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Tomás de Mercado, Suma de tratos y contratos (1569, 15712), ed. N. Sánchez-Albornoz, Madrid, 1977, pág. 372: «hay al presente tres géneros de personas y tres géneros de negocios caudalosos y dependientes unos de otros, que el segundo nace del primero y se funda en él, y el tercero procede de entrambos. El uno es de mercaderes, que tratan en ropa de toda suerte; el otro, cambiadores, que negocian con sola moneda; el postrero, banqueros, que son como depositarios de los otros dos y les guardan su moneda, oro y plata, y les dan cuenta de ella, y en quien ellos libran sus deudas. Todos tres, como los pongo y relato, están tan hermanados, que aun ni entenderse pueden los postreros sin el primero».

Ramón Carande, Carlos V y sus banqueros, Madrid, 1967, vol. I, pág. 333: «Con el vocablo 'cambios', que tiene, también entonces, otras acepciones, designaban los feriantes y la literatura jurídica al oficio de los mercaderes, que algunos tratadistas de la época denominan banqueros de las ferias. Sabido es que, además, se llamó cambios a las letras, y cambio el precio de su emisión y pago sobre otras plazas, y, en su caso, en otra moneda. Aquellos negociantes, en virtud del peculiar régimen de pagos, incorporaban a su profesión de mercaderes la de fedatarios del mercado de bienes, servicios y créditos, que tuvo en las ferias su más amplio escenario».

La bibliografía sobre los cambios es copiosa. Conviene partir del sabroso capítulo de Carande, págs. 295-349, y del clásico Manual de historia económica de España de J. Vicens Vives, Barcelona, 1959, págs. 338-343; otras muchas referencias, en el pról. de N. Sánchez-Albornoz a la Suma de Mercado, págs. L-LIII. Para el enfoque que más nos interesa aquí son útiles M. Grice-Hutchinson, El pensamiento económico en España (1177-1740), Barcelona, 1982, y J. Barrientos García, Un siglo de moral económica en Salamanca (1526-1629), I: Francisco de Vitoria y Domingo Soto, Salamanca, 1985. Por mi parte, me limito a exponer los aspectos de los cambios que juzgo más necesarios para entender el alcance y la relevancia del texto del Lazarillo, prescindiendo de cuestiones a veces más importantes a otros propósitos.

 

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T. de Mercado, Suma, pág. 366.

 

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«Aunque no haya cornado de trueco, ha de andar el birrete [de los escuderos] en su lugar» (pág. 92). Cuando su tercer amo se esfuma yendo «a trocar una pieza de a dos», Lázaro declara a los alguaciles «que tampoco había vuelto a casa desde que salió a trocar la pieza y que pensaba que de mí y de ellos se había ido con el trueco» (págs. 106-107): el escudero decía ir «a la plaza», y, aun si allí no faltaban «cambiadores» y cabía recurrir a ellos, la operación era tan insignificante, tan casual, que no podía tratársela sino de «trueco» (evocando, al fondo, el refrán «alzarse con el real y el trueco»). Reo de haber dado nabo por longaniza, Lázaro jura y perjura estar «libre de aquel trueco y cambio» (pág. 39): ahí, en el capítulo primero, después de la historieta de las medias blancas, «trueco y cambio» no es una pareja de sinónimos, sino una gradación de dos palabras afines, que en la página siguiente culmina con una tercera más gruesa: «hurto».

 

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La grafía del original, «anichilada», muestra hasta qué punto la palabra seguía aún en la órbita del latín y se sentía más ajena que propia en castellano. Como es sabido, el desagrado de San Jerónimo ante el neologismo adnihilatio (Epístolas, CVI, 67) se exacerbó en los humanistas por el frecuente uso que la escolástica hacía de esa y otras voces de la misma calaña (vid. simplemente Index Thomisticus. S. Thomae Aquinatis ... concordantiae, § 06161 sigs. [y arriba, pág. 67]), maculadas, además, por la pronunciación bárbara (nichil) que se transmitió al romance (cfr. A. de Nebrija, Repetitio secunda, [Salamanca, 1486], fol. a5); en los vocabularios nebrisenses, significativamente, se incluye «annihilo, -as, por 'tornar a nada o amenguar'», pero no figura «aniquilar», y «amenguar» se traduce por «minuo» o «imminuo».

 

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Cito a Azpilcueta, pág. 19, «según San Antonino, a quien siguen los teólogos que después han escrito», sin excepciones entre los aducidos en el presente artículo.

 

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T. de Mercado, Suma, pág. 365.

 

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A mediados del siglo XVI, con todo, quedaban ya muy lejos «Lo canbiador» que se pinta en Les poesies de Jordi de Sant Jordi (ed. M. de Riquer y L. Badia, Valencia, 1984, págs. 231-239), cuya mayor habilidad era dominar «le toch dels metals», e incluso el colega suyo que aparece en la Danza de la muerte impresa en 1520 (coplas XCIII-XCIV). En la nueva coyuntura, el quid está en «recoger la moneda» pagando «mucha más cantidad de lo que tiene de valor y ley» (como denuncia una real cédula de 1550), para especular con «la gran necesidad que hay de moneda», «porque - escribe ya en 1544 Francisco de los Cobos-, como hasta ahora faltaba la moneda de oro, ahora comienza a faltar la de plata» (apud R. Carande, op. cit., págs. 318 y 338); por otro lado, la escasez de moneda de vellón, fraccionaria, «va creciendo a medida que avanza el reinado de Carlos V» (Carande, pág. 232). Ni que decir tiene que, en distinta escala, sobre la «banca» o mesa del cambista por «menudo» se concertaban continuamente préstamos usurarios.

 

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Francisco de Vitoria, Comentarios al tratado de la ley, Fragmentos de Relecciones, Dictámenes sobre los cambios, ed. V. Beltrán de Heredia, Madrid, 1952, pág. 116. Véase J. Barrientos García, Un siglo de moral económica..., págs. 116 sigs.

 

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Domingo de Soto, De iustitia et iure, V-VI (Salamanca, 15562), pág. 584 a. Utilizo el facsímil y, con algún retoque, la traducción al cuidado de V. Carro y M. González Ordóñez, Madrid, 1968 (De la justicia y del derecho, vol. III). Cfr. J. Barrientos, op. cit., págs. 249 sigs.

 

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F. de Vitoria, Comentarios inéditos a la II-II de Santo Tomás (1535-36), ed. V. Beltrán de Heredia, IV (Salamanca, 1934), ad q. 78, art. 2, pág. 229.

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