—[56]→ —57→
A Aristide Rumeau
Cual en tantas
epístolas y epistolarios, de la Antigüedad al
Renacimiento, Lázaro de Tormes, pregonero de Toledo, atiende
a explicar por qué se convierte en pública una carta
compuesta «para uno solo»
.
Lázaro, en efecto, escribe a instancia de «Vuestra Merced»
-el escurridizo amigo
de Arcipreste de Sant —58→
Salvador-, para satisfacer la particular curiosidad de
«Vuestra Merced»
sobre
«el caso»
. Pero, si tratar
específicamente de «el
caso»
no impide (antes aconseja) referir otros asuntos
convergentes, dirigirse a «Vuestra
Merced»
no excluye que «cosas
tan señaladas»
como las peripecias de
Lázaro lleguen secundariamente «a
noticia de muchos»
: «desta
nonada... no me pesará que hayan parte...
todos los que en ella algún gusto
hallaren...»
103.
Un motivo importante contribuyó a recomendar «que a todos se comunicase»
el libro:
«el deseo de alabanza»
, la
aspiración a «la honra»
aneja a las «letras»
. Cierto,
«porque, si así no fuese, muy
pocos escribirían para uno solo»
(y a
Lázaro correspondía en principio escribir para solo
«Vuestra Merced»
), «pues no se hace sin trabajo, y quieren, ya que
lo pasan, ser recompensados no con dineros, mas con que vean y lean
sus obras y, si hay de qué, se las alaben. Y a este
propósito dice Tulio: la honra cría las
artes»
.
En el
Prólogo se extrema una de las técnicas esenciales del
Lazarillo: ofrecer primero unos elementos con apariencias
de autonomía, de valor propio; y mostrarlos luego
subordinados a un diseño mayor, mudándolos de
sentido, merced a la introducción de nuevos datos. Por otro
lado, varias, complejas razones justifican a lo largo de la novela
que exista y se divulgue la autobiografía del pregonero. El
prefacio aduce bastantes y sienta las premisas de las demás.
Resulta imposible, por ende, dar —59→
cuenta de una de ellas, en el Prólogo, sin recorrer a
la vez todos los trenzadísimos hilos que tejen el conjunto
del relato. Mas una perspectiva meramente instrumental, ancilar,
tolerará aquí unas observaciones sobre «el deseo de alabanza»
explayado en el
preludio en tanto impulsor de La vida de Lazarillo de
Tormes, a conciencia de que son únicamente materiales
preparatorios al comento exhaustivo que todavía reclama el
prefacio de la obra104.
Está claro,
verbigracia, que «el deseo de
alabanza»
confesado en el Prólogo se interpreta
muy diversamente cuando el lector se enfrenta desprevenido con la
narración y cuando lo recuerda al final, conociendo ya a
Lázaro como protagonista de «el
caso»
; cuando advierte que el autor real no puede
confundirse con el autor ficticio y cuando aprende a preguntarse en
qué medida o por qué caminos concuerdan las palabras
del autor ficticio con las ideas del autor real. Por lo menos, no
cabe dudar que «el deseo de
alabanza»
(amén de engarzarse con muchos otros
factores) forma un sistema de singular relieve con ciertos
ingredientes del preámbulo. Lázaro escribe por ganar
«alabanza»
(no pensemos ahora
de dónde habrá de venirle), «y también porque consideren los que
heredaron nobles estados cuán poco se les debe, pues Fortuna
fue con ellos parcial, y cuánto más hicieron los que,
siéndoles contraria, con fuerza y maña remando
salieron a buen puerto»
. Una paráfrasis de tal
declaración -que cierra el Prólogo- se encuentra
cercana en el Tractado Primero: «Huelgo
de contar a Vuestra Merced estas niñerías, para
mostrar cuánta virtud sea saber los hombres subir siendo
bajos, y dejarse bajar siendo altos cuánto vicio»
.
Y el libro concluye con la corroboración del axioma al
presentar a Lázaro «en la cumbre
de toda buena fortuna»
: en la circunstancia («el caso»
) —60→
cuya elucidación («porque
se tenga entera noticia de mi persona»
) va a procurarle
«alabanza»
.
Cualquier
contemporáneo discretamente instruido traduciría en
seguida ese planteo a términos entonces muy familiares: con
la virtud, el hombre vence a la fortuna y
conquista la gloria105.
Los miembros del teorema se habían contrastado especialmente
de dos en dos (sobre todo careando virtud con
gloria)106.
Pero el locus
classicus de pareja formulación ternaria fue
verosímilmente la reflexión preliminar al Bellum Iugurthinum, I,
1-3: «Falso queritur de
natura sua genus humanum, quod imbecilla atque aevi brevis
forte potius quam virtute
regatur. Nam contra reputando
neque maius aliud neque praestabilius invenias magisque naturae
industriam hominum quam vim aut tempus deesse. Sed dux atque
imperator vitae mortalium animus est. Qui ubi ad gloriam
virtutis via grassatur, abunde
pollens potensque et clarus est neque fortuna eget, quippe probitatem, industriam aliasque
artis bonas neque dare neque eripere cuiquam
potest»
. Por supuesto, no faltaron otras
versiones memorables de nuestro concepto107,
ni aun desarrollos de excepcional relevancia en la cultura
renacentista108,
de suerte que hacia 1550 la noción y las imágenes
conexas109
—61→
eran patrimonio común, bienes mostrencos. Sin
embargo, y aunque en rigor no cabe hablar de «fuente»,
el Lazarillo se mantiene harto fiel al pasaje de Salustio:
notablemente, porque mientras la «virtud»
mencionada en el Tractado
Primero equivale a la «fuerza y
maña»
del Prólogo, el Bellum Iugurthinum acota el
ámbito de «virtus» por
referencia a «industria» y
«vis», al
ánimo «pollens
potensque».
«Honra»
o «alabanza»
(trasunto de la gloria, proverbialmente
definida como «consentiens laus
bonorum», «frequens de
aliquo fama cum laude»)110,
«fortuna»
, «virtud»
... No cabe indagar ahora
todas las implicaciones de esa tríada en el
Lazarillo. La tradición retórica,
verbigracia, apenas distinguía el recurso a la primera
persona del elogio de sí mismo o la exculpación
frente a la calumnia111.
No por azar el pregonero redacta indisolublemente una
autobiografía y una apologia pro vita sua112,
para defenderse —62→
de la infamia que hacen correr los rumores sobre «el caso»
. No por azar se precia de
«virtud»
, pues, cuando se
trataba de hacerla notoria a la posteridad (porque no se enterrara
«en la sepultura del
olvido»
)113,
los retores autorizaban el empleo del yo: «Clarorum virorum
facta moresque posteris tradere... usitatum... quotiens magna
aliqua ac nobilis virtus vicit ac supergressa est vitium... Ac
plerique suam ipsi vitam narrare fiduciam potius morum quam
adrogantian arbitrati sunt»
(Tácito,
Agricola, 1,
3)114.
Desde luego, la
tríada en cuestión estuvo siempre más vigente
para los triunfos de la espada que para los logros de la pluma,
pero también fue usual aplicarla a cotejar los unos y los
otros. La comparación ocurre en el locus classicus de Salustio
(I-IV)115
y no se descuida en el Lazarillo, donde el ejemplo del
«deseo de alabanza»
en
«el soldado»
empuja a
precisar: «en las artes y letras es lo
mesmo»
. El pregonero alega ahí el «honos alit
artes»
de las Tusculanas, I, II, 4; mas la huella de
Tulio, creo, no se agota con eso. A Cicerón se remonta, en
efecto, el texto canónico en torno a la gloria como
estímulo de guerreros y escritores, donde el approach general,
además, no estorba a marcar el acento en el dominio de la
literatura: la Oratio
pro Archia poeta. Y estimo que en las consideraciones de
Lázaro sobre «el deseo de
alabanza»
se oye el eco de los párrafos del
Pro Archia que
encarecen el «studium
laudis». Valga releer al español y al
romano116:
Salustio y
Cicerón, pues, prestan un decisivo marco teórico al
Lazarillo, ya directamente, ya a través de
cualquiera de las innumerables cavilaciones que promovieron,
mayormente en los siglos XV y XVI, en ensayos y discursos a
propósito de la gloria. Cosa regular en ellos, a menudo a
zaga del Bellum
Catilinae, fue aducir ilustraciones y testimonios
históricos similares al caso del «soldado»
a quien «el deseo de alabanza le hace ponerse al
peligro»
de ser «primero del
escala»
. Decenas y decenas de anécdotas de ese
corte -antiguas, medievales y recientes, hispanas y no hispanas-
cuenta con elegancia Juan Ginés de Sepúlveda, en el
diálogo Gonsalvus o De appetenda gloria (1523, 1541)117,
abundante en rastros de las discusiones que los humanistas
italianos habían trabado respecto a la fama. No eran
extraños esos debates al protonotario Juan de Lucena, cuyo
Tractado de los gualardones (entre 1482 y 1492) se abre al
hilo del Pro
Archia y en curiosa coincidencia con el Lazarillo:
«Commo quier que la vertud por sý
mesma es de querer, porque allende de ylustrar los varones trae
consigo una tal delectación que harta los ánimos que
la resciben, mucho más, pero, es de amar por el premio que
se espera por ella. Nazce della la gloria y de la gloria nazce
ella. ¿Quién de vosotros, cavalleros militares,
nobles varones, —64→
con tanto peligro a tantas afruentas se parasse, sy no
esperase de su vertud otro fruto que la sola delectación de
aquellas trae consigo?...118
¿Quién arrimaría a los altos muros las
escalas, quién subyría el primero por ellas no
esperando la gloria del premio? Ninguno, por
cierto»
119.
Nos hallamos cerca del Lazarillo, no (tampoco ahora)
frente a una «fuente» del Lazarillo (atribuyo
al azar y a la retórica la concordancia final en la
negación reforzada con un «por
cierto»
). En dominios entonces tan trillados, no
confío sino en detectar tradiciones: baste registrar que en
una se alínea la figura del «soldado que es primero del escala»
por ambición de gloria; figura, por lo demás, que si
se admiraba en el Libro de Alexandre (2222 sigs.) o en el Tirant lo Blanc (CLXI), digamos, no menos
impresionaría a los lectores del Lazarillo capaces
de reconocerla en el heroico Garcilaso de la Vega lanzado a la
muerte en el asalto de Fréjus.
A otra
tradición nos arrima la viñeta contigua a la del
«soldado»
e igualmente
enderezada a demostrar que «la honra
cría las artes»
: «Predica muy bien el presentado, y es hombre que
desea mucho el provecho de las ánimas; mas pregunten a su
merced si le pesa cuando le dicen: "¡Oh qué
maravillosamente lo ha hecho Vuestra Reverencia!"»
. De
las meditaciones clásicas y renacentistas sobre la gloria
pasamos a las aulas de la clerecía medieval. En ellas se
nutre el motivo, efectivamente. El cuarto —65→
libro De
doctrina Christiana, «à la différence des trois
premiers, s'adresse, sinon exclusivament, du moins avant tout aux
ecclésiastiques pour qui l'enseignement religieux est un
devoir d'état»
120,
y define el espíritu (ya que no la forma) de la
homilética posterior. San Agustín precave ahí
incansablemente contra la tentación de frui en vez de uti el sermón, de
entregarse el oyente al mero deleite de las palabras y ceder el
orador a la jactancia del éxito, aun cuando
legítimamente obtenido.
Pues bien, las
enseñanzas agustinianas consolidaron en la teoría
medieval de la predicación una advertencia unánime:
«statuat
[praedicator] sibi rectum finem sermonis, ne videlicet ad sui
ostentationem praedicet, sed ad Dei laudem et proximi
aedificationem. Declinet inanem gloriam, quae ex bonis operibus
solet nasci, et maxime se ingerit importune hiis quae fiunt in
publico, in presentia
multorum...»
121.
A la cita de Tomás Waleys, añadiré
únicamente otra de un ars praedicandi español, de Francesc
Eiximenis: «omnis
vanagloria a te abscedat, ne regni eterni meritum perdas propter
vanam mundi auram. Si de tuo sermone percipis laudandum ab aliquo,
subito muta materiam vel ab eo recede; vana enim gloria serpens est
callidissimus qui subito et dulciter intrat et nisi quis caveatur
non recedit nisi mortaliter
mordeat...»
122.
La llamada de
atención contra la vanagloria del predicador, por ende,
debió difundirse a partir de seminarios y casas
eclesiásticas, donde entraría en la
instrucción elemental de curas y frailes. Un «moralista erasmiano»
123
cual Antonio de Torquemada la hace oír en el más
serio y religioso de los Coloquios satíricos
(1553): «Puede tanto y tiene tan grandes
fuerzas esta red del demonio, que a los predicadores que
están en los púlpitos dando voces contra los vicios
no perdona este vicio de la honra y vanagloria, —66→
cuando ven que son con atención oídos y de
mucha gente seguidos y alabados de lo que dicen, y así se
están vanagloriando entre sí mesmos con el contento
que reciben de pensar que aciertan en el saber
predicar»
124;
y Teresa de Jesús incide en el tema de manera tan
afín al Lazarillo, que o bien lo recuerda o bien la
santa y el pícaro dependen de una misma
acuñación del tópos: «Predica uno un sermón con
intento de aprovechar las almas, mas no está tan
desasido de provechos humanos, que no lleva alguna
pretensión de contentar, o por ganar honra u crédito,
o que si está puesto a llevar alguna canongía por
predicar bien»
125
(no se descuide que el «presentado»
es el propuesto «para una dignidad o empleo
eclesiástico»
)126.
Lázaro
ejemplifica cuánto puede «el
deseo de alabanza»
con un tercero y último caso
(aparte el propio): «Justó muy
ruinmente el señor don Fulano, y dio el sayete de armas al
truhán porque le loaba de haber llevado muy buenas lanzas:
¿qué hiciera si fuera verdad?»
. El uso de
recompensar en el pronto a bufones y juglares con alguna de las
prendas que se llevan vestidas es familiar a los historiadores de
la literatura. Mas no se ha atendido a un dato harto significativo
para el Lazarillo: la ética cristiana se detuvo a
reprobar y aun a ridiculizar tal proceder y la fama vacía
que con él se ganaba. San Agustín brinda un
testimonio fecundo en extremo, en contexto de excepcional
interés para nuestra novela: «Est autem etiam
falsa gloria, quando laudantes errore falluntur, sive in rebus,
sive in hominibus, sive in utrisque. Nam in rebus falluntur, quando
putant id bonum esse quod malum est; in hominibus autem, quando
putant eum bonum esse qui malus est; in utrisque vero, quando et id
quod est —67→
vitium, virtus putatur; et ipse qui propte hoc laudatur, non
habet quod potatur, sive sit bonus, sive sit malus. Donare
quippe res suas histrionibus,
vitium est immane, non virtus; et scitis de talibus quam sit
frequens fama cum laude...»
(In Iohannis Evangelium,
C, 2). Pero los casuistas medievales nos aproximan todavía
más a la escena caricaturizada en el Lazarillo.
Así la popularísima y exhaustiva Summa de vitiis, de Guillermo
Peraldo, óptimo espejo de la tradición al mediar el
siglo XIII: «[alia]
fatuitas est [in vane gloriosis], quod ipsi volunt se regere
secundum verba eorum quos sciunt fatuos esse, scilicet histrionum
et aliarum vilium personarum... Amator vanae gloriae de ribaldo uno
iudicem suum facit, et gloria quae ab eo est, gloriae Dei
praeponit... In potestate etiam est histrionum. Fingunt enim
eum talem qualem volunt; quandoque
enim adnihilant eum, quandoque magnificant: servus etiam est eorundem, ita ut det
eis censum, veteres vestes
super se et redimat se ab
eis»
(VI, III, 39; ed. Lyon, 1555, págs. 480-481). Peraldo,
naturalmente, contrapone esa necia elación a la única
gloria auténtica: la «gloria Dei»
.
Como a la «falsa
gloria»
, al vicio disfrazado de virtud, San
Agustín contrapone la «vera gloria»
,
la «fama cum
laude»
recibida «per Deum et
propter Deum»
(ibid.)127.
Pues no diversa tesitura asume Lazarillo en la sola ocasión
en que enuncia doctrina sin sombra de ambigüedad128,
y justamente para echar luz sobre uno de los momentos que con mayor
inmediatez responde a los planteos del Prólogo respecto al
«deseo de alabanza»
: «¡Oh, Señor, y cuantos de aquestos
[presuntuosos como el escudero] debéis Vós tener por
el mundo derramados, que padescen por la negra que llaman honra lo
que por Vós no sufrirán!»
.
No voy a perseguir
aquí ni esa ni tantas otras resonancias del «deseo de alabanza»
discantado en el
umbral de la novela: la polisemia esencial del Lazarillo
me obligaría a una demora que no puedo permitirme. Con todo,
quizá sea lícito dar réplica a tal
—68→
polisemia formulando y dejando en el aire alguna de las
preguntas que suscita. Verbigracia: la graduación de las
figuras alegadas para ilustrar que «la
honra cría las artes»
nos conduce de lo sublime a
lo ridículo, del «soldado»
al «señor don Fulano»
y,
principalmente, al mismo Lázaro, protagonista de un «caso de honra»
129.
¿Hemos de inferir que el autor real concebía la
«honra»
del pregonero como una
versión degradada de la buena gloria del «soldado»
? O, por el contrario,
¿insinuaba que la «honra»
del «soldado»
no era más valiosa
que la de Lázaro? Hay razones para inclinarse por ambas
posibilidades (no seré yo quien arriesgue ahora una
solución) y también para pensar que quien opte por la
segunda tendrá que arrostrar la objeción que apuntaba
Juan Ginés de Sepúlveda: «Neque vero vos
illud moveat, quod quidam auctores de contemnenda gloria
scripserunt, nam et quosdam audio quartanae, alios adulterae
Helenae, facetiores muscae laudes
scripsisse»
130.
La objeción, en breve, de que una sátira de la gloria
no podía ser sino una paradoja bienhumorada, aun si tal vez
con ribetes de verdad. Precisamente para refutar a los que
pretendían lucirse componiendo paradójicas invectivas
contra la fama, Sepúlveda aduce al punto un argumento
formidable, espigado en el Pro Archia caro a Lázaro: «Ad summam nihil
est a communi hominum sensu tantum abhorrens, quod isti [auctores]
suarum argutiarum praestigiis non persequantur. Sed qui de
contemnenda gloria libros scripserunt, iis minime credendum est,
quoniam iidem affectatione gloriae illis ipsis libris sua nomina
adscribentes, insigni inconstantia fidem sibi
derogarunt»
131.
Pero ¿no creeremos al autor del Lazarillo, que
renunció a consignar su nombre en la portada?
—69→
A Emilio Orozco
Díaz,
in memoriam
Por más que
en Toledo soplaran vientos malos, Lazarillo sacaba para ir
mitigando el hambre del escudero, gracias a unas excepcionales
dotes de mendigo, «como yo -aseguraba
con satisfecha modestia- este oficio le hobiese mamado en la
leche»
. No le dolía lacerar por el amo pobre,
sabiendo que «nadie da lo que no
tiene»
; pero esa misma reflexión lo incitaba a
execrar al «avariento ciego»
y
al «mezquino clérigo»
que tantos ayunos le infligieron, «con
dárselo Dios a ambos, al uno de mano besada y al otro de
lengua suelta»
. Hay aquí algo más que unas
alusiones al proverbial besa mano y daca pan y a la
palabrería del rezador, adivino y curandero farsante. Cuando
menos desde los Padres latinos, era costumbre distinguir tres
especies de munera -lícitos o, con mayor frecuencia,
ilícitos-, según la remuneración o recompensa
consistiera en dinero (o cosa pignorable), en alabanzas o en
prebendas, favores, servicios: munus a manu, munus a lingua, munus ab obsequio. Difundida por Gregorio el
Grande, tal clasificación fue aceptada por la Glossa ordinaria (sobre
Isaías, XXXIII, 15), el Decretum (II, c. I, q. i, c. 114), la Summa theologica (II-II, q.
78, a. 2), y, con el aval de
tamaños padrinos, se convirtió en punto de referencia
ineludible para moralistas, canonistas y toda laya de autores
bienpensantes. No siempre, sin embargo, se mantuvo el rigor del
esquema: el munus ab
obsequio, menos nítido, hubo de competir con otros
ítem —70→
que aspiraban a desplazarlo (verbigracia, el munus ab officio introducido
por el Pseudo Beda, In psalmorum libros exegesis, XXV); e incluso, en
la polvareda de semejante refriega, llegó a perderse el
tercer casillero de los munera. Ocurrió ya en el mismo inventor de
la tríada: en el locus classicus de las cuarenta Homiliae in Evangelia (I, IV,
4), San Gregorio bautizaba e ilustraba los munera como a manu, a lingua y ab obsequio, pero en los
Moralia el
munus ab
obsequio quedaba primero sustituido por el munus a corde (IX, XXXIX, 53),
y, luego (XII, LIV, 62-63), uno y otro se olvidaban a beneficio del
simple par munus a
manu / munus a
lingua. Tengo por no dudoso que el Lazarillo (cuyo
prólogo insiste en algunas consideraciones habituales en los
tratadistas al discurrir sobre el munus a lingua) juega en el pasaje citado
con esos dos elementos más memorables: la dualidad de
munera a manu
y a lingua se
evoca diáfanamente, al tiempo que con una pirueta -merced a
la transposición operada por los dos participios- se la
refiere no al modo de recibir, sino a la forma de ganar los
munera. Pero
además me pregunto si el contexto inmediato -centrado en la
paradoja de que el criado mantenga al señor, y gracias al
«oficio»
del pordioseo- no
implica que el servicio que Lázaro -con subrayada recompensa
a corde- le
presta al hidalgo hace de este el receptor de un munus ab obsequio o
ab officio.
Por ende, los tres primeros amos de Lázaro
ilustrarían la terna tradicional de los munera. No me divierte ahora
entrar en la cuestión de si esa pauta trífida es
factor estructural en el conjunto de la novela, ni en qué
medida el recurso a ella arrimaría el libro a ciertas
modalidades de la sátira medieval.
—71→
A Raymond S. Willis
En la Loa por
papeles de Francisco de Avellaneda, hacia 1657 (digo yo, no
demasiado a bulto), cuando Cosme Pérez estaba tan
vejancón que apenas tenía ánimos para
representar (ni maldita falta le hacía: «solo con salir a las tablas y sin hablar -era
sabido- provocaba a risa»
), le correspondió en el
reparto, lisa y llanamente, «un papel en
blanco: / ¡lo que tiene que estudiar!»
(Verdores del Parnaso, Madrid, 1668 [ejemplar de Eugenio
Asensio], págs. 25-26). Manuela [¿Escamilla?] le
invitaba a usar el papel «por
antojos»
y limitarse a ir tras ella: «Sígame a mí, pues que saben / que
soy su Lázaro ya»
. Cogiendo al vuelo el nombre del
destrón y tal vez al arrimo de alguna facecia conocida,
Francisca Verdugo disculpaba ante el Rey el silencio del
popularísimo «Juan Rana» alegando las prisas de
la compañía (probablemente de veras forzada a
prepararse en «una noche»
y a
recitar la loa «con papeles en las
manos»
), amén de notar que incluso el libro de
Lazarillo -una fábula tan chica y tan ruín,
entendemos- pidió más sosiego y
colaboración:
|
—72→
Tal atribución a una cofradía de pícaros es, si no me engaño, la tercera que en el tiempo se hizo del Lazarillo. La cuarta, en la Inglaterra del Setecientos (y supongo que no solo por regocijo, sino bajo la fascinación de un párrafo de Valerio Andrés Taxandro), adscribió la novela a un conciliábulo de obispos en viaje a Trento (apud A. Morel-Fatio, Études sur l'Espagne, I, París, 1888, pág. 165). Después han venido muchas otras atribuciones. Pero me temo que progresivamente menos verosímiles.
—73→
A Fernando Lastro
Querido amigo:
Me atrevo a pensar que la nonada aneja no está compuesta
meramente por cascotes de desecho.
132
Pero, aun si lo estuviera, me basta y me sobra con la certeza
de que ha de valer como lectura grata «para uno solo»
: para
quien -desde Salamanca- tan diestramente nos ha guiado a todos por
los caminos que van a dar en la primera novela de la Europa
moderna. No diré, sin embargo, que estos apuntes menudos no
contengan «alguna cosa
buena»
, ya que no nueva, y digna de venir
«a noticia de
muchos»
: la convicción de que las
estructuras formales únicamente tienen sentido si
también se perciben como datos históricos; de que la
obra literaria es tal -inseparablemente- en sí y fuera de
sí, en el texto y en el tiempo.
A mis mocedades
voy. «El núcleo del
Lazarillo -proponía yo entonces- está en su
final: a 'el caso', acaecido en último lugar y motivo de la
redacción de la obra, han ido agregándose los
restantes elementos -preludios e ilustraciones- hasta formar el
todo de la novela»
. Unos años después, me
pareció conveniente —74→
precisar que «no cada brizna de
información sobre la prehistoria de Lázaro se deja
entender directamente en relación con su desairado presente
de marido postizo; pero sí se subordinan a él todas
las células narrativas que fijan la estructura del conjunto,
todos los hilos que determinan el dibujo del
tapiz»
133.
En ninguna de las dos ocasiones subrayé debidamente que la
atención al caso podía servir como piedra de
toque para discernir en el arte del Lazarillo otros
matices del modo en que supera los materiales del folclore y la
tradición de la novella que lo inspiran en varios momentos. Por
ejemplo, en los estudios recientes sobre el trasfondo
folclórico del Lazarillo134,
no se ha reparado en que el matrimonio del pregonero, en Toledo,
con una mujer que «había parido
tres veces»
(133) quizá anduvo prefigurado en
proverbios. Gonzalo Correas, en efecto, recoge un refrán
notablemente acorde con la experiencia de Lázaro: «En Toledo, no te cases, compañero: no te
darán casa ni viña, mas darte han mujer
preñada o parida»
135.
Por otro lado, las figuras —75→
de marido, mujer y amante forman el reparto por excelencia,
el 'triángulo' arquetípico, de la novella italiana (y aun del
exemplum y el
fabliau que le
preparan el camino)136.
De haber seguido
las huellas del folclore y de la novella, ¡qué chistes de
cornudos (como en la interpolación de Alcalá;
véase NPPV,
pág. 33, nota 29), qué tretas y trotes, qué
escondites y lances picantes podía amontonar el
anónimo autor! Pero, bien al contrario, la eficacia del
relato está en la contención del tono y en la
sobriedad de la acción. En el tono, digo, de sosiego con una
chispa de irritación (donde no se sabe si Lázaro
finge el sosiego o finge la irritación), y en la
acción reducida más bien a actitud. Pues en el
capítulo del caso, por no haber, no hay siquiera
una trama o anécdota propiamente dichas. Lázaro nos
presenta -«el engaño a los
ojos»
- lugares, personas, hechos cotidianos. Estamos ya
esperando la argucia o el incidente curioso, y... no pasa
nada. O, mejor dicho, no pasa nada superficialmente, no hay
una intriga externa capaz de encandilar al hipotético lector
que hubiera empezado el libro por el desenlace. Por debajo de esa
falta de acción, sin embargo, sí pasa -ha pasado-
toda la prehistoria de Lázaro, con las «fortunas y adversidades»
que han
hecho al pregonero como es. No hay acción, entonces, sino
contemplación de un personaje, de una actitud. Esa
versión del caso, tan diametralmente opuesta a las
mañas de la novella, era hacia 1550 una proeza absoluta en la
historia de la novela.
Por ello mismo me
sorprende que estudioso tan inteligente como Gonzalo Sobejano eche
en falta al final del libro las «chanzas
que tan oportunas hubieran sido para entretener»
a
Vuestra Merced137.
Pocas chanzas podía permitirse Lázaro a
propósito —76→
del caso sin que se le derrumbara la excusa para
escribir cuantas lo preceden y hacen comprensible (porque la
espléndida ironía -no mera chanza- es que niegue de
pe a pa las acusaciones de las «malas
lenguas»
, y nosotros, instruidos por sus andanzas
previas, sepamos perfectamente a qué atenernos)138.
Ese posible desenfoque ocasional viene de la duda que hace
preguntarse a mi admirado amigo Sobejano si «la información pedida a
Lazarillo»
por Vuestra Merced no tendría por
objeto el entero «proceso de sus cambios
de fortuna»
, en vez del ménage à trois del
último capítulo. Pero pienso que aquí nos cabe
alcanzar la suficiente certeza. Porque no es aceptable que «el caso»
signifique en el
Prólogo «'cómo
llegó Lazarillo, de mozo de ciego, a posesor de un oficio
real', o sea, cuál fue el proceso de su fuerza y
maña»
139.
No, Vuestra Merced no le pide a Lázaro que le cuente toda su
vida: menciona específicamente «el caso»
, un suceso o
situación en concreto. Las razones que hace años
aduje en ese sentido, ceñidas a los elementos formales y a
los datos explícitos de la propia novela140,
pueden integrarse con algunos indicios —77→
tomados de su contexto cultural y que además nos
ayudan a entender otros aspectos del Lazarillo.
Así,
está claro que el Lazarillo se arrima a los buenos
antecedentes de la tradición que yo ilustraba -para el
Renacimiento- con el par de ejemplos de Petrarca y el doctor
Villalobos141:
la tradición de la autobiografía en forma de carta.
Pero Vuestra Merced no podía reclamar una carta de esa
especie elevada y relativamente inusual, sino del tipo corriente y
moliente, ayer como hoy. Si las cartas se han escrito siempre, por
regla, para obtener o dar nuevas, noticias frescas, en la
España del siglo XVI las nuevas a menudo consistían
simplemente en hacer pública una carta142,
y era normal tratar de «caso»
,
sin más, al tema central —78→
de una carta noticiera: por ejemplo, una «epístola o breve compendio»
dirigió a los Reyes el deán Diego de Muros «sobre el caso acaescido»
cuando la
vida de don Fernando peligró en el atentado de
1492143,
o por «cartas enviadas»
de
Italia, hacia 1516, se difundió la «relación de dos casos nuevamente
acaescidos»
allí144.
E incluso ocurría que para hacer inteligible el tema central
de una de esas cartas noticieras había que resumir primero
la biografía del protagonista: como en la carta que, antes
de relatar la muerte del Canciller, se sentía obligada a
explicar «quién fue el maestro
[Tomás] Moro»
y cómo era «natural de Londres, de honrado
linaje»
, etc.145
No nos detengamos
demasiado, sin embargo, en esas cartas de «casos»
o 'noticias'. La
función que Lázaro asigna al caso dentro de
la estructura de su obra se observa mejor a la luz de la doctrina
literaria de la época. En la preceptiva antigua y
renacentista, el núcleo de los varios linajes de
epístola informativa era, lógicamente, la narratio: la
exposición clara y sucinta de un hecho de contornos bien
nítidos, ya fuera efectivamente «acaescido»
, ya imaginado en
términos verosímiles146.
Y, al analizar las —79→
partes «convenientes y necesarias
en las mesmas cartas»
, en 1552, Antonio de Torquemada
definía: «La
narración es lo que acá comúnmente
los canonistas y legistas (y aun los teólogos) llaman
'caso'; y, así, cuando quieren contar alguna cosa, para
venir a la determinación della dicen 'el caso es
éste', y con esto van narrando o contando lo que ha sucedido
o lo que sucede de presente, ora sea verdadero, ora sea falso como
si fuese verdadero»
147.
En el
Prólogo del Lazarillo, pues, la mención de
el caso puede remitirnos simultáneamente a la
narratio de la
retórica epistolar y al ámbito del discurso
jurídico, del genus iudiciale. Ahora bien, puesto que la
narratio
debía ser «brevis ac
dilucida», no ha de extrañar (aunque
haya extrañado) que el pregonero únicamente dedique a
el caso «dos páginas,
reticentes y sin detenerse en chanzas»
. Pero,
además, entendido como narratio, el caso planteaba
inmediatamente la cuestión del ordo. La norma general era comenzar la
narratio por
donde fuera estrictamente imprescindible para emitir un fallo al
respecto, y no tomar «el caso muy dende
los primeros principios»
, «non ab ultimo
initio»
148.
Claro que, si estaba en juego una reputación, era casi
inevitable empezar a
persona: por la presentación del protagonista (para
elogio o escarnio, según quien fuera) y de sus
circunstancias, cum
suis accidentibus149.
En este terreno se mueve Lázaro, y, como razona dentro de
tales coordenadas, la alusión al caso (o
narratio)
—80→
lo lleva a defender en seguida la conveniencia de «no tomalle por el medio, sino del principio,
porque se tenga entera noticia de mi persona»
.
También aquí el
pregonero se arrima a los buenos, y hasta a los óptimos.
Pues el modelo supremo de la epistolografía clásica
se hallaba, obviamente, en Platón, cuyas cartas el
licenciado Manzanares o fray Antonio de Guevara -valgan solo dos
nombres- ponían por delante de cualesquiera
otras150.
Y la séptima carta de Platón, la más celebrada
y extensa (323 d-352 a), venía como anillo
al dedo a los designios de Lázaro. Los partidarios de
Dión, deseosos de resucitar los proyectos del malaventurado
estadista, le habían enviado una carta a Platón
('Epestei/late/
moi...) pidiéndole ayuda «con hechos y con palabras»
; y
él les contestó que el asunto, digno de ser conocido
por todos, merecía abordarse e/c a\rxh=j: «conabor autem
-quoniam praesens tempus id poscit- rem omnem a principio vobis
referre»
(324 b)151.
Por ahí, para elucidar la génesis de los ideales que
había inculcado a Dión, el filósofo empieza la
carta remontándose a su juventud y prosigue
ateniéndose al hilo de la autobiografía, entrelazada
con algunas digresiones teóricas. El ejemplo inicial de
Sócrates y las vivencias tempranas en las que se
forjó su propio pensamiento político, la estancia en
Siracusa y el encuentro con Dión, el segundo y el tercer
viaje a Sicilia, las desavenencias con Dionisio el mozo, la vuelta
a Atenas y la última entrevista con Dión, en Olimpia,
se nos aparecen en la carta como las principales experiencias que
han conformado la actitud de Platón frente a los problemas
de Sicilia. En la conclusión, desde luego, la condicional
apenas vela la convicción de que la conducta del
filósofo ha quedado justificada de sobras: «Quamobrem siqui
quae nunc dixi probabiliora visa sunt ac sufficientes extitisse
occasiones cur ita fieret videntur, satis quidem sufficienterque
iam fuisse dictum putabimus»
.
La séptima
carta de Platón abre el cauce en cuyo flujo se animaba
Lázaro a escribir la suya a Vuestra Merced contándole
el caso a partir «del
principio»
y dando a los episodios autobiográficos
anteriores al caso una (equívoca) resonancia de
apología pro
domo. Pero, con la perspectiva renacentista del arte
epistolar, tampoco era superfluo considerar explícitamente
-aunque se rechazara- la oportunidad de comenzar «del medio»
. Porque «Tulio»
avalaba la pertinencia de
responder así a una solicitud semejante a la de Vuestra
Merced: el mismísimo Cicerón, interpelado por
Ático respecto a su papel en un suceso muy discutido, no
dudaba en contárselo procediendo al modo de Homero «e mediis vel
ultimis»
152.
Como sea, no debe escapársenos la travesura de Lázaro: a la pregunta sobre un episodio bien determinado en tiempo, lugar, protagonistas, contesta dibujando previamente una selección de estampas autobiográficas que contribuyen -al sesgo- a esclarecer su intervención en tal episodio. Vale decir: el caso es la narratio propiamente dicha, y las estampas autobiográficas constituyen el initium narrationis, un largo initium a persona amparado por el modelo de Platón -en primer término- y por una ilustre tradición epistolar153.
Los manuales en
que esa tradición vino a compendiarse enseñaban a
distinguir y cultivar numerosos genera epistolarum, pero no
vacilarían en adjudicar las «fortunas y adversidades»
de
Lázaro, a grandes rasgos, a una de las categorías
más conspicuas: la carta iocosa de se. En ella, el componente
definitorio era —82→
algún percance gracioso -y, si no verdadero,
verosímil- sufrido por el autor de la carta, quien lo
relataba a modo de primer acto de un asunto en el tratamiento de
cuya segunda parte dejaba ya las bromas de lado154.
Por ende, si leemos nuestra novela como epístola iocosa de se, las
aventuras de Lázaro antes de la boda toledana se nos
aparecen como la «res
ridicula» que sirve de introducción a la
«res seria» del
caso, contado, en efecto, «sin
detenerse en chanzas»
, «a talibus iocis subito
rediens»
. Sin salirnos de ese marco, no
obstante, siempre guiados por los manuales, caben todavía
otras posibilidades; pues si marcamos el acento en la «res» supuestamente
«seria» y no
olvidamos la peculiaridad del caso voceado por las
«malas lenguas»
(132), el
Lazarillo se nos convierte en muestra excelente de otra de
las especies de carta reconocidas y reguladas por los manuales: la
expurgativa,
escrita en exculpación de una calumnia y perteneciente por
ende al genus
iudiciale155.
Es obvio que ambas
clasificaciones no se excluían entre sí (nada
más corriente que la epístola «ex duobus
generibus mixta»
)156
y que la carta del pregonero se puede entender a la vez como
iocosa de se y
como expurgativa. Lo importante es menos poner
etiquetas que saber qué hay detrás de ellas. Y
detrás de esas clasificaciones está la
pedagogía del humanismo, de la que eran piezas esenciales la
teoría y la práctica de la redacción
epistolar157,
y está una pléyade de hombres ejercitados, no ya en
—83→
leer, sino en componer misivas ficticias según la
taxonomía de los manuales, los preceptos de la
retórica y los ejemplos clásicos. Desde los
alrededores de 1540, por otro lado, la simiente de la
epistolografía humanística estaba dando un fruto
riquísimo en romance: las lettere volgari, las carte messaggiere, se
habían convertido en estupendos best-sellers y suscitaban tal fervor,
que incluso quienes carecían de la educación adecuada
se sentían tentados a cultivar el género (y para
ellos hubo que pergeñar, así, elementales
vademécum del «nuevo estillo»; véase nota
166).
El
Lazarillo (por no decir Lázaro de Tormes) es
testigo y parte en la irresistible ascensión de ese gusto.
No por casualidad, en efecto, la princeps de la obra debió de aparecer
en 1552 ó 1553, y las más tempranas ediciones
conservadas datan de 1554158:
son las fechas culminantes en la edad de oro de las cartas en
lengua vernácula159.
El volumen De le
lettere di M. Pietro Aretino, en
1537160,
rompió el hielo para una increíble inundación
de productos afines, y hacia 1550 las colecciones epistolares
-misceláneas o de un solo autor- se cuentan por docenas.
«Ce sont grands
imprimeurs de lettres que les Italiens. J'en ay, ce crois-je, cent
divers volumes»
, se admiraba Montaigne
(Essais,
—84→
I, XI). El público parecía no cansarse de
consumir un epistolario tras otro: el ágil «autoritratto
pubblicitario» y «memoria personale» que es la
correspondencia (verdadera y falsa) publicada por el
Aretino161
incitó a los editores a reunir en manejables libros de
bolsillo las lettere
volgari de otros «uomini» más
o menos «illustri»; varios
escritores de primera categoría quisieron competir con el
«divinissimo messer
Pietro», y muchos segundones avispados buscaron
la popularidad y explotaron el filón económico de las
carte
messaggiere. Cuando a los poligrafi no les bastaban las confidencias,
los chismes o las experiencias reales, no tenían empacho en
distraer a los lectores dando en versión epistolar
novelle,
anécdotas, paradojas (véase nota 174) o beffe fabricadas
ad
hoc162.
En cualquier caso, las misivas auténticas dieron
fácil paso a las apócrifas y a las facete atribuidas a personajes
enteramente inventados: los más humildes siervos de
«la Serenissima»
república de Venecia, en Andrea Calmo (1547, 1548,
1552)163;
las «valorose donne» de
Ortesio Lando (1548), que defendían su reputación de
las maledicencias... del propio Lando164;
o, en vena de soliloquio, «il mal
maritato» grotesco de Cesare Rao
(1562)165.
Italia y
España constituían entonces un espacio cultural
único. Aquí llegaban las messaggiere de allí, y
además se les creaban o redescubrían análogos
en castellano. No por otro motivo, las Letras de Hernando
del Pulgar, tras cuatro lustros de olvido, se reimprimían en
1543 y, en seguida, en 1545 (y junto con los bocetos
biográficos -nótese- de los Claros varones).
Las Epístolas familiares (1539 y 1541) de Guevara
no son en absoluto —85→
ajenas al éxito espectacular del primer tomo del
Aretino y a su vez, vueltas al toscano, revirtieron -contribuyendo
a reorientarlo- al caudal originario de las lettere volgari. O
fijémonos sólo en un dato capaz de ilustrar la
repercusión social, cotidiana, del fenómeno
literario: 1552, presumiblemente el año de la princeps del
Lazarillo, es asimismo el año del Nuevo estilo
de escribir cartas mensajeras, por Juan de Yciar; del
Segundo libro de cartas mensajeras, por Gaspar de
Texeda166;
y de la redacción del Manual de escribientes
(véase nota 147), por Antonio de Torquemada. En ese
contexto, el disfraz de carta de nuestra novela está lleno
de sentido. El Prólogo exhibe motivos tan típicos de
la epistolografía romance consagrada en Italia (la
compatibilidad de llegar «a noticia de
muchos»
y escribir «para uno
solo»
, la confesión del «deseo de alabanza»
y fama, la
conciliación de un «deleite»
literario y un «agrado»
ideológico), que de
por sí bastaría para situar la misiva de
Lázaro a zaga de las messaggiere. Pero lo significativo no es el
posible empleo de tal o cual tópico: en la coyuntura en que
se forjó, el Lazarillo por fuerza se arropaba en la
boga de las lettere
volgari, como lectura y como práctica cada vez
más difundida.
Dentro de la vasta
tradición epistolar en que la obra se apoya «para hacerse identificable como entidad
literaria»
(NPPV, pág. 20), cumple
distinguir, pues, especies y subespecies, modelos perennes y modas
del momento. Cuanto más ampliemos la información al
respecto, más oportunidades se nos ofrecerán de
entender cabalmente el Lazarillo. Decía antes que
la carta del pregonero podía clasificarse a la vez como
iocosa y como
expurgativa.
La iocosa de
los manuales humanísticos desemboca en las facete o graciosas en
lengua vulgar. La expurgativa nos conduce a valorar mejor la
desvergüenza de Lázaro al presentarse
—86→
ante el honrado lector. Hoy cuesta imaginar hasta qué
extremo era escandaloso que un individuo de tan baja calaña
osara tomar la pluma para dar «noticia
de su persona»
. Pero téngase en cuenta
que si en 1550 Carlos V dictó sus memorias (partiendo de la
adolescencia y concentrándose en las campañas de 1544
a 1547), en 1552 le atemorizaba la idea de que tal proceder hubiera
provocado la ira del Señor: «Y
Dios sabe que [esta historia] no la hice con vanidad, y si della
Él se tuvo por ofendido, mi ofensa fue más por
ignorancia que por malicia. Por cosas semejantes Él se
solía mucho enojar; no quería que por ésta lo
hubiese hecho agora conmigo...»
167.
No solo la modestia cristiana y los miramientos sociales hubieran
debido recomendar a Lázaro el silencio. También la
retórica clásica desaconsejaba hablar de uno mismo,
ni en bien ni en mal168,
salvo por causas de mucha fuerza. Ya Dante formuló
tersamente las dos principales: «l'una è quando sanza ragionare
di sè grande infamia o pericolo non si puo cessare...
L'altra [cagione] è quando per ragionare di sè
grandissima utilitade ne segue altrui per via di dottrina; e questa
ragione mosse Agostino ne le sue Confessioni a parlare di sè, che per lo processo
della sua vita, lo quale fu di non buono in buono..., ne diede
essemplo e dottrina...»
169.
—87→
Nos consta que la carta expurgativa de Lázaro pretende -en
teoría- salir al paso de la «grande infamia»
que propalan los rumores en torno al caso. Pero no se nos
escape que, simultáneamente -y no menos en teoría-,
el pícaro quiere dar «essemplo e
dottrina»
con «lo processo della
sua vita»
: escribe para aclarar el
caso desde las raíces «y
también porque consideren los que heredaron nobles estados
cuán poco se les debe, pues Fortuna fue con ellos parcial, y
cuánto más hicieron los que, siéndoles
contraria, con fuerza y maña remando salieron a buen
puerto»
(11). De hecho, los antiguos no sólo
toleraban el énfasis en la primera persona, sino que hasta
aplaudían el recurso a la autobiografía, siempre y
cuando se tratara de hacer notorio a la posteridad cómo una
«nobilis
virtus»
había llegado a triunfar
sobre el «vitium»170.
Conque no en balde Lázaro afirmaba que su «carrera»
mostraría «cuánta virtud sea saber los hombres
subir, siendo bajos, y dejarse bajar, siendo altos, cuánto
vicio»
(24).
La carta
autobiográfica no ignoraba esos planteamientos. Interrogado
sobre su origen y condición, el viejo Lapo da Castiglionchio
refería su vida en una Epistola o sia ragionamento... a messer Bernardo suo
figlio171,
cuyo proemio se consagraba precisamente a rechazar las ideas
convencionales en torno a la nobleza y a argüir que,
más allá de los prejuicios comunes sobre la
«nobiltà»,
existe la «chiarezza»
que se gana a costa de mérito individual, de «fare bene». Y pues
no podía decirse noble en el sentido corriente, Lapo, un
'hombre nuevo' de los que estaban labrando la grandeza de
Florencia, reivindicaba en tono firme esa «chiarezza» de los
hechos personales (aunque le dolía que las circunstancias no
le hubieran permitido sobresalir «negli
uffici temporali» de la ciudad), de una
trayectoria de logros que le hacía enorgullecerse de ser
«l'autore e il
fondatore della [sua] generazione»
,
—88→
títulos que no le corresponderían de haber
nacido «di nobile
schiatta». Pero no era necesario llegar a la
autobiografía propiamente dicha: de Petrarca a Pietro
Aretino y fray Antonio de Guevara, la mera publicación de un
epistolario concebido como autorretrato intelectual
equivalía a poner sobre la mesa el problema que
discutía Lapo, cuando no a adoptar una actitud pareja a la
suya. Así, el desafío a las jerarquías
literarias medievales que implicaban las Letras de
Fernando del Pulgar tenía por fundamento un desafío
nada remiso a las jerarquías sociales. En vez de contemplar
con alarma o escándalo cómo algunos «no... de linaje»
conseguían
«honras e oficios de
gobernación»
en Toledo -amonestaba Pulgar-,
«deberían considerar los mayores
que hobo comienzo su mayoría, e los menores, que la pueden
haber»
. La prueba es que «fijos y decendientes de muchos reyes e notables
homnes»
andan por el mundo «obscuros e olvidados, por ser inhábiles
e de baja condición»
, por abandonar «el camino de la clara virtud»
e
inclinarse «a los vicios e
máculas del camino errado»
. Porque
únicamente «la virtud... da la
verdadera nobleza»
172.
Otro tanto aseguraba profesar Lázaro, tan orgulloso de su
«oficio real»
(128). No es
raro, entonces, que el pregonero iniciara su libro con palabras e
ideas singularmente afines a las que Pulgar utilizaba para
satisfacer un requerimiento análogo al de Vuestra
Merced173.
¡Diantre de
Lázaro, y qué bien se le adivina! Para él,
entroncar su carta con la tradición de Lapo da
Castiglionchio o Fernando del Pulgar era fardarse de respetabilidad
intelectual, vestirse de «hombre de
bien»
(127) en el territorio de la ideología.
—89→
Para él, digo, pues a la postre solo cuenta
él. El pensamiento del autor anónimo no nos es dado
conocerlo sino en la medida en que aceptemos identificarlo con ese
mismo dejar en libertad a Lázaro, con ese respetar la verdad
-tan relativa y cambiante como intransferible- de cada
Lázaro. ¿Se reía el autor de la «verdadera nobleza»
de Pulgar o de la
«virtud»
del pícaro?
¿O se sonreía, simplemente, con las dos? Por ahora,
no nos queda otro remedio que interpretar su silencio como una
pieza más en la caja china de la novela, en la impecable
coherencia de todos sus factores174.
Pero el juego de Lázaro es bastante menos
—90→ enigmático. De igual modo que
se encaja «un sayo raído... y una
capa que había sido frisada»
(127), el pregonero,
hecho escritor, saca del baratillo de la literatura formas, temas y
doctrinas no por manoseados carentes de sentido, ni ineficaces por
insólitos en quien los usa.
De la primera a la
última página del Lazarillo175,
una buena parte de esos materiales está tomada del
repertorio de la epístola antigua y renacentista, ya en
pequeños detalles, ya en aspectos esenciales. Con disfraz de
carta (quizá el único género literario que no
le estaba negado por la verosimilitud), en los días de auge
de las lettere
volgari, Lázaro puede echar mano de las dos razones
que según los retores legitimaban el tratar «de
semetipso»
(véase nota 168):
desmentir una «infamia»
y dar
«essemplo e
dottrina»
(nota 169). El Prólogo, al
limitarse a evocarlo, sin más esclarecimientos,
insinúa que el caso en cuestión va a
relatarse con la misma voluntad de «essemplo»
que
se anuncia en la línea siguiente («porque consideren los que heredaron nobles
estados...»
) y a la vuelta de unos pocos párrafos
(«mostrar cuánta virtud sea saber
los hombres subir...»
); sugiere que se ofrece «entera noticia»
de Lázaro
sólo para enseñar el triunfo de la «nobilis
virtus»
, como en las autobiografías
de los claros varones de la antigüedad (nota 170) o en las
modernas autoafirmaciones epistolares de una valía no
heredada (notas 171-173). En el —91→
arranque, pues, la misiva parece haberse escrito
exclusivamente para inculcar «essemplo e
dottrina»
. Pero en el desenlace nos espera
la sorpresa de descubrir que la causa profunda, el punto de partida
y de llegada, era más bien el propósito de rechazar
la «infamia»
del
caso.
O cuando menos eso
jura Lázaro, le creamos o no176.
De hecho, según la fe que le prestemos, la carta del
pregonero, siendo siempre expurgativa, será más o menos
iocosa de se.
No es un distingo inútil, ni de mero interés erudito:
porque componer una iocosa de se significa establecer entre sus
elementos un tipo de relación -de la «res ridicula» a la
«res seria» (nota
154)- que coincide con la que observamos en el Lazarillo.
Por ahí, la tipología de la epístola
renacentista nos confirma o nos ayuda a comprender la estructura de
la novela. No de otro modo, cuando averiguamos que por «caso»
puede entenderse la narratio de una carta
(nota 147), se nos revela la visión del ordo retórico que anima
tal estructura: empezar «del
principio»
y con una atención selectiva a ciertas
circunstancias de la «persona»
era introducir el caso mediante un extenso initium a persona, recurso
particularmente grato al genus iudiciale (nota 155) y consagrado en la
historia de la epístola nada menos que por Platón.
Pero claro está que el problema del ordo ni siquiera se
habría planteado si al preguntar a Lázaro por el
caso se hubiera aludido, no a un episodio suficientemente
delimitado, sino a todo «el proceso de
sus cambios de fortuna»
(nota 137).
El modelo de la
carta de raigambre clásica nos proporciona todavía la
clave para descifrar las últimas líneas del libro,
cuyos pretéritos («fue»
, «estaba»
) han intrigado a la
crítica: pues, sabiendo que esos pretéritos
transparentan el 'pasado epistolar' latino —92→
y por tanto, han de interpretarse como
presentes177,
comprobamos que el caso es simultáneo a la
redacción de la obra, de suerte que en él, con
él, se cierra el espacio novelable en la vida de
Lázaro. Incluso semejante minucia nos instruye sobre el
sentido del Lazarillo (reiterándonos, si falta
hiciera, una lección básica: el contexto cultural es
dato interno del texto artístico). El docto
latinismo en el empleo de un tiempo verbal es recurso con numerosos
análogos en la obra: consiste, en suma, en que un
ínfimo pregonero eche mano de los más ilustres
materiales literarios. Pero, a tal propósito, yo no
hablaría tanto de parodia cuanto de rescate irónico.
El autor parece apuntarnos que las formas, los temas y las
doctrinas que Lázaro aprovecha no son más
unívocos que el resto de su mundo: como todo en el mundo de
los hombres, son ambiguos, polivalentes. El diseño de la
carta autobiográfica, así, vale para Platón y
vale para Lázaro: aunque no valga para lo mismo ni por igual
camino. Sua cuique
veritas. Es decir: según y como.
Scribebam Castri Octaviani VI Id. Apr. an. Domini 1981.
—93→
A Francisco López Estrada
Nunca acabamos de leer el Lazarillo. Cada nueva lectura nos descubre que se nos habían escapado no ya matices, sino aspectos de primera importancia: no ya en los recovecos de la apreciación literaria, sino incluso en la letra gruesa del sentido literal. Tan vivo está el libro, que fácilmente nos arrastra el entusiasmo y nos despeñamos por el anacronismo: tendemos a comprender esta línea o aquella página de acuerdo con nuestra querencia moderna, no con las pautas del texto y del siglo XVI. Tan rico es, tan ágil polisemia lo inspira, que rara vez podemos estar seguros de haber seguido todas las vueltas y revueltas en el pensamiento del autor.
Creíamos entender, por ejemplo, cómo convertía Lázaro en medias blancas las blancas que le entregaban para el ciego:
(pág. 29) |
Pero Aristide Rumeau178 nos enseñó que no entendíamos de —94→ la blanca la media y que la escena solo se nos aclara si la vemos con el trasfondo de los modos de decir y de hacer habituales en el siglo XVI. Porque apreciar la treta exige tener tan presentes las acciones descritas como las evocadas sin necesidad de mención expresa, percibir en el relato las referencias implícitas a los comportamientos que solían acompañar a la realidad mentada explícitamente.
Para empezar, los
mendigos besaban la limosna que recibían. Lázaro,
pues, había de llevarse la moneda a los labios y aprovechaba
para metérsela en la boca (lanzar significaba
también 'introducir') y, tras la mampara de la mano,
reemplazarla por una de las medias blancas que tenía
dispuestas. Práctica corriente era asimismo que la boca
sirviera de faltriquera, y, por ende, parece exagerado, pero no
inverosímil de raíz, que a Lazarillo llegara a
quedársele «tan hecha bolsa, que
me acaesció -alardea- tener en ella doce o quince
maravedís, todo en medias blancas, sin que me estorbasen el
comer, porque de otra manera no era señor de una blanca que
el maldito ciego no cayese con ella, no dejando costura ni remiendo
que no me buscaba muy a menudo»
(pág. 67).
Así, con la
perspectiva de las costumbres y del lenguaje de la época,
sí nos explicamos correctamente la artimaña de
Lázaro. Pero igual criterio histórico hemos de
aplicar al aserto que cierra, recapitula y comenta la
narración del suceso: «ya iba de
mi cambio aniquilada en la mitad del justo precio»
. Pocas
cosas valen ahí según suenan al oído de
nuestros días: las palabras se usan en acepción
técnica que hoy no es de conocimiento general y se ligan
entre sí y con la realidad del Quinientos para sugerir una
serie de interpretaciones a cuál más divertida. Pues
Lázaro, al tiempo que presenta la última fase del
lance, lo glosa, en conjunto, como si no fuera un simple
enfrentamiento entre pícaros de poco pelo, sino una
operación financiera de envergadura, y sometida,
además, al dictamen de un moralista y jurisperito.
En verdad, no cabe
parafrasear «de mi cambio»
con
un enunciado (bárbaro) como 'por obra o a través de
la substitución realizada por mí'. «Cambio»
no es sencillamente la
'acción —95→
y efecto de cambiar' en el sentido genérico
de 'dar, tomar o poner una cosa por otra', ni lo es solo con el
más restringido de 'dar o tomar moneda
... de una especie por su equivalente en otra'
(DRAE)
en forma ocasional o esporádica179.
La voz mira más bien a una institución fundamental en
la economía del siglo XVI, a un instrumento de
crédito y de comercio con el dinero que alcanzó
espectacular desarrollo en tiempos del Emperador.
Por entonces
-precisa el Resolutorio de Azpilcueta-, «el vulgar lenguaje de España y el vulgar
latín de algunos escolásticos»
no llamaban
«'cambios' a todos los truecos, sino
solamente a los truecos de dinero por dinero... De manera que
'cambio', tomándolo como lo toma el vulgo sobredicho, es
todo contrato de dinero por dinero, que no es gracioso, ora sea
trueco, ora compra, ora depósito, ora cualquier
otro»
180.
Al publicarse el Lazarillo, «cambio»
, en el uso que nos concierne,
designa varias actividades de quien negocia en dinero -sea
«mercader», «cambiador» o
«banquero»- y además se emplea para la persona
que las practica, el lugar donde las ejerce y los medios de que se
vale181.
No nos contentemos
con establecer un débil paralelo moderno y traducir «de mi cambio»
por 'con la
intervención de mi banca' o expresión similar.
Descartemos sin más que el autor esté pensando en un
cambio «gracioso» -como apunta Azpilcueta-, en un mero
'pedir suelto' accidentalmente a un vecino o un amigo, «dado no lo tenga por oficio, sino que se
ofreció ahora pedirle trueque de un
ducado»
182:
ni la noción conviene al texto, ni la novela la recoge,
cuando es el caso, con otros términos que «trocar»
y «trueco»
183.
No: al hablar de «cambio»
a
propósito de la jugarreta que le gasta al ciego,
Lázaro personifica en sí mismo, zumbonamente, uno de
los elementos decisivos del tráfico comercial y la
circulación monetaria. Y al echar mano del «vulgar latín de los
escolásticos»
y referirse a la blanca «aniquilada»
184,
así como al recurrir al derecho romano para alegar
—97→
«la mitad del justo
precio»
, sitúa con nitidez el tal «cambio»
en un ámbito
jurídico y teológico: doctrinal, no familiar.
No puede sorprendernos. Hacia 1553, los cambios eran una cuestión de actualidad, sobre la que se pronunciaban a diario no solo comerciantes, banqueros y hacendistas, sino también confesores, moralistas y jurisconsultos: en el marco de la revolución económica producida por la afluencia del tesoro americano y en una edad cuya teoría vedaba tajantemente el préstamo con interés, se hallaban en el corazón mismo del sistema crediticio. Los expertos ponían un cuidado exquisito en distinguir el cambio «real» y verdadero, «puro», del cambio «seco», «imaginario», «impuro»185; pero uno y otro, justificado o reprobado por los doctores de la Iglesia, venían a parar normalmente en operaciones de crédito con idéntica función.
Los tratadistas
diseccionaban con lupa y escalpelo las dos clases principales de
cambio lícito: «menudo» y «por
letras». «El primer cambio o
trueque de moneda -deslinda fray Tomás de Mercado- es el que
los latinos llaman 'menudo'; nosotros le podemos decir 'manual':
trocar una moneda por otra de diversa materia o diverso valor,
coronas por reales, tostones por menudos, doblones por
ducados»
186,
para suplir la falta de moneda fraccionaria, obtener la
acuñada en metales más preciados, reducir a una
especie piezas de diferente procedencia, etc., etc.187
En el cambio
«por letras», se trata de «dar en [un] lugar por recibir en otro adonde no
se puede o con dificultad se puede llevar
dinero»
188:
«cuando uno necesita en otro lugar el
dinero que tiene en este, lo coloca aquí para que se lo
entreguen allí»
, o viceversa, de suerte que
«quien recibe el dinero entrega unas
letras, con cuya garantía se le paga en el otro
lugar»
189,
«sive sit eadem pecunia sive
alia»190.
Si un tratante, digamos, precisa disponer de una cierta suma en
Medina del Campo, se la pide a un colega o un cambista y, a su vez,
emite una letra sobre Amberes o sobre Sevilla, para que la deuda se
le satisfaga a este en la segunda plaza191.
De tiempo
atrás solía considerarse legítimo que quien
practicaba el cambio, «menudo» o «por
letras», llevara alguna recompensa. Pero la frontera entre la
permutatio
aceptable y el mutuum —99→
o préstamo, entre el cambio «puro» y el
cambio «seco», resultaba dificilísima de
apreciar desde fuera, hasta tal punto dependía de la
intención de los contratantes: ¿cómo
determinar si la ganancia del «cambiador» era
remuneración por el servicio que ofrecía o
interés del dinero temporis ratione? Por eso se desazonaba el Padre
Vitoria: «Yo respondo de mala gana a
estos casos de cambiadores sin saber quién los pide y para
qué. Porque muchos los preguntan para aprovecharse y
alargarse si les dan alguna licencia...»
192.
Pro forma, los
cambios podían tranquilizar las conciencias, pero en general
no consistían sino en préstamos disfrazados: se
adelantaba una cantidad, para recuperarla después acrecida
con un interés, usualmente encubierto como diferencia de
moneda o de cotización.
Nada, sin embargo,
condenado con más unanimidad. La ley natural y la divina, la
Biblia y Aristóteles -se insistía- confirman que el
dinero es de suyo estéril: ni puede ni debe producir dinero;
«cum sit rerum
pretium, non potest pretio alio divendi»
;
no cabe separar el dinero y su uso, pretendiendo lucrarse por
partida doble; y cobrar un interés supone además
querer cobrar el tiempo, que es de todos...193
Por ahí, incluso cuando consistía en la
transacción legal y admisible (y no se limitaba a simularla,
según ocurría en el tipo «seco»), el
cambio estaba siempre a un dedo de la usura. Pero la
economía exigía la existencia del crédito, y
los cambios eran uno de los pocos modos de encauzarlo sin caer
inequívocamente en lo que se reputaba usura. Es
comprensible, entonces, que los portavoces de la Iglesia
discurrieran cada vez con mayor perspicacia para salvarles todo lo
salvable y justificar una parte del lucro que con ellos
podía conseguirse.
En relación
con el cambio «menudo», así, la mayoría
de los autores contestaba afirmativamente a la pregunta de si
obraban rectamente los cambistas que, por ejemplo, «dan once reales [de a 34 maravedíes] por
un ducado [= 375 mr.] y
ganan en trocalle un maravedí, y a veces
más»
. Porque la ganancia no ha de entenderse
ahí como producto del dinero, sino como compensación
«por el trabajo»
y «costas»
del «cambiador»
, «por el estorbo... que suele haber... en subir
en la cámara, abrir el arca, contar..., dar y recibir y
guardar la moneda»
, o bien como honrada «demasía»
, si las piezas se
adquieren con fines no monetarios, «para
dorar, para medicinas y otras cosas»
, o para que coman el
oro, «deshecho y echado en algún
potaje, príncipes y grandes señores en su
vejez»
. Pero el sobreprecio ha de ser muy moderado,
«según tasan las
pragmáticas reales»
o está «usu
receptum»
194.
Con todo, no
faltaban quienes no suscribían ni siquiera tales
planteamientos. «Cobrar algo
-argüían-, aunque sea poco, por realizar este tipo de
cambio, supone sustraer algo del precio justo, dado que el precio
del oro acuñado -ducado- ha sido tasado con anterioridad por
la autoridad de la república»
195.
Domingo de Soto, sin acogerla, se hacía eco de semejante
opinión: «Numismata
ad hoc publico signo cuduntur, ut sint iustum legitimumque rerum
pretium; illud autem pretium quod legitimum, hoc est, lege positum
est ... in indivisibili consistit»
; no
cabe, por consiguiente, modificar ese justo precio. Mas no otra era
la posición que fray Juan de Medina hacía suya, a
propósito de la adquisición de monedas de los metales
más nobles, en un debatido capítulo «De pecunia, an vendi
possit»: «Y la
razón en que se apoya -compendia Soto- es que cuando el Rey
acuña la moneda señala su valor para todos sus usos,
del mismo modo que cuando en su pragmática tasa el precio
del trigo. Por tanto, —101→
igual que después de tal ley no es lícito
vender el trigo ni en un óbolo más, tampoco lo es
vender el oro después de
acuñado»
196.
Volvamos un
momento a nuestra novela. Si al presentar Lázaro como
«cambio»
el hurto que inflige
al ciego juzgamos que el eufemismo va referido a un cambio
«menudo», parece inevitable concluir que la
operación se contempla -en teoría jocosa, ni que
decir tiene- con el enfoque rigorista que no convence a Vitoria ni
Soto, aunque sí, parcialmente, a Medina: el «justo precio»
de una blanca, en un
cambio «manual», es ni más ni menos que una
blanca; detraer cualquier ganancia para el cambista es
«anichilar» la moneda en la misma medida, «evertere -en palabras de
Soto- pecuniarum
aestimationem»
197:
en concreto, detraer media blanca es dejarla «aniquilada en la mitad del justo
precio»
.
No obstante, aunque la burla de Lázaro esté materialmente más próxima al cambio «menudo» y «manual», no resolvamos que el narrador alude a él, o solo a él, y no al cambio «por letras». No es prudente, y menos en el Lazarillo, recortar de antemano la sutileza del vínculo entre un término real y un término metafórico198. Ni olvidemos que en los días de Carlos V el cambio «por letras» alcanzó un volumen y una relevancia excepcionales —102→ y, por ende, fue objeto de exámenes y discusiones notablemente más copiosos que los dedicados al «menudo».
Sabemos ya que en
principio nos enfrentamos con «un
traspaso virtual del dinero, por el cual quien quiere para otra
tierra dalo en esta ... al cambiador o a algún otro que
allá tiene dineros o crédito, para que le dé
letras por las cuales allá se le dé tanta suma cuanto
vale lo que él le da ... aquí, y más le da un
tanto de ganancia por se los hacer dar allá por aquellas
letras»
199,
sea en la misma, sea en otra moneda. Apenas es necesario subrayar
aún que de hecho el tal cambio era regularmente un pago
diferido, un crédito devuelto en fecha posterior, con los
intereses correspondientes.
El carácter
de la operación queda bien patente en la modalidad
más común: el cambio «de feria a feria»
entre mercaderes. En la feria de Medina del Campo, por ejemplo, del
15 de julio al 10 de agosto, se tomaba un dinero, con el
compromiso, «por letras», de satisfacer la deuda en la
feria de Amberes, en noviembre, o en la de Rioseco, entre el 15 de
septiembre y el 10 de octubre200.
El contrato incluía el requisito esencial para ser tachado
de usurario: pues el aplazamiento, la mora en el pago -que,
permitiendo al comerciante realizar su tráfico y obtener
beneficios para restituir el préstamo y continuar los
negocios, explicaría sin más, a ojos modernos, que se
devengara un interés-, significaba en el siglo XVI que el
dinero producía dinero por razón del tiempo, «peccatum...
genere suo mortale, iustitiae commutativae
contrarium»
201.
Sin embargo, los teólogos toleraban «un tanto de ganancia»
porque se
entendía que las ferias y únicamente las ferias eran
el marco propio de la contratación. Los mercaderes alegaban
que la letra de cambio no tenía alas («chirographum non
est volucris, quae possit subito evolare»
)
y que se requería un lapso para que llegara a su destino y
fuera atendida. De forma que los casuistas transigían con la
interpretación —103→
más generosa y consideraban el cambio de una feria a
otra «como si fuese a letra
vista»
-es decir, «cuando en
llegando las letras se dan los dineros»
- y no mediara
tiempo alguno entre el libramiento y el cobro202.
El tiempo, en
efecto, era la finísima piedra de toque del asunto: si por
postergar el pago de la feria inmediata a la siguiente se aumentaba
el «tanto de ganancia»
,
hétenos con un indisputable pecado de usura (y con un
«abuso en la filosofía
natural»
)203.
La distancia, por el contrario, garantizaba la licitud del cambio
«por letras». Tratándose de vencer el
obstáculo de la distancia gracias al «traspaso virtual del dinero»
, no
había mayor impedimento en conceder al cambista una discreta
retribución, ya fuera por brindar un «obsequium»
o
«placer»
al que no estaba
obligado, ya por «alquilar a otro [su]
trabajo e industria»
, ya porque «transportare pecuniam... potest pretio
aestimari»
, es quehacer valorable. En
particular, la distancia, «por la
diversa estima del dinero que hay en distintos lugares»
,
permitía que el interés quedara disimulado en la
cotización de las divisas, variable y a menudo
imprevisible204.
«El
cambio», pues, «gana por la
distancia...»
205.
Sí, pero ¿cualquier distancia? Por ejemplo, si se
cambia de un lugar a otro dentro de un mismo reino, o dentro de los
reinos de una sola Corona, ¿existirá la distancia
requerida para obtener algún beneficio, más
allá de la mera compensación del gasto
(insignificante) que implicaría hacer el envío por el
recuero o correo? La respuesta era dudosa. El propio «doctor Soto en una parte determina que no se
puede llevar nada por este género de cambio, cuando las
letras de crédito se dan de una ciudad de un reino para otra
del mesmo reino, como de Medina para Toledo o Sevilla; pero en otra
parte dijo que sí, y muy bien»
206.
Entonces, ¿a qué criterio atenerse?
El legislador sintió y quiso zanjar los escrúpulos de los teólogos. En pocos meses, entre noviembre de 1551 y octubre de 1552, tres pragmáticas vinieron a prohibir que se cambiase «por letras» dentro de España, si no era a la par, excluyendo todo lucro. La última en fecha y decisiva en formulación no dejaba escape, al vedar
que de aquí adelante ninguna ni algunas personas ... no puedan dar a cambio maravedís algunos por ningún interese de un lugar destos reinos para otro lugar dellos, ni de una feria a otra de las que se hacen en estos nuestros reinos, so pena que si contra lo susodicho algunos dineros se dieren a cambio y por ello llevaren interese ... sean perdidos y se pidan y demanden como cosa dada a usura y logro a los que los dieren, y cayan e incurran en las penas contenidas en las leyes de nuestros reinos en que incurren los que dan dinero a logro, y se proceda y se castigue y determine conforme a ellas207. |
La
prohibición -nefasta, ciertamente- cayó mal en el
mundo de las finanzas y no consiguió convencer a los
moralistas. Consultado a raíz de la promulgación de
las pragmáticas, el comerciante Juan de Delgadillo
multiplicaba las razones para que se derogaran. Pero la
polémica no hizo luego sino crecer, y tanto, que en marzo de
1554, el príncipe don Felipe se ocupaba en «que los del Consejo de la hacienda se juntasen
con los de el Consejo real y ... algunos banqueros y
mercaderes»
para dictaminar al respecto. La
reunión fue «de poco
fruto»
y el problema pasó a una segunda
comisión de hacendistas y teólogos... Como tampoco de
ella resultó nada de substancia, todavía un par de
años después un hombre de negocios tan conspicuo como
Fernando López del Campo aconsejaba que los cambios
volvieran a autorizarse y un canonista como Azpilcueta matizaba que
constituían un contrato «justo de
suyo»
, pese a todos los pesares del «nuevo vedamiento»
208.
Las disposiciones
de 1551 y 1552 sobre el cambio «por letras» nos remiten
al Lazarillo aun más resueltamente que las
discusiones en torno al «menudo». Pues si desde
entonces solo se toleraba que «se
cambiase horro»
209,
es decir, a la par, sin «ningún
interese»
, ¡por supuesto que reservarse media
blanca era 'aniquilar' el cambio «en la
mitad del justo precio»
! El salto al lenguaje figurado se
daba con facilidad y admirable gracia: la ratería de
Lázaro se equiparaba al cambio recién proscrito
porque también implicaba transporte o «traspaso ... del dinero»
, con la
obligada distantia
loci, aunque, ¡ay!, dentro del reino... No era, por
otro lado, una insinuación recóndita, para iniciados:
las pragmáticas que desterraban de los cambios todo «interese»
tenían
difusión general, versaban sobre materia que incluso se
había aireado en las Cortes de 1548, afectaban a multitud de
ciudadanos y promovieron larga y encendida
controversia210.
Las tres primeras
ediciones del Lazarillo hoy conservadas de 1554; las dos
impresiones, perdidas, que debieron precederlas difícilmente
pudieron aparecer sino en 1552-1553; y todos los elementos de
juicio indican que la redacción y la publicación de
la novela estuvieron muy próximas entre
sí211.
Esas conclusiones de la investigación más solvente se
perfilan si distinguimos en nuestro pasaje un eco irónico de
las pragmáticas de 1551-1552. Obviamente, el tal eco no es
lo bastante nítido como para imponernos un terminus post quem indudable.
La referencia a la institución del «cambio»
, sea cual fuere el alcance
que le concedamos, apenas es inteligible sino después de
1540212,
pero claro está que la posible alusión a las
disposiciones —106→
de 1551-1552 no se nos ofrece con el mismo grado de
evidencia.
Ahora bien, en el
estado actual de nuestros conocimientos sobre el
Lazarillo, el punto interesante no consiste en tomar la
—107→
mención del «cambio»
como terminus post quem que
corrobora los restantes indicios y acota un marco aún
más ceñido -entre finales de 1551 y finales de 1553-
para la composición de la obra. Casi conviene darle la
vuelta al planteamiento: ya que todo lleva a acercar la
redacción y la publicación del Lazarillo, no
hay inconveniente en interpretar la frase en cuestión a la
luz de las pragmáticas sobre los cambios «de un lugar destos reinos para otro lugar
dellos»
. Pero es ostensible, y en seguida lo
confirmaremos, que un análisis en esa dirección
revela en nuestro pasaje dimensiones que, si hoy no se descubren a
simple vista, resultan estar perfectamente de acuerdo con otros
rasgos de estilo, estructura y concepción del mundo
característicos y hasta definitorios de la novela.
Así las cosas, no incurriremos en razonamiento circular si
pensamos que, puesto la lectura que da más rica cuenta del
texto nos conduce a 1551-1553, la tal lectura se convierte en otro
argumento para fechar el Lazarillo hacia 1552.
Justamente, nos
queda por elucidar el aspecto más pícaro y
literariamente más sintomático del pasaje; por
fortuna, ahora no necesitamos entretenernos en extensos
preliminares. El viejo problema del justo precio de los bienes y
servicios213
afectaba a los cambios fundamentalmente en relación con el
«tanto de ganancia»
admisible
sin caer en la usura: la cantidad en juego y el «tanto de ganancia»
, sumados,
constituían el justo precio del cambio. La
formulación rigorista de Lázaro supone que no puede
haber ahí ganancia lícita: una blanca vale una
blanca, como quiera que se la haga correr. No obstante, al precisar
que reteniendo para sí media blanca 'aniquilaba' solo
«la mitad del justo precio»
-ni más ni menos-, no se limita a dar por sentado que
«ningún interese»
es
legítimo: con todo desparpajo proclama también que
desde otro punto de vista el 'negocio' que se traía con el
ciego no era ilegal ni punible.
«La mitad del justo precio»
es
tecnicismo del derecho romano -justinianeo, en concreto- con uso y
sentido bien determinados: si en una transacción no se
compra o se vende por debajo o por encima del «dimidium iusti
pretii»
, tampoco cabe reclamar legalmente
la rescisión del contrato; si se franquea esa barrera, se
produce la «laesio
enormis»
y es posible recurrir a los
tribunales214.
Tomás de Mercado lo explica de maravilla y subraya la
vigencia de los antiguos rescriptos imperiales en la España
del siglo XVI:
(págs. 146-147) |
En efecto, la
norma a propósito del «dimidium iusti
pretii»
tenía vigor en la
Península desde las Partidas (V, V, 56: «se puede desfazer la vendida que fue fecha por
menos de la meytad del derecho precio...»
) y se
paseó de las Ordenanzas reales de Castilla hasta la
Nueva y la Novísima
recopilación215.
Desentrañada y desmenuzada por todos los expertos, de Santo
Tomás y Bártolo —109→
a Vitoria y Soto, los contemporáneos de Lázaro
a menudo habían de recordarla incluso en humildes documentos
de la vida cotidiana, que subscribían renunciando a «la ley del Ordenamiento de Alcalá de
Henares [tít. XVII] que habla en razón de las cosas
que se compran e venden en que hay engaño en más o en
menos de la mitad del justo precio»
. La cláusula
correspondiente era tan usual, que cuando en 1555 se
formalizó el contrato en virtud del cual un rapaz de doce
años llamado Lázaro servía como aprendiz, en
Toledo, al ciego Juan Bernal, el padre del muchacho no
omitió la tal renuncia a «las
leyes del justo e medio justo precio»
216.
Por vías como esa, el «dimidium iusti
pretii»
acabó por circular en
versión proverbializada, aunque -es de creer- pocas veces
entendida correctamente217.
Lázaro,
desde luego, sí la entendía a derechas, aunque no
vacilara en torcerla en provecho suyo218.
Porque alegar «la mitad del justo
precio»
apuntaba diáfanamente una
interpretación benévola del lance: 'cada uno -viene a
argüir el pregonero- pensará lo que quiera de la
ética de mi «cambio»
;
pero ante la ley, con el derecho romano sobre la mesa, con la
más arraigada jurisprudencia en la mano, nada puede
imputárseme...'. El giro común hablaba de
«engañar en la mitad del justo precio»:
Lázaro emplea un «aniquilar» más neutro,
con la asepsia del lenguaje filosófico (vid.
n. 184), que desvía la
atención de la anécdota ruín, disuelve en
generalidad el dato particular. Al invocar precisamente
—110→
el «dimidium iusti
pretii»
, pone ante los ojos del lector con
rudimentos legales (y ¿quién no los tenía
hacia 1552?) la conclusión a que machaconamente llegaban los
teólogos de la época tras examinar el asunto:
«siendo el exceso o falta menor [de la
mitad del justo precio], será el contrato ilícito en
ley natural y divina; pero la civil ... no quiso se tratase de su
injusticia en los estrados»
219.
¡Que siempre
haya de salir a puerto este maldito Lázaro! Porque
también en nuestro pasaje nos da el trampantojos
acostumbrado, de nuevo nos pone en un camino y consigue que
desemboquemos en otro. Empieza contándonos cómo
atesoraba «todo lo que podía
sisar y hurtar»
; describe luego los manejos con
las blancas que recogía para el ciego; y acaba
dejándonos con la impresión -o fingiendo creer que
nos deja con la impresión- de que tales manejos no eran a su
vez 'sisa y hurto', sino una frecuentísima operación
crediticia, discutible a ciertos propósitos, sí, pero
en definitiva no condenable en derecho. Lazarus vindicatus.
No de otro modo se
enfrenta con «el caso»
cuyo
relato le han pedido: con la técnica de decir y no decir, de
delatarse sin delatarse. El pregonero se apresta a referir «muy por extenso»
qué hay de
verdad en los rumores sobre si su mujer y el Arcipreste... A
continuación narra las experiencias y los episodios de su
vida que mejor explican el comportamiento que las «malas lenguas»
le atribuyen en
relación con «el caso»
.
Pero, llegado el momento, se pone serio -o pretende que se pone
serio- para desmentir los «dichos»
acusadores, negándose
a sacar a colación «nada de
aquello»
o, en última instancia,
presentándolo de forma que tampoco ahora se ofrezca como
materia de delito: el delito, específicamente, de «los maridos que por precio consintieren que sus
mujeres sean malas de su cuerpo o de cualquier manera las indujeren
o trajeren a ello»
220.
Esa técnica
de mostrar ocultando se apoya en buena medida en las jergas y en
las citas; y unas y otras comportan a menudo una sutil manera de
parangón. Al lector no se le escapa que Tomé
González robaba trigo en la aceña y fue castigado en
consecuencia (pág. 14). Pero su hijo solo admite que algunos
le «achacaron ... ciertas
sangrías mal hechas en los costales de los que allí a
moler venían»
, como a un cirujano a quien le
fracasa una intervención, y que «padesció persecución por
justicia»
, como los «bienaventurados»
que poseerán
el reino de los cielos (Mateo, V, 10). El fragmento que hemos
analizado combina la jerga y la cita jurídicas221
y establece uno de los envenenados parangones tan gratos al
narrador. Pues, a la postre, ¿por dónde van los
tiros? ¿Lazarillo procede como un «cambiador»,
los cambiadores proceden como Lazarillo, todos actúan por un
igual? Los profesionales espulgaban las costuras de leyes y
cánones para justificar el negocio de los
cambios222;
al imitarles Lázaro, ¿se disculpa a sí mismo o
les inculpa a ellos? Las medias blancas que hacían posible
su modesta rapiña las allegaba el destrón a fuerza de
«sisar y hurtar»
; el capital
con que traficaban los cambiadores ¿tenía
orígenes más honrados? Son preguntas que
Lázaro sugiere y, claro, deja sin contestar. Como tantas
otras, desde el Prólogo, cuando no sabemos si «la honra»
y la —112→
«alabanza»
que dice
esperar el pregonero son tan nobles como las de «el soldado que es primero del
escala»
, o bien si «en las
artes y letras»
, cual en la milicia o en la
predicación, no se logran «honra»
y «alabanza»
más valiosas que las
del criado del Arcipreste223.
Al examinar el
donaire sobre la blanca «aniquilada en
la mitad del justo precio»
, quizá se nos haya
antojado instructivo advertir que la frase de apariencia casi
inocuamente abstracta contiene en realidad una referencia bien
concreta (tanto, que puede asignarse a un período de apenas
un par de años) a prácticas y doctrinas que agitaban
a los españoles de hacia 1552. Como sea, sin duda nos
habrá vuelto a asombrar el ingenio del autor, la capacidad
de concentración lingüística e intelectual que
le permite abrir en cuatro palabras un mundo de resonancias
chistosas y horizontes (relativamente) serios, de opiniones
sociales y morales, hechos y actitudes, que se cruzan en un
deslumbrante zigzagueo de posibilidades de interpretación.
No menos debe habernos admirado comprobar con qué limpieza
responde el pasaje a las mismas líneas de fuerza que
determinan elementos esenciales en la composición, el estilo
y el pensamiento del Lazarillo todo. Son, diría yo,
apreciaciones estrictamente literarias. Pero no olvidemos que no
las hemos conseguido gracias a ningún tratado de
crítica o de teoría de la literatura, sino con el
Comentario resolutorio de cambios y con Carlos V y sus
banqueros.