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Prólogo a las «Poesías completas» de Delmira Agustini

Alberto Zum Felde





Tres décadas han pasado desde la aparición de Los cálices vacíos, el libro en que Delmira Agustini legó a la posteridad -un año antes de su muerte- la suma de su obra poética hasta entonces; suma breve, por lo temprana, que cupo en un libro pequeño, pero cuyos valores de originalidad y de potencia le han situado definitivamente en el primer plano de la lírica americana... Esta posición definitiva tiene por garantía de su afirmación irreversible, la única verdaderamente cierta: la del tiempo, cuyo juicio tremendo, así corno consagra la inmortalidad de los valores auténticos, reduce a polvo monumentos de altísima vanagloria.

El juicio postrero es de una validez tanto más segura, en lo que respecta a la poesía de Delmira Agustini, cuanto que ha sido, éste de su prueba, un tiempo extraordinario; ha atravesado el fuego de la gran renovación literaria del siglo; lo que resulta natural, por cuanto es fuego ella misma.

No es difícil que, mientras persiste el imperio de una misma escuela, de un estado de conciencia estético, de un estilo de época, se mantenga también la estimación de las obras que han nacido dentro de su clima; porque hay una inmensa producción de cada época cuyo valor precario sólo consiste en responder a determinadas y temporales modalidades del gusto. Son como la fronda caduca de las estaciones; fuera de su ambiente histórico pierden toda entidad, apareciendo en su descolorida y triste marchitez.

¡Cuánta ostentosa gala poética de aquel período de comienzos de siglo ha sido arrumbada en el desván de las viejas utilerías! Tiempo de los más peligrosos de vivir, poéticamente -o, mejor dicho, de sobrevivir...- aquel del otoño del decadentismo -que se extinguía en un mundo de mitología retórica, ya exhausta por el esplendor orgiástico de los años que le precedían. Tiempo aquel, como el de todas las postrimerías de un gran período de la civilización -como, dicen, fue aquel otro de fines del XVIII, antes del 9 Thermidor, tiempo de «la dulzura de vivir»- pero -tal vez por ello mismo- difícil de subsistir para el Arte, porque ya ha dado de sí todo lo sustantivo de la época, está originalmente agotado, quedándole sólo el ajado lujo hereditario.

Poco, muy poco, es lo que sobrevive de esa época del Novecientos anterior a la Primera Guerra Mundial, no obstante haber sido, aquí en América, de reloj atrasado todavía, la del apogeo «modernista». El nombre de Delmira Agustini es de los que han quedado, y para siempre, entre los tres o cuatro de todo nuestro hemisferio... Casi toda aquella profusa fronda rimada se fue como hojarasca en el viento del Atlántico, que barrió el campo de la poesía hispanoamericana en los primeros años de la postguerra. Pero sus cálices ardientes no conocieron la derrota de la ceniza.

¿En qué consiste el secreto de la supervivencia de nuestros «decadentes» -Darío, Herrera y Reissig, en primer término-, habiéndose alimentado, literariamente, del manjar de la muerte? Todos ellos, sin excluir a los mayores, tomaron para su uso aquella mitología estética de fines del XIX, gloria de su siglo, que Darío introdujo en el verso castellano, justamente cuando ya en Europa sonaba la hora de su ocaso.

El secreto está, probablemente, en ese mismo hecho paradojal: para nosotros, era lo nuevo. El decadentismo francés -europeo a través de Francia- renovó el verso castellano, en España y en América. El alma aquella era ya vieja, periclitaba, pero al entrar en el cuerpo de nuestra lengua, adquirió nueva energía y nuevo esplendor -vino añejo en odres nuevos...- asumiendo una categoría estética propia. Tal, en lo que respecta a Darío y a Herrera, por ejemplo, quienes, evidentemente, se apropiaron las modalidades y el repertorio de aquella época. En cuanto a Delmira, la originalidad viénele de otro modo.

No era ella una artífice del verso, como lo eran aquellos dos grandes maestros continentales del Modernismo, a cuyos nombres habría que unir el de Lugones. Su originalidad no está en la forma, en la «estética», sino, toda, en la genialidad del temperamento, en la profundidad categorial de su vivencia lírica, en la revelación imperiosa del Subconsciente. Así, pudo ella crear su propia mitología poética, su mundo de imágenes -que son los símbolos de su onirismo lírico- valiéndose, sin embargo, en gran parte, del lenguaje retórico de su tiempo.

No, la autora de Los cálices vacíos no poseía ni el sumo arte lapidario de los parnasianos, ni el hermético simbolismo de la escuela de Mallarmé, ni la rara y sutil musicalidad verlaineana, ni ninguna de las virtudes estéticas que caracterizaron y valorizaron la poesía de aquel «fin de siglo»; sí las intentó, no parece haber puesto su ahínco en lograrlas; no era, el suyo, temperamento apto para tal tipo de disciplina técnica.

Ateniéndonos a su propia declaración, su norma era la espontaneidad y no la disciplina, lo cual puede explicar las imperfecciones de gran parte de su producción. «Y me seduce el declarar -dice en una nota de la edición de 1913- que si mis anteriores libros han sido sinceros y poco meditados, estos Cálices vacíos, surgidos de un bello momento hiperestésico, constituyen el más sincero, el menos meditado... Y el más querido».

Nada más lejos del hermetismo verbal que su lirismo, demasiado patético para someterse a la depuración metódica del alambique. En esto tenía mucho de los románticos. Su verso es, a menudo, hinchado torrente de un agua oscura y cálida -agua que no es de lluvia, sino que mana de dentro de la tierra- y arrastra en su carrera el lodo del cauce y desgarrados ramajes de las orillas. En muy pocas de sus composiciones logra mantener el equilibrio eurítmico de la estrofa; su lenguaje es, a menudo, descuidado. La poesía fluye de su seno de un modo impetuoso, fogoso, salvaje, hinchando sus venas azules, enronqueciendo su garganta.

No es, pues, extraño que muchas de sus composiciones ofrezcan, al lado de bellezas magníficas de expresión, frases de dudoso buen gusto; tras un verso de línea imperial, otro vulgar o confuso; cosas de originalidad sorprendente suelen mezclarse con el uso fácil de trivialidades en boga. Ningún poeta de su jerarquía intrínseca presenta esa desigualdad de calidades estéticas, esos contrastes tan desconcertantes entre la genialidad creadora y la banalidad del tropo manido. Usó y abusó, con despreocupación, de vulgarismos retóricos corrientes entre la medianía promiscua de los versificadores de entonces; la cachivachería alegórica del «modernismo» dio a su escenografía abundante lujo decorativo sin valor. En el mismo cofre, guarda el oro de más subidos quilates y el oropel baratísimo, las piedras preciosas y las cuentas de vidrio de colores. De todo se vale igualmente; y, sin embargo, su poesía triunfa por sobre todo.

¡Cuán profunda y poderosa no será la corriente de su lirismo, cuán terrible y magnífica la vida de sus imágenes, para que su poesía permanezca y se alce, soberana, hoy como entonces, testimoniando la inmortalidad de una criatura genial, quizás la única genial -como ya lo insinuó Darío- de cuantas mujeres han escrito en verso, en nuestra lengua, después de Santa Teresa!



Lo que define su originalidad esencial -y en ello consiste su genialidad- es el sentido subliminal de su inspiración erótica. Esa profunda subliminalidad es lo que distingue y categoriza su poesía, entre toda la poesía erótica -y no erótica- conocida hasta entonces; y conocida posteriormente, porque ella ha tenido numerosa cauda de imitadoras, pero ninguna imitó lo que no se puede imitar, porque tiene que ser auténtico. No entenderían a Delmira Agustini quienes la tomaron por una poetisa erótica, en el sentido corriente del término. Eso sería juzgarla no sólo superficialmente, sino de un modo grosero. Su erotismo profundo poco tiene que ver con aquella primaria, ingenua apetencia de los sentidos, ni con aquella sensual delectación que, desde los yambos del «divino» Anacreonte, viene corriendo por el verso universal, como el vino del placer derramándose de su copa de oro; ni tampoco con aquella nacionalidad sálica, que es pasión de realidad terrestre y objetiva, aunque ella sacrifique a los pies de Afrodita las más puras palomas de su gracia; ni aun con aquella otra sensualidad triste del viejo Omar El Kayam, filósofo del goce efímero y de la carne sin destino. El erotismo, en Delmira, no es realista como en sus predecesores y en sus epígonos. Es lo opuesto; un constante evadirse de la realidad y del mundo, un ir desesperado tras la forma ideal de su Deseo, un trascender a un trasmundo y a una suprarrealidad, en cuya noche recóndita se encienden, como los astros del abismo, las imágenes sobrehumanas de su ensueño. Su erotismo arde y se consume en sí mismo, zarza ardiente en el desierto de un más allá de la carne y de la vida.

Su poesía es un profundo y anhelante soñar. Lo que ella ama e invoca no es la simple, inmediata realidad de sus sentidos; es una forma que está más allá de sus días, es un fantasma de su libido subliminal; es, casi, un pensamiento, que no pueden apresar sus brazos carnales. Por eso todos sus poemas están hechos de visiones extraordinarias y de gritos de angustia. Semejante a las antiguas pitonisas, un sonambulismo lúcido la posee; y con frecuencia, su voz parece llegarnos, enronquecida y lejana, desde las hondas cavernas de su ensueño.

El mundo de sus imágenes está lejos de aquel gracioso iriso de la sensualidad pagana, con sus rosadas ninfas saludables, sus alegres faunos flautistas y sus juegos amorosos sobre la hierba. Es, el suyo, un mundo oscuro y tempestuoso, en el que arden extrañas hogueras; figuras ideales lo pueblan, como de dioses, «esculpidos en prodigios de almas y de cuerpos»; pero sus formas perfectas proyectan sobre el muro de la realidad sombras monstruosas que se truecan en demonios atormentadores.

En sus praderas nocturnas, donde las rosas se confunden con los asfódelos, sopla un cálido viento de ráfagas huracanadas, lleno del sacro horror que sacudía a las bacantes en los misterios de Dionisos. Y cuando el viento se acuesta, en el silencio más lúgubre que el clamor, se oye su voz, la voz de la pasión y del delirio, voz de tortura y de desolación:


En mi alcoba agrandada de soledad y miedo,
taciturno a mi lado apareciste
como un hongo gigante, muerto y vivo.
brotando en los rincones de la noche,
húmedos de silencio...



El amante espectral, en la caverna mágica, se inclina hacia ella, ¿cómo?; he aquí sus expresiones: -«como un enfermo de la vida a los opios infalibles y a las vendas de piedra de la muerte»; «como el gran sauce de la melancolía a las hondas lagunas del silencio»; «como la torre de mármol del orgullo minada por un monstruo de tristeza»...- En el lúgubre ensueño pasional, ella vibra dolorosamente como la cuerda demasiado tensa de un instrumento ultrasensible; y su mirada es «una culebra apuntada entre zarzas de pestañas al cisne reverente de tu cuerpo»; «una culebra, glisando entre los riscos de la sombra a la estatua de lirios de tu cuerpo»... El drama acaba en una burla muela y espantosa, que da todo el sentido de la tortura mental de la poetisa, en ese delirio de su erotismo singular -porque no es el suyo ni el Eros Pandemos ni el Uranius, ni el sensual ni el intelectual, sino otro, un tercero, fusión de ambos, quizás, al que podríamos llamar Eros Mágico, y que ella ha traído al mundo de la poesía. -«Yo esperaba suspensa el aletazo / del abrazo magnífico... Y cuando / te abrí los ojos como un alma, vi / que te hacías atrás y te envolvías / en yo no sé qué pliegue inmenso de la sombra...». Así acaba el poema Visión.

Esta visión simboliza la poesía y la vida de Delmira Agustini. No nos referimos aquí, precisamente, al drama cruento, objetivo, que truncó sus días breves sobre la tierra, sino al otro, subjetivo, incruento, que vivió dentro de sí, y que fue, a la vez, su tormento y su gloria.

Tragedia, más que drama -puesto que era su fatalidad, su predestinación-, ésa es la criatura condenada a sufrir la quimera ardiente de sus visiones, frente a la dura realidad de los días; tragedia del despertar de sueño fúlgido al desencanto de la vulgaridad cotidiana; tragedia del Amor que vive de sus fantasmas, pero que alarga hacia la materia de la vida sus manos «todo-palidecidas de amortajar quimeras...»; tal la absurda y sublime tragedia de Delmira, que puso en su boca sensual un ricto amargo, en torno a sus ojos iluminados hondas sombras nocturnas, y en sus versos exaltados esa verdad patética que les da entidad por encima de la mera literatura.

La autora de Los cálices vacíos es una introvertida fatal, una pasional subjetiva, una amante onírica. Todo su erotismo es sueño; por eso, quizás, es poesía. Pues es necesario que una suprarrealidad psíquica, una cuarta dimensión categorial, intervenga como factor estético, para que toda objetividad directa y toda apetencia primaria, se transfiguren en poesía; porque la poesía tiene una cosa de común con la Metafísica: que pertenece al reino de las esencias, aunque ambas vengan de él por distinto camino.

De ahí que su arte sea, necesariamente, pesimista. Y ello acendra su calidad poética. Porque el único optimismo que no vulgariza la poesía, es el implícito en la fe religiosa, por cuanto la religión es trascendencia de esta realidad a otra más alta, optimismo de lo invisible, de lo imposible, acaso...

La única vez, quizá, que la poesía de Delmira Agustini expresa su sentimiento optimista es, precisamente, cuando la inspira la esperanza de la inmortalidad del Alma, que tal parece ser el sentido de sus estrofas De mi Numen a la Muerte:



Emperatriz sombría,
si un día,
herido de un capricho misterioso y aciago,
yo llegara a tu torre sombría
con mi leve y espléndido bagaje de rey mago
a volcar en tu copa de mármol mis misterios,
sellarás más tu puerta y apagarás tus cirios...

En mi raro tesoro,
hay, entre los diamantes y los topacios de oro,
y el gran rubí sangriento como enconada, herida
el capullo azuladlo y ardiente de una estrella
que ha de abrir a los ojos suspensos de la Vida,
con una lumbre nueva, inmarcesible y bella.



Por supuesto que, al referirnos al pesimismo de su poesía no aludimos a nada doctrinal -pues eso, en poesía, sería espurio- sino a aquel sentimiento pascaliano del alma que conoce la fatal miseria de toda realidad; y sabe que el hombre está condenado a ella; y no le queda más que la Esperanza mística...



Quien, poco avisado, o de torpe entender, creyera que ese erotismo delirante -y por tanto, doloroso- que desborda de la poesía de Delmira, responde a una realidad biográfica, quien buscara la anécdota, estaría tan absolutamente lejos de su poesía como quien creyera en la realidad objetiva de un mito. Pues su erotismo es eso, en fin: pura mitopeya, tabulación poética. Conviene saber que la terrible sacerdotisa de Eros, la trágica voluptuosa que parecería a través de muchos de sus versos, fue una mujer prácticamente casta hasta su matrimonio; y que vivió recogidamente en su hogar solariego, junto a la sombra tutelar de sus padres.

¿Se induce de ello, entonces, que su poesía no es verdad? Los que busquen la verdad de la poesía en la realidad concreta de la anécdota, en la objetividad histórica, ciertamente pueden asegurar que el erotismo de esta poetisa es puramente imaginativo y hasta literario. Pero, para los que saben que la verdad poética no es la de los hechos sino la del ensueño -como la verdad filosófica es la del pensamiento- y que toda forma de arte es transfiguración, este erotismo es profundamente verdadero. El hecho mata la poesía, como la anécdota mata la metáfora; por eso, cuando Delmira Agustini llegó a la madurez de su conciencia poética -y de su tragedia interior-, llamó a sus versos Cálices vacíos. ¿Vacíos de qué, estos cálices, sino de la realidad, del Mundo?...

La poesía de Delmira se nutre de la realidad ideal de sus esencias; es la voz que surge de la profundidad sub-limine. Y así su poesía -como toda poesía lírica auténtica- vive, no de lo que sucede, sino de lo que no sucede; de lo que no sucede -y acaso no pueda suceder- en el mundo histórico, pero es en el del sueño, que también es vida, vida profunda, vida interior, esencia de la vida. ¿Ya no lo dijo Píndaro?: «El hombre es el sueño de una sombra».

Pero en Delmira, corno en los otros líricos de su tipo, ese vivir entre el sueño y la realidad es su dolor, es su condena; porque los fantasmas que suben de las profundidades de su sangre la torturan; sus visiones la chupan, desde la sombra. Parece una vampiresa, a los ojos vulgares: es una vampirizada por sus propios sueños. El amante que forja en su delirio onírico le ha de ser vivo a fuerza de soñado «que sangre y alma se me va en los sueños». El amante ideal, que ansía y espera -aunque sabe que no lo hallará nunca, en la vida- «arraigando sus uñas extrahumanas / en mi carne, solloza en mis ensueños».

Mas la irrealidad de su erotismo no se detiene en el dramático soñar de su pasión, no se agota en la inmanencia subjetiva del Yo. Su sexualidad se trascendentaliza en su pensamiento. Cuando ofrece su cuerpo, en soberana desnudez de pura naturaleza, «como si fuera la inicial de tu destino / en la página blanca de mi lecho», la voluptuosidad no aparece, ella misma, como finalidad; es un camino hacia un más allá heroico del deleite y de la carne; su entrega tiene el carácter de un sacrificio vital, que es lo que da un sentido casi religioso -religiosamente metafísico- al acto amoroso,



Da a las dos sierpes de su abrazo, crueles,
mi gran tallo febril... Absintio, mieles,
viérteme de sus venas, de su boca...

Así tendida, soy un surco ardiente
donde puede nutrirse la simiente
de otra Estirpe sublimemente loca...



El sentido de maternidad de esos versos, tan típica y únicamente suyos, no es el común a las demás criaturas de su sexo; no es el simple sentimiento de la ternura materna. El instinto también aquí aparece sublimizado mentalmente; no es ya lo humano -lo «demasiado humano», como diría el Anticristo de Basilea- sino, precisamente, lo contrario: una exaltada aspiración al Superhombre. Ella tiene algo de hija espiritual de Nietzsche.

La trágica idealidad nietzscheana de la superación del hombre, aquel mito dionisíaco, hijo de la rebelión anticristiana, había entrado en su pensamiento; pero justo es reconocer que ella le había depurado de su crueldad satánica, convirtiéndole en el sueño de un nuevo Adán sin pecado. El hijo de su carne ha de ser también hijo de su espíritu: otro absurdo poético; un magnífico, un glorioso Euforión, no efímero como el otro, será el fruto ilusorio de su sangre.

Este sentido trascendental que, por momentos, alcanza su erotismo -intelectualizándose, es cierto, un tanto a expensas de la verdad poética pura- define más evidentemente, para la mayoría, la diferencia específica de su erotismo y de la otra poesía erótica en general, aun de la más subida calidad estética. En su verso hay, pues, sexualidad apasionada y desnuda -demasiado apasionada y desnuda, quizás, para él gusto de nuestra época...- pero no hay, propiamente, sensualismo. El sensualismo, sí, sería intolerable, como poesía, en el clima estético de esta posteridad. Sin embargo, su poesía no puede ser medida con la vara común -ni con la que mediríamos a los contemporáneos- porque ella es, en cierto modo, una fuerza de la naturaleza, algo olímpico ella misma, por la potencialidad de su lírica, y tan permanente en el símbolo como Pan, Dionisos o Afrodita; pero deidad dramáticamente ensombrecida por su descenso a la condición humana, por su condena a la miseria de la naturaleza caída...

La poesía de Delmira no es cristiana, ciertamente, por cuanto no siente el Pecado, aunque llegue a decir que su alma es fúlgida y su carne sombría; pero siente la estrechez y la oscuridad de esta cárcel del Ser -y sin embargo, condición de nuestro ser- que es la naturaleza carnal; y más aún, siente la oscuridad y la estreches de toda realidad física. Por eso busca evasión desesperada en el sueño, que es el mundo de la libertad ilusoria; pero su condena es tornarse, fatalmente, a la realidad exterior; y entonces se alza sobre la misma voluptuosidad carnal, por el sentido de una trascendencia metafísica.

El erotismo de Los cálices vacíos es dramático, y esta dramaticidad profunda -que es conflicto del Ser- es lo que le redime de toda sensualidad. Su poesía es lucha constantemente renovada y sin término entre su realidad y su sueño, entre su cuerpo y su alma; a veces el sueño, poderoso, impone sus formas espléndidas a la vida, crea un mundo mágico; otras, la realidad imperiosa impone al sueño sus propias oscuras formas, le burla con su ironía. Así hallamos a cada paso, en su poesía, visiones angustiosas, escenas de pesadilla. La magia y la ironía se alternan; pero ella no puede renunciar ni al sueño ni a la realidad, y va de ésta a aquél, y torna de aquél a ésta, en perpetua ansiedad de encontrarse; pero no se encuentra -porque en un lado está la mitad de su ser y en el otro la otra mitad-, sino en el plano intelectual de la trascendentalidad del Eros.

No hay que caer, tampoco, en el error de aquellos que, por loable afán de redimir a la poetisa de toda sensualidad, llegan a creer que el erotismo de sus versos es, no ya una fantasmagoría onírica, como realmente lo es, sino alegoría metafórica, detrás de la cual se expresaría el alma mística de la autora.

Tal interpretación nos parece totalmente arbitraria y sofística; es semejante a aquella que atribuye significación mística a los versículos del Cantar de los cantares. En verdad, si la exaltada voluptuosidad del cántico salomónico puede ser reversible a un plano de puro simbolismo teológico, si el lenguaje tan concretamente carnal de sus imágenes -aquel «bésame con los besos de tu boca...», aquel «tus caricias son mejores que el vino», aquel «en mi cama busqué de noche a mi amado, y no lo hallé...», aquel «tus dos pechos son como tiernas gacelas, que reposan en medio de los lirios», aquel «miel y leche hay debajo de tu lengua»-, si todo ello, y lo demás, puede ser interpretado sólo como alegoría del desposorio místico del Alma con la Divinidad, habría que reconocer que tampoco, es absurda la transfiguración espiritual del erotismo de Los cálices vados.

Sobre la base de un sofisma -voluntario o involuntario- puede edificarse todo el castillo de una exégesis ficticia. El sofisma de la misticidad original del Cantar salomónico es caso evidente; y. por tanto, su exégesis espiritual una ficción, cuyo pronto anacronismo la condena. Pues, si no bastara, en efecto, el análisis literario de sus elementos, vendría a acabar con toda duda el absurdo histórico de aquella interpretación, Cristo -el Esposo de la mística católica del Renacimiento- era, entonces, una remota profecía, que aún tendría que pasar, además, por la transformación del platonismo helénico; y Jehová era un dios padre de barbas levíticas demasiado severas para admitir la irreverencia de un lenguaje tan voluptuoso.

Cierto que esa interpretación mística del Cantar atribuido al Rey Sabio -tan sabio como voluptuoso, según lo atestigua su serrallo- que ha sido, al parecer, oficializada por la Iglesia, permitió a San Juan de la Cruz expresarse en ese lenguaje tan deliciosamente ambiguo de su Cántico espiritual y su Noche oscura del alma (que por momentos es noche oscura del cuerpo) cuyo sentido puramente alegórico es tan indudable, como es poéticamente maravilloso. Pero el ejemplo del místico español no es aplicable, en modo alguno, a la poetisa uruguaya, quien, además de la concreta carnalidad de sus imágenes, presenta la palabra «erótico» expresamente reiterada en muchísimos de sus versos. Y que no era, el suyo, el Eros Uranios -Eros filosofal- de que nos habla el Symposión, se evidencia a través de todas sus expresiones, cuyo claro sentido natural sólo podría torcer una falacia dialéctica.

He ahí todo eso de «te inclinabas a mí como si fuera / mi cuerpo la inicial de tu destino/ en la página oscura de mi lecho...»; «y era mi deseo una culebra / glisando entre los riscos de la sombra / a la estatua de lirios de tu cuerpo»; «y tanto te inclinaste, / que mis flores eróticas son dobles...»; «su cuerpo excelso derramado en fuego / sobre mi cuerpo desmayado en rosas»; «para sus buitres en mi carne entrego / todo un enjambre de palomas rosas...»; «a veces toda soy alma, / y a veces, toda soy cuerpo...»; «y vive tanto en mis sueños / y ahonda tanto en mi carne...». En El rosario de Eros se dice: «más tarde, en el helado más allá de un espejo, / como un lago inclinado, / ver la olímpica bestia que elabora la vida...». Las citas podrían proseguirse, llenando páginas; habría que transcribir, íntegramente, El cisne.

Claro que, si se quiere, se puede sofisticar el sentido de esas y de otras frases, dando a todas y a cada una, una interpretación mística, convirtiéndolas en puras alegorías (o, mejor dicho, impuras alegorías, porque la carga de voluptuosidad carnal que contienen es demasiado peligrosa); y nos parece que muy más ardua tarea tendrían los teólogos, si quisieran incorporar esta poesía a las lecturas con licencia eclesiástica, que la emprendida por los exegetas de la Biblia cuando mistificaron el Cantar salomónico.

Lo que hay, sí, en la poesía de Delmira -y eso también aparece tan evidente como su erotismo- desde el primero al último de sus versos, es aquel profundo y poderoso élan de idealidad, aquella ansia desesperada de superación de lo humano a que nos hemos referido, y que es lo que da a su erotismo esa sublimación poética, y a su pasionalidad esa hondura metafísica.



¡Imagina el amor que habré soñado
en la tumba glacial de mi silencio!
Más grande que la vida, más que el sueño,
bajo el azul sin fin se sintió preso...

¡Imagina mi amor, amor que quiere
vida imposible, vida sobrehumana,
tú, que sabes si pesan, si consumen
alma y sueños de Olimpo en carne humana!



El poema Íntima, al que pertenecen las estrofas citadas, es, todo él, expresión de esa ansia imperiosa de una realidad sublime, de evasión de lo simplemente humano, hacia un mundo de dioses. Decimos de dioses, y no de ángeles -pagano y no cristiano- porque, en su poesía, el espíritu y la carne, el alma y el cuerpo, el pensamiento y la voluptuosidad, son inseparables; y, a menudo, se confunden. Toda su poesía es un entrelazamiento entre las dos sustancias, pero su resultado es la sublimización olímpica del amor.

Y la expresión más categórica de esa unidad ideal de las dos sustancias es su concepto de una estirpe magnífica, suprema -el Superhombre-, naciendo de su carne, ardiente surco de voluptuosidad, bajo la tempestad olímpica del Amante; de aquel Amante ideal, tallado en prodigios de almas y de cuerpos, que, arraigando sus uñas extrahumanas en su carne, solloza en sus ensueños.

Este Amante ideal, creación de su Eros mágico, no es, desde luego, un simple hombre, pero tampoco es un espíritu; sino criatura física encarnada, con facultad de procreación, y algo semejante a aquel Zeus que descendía hasta el lecho de las bellas hijas de los mortales, y de cuyo poderoso deseo nacían progenies de semidiosas.

Mas tampoco es imposible concebir que, por ese camino de la idealización del erotismo, la poetisa hubiera podido llegar, más tarde, a un estado auténticamente místico del amor; y que, trocando el ideal olímpico por el cristiano, llegase a hablar de su unión con el Amado, en el lenguaje teologal de Santa Teresa sin que en ello hubiese ya sombra de voluptuosidad carnal; o que la voluptuosidad misma fuera, por un misterioso metabolismo -que la Ciencia en vano ha pretendido explicar, atribuyéndolo a fenómenos de histerismo- transportada al plano del éxtasis celeste, tal como lo ha figurado la estatua del Bernini, discretamente oculta tras el altar pontifical de San Pedro.

Y consideramos verosímil la profecía anulada de ' esa conversión de la poetisa, en años que no alcanzó a vivir, porque ese camino de su lírica evasión de lo humano, pudiera conducir, en último término, y dado el subjetivismo de su temperamento, a la visión mística. Del ensueño erótico al éxtasis teresiano, la distancia no es insalvable, cuando está de por medio el puente de una encarnación divina...

Entre los furtivos descensos carnales del dios olímpico, y las visiones recónditas del Cristo viviente, media -es cierto- el abismo que separa el amor humano del amor divino; pero, como el Eros universal del concepto platónico abarca lo divino y lo humano, la materia y el alma, la esencia y la forma, en un solo, infinito principio de tracción y de gozo, resulta que todo consistiría en algo como ese movimiento de palanca que, cambiando la dirección de las agujas, lleva por vías distintas a los trenes, Y aunque es de advertir que esa palanca no es tan simple de mover en las vías internas de la conciencia humana como la de los rieles, todo es posible en ese maravilloso y misterioso mundo de las metamorfosis de la libido, cuyo sentido va, sin duda, mucho más allá del materialismo freudiano.



Tal dramatismo es lo que define la personalidad poética de Delmira Agustini; porque la poesía, lo que quiere ante todo es personalidad; personalidad viviente. La habilidad retórica, el dominio técnico, el arte docto, no son nada si no existe el modo original de ser, que es lo que da originalidad a la expresión, y ésta a la forma. En arte sólo tiene valor lo que es auténtico, porque es la manifestación del ser. Así se impone la autenticidad valiosa de expresión en la poesía de Delmira, a pesar del uso demasiado frecuente de aquella trivial retórica, en boga, en aquel tiempo.

Porque hay, en cada época, un repertorio retórico generalizado, un léxico de moda, que es precisamente la fronda débil y caduca de cada escuela o período literario; la medianía vive sólo de ese repertorio y por eso su obra perece; pero el talento se salva, en la medida que logra trascender tal retórica. Así fue siempre. Y puede darse por seguro que la mayoría de los libros de versos que actualmente disfrutan de cierto prestigio superficial, quedarán mañana confundidos y olvidados en la pluralidad estadística del repertorio standard de nuestra época ad usum mediocritatis.

La verdadera personalidad se emancipa del acervo prestado de lo común por el imperativo de su propia entidad poética. Así ocurre en Delmira, de un modo progresivo, en general, aunque no con una exactitud cronológica; pues, aun cuando su estilo va haciéndose más original así que avanza en su madurez artística, y este proceso de depuración y propiedad del lenguaje se va concretando en sus libros- sucesivos, el desarrollo no es regular; algunas composiciones de su último libro presentan caracteres estilísticos propios de los comienzos; y, al contrario, ya en sus primeros libros se encuentran poemas de una estructura límpida, dignos de alternar con los de su última etapa.

El libro blanco, publicado a los veinte años, pero que recoge composiciones de edad anterior, está plagado de ese lenguaje trivial y de ese acervo de tópicos poéticos corrientes, y ya gastado, de su hora, en Hispano-América. Su genialidad juvenil se mueve confusamente entre las cosas de ese bazar de moda -una moda que hoy parece, en general, de mal gusto y con muy acentuados declives a la cursilería-, manejando ese repertorio y ese lenguaje prestados. Y sin embargo, podrían señalarse, entre la fronda caduca de ese primer libro, composiciones en que aparece ya la garra leonina, y que pueden contarse entre las más intensas y definitivas de su poesía; tales, las tituladas La estatua, De mi Numen a la Muerte, Íntima, El intruso, Desde lejos.

En Cantos de la mañana, publicado tres años después, el proceso de liberación del lenguaje metafórico se halla en su etapa decisiva; la expresión ha crecido en propiedad, apareciendo el verso mucho más limpio de escoria retórica, aunque algo queda todavía; algo quedó siempre, como ya anotamos; pero, ¿qué importa, si estamos en la corriente de fuego del metal fundido?... En este libro la indicación habría que hacerla a la inversa: señalando, en la depuración del conjunto, la presencia retardada de algunos elementos espurios. Lo más es lo mejor; lo menos, lo aún viciado. Y ya aparecen en él diamantes del más puro brillo, en su cielo poético; citemos Lo inefable, Las alas, Los relicarios dulces, y aquella, sin título, que comienza: «La intensa realidad de un sueño lúgubre...».

Es, en fin, en Los cálices vacíos, el libro de su plenitud, donde la forma llega a su propiedad cabal, la expresión a su desnudez de llama. La originalidad de la imagen corresponde a la originalidad del pensamiento; la soberanía de su verso a la soberanía de su espíritu. A él pertenecen esas creaciones únicas que se llaman a A Eros, Visión, Otra estirpe, Fiera de amor, El cisne, Plegaria, sus más cimeras formas.

La poetisa murió cuando había alcanzado esa altura de su soberanía estética, esa desnudes de su propia verdad, despojándose de la retórica ornamental al uso. Tenía sólo veintiocho años al morir, de un balazo en el corazón. Si no puede decirse que fue una malograda, no obstante su. juventud, pues alcanzó a dejarnos algunos poemas de valor definitivo -y una figura de inmortal significación-, puede decirse, sí, que el revólver de aquel marido absurdo, enloquecido de celos, malogró esa gran parte de su obra que aún estaba por escribirse; quizá la mejor parte.



Cuando apareció El libro blanco, primicia adolescente, un movimiento de asombro conmovió los círculos literarios de su época. No era tanto, aún, el escándalo implícito de su erotismo, que en aquel primer libro aparece muy directamente velado, casi tímido. La joven diosa no se había despojado de su túnica; sólo la había entreabierto, dejando ver la morbidez del flanco olímpico. Ya era mucho, entonces; ya era demasiado, quizás, para una diosa que no era precisamente de mármol, y que habitaba entre las gentes. Pero, no fue tanto eso lo que asombró a los círculos contemporáneos, sino la hondura filosófica de sus versos

La gente quedó pasmada de aquel prodigio de sabiduría infusa. Nunca, hasta entonces, se había dado el caso de una semejante potencia mental en una muchacha de sólo veinte años, y que, para colmo de asombros, no había pisado nunca un aula académica. Esto era lo más descomunal del prodigio; porque la ingenuidad de nuestro ambiente intelectual, entonces, creía que todo saber posible estaba encerrado en la Universidad... ¿No lo sigue creyendo, todavía?...

Y no fue sólo el vulgo el asombrado, sino también -aunque esto hoy nos asombre-, los intelectuales de mayor jerarquía, Espíritu tan sagaz y cauteloso como él de Vaz Ferreira, llegó a decir: «Si hubiera de apreciar con criterio relativo, teniendo en cuenta su edad, etc. (el etc., eran las aulas), diría que su libro es, sencillamente, un milagro. Vd. no debiera ser capas, no precisamente de escribir, sino de entender su libro. Cómo ha llegado Vd., sea a saber, sea a sentir, lo que ha puesto en ciertas poesías suyas, es algo completamente inexplicable...». Si el autor de Lógica vivo, con su talento, no se lo explicaba, ¿cómo se lo iban a explicar los otros, pobres diablos?

Aquella profundidad metafísica de sus versos, en una joven que, ignorando la filosofía didáctica de los textos, carecía, asimismo, de la experiencia normal de la vida que dan los años, era un caso que escapaba a toda comprensión de método determinista, y representaba, para la psicología científica de la época, un desconcertante misterio. Sólo un poco más tarde, a la luz de la psicología intuicional -que reconoció, en la conciencia, la actuación de factores más profundos e inmediatos que los del intelecto didáctico-, aquel misterio de Delmira Agustini pudo ser, hasta cierto punto, comprendido.

La joven poetisa era el más admirable caso de intuición intelectual que se conocía. Y lo que posteriormente se llamó intuición (posteriormente en el Uruguay, porque en Francia hacía ya algunos años que Bergson existía...) era entonces, todavía, una mera metáfora, como el Alma misma, sin valor concreto para el positivismo de las aulas. Fuera del mito platónico de las ideas, o de la iluminación mística, la llama de un Pentecostés teologal -en que, naturalmente, no se creía-, sólo contábase, para la explicación valedera de tocios los fenómenos de conciencia, con la mecánica del determinismo científico dominante. Todo era percepción sensorial, asociación, memoria, herencia, sugestión, cenestesia; y lo demás, ignorancia. Pero unos años después, cuando aquel mismo Positivismo dogmático pasó a ser, a su vez, ignorancia, el caso de la intuición filosófica de la joven poetisa se aclaró lo bastante como para que dejara de desconcertarnos, y, por el contrario, nos parecía perfectamente natural; natural, aunque no vulgar, ciertamente, pues que ello está dentro de la naturaleza de la genialidad.

Una inspirada, sí, eso era Delmira, ante todo; una posesa lírica, que, al expresarse en el verso, entraba en esa especie de trance, de delirio, que los griegos reverenciaban en sus pitonisas. En tal estado de clarividencia mental, parecía revelarse en ella un sentido profundo de las cosas; y su sensibilidad física era tan tensa y dolorosa entonces, que, según su propia declaración, le hacía daño hasta la sospecha de la presencia de otra persona en la habitación vecina. Por eso escribía siempre de noche, a horas altas, cuando todos dormían y su daimón era la única presencia en la casa. Si el trance lírico la acometía imperiosamente durante el día, todos hacían en torno de su estancia, defendida por tapices espesos, un silencio de capilla.

Profundamente femenina en su sensibilidad, femenina' hasta las raíces más oscuras de su ser, esencia / símbolo de femineidad ella misma, el verso de Delmira Agustini es, al mismo tiempo, de una virilidad cerebral no alcanzada, tal vez, hasta entonces, por ninguna otra poetisa, no siendo Santa Teresa, la sublime doctora.

La palabra ‘virilidad’ parece, en este caso, dura y paradojal; pero, en verdad, no se halla otra, en nuestro limitado lenguaje de definiciones, para significar esa facultad suya de abstracción mental, y esa misma energía de expresiones que tiene a veces, propia de la mentalidad varonil; porque, las dos maneras de abstracción intelectual, la metafísica y la matemática, son característicamente masculinas; y cuando se dan, muy raramente, en la mujer, corresponden a un temperamento sin femineidad, a una masculinización del carácter. Un moderno endocrinologista nos remitiría en seguida a un problema de glándulas.

Pero Delmira Agustini -para desesperación de los exegetas glandulares- y criatura realmente excepcional en todo, aúna la facultad varonil de abstracción mental a la más honda femineidad de temperamento; su estro domina tanto la pura emotividad como el pensamiento puro, y su poesía va desde la más ardua idea metafísica a la voluptuosidad más enervante. Conceptos poderosos acerca del ser, del destino, del amor, de la muerte, brotan de su frente de Atenea tempestuosa, mientras de su pecho palpitante vuelan las palomas de Afrodita. Y ello por la sola virtud de su genialidad inspirada, lejos de toda sapiencia de estudio.

«A veces yo temblaba del horror de mi sima...», dice en un verso, con acento de pitonisa. También el lector tiembla, a veces, ante la hondura sombría de su pensamiento, ante el vertiginoso vuelo de sus imágenes, del horror sagrado de esa sima sin fondo, velada de extraños vapores de embriaguez, por cuya arista ella camina, con la ciega seguridad de los sonámbulos al borde de altas cornisas.

Su sabiduría está a mil leguas de toda dialéctica. Jamás se halla en su verso un tópico conceptista, una fórmula de cátedra. Su pensamiento habla el lenguaje patético de la vida, un lenguaje puramente estético de imágenes y de símbolos. Toda su poesía tiene sentido metafísico, pero toda su metafísica es poesía.



Su lucidez mental fue de una precocidad extraordinaria, en todo. Mostró desde los primeros años una inteligencia increíble para todo género de aprendizaje. A poco más de un año de su edad ya hablaba claramente; a los cinco ya leía y escribía con toda soltura; a los ocho ejecutaba al piano las partituras más difíciles; a los diez hacía versos que, debajo de su forma muy simple, revelan un pensamiento que no tiene nada de pueril.

Esa mentalidad tan precoz mató, empero, la alegría de sus años. Temprano empezó a pagar a la vida en precio de su espíritu. Su niñez fue callada y melancólica, sin juegos, sin amigas, recogida junto a su madre, mujer culta, en quien halló abrigo propicio para su temperamento solitario y su singular predestinación.

A la sombra de esa ternura comprensiva, creció como una sensitiva en un tibio invernáculo; y a la edad en que las otras muchachas viven, en el mundo, su primavera fragante, ella, la ya nocturna, la consagrada al sacrificio, leía hasta altas horas, apasionadamente, a los poetas y a los novelistas más amargos de la decadencia. De sus sutiles venenos intelectuales se nutrió su adolescencia sin risas.

No estaba, pues, en rigor, desposeída de lecturas; lo que no poseía era cultura universitaria; pero su necesaria autodidaccia, siguiendo la norma de sus afinidades imperiosas, la internó en el laberinto de la literatura de su tiempo. Cierto es, por tanto, que, sin mengua de lo que en ella hay de original e inembargable, su figura y su poesía se definen netamente dentro del clima estético del decadentismo.

Su genealogía literaria se inicia en Baudelaire, padre de toda esa época, y llega hasta D'Annunzio, pasando a través de Wilde. La influencia de los poetas malditos y de los artificiosos estetas de aquel fin de siglo, obró sobre su ánimo, sin romper ni manchar el cristal de su entidad auténtica. También obró sobre ella una influencia nietzscheana, directa o indirectamente, y de ella proviene, sin duda -tal como ya fue indicado-, su heroica idealidad de una aristocracia superativa del hombre.

«L'enfant de volupté» fue quien más cerca estuvo de nuestra poetisa. Él, de los europeos; y de los americanos, Darío. Las huellas de ambos son evidentes en casi toda su obra, pero más especialmente en la de su primera etapa; en sus poemas de madurez, ya su propio fuego ha borrado casi todo rastro. Su personalidad original se levanta y se afirma por sobre todo influjo literario, y en medio de su tiempo -y de los tiempos- con soberanía señera.

Si la esencia de su poesía es universal e intemporal -válida en todo lugar y toda época-, por cuanto atañe al fondo permanente del alma humana y de la humana realidad, el acento de su expresión, el lenguaje en que tal universalidad tomó formas, se relaciona necesariamente con los caracteres propios de la época en que apareció. La obra, como la personalidad misma, aun cuando sean originales en su raíz y perennes en su valor, están condicionadas por los caracteres históricos. Y en tal plano, la poesía de Delmira participa, en mucho, de aquella atmósfera literaria del siglo y de aquel conjunto de elementos que definen una etapa de la cultura.

Cuanto de hiperestesia, de estetismo, de rebeldía individualista, de barroquismo torturante, de perversidad intelectual, hay en ese estado de alma que predominó en la literatura posromántica del último tercio del siglo XIX -y para nosotros, en América, hasta bastante entrado el Novecientos-, está también de algún modo, y de modo intensísimo, en la poesía de Delmira Agustini; como lo está, igualmente -aunque en modos diversos- en la poesía de Rubén Darío y de Herrera y Reissig.

Pero Delmira -como aquellos maestros de la lírica hispanoamericana, aunque por otros fundamentos, pues que no fue una artífice del verso, como ya comprobamos- contiene en sí aquella entidad ingénita que es necesaria para sobrevivir y permanecer, cuando los elementos puramente históricos han caducado, en el curso de la inevitable y salvadora renovación; y cuando la mayoría de los escritores y artistas, conformados y limitados por la psicología y el lenguaje de una época dada, han caducado a su vez, marchitos sus valores precarios, por no haber podido arraigar en la zona profunda de universalidad que no afecta el cambio de los tiempos.



Era una espléndida mujer, de caudalosa cabellera de oro veneciano, que caía en bucles naturales sobre el busto opulento; pero lo más extraordinario en ella eran sus grandes ojos, de un cambiante color de mar, ora verdes, azules o violetas, y de una profundidad verdaderamente abismática dentro de su halo de penumbra, en los que se sentía como la presencia viva y casi angustiosa de su alma. Varias sangres, diversos tipos raciales, se sintetizaban en ella; tenía en su ascendencia alemanes, españoles, italianos, franceses... Ella reivindicaba, principalmente, dos tipos, como lo atestigua en sus estrofas de Fragmentos: el hispano y el teutón, no obstante la italianidad de su apellido, proveniente del abuelo paterno, pues su inmediato genitor ya era platense.

Tenía, del Norte, algo fuerte y soberbio de Walkiria; y quizás viniérale de ahí su poder metafísico. Pero las razas del Mediterráneo le habían dado, a su vez, su pasionalidad, su patética.

El carácter de su poesía -tan libremente fuera de las reglas convencionales de la moralidad burguesa-, por una parte, y por oirá, su propio carácter personal, mantuvieron a Delmira Agustini apartada del trato mundano hasta su muerte.

En ambientes tan imbuidos de prejuicios tradicionales como eran los de nuestros países, en su tiempo, la desnudez erótica de Los cálices vacíos produjo, desde luego, el efecto de una intolerable licencia, la alarma de un escándalo sofocado en los cuchicheos de la murmuración, y prácticamente condenatoria para la osada mujer que así se desprendía, en sus versos apasionados, de los velos convencionales del pudor. Era como si a las estatuas paganas se las hubiese despojado de su hoja de parra; serían objetos impúdicos; habría que mirarlas de soslayo. Y, en consecuencia, los honorables círculos conservadores hicieron en torno de la poetisa un prudente vacío de reprobación.

Quedó Delmira aislada en su ciudad, sola con sus padres, que la adoraban, y se consagraron, fieles, a su culto y a su guarda, sin juzgarla, casi sin comprender, y siguiendo su suerte extraña. Mientras crecía su nombre en el plano literario, y los escritores iban a rendirle su pleitesía, el apartamiento social en que vivía la poetisa se hacía más hondo. Felizmente para ella, tal aislamiento no fue causa de mayor pena. El trato con las otras mujeres de su clase social, sólo causábale fastidio. Entre la banalidad del salón burgués y su profundo, ardiente espíritu, había un abismo de diferencia. Y felizmente, también, la posición económica de su casa paterna permitiole vivir a cubierto de toda inquietud de orden práctico, y en el ambiente íntimo de señorío, necesario a la libertad de sus horas.

De haber vivido en un medio social de otra madurez de civilización, en alguna de las grandes capitales europeas, por ejemplo, y principalmente en París, que era -como ya decía Napoleón, cien años antes- la capital del Mundo, otra hubiera sido, probablemente, su historia. Pues, aunque temperamentos introvertidos, como el suyo, llevan su soledad a todas partes, hubiérale rodeado, allá, la gran corriente de ese mundo de inteligencia y de resonancia, que forma el clima intenso de las urbes seculares.

Pero en el ambiente tan reducido, tan familiar, del Montevideo de 1912 -el mismo, más o menos, que Herrera y Reissig llamó desolador y aplastante-, la vida de la poetisa excepcional fue de un contraste paradójico con su obra y su espíritu. Su aparición, en el ambiente nuestro de aquella época, plantea un conflicto desconcertante con las supuestas leyes del determinismo simplista, que establece correspondencias inmediatas entre el ambiente y la personalidad, entre el medio y la obra. La obra y la personalidad de Delmira Agustini son una contradicción -y dolorosa, por cierto- con respecto al medio social en que nació y vivió, como exiliada. Lo que determinó su carácter, su mentalidad, y el imperativo de su poesía, radicaba en el misterio de sí misma, en su fondo sub-limine, inadaptable al ambiente. Cabe observar, por lo demás, que una característica del medio americano, hasta hoy, ha sido precisamente la de producir en su seno individualidades absolutamente ajenas a la realidad de sus condiciones y que han vivido dentro de él como islas espirituales. El problema merece ser estudiado a fondo.

Delmira no vivió menos desterrada en su medio natal que aquel otro solitario que fue el artífice de la Torre de los Panoramas. Pero al artífice de la Torre le compensaba de su desconexión con el medio la corte fervorosa de sus discípulos. A Delmira, en cambio, sólo la consolaban de su aislamiento las pocas visitas de algunos escritores, atraídos por el brillo de su talento. Una de esas visitas le ocasionó la más grande alegría de su vida literaria; fue la de Rubén Darío, en 1912, cuando su último viaje al Plata, traído por empresarios, como un divo. La mano, ya muy trémula, del glorioso maestro de toda una época de la poesía de lengua hispana, escribió entonces aquellas frases que ella puso de pórtico en la edición de Los cálices vacíos, aparecida al año siguiente.

«De todas cuantas mujeres hoy escriben en verso, ninguna ha impresionado mi ánimo como Delmira Agustini, por su alma sin velos y su corazón de flor. Es la primera vez que en lengua castellana aparece un alma femenina en el orgullo de la verdad de su inocencia y de su amor, a no ser Santa Teresa, en su exaltación divina. Si esta niña bella continúa en la lírica revelación de su espíritu, como hasta ahora, va a asombrar a nuestro mundo de habla española. Cambiando la frase de Shakespeare, podría decirse "that is a woman", pues, por ser muy mujer, dice cosas exquisitas que nunca se han dicho. Sean con ella la gloria, el amor y la felicidad».



La gloria, sí, fue con ella, levantándose como una aurora inmortal sobre la noche de su tumba; pero la felicidad no, pues su destino terrenal fue el de su desventura; ni el amor tampoco, acaso, porque el que ella soñaba estaba más allá de la vida...

Se casó, es cierto, en mala hora. A las pocas semanas del desposorio tornaba al hogar paterno, desolada y sombría, como la Belkis del poema de Eugenio de Castro, llevando en la mano una lámpara de plata, apagada... No era, aquel marido burgués, hombre para ella. Por lo demás, una mujer extraordinaria como Delmira no podía encajar en la vulgaridad convencional del rito corriente. Su fracaso matrimonial era lógico; lo absurdo era haberse sometido, como una señorita cualquiera, a la rutina del precepto y de la costumbre...

El precepto era bueno para las demás, pero no para ella. Ella no era una señorita, y no podía ser una señora; ella era un ser hecho de ensueño y de llama; ella había nacido -para la libertad de sí misma, y para su soledad. Su signo trágico estuvo en guerra, desde el primer instante, con la vulgaridad del marido. Pero -¡oh, desgracia! ...-, el marido estaba enamorado de ella a su modo. Él amaba a la mujer, a la hermosa mujer que en ella había, pero no podía comprender lo que había en ella y que no era la simple mujer. Y así fue que, entablado luego el proceso de divorcio, la atrajo a una última cita secreta, que era una emboscada siniestra de la locura.

Una tarde de julio de 1914 cundió por la ciudad la noticia de que Delmira Agustini había sido hallada en una ajena alcoba, muerta de un balazo en el corazón, junto al cadáver de su marido, que aún apretaba en su mano rígida el arma con que la había ultimado. Los diarios llenaron sus páginas con las crónicas de aquel suceso, sin respeto ni piedad para la poetisa, en una puja de sensacionalismo realista, en el que cupo a la fotografía la parte más odiosa. La torpe vulgaridad de un desborde informativo fue el último regalo que hizo la vida a esta criatura extraordinaria, creadora de uno de los mitos poéticos más originales que existen. Su vida fue un meteoro deslumbrante que atravesó el cielo de la Poesía, dejando un rastro imborrable de sangre y de fuego. De haber vivido en los antiguos tiempos, hubieran hecho de su opulenta cabellera de oro, despeinada por el viento de la tragedia, una constelación, como la de Berenice.





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