imita en lo posible lo que éste trata de representar. En tal caso, el lenguaje, además de ser armónico y melodioso bajo el punto de vista musical (merced a la sonoridad de los vocablos y al orden y proporción de los períodos), además de ser propio y adecuado, es expresivo, y en cierto modo imitativo, pues siendo dulce y tierno unas veces, severo otras, majestuoso algunas, movido, impetuoso, pintoresco, etc., según las necesidades del pensamiento, refleja con toda la posible exactitud el carácter de éste, y puede llegar a ser una verdadera pintura. A esta cualidad, que puede llamarse expresión, a la propiedad, y a la armonía musical ha de agregarse la pureza, esto es, la conformidad del lenguaje con los preceptos del idioma y los buenos modelos literarios. El lenguaje literario debe, pues, ser puro, propio, expresivo y armónico.

Aparte de estas cualidades esenciales del lenguaje literario, hállanse en él, sobre todo en el género poético, otros elementos que poderosamente contribuyen a su belleza. Tal es, por ejemplo, el uso de los tropos o figuras de que en otra ocasión nos hemos ocupado, y que tanto contribuyen a dar al lenguaje un carácter verdaderamente pictórico, siendo además auxiliares eficacísimos de la fantasía. Aunque en el lenguaje común se halla a veces esta traslación del sentido natural de las palabras, a que se llama figura o tropo, nunca es en él tan frecuente como en el lenguaje literario, y principalmente en el poético, del cual es capitalísimo elemento. Este lenguaje figurado, que crea las imágenes, esto es, las representaciones fantásticas de los conceptos en la forma sensible de la palabra, y que recorre una numerosa serie de grados y de formas, desde la simple comparación a la metáfora, y de aquí a la alegoría, constituye el material más rico y variado del lenguaje literario86 y el que le da un carácter más original y propio.

Otro elemento importante del lenguaje literario es la libertad de que disfruta. A primera vista pudiera parecer que, habiendo de sujetarse este lenguaje a reglas y leyes fijas, es menos libre que el vulgar, que de ellas prescinde (excepto de las gramaticales en su estricto sentido); pero, en este terreno, como en el de la moral, se cumple el principio de que la libertad reside principalmente en la subordinación a la ley. Libertades en la elección de los vocablos, en la disposición sintáxica del discurso, que serían intolerables o parecerían ridículas en el lenguaje común, son de todo punto lícitas en el literario, y sobre todo en el poético. Las numerosas elegancias que los retóricos exponen, como las llamadas licencias poéticas, son buena prueba de esta libertad del lenguaje literario.

Contribuye también a la belleza de éste la manera peculiar con que se produce según el asunto que mediante él se desenvuelve, o según el carácter del escritor que lo maneja. Esta manera especial, que constituye lo que pudiera llamarse carácter original del lenguaje, es lo que se denomina estilo.

El estilo se determina según el carácter de la obra, por lo cual decimos que hay estilo poético, didáctico y oratorio, estilo épico, lírico y dramático en la Poesía, estilo político, forense, en la Oratoria, etc., y hablamos también de la propiedad o impropiedad del estilo con relación al asunto.

El estilo, considerado bajo este punto de vista, puede recibir multitud de formas, y de aquí las numerosas divisiones que de él suelen hacer los preceptistas. Ninguna de ellas agota todas las formas posibles del estilo, que, en realidad, pueden ser tantas como asuntos pueden inspirar al artista. Creemos, por tanto, completamente inútil intentar clasificar el estilo o adoptar cualquiera de las clasificaciones conocidas.

Determínase, además, el estilo según el carácter del escritor, que en el lenguaje se revela hasta el punto de que Buffon haya podido decir que el estilo es el hombre, y de que muchas veces, tratándose de autores de originalidad muy poderosa, la simple lectura de uno de sus escritos baste para conocer que son suyos. Bajo este concepto, hay tantos estilos como escritores.

Pero, además, como quiera que el artista revela en su obra, no sólo su carácter individual, sino todas las influencias que en él se determinan por virtud de las relaciones en que su personalidad se desenvuelve; y como la tradición literaria, el carácter de raza, etc., influyen notablemente en la producción del pensamiento en el lenguaje, sígnese que el estilo se determina también según el pueblo y el tiempo en que la obra es producida, distinguiéndose, por tanto, además del estilo puramente individual, el estilo local propio de una ciudad o provincia (estilo sevillano, estilo catalán), el estilo nacional (estilo francés, alemán), el estilo etnográfico o de raza (estilo oriental, latino), y el estilo en relación al tiempo (estilo antiguo, moderno, estilo del siglo XVI). En esta relación puede el estilo ser impropio del pueblo o de la época en que se produce; por ejemplo, en España se censura el estilo afrancesado, y en el actual siglo no se recibe con aceptación el estilo del siglo XVI, originándose do aquí el anacronismo y el extranjerismo del estilo87.

Este aspecto original y característico del lenguaje contribuye a darle variedad extremada, y por tanto es un elemento de belleza, como quiera que, mediante él, se manifiestan la fuerza expresiva, la flexibilidad maravillosa y la inagotable riqueza de la palabra.

Cuando el lenguaje reúne todas las cualidades que hemos enumerado, merece el nombre de bello y artístico, y es propiamente literario. Compuesto en tal caso de palabras sonoras, propias, expresivas y castizas, armónicamente concertadas y compuestas en correctas y bien trazadas frases y en proporcionados, rotundos y sonoros períodos; embellecido por figuras y elegancias bellas y oportunas; acomodado a la índole del asunto que expresa, y siendo fiel reflejo y encarnación exacta de las bellas formas de que este asunto se halla revestido por la fantasía del artista; dotado, además, de la originalidad y del carácter que le dan la naturaleza, de lo que expresa y la manera especial con que el artista lo produce, el lenguaje es una verdadera creación artística, una adecuada y hermosa vestidura del pensamiento, un órgano admirable y perfectísimo de la más bella de las Artes.

El lenguaje, cuyas cualidades hemos enumerado, sirve de órgano indistintamente (aunque con caracteres especiales en cada caso) a la Didáctica, a la Oratoria y a ciertos géneros poéticos; pero fáltale aún una condición nueva para ser el medio de expresión más propio y perfecto de la Poesía. Cuando el lenguaje no posee otras cualidades que las expuestas, apellidase prosaico; para ser poético fáltale otra, en sumo grado importante. Tal es la sujeción a una ley musical fija y constante, que no es la ley general de sonoridad a que siempre se somete. La sujeción a esa ley, que es la del ritmo, constituye lo que se llama versificación, forma la más adecuada de la Poesía, aunque no la única. Hay, pues, lenguaje prosaico y lenguaje poético; a exponer las condiciones de este último, que representa el más alto grado de perfección y belleza de la palabra, debemos consagrar la lección siguiente.




Lección XX

El lenguaje poético o rítmico. -Sus cualidades especiales. -La versificación. -Su concepto. -Noticia de los principales sistemas de versificación. -Transición al estudio de la producción literaria


El lenguaje literario, común a todas las manifestaciones artísticas del pensamiento expresado en la palabra, adquiere cualidades especiales cuando es órgano de la más bella de las Artes que en la Literatura se comprenden, de la Poesía. Con efecto, siendo fin primero y predominante de ésta la realización de la belleza, tanto en el fondo como en la forma de sus producciones, no se contenta con el lenguaje que es común a las demás Artes literarias (por más que también pueda emplearlo, como en otro lugar veremos), sino que crea para sí un lenguaje propio, dotado de especialísimas condiciones estéticas.

A las cualidades generales que debe poseer el lenguaje literario, agrega el poético otras nuevas, además de requerir como absolutamente necesaria la posesión de otras, que no siempre son indispensables en aquél. Tal es, por ejemplo, el uso de los tropos o figuras, de las imágenes, comparaciones, etc., por todo extremo indispensables en la Poesía, de cuyo lenguaje son material imprescindible, no siéndolo de igual modo del de los restantes géneros literarios.

Distínguese, además, el lenguaje poético por las numerosas libertades que le son permitidas, y a veces indispensables, y que en otros géneros rara vez se necesitan, y con frecuencia ni aun se disculpan; lo cual se debe a que es, ante todo, el lenguaje de la imaginación, y por tanto, disfruta de la amplia libertad que a ésta caracteriza en sus creaciones, y siempre se reviste de los vivos colores que a éstas distinguen.

Llévanse, pues, al más alto grado en el lenguaje poético las cualidades del literario. Atiende aquél, con mayor esmero que éste, a la elección de los vocablos, buscando los más sonoros, propios y onomatopéyicos, fijándose cuidadosamente en los epítetos, y concertando las palabras en armoniosa frase; dispone con amplia libertad de todos los elementos del lenguaje, permitiéndose las más atrevidas licencias sintáxicas y prosódicas; traslada a cada paso el sentido de la palabra, creando todo género de figuras e imágenes; busca en el símil o comparación, en la hipérbole, en la alegoría, en el símbolo, en la personificación, nuevos elementos de expresiva belleza, y de esta manera constituye un lenguaje pintoresco, lleno de color y de vida, ideal y libre, que se distingue tanto del lenguaje literario común, o mejor dicho, prosaico, como se distingue la creación original y vigorosa del poeta de la que es propia de los restantes géneros literarios.

Pero a todas estas excelencias (que en suma no son otra cosa que las del lenguaje literario, en general, elevadas a su más alto grado de perfección) agrega el lenguaje poético otra que le es peculiar y le da privativo carácter, a saber: la sujeción a una ley musical fija y constante, lo que se llama ritmo o versificación.

Sin entrar ahora en la cuestión de si el único lenguaje propio de la Poesía es el rítmico (cuestión que tiene lugar más oportuno al estudiar en particular la Poesía), y limitándonos a consignar que, si no es el único, cuando menos es el más adecuado, y que sólo ella puede usarlo legítimamente, indicaremos en términos sumarios cuáles son los caracteres del lenguaje rítmico, y cuáles las formas con que ha aparecido en la historia.

El lenguaje rítmico es hijo de la Música. La idea de sujetar la palabra a una ley rítmica constante88, nació de haberla unido a la Música en los primitivos tiempos, en los cuales, no sólo la Música y la Poesía eran inseparables, sino que a ellas se agregaba constantemente el Baile. Esta unión imponía a la Poesía una ley musical, la convertía en verdadera música; y cuando la separación entre las artes mencionadas llegó, la Poesía conservó su carácter musical, y la manifestación de este carácter fue la versificación, que (según la acertada definición de Hermosilla) es la artificiosa y constante distribución de una producción poética en porciones simétricas de determinadas dimensiones, sujetas a ciertas medidas y denominadas versos.

El lenguaje rítmico se ha sometido a leyes y fundamentos distintos en cada pueblo, originándose de aquí los diferentes sistemas rítmicos o métricos. Los primeros y más sencillos se fundan en lo que se llama el ritmo ideal, esto es, en la correspondencia simétrica de los pensamientos, siendo, por tanto, una simple modificación de la prosa, que no llega a constituir un verdadero ritmo musical. Tal es el paralelismo hebreo, que se limita a dividir la frase en dos partes iguales, conteniendo la primera el pensamiento capital, y la segunda la repetición amplificada, la antítesis o el complemento de dicho pensamiento, como se observa en los versículos de la Biblia. Para perfeccionar este sistema se adoptaron otros varios procedimientos, como contar las sílabas de las dos partes en que se divide la frase, o emplear acentos eufónicos para darla cierta melodía. Varios pueblos orientales, además del hebreo, emplearon este y otros sistemas análogos.

Otro procedimiento, no menos sencillo y elemental, pero que tiene más carácter musical que el paralelismo, es la aliteración, que consiste en servirse de palabras que comiencen con una misma letra. La poesía primitiva de los pueblos septentrionales ofrece repetidos ejemplos de la aliteración, que tampoco fue desconocida de griegos y latinos89.

Los sistemas rítmicos que merecen el nombre de tales, se fundan en diversos elementos, como son el acento, la cantidad silábica, el número de sílabas y la rima.

En la cantidad silábica descansa principalmente la versificación griega, hecho perfectamente explicable si se advierte que la Música y el Baile iban estrechamente unidos a la Poesía en Grecia, y que, por tanto, la medida del tiempo había de tenerse muy en cuenta en aquel sistema de versificación. La cantidad sigue dominando en la métrica latina; pero no se conserva con tanta pureza, sobreponiéndose en cambio el acento, que va cobrando cada vez mayor importancia, hasta reemplazar a la cantidad en los primeros siglos de la Edad Media90.

En las literaturas modernas la ley de la cantidad ha desaparecido casi por completo, aunque quedan de ella algunos vestigios, siendo sustituida por el acento y el número de las sílabas, como se observa en la versificación castellana, por ejemplo.

Un nuevo elemento rítmico aparece en las modernas literaturas, y es la rima. La rima, adorno del verso más bien que verdadera condición musical de él, consiste en la igualdad o semejanza de la terminación de los períodos simétricos (versos) en que se divide la composición. La igualdad de todas las últimas letras del verso, a contar desde aquella en que carga el acento, se llama rima perfecta o consonancia; la igualdad de las vocales, pero no de las consonantes, se denomina rima imperfecta o asonancia.

El número de sílabas, la colocación del acento, la igualdad o semejanza de terminaciones y algún resto de la antigua ley de la cantidad silábica, constituyen, pues, las bases de los sistemas de la moderna versificación. No son, sin embargo, todos estos elementos igualmente esenciales en todas las lenguas modernas, pues en castellano, por ejemplo, se puede prescindir de la rima y componer versos sueltos, aunque sean extremadamente difíciles, por nuestra ineptitud para percibir el ritmo cuando quedamos privados del auxilio del consonante.

El acento es el elemento común a todos los sistemas rítmicos y el más importante de todos, por representar el elemento ideal o espiritual de la versificación; los demás son cualidades musicales o adornos del ritmo. Con gran esmero determinan gramáticos y retóricos los distintos oficios del acento (sintáxico, prosódico y musical), y lo dividen en tónico y eufónico y en agudo, grave y circunflejo, conviniendo todos en que representa la notación musical en la pronunciación, y distingue las sílabas en que se debe elevar la voz por ser las principales, con lo cual marca también un movimiento susceptible de medida, un verdadero ritmo. Por tales condiciones el acento ha logrado sobreponerse a la cantidad silábica, y convertirse en elemento capital de todo sistema rítmico.

Multitud de cuestiones de no escasa importancia ofrece al gramático y al filósofo el estudio de los diferentes sistemas rítmicos; pero como no interesan inmediatamente a nuestros propósitos, juzgamos conveniente omitirlas aquí91.

Terminamos con esto el análisis de la palabra, y por consiguiente el de los elementos esenciales del Arte literario. Sabido ya que éstos son la belleza, que es lo realizado por dicho arte, y la palabra, que es el medio sensible de realizarlo, debemos tratar ahora de saber cómo se realiza, o lo que es igual, qué elementos intervienen y a qué principios y reglas se somete la producción de las obras literarias, o lo que es lo mismo, de las realizaciones parciales y concretas de la belleza literaria. Para esto hemos de examinar, no sólo el modo de producirse las obras y los elementos de éstas, sino las condiciones que ha de poseer el artista, así como la influencia social del Arte literario, y la intervención que en él tiene el público que contempla sus producciones; todo lo cual será objeto de la segunda parte de nuestro estudio.








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Teoría de la producción literaria



ArribaAbajoSección primera

El artista



Lección XXI

Cualidades del artista literario. -Vocación. -Instrucción. -Educación. -Facultades intelectuales y morales. -Impresionabilidad o sensibilidad. -Inspiración. -Habilidad técnica o destreza artística. -Genio. -Talento. -Gusto. -Originalidad


Comprendiendo la Literatura géneros enteramente distintos, y siendo en unos la producción una verdadera creación y en otros una mera expresión en formas artísticas de cosas ajenas al Arte, es muy difícil, al ocuparse de las cualidades que debe poseer el artista literario, trazar reglas generales aplicables a todos los casos, pues es indudable que el poeta, el orador y el didáctico han de poseer aptitudes y condiciones muy distintas, siendo muy pocas las que son comunes a todos ellos. Por esta razón, al exponer el asunto de la lección presente, nos veremos precisados a establecer a cada paso excepciones de las reglas generales que señalemos.

No todos los hombres han nacido para el Arte, ni todos los que poseen aptitudes artísticas pueden aplicarlas al Arte literario. La igualdad fundamental de los hombres no excluye las variedades individuales; la ley de la división del trabajo impera en el mundo moral como en el físico, y a cada individuo corresponde una aptitud distinta que le obliga a dedicarse a un fin determinado, y que se revela en esa tendencia constante e invencible que se llama vocación.

Por consiguiente, el artista literario debe tener vocación para su arte y mostrarla desde luego, no sólo en su afición constante y en su propósito firme de consagrarse a él de por vida, sino en su aptitud, mostrada en toda clase de ensayos literarios. Pero la vocación necesita, para completarse, de la educación. El artista ha de ser educado en vista del arte que va a cultivar. Mas como quiera que el artista es, antes que todo, hombre, fuerza es también que su educación sea lo primero humana más que artística, sin que pueda considerarse educado con sólo poseer la educación especial para su arte. Muchos han sostenido, sin embargo, que el artista literario necesita únicamente genio y no educación, fundándose en que el Arte es hijo de la pura inspiración, y en que el artista nace y no se hace. Pero contra esto puede decirse que, si bien el genio no nace de la educación, se perfecciona educándose, habiendo sido hombres ilustrados y cultos casi todos los grandes artistas. Por otra parte, tratándose de la Literatura, arte complejo y vasto, relacionado con todos los fines humanos y que expresa toda la realidad, es evidente que la cultura del artista facilitará no poco la adecuada expresión de la idea. Todos los géneros literarios encuentran fuente inagotable de inspiración en la Ciencia tanto como en la vida, y no serían posibles multitud de composiciones sin poseer conocimientos científicos, como no serían tolerables en el artista errores capitales científicos en que, desprovisto de cultura, puede fácilmente incurrir. La cultura general humana, que debe darse en lo que se llama segunda enseñanza, y que comprende los conocimientos fundamentales de aplicación más inmediata para la vida es, pues, absolutamente indispensable al artista literario.

Mas esto no basta: el conocer y el hacer van siempre unidos, y es tan necesario saber vivir como saber pensar. El artista literario, que se dedica a un arte eminentemente social por su carácter como por su influencia, necesita conocer la vida experimentalmente, no sólo en sí mismo, sino en sus semejantes; necesita estudiar en esa escuela de perpetua enseñanza que se llama mundo, única que puede despertar en el hombre vivo interés hacia sus semejantes, rectitud de juicio, delicadeza de sentimientos y arte exquisito en el obrar. El literato necesita conocer el mundo, tener experiencia de la vida para concertar en sus obras lo ideal y lo real, conocer a fondo el corazón humano y ser digno de su pueblo y de su tiempo. Por eso las grandes producciones literarias son fruto de la edad madura, y no de la juventud, como erróneamente se piensa, porque sólo en la edad madura puede la experiencia, unida a la razón, prestar claridad y rectitud de juicio a la inteligencia, templanza y pureza a los afectos del corazón, firmeza y perseverancia a la voluntad92.

Los dos grados de educación que dejamos expuestos tocan al artista como hombre, pero falta otro que le atañe especialmente como artista. Tal es la cultura especial técnica para su arte, que comprende tres partes: educación teórica, práctica y teórico-práctica.

La educación teórica del artista literario comprende el conocimiento de la Ciencia de la literatura en sus tres partes; filosófica, histórica y compuesta. Esta parte de la educación es esencialísima, y por desgracia harto descuidada en general por los literatos. Es, en efecto, indispensable al artista literario conocer la esencia y leyes del arte que cultiva, conocer también su historia, y finalmente, componer ambos conocimientos, considerando las leyes como mostradas en los hechos, y los hechos como determinados bajo las leyes.

La educación práctica toca especialmente al material sensible y supone el conocimiento de la palabra en su esencia y leyes fundamentales (filología y gramática general), el conocimiento de la lengua hablada por el artista y de sus lenguas afines por lo menos; a todo lo cual ha de acompañar una serie de ejercicios prácticos que le den la habilidad necesaria y el indispensable dominio del material.

Por último, la educación teórico-práctica se adquiere con el estudio de los grandes modelos del Arte literario en todas sus manifestaciones, y principalmente en la que por el artista sea preferentemente cultivada. Este estudio no ha de llevar a una servil imitación de los modelos, sino a una libre asimilación de sus bellezas, no perdiendo de vista el carácter de la época y del pueblo en que el artista vive, y evitando incurrir en deplorables y perniciosos anacronismos93.

De poco o nada servirían, sin embargo, estas condiciones si el artista no poseyera las facultades que el Arte exige, facultades que desarrollan y perfeccionan, pero no crean, la educación y la instrucción.

Todas las facultades del espíritu cooperan a la producción de las obras artísticas; pero hay entre ellas una que es la facultad artística por excelencia: la imaginación o fantasía. Ya en otro lugar nos hemos ocupado de esta facultad singularísima, a la vez reproductora y creadora, que pinta y refleja en nuestra mente toda la realidad sensible, y combinando con plena libertad los datos que ésta le suministra, crea formas ideales que unas veces son los mismos objetos reales idealizados (libres de sus imperfecciones o aumentados en sus excelencias), y otras, caprichosas combinaciones subjetivas de las formas reales de dichos objetos. Esta facultad, creadora de la belleza ideal, es también el primero y más necesario agente de la producción artística.

Sin imaginación no hay artistas; ni la razón ni el entendimiento la sustituyen. Aun en aquellos géneros en que el Arte literario se pone al servicio de la Ciencia, la producción de la obra fuera imposible sin esta facultad. La primera cualidad que el artista literario necesita poseer es, por tanto, una viva y rica fantasía.

La imaginación del artista ha de ser fecunda y poderosa, constituyendo lo que se llama inventiva, esto es, la facilidad de crear formas bellas ideales. En los géneros literarios en que no hay creación de imágenes y conceptos, sino sólo de formas de expresión, la fantasía no necesita tan alto grado de inventiva como en la Poesía, donde la creación es elemento indispensable.

La imaginación artística necesita del constante auxilio de la memoria. Como por más que el Arte idealice, siempre se alimenta de lo real, el artista necesita poseer un tesoro de observaciones acumuladas, que constituyen el material de sus obras, y que sólo puede conservar la memoria. A este tesoro, reunido laboriosamente por la observación, recurre el artista a cada paso para hallar realidades que idealizar y encarnar en formas imaginativas.

Los datos que componen el material artístico se deben a la sensibilidad, pero han sido ordenados, combinados y convertidos en ideas y conocimientos por el entendimiento y la razón. Estas facultades, auxiliadas por la memoria, son las que suministran a la fantasía el conjunto de objetos e ideas (asuntos) que ella se encarga de informar. Además, como facultades discursivas y reflexivas, reguladoras de todos los actos del espíritu, han de intervenir en la producción de las obras literarias, combinando acertadamente sus elementos, sometiendo a leyes y reglas la acción, a veces desordenada, de la fantasía, determinando la idea a que ha de someterse la composición, y haciendo que en ésta imperen el orden, la regularidad, la discreción y el gusto. A estas facultades se debe también el que en ciertas obras haya un elevado pensamiento y una tendencia trascendental94.

A las facultades intelectuales ha de reunir el artista las que se llaman morales y sensibles o afectivas. Sin pretender que el artista esté obligado (bajo el punto de vista del Arte), a cumplir fielmente en su vida los preceptos de la moral, cabe afirmar que, al menos, el sentido teórico del bien no ha de faltar en él. Podrá no amoldarse en la práctica a las leyes de la moral, pero debe reconocer su valor, amar lo bueno y reflejarlo en sus obras, porque el bien, con no ser la belleza misma, es fuente de que ésta se deriva, y manantial de fecunda y elevada inspiración. También ha de poseer el artista voluntad enérgica y perseverante que le anime en el curso de la producción.

La sensibilidad (entendida en su aspecto afectivo) es condición inexcusable del artista literario, y sobre todo del poeta. La belleza ha de ser amada tanto como conocida, o más si cabe, y sólo amándola se revela al espíritu en todo su esplendor. Además, los espíritus sensibles e impresionables, los que fácilmente se abren a las impresiones del sentimiento, son artistas por naturaleza, y sin grave esfuerzo descubren lo bello donde quiera que se halla. Y como, por otra parte, el sentimiento es la facultad adivinadora por excelencia, la que penetra donde a veces la razón no alcanza, es también facultad eminentemente artística.

Aun en su acepción más amplia, como facultad que recibe todo género de impresiones físicas y morales, la sensibilidad es importantísima en el Arte, por cuanto contribuye poderosamente a producir en el artista lo que se llama inspiración. Con efecto, la impresión recibida produce siempre en el artista una excitación poderosa de sus facultades creadoras, que engendra una expresión de lo sentido en que lo recibido en el espíritu se reproduzca y expresa enteramente modificado, creado de nuevo, por decirlo así: otras veces la espontaneidad del espíritu obra sin influencia extraña alguna y por su fuerza propia, recibiendo en un caso, como en otro, el nombre de inspiración. La inspiración es, por tanto, la espontaneidad del espíritu en la obra de la producción. Por regla general, sin embargo, la inspiración se despierta mediante la impresionabilidad.

La inspiración es un estado que presta a la producción literaria fuerza de concepción y representación, animación, calor y vida, y por esto se dice que sin inspiración no hay Arte. La impresionabilidad sin la inspiración no produce jamás artistas.

La inspiración puede ser natural o verdadera, y artificial o falsa, pudiendo en este último caso ser fruto deliberado del cálculo. Con efecto, muchas veces el artista literario se juzga inspirado sin estarlo, o trata de aparentarlo, por lo menos, produciéndose entonces una inspiración de pura fantasía, afectada y artificiosa, que da lugar a los engendros más delirantes o a las más frías producciones. Sólo cuando el espíritu está verdaderamente afectado, o cuando posee una portentosa potencia creadora, fluye la inspiración naturalmente, interesando todas las facultades y produciendo obras enérgicas y sentidas. El arrebato exagerado, los efectos rebuscados, la hinchazón y amaneramiento del lenguaje, distinguen a primera vista la falsa de la verdadera inspiración.

La inspiración verdadera tiene varios modos que conviene exponer. Puede ser tranquila, concertada, armónica, proporcionada, nacida del concierto racional de todas las facultades; en una palabra, serena; puede, por el contrario, ser arrebatada, descompuesta, nacida del desequilibrio de las facultades, y en tal caso es febril o calenturienta. Es, por último, subjetiva u objetiva, según que provenga de impresiones de lo intimo de nosotros mismos o de impresiones de lo exterior.

La inspiración no es, como suele creerse, un estado de sobrexcitación próximo a la locura, ni un fenómeno misterioso y casi sobrenatural. La inspiración se origina naturalmente de la emoción estética, siendo fruto de la fecundidad de ésta. Nazca de impresiones exteriores o internas, nada hay en ella que no sea natural, y jamás supone un arrebatado desconcierto de nuestras facultades, sino una simple excitación de las que cooperan principalmente a la producción artística. Tampoco es cierto que no deba someterse a regla alguna, y que sea tanto más legitima y fecunda cuanto más desordenada. Abandonada a sí misma, y no templada y regulada por la razón y el entendimiento, fácilmente produjera monstruos y delirios, aunque tal vez engendrara portentosas bellezas. Por eso ha de someterse a preceptos racionales, subordinándose a las exigencias de la razón y del buen gusto95.

Dueño el artista de todas las facultades antedichas y de una poderosa inspiración, hállase en condiciones de producir la obra literaria, siempre que a aquellas acompañen ciertas cualidades especiales, que nacen de las anteriores, y que le dan lo que se llama poder artístico o dominio de los elementos del Arte. Tales son la habilidad técnica o destreza artística, el genio, el talento y el gusto.

Hay en todo arte un elemento exterior más o menos mecánico, de suma importancia y verdaderamente insustituible. Sin el conocimiento del claro-oscuro, de la perspectiva, de la combinación de los colores, del desnudo, etc., no es posible ser pintor, por poderosa y rica fantasía y alta idealidad que se tenga; sin el conocimiento teórico-práctico de las leyes del lenguaje, y especialmente del idioma patrio, sin el estudio de los grandes hablistas, sin el fácil manejo de los metros y rimas poéticas, sin la destreza y facilidad en la palabra, no es posible ser poeta, didáctico ni orador. El dominio del material es, pues, un poder indispensable al artista literario.

A este dominio del material sensible, a este fácil manejo del instrumento de que se sirve el Arte, es a lo que se llama habilidad técnica o destreza artística. Sin ella es imposible la producción de la obra artística; pero ella, por sí sola, también es insuficiente, pues de nada sirve manejar el instrumento propio del Arte, si no se poseen ideas que se expresen por medio de él.

En el Arte literario, la habilidad técnica consiste en el conocimiento y fácil manejo del lenguaje, y se adquiere mediante la educación y la práctica, en lo cual la destreza se distingue del genio, que nunca es fruto de la educación.

El genio es el poder creador del espíritu. Hállase en todas las esferas de la vida, y en todas supone lo mismo: alta idea y poderosa iniciativa; pero aplicado al Arte, es el grado máximo de fuerza de las facultades creadoras, el poder de crear las formas sensibles e ideales de lo bello.

La alteza de la razón, la penetración del entendimiento, la profundidad y delicadeza del sentimiento, la fecundidad, riqueza y vitalidad de la fantasía, constituyen lo que se llama genio. En él llega la inspiración a su más alto punto; él posee maravillosas y penetrantes intuiciones, que le abren mundos de belleza desconocidos para la generalidad de las gentes; él adivina lo bello y lo reviste de imperecederas y portentosas formas; él imprime a sus producciones un sello imborrable de originalidad; él, en suma, crea las obras que jamás perecen, los grandes modelos por todos imitados.

El genio es el producto de una organización especial, y en tal sentido se dice con razón que nace y no se hace. La educación puede mejorarlo, encauzarlo, abrirle más anchos horizontes, y sobre todo, darle la habilidad técnica, que siempre es adquirida; pero no lo crea. Es más; el genio se alimenta de sí propio. Sin duda que en él influyen la tradición y el pensamiento ajeno, sin duda que aprende y se educa, pero al punto se asimila lo que de fuera recibe y lo trasforma y modifica grabando en ello el sello de su personalidad. Por eso nunca imita ni de nadie es discípulo; antes eleva y reviste de originales y nuevas formas, creándolas de nuevo, las enseñanzas de sus maestros.

Cuando el poder creador se manifiesta en reducida escala y las creaciones del artista no traspasan los límites de lo común y ordinario, se dice que el artista solamente tiene talento o ingenio. Los talentos suelen limitarse a ser discípulos e imitadores de los genios, y caso de ser verdaderamente originales, más se distinguen por la discreción que por la alteza de sus obras.

El talento se entiende también como habilidad para desarrollar un pensamiento y componer el plan y la trama de una obra, en cuyo caso es principalmente la aplicación del entendimiento reflexivo a la producción artística. En tal sentido, el talento de un artista literario se manifiesta en la regularidad de sus producciones, en el gusto con que las desarrolla, en la discreción que revela, etc.

Considerado el talento en esta última acepción, suele ser escaso o faltar por completo en el genio, que con frecuencia menosprecia o conculca las reglas artísticas, peca contra el gusto y se permite licencias y extravíos que a veces rayan en extravagancias. Fácilmente se perdonan al genio estos deslices, en gracia a las excelencias en que sus obras abundan; pero no por esto han de aplaudirse, ni menos se ha de considerar como requisito indispensable del genio el extravío y el desorden; el genio no necesita incurrir en tales errores, y tanto más valdrá cuanto mejor sepa concertar la grandeza de su inspiración con la discreción y el buen gusto.

El gusto, esto es, la percepción delicada de lo bello, es cualidad indispensable en el artista, y sólo poseyéndolo se libra de caer en graves faltas. El gusto no es innato; se adquiere con la educación y con el estudio de los buenos modelos, y es inseparable compañero del talento.

Cuando el artista literario es un verdadero genio, o cuando menos, un talento distinguido, sus creaciones tienen un carácter peculiar, una fisonomía propia, que se llama originalidad. Refléjase ésta tanto en la manera de concebir y desempeñar el asunto, como en la de expresarlo por medio del lenguaje. En este último caso, la originalidad se manifiesta en el estilo, expresión del carácter del autor que ya hemos examinado anteriormente. La originalidad en la concepción consiste, no tanto en tratar asuntos nuevos (lo cual suele ser difícil) como en tratarlos de un modo nuevo, con formas propias y características, que distingan profundamente a una obra de todas las demás.

Cuando el artista literario se obstina, no sólo en decir las cosas de un modo nuevo, sino en decir nuevas cosas; cuando cifra todo su empeño en distinguirse por todos conceptos de los demás, fácilmente incurre en esa falsa y violenta originalidad a que se llama extravagancia. Los verdaderos genios nunca necesitan apelar a tales recursos; el asunto más sencillo y gastado les basta para producir asombrosas creaciones. Los genios extraviados y las medianías son los que confunden lo original con lo extravagante, creyendo que ser original es decir o hacer lo que nadie dice ni hace, y hacerlo con las más inusitadas formas. De este afán por la originalidad nacen en la Literatura lamentables extravíos96.




Lección XXII

Proceso de la producción literaria. -Acción general de las facultades del artista en ella. -Momentos en que puede dividirse. -Concepción de la idea y del asunto. -Creación de las formas de la idea. -Composición y desarrollo de la obra. -Manifestación exterior, por medio del lenguaje, de lo concebido y compuesto


Cuando el artista literario -impresionado por la contemplación de la belleza, si es poeta, deseoso de expresar con bellas formas sus ideas científicas, si es didáctico, o queriendo poner su ingenio o su palabra al servicio de fines que estima justos, si es orador-, se resuelve a producir y manifestar en formas exteriores sensibles su idea, componiendo lo que se llama una obra literaria, lo que en realidad hace es poner en ejercicio todas sus facultades y aplicarlas a la realización de su propósito. El proceso intelectual que media desde que concibe el asunto hasta que lleva a término su ejecución, es lo que aquí debemos considerar.

Las tres facultades fundamentales del espíritu: inteligencia, sensibilidad y voluntad (o en otros términos: el conocer, el sentir y el querer)97, ejercen una acción general y directa en la producción de toda obra literaria, cualquiera que sea el género a que pertenezca. Desde el comienzo de la producción, estas facultades están en ejercicio, pues aquella se debe a una idea amada y querida por el artista, y su punto de partida es un acto de la voluntad de éste: la resolución de producir una obra.

Que toda obra literaria es producto de estas facultades es tan evidente, que no necesita demostrarse. Sin idea de lo que en la obra ha de ser realizado, sin claro conocimiento de todos los elementos que han de jugar en ella, sin sentimiento poderoso de la belleza, sin amor al asunto que en la obra se desarrolla, sin firme y perseverante voluntad de llevarla a cabo, la producción fuera imposible. Yerran, por lo tanto, los que atribuyen la producción de la obra literaria a una u otra de estas facultades, suponiendo, por ejemplo, que la Poesía es hija del sentimiento y la Didáctica de la inteligencia. Sin negar que alguna de estas facultades prepondere sobre las demás o tenga mayor importancia que ellas en cada género, fuerza es reconocer que no hay producción literaria que no sea fruto del concurso de todas ellas98.

La producción literaria comprende diversos momentos sucesivos, en cada uno de los cuales interviene especialmente una de las facultades en que suele dividirse la inteligencia (razón, entendimiento, imaginación, memoria). De estos momentos, unos son internos, otros interno-externos.

El primero de ellos es la concepción general de la obra, es decir, de la idea y del asunto que han de constituir su fondo. En esta concepción entran lo que propiamente se llama asunto de la obra, su idea o pensamiento, el objeto que el artista se propone y el fin a que tiende al componerla. Todo esto es una función propia de las facultades conceptivas y reflexivas del espíritu, esto es, de la razón y del entendimiento.

Cuando la obra es puramente artística, cuando su fin único o preponderante es realizar lo bello, sigue a esta función la creación de las bellas formas sensibles en que la idea ha de individualizarse y concretarse, sean estas formas meras reproducciones de la realidad exterior, más o menos idealizada, sean libres creaciones del espíritu hechas con presencia de los datos que ofrece la observación. Como el Arte es una forma pura, este momento de la producción es el verdaderamente artístico, pues en él comienza la idea a revestir las formas propias del Arte. Esta función es desempeñada por la fantasía, en su cualidad de facultad reproductora y creadora de las formas sensibles e ideales.

Concebido e informado el asunto, hay que desenvolverlo y exponerlo, lo cual constituye nuevos momentos de la producción. Uno de ellos es la composición de la obra, esto es, el desenvolvimiento y combinación de todos los elementos que la componen (el desarrollo y marcha de la acción en un poema épico o dramático o en una novela, la sucesión concertada de imágenes y pensamientos en una composición lírica, la exposición de argumentos y de principios en una obra oratoria o didáctica), lo cual se hace mediante las formas expositivas del pensamiento concebido e informado (exposición, narración, descripción, diálogo, etc.), correspondiendo esta función principalmente al entendimiento, auxiliado por la fantasía.

A la composición precede la formación del plan de la obra, y la acompaña constantemente la manifestación o expresión, por medio del lenguaje, de lo pensado y compuesto. A medida que el artista va desarrollando su pensamiento, lo traduce en el lenguaje, formado y representado interiormente por la fantasía, y exteriorizado después por medio de la palabra o del escrito.

La fantasía, el entendimiento y la memoria desempeñan esta función, que se llama ejecución de la obra, y en la cual hay que distinguir en la mayoría de los casos algunos momentos en que se divide, como son la formación del croquis o bosquejo de lo que se ha de escribir (el borrador), la redacción del escrito y la corrección de éste.

Para aclarar esta doctrina y mostrar de una manera exacta cómo se suceden estos momentos o funciones de la producción literaria, parécenos conveniente servirnos de un ejemplo, que será la inmortal novela de Cervantes: Don Quijote de la Mancha.

Propúsose Cervantes combatir la afición a los libros de caballería, tan desarrollada en su tiempo, y mostrar los delirios y extravíos a que podía conducir esta afición. Éste es el pensamiento o idea de su obra, y el acto de pensarlo y concebirlo Cervantes constituye la concepción de aquella. Concurrieron a este acto el conocer, el sentir y el querer: el conocer, porque lo primero fue ver o contemplar la idea; el sentir, porque se interesó por ella, sin lo cual no la hubiera realizado; el querer, porque una vez conocida y sentida, libremente se determinó a ejecutarla.

Trató después Cervantes de representar sensiblemente su idea en una forma, en una imagen fantástica y bella que vivamente la realizara, y entonces, en un momento de inspiración, creó su fantasía el imaginarlo tipo de un loco extraviado por los libros de caballería, al cual servía de contraste un tosco labriego malicioso, interesado y positivista. D. Quijote y Sancho fueron el fruto de esta segunda función de la producción, y las aventuras de ambos personajes constituyeron el asunto de la obra.

Era todavía necesario que el asunto se expresara adecuadamente mediante una acción en la que se desarrollara; era necesario relatar una serie de aventuras de aquellos personajes y de otros de menor importancia relacionados con ellos. Para esto hubo Cervantes de concebir nuevas ideas y crear nuevas imágenes, que compuso entre sí y con las anteriores en una bien trazada trama, mediante el ejercicio de su entendimiento y el auxilio de su memoria.

Hecho esto, y representada en su fantasía en continuidad con todo ello su expresión sensible en la palabra (imaginando lo que habían de decir los personajes, el modo con que habían de referirse sus aventuras etc.), procedió Cervantes a ejecutar su obra, para lo cual probablemente la escribió primero en borrador, después la redactó en su forma definitiva, y por último la corrigió y retocó hasta dejarla en estado de poderse dar a la imprenta.

Tal es, pues, claramente mostrado en este ejemplo, el proceso de la producción literaria.






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La obra



Lección XXIII

Elementos de la obra literaria. -El fondo. -Elementos de que éste se compone. -El fin de la obra. -Su idea y asunto. -Lo realizado, lo expresado y lo expuesto en la obra literaria. -Valor estético de estos elementos


Al producir el artista una obra literaria, propónese expresar una idea, realizar en formas sensibles, mediante la palabra, algo que vive en su mente, bien sea representación fantástica, bien concepto abstracto, ora sentimiento, ora conocimiento. Esto que ha de ser expresado y realizado en la obra, que constituye la materia que ha de informar después la fantasía y traducirse luego en palabras, es el primer elemento de la obra literaria, lo que se llama su idea o pensamiento, y mejor aún, su fondo.

No es el fondo de la obra un elemento simple, sino complejo, compuesto a su vez de otros elementos. Bajo estos términos generales: fondo, idea, pensamiento, asunto de la obra, se comprenden cosas muy distintas, que debemos examinar separadamente.

Al determinarse un artista a producir una obra, al contemplar, antes de componerla, esto que se llama pensamiento o fondo de ella, verifícase en él un acto triple de conocimiento, sentimiento y voluntad, en el cual van envueltos el fin inmediato y concreto que al producir la obra se propone, el fin último y general a que la encamina, la idea o sentimiento que en ella va a desarrollar y el asunto de que va a tratar. Todos estos elementos reunidos contribuyen a formar el fondo de la obra, su sustancia o materia formable.

El fin general de la obra es lógicamente el primero de estos elementos, pues la actividad no se despierta nunca ni se mueve en un sentido determinado (siendo consciente) sin un fin preconcebido a que se dirija. En tal concepto, el fin es juntamente fin y motivo, y sólo cuando tal acontece es puro y recto, como claramente lo muestra en todas las esferas de la vida la Ética o ciencia de las costumbres.

Pero el fin rara vez es simple en el Arte; por punto general reúnense en el fin artístico diferentes fines de importancia diversa, que deben enlazarse entre sí, subordinándose los de menos valor y los más subjetivos a los más objetivos y de mayor y más general importancia.

El fin supremo y fundamental del Arte bello es la realización de la belleza, y en tal sentido el Arte literario por excelencia es aquél en que este fin, si no es el único, prepondera sobre los restantes, o lo que es igual, la Poesía. Los demás géneros literarios tienen, por esto, menos valor y legitimidad, y no son en rigor más que formas artísticas de fines extraños al Arte, por cuanto en ellos este fin queda subordinado a otros distintos, como la manifestación y propagación de la verdad científica en la Didáctica, la defensa de la justicia, de la fe o del bien público en la Oratoria.

Pero a este fin pueden acompañar otros. El artista, además de realizar la belleza, puede proponerse moralizar, inspirar ciertos sentimientos elevados, servir a determinados intereses, mostrar verdades, dilucidar problemas, etc. Todos estos fines son legítimos en el Arte; pero a condición de subordinarlos al fin fundamental, a la realización de lo bello, cuando el Arte que se cultiva es la Poesía, a la expresión de la verdad o a la defensa de la justicia en los demás99.

Al lado de estos fines objetivos, propónese el artista otros subjetivos que le son personales, como el deseo de obtener aplausos y gloria, el de lucrarse con su trabajo, etc. Cuando a estos fines sacrifica el artista los que son propios del Arte, cuando, por ejemplo, adula el mal gusto del público o escribe inmoralmente por obtener ganancia, estos fines dejan de ser legítimos y el artista se rebaja y prostituye, rebajando a la vez el Arte mismo. Pero nada hay de censurable en ellos si los subordina a los propiamente artísticos.

Toda obra artística (y por tanto, toda obra literaria) es producto de una idea o pensamiento que en ella se manifiesta. Esta idea ha de responder siempre a uno de los fines generales que el Arte literario se propone, pero muy bien puede no llevar consigo ningún fin determinado y concreto (en la Poesía, se entiende). La existencia de semejante fin, no es, con efecto, condición indispensable en las producciones puramente estéticas.

Por idea o pensamiento de la obra se entiende aquí el concepto que en ella domina y en ella se expresa, sea realmente un pensamiento, sea un sentimiento, pues todo lo que al artista puede inspirar, todo lo que puede ser objeto de sus obras, necesariamente se convierte en idea para ser expresado. La idea y su concepción preceden a todo otro elemento de la obra; pero a la idea precede el fin que el artista se propone, sea general, sea particular, si bien en este último caso la consideración del fin entra a formar parte de la idea.

Además de la idea que en ella domina, hay que considerar en toda obra literaria el asunto o materia de que trata, o lo que es igual, su objeto. En algunas ocasiones, la idea y el asunto se identifican, por no ser la obra otra cosa que la simple expresión directa de aquella; tal acontece en la mayor parte de las composiciones líricas, que se reducen a expresar una idea o sentimiento del autor. Pero en casi todas las obras literarias, el artista se propone, no sólo expresar su idea, sino exponer una materia determinada (por ejemplo, una ciencia cualquiera), narrar un hecho, describir o pintar un objeto, desarrollar una acción, etc. En tales casos, la ciencia expuesta, el hecho narrado, el objeto descrito, la acción desenvuelta, constituyen el asunto de la obra. Así, el fin general del Quijote es realizar la belleza, y el fin particular condenar y ridiculizar los libros de caballería; su idea o pensamiento es que el idealismo exagerado es una locura, y su asunto son las aventuras de D. Quijote y Sancho Panza.

Del examen de todos estos elementos (fin, idea y asunto), que constituyen lo que se llama el fondo de la obra literaria, se desprende fácilmente que en toda producción de este género hay que distinguir lo realizado, lo expresado y lo expuesto en aquélla. La obra realiza un fin general (la belleza, la verdad, el bien, etc.) y un fin particular (aunque no siempre); expresa una idea o un sentimiento representado en forma de idea, y expone un asunto o materia dada (un estado psicológico, un hecho, un principio científico, una tesis jurídica, etc.)

La expresión de la idea y la exposición del asunto producen la realización del fin o fines de la obra que, si preceden en la concepción a aquéllas, las siguen en el resultado efectivo, o lo que es igual, son a la vez sus móviles y sus resultantes. La idea y el asunto identifícanse y confúndense a veces, como ya hemos dicho, y en todo caso, ora se identifiquen, ora no, el asunto siempre envuelve la expresión de la idea. Con efecto, al exponer y desarrollar el orador y el didáctico la tesis religiosa, el teorema científico, ¿qué hacen, en último resultado, sino expresar sus ideas y sentimientos en estas materias? Al cantar el poeta épico los hechos heroicos, al llevar a la escena el dramático las luchas de la vida humana, ¿qué hacen, sino expresar sus ideas, sus emociones, el estado de su conciencia; qué hacen, sino traducir al exterior las formas ideales con que concibieron aquellos hechos y aquellos dramas?

El hombre jamás sale de sí mismo. Encerrado eternamente dentro de su conciencia, nunca se comunica inmediatamente con lo exterior, ni directamente puede expresarlo en sus obras. Podemos, por consiguiente, afirmar con entera seguridad, por extraño que a primera vista parezca, que, cualquiera que sea el asunto que el artista desarrolle, en toda obra literaria lo inmediatamente expresado somos nosotros mismos en nuestros estados de conciencia.

Parece aventurada, sin embargo, esta afirmación, si se atiende a lo que nos dice la historia de la Literatura. Hallamos en ella, con efecto, multitud de producciones en que, al parecer, no somos nosotros lo expresado, sino objetos exteriores, naturales, humanos o divinos. Cuando Dante refiere los tormentos de los condenados en el infierno, cuando Virgilio describe los trabajos del campo, cuando Herrera canta la victoria de Lepanto, cuando Tácito narra los hechos de la historia romana, cuando Cicerón revela al Senado los criminales propósitos de Catilina, no parece que lo expresado en las obras de estos autores sean Dante, Virgilio, Herrera, Tácito o Cicerón, sino objetos enteramente exteriores a ellos. Veamos, pues, si es posible resolver esta grave dificultad.

En primer lugar, es fácil notar en los mismos ejemplos citados, que inmediatamente expresa Dante su idea del infierno, Virgilio su conocimiento de las labores agrícolas, Herrera su entusiasmo por las glorias de la armada española, Tácito su ciencia histórico, y Cicerón su indignación contra Catilina. Lo inmediatamente expresado en estos ejemplos es, pues, un estado psicológico de los mencionados autores.

No por esto hemos de negar que esta expresión no es igual a la que hallamos, por ejemplo, en Ovidio, cuando expresa su dolor y desesperación en los Tristes, o en Tibulo, cuando exhala sus quejas amorosas en sus Elegías. Lo cual nos indica que, si bien lo inmediatamente expresado en la obra literaria somos siempre nosotros mismos, cabe expresar también mediatamente (mediante nosotros) lo que nos es extraño y exterior, esto es, todos los demás objetos de la realidad, como en los ejemplos anteriores; o expresar únicamente el estado de nuestra conciencia, como en estos ejemplos de Ovidio y Tibulo. Dedúcese de aquí que hay dos modos fundamentales de expresión, que originan, como en su lugar veremos, géneros distintos en el Arte literario.

Pero al expresar lo que nos es extraño, lo que no somos nosotros, ¿cómo lo expresamos, sino en cuanto es recibido en nosotros, en cuanto constituye un estado de nuestra conciencia? Lo que inmediatamente expresamos en este caso no es lo exterior, sino nosotros en nuestra relación con ello. El artista expresa lo exterior en cuanto lo recibe en sí (como pensado o sentido), concibiéndolo libremente en su razón, representándolo en su fantasía y reproduciéndolo en lo exterior sensible, no tal como es en sí, sino tal como en el artista es recibido, concebido, representado y reproducido. El artista recibe el mundo exterior, y lo reproduce trasformado, idealizado, nuevamente creado por su fantasía, imprimiendo y encarnando su idea en lo sensible, mediante el poder que sobre ello tiene.

Lo expresado, por tanto, en toda obra literaria, ora seamos nosotros su asunto, ora lo sea la realidad exterior, es siempre nuestra idea o nuestro sentimiento; esto es, nuestros estados de conciencia. Lo que después resulta realizado mediante la obra, es ya exterior a nosotros, es objetivo; pero en el fondo de ello no hay otra cosa que una idea que ha tomado cuerpo y se ha encarnado en formas sensibles. Realizamos, pues, la belleza, la verdad o el bien en la obra literaria, exponemos asuntos diversos, interiores y subjetivos los unos, objetivos y exteriores los otros; pero nunca expresamos otra cosa que nuestra idea, o lo que es igual, lo expresado en el Arte literario (como en todo arte), somos siempre nosotros mismos en nuestros estados de conciencia.

Los elementos hasta aquí expuestos, que constituyen el fondo de la obra literaria, no son, en sí mismos, elementos artísticos. Aunque la concepción del fondo de la obra es un momento de la producción, la creación artística no comienza sino al concebir la forma en que se ha de encarnar la idea.

Ésta, y el asunto de la obra, son materia que para ser artística requiere forma estética, y que con otra forma sería cosa distinta. Así como con un mismo pedazo de mármol puede hacerse una estatua admirable o una tosca losa, una misma idea puede producir una obra bella o un engendro absurdo, y lo mismo puede suministrar asunto para una producción poética que para un árido trabajo didáctico. No quiere decir esto que la idea y el asunto no deban ofrecer condiciones de belleza, ni que su elección sea indiferente; antes, al contrario; pero aparte de que un asunto que nada de particular ofrece puede adquirir notable belleza, gracias a la forma, es lo cierto que de nada sirve la perfección y excelencia de la idea si la forma no es estética. Esto se observa, sobre todo, en la Poesía, donde la verdad o belleza de la idea significan muy poco, si la forma es defectuosa, salvándose, en cambio, una idea mezquina, y aun falsa, si la forma es bella. En la Oratoria y la Didáctica, la idea es lo que más importa; pero esto se debe a que tales géneros tienen, en realidad, muy poco de artísticos (sobre todo el segundo) por no ser su fin la realización de la belleza.




Lección XXIV

Elementos de la obra literaria. -La forma. -Su respectivo valor en los distintos géneros literarios. -Sus clases. -Formas conceptivas o imaginativas. -Formas expositivas. -Formas expresivas o significativas. -Valor estético de estos diversos géneros de formas


Como hemos indicado en repetidas ocasiones, el Arte no es otra cosa que creación de formas. Las ideas que expresa, los asuntos que expone, son su materia; pero esta materia no adquiere cualidad artística mientras no se encarna en formas sensibles. La concepción de la forma es, por tanto, el primer momento de la producción artística; la forma es el verdadero elemento artístico de la obra literaria.

No quiere decir esto que la belleza resida sólo en la forma. La idea y el asunto de una obra pueden ser bellos, y por eso su elección no es indiferente, sobre todo en la Poesía; pero su belleza no es artística, no es creación del Arte, sino belleza natural o real. Cuando el artista trata de producir belleza, puede inspirarse en asuntos y expresar ideas bellas; pero la belleza que él quiere crear reside en la forma que da a estos asuntos e ideas forma propia, original, nueva, producto de su fantasía. La naturaleza es bella en sí misma; pero cuando el artista se inspira en ella para producir su obra, la belleza que ésta ofrece no tanto es la belleza real de la naturaleza, como la que se origina del modo especial con que el artista concibe y representa la realidad.

La importancia y carácter de la forma varían notablemente en cada género literario. Cuando el fin primero del artista no es producir belleza (como acontece en la Oratoria y la Didáctica), la forma no es más que una bella vestidura de la idea, un simple medio para expresar el pensamiento y exponer un asunto de un modo agradable y artístico. Pero cuando el artista es poeta, cuando no subordina el Arte a fines extraños, la forma es el elemento fundamental de la obra y casi siempre se convierte en asunto de ésta100, reduciéndose el fondo a la idea o pensamiento que el artista quiere desarrollar. Entre el pensamiento que expresan y el asunto que ventilan el orador o el didáctico y la forma exterior y sensible en que los traducen, no media nada; las composiciones de este género no tienen de artístico otra cosa que su estructura arquitectónica, su estilo y lenguaje, y en la Oratoria los bellos sentimientos que manifiesta y los patéticos recursos a que apela el orador. Pero en la obra poética no sucede lo mismo. En ella la idea, el pensamiento, reviste en la mayoría de los casos una forma imaginativa ideal, se encarna en una imagen, en una figura, en un hecho, en algo que no tiene realidad exterior efectiva, que se convierte en materia o asunto de la composición, y que luego se reviste de las formas expositivas y expresivas, que son comunes a todos los géneros.

Si analizamos cualquier discurso de Cicerón o examinamos un escrito místico de Fray Luis de Granada, por ejemplo, observaremos que uno y otro exponen directamente su pensamiento, sin revestirlo de forma fantástica alguna, sino limitándose a concertar y combinar en una bella construcción los argumentos y razones que pueden alegar en pro de su causa el primero, y de sus doctrinas el segundo, y vertiendo todo lo que piensan en bello y artístico lenguaje. A estas formas expositivas y expresivas se reduce el elemento artístico de su trabajo, que en su fondo no contiene una verdadera concepción estética.

Pero si nos fijamos en el Quijote de Cervantes, en la Divina comedia del Dante, o en La vida es sueño de Calderón, advertiremos que al concebir el primero la idea de que la literatura caballeresca es absurda y el ideal en que se inspira falso, al querer exponer el segundo la concepción cristiana de la inmortalidad, combinada con el ideal político del partido gibelino, y al tratar de demostrar el tercero que la vida es al modo de sueño fugaz y mentido, del cual nos hacen despertar a cada paso el desengaño y la duda -no se han limitado a desarrollar estos pensamientos en una serie de argumentos científicos o por medio de una mera exposición, sino que, deseosos de realizar belleza, los han revestido de formas ideales y fantásticas, imaginando acciones y sucesos ficticios en que se personifiquen, representen y pongan en acción tales ideas; narrando el primero las aventuras de un loco extraviado por la lectura de los libros caballerescos, relatando el segundo un imaginario viaje a las regiones infernales y celestes, llevando a la escena el tercero la personificación ideal de su pensamiento, encarnado en Segismundo. Ahora bien, las aventuras de D. Quijote, el viaje del Dante al infierno, al purgatorio y al paraíso, la acción dramática de La vida es sueño, ¿qué son sino formas fantásticas del pensamiento de Cervantes, Dante y Calderón? Y estas formas, ¿por ventura no constituyen el asunto de tales obras?

De suerte, que al paso que en las obras didácticas y oratorias, la forma artística sólo se muestra en la exposición del pensamiento y en su expresión por medio del lenguaje, en las obras poéticas la forma lo abarca todo, incluso la concepción, el asunto de la obra, limitándose casi siempre el fondo de ésta al fin que se propone y a la idea que expresa y desarrolla el autor. En la obra poética, el mismo asunto, la materia misma son ya una forma, por regla general, y la Poesía, por tanto, en cierto modo es forma pura. La forma artística, simple medio en la Oratoria y la Didáctica, es en la Poesía el elemento fundamental, y hasta cierto punto el fondo de la composición.

Tanto es así, que no pocas veces, despojada de la forma la obra poética, queda reducida a un pensamiento vulgar e insignificante, cosa que nunca acontece en los demás géneros. Lo que se llama el fondo, la idea o pensamiento de muchas composiciones poéticas, suele ser una nimiedad; la forma en que se encarna es lo que en ellas vale. Las anacreónticas, los madrigales, los idilios y otras composiciones ligeras, rara vez encierran un pensamiento de importancia, y sin embargo, son bellas por su forma.

De aquí que, al paso que en las obras didácticas lo que principalmente interesa es el fondo, en las poéticas sucede lo contrario. La idea más profunda y sublime pierde todo su valor en poesía, si la forma en que se encarna no es bella; en cambio, como dejamos dicho, la forma basta para dar valor al más frívolo pensamiento. Es más; la forma presta belleza muchas veces a ideas y objetos que por sí no la poseen, como lo muestra el ejemplo ya citado del Dante; con efecto, si la concepción del paraíso es bella por sí misma, la del infierno es todo lo contrario, y sin embargo, en la Divina comedia, gracias a la forma, el canto consagrado al infierno quizá aventaja en belleza, con ser tan horrible su objeto, al que versa sobre los esplendores del paraíso.

Síguese de lo que dejamos expuesto que la forma es de varias clases, o que toda obra literaria es una sucesión de formas. Estas formas son:

1º. Las formas conceptivas o imaginativas, o lo que es igual, las concepciones y representaciones ideales en que se concreta y realiza la idea o pensamiento de la obra. Estas formas constituyen la verdadera creación artística, lo que se llama invención poética, y son exclusivamente propias de la Poesía101.

Pertenecen a estas formas las imágenes de que se sirve el poeta para expresar su idea, los símbolos y alegorías en que la encarna, las acciones épicas, dramáticas y novelescas, los personajes y tipos (ficticios o reales idealizados), que imagina, etc. Estas formas constituyen, por lo general, el asunto de las obras de imaginación, aunque el fondo lo constituya la idea que en ellas se encarna.

Las formas conceptivas o imaginativas son producto de la fantasía que las crea en vista de los datos de la realidad, ora reproduciendo ésta idealizada o embellecida, ora combinando a su capricho los elementos reales y componiendo con ellos formas arbitrarias que en la realidad no existen. La producción de estas formas constituye la realización o corporización exterior y sensible de la belleza ideal (que de este modo se trueca en belleza real artística), cuando son traducidas al exterior sirviéndose el artista del medio sensible de expresión propio de su arte (de la palabra en el Arte literario). Estas formas pudieran recibir el nombre de internas.

2º. Las formas expositivas, por medio de las cuales se combinan y desarrollan las anteriores, constituyendo la trama o contenido de la obra.

Estas formas son la enunciativa, expositiva o directa, en la cual el artista expone su pensamiento directamente, pinta sus afectos, enuncia las imágenes que en su fantasía se representa, etc.; la narrativa, en que relata hechos reales o ficticios; la descriptiva, en que enumera las partes, caracteres, condiciones, etc., de los objetos, pintándolos con exactos y vivos colores; la dialogada, en que desaparece la personalidad del artista y el pensamiento se expone por medio de un diálogo ficticio entre personajes imaginados por aquel; la epistolar, en que el artista supone que escribe una carta en la que expresa sus pensamientos o finge una correspondencia entre varios personajes. Estas formas pueden denominarse interno-externas.

3º. Las formas expresivas o significativas, o lo que es igual, el lenguaje, por medio del cual el artista comunica exteriormente su pensamiento.

El lenguaje es la forma de todas las anteriores, es el último grado de exteriorización y concreción del pensamiento, es la forma plástica que toman todas las demás para hacerse inteligibles y comunicables.

El lenguaje, como hemos visto en otro lugar, puede tener diferentes formas, como son la directa y la figurada, la poética o rítmica y la prosaica. Todas son comunes a los distintos géneros literarios, excepto la rítmica, quo es propia de la Poesía únicamente.

Para mostrar en un ejemplo la distinción entre estas formas, podemos decir que en el Quijote la forma conceptiva está constituida por los personajes de la novela y por la acción de que son factores, la expositiva por la narración que de las aventuras de aquellos hace Cervantes, en la cual se incluyen diálogos, descripciones y enunciaciones directas de los pensamientos del autor, y la expresiva por el lenguaje prosaico de que éste se sirve para hacer su narración.

Todas estas formas tienen importante valor estético, todas concurren al éxito de la obra; pero no cabe duda de que hay entre su valor respectivo notables diferencias. Las que más interesan, las que mayores excelencias deben poseer son las conceptivas, pues en ellas reside la verdadera creación artística. Un escrito admirable, cuya concepción estética tenga escaso valor, nunca alcanzará fama duradera; en cambio, la belleza y grandiosidad de la concepción compensan no pocas veces las imperfecciones de las formas externas (expositivas y expresivas). Podrán un drama, una novela, una composición épica o lírica, estar gallarda y elegantemente escritas; pero si la acción que en estas producciones se desarrolla no es bella, si los pensamientos son vulgares, las imágenes impropias, y la concepción pobre o falta de originalidad, difícilmente lograrán la estima del público. Por el contrario, perdónanse sin grave inconveniente los defectos que en la narración o en el lenguaje comete un autor, cuando el genio palpita en su concepción vigorosa, cuando ha creado verdaderas bellezas.

No quiere decir esto que las formas expositivas y expresivas carezcan de importancia; pues si se disculpan sus imperfecciones, cuando las disimula la belleza de las formas conceptivas, es a condición de que aquellas no sean muy graves, pues por hermosa que sea la concepción estética de una obra, si no está bien desarrollada y expuesta ni escrita en lenguaje correcto cuando menos, no basta a salvarla de merecida condena. Lo que sí puede asegurarse es que, aventajando en importancia las formas conceptivas a las demás, el artista no debe ceñirse a cultivar estas últimas y creer, por ejemplo, que para ser poeta basta ser hábil versificador. Si así fuera, el Arte literario se convertiría en una forma especial de la Música.

Terminaremos manifestando que al hablar de la forma de las obras artísticas (sobre todo al ocuparse de las literarias), conviene precisar cuidadosamente los términos, no circunscribiendo el nombre de forma a las expositivas y expresivas y dando el de fondo a las conceptivas, cosa muy frecuente aun entre personas cultas.

La mayor parte de las cuestiones que se agitan acerca del fondo y la forma de las obras literarias nace de esta confusión de términos. Para evitarla es fuerza no olvidar que, en las obras poéticas singularmente, todo (excepto el fin y propósito que las inspira y la idea o pensamiento fundamental que encierran) es pura forma, incluso lo que suele llamarse asunto (la acción en las novelas, dramas y poemas épicos)102. Y debe tenerse en cuenta que lo importante en la producción poética es que su concepción estética (su forma ideal conceptiva) sea bella, con cuyo requisito cumple con la ley artística, sin que su mérito literario disminuya porque el pensamiento o idea a que responde carezca de importancia. Lo imperdonable es que esa forma conceptiva sea nula o poco artística y el autor pretenda disimular su falta a fuerza de galas y primores de lenguaje.

Pero donde quiera que exista una concepción estética de verdadero valor, cualquiera que sea la idea que en ella tome cuerpo, las condiciones del Arte están cumplidas y la obra merece el dictado de bella. En cambio, la idea más profunda y trascendental, encarnada en formas imperfectas bajo el punto de vista artístico, no basta a impedir que la obra en que se exprese sea condenable. Para esclarecer esta y otras cuestiones análogas, importa mucho, por tanto, fijar con precisión el concepto de la forma literaria y no confundirla con la idea de la obra o reducirla a la forma de expresión en el lenguaje, de lo pensado, concebido y representado en formas imaginativas por el artista.




Lección XXV

Cualidades de la obra literaria. -Cualidades relativas a la belleza. -Cualidades relativas a la verdad y al bien. -Otras cualidades accidentales


Examinados los elementos de la obra literaria, debemos ahora exponer las cualidades que han de adornarla, si ha de llenar las condiciones y cumplir los fines que le son propios. Pero antes conviene advertir que, si bien hay cualidades comunes a todas las obras literarias, hay otras que sólo son propias de determinados géneros, por lo cual nos veremos obligados a señalar no pocas excepciones de los principios que establezcamos.

Siendo la Literatura un Arte bello, y dándose el nombre de producciones literarias a aquellas en que el autor se propone realizar esencial o accidentalmente la belleza por medio de la palabra, síguese que la primera o inexcusable cualidad que ha de poseer la obra literaria es la de ser bella; pero como la belleza no es una cualidad simple, sino compleja, que resulta del concurso de varias cualidades, debemos enumerar las que la obra necesita para poder llamarse bella.

La primera cualidad de toda obra literaria es la unidad, igualmente necesaria en el fondo y en la forma de aquélla. La obra ha de ser una en todos sus elementos; ha de expresar una sola idea fundamental; ha de versar sobre un solo asunto; ha de someterse en su concepción y composición aun solo plan; ha de reflejar esta unidad en su estilo y en su lenguaje; ha de aparecer como resultado de una inspiración única, y no como combinación trabajosa de mal concertados elementos.

Pero esta unidad puede y debe encerrar una amplia y rica variedad. Así, el poeta lírico reflejará el sentimiento que le anima en multitud de variados aspectos; el épico, el dramático, el novelista, ofrecerán una acción rica en personajes y episodios; el orador expondrá su tesis con variados argumentos y multiplicados recursos; el didáctico desenvolverá su doctrina con no menor riqueza. Pero todos estos elementos habrán de concertarse orgánicamente y mostrarse como expresión de una unidad superior que a todos los contenga: unidad de pensamiento, de plan, de acción, etc.

La íntima unión de la variedad con la unidad producirá la armonía, condición fundamental de la belleza, que se reflejará en la debida proporción de las partes de la obra, en su conveniente distribución y colocación, en la regularidad del plan, etc. En tal sentido, el orden, la proporción, la regularidad, y en ciertos casos la simetría, deben considerarse como cualidades de la obra literaria.

Pero como la armonía por sí sola no es la belleza, la obra literaria debe poseer aquellas cualidades que se refieren a la manifestación de la vida y de la fuerza, cualidades que animan a la armonía, la dan expresión, y hacen que el objeto bello sea una armonía viviente.

La obra literaria ha de tener, por tanto, vida, expresión y carácter. Lo que se llama inspiración ha de penetrarla toda, infundiendo animación, energía y colorido a todos sus elementos. La fuerza y energía de la concepción, la plasticidad y riqueza de las formas imaginativas, el relieve de las figuras e imágenes, el movimiento de la acción, la viveza y colorido del estilo y del lenguaje, son otras tantas manifestaciones de la vida en los diferentes géneros literarios. Esta condición es importantísima, pues por mucho que valga la idea de una obra, por interesante que sea su asunto, por grande que sea la regularidad de la composición, por más que el estilo y lenguaje ofrezcan relevantes dotes de corrección y pureza, todo esto supondrá bien poco si la obra es fría, lánguida, incolora, falta de vida. Es más: así como en los objetos reales la vida y la expresión disimulan muchas imperfecciones, la fuerza, la expresión, el color de una obra, bastan frecuentemente para oscurecer no pocos defectos103.

La vida supone la expresión. La obra literaria será más viva cuanto más expresiva sea. Es menester que la idea que la anime, los afectos que en ella se reflejen, se revelen con gran fuerza en toda ella. Así, en el discurso oratorio, los afectos que agitan al orador, las ideas que lo impulsan, se han de retratar vivamente en sus frases, y otro tanto ha de acontecer en la composición poética. En los versos del lírico ha de palpitar vigorosamente su sentimiento; en los poemas épicos y dramáticos y en las novelas, el carácter y el estado de los personajes se han de reflejar con vivo relieve en sus palabras como en sus hechos.

El carácter es también poderoso signo de la vida. La obra literaria ha de tener un carácter propio muy señalado; ha de ser una verdadera individualidad, dotada de muy especial fisonomía. Es menester que la obra no se confunda con ninguna otra; que en ella esté impreso el sello de su autor de un modo indeleble y auténtico. La obra, por tanto, ha de ser original y nueva, tanto en su concepción y composición, como en su ejecución. El estilo, en cuanto manifestación del carácter del autor y de las condiciones y relaciones en que éste se halla, contribuye, en parte no pequeña, a dar a la obra individualidad y carácter104.

La existencia de estas cualidades, unida a la destreza del artista en la elaboración y composición de la obra, dan a ésta una cualidad muy importante; el interés. Si la obra ha de producir una profunda emoción, si su contemplación ha de suspender el ánimo, es fuerza que sea interesante.

Para esto es necesario:

1º. Que la idea de la obra llame la atención por su trascendencia, por su novedad, por su interés de actualidad o por cualquiera otra circunstancia análoga. Si esta idea responde a una necesidad de la vida, a un estado importante de nuestro espíritu, si suspende, por lo que en ella hay de inusitado o peregrino, la obra interesa, porque excita en el contemplador ideas o sentimientos que le preocupan y llaman su atención. Esta cualidad, sin embargo, puede ser sustituida por la excelencia de la forma, que da valor y realce a una idea insignificante, de escaso interés105.

2º. Que las formas imaginativas de que la idea se reviste, bien por su verdad, plasticidad y relieve, bien por su novedad, bien por su belleza intrínseca, impresionen vivamente a la fantasía, suspendan la atención y causen en el ánimo vivo deleite. Esta condición sólo se cumple en las producciones poéticas.

3º. Que en la exposición del asunto, la atención del espectador se vaya excitando cada vez más poderosamente, por medio de la graduación de los efectos, exponiendo argumentos cada vez más fuertes y decisivos en la obra oratoria o didáctica, desarrollando imágenes cada vez más bellas y sentimientos más acendrados en la composición lírica, haciendo cada vez más complicada y conmovedora la acción en la épica, la dramática y la novela.

4º. Que la creciente vivacidad, riqueza y colorido del lenguaje, contribuyan también al mismo resultado.

En resumen: unidad con variedad (armonía), y, como su consecuencia, orden, proporción y regularidad; vida, expresión, carácter, originalidad e interés: tales son las cualidades que la obra literaria ha de reunir para llamarse bella.

A estas cualidades agregan algunos autores otras, relativamente secundarias, como la simplicidad o sencillez, la facilidad y la claridad. Recomendable la primera, en cuanto la belleza fácilmente se alía con ella, no es exigible, sin embargo, pues la riqueza y exuberancia de formas muchas veces favorece, y aun puede ser requisito indispensable en ciertas obras. Mayor importancia tiene la facilidad, que nace de la espontaneidad e inspiración del artista y presta a sus obras singular encanto; pero en no pocas ocasiones la facilidad no existe, la obra revela claramente el penoso esfuerzo a que es debida, y no por eso carece de relevantes cualidades estéticas106. La claridad es más necesaria, sobre todo, en las composiciones oratorias y didácticas, pues el contemplador no aprende verdades que no entiende, ni se decide a resoluciones cuyos móviles y fundamentos no ve claros; en las composiciones poéticas puede haber cierta oscuridad relativa (sobre todo cuando se emplean formas alegóricas); pero si es demasiada, anula el interés y no da lugar a la emoción. Por eso las obras poéticas que necesitan interpretaciones y comentarios, nunca son populares. Pero la claridad no ha de confundirse con la vulgaridad, como tampoco la facilidad con el desaliño y la sencillez con la pobreza de las formas.

Además de ser bella, la obra literaria debe ser, a juicio de la mayoría de los preceptistas, verdadera y moral o buena. Lo primero es exacto, tratándose de obras didácticas u oratorias, consagradas a la exposición y defensa de la verdad; pero de las producciones poéticas no puede afirmarse sin restricciones, pues la verdad no es el fin del Arte bello, y la ficción ideal tiene en él legítima cabida. Cuando la obra poética tiene por asunto las acciones humanas, lo que en ella se exige es la verosimilitud, lo que pudiera llamarse verdad posible, es decir, la conformidad con las leyes de la naturaleza humana; cuando expone principios o dilucida problemas, exígesele verdad estricta; cuando manifiesta sentimientos, la verdad bien puede modificarse y alterarse por medio del lenguaje figurado y aun de cierta exageración ideal; cuando el poeta se mueve en las regiones de lo puramente fantástico, nada tiene que ver con la verdad.

No sucede lo mismo con la moralidad y el bien. Conformarse con la primera es precepto a que ha de someterse toda producción literaria, pero de distinto modo, según el género a que pertenezca; encaminarse al segundo sólo puede ser obligatorio en las obras oratorias y en las producciones didácticas que al orden de las ciencias morales pertenezcan. La sumisión a la ley moral ha de ser incondicional en la producción oratoria y en la obra didáctica que verse sobre materias de carácter moral; la moralidad en tales obras ha de mostrarse, no sólo en el fin, sino también en los medios, Pero en las composiciones poéticas no sucede lo mismo; ni el poeta está obligado a moralizar, ni le está prohibido pintar el mal en todos sus aspectos, siempre que sean artísticos. Lo único que no le es lícito es servirse del Arte como de medio corruptor, y enaltecer el vicio en sus obras, esto es, ejercer una acción inmoral, directa y positiva. Tampoco ha de pintar el mal con simpáticos y halagüeños colores; pero dentro de esta limitación bien puede emplearlo como elemento estético (ora en forma de contraste, ora poniendo de relieve las cualidades buenas que pueden acompañarlo); y nunca ha de considerarse obligado a convertir sus obras en monótona pintura de virtudes ni en cátedra moral107.

Otras cualidades puede reunir la obra literaria que, por nacer de las circunstancias especiales en que aparece, pudieran llamarse accidentales. Tal es, por ejemplo, la oportunidad, es decir, la relación de conformidad entre el fin de la obra y las circunstancias históricas en que se produce, como se observa en el Quijote, en la Comedia nueva o el café de Moratín, en muchas comedias de Aristófanes, etc. Tales son su importancia social, esto es la trascendencia que encierre, o la influencia que pueda ejercer en un determinado momento histórico, o acaso en la vida entera de la humanidad; su valor literario, señala un movimiento, inicia un progreso o funda una escuela literaria; y otras cualidades análogas, que se refieren más a la idea o fondo que a la forma literaria de la producción.




Lección XXVI

Carácter social de la obra literaria. -Su influencia inmediata en el público. -Su acción general en la vida de la sociedad. -Valor y alcance de esta influencia. -Acción que en la obra ejerce a su vez el estado social. -Transición al estudio del público como elemento activo de la producción literaria


Toda obra literaria constituye un hecho social a la par que artístico, por estar destinada a comunicar a los demás hombres la idea del artista y a ejercer en ellos señalada influencia. Cúmplese esto principalmente en la Oratoria y la Didáctica, por ser estos géneros medios artísticos de realizar fines sociales de la más alta importancia (la Ciencia, el Derecho, la Religión), por lo cual es inútil insistir en el carácter social que los distingue y en la influencia que ejercen; pero también se observa en la Poesía, por más que el fin capital de ésta se reduzca a la realización de la belleza.

La influencia de toda obra literaria es de dos clases. Prodúcese, con efecto, la obra, no sólo para el público que inmediatamente la contempla (para el público contemporáneo), sino para la humanidad entera. El artista mira a la posteridad tanto como a sus coetáneos; anhela la aprobación de aquélla y aspira a ejercer influencia duradera y permanente en la sociedad, y por tanto, ademas de influir de un modo inmediato y directo en el círculo reducido que contempla su obra, influye (o cuando menos así lo intenta), en la sociedad entera. Cierto es que no todas las producciones literarias llenan tan amplios fines, bien sea por la escasa importancia de su idea, ora por su falta de mérito; pero las que son producto del verdadero genio, rara vez dejan de conseguir tan vasto resultado.

El valor y alcance de esta influencia social de la obra literaria varía notablemente según el género a que ésta pertenece. Por lo que a la Didáctica respecta, debe tenerse en cuenta que sus producciones influyen, no tanto en el concepto de obras literarias como en el de científicas. Rara vez, con efecto, se debe esta influencia a la brillantez de su forma ni se ejerce obrando sobre la imaginación del público, sino que es debida al fondo doctrinal de la obra y es, por tanto, fruto de la Ciencia y no del Arte. Importa notar también que, por lo general, la acción de la obra didáctica es más profunda y decisiva que la de otros géneros, pero en cambio más lenta en resultados, pues la Ciencia se dirige a un número reducido de personas y tarda mucho en popularizarse y entrar en la corriente general de la opinión, necesitando casi siempre para conseguirlo del auxilio de la Oratoria y de la Poesía.

La obra oratoria, por razón de su manera especial de producirse y de los recursos que emplea, influye de un modo más directo, inmediato y eficaz que la didáctica; pero su acción es menos duradera108. Débese esto, tanto a que la palabra hablada pasa rápidamente sin dejar huella, como a que la Oratoria suele tener un carácter de actualidad que la priva de un interés permanente y universal. La cuestión concreta que el orador ventila, con frecuencia no interesa más que a sus contemporáneos, por lo cual lo único que de sus discursos queda es la forma. Un diálogo de Platón interesa a los hombres de todos los tiempos; un discurso de Demóstenes no ofrece para nosotros otro interés que el puramente artístico.

La influencia y acción de la obra poética presenta muy especiales caracteres. Hay que distinguir en ella dos aspectos distintos: el puramente artístico, y el que pudiéramos llamar social; advirtiendo que el primero existe siempre, y el segundo no.

Con efecto, toda obra poética influye inmediatamente en el público que la contempla (sea éste contemporáneo del autor o no), por cuanto al realizar la belleza produce en él la emoción estética, y al producirla, depura sus sentimientos, levanta su espíritu a regiones ideales, y ejerce, por tanto, en él una acción verdaderamente educadora. Pero además, si la obra encierra un fin trascendental no estético, si aspira a plantear graves problemas sociales, si entraña elevadas y fecundas enseñanzas, si canta un ideal, su acción traspasa los limites de lo puramente artístico y se extiende a todas las esferas de la vida. La obra poética puede, en tal sentido, ser didáctica o trascendente; será lo primero si, prescindiendo del fin estético o subordinándolo a otros fines, se convierte en expositora fiel de la verdad; será lo segundo si conservando integra su finalidad artística, canta ideales o formula problemas de gran trascendencia, no en la forma rigorosa de la exposición didáctica, sino en la que es propia de la obra de arte.

De esta manera puede convertirse la obra poética (y de hecho se convierte), en portentoso y eficaz vehículo de las ideas; porque al presentarlas bajo su aspecto bello, al hacerlas objeto de inspirado cántico, de narración viva y palpitante o de interesante y patético drama, al despojarlas de la aridez científica y vestirlas con el hermoso ropaje de la creación poética, al darlas relieve, colorido y claridad luminosa, fácilmente las populariza y difunde por doquiera y las trueca, de patrimonio de privilegiadas inteligencias, en alimento de las muchedumbres. Por eso, antes de convertirse en hecho el ideal científico, es fuerza que el poeta lo cante y el orador lo difunda, pues sólo ellos pueden determinar al hombre de acción a que lo lleve al terreno de la práctica.

Así ejerce la obra poética, aparte de su influencia estética, una influencia religiosa, política, etc., y sobre todo una señalada influencia moral, ora satirizando los vicios sociales, ora ofreciendo ejemplos de virtud, ora anatematizando la injusticia, el error y el crimen doquiera los descubre. No ha de creerse, sin embargo, que esta acción es tan eficaz que al punto produzca frutos. Los intereses y las preocupaciones sociales no se dejan vencer tan fácilmente; lejos de eso, oponen al poeta tan tenaz resistencia como al legislador y al moralista, y no pocas veces la acción de aquél es completamente inútil para el bien. En cambio suele ser poderosa para el mal; lo cual se debe, más que a culpas de la Poesía, al instinto perverso del hombre, que se complace en todo lo que tienda a halagar sus malas pasiones, tanto como rechaza cuanto se encamine a refrenarlas.

Es, pues, evidente que la obra literaria de cualquier género que sea, ejerce una influencia social poderosa, sea en el bien, sea en el mal, y que es, por tanto, verdaderamente educadora. Pero no lo es menos que a su vez recibe influencias eficacísimas del estado social en que se produce, y aún del de épocas anteriores, en cuanto el artista, no sólo trabaja para el público contemporáneo y para la posteridad, sino que se inspira en la tradición.

Como repetidas veces hemos dicho, el artista literario no crea el ideal, sino la forma artística de éste. El didáctico y el orador parecen exceptuarse de esta regla; pero es fácil reconocer lo contrario si se tiene en cuenta que no son artistas al concebir, sino sólo al dar forma exterior sensible a su concepción. El poeta, verdadero creador, tampoco crea el ideal; lo toma de esferas extrañas al Arte (de la Ciencia, de la Religión, de la Historia, etc.) y lo que crea son las formas de que lo reviste.

Y como quiera que el ideal en que el artista se inspira no puede ser otro que el de su pueblo y de su tiempo, y a lo sumo el ideal de una sociedad pasada (si es un artista arcaico), o un ideal futuro que sólo se presiente, nunca le es posible hacer otra cosa que inspirarse en la sociedad que le rodea, y cuyas ideas y sentimientos refleja en su obra, aun cuando canta ideales pasados o futuros, que de algún modo (como recuerdos o esperanzas) viven en esa misma sociedad. Por eso se dice con razón que la Literatura es el reflejo, la representación fidelísima del estado social.

Ahora bien: si la obra literaria no es otra cosa que la expresión del estado de la sociedad, ¿cómo influye en ésta, cómo la educa? ¿Qué nueva enseñanza puede ofrecerla, si no hace más que reproducir las ideas y sentimientos que la animan? ¿Cómo puede el Arte ser iniciador y educador, dadas estas condiciones?

Esta cuestión sólo puede referirse a la Poesía. La Oratoria y la Didáctica crean e imponen ideas e ideales, sobre todo la segunda; su acción iniciadora e impulsora no puede desconocerse, por tanto. Pero ¿cabe decir lo mismo de las obras poéticas?

Para resolver este problema conviene advertir, en primer término, que al reflejar la obra poética el estado e ideal sociales, no refleja siempre un solo ideal por todos admitido, ni un estado único, sino una variedad de estados e ideales. Por punto general, en cada época y en cada pueblo luchan diferentes ideales, unos que prevalecen en el presente, otros que pasaron, otros que representan lo porvenir; y siendo así, ¿quién duda de que, reflejando este estado la obra poética e inspirándose en uno u otro de estos ideales, puede ejercer acción e influencia, según que intente encaminar a la sociedad por uno de los distintos caminos a que estos ideales pretenden empujarla?109

Puede además el poeta reflejar en su obra el estado social, sin que esto signifique que con él se conforma; antes bien, protestando contra él y oponiéndole un ideal más perfecto, misión que cumplen no pocas veces los dramáticos, los satíricos y los novelistas. Puede también adivinar el ideal, gracias a esa intuición del genio que es causa de que los antiguos llamaran vate (profeta o adivino) al poeta verdaderamente inspirado; y de esta suerte, anticiparse a la ciencia misma y convertir la obra poética en precursora de la didáctica. Reflejar el estado social no es someterse ciegamente a él; el artista puede ser superior a su siglo y a su pueblo, y de esta suerte educar y guiar a la sociedad en vez de dejarse guiar por ella, aunque en sus obras la retrate.

No debe olvidarse, además, que la influencia de la obra poética pende en mucha parte del prestigio de la forma. Una idea vulgar, un principio conocidísimo, adquieren a veces extraordinario valor por el simple hecho de revestirse de una forma poética. De esta suerte, sin hacer otra cosa que manifestar lo que está en la mente de todos, puede el poeta producir grandes resultados. Al escribir Cervantes su Quijote, no hizo más que reflejar una idea de muchas inteligencias, repetidas veces manifestada por multitud de escritores, y sin embargo, gracias a la forma en que la expuso, logró lo que nadie hasta él había conseguido. El poeta crea la forma en que ha de ser eficaz una idea preexistente, y al crearla da a esta idea una vida y una fuerza que antes no tuvo.

Por eso, sin inventar nada más que formas, sin crear nada, limitándose a reflejar un estado general de las conciencias, puede el poeta ejercer acción e influencia poderosísimas. Por consiguiente, la afirmación de que la literatura es el reflejo fiel del estado social y la de que en éste ejerce influencia educadora -con ser inconciliables a primera vista, por parecer que la una da al Arte literario un carácter meramente receptivo, y un carácter activo la otra-, pueden armonizarse perfectamente, reconociendo que la literatura es receptivo-activa, y que, si de la sociedad recibe el fondo de ideas y sentimientos que expresa, al darlos nueva forma, al ponerse al servicio de unos ideales contra otros, al adivinar no pocas veces un nuevo ideal, anticipándose a la Ciencia, al emplear sus poderosos medios de acción en señalar a la sociedad los derroteros que debe seguir, en condenar sus errores y vicios y en satirizar sus ridiculeces, ejerce sobre ella una influencia tanto más poderosa, cuanto más vivos son los recursos que emplea y mayor la popularidad que alcanzan sus obras.

Pero si la obra literaria ejerce esta influencia, también la recibe a su vez, no sólo de la vida social en general, sino inmediatamente del público que la contempla. El público es, por tanto, no sólo receptivo y pasivo, sino activo, y como tal constituye un importante elemento de la producción literaria, por cuya razón debemos considerarlo con especialidad, examinando atentamente la acción e influencia que en aquella ejerce.