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Lázaro de Tormes y el lugar de la novela


A Alfonso Guerra


ArribaAbajoLos naipes del tahúr

A los más tempranos lectores del Lazarillo, allá por 1552 o acaso 1553, no podía pasárseles por la cabeza que el pequeño volumen que empezaban a hojear fuera una obra de ficción, como efectivamente lo era, y no, como parecía, una historia veraz y verdadera. Un dato primordial nos lo asegura: que, lisa y llanamente, aún no existían obras de ficción con los rasgos del Lazarillo. A primera y aun a segunda vista, nada en el libro llevaba a pensar en los temas y en los modos distintivos de la literatura de imaginación en los días de Carlos V; la literatura de imaginación desconocía los temas y los modos propios del Lazarillo. ¿Con qué horizonte, pues, con qué expectativas, había de emprenderse la lectura?

Ilustremos la situación, al vuelo, evocando un aspecto tan elemental -y, por ahí, tan ostensible, entonces y ahora- como la condición de los personajes. Al mediar el Quinientos, la narrativa en castellano, con pocos títulos y menos variedades, se agotaba en un censo reducidísimo de protagonistas: más allá de los cien mil hijos de Amadís y de los condenados a perpetuidad en las cárceles de amor, apenas si había descubierto a un aprendiz de brujo metamorfoseado en asno (¿1525?), a los pastores de la Arcadia según Sannazaro (1547) y a los inconcebibles peregrinos de Núñez de Reinoso (1552). No eran, ciertamente, tipos   —154→   con quienes uno esperara tropezarse al volver la esquina. A cada paso se tropezaba, en cambio, con sujetos como los cofrades de Lázaro de Tormes: el mozo de establo que se colaba donde la viuda «en achaque de comprar huevos», el ciego comiendo uvas en un valladar o el escudero tan feliz con un real «como si tuviera el tesoro de Venecia». Los personajes no daban pie a la menor confusión: nadie tenía por qué maliciar que también Lázaro de Tormes había nacido de la invención de un fabulador. La irrupción de gentecillas como los padres o los amos de Lázaro en un relato en prosa constituía una novedad absoluta y los lectores de la época, en el pronto, no podían presumir que se las habían con una ficción.

Así las cosas, ¿por qué no sacar partido de esa imprevisibilidad del libro en tanto ficción? Si los personajes -por no cambiar de ejemplo- estaban inéditos en la narrativa de la imaginación, pero tenían contrapartida en la experiencia común, ¿por qué no potenciar un rasgo tan poderosamente original? ¿Por qué no aprovechar la insólita verosimilitud del relato y ofrecérselo a los lectores como si fuera verdadero? Entiendo que el autor del Lazarillo se propuso precisamente ese objetivo: presentar la novela -cuando menos, presentarla- como si se tratara de la obra auténtica de un auténtico Lázaro de Tormes. No simplemente un relato verosímil, insisto, sino verdadero. No realista: real.

Verdadero y real, entendámonos, no sólo por el contenido, sino también, y aun principalmente, en cuanto tal relato, en cuanto discurso o acto de lenguaje. En efecto, apenas comenzada la lectura, tras los encarecimientos y las excusas de aspecto engañosamente trivial, una explicación deslizada sin el menor énfasis, sin ninguna insistencia que incitara a desconfiar, proporcionaba al libro una eficaz patente de autenticidad. Lázaro declaraba haberlo escrito como respuesta a la petición de cierto corresponsal deseoso de ser informado sobre un «caso» por el momento sin determinar: «Vuestra Merced escribe se le escriba y relate el caso muy por extenso ...».

«Vuestra Merced escribe se le escriba ...». El Lazarillo, pues, comparecía en público como una carta: con todas sus peculiaridades,   —155→   una más entre las innumerables cartas que entonces llegaban a las prensas. Porque leer, redactar, imprimir «cartas mensajeras» (según se las llamaba) era una pasión universal en los alrededores de 1550. Desde que a Pietro Aretino se le ocurrió editar su correspondencia personal, en 1537, docenas y docenas de epistolarios en romance difundieron pródigamente las experiencias, los chismes, las minucias privadas de otros muchos contemporáneos, más o menos notorios, más o menos oscuros. La moda tuvo tanta fuerza, que incluso sintieron la tentación de cultivarla quienes carecían de la educación adecuada -«los non sabios escriptores», quienes «appena sap[eva]no leggere e formare i caratteri déll' alfabeto», como subrayaban dos testigos bien enterados, Juan de Yciar y Francesco Turchi- y para quienes rápidamente hubo que compilar los inevitables manuales y repertorios de modelos. Pero las cartas eran de suyo una variedad expresiva reservada para la narración de hechos reales, y el embozo de carta, por tanto, garantizaba al Lazarillo una inicial presunción de veracidad.

Así, provisionalmente, el contexto nos dicta una primera hipótesis cuya validez debemos ir contrastando en el texto: el autor del Lazarillo aspiraba a hacer al lector víctima de una superchería. Una superchería con matices, una superchería irónica y para bien, pero superchería al cabo. Porque a la ficción no se juega sin un pacto previo, sin convenir de antemano en unas reglas. Y, en los preliminares de la partida, nuestro novelista era un tahúr y repartía los naipes tramposamente, sin que se le hubiera admitido la ventaja: recurría al excipiente neutro de la prosa, prestaba a Lázaro un género o vehículo de comunicación habitual en la vida diaria, prescindía de las marcas específicas de la literatura... No podía esperar que el libro, de suyo, fuera recibido como ficticio y forzaba los indicios de historicidad. En breve: el autor no divulgaba una ficción, sino una falsificación.

Venzamos la tentación de extender el aserto a otros narradores y otras narraciones del Renacimiento. Cierto que hasta las quimeras más desmelenadas salían a menudo a la luz como si fueran crónicas o testimonios estrictamente verídicos. Pero -según Juan de Valdés observaba del Amadís- allí se contaban   —156→   «cosas tan a la clara mentirosas, que de ninguna manera las podéis tener por verdaderas». Nuestro autor, por el contrario, atendió a poblar el Lazarillo de cosas tan familiares, en apariencia tan verdaderas, que no despertaran ninguna sospecha de ser mentirosas. Hasta la fecha, la posibilidad de leer un relato como si fuera verídico, a sabiendas de que no lo era, se había aplicado con gran parquedad y sólo a textos manifiestamente fantásticos, sin contrapartida esperable en la experiencia usual, o bien a textos distanciados de la realidad por datos inequívocos (el estilo, la métrica, la tipografía...). La «willing suspension of disbelief» se producía únicamente -cuando se producía- si los signos de artificio y con ellos las razones para la incredulidad estaban resaltados con toda ostentación. Las pretensiones de autenticidad de un libro de caballerías se acogían a una convención bien establecida, y sólo los más ingenuos o apasionados las tomaban a la letra. En cambio, los visos de realidad del Lazarillo infringían las condiciones habituales de la ficción.

No eran ésas, por otra parte, condiciones generalmente admitidas. Por cuesta arriba que a nosotros se nos haga entenderlo, copiosos documentos antiguos y varias sólidas monografías recientes prueban con largueza que, para el común del público renacentista, una narración podía recibir la etiqueta de verdad o de mentira, difícilmente una tercera. Verdad, como la Crónica del Cid, o mentira, como Clareo y Florisea -por aducir dos títulos de 1552-, y mentira dañina, de las que -tronaba en el mismo año Diego Gracián- «derogan el crédito a las verdaderas hazañas que se leen en las historias de verdad». Porque la etiqueta de ficción, en virtud de la cual se acoge como si fuera histórico, sin aspavientos, un relato que no lo es, no tenía aún curso corriente: en conjunto -resumen William Nelson y B. W. Ife-, los lectores del siglo XVI rehusaban «establecer distinción alguna entre la mentira en tanto mero engaño y la mentira como cosa diversa de la verdad estrictamente histórica».

Las circunstancias, pues, jugaban a favor de nuestro novelista. Digámoslo crudamente: el autor del Lazarillo quería engañar a los lectores. O con nuevos matices: quería engañarlos tanto como pudiera, mientras pudiera... En seguida mostraré los   —157→   límites y las consecuencias de ese generoso propósito de fraude, pero no será inútil corroborarlo antes desde otra perspectiva, y para precisar, de paso, los términos de un problema por hay sin solución.

Es corriente y sin duda legítimo hablar del Lazarillo como de una «obra anónima», a falta de referencias medianamente fidedignas sobre la concreta identidad del autor. En los Siglos de Oro, no obstante, la norma sólo rara vez transgredida fue no establecer ninguna distinción entre el personaje y el novelista. Como no la establecía, por ejemplo, Lope de Vega en la epístola al contador Barrionuevo:


   Acuérdome que escribe Lazarillo
-que en tal carta están bien tales autores-
que su madre, advertid, parió un negrillo...



Ni la establecía el grave Antonio Lulio al disertar sobre el patrón retórico de «tales autores» como «Apuleius, Lucianus, Lazarillus». Hay razones a favor de esa indiscriminación. Porque en rigor no es exacto que la obra sea «anónima», en el sentido de que se publicara sin el nombre del autor. El nombre sí se lee desde las primeras páginas, y con todas las sílabas: «Lázaro de Tormes». Tenemos la convicción de que el relato no fue compuesto por nadie que respondiera por Lázaro de Tormes. Mas que la atribución sea falsa no quita que ahí esté. El Lazarillo, pues, no es una obra anónima, sino apócrifa, falsamente atribuida.

La perogrullada -perdóneseme- se justifica únicamente por el deseo de iluminar al sesgo los designios del novelista, la singular naturaleza de su tentativa. Estoy persuadido de que el autor, no tanto por conservarse incógnito cuanto por respetar la substancia misma del experimento, nunca habría consentido que su nombre figurara en la cubierta. No es menos de Pero Grullo, en efecto, que no podía consentirlo, si buscaba que el libro se tomara como de veras redactado por Lázaro. Pero no solo eso: si en algún momento hubiera estado dispuesto a firmarlo, habría escrito un Lazarillo profundamente distinto del que hoy disfrutamos. O aún más: incluso sin mudarle él una tilde,   —158→   el relato tendría otro alcance, porque el nombre del autor robaría no poca fuerza al yo narrativo y a los trampantojos que daba a los lectores de la época. Creo seguro que la edición príncipe, estampada en 1552 ó 1553, no reflejaba fielmente la voluntad del novelista: sin ir más lejos, el título, La vida del Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades, tiene toda la pinta de ser un postizo (pues, por ejemplo, con una solitaria excepción al azar de un juego de palabras, el protagonista es llamado siempre «Lázaro», no «Lazarillo»). Pero también creo que el impresor (según todos los indicios, Juan de Junta) no traicionaba la intención del autor al no incluir en el frontispicio sino la falsa atribución al apócrifo Lázaro de Tormes.




ArribaAbajoLa verdad sospechosa

En el umbral del Lazarillo, pues, las señas de identidad de la obra aún fresca de tinta parecían tan nítidas como respetables: se trataba de la carta auténtica de un Lázaro de Tormes de carne y hueso. Demos por bueno, de momento, que el objetivo del autor incógnito era que el lector no abandonara esas presunciones, que resultaban obligadas a la luz de los primeros párrafos del texto y de la situación literaria de la época. El escritor se proponía hacer pasar una ficción por realidad, vender una fábula como historia. Con todo, según ya he adelantado, la superchería tenía un límite: porque el novelista necesitaba también que la impostura fuera descubierta. Todavía con una salvedad: descubierta, pero no por completo, no de modo incontrovertible, no sin dejar un último resquicio a la duda.

Es comprensible. Una broma pierde valor, si, de tan perfecta, acaba no siendo reconocida como tal y la víctima no llega a caer en la cuenta de que le están tomando el pelo. Si no hubiera sido posible percatarse de que el Lazarillo era un apócrifo, una falsificación, el autor habría compuesto un buen libro, pero también un libro menos nuevo. Pues acoger como verdadera una carta con los rasgos de la de Lázaro permitía regalarse con unas anécdotas y una trama chispeantes; pero descubrirla no   —159→   verdadera, sino verosímil era participar en un juego fascinante y asumir conscientemente una inédita categoría de percepción artística: la exploración de la realidad cotidiana bajo la especie de ficción, como unas herramientas y en una medida hasta la fecha sin precedentes. Porque en la literatura anterior no faltaban unas pocas aproximaciones al mismo mundo vulgar de Lázaro y los suyos, pero incluso cuando aspiraban a ser más fieles y convincentes, como en La Celestina, no podían prescindir de la distancia impuesta por los géneros, las convenciones y los estilos. La ilusión de estar ante una realidad cabal, sin mediaciones de ninguna clase, nunca -nunca- se había dado en los términos rotundos del Lazarillo. En teoría, el Lazarillo no narra una historia real: es una historia real, el acto lingüístico real de un individuo real -que a veces dice la verdad y a veces miente-.

Ahora bien, si la superchería hubiera sido absolutamente indistinguible, el lector se habría quedado sin la novedad más suculenta de la obra; si hubiera sido demasiado diáfana, no habría podido evitarse la trivialización de la empresa: reestablecidas las distancias tradicionales, el ejercicio de verosimilitud radical que suponía el Lazarillo habría resultado menos pertinente. En especial, si saltaba a la vista que no era el propio Lázaro quien contaba su vida, ¿a qué tantos primores -desde la omisión del nombre del autor-, y a tantos propósitos minúsculos, para hacer creíble que sí la contaba él mismo? El autor, por ende, se movía en un terreno difícil: había de llevar adelante las pretensiones de realidad del relato, pero también dejar que esa presunta realidad se pusiera en tela de juicio y, a la postre, impedir que pudiera ser descartada perentoriamente como mera fantasía. Tales eran las cláusulas del reto con que se enfrentaba y enfrentaba al lector.

Tendremos que volver sobre varios de esos puntos, pero ya es hora de ir discerniéndolos más concretamente en el texto. Sin embargo, como aquí no sería sensato querer ir más allá de un par de ilustraciones, las limitaré a los dos centros neurálgicos del relato, a las páginas en que el autor envida con una osadía y un dominio sin igual: el arranque y el desenlace.

Después de exhibir con tanta discreción como oportunidad   —160→   la patente epistolar, Lázaro toma la materia «no ... por el medio, sino del principio». ¿«Vuestra Merced escribe se le escriba y relate el caso»?

Pues sepa Vuestra Merced, ante todas cosas, que a mí llaman Lázaro de Tormes, hijo de Tomé González y de Antona Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca. Mi nascimiento fue dentro del río Tormes, por la cual causa tomé el sobrenombre; y fue desta manera: mi padre, que Dios perdone, tenía cargo de proveer una molienda de una aceña que está ribera de aquel río, en la cual fue molinero más de quince años; y estando mi madre una noche en la aceña, preñada de mí, tomóle el parto y parióme allí. De manera que con verdad me puedo descir nascido en el río.

Pues siendo yo niño de ocho años, achacaron a mi padre ciertas sangrías mal hechas en los costales de los que allí a moler venían, por lo cual fue preso, y confesó y no negó, y padesció persecución por justicia. Espero en Dios que está en la gloria, pues el Evangelio los llama bienaventurados. En este tiempo se hizo cierta armada contra moros, entre los cuales fue mi padre, que a la sazón estaba desterrado por el desastre ya dicho, con cargo de acemilero de un caballero que allá fue; y con su señor, como leal criado, fenesció su vida...



Nuestro lector de hacia 1553 por fuerza hubo de dar un respingo. Las sorpresas venían en cascada. Lázaro, en primer lugar, era un hombre de bajísima extracción social: el hijo de unos molineros de Salamanca ¿qué «buen puerto» podía haber alcanzado, en qué «caso» y en qué «cosas tan señaladas» verse envuelto que justificaran la publicación de una carta autobiográfica? Puesto a escribirla, por otro lado, ¿era congruente mencionar hechos tan viles como el parto de la madre en una aceña o los hurtos y el destierro de Tomé González? De mencionarlos, en fin, ¿lo hacía Lázaro en el tono más propio, cuando ni siquiera el verbo parir se dejaba pronunciar en sociedad sin una coletilla como «hablando con reverencia de Vuestra Merced»?

Eran ésas peculiaridades bastantes, y de sobras, para que el lector entrara en sospechas. ¿No habría allí gato encerrado?, se preguntaría; y no sabría decidirse por una respuesta. Cuerdamente. En el decenio siguiente, en efecto, al Ilustrísimo y Reverendísimo Señor don Martín de Ayala, arzobispo de Valencia,   —161→   no le ruborizaba empezar el Discurso de su vida describiendo el laborioso parto de su madre, «porque estuve -puntualiza- una tarde y dos días en nacer ... y, así ..., fui de medio cuerpo abajo peloso», y proseguir refiriendo cómo su padre tuvo que ver con la «muerte de un pariente ..., por lo cual, y porque era hombre mal aplicado a la hacienda, y por deudas que tenía, hubo de dejar la tierra» y enrolarse en la misma «armada contra moros», «la de los Gelves», en que, a prestar fe a la viuda, murió el padre de Lázaro. ¿Iba por ello a negarse crédito a Su Ilustrísima? Lázaro de Tormes ¿no acabaría también de obispo, quizá in partibus infidelium?

Por otra parte, Lázaro gastaba una delicadeza admirable. No decía en absoluto que Tomé González hubiera robado el trigo de los sacos: admitía únicamente que algunos le «achacaron ... ciertas sangrías mal hechas en los costales de los que allí a moler venían», como si se tratara de un cirujano que, por disculpable error, hubiera practicado flebotomías contraindicadas en el costado de un paciente. Y, con los Evangelios en la mano, agregaba que el buen Tomé «confesó» la equivocación, con encomiable franqueza; «padesció persecución por justicia», cual los «bienaventurados» a quienes aguarda el reino de los cielos, y, «como leal criado, fenesció su vida» en defensa de la patria y de la religión...

El lector, pues, debía de entrar en sospechas, pero no podía sentirse aún en condiciones de dictar un fallo seguro. Más espinosas eran, no obstante, las revelaciones que le esperaban inmediatamente, y tampoco de ellas cabía extraer un veredicto definitivo. Porque Lázaro no ocultaba que la «conversación» de su madre y el morisco Zaide vino a darle «un negrito muy bonito». Pero el episodio estaba dibujado con tintas que de ningún modo implicaban acusación, burla o desprecio, y sí comprensión y ternura. Lázaro ponderaba las penalidades y los sacrificios de Antona, asistenta de unos estudiantes, lavandera, fregona de mesón, para criar a sus hijos. Recordaba a Zaide llevándoles «pan, pedazos de carne y en el invierno leños», a cuya lumbre se calentaban, y no sólo se arrepentía de no haberlo querido bien al principio, sino que no vacilaba en exculparlo y   —162→   desviar las censuras hacia peces más gordos: «No nos maravillemos de un clérigo ni fraile porque el uno hurta de los pobres y el otro de casa ..., cuando a un pobre esclavo el amor le animaba a esto». Hasta desembocar en la espléndida estampa de la despedida, en el trance en que, «ambos llorando», Antona le daba la bendición, con sencillas, entrecortadas palabras de dolor: «Hijo, ya sé que no te veré más ...».

Unas imágenes tan cordiales y comprensivas habían de parecer en 1553 más propias de una historia verdadera que de una fabulación, porque esa mirada afectuosa a unos personajes de la insignificancia social de Antona y Zaide era igualmente extraña a la narración literaria y al cuento popular, «donde la miseria del pobre» -realza doña María Rosa Lida- «se da por sentada sin ironía ni piedad, y no inspira detenidas evocaciones». A pesar de todos los resabios que arrastramos, a nosotros siguen emocionándonos las desventuras de la fregona y el acemilero morisco; pero esos mismos resabios nos ayudan a reconocer en ellas, también, una de las tretas del incógnito. Al cargar la mano en las «mil importunidades» que padeció su madre, Lázaro está empezando a aplicar una estrategia que casi se confunde con la razón de ser de todo el relato: mostrarse zarandeado por «fortunas, peligros y adversidades», para ganarse la simpatía del lector -y en particular del corresponsal a cuya carta contesta-, moviéndolo «ad misericordiam» -según aconsejaba la retórica-, de suerte que disculpe las flaquezas y las menguas del protagonista. Pues si Lázaro ofrece «entera noticia» de sí en respuesta a una demanda de explicaciones sobre «el caso», al final termina averiguándose que «el caso» es algo de lo que ciertamente le cumple hacerse perdonar. Pero ya al comienzo, en forma análoga, la cariñosa reseña de las desgracias de Antona sirve para hacer perdonar el único pecado de la infeliz, no por casualidad parejo al «caso» de Lázaro: las relaciones con Zaide. Y, así, la coloración sentimental atenúa a su vez la crudeza de Lázaro al confesarse hijo de tal madre.

La confesión era extraordinariamente dura, en efecto. ¿Qué español del siglo XVI no procuraría esconder que su madre se había amancebado con un esclavo negro? Hasta las últimas líneas,   —163→   ningún otro dato empujaría más al lector a concluir que la historia de Lázaro no podía ser auténtica, sino una invención o una chanza. Estoy convencido de que el novelista había previsto ese impulso y lo había provocado con plena deliberación al principio del relato. Tras introducir en el ánimo del lector la firme presunción de veracidad que conllevaba reconocer el texto como una extensa carta mensajera, ponía ante sus ojos la dificultad más seria que iba a suscitársele al respecto, obligándolo a preguntarse por la condición, verdadera o falsa, del Lazarillo. Pero el lector no podía aún tomar una decisión. Si no se trataba de un libro fidedigno, no existía en la época casillero donde situarlo claramente. Tan nuevo era el producto, de hecho, que no ya la prudencia, sino la perplejidad, recomendaba postergar un juicio terminante. Todo podía esperarse de una obra tan singular y de una narración tan poco encauzada todavía. Eppure...

Y sin embargo, sí, el recelo había de ser grave, y el autor querría que se extremara allí, precisamente en el arranque, donde con más eficacia fijaba el marco en que él deseaba que se continuara la lectura, a una ambigua luz entre la verdad y la mentira. En adelante, tras el golpe de efecto inicial, y hasta llegar al «caso» que ata todos los cabos, Lázaro no vuelve a contar nada que no se deba excusar como travesura de chiquillo, nada que permita tildar de inverosímil que el propio héroe lo refiera. En adelante, pues, sólo un rasgo podía delatar la superchería, y sólo a los más sagaces: la estupenda ensambladura jocosa de los materiales, que haría pensar en una construcción literaria antes que en el fiel trasunto de una vida. Pero desde luego que no era por ahí por donde el autor corría el riesgo de que se le malograran los planes. A él le interesaba mantener al lector en suspenso, incierto de si se hallaba ante una realidad o ante una patraña, catando por primera vez en Europa el arte de una nueva manera de ficción, expuesto a un relato donde todo podía ser auténtico y nada lo era. Y el lector, después de haber aceptado como verídica la carta de Lázaro, después de haber dudado que lo fuera al saludar a la parentela del protagonista, se veía justamente en esa encrucijada. Desde tal punto, hasta el desenlace, no podía sino resolverse a escudriñar la narración con cien ojos,   —164→   presto a inquirir si en alguna parte se traicionaba palmariamente la presunción de veracidad con que había acometido la lectura. Pero también desde tal punto y hasta el desenlace, el autor no volvía a darle facilidades y disponía los hilos del modo más diestramente «realista». El duelo entre ambos estaba trabado.




ArribaAbajoParéntesis: el lugar de la novela

No seguiré los lances del combate. No es hacedero registrar aquí las sucesivas derrotas del lector a medida que el novelista iba arbitrando procedimientos para representar personajes y situaciones, ensayando maneras ignoradas de dar la impresión de verdad, fraguando instrumentos para mantenerla. En esta ocasión, únicamente cabe insistir en que el reto que el incógnito lanzaba al lector y la respuesta que el lector se sentía constreñido a darle eran rigurosamente inusitados, radicalmente nuevos.

Conocemos el planteamiento arquetípico de la novela realista: contar historias que puedan integrarse en el universo de discurso dentro del cual habitan normalmente los lectores, brindar ficciones que entren sin violencia en el ámbito del lenguaje más frecuente en la vida diaria. Seamos también conscientes de que ese era un ideal extraño a la narrativa de imaginación en los tiempos del Lazarillo. Los anales de la tipografía y los inventarios de manuscritos nos certifican que ni el público ni las gentes de letras se interesaban por una prosa de ficción puntualmente atenida a los criterios de la probabilidad, la experiencia y el sentido común: a los mismos criterios de veracidad, en definitiva, que todos utilizaban al margen de la lectura y la creación literaria.

No debiera sorprendernos. El realismo clásico -vale decir, para bien y para mal, el realismo decimonónico- ha sido apenas un parpadeo en la historia de la literatura. Probablemente haya tenido vigencia harto mayor la actitud brillantemente caracterizada por Mario Vargas Llosa a propósito del roman courtois: «La realidad que el hombre medieval quería ver representada en los libros no era la violenta y temerosa que experimentaba   —165→   en carne propia, sino aquella que no veía pero en la que creía ardientemente ... La vida real era falsa; la ficción, cierta». Los grandes logros del canon realista no pueden hacernos olvidar que durante miles de años los hombres hemos preferido, por encima de cualesquiera otras, las ficciones no sujetas a las limitaciones y tedios de la cotidianidad, a las rutinas del empirismo, a los monótonos mecanismos de una epistemología de trapillo. Porque somos criaturas narrativas, y los días se nos van en fábulas: en esperanzas de un mañana a la medida de nuestro diseño, en nostalgias de cómo pudo ser el ayer; unas veces, huyendo de la realidad, y otras, huyendo hacia ella. Cuando esas fábulas que nos contamos se hacen institución literaria, cristalizan en géneros, se entiende que predominen las que dejan desbocarse a la fantasía y al deseo: la ficción pide ficción, llama a más ficción; y, si de inventar se trata, ¿por qué poner cortapisas a la inventiva?

Con todo, el vuelo de la fantasía se vuelve más grato, la libertad que en él se goza se aprecia mejor, si la pista de despegue está en la realidad y de cuando en cuando se desciende de las alturas para echarle una ojeada. A los libros de caballerías no les faltaban ligeros puntos de referencia en la sociedad de Carlos V; Núñez de Reinoso y las «novelas 'sentimentales'» los tenían en rasgos duraderos (permanentes no los hay) de la naturaleza humana; en un marco de prodigios, el Asno de oro y El Crotalón no renunciaban a la sátira ni aun a la denuncia notablemente concretas... Pero los elementos de verdad o de verosimilitud que ahí se encontraran no eran decisivos: la verdad y la verosimilitud propias de la vida diaria no se contemplaban como objetivos primarios ni se constituían en principios constructivos de la ficción en prosa, ni del Renacimiento ni, parece, de ninguna otra época anterior. Sencillamente, si un relato se reconocía como ficticio, la fidelidad a la experiencia cotidiana no era un criterio básico para gustarlo.

La ocurrencia genial, el inmenso hallazgo del Lazarillo, está en haber urdido un largo relato en prosa que debía ser leído a la vez como ficción y de acuerdo con una sostenida exigencia de verosimilitud, de realismo.

  —166→  

La carta de Lázaro imponía una inicial presunción de historicidad, forzaba al poco a dudar de ella y continuaba luego con irrebatibles apariencias de autenticidad. No es posible medir cuánto duraría aquella presunción en el ánimo del lector. Como he dicho, pienso que debía de prolongarse con suficiente firmeza hasta que el lector advirtiera que un Lázaro real no podía contar la vergüenza que el protagonista cuenta de Antona. Pero tampoco importa demasiado. Bastaba que el lector se hubiera dejado engañar por un minuto -bastaba incluso, no ya que hubiera caído en la confusión, sino que notara qué fácil era caer-, para que se sintiera obligado a leer el libro de modo distinto a como había leído tantas otras narraciones: buscando en él, muy en primer término, la coherencia de la realidad, la conformidad con la vida diaria, para averiguar si querían engañarlo o -en el caso de los espíritus más finos- si el desarrollo estaba a la altura de los planteamientos. Y bastaban ese minuto de engaño, la perplejidad inmediata y la porfiada verosimilitud de cuanto venía después -hasta el desenlace- para fijar la preceptiva de un género nuevo y revolucionario, del género emblemático -casi hasta ayer- de la modernidad literaria.

Porque el Lazarillo no es todavía la novela -es una broma, un juego-, pero ocupa ya el lugar de la novela: un espacio reconocido como ficticio al que sin embargo se aplican las leyes de la realidad más familiar. La novela realista clásica, en efecto, consagra la misma convención de lectura -la ficción de no ser una ficción, sino una tranche de vie- que el Lazarillo había propuesto, conseguido y además, en un soberano cambio de tercio, enseñado a valorar.

Cierto que el humanismo había propugnado una literatura fundada en la probabilidad, la racionalidad y la experiencia a todos común: «adsint» -reclamaba Juan Luis Vives- «verisimile, constantia et decorum». Pero esa literatura pedida por los humanistas, los humanistas no podían escribirla como literatura: se lo impedían la lengua que les era propia, la sumisión a los modelos antiguos, el corsé de los géneros admitidos, las intenciones didácticas...

En concreto, imaginar desde dentro un personaje de la bajeza   —167→   social, la catadura y el entorno de Lázaro era una operación que no tenía cabida ni en la preceptiva del humanismo ni en las modalidades narrativas de tradición medieval. Ni la poética del momento ni la moral aneja a esa poética autorizaban una sujeción tan estricta a la perspectiva de un pregonero de Toledo: ni una ni otra podían respetarle su singularidad y dejarle hablar, pensar, obrar con la libertad que supone la autobiografía de Lázaro. El incógnito podía usar y usó técnicas e inspiraciones literarias, pero no los modos habituales de concebir la literatura hacia 1550, ni altos ni bajos. Aun aprovechándola, el Lazarillo no procede de la literatura entonces a la vista (o, si se prefiere, la novela realista no arranca de la novela no realista). En particular, a la meta que a nuestro autor le atraía no podía llegarse a través de la mimesis legislada por la teoría sabia o sancionada por la costumbre: no podía llegarse a través de la imitación, sino por la falsificación de la realidad.

De hecho, el Lazarillo invierte diametralmente la dirección realista de obras maestras como el Decamerón o La Celestina: no camina hacia la realidad guiado por la literatura, sino anda hacia la literatura con el impulso de la realidad. No es, pues, una trivialidad intolerable subrayar el carácter apócrifo de nuestro libro: con una rotundidad sin precedentes -por la consistencia de los factores que pone a contribución-, el Lazarillo se presentaba fuera del ámbito de la literatura y pretendía ocupar un espacio en la realidad, ser un pedazo de la vida real. Nacía como una suplantación de la realidad. Una suplantación, por no ir más lejos, de las einfache Formen y géneros expresivos de la realidad (la anécdota o 'sucedido', el chisme, la carta...) y de los modos de conocimiento de la realidad. Pero la novela más representativa de la edad moderna ¿no es de suyo un género apócrifo, un género que quiere confundirse con la realidad y, para lograrlo, se finge exento de los peajes de literariedad que la tradición reclamaba? Se explica que tardara tanto en ser admitido en el olimpo de la literatura venerable y que el público más dispuesto a aplaudirlo fuera también el menos sensible a las exigencias de la convención literaria.

Por ahí va la segunda hipótesis que ahora, todavía provisionalmente,   —168→   me atrevo a lanzar: el incógnito del Lazarillo no habría escrito algo entonces tan extraordinario como un relato de imaginación sujeto sistemáticamente a los patrones que luego se llamaron «realistas», si en una medida considerable no se hubiera propuesto publicar una falsificación, un apócrifo.

¿Y el móvil para semejante superchería? El móvil, opino, fue el deseo de encarnar una paradoja o, mejor, una serie de paradojas, pues la ocurrencia de individualizar a un tipo como Lázaro y dar «entera noticia» de él iba unida al experimento de inventar como principios y vehículos de la ficción los mismos principios y vehículos de la realidad cotidiana. La idea ganaba en mordiente, en capacidad de provocación y sugerencia, porque la paradoja estaba además en la condición equívoca del relato, vencido del lado de la apariencia de realidad, mas aun así nunca plenamente libre de sospechas, antes ambiguo e intrigante, como si formulara un acertijo paralelo al de don Antonio Machado:


   Entre el vivir y el soñar
hay una tercera cosa.
Adivínala.



Entre la verdad y la mentira (según las categorías comunes), en la literatura como en la vida -decía también el incógnito de todos los diablos-, hay un tertium quid en que no habías caído, una condición paradójica que no se te había ocurrido. Adivínala.




ArribaAbajo Le menteur

No seguiré -decía- los lances del combate. De hecho, una vez que el «lastimado Zaide» sale de escena, el lector no conoce más que fracasos en el intento de pillar en falso -literalmente- al novelista, no halla modo ni medio de confirmar las sospechas que le han infundido las revelaciones sobre la madre de Lázaro, no percibe quiebro alguno en la ilusión realista. Pero al cabo, en el último folio de la perdida edición príncipe,   —169→   casi a la altura del colofón, le llega por fin la hora del desquite. Porque ahí, cuando ya es evidente que la narración se cierra porque Lázaro ha cumplido el encargo del corresponsal que «escribe se le escriba y relate el caso muy por extenso», solo ahí, y no antes, se hace claro de una vez por todas que el libro es un embeleco.

Lázaro manifestaba haberlo escrito, primero, y a instancias ajenas, para referir ese «caso» sobre el que le pedían detalles, y luego, por su cuenta y riesgo, para dar «entera noticia» de cómo había logrado salir a «buen puerto» a pesar de mil «fortunas, peligros y adversidades». Todo podía esperarse, mientras no se supiera en qué consistía «el caso» ni dónde estaba el «buen puerto». Lázaro había evocado también un célebre pasaje en que Tácito aplaudía a los varones ilustres que contaron su vida para mostrar que la virtud, la «nobilis virtus», logra triunfar sobre el vicio de la mezquindad y la envidia; y la reminiscencia debía remitir a no pocos lectores hacia la tradición de la autobiografía clásica, encabezada por una carta del mismísimo Platón. A falta de datos sobre «el caso» y el «puerto», Lázaro, fueran cuales fueran sus padres o sus azares de niño y mozo, podía parar en una lumbrera como Platón o, arriba lo veíamos, en arzobispo como don Martín de Ayala. Pero, una vez averiguado que el «puerto» no pasaba de un ruin empleo de pregonero y «el caso» era un bochornoso 'caso de honra', no quedaba sitio para la duda. Ni el «oficio real» justificaba que el protagonista contara su vida como demostración de «cuánta virtud sea saber los hombres subir, siendo bajos» -según había proclamado-, ni hacia 1550 era concebible que ningún marido divulgara que le ponían el gorro con un arcipreste. La historia de Lázaro, definitivamente, era un embuste, una patraña.

«¡Bien me la estaban pegando!», se diría al lector. ¡Lástima no haber mudado ni un ápice en el dictamen de falsedad que se le vino a las mientes al enterarse de los amoríos de Antona! Pero los indicios en contra parecían después tan firmes... Y cuando casi había abandonado los recelos, a fuerza de verlos rebatidos por el texto, la sorpresa de remate: el libro era mentira. ¡Pelillos a la mar! El buen rato compensaba el bromazo. A la   —170→   postre, además, él había sido más listo, había descubierto que querían embaucarlo. Quien ríe el último ríe mejor.

Presumo que no otra sería la conclusión del lector de a pie, en el júbilo de la victoria tantas páginas aplazada. Sin embargo, entre los lectores del siglo XVI había hombres como un Mateo Alemán y un Miguel de Cervantes... ¿Iban a limitarse a desechar el Lazarillo con un simple «Es mentira» y una sonrisa de complacencia? Difícilmente. El desenlace del Lazarillo, justamente allí donde la obra provocaba con más viveza el mentís del lector ordinario, revolvía la verdad y la mentira con tan particular finura y con un énfasis tan sutil, que un talante como el suyo necesariamente había de sentirse invitado a cogerle las vueltas.

Desde luego, no podía aceptarse como real que un pregonero toledano publicara una larga carta autobiográfica para acabar contando que se había casado con la barragana de un cura. Pero, en rigor, ¿dónde contaba el protagonista esa inadmisible especie? En ningún lado. Son las «malas lenguas», no la suya, las que propagan que la pregonera ha «parido tres veces» antes de la boda y, después, entra y sale demasiado de casa del Arcipreste. Bien al revés, Lázaro desprecia los infundios, presta fe a la palabra del clérigo, y para la esposa calumniada, «buena hija y diligente servicial», no tiene sino elogios: «es tan buena mujer como vive dentro de las puertas de Toledo». No es ya, pues, que Lázaro no cuente «nada de aquello»: es que lo niega expresamente.

Entonces, ¿por qué extrañarse de que publique la tal carta? Varios correveidiles habían querido hablarle del «caso» y se vieron despachados con brusquedad. No era ese el comportamiento adecuado con el corresponsal -«señor ... y amigo» del Arcipreste- que solicitaba noticias al respecto; y además valía la pena dárselas y difundirlas más ampliamente, para rechazar las torpes imputaciones tanto ante él como ante la generalidad de los toledanos. ¿O acaso una epístola expurgativa -como la definía la retórica- no era el expediente apropiado para atajar las murmuraciones? ¿Cómo explicar mejor que el pregonero hubiera llegado a convertirse en cronista de sí mismo?

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Empeño inútil: el lector, lerdo o agudo, no cede en la convicción de que Lázaro es un consentido y de que no es real, por tanto, la historia de su vida. Pero empeño también perfectamente argüido y, por lo mismo, desasosegante para un espíritu despierto. Pues ocurre que el núcleo de toda la narración -«el caso»- garantiza a un tiempo la verdad y la falsedad de la carta del pregonero. Que Lázaro la escriba se justifica debidamente por la existencia de un rumor que es perentorio refutar; pero la veracidad del rumor, por más que se contradiga formalmente, hace increíble que la haya escrito de veras. Las dos conclusiones tienen enjundia suficiente y no cabe sacrificar ninguna de las dos, a riesgo de perder aspectos fundamentales del Lazarillo.

Ensayemos otra vuelta de tuerca. Lázaro niega expresamente las acusaciones de las «malas lenguas»: «mejor les ayude Dios que ellos dicen la verdad». Pero las niega después de haberles dado la razón con todo el relato que precede. «La verdad» del «caso», en efecto, está menos en el par de páginas que se le dedica al final que en la convergencia hacia ese desenlace de los principales factores de la narración. «La verdad» está en el aprendizaje de Lázaro, en las experiencias que lo han moldeado, en el talante que ha ido forjándose y que nos hace entender por qué ahora niega a la vez que confiesa. «La verdad» está, por ejemplo, en las concordancias del «caso» con la tragicomedia de Antona y Zaide, no solo por los múltiples elementos externos cuya reaparición incita a descifrar un episodio según la pauta del otro, sino en especial por las matizadas analogías y diferencias que se advierten en el fuero interno del protagonista. Si Lázaro, así, iba «queriendo bien» al morisco «porque siempre traía pan, pedazos de carne» o «mantas y sábanas» que «hurtaba», se entiende que tampoco quiera mal al Arcipreste que le regala «trigo», «carne» o unas «calzas viejas», y que no se escandalice antaño ni hogaño: «No nos maravillemos de un clérigo ... porque ... hurta de los pobres ... para sus devotas ..., cuando a un pobre esclavo el amor le animaba a esto». Pero si Lázaro, «como niño», delató los trapicheos de Antona y Zaide, y madre e hijo hubieron de irse «a servir» en un mesón, «padesciendo mil importunidades», aún se entiende mejor que, cuando de   —172→   mayor le preguntan por su mujer, la «diligente servicial», y por el Arcipreste, cierre la boca y a cambio obtenga «mil mercedes» y «paz en casa».

No nos engañaba, pues, al prometer que relataría «el caso» no tomándolo «por el medio, sino del principio». «Del principio», para elucidarlo desde las raíces, sin tener que presentarlo «por el medio», directamente; «del principio», para que se le perdone en gracia a haber sufrido «tantas fortunas, peligros y adversidades»; «del principio», para atender el encargo de su corresponsal, pero distrayéndole con precisiones y matices que le hagan perder un poco de vista el meollo del asunto. No nos engañaba, no, con la promesa inicial y con el relato que la cumple antes de los dos últimos folios: nos engaña en los dos últimos folios al no destapar «el caso», al negar que la pregonera es la manceba del Arcipreste, al presuponer ahora que el objeto de su carta está en desmentir a las «malas lenguas». Sin embargo, incluso ese engaño final comprueba la veracidad de la promesa y del relato en cuestión: pues si «el caso» es cierto, si Lázaro es un marido de quita y pon, ¡naturalmente que lo niega y claro que miente!

Quizá nunca es Lázaro tan fiable como cuando nos engaña a ojos vistas, cuando con la mentira de la despedida apuntala la apariencia de verdad de toda la narración. Pero, desde luego, cuanto mayor la apariencia de verdad, mayor la seguridad de que el libro es falso: pues cuanto más comprensible resulte que el pregonero miente in extremis porque «el caso» es cierto, tanto más inadmisible será que escriba su vida para descubrirse cornudo y apaleado.

No soy yo, sino el autor incógnito, en la piel de Lázaro, quien practica el arte de birlibirloque con la verdad y la mentira. Cuesta poco apreciar qué hay detrás de esa divertidísima, admirable prestidigitación. Pues las verdades se resuelven en mentiras y las mentiras en verdades con tanta facilidad, se confirman mutuamente de modo tan ágil, que nos convencen de que mostrar el delicado equilibrio y el ligero trasiego entre unas y otras es uno de los objetivos esenciales del Lazarillo.



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ArribaAbajoLa manceba del abad

En un estudio ya con veinte años a cuestas, creo haber argumentado suficientemente que la estructura, la técnica narrativa y el estilo de la carta de Lázaro -por no recordar otros datos- se nos ofrecen con risueñas pretensiones de epistemología y axiología: la verdad y la mentira -viene a decírsenos- se modifican siempre en la misma medida y al mismo tiempo que el individuo a quien conciernen; salvo en los precarios y cambiantes términos de cada individuo, son dudosas las posibilidades humanas de conocer la realidad y reconocerle unos valores. Hoy, al añadir a mi viejo ensayo dos o tres párrafos y unas cuantas notas al pie, me importa sobre todo subrayar que el Lazarillo, sin ademanes paródicos ni apenas polémicos, pone también en duda los modos entonces habituales de percibir la literatura y atribuirle un sentido por referencia a la realidad.

Toléreseme todavía una observación particularmente a ese propósito. Las consejas españolas han empezado de antiguo con una fórmula que aún perdura en los arrabales de la tradición: «Érase que se era, el bien para todos sea, y el mal, para la manceba del abad...». El Lazarillo acaba sacando a escena precisamente a tal figura: la mujer de Lázaro es «la manceba del abad», del Arcipreste de Sant Salvador; y junto a ellos Lázaro es el tercero en concordia de un triángulo infinidad de veces traído y llevado en la Edad Media y en el Renacimiento. En efecto, los arquetipos del marido, la casada infiel y el cura o fraile que la disfruta nutren una proporción cuantiosa de cinco siglos de literatura cómica y chascarrillos populares. En el Lazarillo, por otro lado, la irrupción de los tres personajes se produce en el mismo momento en que el autor enseña todos los naipes y obliga al lector a concluir que el libro no es la relación auténtica de una historia real. De hecho, la identificación del «caso» como una versión más del asendereado triángulo jocoso constituye una de las premisas de tal conclusión.

Nadie ignoraba los elementos fijos en las variaciones sobre   —174→   el trío de marras. En el exemplum, en el fabliau, en la novella, todo se iba en carreras en paños menores, en noches al sereno, desquites elaboradísimos, necios por encima de cualquier ponderación y el más ameno repertorio de obscenidades químicamente puras; en los cuentecillos vulgares y en el teatro primitivo, la intriga disparatada se atenuaba a cambio de acentuar la desvergüenza de la mujer y la estupidez hiperbólica del marido: «-Cornudo sois, marido. -Mujer, ¿quién os lo dijo?». Así, cuando Lázaro, por meterse en «el caso» hasta los pelos, quedaba definitivamente convicto de personaje inventado, que no persona real, al incógnito se le abría la puerta para introducir todas las chanzas y peripecias grotescas que se le antojaran: con un protagonista diáfanamente nacido de la fantasía, no había inconveniente en darle a ésta riendas sueltas por el camino trillado y celebrado desde siempre. Era además el camino que esperaba el lector: al notar que «el caso» reflejaba el triángulo erótico consabido, necesariamente contaba con que volvieran a trazárselo según los rasgos también consabidos.

Ni que decirse tiene que el autor se apresura a defraudar esas esperanzas y conduce la acción por bien otros derroteros. Justamente por ello, el contraste entre las inevitables expectativas del lector y el texto que de hecho se le brindaba tuvo que ser tan intenso, que por fuerza hemos de interpretarlo como una provocación deliberada por parte del novelista: una provocación a cotejar, con plena conciencia, las maneras comunes de abordar el asunto y el tratamiento que se le da en el Lazarillo, a comparar las narraciones al uso y un nuevo género de narración.

Porque el incógnito toma el esquema y los tipos presuntamente convencionales y los reemplaza por sus más notorias contrapartidas en la vida diaria. En ella difícilmente se hallaría un ménage à trois resuelto en astucias, encamisadas y persecuciones a la luz de la luna, pero «casos» como el de Lázaro ¡vaya si los había! Nada más trivial, y hasta el extremo de que no ya «las mancebas de los clérigos», sino también «los maridos dellas que lo consientan» fueron objeto frecuente de las provisiones legislativas de los Reyes Católicos, el Emperador y Felipe II. Pues,   —175→   como deploraba una pragmática de 1503, «muchas veces acaesce que, habiendo tenido algunos clérigos algunas mujeres por mancebas públicas, después, por encubrir el delito, las casan con sus criados y con otras personas tales ...».

El Lazarillo desecha, así, las tretas y las incidencias pintorescas que el lector aguardaba, y recrea con enorme talento la perspectiva de uno de esos «criados» harto familiares en la época. En «el caso», Lázaro se comporta como aconsejaría la más elemental sensatez: nada de truculencias ni escándalos, nada de dar tres cuartos al pregonero (sobre todo, cuando el pregonero es uno mismo), sino discreción, paciencia y barajar, para no hacer aún más conspicua una situación que muchos habían de conocer y que podía acarrear la intervención de la justicia, con penas que llegaron hasta «galeras perpetuas». Si un chismoso le preguntaba por «el caso», ¿cuál de tales maridos postizos no respondería con las negativas y el desabrimiento de Lázaro? Pero quien se prestaba a un papel tan humillante tenía que ser un rufián; y entre amigos, quizá ante el mismo abad y la misma manceba del abad, es de suponer que no opondría excesivos reparos a aclararse cuando se terciara, negando solo de labios para fuera, mientras burlona, cínicamente dejaba entender que era al revés de como decía y por los motivos que a ninguno se le ocultaban. Exactamente, en suma, como actúa Lázaro al contestar a la carta de su corresponsal, el «señor ... y amigo» del Arcipreste de Sant Salvador.

Al lector no le cabía sino convenir en que ese era el tono y esa la forma de proceder que habría adoptado un marido del pelaje de Lázaro para contar un «caso» como el suyo a alguien de confianza. La consideración probablemente no bastaba para hacerle aceptar además que el pregonero hubiera deseado que «cosas tan señaladas» llegaran «a noticia de muchos» -según había anunciado al comienzo-, y no exclusivamente de quien, como el «señor ... y amigo» del Arcipreste, estaba al cabo de la calle sobre el particular y sólo quería divertirse un rato tirando a Lázaro de la lengua. Pero, como fuera, sí debía advertir que el relato recibía una vigorosa inyección de verosimilitud, de realismo, precisamente en el punto más suspecto, allá donde se imponía   —176→   fallar en contra de la realidad del libro; y la inyección era tanto más significativa cuanto que en una medida nada despreciable dependía del contraste entre la versión de Lázaro y las versiones del triángulo adúltero y sacrílego que seguían divulgando la literatura y el folclore.

Quizá sea ese el único tramo en que el Lazarillo cobra un cierto aire polémico y amaga con la suficiente claridad un elemento de teoría literaria, al plantear una confrontación entre sus propias mañas y las de la narrativa acostumbrada en la época. Intentemos precisar esa sugerencia, al tiempo que atamos los cabos sueltos.




ArribaUna aventura nueva

A tuerto o a derecho, a gusto o a disgusto, la novela realista es hoy uno de los arquetipos esenciales de nuestra cultura literaria: señala el trecho principal para determinar toda la trayectoria de la prosa de imaginación -antes, después o al margen de la edad clásica del realismo- y brinda también una frecuente piedra de toque para aquilatar otras modalidades de narración y aun otras especies de mimesis. Pero llegar a tal entronización costó tres siglos de batalla e implicó no sólo una ruptura definitiva con las ideas sobre la literatura vigentes desde la Grecia antigua, sino también una revolución en los hábitos de lectura de los europeos.

Nos consta que en el siglo XVI el grueso del público tendía a reducir cualquier relato a uno de los extremos en la polaridad de la verdad y la mentira. Los doctos se las entendían bastante bien con las ficciones transparentemente fantásticas, pero no estaban seguros de cómo estimarlas si contenían factores que pudieran pasar por verdaderos: el peligro de confusión atentaba contra su concepción de la «poesía» (la 'literatura', diríamos hoy), la «historia» y hasta la moral cristiana. Pero el Lazarillo, falto de cualquier contramarca literaria y sin fronteras perceptibles con la vida real, era todo él, no ya un peligro, sino la confusión misma. Nadie se había visto antes en el brete de interpretar   —177→   como ficción una fábula con tales vislumbres de realidad, tan sometida a los cánones del discurso cotidiano y apegada al dominio de la experiencia más humilde: leer el Lazarillo era una aventura enteramente nueva, y el propio texto, orientando en uno o en otro sentido las presunciones del lector, había de proponer los términos de acuerdo con los cuales ser descifrado.

Cuando Mateo Alemán, en 1559, tras desmenuzar y asimilar tan profundamente el Lazarillo como la estética de Aristóteles, quiso definir el Guzmán de Alfarache, no se le ocurrió mejor rótulo que el de «poética historia». «Poética», porque, como resumía el bachiller del Quijote, «el poeta puede contar o cantar las cosas, no como fueron, sino como debían ser»; e «historia», porque, siempre de acuerdo con Sansón Carrasco y el Estagirita, «el historiador las ha de escribir, no como debían ser, sino como fueron». La baciyélmica etiqueta de «poética historia», en Mateo Alemán, o la de historia «imaginada» que Cide Hamete Benengeli aplica al Quijote, responde a la imposibilidad de incluir dentro de las viejas clasificaciones un producto tan substancialmente inédito como una narración que conjuga la prosa de la historia -el universo de lenguaje de la vida- y el vuelo ficticio de la poesía. Al hablar del Guzmán o del Quijote como «poética historia» o historia «imaginada», Alemán y Cervantes bautizan en la ortodoxia aristotélica, sub conditione, la suprema herejía de la novela realista.

Del principio al final, implícitamente, el incógnito del Lazarillo no hace sino definir y redefinir su libro como «historia», al tiempo que va adjetivándola con el mismo matiz contradictorio de Alemán y Cervantes: «poética», «imaginada». En 1550 y poco, el punto de partida había de ser una presunción de verdad. Presentar la obra como declaradamente ficticia habría empujado a resolverla en las categorías tradicionales y hubiera hecho casi invisible el horizonte de verosimilitud que constituía su máxima razón de ser. Partiendo de la presunción de verdad, en cambio, poniéndola en cuestión por un minuto y sustentándola luego a machamartillo, el autor, sin pretenderse maestro, dictaba un curso completo sobre los objetivos, los medios y la manera de descifrar un nuevo estilo de ficción: una ficción que no   —178→   podía descartarse como simple 'mentira', sino que debía ser abordada como si fuera 'verdad', porque el autor había dirigido la atención de los lectores a confrontar las apariencias de verdad del relato con las sospechas de mentira que también en ellos había infundido, y lograba que cada vez que se les suscitara la duda no tuvieran otro remedio que contestarse que, verdad o mentira, todo fluía como si fuera verdad.

Al sembrar esa duda y conseguir esa contestación, el incógnito proponía un placer que iba más allá del mero disfrute de los episodios y de la trama central: el placer de descubrir la experiencia cotidiana en tanto invención, el goce de reconstruir la realidad más habitual como diseño de la imaginación y a conciencia de que lo era.

En las últimas páginas, en particular, impugnando la presunción de verdad que tan fácil le habría sido mantener, reivindicaba la original condición de su empresa. Con el grueso relato, en efecto, Lázaro confirmaba la verdad del «caso» que en el desenlace negaba; y, a posteriori, esa falsa negativa reforzaba poderosamente, como por sorpresa, la credibilidad humana del protagonista. Pero, a la vez y no menos por sorpresa, la coherencia del grueso del relato al corroborar «el caso» y la consecuencia de Lázaro al desmentirlo en la conclusión hacían inaceptable que el libro fuera auténtico. Con tan diestro ejercicio de ilusionismo, el autor invitaba a los lectores avispados a discernir la 'verdad' como historicidad, por un lado, y, por otro, la 'verdad' como consistencia interna, como verosimilitud, como observancia de un patrón realista. Los invitaba, en suma, a situar el Lazarillo en un ámbito que en vano buscarían en la literatura del Quinientos: un ámbito irreal que no se distinguía del curso ni el discurso de la realidad.

Por coda, para que el despliegue de maestría fuera más deslumbrante, el escritor empujaba a cotejar expresamente «el caso» de Lázaro y los graciosos disparates que solían contarse sobre «la manceba del abad» y su marido. El parangón no podía sino poner de relieve que el Lazarillo rechazaba de plano los contenidos y las maneras de la narrativa convencional, fuera literaria o fuera popular, mientras hallaba su fuerza en iluminar   —179→   el mundo corriente y moliente, la calderilla de los días, rescatándole dimensiones tan previsibles como inesperadas. Porque, a pensarlo un instante, ¿qué rufián en las circunstancias de Lázaro no hubiera presentado «el caso» como él lo hacía? Tan reveladores, y no sólo tan convincentes, eran el lenguaje y el comportamiento del pregonero al final de la obra, que a punto estaban de salvar por los pelos la posibilidad de darla por auténtica, por histórica, inmediatamente después de haberla decretado falsa sin apelación...

En breve: enseñando a leer la ficción con los mismos ojos que la realidad, situando la fábula en el espacio propio de la historia, gobernando la imaginación con las riendas de la experiencia por todos compartida, convirtiendo ese como si en clave primaria del Lazarillo, y a la par mostrando el deleite de reencontrar la vida diaria como artificio, contraponiendo verosimilitud e historicidad, desentendiéndose de los dechados tradicionales, echando luz no usada sobre la trama de la cotidianidad, el incógnito acotaba para la ficción un lugar que hasta la fecha se le había negado y que pronto sería el lugar de la novela.

En la intención del autor, opino yo, el Lazarillo era demasiado singular y sui generis, demasiado suyo, para ofrecerse como modelo y cabeza de linaje. El escritor ponía sobre el tapete un logro redondo e insinuaba cuáles eran los planteamientos y las tretas que lo permitían; deslindaba un terreno y sugería con qué materiales y técnicas se podía construir allí, pero probablemente no pretendía que los arquitectos se multiplicaran. Lo que acabaría por ser el género cardinal de la literatura moderna, él lo había concebido como una ocurrencia, un golpe de ingenio irónico e inquietante, casi una aporía. Una tantum. La propuesta entonces contradictoria de una 'ficción realista' debía despertar la admiratio del lector y dejarlo perplejo en el ir y venir entre la verdad y la mentira: no se trataba de buscar, entiendo, que el hallazgo perdiera esa peculiar y reveladora capacidad de provocación y se trivializara hasta volverse el modo normal de leer la prosa marcada con la correspondiente contraseña. Claro está que es así exactamente como ocurrió, que quien puso en marcha el proceso no fue sino el Lazarillo.

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No es imposible rastrearle otros precursores a la novela realista, pero es un hecho que los dos primeros siglos del género, hasta los albores del Romanticismo, no reconocen precedente más antiguo y eficaz que el Lazarillo. El Guzmán de Alfarache reproduce substancialmente el esquema del Lazarillo, pero Mateo Alemán ya no necesita recurrir a ninguna superchería: confía sin más en que los lectores sepan atribuir a la fábula trágica del Pícaro el status de ficción conquistado por el Lazarillo. Cervantes, más penetrante, emplea las fórmulas del incógnito sólo de modo ocasional, pero repiensa el Lazarillo desde las raíces y pone en el corazón del Quijote el ambiguo latido de la verdad frente a la mentira, la ficción frente a la realidad. Del Guzmán, del Quijote y, a través de ambos, del Lazarillo, toda la etapa fundacional de la novela europea.

Es un hecho; pero, a ser sinceros, no sé si un mérito. A muchos, el Lazarillo nos importa más como excepción que como regla, menos como principio de un camino que como ejercicio insólito, como tentativa impar. En nuestro fin de siglo, en el fin de todos los fines de siglo, descreemos del ideal de la novela realista. Sentimos o dudamos la novela en otros términos; y, sobre todo, recelamos de las certezas y de las recetas del realismo. Quizá por eso, porque la primera historia del historiador es la propia, nos gusta pensar que la novela realista nació, en el Lazarillo de Tormes, como una falsificación, como una paradoja y como un juego.







 
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