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Proclamación de la sonrisa

Ricardo Gullón





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En presencia de un libro de artículos no caben actitudes medias: o abandonamos su lectura apenas iniciaría, al encontrar que bajo la inquietud que lo hizo carne de imprenta, agitada por un rostro o un suceso de la actualidad, no queda hondura de vida y de pasión al servicio de la letra, o seguimos su rumbo, embalados en la sugestión del escritor, que puso a cada instante una ardiente rúbrica trazada con sangre salida de sus pulsos y de su fe. El buen artículo no muere en la tarde del día que le vio nacer, sino que de allí parte hacia el plasmarse en el pleno acierto que, pasada la coyuntura que lo alumbra, puede y debe sobrevenir Ia prueba del tiempo es la definitiva; si el escritor la resiste, queda testimonio irrebatible de una voz auténtica y personal que ha sabido manumitirse del coro indistinto.

Yo he leído el último libro de Ramón J. Sender con voracidad de lector apasionado, saltando aquí y allá, incitado por la atracción de los temas, para más tarde ordenar la lectura y captar lo que el joven escritor -y aquí la palabra «joven» no califica, sino que define- había puesto en ellos: valentía en la intención y decoro, una gran limpieza de propósito y un estilo que no se ve y que da el tono final de cosa bien hecha, de igual manera que la técnica en las buenas películas: sostiene todo y no aparece por ninguna parte.

Sender aborda las cuestiones con nobleza y desde un punto de vista que podrá parecer el adecuado, o no, pero que es siempre honrado, habiendo de parecernos, por consiguiente, sus conclusiones perfectamente lícitas y lógicas. Siquiera la discrepancia en ocasiones sea de tal hondura que deba señalarse sin ambages; por ejemplo, sus juicios sobre Unamuno.

No se trata aquí de anotar coincidencia o diversidad de pareceres, sino de saludar con una exclamación admirativa la publicación de este fin, libro que es Proclamación de la sonrisa. Fino de intuiciones -véase el ensayo titulado André Cide en el Cenit-, de humor fuerte y profundo, como se demuestra en 3 Obispos, 3, una de las mejores páginas de la obra, escrito con precisión y sencillez, utilizando los vocablos con una soltura que nace de emplearlos por lo que son de una manera directa, que en ello basa su encanto, como expresión de algo que se quiere comunicar, de un mensaje que ha de transmitirse porque imperiosamente lo exige desde su tibia entraña la arrebatada conciencia del genuino escritor, que debe siempre, quiéralo o no, cumplir el destino agónico que es su vida.





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