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«El deseo de alabanza»102


A Aristide Rumeau

Cual en tantas epístolas y epistolarios, de la Antigüedad al Renacimiento, Lázaro de Tormes, pregonero de Toledo, atiende a explicar por qué se convierte en pública una carta compuesta «para uno solo». Lázaro, en efecto, escribe a instancia de «Vuestra Merced» -el escurridizo amigo de Arcipreste de Sant   —58→   Salvador-, para satisfacer la particular curiosidad de «Vuestra Merced» sobre «el caso». Pero, si tratar específicamente de «el caso» no impide (antes aconseja) referir otros asuntos convergentes, dirigirse a «Vuestra Merced» no excluye que «cosas tan señaladas» como las peripecias de Lázaro lleguen secundariamente «a noticia de muchos»: «desta nonada... no me pesará que hayan parte... todos los que en ella algún gusto hallaren...»103. Un motivo importante contribuyó a recomendar «que a todos se comunicase» el libro: «el deseo de alabanza», la aspiración a «la honra» aneja a las «letras». Cierto, «porque, si así no fuese, muy pocos escribirían para uno solo» (y a Lázaro correspondía en principio escribir para solo «Vuestra Merced»), «pues no se hace sin trabajo, y quieren, ya que lo pasan, ser recompensados no con dineros, mas con que vean y lean sus obras y, si hay de qué, se las alaben. Y a este propósito dice Tulio: la honra cría las artes».

En el Prólogo se extrema una de las técnicas esenciales del Lazarillo: ofrecer primero unos elementos con apariencias de autonomía, de valor propio; y mostrarlos luego subordinados a un diseño mayor, mudándolos de sentido, merced a la introducción de nuevos datos. Por otro lado, varias, complejas razones justifican a lo largo de la novela que exista y se divulgue la autobiografía del pregonero. El prefacio aduce bastantes y sienta las premisas de las demás. Resulta imposible, por ende, dar   —59→   cuenta de una de ellas, en el Prólogo, sin recorrer a la vez todos los trenzadísimos hilos que tejen el conjunto del relato. Mas una perspectiva meramente instrumental, ancilar, tolerará aquí unas observaciones sobre «el deseo de alabanza» explayado en el preludio en tanto impulsor de La vida de Lazarillo de Tormes, a conciencia de que son únicamente materiales preparatorios al comento exhaustivo que todavía reclama el prefacio de la obra104.

Está claro, verbigracia, que «el deseo de alabanza» confesado en el Prólogo se interpreta muy diversamente cuando el lector se enfrenta desprevenido con la narración y cuando lo recuerda al final, conociendo ya a Lázaro como protagonista de «el caso»; cuando advierte que el autor real no puede confundirse con el autor ficticio y cuando aprende a preguntarse en qué medida o por qué caminos concuerdan las palabras del autor ficticio con las ideas del autor real. Por lo menos, no cabe dudar que «el deseo de alabanza» (amén de engarzarse con muchos otros factores) forma un sistema de singular relieve con ciertos ingredientes del preámbulo. Lázaro escribe por ganar «alabanza» (no pensemos ahora de dónde habrá de venirle), «y también porque consideren los que heredaron nobles estados cuán poco se les debe, pues Fortuna fue con ellos parcial, y cuánto más hicieron los que, siéndoles contraria, con fuerza y maña remando salieron a buen puerto». Una paráfrasis de tal declaración -que cierra el Prólogo- se encuentra cercana en el Tractado Primero: «Huelgo de contar a Vuestra Merced estas niñerías, para mostrar cuánta virtud sea saber los hombres subir siendo bajos, y dejarse bajar siendo altos cuánto vicio». Y el libro concluye con la corroboración del axioma al presentar a Lázaro «en la cumbre de toda buena fortuna»: en la circunstancia («el caso»)   —60→   cuya elucidación («porque se tenga entera noticia de mi persona») va a procurarle «alabanza».

Cualquier contemporáneo discretamente instruido traduciría en seguida ese planteo a términos entonces muy familiares: con la virtud, el hombre vence a la fortuna y conquista la gloria105. Los miembros del teorema se habían contrastado especialmente de dos en dos (sobre todo careando virtud con gloria)106. Pero el locus classicus de pareja formulación ternaria fue verosímilmente la reflexión preliminar al Bellum Iugurthinum, I, 1-3: «Falso queritur de natura sua genus humanum, quod imbecilla atque aevi brevis forte potius quam virtute regatur. Nam contra reputando neque maius aliud neque praestabilius invenias magisque naturae industriam hominum quam vim aut tempus deesse. Sed dux atque imperator vitae mortalium animus est. Qui ubi ad gloriam virtutis via grassatur, abunde pollens potensque et clarus est neque fortuna eget, quippe probitatem, industriam aliasque artis bonas neque dare neque eripere cuiquam potest». Por supuesto, no faltaron otras versiones memorables de nuestro concepto107, ni aun desarrollos de excepcional relevancia en la cultura renacentista108, de suerte que hacia 1550 la noción y las imágenes conexas109   —61→   eran patrimonio común, bienes mostrencos. Sin embargo, y aunque en rigor no cabe hablar de «fuente», el Lazarillo se mantiene harto fiel al pasaje de Salustio: notablemente, porque mientras la «virtud» mencionada en el Tractado Primero equivale a la «fuerza y maña» del Prólogo, el Bellum Iugurthinum acota el ámbito de «virtus» por referencia a «industria» y «vis», al ánimo «pollens potensque».

«Honra» o «alabanza» (trasunto de la gloria, proverbialmente definida como «consentiens laus bonorum», «frequens de aliquo fama cum laude»)110, «fortuna», «virtud»... No cabe indagar ahora todas las implicaciones de esa tríada en el Lazarillo. La tradición retórica, verbigracia, apenas distinguía el recurso a la primera persona del elogio de sí mismo o la exculpación frente a la calumnia111. No por azar el pregonero redacta indisolublemente una autobiografía y una apologia pro vita sua112, para defenderse   —62→   de la infamia que hacen correr los rumores sobre «el caso». No por azar se precia de «virtud», pues, cuando se trataba de hacerla notoria a la posteridad (porque no se enterrara «en la sepultura del olvido»)113, los retores autorizaban el empleo del yo: «Clarorum virorum facta moresque posteris tradere... usitatum... quotiens magna aliqua ac nobilis virtus vicit ac supergressa est vitium... Ac plerique suam ipsi vitam narrare fiduciam potius morum quam adrogantian arbitrati sunt» (Tácito, Agricola, 1, 3)114.

Desde luego, la tríada en cuestión estuvo siempre más vigente para los triunfos de la espada que para los logros de la pluma, pero también fue usual aplicarla a cotejar los unos y los otros. La comparación ocurre en el locus classicus de Salustio (I-IV)115 y no se descuida en el Lazarillo, donde el ejemplo del «deseo de alabanza» en «el soldado» empuja a precisar: «en las artes y letras es lo mesmo». El pregonero alega ahí el «honos alit artes» de las Tusculanas, I, II, 4; mas la huella de Tulio, creo, no se agota con eso. A Cicerón se remonta, en efecto, el texto canónico en torno a la gloria como estímulo de guerreros y escritores, donde el approach general, además, no estorba a marcar el acento en el dominio de la literatura: la Oratio pro Archia poeta. Y estimo que en las consideraciones de Lázaro sobre «el deseo de alabanza» se oye el eco de los párrafos del Pro Archia que encarecen el «studium laudis». Valga releer al español y al romano116:

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Porque, si así no fuese, muy pocos escribirían para uno solo, pues no se hace sin trabajo, y quieren, ya que lo pasan, ser recompensados, no con dinero, mas con que vean y lean sus obras y, si hay de qué, se las alaben...

¿Quién piensa que el soldado que es primero del escala tiene más aborrescido el vivir? No, por cierto; mas el deseo de alabanza le hace ponerse al peligro; y, así, en las artes y letras es lo mesmo... Y todo va desta manera.

Nullam enim virtus aliam mercedem laborum periculorumque desiderat praeter hanc laudis et gloriae; qua quidem detracta, iudices, quid est quod... tantis nos in laboribus exerceamus?... iis certe qui de vita gloriae causa dimicant hoc maximum et periculorum incitamentum est et laborum... Trahimur omnes studio laudis...

(XI, 28; X, 23; XI, 26).

Salustio y Cicerón, pues, prestan un decisivo marco teórico al Lazarillo, ya directamente, ya a través de cualquiera de las innumerables cavilaciones que promovieron, mayormente en los siglos XV y XVI, en ensayos y discursos a propósito de la gloria. Cosa regular en ellos, a menudo a zaga del Bellum Catilinae, fue aducir ilustraciones y testimonios históricos similares al caso del «soldado» a quien «el deseo de alabanza le hace ponerse al peligro» de ser «primero del escala». Decenas y decenas de anécdotas de ese corte -antiguas, medievales y recientes, hispanas y no hispanas- cuenta con elegancia Juan Ginés de Sepúlveda, en el diálogo Gonsalvus o De appetenda gloria (1523, 1541)117, abundante en rastros de las discusiones que los humanistas italianos habían trabado respecto a la fama. No eran extraños esos debates al protonotario Juan de Lucena, cuyo Tractado de los gualardones (entre 1482 y 1492) se abre al hilo del Pro Archia y en curiosa coincidencia con el Lazarillo: «Commo quier que la vertud por sý mesma es de querer, porque allende de ylustrar los varones trae consigo una tal delectación que harta los ánimos que la resciben, mucho más, pero, es de amar por el premio que se espera por ella. Nazce della la gloria y de la gloria nazce ella. ¿Quién de vosotros, cavalleros militares, nobles varones,   —64→   con tanto peligro a tantas afruentas se parasse, sy no esperase de su vertud otro fruto que la sola delectación de aquellas trae consigo?...118 ¿Quién arrimaría a los altos muros las escalas, quién subyría el primero por ellas no esperando la gloria del premio? Ninguno, por cierto»119. Nos hallamos cerca del Lazarillo, no (tampoco ahora) frente a una «fuente» del Lazarillo (atribuyo al azar y a la retórica la concordancia final en la negación reforzada con un «por cierto»). En dominios entonces tan trillados, no confío sino en detectar tradiciones: baste registrar que en una se alínea la figura del «soldado que es primero del escala» por ambición de gloria; figura, por lo demás, que si se admiraba en el Libro de Alexandre (2222 sigs.) o en el Tirant lo Blanc (CLXI), digamos, no menos impresionaría a los lectores del Lazarillo capaces de reconocerla en el heroico Garcilaso de la Vega lanzado a la muerte en el asalto de Fréjus.

A otra tradición nos arrima la viñeta contigua a la del «soldado» e igualmente enderezada a demostrar que «la honra cría las artes»: «Predica muy bien el presentado, y es hombre que desea mucho el provecho de las ánimas; mas pregunten a su merced si le pesa cuando le dicen: "¡Oh qué maravillosamente lo ha hecho Vuestra Reverencia!"». De las meditaciones clásicas y renacentistas sobre la gloria pasamos a las aulas de la clerecía medieval. En ellas se nutre el motivo, efectivamente. El cuarto   —65→   libro De doctrina Christiana, «à la différence des trois premiers, s'adresse, sinon exclusivament, du moins avant tout aux ecclésiastiques pour qui l'enseignement religieux est un devoir d'état»120, y define el espíritu (ya que no la forma) de la homilética posterior. San Agustín precave ahí incansablemente contra la tentación de frui en vez de uti el sermón, de entregarse el oyente al mero deleite de las palabras y ceder el orador a la jactancia del éxito, aun cuando legítimamente obtenido.

Pues bien, las enseñanzas agustinianas consolidaron en la teoría medieval de la predicación una advertencia unánime: «statuat [praedicator] sibi rectum finem sermonis, ne videlicet ad sui ostentationem praedicet, sed ad Dei laudem et proximi aedificationem. Declinet inanem gloriam, quae ex bonis operibus solet nasci, et maxime se ingerit importune hiis quae fiunt in publico, in presentia multorum...»121. A la cita de Tomás Waleys, añadiré únicamente otra de un ars praedicandi español, de Francesc Eiximenis: «omnis vanagloria a te abscedat, ne regni eterni meritum perdas propter vanam mundi auram. Si de tuo sermone percipis laudandum ab aliquo, subito muta materiam vel ab eo recede; vana enim gloria serpens est callidissimus qui subito et dulciter intrat et nisi quis caveatur non recedit nisi mortaliter mordeat...»122.

La llamada de atención contra la vanagloria del predicador, por ende, debió difundirse a partir de seminarios y casas eclesiásticas, donde entraría en la instrucción elemental de curas y frailes. Un «moralista erasmiano»123 cual Antonio de Torquemada la hace oír en el más serio y religioso de los Coloquios satíricos (1553): «Puede tanto y tiene tan grandes fuerzas esta red del demonio, que a los predicadores que están en los púlpitos dando voces contra los vicios no perdona este vicio de la honra y vanagloria,   —66→   cuando ven que son con atención oídos y de mucha gente seguidos y alabados de lo que dicen, y así se están vanagloriando entre sí mesmos con el contento que reciben de pensar que aciertan en el saber predicar»124; y Teresa de Jesús incide en el tema de manera tan afín al Lazarillo, que o bien lo recuerda o bien la santa y el pícaro dependen de una misma acuñación del tópos: «Predica uno un sermón con intento de aprovechar las almas, mas no está tan desasido de provechos humanos, que no lleva alguna pretensión de contentar, o por ganar honra u crédito, o que si está puesto a llevar alguna canongía por predicar bien»125 (no se descuide que el «presentado» es el propuesto «para una dignidad o empleo eclesiástico»)126.

Lázaro ejemplifica cuánto puede «el deseo de alabanza» con un tercero y último caso (aparte el propio): «Justó muy ruinmente el señor don Fulano, y dio el sayete de armas al truhán porque le loaba de haber llevado muy buenas lanzas: ¿qué hiciera si fuera verdad?». El uso de recompensar en el pronto a bufones y juglares con alguna de las prendas que se llevan vestidas es familiar a los historiadores de la literatura. Mas no se ha atendido a un dato harto significativo para el Lazarillo: la ética cristiana se detuvo a reprobar y aun a ridiculizar tal proceder y la fama vacía que con él se ganaba. San Agustín brinda un testimonio fecundo en extremo, en contexto de excepcional interés para nuestra novela: «Est autem etiam falsa gloria, quando laudantes errore falluntur, sive in rebus, sive in hominibus, sive in utrisque. Nam in rebus falluntur, quando putant id bonum esse quod malum est; in hominibus autem, quando putant eum bonum esse qui malus est; in utrisque vero, quando et id quod est   —67→   vitium, virtus putatur; et ipse qui propte hoc laudatur, non habet quod potatur, sive sit bonus, sive sit malus. Donare quippe res suas histrionibus, vitium est immane, non virtus; et scitis de talibus quam sit frequens fama cum laude...» (In Iohannis Evangelium, C, 2). Pero los casuistas medievales nos aproximan todavía más a la escena caricaturizada en el Lazarillo. Así la popularísima y exhaustiva Summa de vitiis, de Guillermo Peraldo, óptimo espejo de la tradición al mediar el siglo XIII: «[alia] fatuitas est [in vane gloriosis], quod ipsi volunt se regere secundum verba eorum quos sciunt fatuos esse, scilicet histrionum et aliarum vilium personarum... Amator vanae gloriae de ribaldo uno iudicem suum facit, et gloria quae ab eo est, gloriae Dei praeponit... In potestate etiam est histrionum. Fingunt enim eum talem qualem volunt; quandoque enim adnihilant eum, quandoque magnificant: servus etiam est eorundem, ita ut det eis censum, veteres vestes super se et redimat se ab eis» (VI, III, 39; ed. Lyon, 1555, págs. 480-481). Peraldo, naturalmente, contrapone esa necia elación a la única gloria auténtica: la «gloria Dei». Como a la «falsa gloria», al vicio disfrazado de virtud, San Agustín contrapone la «vera gloria», la «fama cum laude» recibida «per Deum et propter Deum» (ibid.)127. Pues no diversa tesitura asume Lazarillo en la sola ocasión en que enuncia doctrina sin sombra de ambigüedad128, y justamente para echar luz sobre uno de los momentos que con mayor inmediatez responde a los planteos del Prólogo respecto al «deseo de alabanza»: «¡Oh, Señor, y cuantos de aquestos [presuntuosos como el escudero] debéis Vós tener por el mundo derramados, que padescen por la negra que llaman honra lo que por Vós no sufrirán!».

No voy a perseguir aquí ni esa ni tantas otras resonancias del «deseo de alabanza» discantado en el umbral de la novela: la polisemia esencial del Lazarillo me obligaría a una demora que no puedo permitirme. Con todo, quizá sea lícito dar réplica a tal   —68→   polisemia formulando y dejando en el aire alguna de las preguntas que suscita. Verbigracia: la graduación de las figuras alegadas para ilustrar que «la honra cría las artes» nos conduce de lo sublime a lo ridículo, del «soldado» al «señor don Fulano» y, principalmente, al mismo Lázaro, protagonista de un «caso de honra»129. ¿Hemos de inferir que el autor real concebía la «honra» del pregonero como una versión degradada de la buena gloria del «soldado»? O, por el contrario, ¿insinuaba que la «honra» del «soldado» no era más valiosa que la de Lázaro? Hay razones para inclinarse por ambas posibilidades (no seré yo quien arriesgue ahora una solución) y también para pensar que quien opte por la segunda tendrá que arrostrar la objeción que apuntaba Juan Ginés de Sepúlveda: «Neque vero vos illud moveat, quod quidam auctores de contemnenda gloria scripserunt, nam et quosdam audio quartanae, alios adulterae Helenae, facetiores muscae laudes scripsisse»130. La objeción, en breve, de que una sátira de la gloria no podía ser sino una paradoja bienhumorada, aun si tal vez con ribetes de verdad. Precisamente para refutar a los que pretendían lucirse componiendo paradójicas invectivas contra la fama, Sepúlveda aduce al punto un argumento formidable, espigado en el Pro Archia caro a Lázaro: «Ad summam nihil est a communi hominum sensu tantum abhorrens, quod isti [auctores] suarum argutiarum praestigiis non persequantur. Sed qui de contemnenda gloria libros scripserunt, iis minime credendum est, quoniam iidem affectatione gloriae illis ipsis libris sua nomina adscribentes, insigni inconstantia fidem sibi derogarunt»131. Pero ¿no creeremos al autor del Lazarillo, que renunció a consignar su nombre en la portada?



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De mano (besada) y de lengua (suelta)


A Emilio Orozco Díaz,
in memoriam

Por más que en Toledo soplaran vientos malos, Lazarillo sacaba para ir mitigando el hambre del escudero, gracias a unas excepcionales dotes de mendigo, «como yo -aseguraba con satisfecha modestia- este oficio le hobiese mamado en la leche». No le dolía lacerar por el amo pobre, sabiendo que «nadie da lo que no tiene»; pero esa misma reflexión lo incitaba a execrar al «avariento ciego» y al «mezquino clérigo» que tantos ayunos le infligieron, «con dárselo Dios a ambos, al uno de mano besada y al otro de lengua suelta». Hay aquí algo más que unas alusiones al proverbial besa mano y daca pan y a la palabrería del rezador, adivino y curandero farsante. Cuando menos desde los Padres latinos, era costumbre distinguir tres especies de munera -lícitos o, con mayor frecuencia, ilícitos-, según la remuneración o recompensa consistiera en dinero (o cosa pignorable), en alabanzas o en prebendas, favores, servicios: munus a manu, munus a lingua, munus ab obsequio. Difundida por Gregorio el Grande, tal clasificación fue aceptada por la Glossa ordinaria (sobre Isaías, XXXIII, 15), el Decretum (II, c. I, q. i, c. 114), la Summa theologica (II-II, q. 78, a. 2), y, con el aval de tamaños padrinos, se convirtió en punto de referencia ineludible para moralistas, canonistas y toda laya de autores bienpensantes. No siempre, sin embargo, se mantuvo el rigor del esquema: el munus ab obsequio, menos nítido, hubo de competir con otros ítem   —70→   que aspiraban a desplazarlo (verbigracia, el munus ab officio introducido por el Pseudo Beda, In psalmorum libros exegesis, XXV); e incluso, en la polvareda de semejante refriega, llegó a perderse el tercer casillero de los munera. Ocurrió ya en el mismo inventor de la tríada: en el locus classicus de las cuarenta Homiliae in Evangelia (I, IV, 4), San Gregorio bautizaba e ilustraba los munera como a manu, a lingua y ab obsequio, pero en los Moralia el munus ab obsequio quedaba primero sustituido por el munus a corde (IX, XXXIX, 53), y, luego (XII, LIV, 62-63), uno y otro se olvidaban a beneficio del simple par munus a manu / munus a lingua. Tengo por no dudoso que el Lazarillo (cuyo prólogo insiste en algunas consideraciones habituales en los tratadistas al discurrir sobre el munus a lingua) juega en el pasaje citado con esos dos elementos más memorables: la dualidad de munera a manu y a lingua se evoca diáfanamente, al tiempo que con una pirueta -merced a la transposición operada por los dos participios- se la refiere no al modo de recibir, sino a la forma de ganar los munera. Pero además me pregunto si el contexto inmediato -centrado en la paradoja de que el criado mantenga al señor, y gracias al «oficio» del pordioseo- no implica que el servicio que Lázaro -con subrayada recompensa a corde- le presta al hidalgo hace de este el receptor de un munus ab obsequio o ab officio. Por ende, los tres primeros amos de Lázaro ilustrarían la terna tradicional de los munera. No me divierte ahora entrar en la cuestión de si esa pauta trífida es factor estructural en el conjunto de la novela, ni en qué medida el recurso a ella arrimaría el libro a ciertas modalidades de la sátira medieval.



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Otros seis autores para el Lazarillo


A Raymond S. Willis

En la Loa por papeles de Francisco de Avellaneda, hacia 1657 (digo yo, no demasiado a bulto), cuando Cosme Pérez estaba tan vejancón que apenas tenía ánimos para representar (ni maldita falta le hacía: «solo con salir a las tablas y sin hablar -era sabido- provocaba a risa»), le correspondió en el reparto, lisa y llanamente, «un papel en blanco: / ¡lo que tiene que estudiar!» (Verdores del Parnaso, Madrid, 1668 [ejemplar de Eugenio Asensio], págs. 25-26). Manuela [¿Escamilla?] le invitaba a usar el papel «por antojos» y limitarse a ir tras ella: «Sígame a mí, pues que saben / que soy su Lázaro ya». Cogiendo al vuelo el nombre del destrón y tal vez al arrimo de alguna facecia conocida, Francisca Verdugo disculpaba ante el Rey el silencio del popularísimo «Juan Rana» alegando las prisas de la compañía (probablemente de veras forzada a prepararse en «una noche» y a recitar la loa «con papeles en las manos»), amén de notar que incluso el libro de Lazarillo -una fábula tan chica y tan ruín, entendemos- pidió más sosiego y colaboración:


No ignoro que Vos sabéis,
puesto que nada ignoráis,
que al Lazarillo de Tormes
seis mozos, sin más ni más,
escribieron en dos días,
que esta es la cuenta cabal.



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Tal atribución a una cofradía de pícaros es, si no me engaño, la tercera que en el tiempo se hizo del Lazarillo. La cuarta, en la Inglaterra del Setecientos (y supongo que no solo por regocijo, sino bajo la fascinación de un párrafo de Valerio Andrés Taxandro), adscribió la novela a un conciliábulo de obispos en viaje a Trento (apud A. Morel-Fatio, Études sur l'Espagne, I, París, 1888, pág. 165). Después han venido muchas otras atribuciones. Pero me temo que progresivamente menos verosímiles.



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Nuevos apuntes sobre la carta de Lázaro


A Fernando Lastro

Querido amigo: Me atrevo a pensar que la nonada aneja no está compuesta meramente por cascotes de desecho. 132 Pero, aun si lo estuviera, me basta y me sobra con la certeza de que ha de valer como lectura grata «para uno solo»: para quien -desde Salamanca- tan diestramente nos ha guiado a todos por los caminos que van a dar en la primera novela de la Europa moderna. No diré, sin embargo, que estos apuntes menudos no contengan «alguna cosa buena», ya que no nueva, y digna de venir «a noticia de muchos»: la convicción de que las estructuras formales únicamente tienen sentido si también se perciben como datos históricos; de que la obra literaria es tal -inseparablemente- en sí y fuera de sí, en el texto y en el tiempo.

A mis mocedades voy. «El núcleo del Lazarillo -proponía yo entonces- está en su final: a 'el caso', acaecido en último lugar y motivo de la redacción de la obra, han ido agregándose los restantes elementos -preludios e ilustraciones- hasta formar el todo de la novela». Unos años después, me pareció conveniente   —74→   precisar que «no cada brizna de información sobre la prehistoria de Lázaro se deja entender directamente en relación con su desairado presente de marido postizo; pero sí se subordinan a él todas las células narrativas que fijan la estructura del conjunto, todos los hilos que determinan el dibujo del tapiz»133. En ninguna de las dos ocasiones subrayé debidamente que la atención al caso podía servir como piedra de toque para discernir en el arte del Lazarillo otros matices del modo en que supera los materiales del folclore y la tradición de la novella que lo inspiran en varios momentos. Por ejemplo, en los estudios recientes sobre el trasfondo folclórico del Lazarillo134, no se ha reparado en que el matrimonio del pregonero, en Toledo, con una mujer que «había parido tres veces» (133) quizá anduvo prefigurado en proverbios. Gonzalo Correas, en efecto, recoge un refrán notablemente acorde con la experiencia de Lázaro: «En Toledo, no te cases, compañero: no te darán casa ni viña, mas darte han mujer preñada o parida»135. Por otro lado, las figuras   —75→   de marido, mujer y amante forman el reparto por excelencia, el 'triángulo' arquetípico, de la novella italiana (y aun del exemplum y el fabliau que le preparan el camino)136.

De haber seguido las huellas del folclore y de la novella, ¡qué chistes de cornudos (como en la interpolación de Alcalá; véase NPPV, pág. 33, nota 29), qué tretas y trotes, qué escondites y lances picantes podía amontonar el anónimo autor! Pero, bien al contrario, la eficacia del relato está en la contención del tono y en la sobriedad de la acción. En el tono, digo, de sosiego con una chispa de irritación (donde no se sabe si Lázaro finge el sosiego o finge la irritación), y en la acción reducida más bien a actitud. Pues en el capítulo del caso, por no haber, no hay siquiera una trama o anécdota propiamente dichas. Lázaro nos presenta -«el engaño a los ojos»- lugares, personas, hechos cotidianos. Estamos ya esperando la argucia o el incidente curioso, y... no pasa nada. O, mejor dicho, no pasa nada superficialmente, no hay una intriga externa capaz de encandilar al hipotético lector que hubiera empezado el libro por el desenlace. Por debajo de esa falta de acción, sin embargo, sí pasa -ha pasado- toda la prehistoria de Lázaro, con las «fortunas y adversidades» que han hecho al pregonero como es. No hay acción, entonces, sino contemplación de un personaje, de una actitud. Esa versión del caso, tan diametralmente opuesta a las mañas de la novella, era hacia 1550 una proeza absoluta en la historia de la novela.

Por ello mismo me sorprende que estudioso tan inteligente como Gonzalo Sobejano eche en falta al final del libro las «chanzas que tan oportunas hubieran sido para entretener» a Vuestra Merced137. Pocas chanzas podía permitirse Lázaro a propósito   —76→   del caso sin que se le derrumbara la excusa para escribir cuantas lo preceden y hacen comprensible (porque la espléndida ironía -no mera chanza- es que niegue de pe a pa las acusaciones de las «malas lenguas», y nosotros, instruidos por sus andanzas previas, sepamos perfectamente a qué atenernos)138. Ese posible desenfoque ocasional viene de la duda que hace preguntarse a mi admirado amigo Sobejano si «la información pedida a Lazarillo» por Vuestra Merced no tendría por objeto el entero «proceso de sus cambios de fortuna», en vez del ménage à trois del último capítulo. Pero pienso que aquí nos cabe alcanzar la suficiente certeza. Porque no es aceptable que «el caso» signifique en el Prólogo «'cómo llegó Lazarillo, de mozo de ciego, a posesor de un oficio real', o sea, cuál fue el proceso de su fuerza y maña»139. No, Vuestra Merced no le pide a Lázaro que le cuente toda su vida: menciona específicamente «el caso», un suceso o situación en concreto. Las razones que hace años aduje en ese sentido, ceñidas a los elementos formales y a los datos explícitos de la propia novela140, pueden integrarse con algunos indicios   —77→   tomados de su contexto cultural y que además nos ayudan a entender otros aspectos del Lazarillo.

Así, está claro que el Lazarillo se arrima a los buenos antecedentes de la tradición que yo ilustraba -para el Renacimiento- con el par de ejemplos de Petrarca y el doctor Villalobos141: la tradición de la autobiografía en forma de carta. Pero Vuestra Merced no podía reclamar una carta de esa especie elevada y relativamente inusual, sino del tipo corriente y moliente, ayer como hoy. Si las cartas se han escrito siempre, por regla, para obtener o dar nuevas, noticias frescas, en la España del siglo XVI las nuevas a menudo consistían simplemente en hacer pública una carta142, y era normal tratar de «caso», sin más, al tema central   —78→   de una carta noticiera: por ejemplo, una «epístola o breve compendio» dirigió a los Reyes el deán Diego de Muros «sobre el caso acaescido» cuando la vida de don Fernando peligró en el atentado de 1492143, o por «cartas enviadas» de Italia, hacia 1516, se difundió la «relación de dos casos nuevamente acaescidos» allí144. E incluso ocurría que para hacer inteligible el tema central de una de esas cartas noticieras había que resumir primero la biografía del protagonista: como en la carta que, antes de relatar la muerte del Canciller, se sentía obligada a explicar «quién fue el maestro [Tomás] Moro» y cómo era «natural de Londres, de honrado linaje», etc.145

No nos detengamos demasiado, sin embargo, en esas cartas de «casos» o 'noticias'. La función que Lázaro asigna al caso dentro de la estructura de su obra se observa mejor a la luz de la doctrina literaria de la época. En la preceptiva antigua y renacentista, el núcleo de los varios linajes de epístola informativa era, lógicamente, la narratio: la exposición clara y sucinta de un hecho de contornos bien nítidos, ya fuera efectivamente «acaescido», ya imaginado en términos verosímiles146. Y, al analizar las   —79→   partes «convenientes y necesarias en las mesmas cartas», en 1552, Antonio de Torquemada definía: «La narración es lo que acá comúnmente los canonistas y legistas (y aun los teólogos) llaman 'caso'; y, así, cuando quieren contar alguna cosa, para venir a la determinación della dicen 'el caso es éste', y con esto van narrando o contando lo que ha sucedido o lo que sucede de presente, ora sea verdadero, ora sea falso como si fuese verdadero»147.

En el Prólogo del Lazarillo, pues, la mención de el caso puede remitirnos simultáneamente a la narratio de la retórica epistolar y al ámbito del discurso jurídico, del genus iudiciale. Ahora bien, puesto que la narratio debía ser «brevis ac dilucida», no ha de extrañar (aunque haya extrañado) que el pregonero únicamente dedique a el caso «dos páginas, reticentes y sin detenerse en chanzas». Pero, además, entendido como narratio, el caso planteaba inmediatamente la cuestión del ordo. La norma general era comenzar la narratio por donde fuera estrictamente imprescindible para emitir un fallo al respecto, y no tomar «el caso muy dende los primeros principios», «non ab ultimo initio»148. Claro que, si estaba en juego una reputación, era casi inevitable empezar a persona: por la presentación del protagonista (para elogio o escarnio, según quien fuera) y de sus circunstancias, cum suis accidentibus149. En este terreno se mueve Lázaro, y, como razona dentro de tales coordenadas, la alusión al caso (o narratio)   —80→   lo lleva a defender en seguida la conveniencia de «no tomalle por el medio, sino del principio, porque se tenga entera noticia de mi persona».

También aquí el pregonero se arrima a los buenos, y hasta a los óptimos. Pues el modelo supremo de la epistolografía clásica se hallaba, obviamente, en Platón, cuyas cartas el licenciado Manzanares o fray Antonio de Guevara -valgan solo dos nombres- ponían por delante de cualesquiera otras150. Y la séptima carta de Platón, la más celebrada y extensa (323 d-352 a), venía como anillo al dedo a los designios de Lázaro. Los partidarios de Dión, deseosos de resucitar los proyectos del malaventurado estadista, le habían enviado una carta a Platón ('Epestei/late/ moi...) pidiéndole ayuda «con hechos y con palabras»; y él les contestó que el asunto, digno de ser conocido por todos, merecía abordarse e/c a\rxh=j: «conabor autem -quoniam praesens tempus id poscit- rem omnem a principio vobis referre» (324 b)151. Por ahí, para elucidar la génesis de los ideales que había inculcado a Dión, el filósofo empieza la carta remontándose a su juventud y prosigue ateniéndose al hilo de la autobiografía, entrelazada con algunas digresiones teóricas. El ejemplo inicial de Sócrates y las vivencias tempranas en las que se forjó su propio pensamiento político, la estancia en Siracusa y el encuentro con Dión, el segundo y el tercer viaje a Sicilia, las desavenencias con Dionisio el mozo, la vuelta a Atenas y la última entrevista con Dión, en Olimpia, se nos aparecen en la carta como las principales experiencias que han conformado la actitud de Platón frente a los problemas de Sicilia. En la conclusión, desde luego, la condicional apenas vela la convicción de que la conducta del filósofo ha quedado justificada de sobras: «Quamobrem siqui quae nunc dixi probabiliora visa sunt ac sufficientes extitisse occasiones cur ita fieret videntur, satis quidem sufficienterque iam fuisse dictum putabimus».

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La séptima carta de Platón abre el cauce en cuyo flujo se animaba Lázaro a escribir la suya a Vuestra Merced contándole el caso a partir «del principio» y dando a los episodios autobiográficos anteriores al caso una (equívoca) resonancia de apología pro domo. Pero, con la perspectiva renacentista del arte epistolar, tampoco era superfluo considerar explícitamente -aunque se rechazara- la oportunidad de comenzar «del medio». Porque «Tulio» avalaba la pertinencia de responder así a una solicitud semejante a la de Vuestra Merced: el mismísimo Cicerón, interpelado por Ático respecto a su papel en un suceso muy discutido, no dudaba en contárselo procediendo al modo de Homero «e mediis vel ultimis»152.

Como sea, no debe escapársenos la travesura de Lázaro: a la pregunta sobre un episodio bien determinado en tiempo, lugar, protagonistas, contesta dibujando previamente una selección de estampas autobiográficas que contribuyen -al sesgo- a esclarecer su intervención en tal episodio. Vale decir: el caso es la narratio propiamente dicha, y las estampas autobiográficas constituyen el initium narrationis, un largo initium a persona amparado por el modelo de Platón -en primer término- y por una ilustre tradición epistolar153.

Los manuales en que esa tradición vino a compendiarse enseñaban a distinguir y cultivar numerosos genera epistolarum, pero no vacilarían en adjudicar las «fortunas y adversidades» de Lázaro, a grandes rasgos, a una de las categorías más conspicuas: la carta iocosa de se. En ella, el componente definitorio era   —82→   algún percance gracioso -y, si no verdadero, verosímil- sufrido por el autor de la carta, quien lo relataba a modo de primer acto de un asunto en el tratamiento de cuya segunda parte dejaba ya las bromas de lado154. Por ende, si leemos nuestra novela como epístola iocosa de se, las aventuras de Lázaro antes de la boda toledana se nos aparecen como la «res ridicula» que sirve de introducción a la «res seria» del caso, contado, en efecto, «sin detenerse en chanzas», «a talibus iocis subito rediens». Sin salirnos de ese marco, no obstante, siempre guiados por los manuales, caben todavía otras posibilidades; pues si marcamos el acento en la «res» supuestamente «seria» y no olvidamos la peculiaridad del caso voceado por las «malas lenguas» (132), el Lazarillo se nos convierte en muestra excelente de otra de las especies de carta reconocidas y reguladas por los manuales: la expurgativa, escrita en exculpación de una calumnia y perteneciente por ende al genus iudiciale155.

Es obvio que ambas clasificaciones no se excluían entre sí (nada más corriente que la epístola «ex duobus generibus mixta»)156 y que la carta del pregonero se puede entender a la vez como iocosa de se y como expurgativa. Lo importante es menos poner etiquetas que saber qué hay detrás de ellas. Y detrás de esas clasificaciones está la pedagogía del humanismo, de la que eran piezas esenciales la teoría y la práctica de la redacción epistolar157, y está una pléyade de hombres ejercitados, no ya en   —83→   leer, sino en componer misivas ficticias según la taxonomía de los manuales, los preceptos de la retórica y los ejemplos clásicos. Desde los alrededores de 1540, por otro lado, la simiente de la epistolografía humanística estaba dando un fruto riquísimo en romance: las lettere volgari, las carte messaggiere, se habían convertido en estupendos best-sellers y suscitaban tal fervor, que incluso quienes carecían de la educación adecuada se sentían tentados a cultivar el género (y para ellos hubo que pergeñar, así, elementales vademécum del «nuevo estillo»; véase nota 166).

El Lazarillo (por no decir Lázaro de Tormes) es testigo y parte en la irresistible ascensión de ese gusto. No por casualidad, en efecto, la princeps de la obra debió de aparecer en 1552 ó 1553, y las más tempranas ediciones conservadas datan de 1554158: son las fechas culminantes en la edad de oro de las cartas en lengua vernácula159. El volumen De le lettere di M. Pietro Aretino, en 1537160, rompió el hielo para una increíble inundación de productos afines, y hacia 1550 las colecciones epistolares -misceláneas o de un solo autor- se cuentan por docenas. «Ce sont grands imprimeurs de lettres que les Italiens. J'en ay, ce crois-je, cent divers volumes», se admiraba Montaigne (Essais,   —84→   I, XI). El público parecía no cansarse de consumir un epistolario tras otro: el ágil «autoritratto pubblicitario» y «memoria personale» que es la correspondencia (verdadera y falsa) publicada por el Aretino161 incitó a los editores a reunir en manejables libros de bolsillo las lettere volgari de otros «uomini» más o menos «illustri»; varios escritores de primera categoría quisieron competir con el «divinissimo messer Pietro», y muchos segundones avispados buscaron la popularidad y explotaron el filón económico de las carte messaggiere. Cuando a los poligrafi no les bastaban las confidencias, los chismes o las experiencias reales, no tenían empacho en distraer a los lectores dando en versión epistolar novelle, anécdotas, paradojas (véase nota 174) o beffe fabricadas ad hoc162. En cualquier caso, las misivas auténticas dieron fácil paso a las apócrifas y a las facete atribuidas a personajes enteramente inventados: los más humildes siervos de «la Serenissima» república de Venecia, en Andrea Calmo (1547, 1548, 1552)163; las «valorose donne» de Ortesio Lando (1548), que defendían su reputación de las maledicencias... del propio Lando164; o, en vena de soliloquio, «il mal maritato» grotesco de Cesare Rao (1562)165.

Italia y España constituían entonces un espacio cultural único. Aquí llegaban las messaggiere de allí, y además se les creaban o redescubrían análogos en castellano. No por otro motivo, las Letras de Hernando del Pulgar, tras cuatro lustros de olvido, se reimprimían en 1543 y, en seguida, en 1545 (y junto con los bocetos biográficos -nótese- de los Claros varones). Las Epístolas familiares (1539 y 1541) de Guevara no son en absoluto   —85→   ajenas al éxito espectacular del primer tomo del Aretino y a su vez, vueltas al toscano, revirtieron -contribuyendo a reorientarlo- al caudal originario de las lettere volgari. O fijémonos sólo en un dato capaz de ilustrar la repercusión social, cotidiana, del fenómeno literario: 1552, presumiblemente el año de la princeps del Lazarillo, es asimismo el año del Nuevo estilo de escribir cartas mensajeras, por Juan de Yciar; del Segundo libro de cartas mensajeras, por Gaspar de Texeda166; y de la redacción del Manual de escribientes (véase nota 147), por Antonio de Torquemada. En ese contexto, el disfraz de carta de nuestra novela está lleno de sentido. El Prólogo exhibe motivos tan típicos de la epistolografía romance consagrada en Italia (la compatibilidad de llegar «a noticia de muchos» y escribir «para uno solo», la confesión del «deseo de alabanza» y fama, la conciliación de un «deleite» literario y un «agrado» ideológico), que de por sí bastaría para situar la misiva de Lázaro a zaga de las messaggiere. Pero lo significativo no es el posible empleo de tal o cual tópico: en la coyuntura en que se forjó, el Lazarillo por fuerza se arropaba en la boga de las lettere volgari, como lectura y como práctica cada vez más difundida.

Dentro de la vasta tradición epistolar en que la obra se apoya «para hacerse identificable como entidad literaria» (NPPV, pág. 20), cumple distinguir, pues, especies y subespecies, modelos perennes y modas del momento. Cuanto más ampliemos la información al respecto, más oportunidades se nos ofrecerán de entender cabalmente el Lazarillo. Decía antes que la carta del pregonero podía clasificarse a la vez como iocosa y como expurgativa. La iocosa de los manuales humanísticos desemboca en las facete o graciosas en lengua vulgar. La expurgativa nos conduce a valorar mejor la desvergüenza de Lázaro al presentarse   —86→   ante el honrado lector. Hoy cuesta imaginar hasta qué extremo era escandaloso que un individuo de tan baja calaña osara tomar la pluma para dar «noticia de su persona». Pero téngase en cuenta que si en 1550 Carlos V dictó sus memorias (partiendo de la adolescencia y concentrándose en las campañas de 1544 a 1547), en 1552 le atemorizaba la idea de que tal proceder hubiera provocado la ira del Señor: «Y Dios sabe que [esta historia] no la hice con vanidad, y si della Él se tuvo por ofendido, mi ofensa fue más por ignorancia que por malicia. Por cosas semejantes Él se solía mucho enojar; no quería que por ésta lo hubiese hecho agora conmigo...»167. No solo la modestia cristiana y los miramientos sociales hubieran debido recomendar a Lázaro el silencio. También la retórica clásica desaconsejaba hablar de uno mismo, ni en bien ni en mal168, salvo por causas de mucha fuerza. Ya Dante formuló tersamente las dos principales: «l'una è quando sanza ragionare di sè grande infamia o pericolo non si puo cessare... L'altra [cagione] è quando per ragionare di sè grandissima utilitade ne segue altrui per via di dottrina; e questa ragione mosse Agostino ne le sue Confessioni a parlare di sè, che per lo processo della sua vita, lo quale fu di non buono in buono..., ne diede essemplo e dottrina...»169.   —87→   Nos consta que la carta expurgativa de Lázaro pretende -en teoría- salir al paso de la «grande infamia» que propalan los rumores en torno al caso. Pero no se nos escape que, simultáneamente -y no menos en teoría-, el pícaro quiere dar «essemplo e dottrina» con «lo processo della sua vita»: escribe para aclarar el caso desde las raíces «y también porque consideren los que heredaron nobles estados cuán poco se les debe, pues Fortuna fue con ellos parcial, y cuánto más hicieron los que, siéndoles contraria, con fuerza y maña remando salieron a buen puerto» (11). De hecho, los antiguos no sólo toleraban el énfasis en la primera persona, sino que hasta aplaudían el recurso a la autobiografía, siempre y cuando se tratara de hacer notorio a la posteridad cómo una «nobilis virtus» había llegado a triunfar sobre el «vitium»170. Conque no en balde Lázaro afirmaba que su «carrera» mostraría «cuánta virtud sea saber los hombres subir, siendo bajos, y dejarse bajar, siendo altos, cuánto vicio» (24).

La carta autobiográfica no ignoraba esos planteamientos. Interrogado sobre su origen y condición, el viejo Lapo da Castiglionchio refería su vida en una Epistola o sia ragionamento... a messer Bernardo suo figlio171, cuyo proemio se consagraba precisamente a rechazar las ideas convencionales en torno a la nobleza y a argüir que, más allá de los prejuicios comunes sobre la «nobiltà», existe la «chiarezza» que se gana a costa de mérito individual, de «fare bene». Y pues no podía decirse noble en el sentido corriente, Lapo, un 'hombre nuevo' de los que estaban labrando la grandeza de Florencia, reivindicaba en tono firme esa «chiarezza» de los hechos personales (aunque le dolía que las circunstancias no le hubieran permitido sobresalir «negli uffici temporali» de la ciudad), de una trayectoria de logros que le hacía enorgullecerse de ser «l'autore e il fondatore della [sua] generazione»,   —88→   títulos que no le corresponderían de haber nacido «di nobile schiatta». Pero no era necesario llegar a la autobiografía propiamente dicha: de Petrarca a Pietro Aretino y fray Antonio de Guevara, la mera publicación de un epistolario concebido como autorretrato intelectual equivalía a poner sobre la mesa el problema que discutía Lapo, cuando no a adoptar una actitud pareja a la suya. Así, el desafío a las jerarquías literarias medievales que implicaban las Letras de Fernando del Pulgar tenía por fundamento un desafío nada remiso a las jerarquías sociales. En vez de contemplar con alarma o escándalo cómo algunos «no... de linaje» conseguían «honras e oficios de gobernación» en Toledo -amonestaba Pulgar-, «deberían considerar los mayores que hobo comienzo su mayoría, e los menores, que la pueden haber». La prueba es que «fijos y decendientes de muchos reyes e notables homnes» andan por el mundo «obscuros e olvidados, por ser inhábiles e de baja condición», por abandonar «el camino de la clara virtud» e inclinarse «a los vicios e máculas del camino errado». Porque únicamente «la virtud... da la verdadera nobleza»172. Otro tanto aseguraba profesar Lázaro, tan orgulloso de su «oficio real» (128). No es raro, entonces, que el pregonero iniciara su libro con palabras e ideas singularmente afines a las que Pulgar utilizaba para satisfacer un requerimiento análogo al de Vuestra Merced173.

¡Diantre de Lázaro, y qué bien se le adivina! Para él, entroncar su carta con la tradición de Lapo da Castiglionchio o Fernando del Pulgar era fardarse de respetabilidad intelectual, vestirse de «hombre de bien» (127) en el territorio de la ideología.   —89→   Para él, digo, pues a la postre solo cuenta él. El pensamiento del autor anónimo no nos es dado conocerlo sino en la medida en que aceptemos identificarlo con ese mismo dejar en libertad a Lázaro, con ese respetar la verdad -tan relativa y cambiante como intransferible- de cada Lázaro. ¿Se reía el autor de la «verdadera nobleza» de Pulgar o de la «virtud» del pícaro? ¿O se sonreía, simplemente, con las dos? Por ahora, no nos queda otro remedio que interpretar su silencio como una pieza más en la caja china de la novela, en la impecable coherencia de todos sus factores174. Pero el juego de Lázaro es bastante menos   —90→   enigmático. De igual modo que se encaja «un sayo raído... y una capa que había sido frisada» (127), el pregonero, hecho escritor, saca del baratillo de la literatura formas, temas y doctrinas no por manoseados carentes de sentido, ni ineficaces por insólitos en quien los usa.

De la primera a la última página del Lazarillo175, una buena parte de esos materiales está tomada del repertorio de la epístola antigua y renacentista, ya en pequeños detalles, ya en aspectos esenciales. Con disfraz de carta (quizá el único género literario que no le estaba negado por la verosimilitud), en los días de auge de las lettere volgari, Lázaro puede echar mano de las dos razones que según los retores legitimaban el tratar «de semetipso» (véase nota 168): desmentir una «infamia» y dar «essemplo e dottrina» (nota 169). El Prólogo, al limitarse a evocarlo, sin más esclarecimientos, insinúa que el caso en cuestión va a relatarse con la misma voluntad de «essemplo» que se anuncia en la línea siguiente («porque consideren los que heredaron nobles estados...») y a la vuelta de unos pocos párrafos («mostrar cuánta virtud sea saber los hombres subir...»); sugiere que se ofrece «entera noticia» de Lázaro sólo para enseñar el triunfo de la «nobilis virtus», como en las autobiografías de los claros varones de la antigüedad (nota 170) o en las modernas autoafirmaciones epistolares de una valía no heredada (notas 171-173). En el   —91→   arranque, pues, la misiva parece haberse escrito exclusivamente para inculcar «essemplo e dottrina». Pero en el desenlace nos espera la sorpresa de descubrir que la causa profunda, el punto de partida y de llegada, era más bien el propósito de rechazar la «infamia» del caso.

O cuando menos eso jura Lázaro, le creamos o no176. De hecho, según la fe que le prestemos, la carta del pregonero, siendo siempre expurgativa, será más o menos iocosa de se. No es un distingo inútil, ni de mero interés erudito: porque componer una iocosa de se significa establecer entre sus elementos un tipo de relación -de la «res ridicula» a la «res seria» (nota 154)- que coincide con la que observamos en el Lazarillo. Por ahí, la tipología de la epístola renacentista nos confirma o nos ayuda a comprender la estructura de la novela. No de otro modo, cuando averiguamos que por «caso» puede entenderse la narratio de una carta (nota 147), se nos revela la visión del ordo retórico que anima tal estructura: empezar «del principio» y con una atención selectiva a ciertas circunstancias de la «persona» era introducir el caso mediante un extenso initium a persona, recurso particularmente grato al genus iudiciale (nota 155) y consagrado en la historia de la epístola nada menos que por Platón. Pero claro está que el problema del ordo ni siquiera se habría planteado si al preguntar a Lázaro por el caso se hubiera aludido, no a un episodio suficientemente delimitado, sino a todo «el proceso de sus cambios de fortuna» (nota 137).

El modelo de la carta de raigambre clásica nos proporciona todavía la clave para descifrar las últimas líneas del libro, cuyos pretéritos («fue», «estaba») han intrigado a la crítica: pues, sabiendo que esos pretéritos transparentan el 'pasado epistolar' latino   —92→   y por tanto, han de interpretarse como presentes177, comprobamos que el caso es simultáneo a la redacción de la obra, de suerte que en él, con él, se cierra el espacio novelable en la vida de Lázaro. Incluso semejante minucia nos instruye sobre el sentido del Lazarillo (reiterándonos, si falta hiciera, una lección básica: el contexto cultural es dato interno del texto artístico). El docto latinismo en el empleo de un tiempo verbal es recurso con numerosos análogos en la obra: consiste, en suma, en que un ínfimo pregonero eche mano de los más ilustres materiales literarios. Pero, a tal propósito, yo no hablaría tanto de parodia cuanto de rescate irónico. El autor parece apuntarnos que las formas, los temas y las doctrinas que Lázaro aprovecha no son más unívocos que el resto de su mundo: como todo en el mundo de los hombres, son ambiguos, polivalentes. El diseño de la carta autobiográfica, así, vale para Platón y vale para Lázaro: aunque no valga para lo mismo ni por igual camino. Sua cuique veritas. Es decir: según y como.

Scribebam Castri Octaviani VI Id. Apr. an. Domini 1981.



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Resolutorio de cambios de Lázaro de Tormes (hacia 1552)


A Francisco López Estrada

Nunca acabamos de leer el Lazarillo. Cada nueva lectura nos descubre que se nos habían escapado no ya matices, sino aspectos de primera importancia: no ya en los recovecos de la apreciación literaria, sino incluso en la letra gruesa del sentido literal. Tan vivo está el libro, que fácilmente nos arrastra el entusiasmo y nos despeñamos por el anacronismo: tendemos a comprender esta línea o aquella página de acuerdo con nuestra querencia moderna, no con las pautas del texto y del siglo XVI. Tan rico es, tan ágil polisemia lo inspira, que rara vez podemos estar seguros de haber seguido todas las vueltas y revueltas en el pensamiento del autor.

Creíamos entender, por ejemplo, cómo convertía Lázaro en medias blancas las blancas que le entregaban para el ciego:

Todo lo que podía sisar y hurtar traía [yo] en medias blancas, y cuando le mandaban rezar y le daban blancas, como él carecía de vista, no había el que se la daba amagado con ella, cuando yo la tenía lanzada en la boca, y la media aparejada, que, por presto que él echaba la mano, ya iba de mi cambio aniquilada en la mitad del justo precio.


(pág. 29)                


Pero Aristide Rumeau178 nos enseñó que no entendíamos de   —94→   la blanca la media y que la escena solo se nos aclara si la vemos con el trasfondo de los modos de decir y de hacer habituales en el siglo XVI. Porque apreciar la treta exige tener tan presentes las acciones descritas como las evocadas sin necesidad de mención expresa, percibir en el relato las referencias implícitas a los comportamientos que solían acompañar a la realidad mentada explícitamente.

Para empezar, los mendigos besaban la limosna que recibían. Lázaro, pues, había de llevarse la moneda a los labios y aprovechaba para metérsela en la boca (lanzar significaba también 'introducir') y, tras la mampara de la mano, reemplazarla por una de las medias blancas que tenía dispuestas. Práctica corriente era asimismo que la boca sirviera de faltriquera, y, por ende, parece exagerado, pero no inverosímil de raíz, que a Lazarillo llegara a quedársele «tan hecha bolsa, que me acaesció -alardea- tener en ella doce o quince maravedís, todo en medias blancas, sin que me estorbasen el comer, porque de otra manera no era señor de una blanca que el maldito ciego no cayese con ella, no dejando costura ni remiendo que no me buscaba muy a menudo» (pág. 67).

Así, con la perspectiva de las costumbres y del lenguaje de la época, sí nos explicamos correctamente la artimaña de Lázaro. Pero igual criterio histórico hemos de aplicar al aserto que cierra, recapitula y comenta la narración del suceso: «ya iba de mi cambio aniquilada en la mitad del justo precio». Pocas cosas valen ahí según suenan al oído de nuestros días: las palabras se usan en acepción técnica que hoy no es de conocimiento general y se ligan entre sí y con la realidad del Quinientos para sugerir una serie de interpretaciones a cuál más divertida. Pues Lázaro, al tiempo que presenta la última fase del lance, lo glosa, en conjunto, como si no fuera un simple enfrentamiento entre pícaros de poco pelo, sino una operación financiera de envergadura, y sometida, además, al dictamen de un moralista y jurisperito.

En verdad, no cabe parafrasear «de mi cambio» con un enunciado (bárbaro) como 'por obra o a través de la substitución realizada por mí'. «Cambio» no es sencillamente la 'acción   —95→   y efecto de cambiar' en el sentido genérico de 'dar, tomar o poner una cosa por otra', ni lo es solo con el más restringido de 'dar o tomar moneda ... de una especie por su equivalente en otra' (DRAE) en forma ocasional o esporádica179. La voz mira más bien a una institución fundamental en la economía del siglo XVI, a un instrumento de crédito y de comercio con el dinero que alcanzó espectacular desarrollo en tiempos del Emperador.

Por entonces -precisa el Resolutorio de Azpilcueta-, «el vulgar lenguaje de España y el vulgar latín de algunos escolásticos» no llamaban «'cambios' a todos los truecos, sino solamente a los truecos de dinero por dinero... De manera que 'cambio', tomándolo como lo toma el vulgo sobredicho, es todo contrato de dinero por dinero, que no es gracioso, ora sea trueco, ora compra, ora depósito, ora cualquier otro»180. Al publicarse el Lazarillo, «cambio», en el uso que nos concierne, designa varias actividades de quien negocia en dinero -sea «mercader», «cambiador» o «banquero»- y además se emplea para la persona que las practica, el lugar donde las ejerce y los medios de que se vale181.

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No nos contentemos con establecer un débil paralelo moderno y traducir «de mi cambio» por 'con la intervención de mi banca' o expresión similar. Descartemos sin más que el autor esté pensando en un cambio «gracioso» -como apunta Azpilcueta-, en un mero 'pedir suelto' accidentalmente a un vecino o un amigo, «dado no lo tenga por oficio, sino que se ofreció ahora pedirle trueque de un ducado»182: ni la noción conviene al texto, ni la novela la recoge, cuando es el caso, con otros términos que «trocar» y «trueco»183. No: al hablar de «cambio» a propósito de la jugarreta que le gasta al ciego, Lázaro personifica en sí mismo, zumbonamente, uno de los elementos decisivos del tráfico comercial y la circulación monetaria. Y al echar mano del «vulgar latín de los escolásticos» y referirse a la blanca «aniquilada»184, así como al recurrir al derecho romano para alegar   —97→   «la mitad del justo precio», sitúa con nitidez el tal «cambio» en un ámbito jurídico y teológico: doctrinal, no familiar.

No puede sorprendernos. Hacia 1553, los cambios eran una cuestión de actualidad, sobre la que se pronunciaban a diario no solo comerciantes, banqueros y hacendistas, sino también confesores, moralistas y jurisconsultos: en el marco de la revolución económica producida por la afluencia del tesoro americano y en una edad cuya teoría vedaba tajantemente el préstamo con interés, se hallaban en el corazón mismo del sistema crediticio. Los expertos ponían un cuidado exquisito en distinguir el cambio «real» y verdadero, «puro», del cambio «seco», «imaginario», «impuro»185; pero uno y otro, justificado o reprobado por los doctores de la Iglesia, venían a parar normalmente en operaciones de crédito con idéntica función.

Los tratadistas diseccionaban con lupa y escalpelo las dos clases principales de cambio lícito: «menudo» y «por letras». «El primer cambio o trueque de moneda -deslinda fray Tomás de Mercado- es el que los latinos llaman 'menudo'; nosotros le podemos decir 'manual': trocar una moneda por otra de diversa materia o diverso valor, coronas por reales, tostones por menudos, doblones por ducados»186, para suplir la falta de moneda fraccionaria, obtener la acuñada en metales más preciados, reducir a una especie piezas de diferente procedencia, etc., etc.187

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En el cambio «por letras», se trata de «dar en [un] lugar por recibir en otro adonde no se puede o con dificultad se puede llevar dinero»188: «cuando uno necesita en otro lugar el dinero que tiene en este, lo coloca aquí para que se lo entreguen allí», o viceversa, de suerte que «quien recibe el dinero entrega unas letras, con cuya garantía se le paga en el otro lugar»189, «sive sit eadem pecunia sive alia»190. Si un tratante, digamos, precisa disponer de una cierta suma en Medina del Campo, se la pide a un colega o un cambista y, a su vez, emite una letra sobre Amberes o sobre Sevilla, para que la deuda se le satisfaga a este en la segunda plaza191.

De tiempo atrás solía considerarse legítimo que quien practicaba el cambio, «menudo» o «por letras», llevara alguna recompensa. Pero la frontera entre la permutatio aceptable y el mutuum   —99→   o préstamo, entre el cambio «puro» y el cambio «seco», resultaba dificilísima de apreciar desde fuera, hasta tal punto dependía de la intención de los contratantes: ¿cómo determinar si la ganancia del «cambiador» era remuneración por el servicio que ofrecía o interés del dinero temporis ratione? Por eso se desazonaba el Padre Vitoria: «Yo respondo de mala gana a estos casos de cambiadores sin saber quién los pide y para qué. Porque muchos los preguntan para aprovecharse y alargarse si les dan alguna licencia...»192. Pro forma, los cambios podían tranquilizar las conciencias, pero en general no consistían sino en préstamos disfrazados: se adelantaba una cantidad, para recuperarla después acrecida con un interés, usualmente encubierto como diferencia de moneda o de cotización.

Nada, sin embargo, condenado con más unanimidad. La ley natural y la divina, la Biblia y Aristóteles -se insistía- confirman que el dinero es de suyo estéril: ni puede ni debe producir dinero; «cum sit rerum pretium, non potest pretio alio divendi»; no cabe separar el dinero y su uso, pretendiendo lucrarse por partida doble; y cobrar un interés supone además querer cobrar el tiempo, que es de todos...193 Por ahí, incluso cuando consistía en la transacción legal y admisible (y no se limitaba a simularla, según ocurría en el tipo «seco»), el cambio estaba siempre a un dedo de la usura. Pero la economía exigía la existencia del crédito, y los cambios eran uno de los pocos modos de encauzarlo sin caer inequívocamente en lo que se reputaba usura. Es comprensible, entonces, que los portavoces de la Iglesia discurrieran cada vez con mayor perspicacia para salvarles todo lo salvable y justificar una parte del lucro que con ellos podía conseguirse.

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En relación con el cambio «menudo», así, la mayoría de los autores contestaba afirmativamente a la pregunta de si obraban rectamente los cambistas que, por ejemplo, «dan once reales [de a 34 maravedíes] por un ducado [= 375 mr.] y ganan en trocalle un maravedí, y a veces más». Porque la ganancia no ha de entenderse ahí como producto del dinero, sino como compensación «por el trabajo» y «costas» del «cambiador», «por el estorbo... que suele haber... en subir en la cámara, abrir el arca, contar..., dar y recibir y guardar la moneda», o bien como honrada «demasía», si las piezas se adquieren con fines no monetarios, «para dorar, para medicinas y otras cosas», o para que coman el oro, «deshecho y echado en algún potaje, príncipes y grandes señores en su vejez». Pero el sobreprecio ha de ser muy moderado, «según tasan las pragmáticas reales» o está «usu receptum»194.

Con todo, no faltaban quienes no suscribían ni siquiera tales planteamientos. «Cobrar algo -argüían-, aunque sea poco, por realizar este tipo de cambio, supone sustraer algo del precio justo, dado que el precio del oro acuñado -ducado- ha sido tasado con anterioridad por la autoridad de la república»195. Domingo de Soto, sin acogerla, se hacía eco de semejante opinión: «Numismata ad hoc publico signo cuduntur, ut sint iustum legitimumque rerum pretium; illud autem pretium quod legitimum, hoc est, lege positum est ... in indivisibili consistit»; no cabe, por consiguiente, modificar ese justo precio. Mas no otra era la posición que fray Juan de Medina hacía suya, a propósito de la adquisición de monedas de los metales más nobles, en un debatido capítulo «De pecunia, an vendi possit»: «Y la razón en que se apoya -compendia Soto- es que cuando el Rey acuña la moneda señala su valor para todos sus usos, del mismo modo que cuando en su pragmática tasa el precio del trigo. Por tanto,   —101→   igual que después de tal ley no es lícito vender el trigo ni en un óbolo más, tampoco lo es vender el oro después de acuñado»196.

Volvamos un momento a nuestra novela. Si al presentar Lázaro como «cambio» el hurto que inflige al ciego juzgamos que el eufemismo va referido a un cambio «menudo», parece inevitable concluir que la operación se contempla -en teoría jocosa, ni que decir tiene- con el enfoque rigorista que no convence a Vitoria ni Soto, aunque sí, parcialmente, a Medina: el «justo precio» de una blanca, en un cambio «manual», es ni más ni menos que una blanca; detraer cualquier ganancia para el cambista es «anichilar» la moneda en la misma medida, «evertere -en palabras de Soto- pecuniarum aestimationem»197: en concreto, detraer media blanca es dejarla «aniquilada en la mitad del justo precio».

No obstante, aunque la burla de Lázaro esté materialmente más próxima al cambio «menudo» y «manual», no resolvamos que el narrador alude a él, o solo a él, y no al cambio «por letras». No es prudente, y menos en el Lazarillo, recortar de antemano la sutileza del vínculo entre un término real y un término metafórico198. Ni olvidemos que en los días de Carlos V el cambio «por letras» alcanzó un volumen y una relevancia excepcionales   —102→   y, por ende, fue objeto de exámenes y discusiones notablemente más copiosos que los dedicados al «menudo».

Sabemos ya que en principio nos enfrentamos con «un traspaso virtual del dinero, por el cual quien quiere para otra tierra dalo en esta ... al cambiador o a algún otro que allá tiene dineros o crédito, para que le dé letras por las cuales allá se le dé tanta suma cuanto vale lo que él le da ... aquí, y más le da un tanto de ganancia por se los hacer dar allá por aquellas letras»199, sea en la misma, sea en otra moneda. Apenas es necesario subrayar aún que de hecho el tal cambio era regularmente un pago diferido, un crédito devuelto en fecha posterior, con los intereses correspondientes.

El carácter de la operación queda bien patente en la modalidad más común: el cambio «de feria a feria» entre mercaderes. En la feria de Medina del Campo, por ejemplo, del 15 de julio al 10 de agosto, se tomaba un dinero, con el compromiso, «por letras», de satisfacer la deuda en la feria de Amberes, en noviembre, o en la de Rioseco, entre el 15 de septiembre y el 10 de octubre200. El contrato incluía el requisito esencial para ser tachado de usurario: pues el aplazamiento, la mora en el pago -que, permitiendo al comerciante realizar su tráfico y obtener beneficios para restituir el préstamo y continuar los negocios, explicaría sin más, a ojos modernos, que se devengara un interés-, significaba en el siglo XVI que el dinero producía dinero por razón del tiempo, «peccatum... genere suo mortale, iustitiae commutativae contrarium»201. Sin embargo, los teólogos toleraban «un tanto de ganancia» porque se entendía que las ferias y únicamente las ferias eran el marco propio de la contratación. Los mercaderes alegaban que la letra de cambio no tenía alas («chirographum non est volucris, quae possit subito evolare») y que se requería un lapso para que llegara a su destino y fuera atendida. De forma que los casuistas transigían con la interpretación   —103→   más generosa y consideraban el cambio de una feria a otra «como si fuese a letra vista» -es decir, «cuando en llegando las letras se dan los dineros»- y no mediara tiempo alguno entre el libramiento y el cobro202.

El tiempo, en efecto, era la finísima piedra de toque del asunto: si por postergar el pago de la feria inmediata a la siguiente se aumentaba el «tanto de ganancia», hétenos con un indisputable pecado de usura (y con un «abuso en la filosofía natural»)203. La distancia, por el contrario, garantizaba la licitud del cambio «por letras». Tratándose de vencer el obstáculo de la distancia gracias al «traspaso virtual del dinero», no había mayor impedimento en conceder al cambista una discreta retribución, ya fuera por brindar un «obsequium» o «placer» al que no estaba obligado, ya por «alquilar a otro [su] trabajo e industria», ya porque «transportare pecuniam... potest pretio aestimari», es quehacer valorable. En particular, la distancia, «por la diversa estima del dinero que hay en distintos lugares», permitía que el interés quedara disimulado en la cotización de las divisas, variable y a menudo imprevisible204.

«El cambio», pues, «gana por la distancia...»205. Sí, pero ¿cualquier distancia? Por ejemplo, si se cambia de un lugar a otro dentro de un mismo reino, o dentro de los reinos de una sola Corona, ¿existirá la distancia requerida para obtener algún beneficio, más allá de la mera compensación del gasto (insignificante) que implicaría hacer el envío por el recuero o correo? La respuesta era dudosa. El propio «doctor Soto en una parte determina que no se puede llevar nada por este género de cambio, cuando las letras de crédito se dan de una ciudad de un reino para otra del mesmo reino, como de Medina para Toledo o Sevilla; pero en otra parte dijo que sí, y muy bien»206. Entonces, ¿a qué criterio atenerse?

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El legislador sintió y quiso zanjar los escrúpulos de los teólogos. En pocos meses, entre noviembre de 1551 y octubre de 1552, tres pragmáticas vinieron a prohibir que se cambiase «por letras» dentro de España, si no era a la par, excluyendo todo lucro. La última en fecha y decisiva en formulación no dejaba escape, al vedar

que de aquí adelante ninguna ni algunas personas ... no puedan dar a cambio maravedís algunos por ningún interese de un lugar destos reinos para otro lugar dellos, ni de una feria a otra de las que se hacen en estos nuestros reinos, so pena que si contra lo susodicho algunos dineros se dieren a cambio y por ello llevaren interese ... sean perdidos y se pidan y demanden como cosa dada a usura y logro a los que los dieren, y cayan e incurran en las penas contenidas en las leyes de nuestros reinos en que incurren los que dan dinero a logro, y se proceda y se castigue y determine conforme a ellas207.


La prohibición -nefasta, ciertamente- cayó mal en el mundo de las finanzas y no consiguió convencer a los moralistas. Consultado a raíz de la promulgación de las pragmáticas, el comerciante Juan de Delgadillo multiplicaba las razones para que se derogaran. Pero la polémica no hizo luego sino crecer, y tanto, que en marzo de 1554, el príncipe don Felipe se ocupaba en «que los del Consejo de la hacienda se juntasen con los de el Consejo real y ... algunos banqueros y mercaderes» para dictaminar al respecto. La reunión fue «de poco fruto» y el problema pasó a una segunda comisión de hacendistas y teólogos... Como tampoco de ella resultó nada de substancia, todavía un par de años después un hombre de negocios tan conspicuo como Fernando López del Campo aconsejaba que los cambios volvieran a autorizarse y un canonista como Azpilcueta matizaba que constituían un contrato «justo de suyo», pese a todos los pesares del «nuevo vedamiento»208.

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Las disposiciones de 1551 y 1552 sobre el cambio «por letras» nos remiten al Lazarillo aun más resueltamente que las discusiones en torno al «menudo». Pues si desde entonces solo se toleraba que «se cambiase horro»209, es decir, a la par, sin «ningún interese», ¡por supuesto que reservarse media blanca era 'aniquilar' el cambio «en la mitad del justo precio»! El salto al lenguaje figurado se daba con facilidad y admirable gracia: la ratería de Lázaro se equiparaba al cambio recién proscrito porque también implicaba transporte o «traspaso ... del dinero», con la obligada distantia loci, aunque, ¡ay!, dentro del reino... No era, por otro lado, una insinuación recóndita, para iniciados: las pragmáticas que desterraban de los cambios todo «interese» tenían difusión general, versaban sobre materia que incluso se había aireado en las Cortes de 1548, afectaban a multitud de ciudadanos y promovieron larga y encendida controversia210.

Las tres primeras ediciones del Lazarillo hoy conservadas de 1554; las dos impresiones, perdidas, que debieron precederlas difícilmente pudieron aparecer sino en 1552-1553; y todos los elementos de juicio indican que la redacción y la publicación de la novela estuvieron muy próximas entre sí211. Esas conclusiones de la investigación más solvente se perfilan si distinguimos en nuestro pasaje un eco irónico de las pragmáticas de 1551-1552. Obviamente, el tal eco no es lo bastante nítido como para imponernos un terminus post quem indudable. La referencia a la institución del «cambio», sea cual fuere el alcance que le concedamos, apenas es inteligible sino después de 1540212, pero claro está que la posible alusión a las disposiciones   —106→   de 1551-1552 no se nos ofrece con el mismo grado de evidencia.

Ahora bien, en el estado actual de nuestros conocimientos sobre el Lazarillo, el punto interesante no consiste en tomar la   —107→   mención del «cambio» como terminus post quem que corrobora los restantes indicios y acota un marco aún más ceñido -entre finales de 1551 y finales de 1553- para la composición de la obra. Casi conviene darle la vuelta al planteamiento: ya que todo lleva a acercar la redacción y la publicación del Lazarillo, no hay inconveniente en interpretar la frase en cuestión a la luz de las pragmáticas sobre los cambios «de un lugar destos reinos para otro lugar dellos». Pero es ostensible, y en seguida lo confirmaremos, que un análisis en esa dirección revela en nuestro pasaje dimensiones que, si hoy no se descubren a simple vista, resultan estar perfectamente de acuerdo con otros rasgos de estilo, estructura y concepción del mundo característicos y hasta definitorios de la novela. Así las cosas, no incurriremos en razonamiento circular si pensamos que, puesto la lectura que da más rica cuenta del texto nos conduce a 1551-1553, la tal lectura se convierte en otro argumento para fechar el Lazarillo hacia 1552.

Justamente, nos queda por elucidar el aspecto más pícaro y literariamente más sintomático del pasaje; por fortuna, ahora no necesitamos entretenernos en extensos preliminares. El viejo problema del justo precio de los bienes y servicios213 afectaba a los cambios fundamentalmente en relación con el «tanto de ganancia» admisible sin caer en la usura: la cantidad en juego y el «tanto de ganancia», sumados, constituían el justo precio del cambio. La formulación rigorista de Lázaro supone que no puede haber ahí ganancia lícita: una blanca vale una blanca, como quiera que se la haga correr. No obstante, al precisar que reteniendo para sí media blanca 'aniquilaba' solo «la mitad del justo precio» -ni más ni menos-, no se limita a dar por sentado que «ningún interese» es legítimo: con todo desparpajo proclama también que desde otro punto de vista el 'negocio' que se traía con el ciego no era ilegal ni punible.

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«La mitad del justo precio» es tecnicismo del derecho romano -justinianeo, en concreto- con uso y sentido bien determinados: si en una transacción no se compra o se vende por debajo o por encima del «dimidium iusti pretii», tampoco cabe reclamar legalmente la rescisión del contrato; si se franquea esa barrera, se produce la «laesio enormis» y es posible recurrir a los tribunales214. Tomás de Mercado lo explica de maravilla y subraya la vigencia de los antiguos rescriptos imperiales en la España del siglo XVI:

Los césares Diocleciano y Maximino [sic] establecieron una ley, ya muy divulgada y sabida: que no se deshiciese jamás la venta y compra, dado que el precio se excediese, si no fuese el exceso en más de la mitad del justo valor. Y lo mismo está aceptado y establecido entre las del reino, con estas palabras: «Si el vendedor o el comprador dijere que fue engañado en más de la mitad del justo precio, como si lo que valía diez vendió en menos de cinco o en más de quince, débese suplir el precio o disminuir o deshacer el contrato». Y un poco más abajo dice: «Lo cual se debe guardar en las ventas y en los cambios, y haya lugar esta ley en todos los contratos sobredichos...» ([Nueva recopilación], ley 1, tít. II, lib. V) ... No quisieron los emperadores, y tuvieron razón, que se pleitease por cualquier injusticia y agravio, ni se propusiese queja ante sus jueces sino cuando fuese el agravio más de la mitad del justo precio ... Engañar a uno en más de la mitad del justo precio es por lo que vale diez llevar dieciséis ..., mercar por dieciocho lo que se estima en cuarenta, haber por treinta lo que vale sesenta y cinco ...


(págs. 146-147)                


En efecto, la norma a propósito del «dimidium iusti pretii» tenía vigor en la Península desde las Partidas (V, V, 56: «se puede desfazer la vendida que fue fecha por menos de la meytad del derecho precio...») y se paseó de las Ordenanzas reales de Castilla hasta la Nueva y la Novísima recopilación215. Desentrañada y desmenuzada por todos los expertos, de Santo Tomás y Bártolo   —109→   a Vitoria y Soto, los contemporáneos de Lázaro a menudo habían de recordarla incluso en humildes documentos de la vida cotidiana, que subscribían renunciando a «la ley del Ordenamiento de Alcalá de Henares [tít. XVII] que habla en razón de las cosas que se compran e venden en que hay engaño en más o en menos de la mitad del justo precio». La cláusula correspondiente era tan usual, que cuando en 1555 se formalizó el contrato en virtud del cual un rapaz de doce años llamado Lázaro servía como aprendiz, en Toledo, al ciego Juan Bernal, el padre del muchacho no omitió la tal renuncia a «las leyes del justo e medio justo precio»216. Por vías como esa, el «dimidium iusti pretii» acabó por circular en versión proverbializada, aunque -es de creer- pocas veces entendida correctamente217.

Lázaro, desde luego, sí la entendía a derechas, aunque no vacilara en torcerla en provecho suyo218. Porque alegar «la mitad del justo precio» apuntaba diáfanamente una interpretación benévola del lance: 'cada uno -viene a argüir el pregonero- pensará lo que quiera de la ética de mi «cambio»; pero ante la ley, con el derecho romano sobre la mesa, con la más arraigada jurisprudencia en la mano, nada puede imputárseme...'. El giro común hablaba de «engañar en la mitad del justo precio»: Lázaro emplea un «aniquilar» más neutro, con la asepsia del lenguaje filosófico (vid. n. 184), que desvía la atención de la anécdota ruín, disuelve en generalidad el dato particular. Al invocar precisamente   —110→   el «dimidium iusti pretii», pone ante los ojos del lector con rudimentos legales (y ¿quién no los tenía hacia 1552?) la conclusión a que machaconamente llegaban los teólogos de la época tras examinar el asunto: «siendo el exceso o falta menor [de la mitad del justo precio], será el contrato ilícito en ley natural y divina; pero la civil ... no quiso se tratase de su injusticia en los estrados»219.

¡Que siempre haya de salir a puerto este maldito Lázaro! Porque también en nuestro pasaje nos da el trampantojos acostumbrado, de nuevo nos pone en un camino y consigue que desemboquemos en otro. Empieza contándonos cómo atesoraba «todo lo que podía sisar y hurtar»; describe luego los manejos con las blancas que recogía para el ciego; y acaba dejándonos con la impresión -o fingiendo creer que nos deja con la impresión- de que tales manejos no eran a su vez 'sisa y hurto', sino una frecuentísima operación crediticia, discutible a ciertos propósitos, sí, pero en definitiva no condenable en derecho. Lazarus vindicatus.

No de otro modo se enfrenta con «el caso» cuyo relato le han pedido: con la técnica de decir y no decir, de delatarse sin delatarse. El pregonero se apresta a referir «muy por extenso» qué hay de verdad en los rumores sobre si su mujer y el Arcipreste... A continuación narra las experiencias y los episodios de su vida que mejor explican el comportamiento que las «malas lenguas» le atribuyen en relación con «el caso». Pero, llegado el momento, se pone serio -o pretende que se pone serio- para desmentir los «dichos» acusadores, negándose a sacar a colación «nada de aquello» o, en última instancia, presentándolo de forma que tampoco ahora se ofrezca como materia de delito: el delito, específicamente, de «los maridos que por precio consintieren que sus mujeres sean malas de su cuerpo o de cualquier manera las indujeren o trajeren a ello»220.

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Esa técnica de mostrar ocultando se apoya en buena medida en las jergas y en las citas; y unas y otras comportan a menudo una sutil manera de parangón. Al lector no se le escapa que Tomé González robaba trigo en la aceña y fue castigado en consecuencia (pág. 14). Pero su hijo solo admite que algunos le «achacaron ... ciertas sangrías mal hechas en los costales de los que allí a moler venían», como a un cirujano a quien le fracasa una intervención, y que «padesció persecución por justicia», como los «bienaventurados» que poseerán el reino de los cielos (Mateo, V, 10). El fragmento que hemos analizado combina la jerga y la cita jurídicas221 y establece uno de los envenenados parangones tan gratos al narrador. Pues, a la postre, ¿por dónde van los tiros? ¿Lazarillo procede como un «cambiador», los cambiadores proceden como Lazarillo, todos actúan por un igual? Los profesionales espulgaban las costuras de leyes y cánones para justificar el negocio de los cambios222; al imitarles Lázaro, ¿se disculpa a sí mismo o les inculpa a ellos? Las medias blancas que hacían posible su modesta rapiña las allegaba el destrón a fuerza de «sisar y hurtar»; el capital con que traficaban los cambiadores ¿tenía orígenes más honrados? Son preguntas que Lázaro sugiere y, claro, deja sin contestar. Como tantas otras, desde el Prólogo, cuando no sabemos si «la honra» y la   —112→   «alabanza» que dice esperar el pregonero son tan nobles como las de «el soldado que es primero del escala», o bien si «en las artes y letras», cual en la milicia o en la predicación, no se logran «honra» y «alabanza» más valiosas que las del criado del Arcipreste223.

Al examinar el donaire sobre la blanca «aniquilada en la mitad del justo precio», quizá se nos haya antojado instructivo advertir que la frase de apariencia casi inocuamente abstracta contiene en realidad una referencia bien concreta (tanto, que puede asignarse a un período de apenas un par de años) a prácticas y doctrinas que agitaban a los españoles de hacia 1552. Como sea, sin duda nos habrá vuelto a asombrar el ingenio del autor, la capacidad de concentración lingüística e intelectual que le permite abrir en cuatro palabras un mundo de resonancias chistosas y horizontes (relativamente) serios, de opiniones sociales y morales, hechos y actitudes, que se cruzan en un deslumbrante zigzagueo de posibilidades de interpretación. No menos debe habernos admirado comprobar con qué limpieza responde el pasaje a las mismas líneas de fuerza que determinan elementos esenciales en la composición, el estilo y el pensamiento del Lazarillo todo. Son, diría yo, apreciaciones estrictamente literarias. Pero no olvidemos que no las hemos conseguido gracias a ningún tratado de crítica o de teoría de la literatura, sino con el Comentario resolutorio de cambios y con Carlos V y sus banqueros.



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