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ArribaAbajo Luna de copas

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ArribaAbajo Primera parte

Bacante


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ArribaAbajo- I -

Paisaje bailable


Ignoramos las razones que pueda tener una montaña para ponérsenos delante. Los nuevos movimientos que ha inventado el campo frente al automóvil son ya puro baile. Bailan las cosas, con la música mezcla de jazz-band y de petardo de motor, y (en la noche) brillan luces como lentejuelas. Estas sensaciones son primarias y superadas, al primer golpe de vista, por cualquier espectador, al primer kilómetro veloz.

Después viene el interpretar los bailes de cada paso, a cada engarabitamiento de dedos sobre el aro medular del volante.

Silvia corría. Corría llevando su coche a gran velocidad por la carretera de Visiedo. Visiedo es una playa cantábrica, de ésas que todavía quedan, discreta, escondida, que aún no ha llegado a ascender a la categoría de gran playa de moda. Y, sin embargo, y por esto mismo, lanza ya su veraneo al escaparate. Lo saca y lo pone entre los sombreros del verano y los jerseys náuticos a rayas blancas y azules.



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ArribaAbajo- II -

Visiedo


Los pescadores se dan cuenta de todo esto con tristeza y alegría. Los viejos pescadores de Visiedo advierten que el bello color azul perfecto, que solía tener el cielo algunos días de otros veranos, va cobrando un matiz especial azul-disgusto, muy característico. Es el sansebastianismo, el matiz que irradia San Sebastián sobre la atmósfera cántabra.

Por otra parte, los habitantes del pequeño puerto, antes abandonado y perdido, se regocijan olfateando las ventajas que obtendrían en pocos años si lograsen convertir el lugar en una playa elegante.

Todos ellos se transformarían de pronto en pescadores de perlas.

¿Acaso no se habían presenciado ya transformaciones más extraordinarias en otros puertos?

El viejo Pachín, de Algorta, contaba el efecto que la vista de los primeros balandros, con su donjuanesco y gallardo velamen, había causado a las humildes lanchas pesqueras en otro tiempo. La Carmenchu y la Milagrosa perdieron el color de sus costados.

Y la Joven Elisa se suicidó en un día de galerna. De poca galerna. En realidad, el mar no se había sulfurado con la horrible destreza que hunde a manotazos de ola las embarcaciones. Las nubes, sí. Eran muy negras. Se embudaban como bocinas hacia el mar, hinchadas de ojeriza y de tempestad. El naufragio de la Joven Elisa debió de ser un naufragio hacia arriba. Más cosas raras se contaban, unos a otros, los viejos pescadores de blanca sotabarba marítima, entre juramentos y humos de pipas.

Otro marino, también de sotabarba, y muy sabio, el ilustrado Sixto, de Laredo, dijo en cierta ocasión, parodiando a Bonaparte:

-El porvenir de nuestro litoral es inmenso. «Cada malacopterigio del Cantábrico lleva en su mochila el bastón de mariscal».

Pescadores de perlas, en efecto. Y sin peligro. Pescadas en todas partes, en el mar y en el mercado, en el hotel, en el Kursaal; los mejores criaderos conocidos del mundo, incluyendo los australianos.

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En Visiedo estaban empezando a construir un Kursaal.

También estaba formándose una colonia de hoteles, que algunos reiterados veraneantes se hacían edificar cerca del pueblo, a bastante distancia de la playa. Sobre el tablero de ajedrez de terreno, iban apareciendo las piezas, una a una, jaqueadas a veces por el buen gusto; pero el conjunto resultaba grato, inglés, jardineril, breve y estetizoide.

En una de las dos pequeñas colinas, que limitan a uno y otro lado la playa de Visiedo, se halla el chalet del señor Contreras, padre de Silvia.



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ArribaAbajo- III -

La escalinata del hotel


Este hotel, románticamente llamado de la escalinata (porque tiene una escalinata romántica), fue de los primeros que se construyeron en Visiedo.

Es elegante, fino de traza, brilla por todas partes y produce una impresión colorinesca de banderola al viento. En las fachadas abundan los azulejos. Una franja de ellos rodea el pórtico, y la cristalería algaribiza, con petulancia chaletil hasta en los copetes del edificio. De aquí la multitud de reflejos turbadores con que se anuncia a varios kilómetros de distancia.

Sólo por la parte del camino, un camino que conduce desde el pueblo al faro, se limita la finca por una alta tapia, interrumpida delante de la entrada principal. Entre dos pilarotes, forrados también de azulejos andaluces, se abre la pesada can cela de hierro. Encima de ésta, sobre una tira de latón formando arco, se lee: «Villa Silvia».

Por todos los demás lados, la colina desciende libremente sobre la playa. Cae en suave faldeo verde. Se escarpa en algunos sitios, y se detiene brusca, como si hubiese sorprendido alguna escena erótica, por el lado del mar. Luego, le lanza su acantilado vertical y rojizo.

En lo alto de este acantilado, había construido el dueño de la finca -don Enrique Contreras y Montes de León- un rústico y amable miradero, con sus sillones de mimbre, una mesa pintada de verde y unos toldos de lona, que se echaban los días demasiado soleados.

Alrededor de la casa, el jardín proyectaba su escenografía sombría, antiandaluza, molesta por el acento jerezano del hotel.

En total, la casa de don Enrique, con la naturaleza circundante, la piedra y el aire, y, sobre todo, el ambiente, a pesar de la cristalería, de los azulejos y del bermellón del tejado, tenía un aspecto inactual y romántico. Pero a don Enrique no le importaba esto.

Ni al mar le importaba tampoco que el hotel le enseñase los dientes de cal de sus balaustres, siempre recién limpios con un dentífrico. Pero donde la nota romántica se exaltaba y daba un agudo era en la escalinata.

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La escalinata daba nombre al hotel. Todo el mundo le conocía por el «hotel de la escalinata».

La escalinata...

Se trataba de una escalinata que ya estaba allí, trepando por la colina, desde tiempo inmemorial, mucho antes de que la comprase don Enrique. Era rocosa, de tramos muy anchos y carcomidos que alternaban con rampas, medio cubierta de jaramagos, líquenes y musgo.

Lo misterioso de esta escalinata es que no se justificaba de ninguna manera, no habiendo una casa en la cumbre del montecillo. Ahora la había. Pero antes no.

Sin duda, la hubo en una época remota, casi prehistórica, aunque nadie la advirtiese.

Una quinta remota. Nacida, quizás, en la época del primer folletín. Muerta bajo la marea alta de cualquier optimismo.



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ArribaAbajo- IV -

Reversible. (Y un espejo)


(Una persona que vive, más bien, a expensas de sus preocupaciones es una mujer. Puede también ser un hombre.

¡Parece mentira que teniendo el hombre más costumbre de analizar y de autoobservarse que la mujer, y de remover con mayor saña sus fantasmas íntimos, salga luego a la vida de fuera con cierta limpieza -desligado de aquéllos- que la mujer no logra nunca!

La mujer vive siempre mirándose al espejo. La cosa, de puro vulgar, no debiera decirse. En realidad, lo que hace es nacer en él, y a esto es a lo que, indudablemente, alude el mito de Afrodita naciendo de la espuma.

De niña y de mayor, la mujer conserva un espejito apretado en el puño; y lo mete en el bolso; y lo saca del bolso para mirarse el rostro. Para iluminar sus labios y encapucharse la mirada.

En cambio, los hombres, si alguno sale verdaderamente de un espejo, lo rompe al salir, lo hace añicos.

Como rompe limpiamente el galgo del circo el papel del aro que le presenta el clown. [El galgo carece de fantasía.]

La mujer, no. La tiene guardada y vive en ella, y la consulta siempre en su espejito de toilette, que viene a tener cinco o seis centímetros de diámetro.

[Una observación: ¿no podría volverse este argumento al revés, diciendo todo lo contrario, y resultar también razonable o, al menos, tolerable? Nada ocurriría por eso.]

Téngase en cuenta que el psicólogo es, sobre todo -un poco-, el clown que sostiene el aro.)



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ArribaAbajo- V -

Silvia llega a su casa


El espejo de toilette de Silvia se había agrandado hasta las dimensiones enormes del parabrisas. Empezaba a caer la tarde y el parabrisas espejeaba horriblemente.

Se quitaban y se ponían las cosas en él, rompiendo filas los árboles, con indisciplina de coristas.

Silvia veía su rostro en el cristal, agredido y traspasado por el paisaje, que al chocar contra la superficie del vidrio se disolvía neblinoso huyendo, con las alas abiertas, por ambos lados.

A la vuelta del último recodo apareció el pueblo, como una bandeja con todo el servicio de té: el mar, el hotel de Silvia y la gran rebanada de pan tostado, la playa. El mar engolaba unos tonos crepusculares. Unos tonos violeta, oscuro, gris, verde gris, perla y el rojo, ausente. Éste fue el tono ausente que necesitaba Silvia, preocupada, en serio preocupada, toda la tarde. (Una mujer que solía carecer de preocupaciones, incoordinables con el estilo de su fina educación.)

Pero el rojo, con su color de vino rudo, la asaltó con absurda angustia.

Y dentro de esta mancha de color, como el núcleo distintivo en la vaguedad del protoplasma, un hombre: el maravilloso Aurelio. Además de la obsesión del rojo amatista, la de mayor importancia, tenía otras dos, fragmentadas, cruzadas en aspa y movibles dentro de su cerebro, como moscas volantes. La de la pierna y la del tabernáculo del Santo Grial.

La de la pierna no era de toda la pierna. Sino solamente de una parte de ella: desde los maléolos hasta la redonda culminación de los gemelos.

Del tabernáculo destacaba la forma pura de oro cristalino de la Copa.

(Ya veremos detalladamente. Y ya explicaremos el porqué de estas ideas en apariencia tan disímiles.)

Muy poco antes de llegar a la quinta, el auto estuvo a punto de sufrir un percance desagradable. Le faltaron unos centímetros apenas para chocar con una pausada carreta de bueyes que venía en dirección contraria, con su boyero despreocupado. Un lírico y pastueño tipo montañés.

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El hombre se quedó asustado. Interrumpió su canción y abrió sus dos brazos inútiles. Silvia, mordiéndose los labios con rabia, dio un frenazo.

Murmuró algo. Dijo alguna palabra impaciente y soberbia. Pero no lo bastante satisfactoria.

Dudó un momento si pedirle al boyero prestada alguna buena blasfemia. Una blasfemia de carretero, eficaz y rotunda. A poder ser la mejor de todas. Esa blasfemia incomparable que no deja residuos y sacia nuestra ira por completo al actuar directamente sobre la divinidad.

Sin embargo, la educación esmerada de la automovilista le impidió tan legítimo desahogo. Obligándola a dar otro frenazo inhibitorio a la cólera.

Unos minutos desp   —159→   ués, se encontraba en su casa.




ArribaAbajo- VI -

Cierta mañana


Transcurría septiembre bellamente, aún con calor durante el día y con fresco ligero de abanico, de ventilador no frío, por la noche.

En la última conversación que habían tenido Silvia y su excelente amiga Dagmara Wolenka -una escultora rusa que también veraneaba en Visiedo, en compañía de su marido, cónsul y literato americano-, ambas se mostraron confusas y un tanto desilusionadas al hablar de un asunto sobre el cual ya habían confidenciado en otras ocasiones.

-¿Tú sabes? -dijo Dagmara con su voz aflautinada, abullonada en sedosas afectaciones de actriz-. Resulta que Caribdys no era un hombre, sino una mujer. La leyenda de esa diosa mitológica que da nombre a la isla de... Aurelio, o donde vive Aurelio, no es como nos la contaron. Mi marido equivocó la leyenda. Él nos la contó. ¿Te acuerdas?

-Sí. Pero yo no recuerdo bien lo que nos dijo -repuso Silvia.

-Yo sí; todo lo contrario de lo que es en realidad, según he leído en el Diccionario Enciclopédico. El mito es así: Caribdys fue una diosa pagana, hija de Júpiter y de la Tierra, que después de algunas aventuras que tuvo con Mercurio se vio obligada a refugiarse en una isla, en cuyas cavernas se engendraba la tempestad. Se encontró con esa sorpresa. Iba buscando tranquilidad y se encontró con eso. No podía comer, porque el vendaval la volaba los manteles; ni dormir, porque el ruido la despertaba; ni procurarse el placer de pensar lánguidamente en Mercurio, porque atraía el rayo con sus pensamientos, y este rayo la bajaba por el brazo hasta descargar en la punta de sus dedos...

(Riendo, Silvia.)

-¡Qué atrocidad! Y, ¿qué variante explicaba tu marido de cada uno de estos episodios?

-Unas variantes muy graciosas y muy absurdas. ¿No recuerdas? Mi querido Hércules no sabe mitología. Ni una palabra.

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-Pero él es casi, casi, un mito.

-Un completo mito. El mito de Hércules. (Dagmara continuó en balbuceo apagado, con aleteo de sierpe perseguida. Evocadora.) ¿Tú sabes? Voy a hablarte de Aurelio. Aurelio me produce una sensación que quizás te parezca cursi. Pero yo la siento. Una sensación lírica. Le veo en Lohengrin. En el Lohengrin que todos hemos visto, que es el de la ópera, con su casco alado y reluciente, las manos cruzadas sobre el pecho, y avanzando, vestido de blanco, sobre el cisne.

-Lo mismo que yo -murmuró Silvia asombrada.

-No creas que le amo. Sería imposible. Cuando le veía estas mañanas en su grosera lancha, pintada de un blanco sucio, y luego, sin dignarse llegar hasta la playa donde se baña la gente, erguirse, dejando ver la línea efébica y vigorosa de su cuerpo antes de lanzarse al agua, se me representaba más el petulante barrista de circo que el rubio tenor del cisne. Y me alegraba mucho. Porque comprendo que mi fantasía de colegiala era excesiva, y de un carácter denigrantemente ramplón. Este muchacho inglés...

-No es inglés.

-No, ya lo sé. Él es inglés como yo soy rusa. Por aproximación. Yo, como sabes, soy una rusa especial. Nací en Moscú. Mi padre era de Moscú. ¡Un tipo admirable, chica! Director de coros... Una vez fue con sus coros a América, a Chile. Allí conoció a mi madre; se casó con ella, y se quedó para siempre trabajando en un teatro de Santiago. Este muchacho inglés...

(Silvia, con un entusiasmo irreprimible, pero frío.)

-¿Verdad que parece inglés?

-Pero, ¿has hablado alguna vez con él? Eso dicen. Pero, ¿tú qué sabes? Mientras él no lo diga. Y él es un pájaro raro. Un aislado, un misántropo. No habla con nadie. Ni siquiera sale de su isla de Caribdys para venir aquí.

-No sé si será inglés. Digo que lo parece, de vista, por fuera.

(Dagmara, contradiciendo anteriores manifestaciones. Con volubilidad.)

-Habla el castellano como tú y como yo. Lo sé por ese pescador, especie de criado, que tiene. Y sé también que es andaluz. En Andalucía se dan mucho estos tipos cruzados de inglés y andaluza, o al revés, que suelen resultar tipos estupendos. Que llevan, en el mejor caso, un apellido inglés, un apellido de etiqueta, de ésos que,   —161→   por su extranjera eufonía, pasman a los oídos españoles. Les penetra como un virus filtrante de elegancia. Yo también tengo un virus filtrante con mi apellido Wolenka. Equivale al Sheridan, ilustre, de Aurelio. Y mi Dagmara -Mara- vence a su Aurelio latiniforme. ¿A ti te sigue interesando Aurelio?

(Silvia, sobresaltada.)

-No. Te aseguro que no. Es decir: interesarme, sí. Pero sin derivación amorosa de ninguna clase. (Con repentina cólera.) ¡Sería estúpido! Cuando has hablado de Aurelio-Lohengrin, he estado a punto de morir de asco y de ira. Desde hace tiempo relacionaba yo también, sin querer, naturalmente, ese personaje ridículo y teatral con nuestro solitario bañista. Pero, por asociación de ideas, los ligaba a su isla de Caribdys, y contemplaba en ésta un deslumbramiento grande , eléctrico, sobrenatural, que irradiaba de una mágica Copa del Grial, con resplandores de amatista y oro. No sé por qué. Lo peor ha sido que ese interés que has notado en mí, esa preocupación por Aurelio, ha venido de repente a incrustarse en mi cerebro como un cuerpo extraño. Y me hace sufrir por lo que contraría mi voluntad de dominar esta preocupación, lo mismo que todas las demás; mi voluntad de expulsar este cuerpo extraño, que considero como un simple accidente nervioso. Quizás algo de histerismo.

»El histerismo en la mujer no se destierra tan fácilmente, a pesar de todas las educaciones y disciplinas deportivas y norteamericanas.

»Ya conoces, Mara, mi carácter enérgico y moderno. Me eduqué en Inglaterra. Soy risueña, desenfadada, libre, apasionada del deporte, exenta de morbos sentimentales, de espíritu analítico, y con una cultura no escasa, pero bien compensada. Cultura de liceo. Paralelismo de actividades: la matemática y el automóvil. Tenis y metafísica -bien; metafísica elemental. Ética y religión razonables, sometidas al buen gusto de nuestra época, que contrapesa el fardo grave de lo trascendental con las piruetas audaces del charlestón. Soy optimista y atrevida. Por eso no puedo con las preocupaciones, las ideas fijas, signos de indecorosa debilidad. Y lucho contra ellas con toda la fuerza del amor propio humillado. Te lo confieso. No puedo con los espectros. Cuando me encuentro con uno de ellos, y más que con cualquiera con el espectro sentimental, le ataco de frente. Le boxeo en las narices. Me acerco a él y le pulverizo con encarnizamiento y asco.

(A Silvia le brillaban los ojos. El labio, furioso, tiembla soberbio. Los puños se crispan.)

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»Precisamente, desde hace unos cuantos días, llevo en el cerebro algunos cuerpos extraños de éstos de que te hablo. Sobre todo, dos. El molestísimo de Aurelio, con todas las complicaciones ramplonas a que tú aludías discretamente, ha llegado a hacérseme imposible, intolerable; necesito librarme de él enseguida, y para librarme de él, de la obsesión tenaz, necesito aniquilarla. Deshacerla. Boxearla en la cara, en los costados, en el pecho, sobre la mandíbula y sobre la sien. Sobre la nariz y sobre el corazón. ¿Comprendes, Mara?

(Pausa. Y transición. Con palabra tranquila y gesto indiferente.)

»Por eso he citado aquí mismo, al pie de la escalinata, a Aurelio. Le he citado y mañana por la tarde hablaremos.

(Silencio.)

(Dagmara, llena de asombro, observa a su amiga. La sorpresa no la deja reanudar la conversación durante algunos minutos. Luego, la reanuda con fingida serenidad.)

-¡Cómo! ¿Has citado a Aurelio? ¿Te has atrevido?

-Me he atrevido.

-¿Y mañana hablaréis?

-Mañana hablaremos.

-Pero, ¿dónde, y a qué hora, y cómo, y por qué?

-Ya creo habértelo dicho y explicado. La hora de la cita es las siete y media de la tarde, cuando empieza a anochecer, para que no nos interrumpa la curiosidad ajena y no seamos el objeto de las habladurías y los comentarios de indígenas y forasteros.

-Tienes razón.

(Dagmara sonríe. Ha reaccionado perfectamente, y en su sonrisa se enciende, en brote repentino, una luz lejana, la luz lejana de la astucia israelita. El apellido israelita Wolenka pone su flor en los labios de la ruso-chilena y los frunce la perfidia remota.)

(Hay un cambio de conversación. Un paso atrás de adversarios.)

-Dime, querida Silvia. Antes me has dicho que tenías dos preocupaciones esenciales. Una es la de Aurelio. ¿Cuál es la otra? ¿Puede saberse?

-La otra es la de mis piernas. He notado algo que me disgusta. Las líneas de mis piernas son rítmicas y pulcras «como las elipses astrales». (Ríe infantilmente.) Con la excepción de la parte inferior de la pantorrilla, que se va haciendo demasiado gruesa. El tenis las deforma y las engorda de una manera desagradable. Y el masaje eléctrico   —163→   no sirve para nada. Voy a someterme a un tratamiento riguroso que me han dicho que...

(Dagmara se queda inmóvil, mirando hacia el mar, envuelto en la luz espléndida de la mañana. Interrumpe a su amiga con agitación y viveza.)

-¡Oye! Mira. Aurelio a la vista.

(Ambas mujeres clavan sus ojos en un barquichuelo lejano, pintado de un color blanco, desteñido y cremoso.

Silvia no puede disimular un rencor profunda; murmura:)

-Majadero.



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ArribaAbajo- VII -

La isla de Caribdys


¿Por qué razón no navegan las islas? Hay algunas, ciertamente, que navegan. Unas islas gasolineras que tiene el océano glacial Ártico y se escurren por los mares inclinados de la esfera terráquea. Son los icebergs que navegan movidos por gasolina de leche congelada.

Pero, ¿por qué otras islas no levan anclas en ocasiones en que se hallan formalmente, absolutamente, obligadas a hacerlo?

Voy a poner un ejemplo insigne. El más alto e irrebatible ejemplo de la gran cobardía geográfica. El ejemplo de Santa Elena.

Yo quisiera, sin embargo, disculpar de su triste parálisis a algunas islas, cuyo divorcio con el hombre nace de la rivalidad entre dos desolaciones igualmente incurables. La de la piedra en medio del mar y la del hombre en medio de la ciudad.

A la pequeña isla de Caribdys la ocurría mucho de esto, con relación a uno solo de sus habitantes -que no eran más de veinte o veinticinco personas-, al joven, regocijado y huraño Aurelio.

Habría que disculpar a la isla de Caribdys de su relativa -luego lo veremos- inmovilidad. Pues si algún día se le ocurriese escapar por el mar adelante llevando a Aurelio a bordo, su misión de engendradora de tempestades fracasaría inmediatamente.

Caribdys era un islote oscuro, breve, situado a corta distancia, a menos de una milla de Visiedo, dibujado en líneas quebradas y siniestras por el carboncillo que también trazó las ennegrecidas islas roqueñas del mar Báltico.

Habitaban en él, en un reducido caserío, un par de docenas de pescadores, gente aburrida y brava, que las más furiosas galernas habían seleccionado del puerto de Visiedo, al que miraban con mala voluntad.

En mitad de Caribdys, casi en lo alto de su cumbre, veíase una destartalada casona medio derruida, que cierto misántropo montañés de principios del siglo XVIII había tenido el capricho de edificar para vivir en ella, como lo hizo durante largos años.

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Después de muerto el misántropo, la casa pasó en propiedad al Concejo de Visiedo, quien la había destinado, sucesivamente, a almadraba, langostería y secadero de grasas de pescado.

Por último, quedó abandonada mucho tiempo. Cuarenta o cincuenta años. Hasta que Aurelio Sheridan la alquiló para vivir en ella todo un verano suyo. Es decir, como él lo quería. Lo más posible fuera del mapa.

Porque en el mapa no se señalaba la existencia de Caribdys. El puntero de los profesores de geografía no detenía la bolita de su extremidad en este punto del mapa de la Península Ibérica.

Para Aurelio, la estancia en la olvidada isla iba resultando deliciosa. Únicamente la encontraba el defecto perturbador de no estarse siempre del todo quieta. La relativa parálisis de Caribdys la permitía a veces convulsiones bruscas.

Muchas noches, después de cenar, Aurelio la sentía temblar bajo sus plantas, oscilar, dar pequeños saltos. Entonces, el solitario, lleno el rostro de risas y de gestos, seguía bebiendo silenciosamente.



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ArribaAbajo- VIII -

Don Enrique


(La novela, para el novelista, debe extraerse de una serie de compartimentos estancos, en los que se ponen con antelación los ingredientes de aquélla.

En un compartimento se pone lo descriptivo; en otro, lo dialogal; en otro, los personajes, etc., etc.

Una vez hecho esto, el novelista debe cerrar los ojos y coger al azar, revolviéndolos, ingredientes de todos los compartimentos, arrojándolos a puñados sobre los capítulos.

La novela, así, resultará desarticulada y monstruosa. Esto no es un defecto.

En realidad, lo que ocurre es que la articulación, la clave articulada, queda fuera de la novela, como el proyector cinematográfico queda fuera y lejos de la pantalla. En ambos casos, el proyector es lo más importante. Ese haz de luz del ojo de la cabina que traspasa como una estocada la cámara oscura.

La verdadera vida se halla en este ojo. La fuente de la vida, al salir en cueros en chorro germinal.

La novela, con su terrorismo, desafuero infantil y alegoría, hay que sorprenderla a ras del brote.

Por eso el espectador -el lector-, si tiene imaginación, necesita mirar alternativamente al écran y al agujero.

Observar ese ojo inyector de la cabina, con atención profunda de oculista.)

Don Enrique Contreras y Montes de León, padre de Silvia, se encontraba tan malhumorado en su compartimento estanco que, cuando fue a cogerle el novelista para meterle en un capítulo, le mordió en una mano.

Hubo que dejarlo.

Pero al cabo de cierto tiempo, don Enrique comprendió que era necesaria su presencia para no dejar tan abandonada a Silvia en medio de los peligros que iba a correr, y accedió a presentarse solo.

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(El novelista, sin embargo, hace un ademán significativo detrás de su personaje. Se lleva un dedo a la sien y le mueve con movimiento horadatorio. Y advierte -además- que don Enrique es un hombre triste y reseco. Un alma desmantelada.)

Presentación del propio don Enrique:

«Muy joven aún, nací. Hace ya sesenta años. Yo vivía desde hacía algún tiempo, pero me hice carnalmente visible al nacer. Entonces cambié la juventud infusa de mi yo periastral por la juventud sustituta de la vida humana. Los teósofos me comprenderán perfectamente.

La realidad exterior de los hechos no significa nada. Sólo hay superrealismo. Fuera del superrealismo quedan, danzando aisladas y torpes, en el aire de las biografías, las fechas de los registros civiles. La fecha que no pasa de ser -¡nunca!- ficha y fecho.

Mas no se trata de esto cuando hay precisión absoluta, imperativa, de embutirse en la biografía de un capítulo. Se quiere que salga de un tiempo y un espacio ultraterrenos para ingresar en los tiempo y espacio terrenos, que no son otra cosa que el reloj y el fanal.

Lo haré. Lo hago.

Hace sesenta años que un doctor grabó la interrogación búdica de mi ombligo. Ni él mismo supo lo que se hizo. Vine al mundo con indiferencia. Le dejaré con idéntica indiferencia. Porque morir no es nada. ¿Qué es morir? Desnacer. O sea borrar, deshacer la interrogación de Buda.

Tomé sustancia antropomorfa bajo el signo infeliz de Scorpio. El signo de los flacos, reconcentrados y coléricos. Mi hija Silvia ha heredado esta última condición mía, pero no las otras. No es flaca ni gruesa. Me casé y enviudé. Los libros fueron desde entonces el refugio singular de mi nerviosismo plural. Fui pasando a la erudición lentamente, grado a grado, como la temperatura al termómetro.

En invierno transcurro en Madrid. En mi biblioteca, entre mis libros. En verano me voy con mi hija al mar. Al Cantábrico, a Visiedo.

En el mar, cazo.

Salgo al campo marisco de los alrededores a cazar sabiduría, con un libro y un perro.

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En cuanto a la silueta corporal, nada debo manifestar de mis ganchos y mis escurriduras. Soy una silueta con gafas, de afeitada tez y ropaje negro cerrado en el cuello con ahogamiento presbiteriano. Soy rico. Un hombre valioso encuadernado en piel, como los libros elegantes de mi librería.

Adoro a Silvia».



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ArribaAbajo- IX -

Mara. Hércules e Elisa. Clara y Cereceda


El matrimonio Dagmara y Hércules acababa de dar su habitual paseo por la playa después de cenar.

La noche, fluida y transparente, parecía sumergida en una luz de acuario. No era noche «secreta», como deben ser las verdaderas noches, sino una noche espectacular, de las que silban una canción de cabaret y no saben andar de puntillas.

La luna brillaba como un faro piloto.

Teñía de un blanco azul el pantalón de Hércules y almohadonaba la desmayada marcha de la mujer, somnolienta y aburrida.

Ni una palabra. O palabras... Las palabras que se pueden decir siempre. Marido y mujer paseaban con el acostumbrado valeroso mutismo. De vez en cuando, uno de ellos decía algo que le parecía bien al otro.

Sin embargo, cada uno de ellos, separadamente, solía ser locuaz y hasta bullicioso. Pero la rara compenetración de ocho años de matrimonio coloreaba de silencio cualquier conversación.

Sobre todo, prescindían de las palabras inútiles, que son las más eficaces entre enamorados. Las que desplazan la imaginación a lo quimérico y la aplican los botones de fuego precisos.

(De esto, nada.)

Y la verdad es que: aunque Hércules fuese un hombre aparatoso y pirotécnico. Aunque fuese muy pirotécnico y luciese excesivas joyas. El que irguiese su hermosa figura con petulancia. El que procurase siempre ponerse de flanco ante las personas que lo contemplaban, para hacerlas observar su perfil de medalla. El que atronase con retóricas de lugar común y cuerpo de guardia diplomático su más familiar conversación y escribiese versos musicales y grandilocuentes. El que no la hubiese proporcionado a Mara la diversión trascendental de los hijos. E incluso el que sustituyese el primer apellido en sus tarjetas -Fernández- por la simple inicial E, con la pueril esperanza de que las gentes, en su «Hércules E», sospechasen un «Hércules Farnesio»,   —172→   no eran motivos suficientes para que una mujer -mucho más siendo la esposa- experimentase hacia él la menor indiferencia.

El perdón irónico de cualquier mujer salva, a su modo, tan leves pecados, si posee naturaleza propicia al amor.

Dagmara, ¿tenía esta naturaleza?

Las brujas de Macbeth apareciéndosela en sueños cierta noche, entre esculturas esforzadas, en su estudio de París, maloliente a éter, se lo habían preguntado:

-¡Dagmara Wolenka! -la gritaron-, alma en cisterna de Dagmara Wolenka, ¿tienes tú naturaleza propicia al amor? Si abres ahora mismo la ventana y te arrojas de cabeza al patio, es que sí... Si no haces otra cosa que so-llo-zar, es que no. ¡Elige! ¿Eliges?

Dagmara Wolenka había callado, sobrecogida.

-¡Hércules, no serás rey! -se fueron entonces gritando las brujas armando un estupendo jolgorio, y sobre palos de escoba.

Pero Dagmara Wolenka tampoco había sollozado. Éste era el caso.

Ni las brujas se percataron de que la enorme tara judía de Dagmara la impedía, con cierta gracia, el delicado ejercicio del amor. (Pulcritud de corazón incombustible.) Pálida, de cuerpo menudo y flexible, marchaba ceñida por un vestido de crespón, del brazo de Hércules.

Los ojos, azules, entornados, y el quitasol nocturno de todo el cielo para ella sola. ¿Para quién, si no?

Para Hércules no podía ser.

Hércules no merecía otro quitasol que su sombrero. Ni más quitaluna que su cráneo.

En dirección contraria a la del matrimonio venían, dicharacheros y jocundos, tres muchachos amigos, de la colonia veraniega: Elisa, Clara y Cereceda.

Se juntaron a ellos y charlaron, formando corro.

Cereceda era uno de esos señoritos admirables y portátiles que saben cumplir su misión partiquina -pero soberbia- en la vida mundana. Y la cumplen a conciencia. Lo mismo en un salón que en una playa de moda que en el pasillo de butacas de un teatro.

Cereceda era un simpático joven. Doctrino.

Elegante -y, por consiguiente, escéptico-, trivial y parlanchín como una cacatúa.

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En los reflejos de sus ojos vidriados no dejaba de observarse cierta sabiduría, cierto gusto por la nulidad que le daba esa dócil oscilación exquisita, a todos los vientos, del bambú.

Elisa era un Cereceda en mujer. Pero no era pariente de Cereceda.

Clara, si las Sagradas Escrituras hubiesen tenido la previsión de oponer al tipo de la mujer fuerte el más abundante tipo contrario, habría sido este tipo contrario. La mujer débil de las Escrituras. Sólo que Clara jugaba el equívoco. Su empaque severo y su sonrisa fría podrían confundirse con la virtud y la modestia de una señorita recién salida de un colegio de religiosas.

Observándola con atención, hacía recordar a aquella colegiala inverosímil de la novela de Diderot.

La piel morena y los ojos oscuros de Clara contrastaban con la grácil rubicundez -ojos mirones y transparentes- de Elisa. El talle de avispa de Elisa requería el polisón y la falda de cola del año 1890.



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ArribaAbajo- X -

Un borracho, algo Teniers


Individuos de goma


Hay individuos de goma de tal elasticidad temperamental y tan delicadas condiciones para la profesión de pelota que se pasan la vida de aquí para allá en puros rebotes. Siguiendo las trayectorias imprevistas que les imponen los retruques con cuanto encuentran por delante.

Como la pelota, viven en el aire.

Agitados y rectilíneos, sin saber, en último caso, ni importarles tampoco, el porqué de sus traslaciones.

Son, vistos con los graves anteojos del sentido común, personajes desdeñables y grotescos. A los que el hombre serio, que disfruta de una cabeza construida de una sola pieza, suele llamar zas -zas, el lanzamiento- candil, y bota -rebote- rate.

Pero hay cabezas hechas con recortes. Con los retales y fragmentos heterogéneos, infinitos y mal ensamblados, que sobraron en el taller de la especie.

Estas cabezas, ignoro por qué razón, resultan siempre de goma.

Poseen la elasticidad gomosa y tienen por patria natural el espacio. También tienen algo de globos. Y de faroles de colorines de kermés.

Desde luego, su espíritu celeste las permite formar una especial constelación, que es la única que los hombres podemos oponer a las otras constelaciones astrales.

La constelación de las cabezas de goma redime al mundo. Aurelio pertenecía a esta constelación.

Su cabeza gozaba de una autonomía extraordinaria. Deambulaba por los espacios atmosféricos. Corría vertiginosa o se quedaba inmóvil en medio del espacio. Y con más o menos frecuencia, descendía para colocarse sobre los hombros de su dueño, atornillándose a su cuerpo, a cuerpos que podrían parecer de otras personas según el sitio, hora y manera en que se los encontrase, pero que, en rigor, siempre eran el mismo cuerpo. El de Aurelio. Un cuerpo dionisiaco, ágil y gallardo.

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La vida propia del cuerpo suelto de Aurelio le permitía también, en ocasiones, librarse del enorme despotismo cefálico e irse solo adonde le pareciese.

En la ciudad, por ejemplo, a la hora del aperitivo se salía sigilosamente de la cama y se marchaba solo al bar, se encaramaba sobre la alta banqueta y trasegaba dos whiskys, antes siquiera de que la cabeza se hubiese despertado del profundo sueño originado por el alcohol de la noche anterior. La cabeza también bebía sola. Y hablaba sola. Y se quedaba sola, hundida en la almohada.

Pero el cuerpo era menos vicioso que la cabeza.

Incluso, a veces, se divorciaba de ella. La cabeza encendida, clownesca, digna de un Falstaff, abandonaba con gusto su escultura corpórea, desdeñando tanta belleza peligrosa. El pijama de seda acogía, como el saco fúnebre a los cadáveres que van a ser arrojados al mar, al Adonis incomparable y guillotinado.

El globo de kermés descendía las escaleras. Era por la noche, a las tres o las cuatro de la madrugada, en la casa que Aurelio habitaba en Madrid. Un piso bajo, que había sido tienda y que tenía su correspondiente cueva, convertida por el inquilino en espléndida bodega.

Bajaba la suelta cabeza, rebotando como un eco, retumbando en las paredes, ansiosa de aplicar los labios a las espitas de los grandes toneles.

El rostro adquiría en estos momentos su reluz de ventura, parecido al que se ve en algunas fisonomías de las fiestas bodegueras de Teniers.

De la frente de Aurelio se elevaba un mechón rojo, azafranado.

El secreto del vino es el más impenetrable de todos. Los genios ebrios han sido los -los que menos se han arrepentido, desde luego- que más al fondo han llevado su sonda abismática. Y los que con mayor altivez han inquirido, sobre la superficie, con el periscopio.

El secreto del vino lo guarda el simbolismo de la copa. La religión no se atreve a revelarle, y le hace resplandecer, milagroso y divino, en el oro y la pedrería del cáliz. La ciencia oculta recoge -de la taumaturgia que ha transformado hipócritamente el vino en sangre- esta sangre y aquel cáliz, y lo convierte en copas y corazones en los naipes. El corazón de la baraja francesa y la copa de la baraja mediterránea.

La mitología enreda un áspid, en cifra de interrogación, al tallo del escifo. Y la Tora cubre con un paño negro la boca de la crátera.

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La fuerza legendaria de los cultos paganos había repercutido en una actual imaginación femenina. Es decir, en dos. En la de Silvia y en la de Mara. La Copa del Santo Grial nacía muy lejos, venía desde muy lejos hasta el alma de Silvia. (No hay anacronismo. La Copa del Grial es el símbolo transmitido a la Edad Media de la Copa de Baco.)

La bacante había percibido en su entraña el eco de la emoción atávica. En la isla de Caribdys, también tenía Aurelio su bodega.

Cubas, pellejos, toneles, tinas. Una piscina enorme de aguardiente abrasador, estalactitas de champán y grifos de licores exquisitos llenaban la caverna. Por todas partes se veían vasos de vidrio ordinario, jarras de todos tamaños, intactas o desportilladas, un ánfora griega y un bufoncillo porrón valenciano.

Y abandonadas en un rincón, formando la pirámide de las calaveras, multitud de botellas vacías.



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ArribaAbajo- XI -

Puzzle


A las siete y media de la tarde, en septiembre, y en el Cantábrico, empieza a oscurecer. Todavía hace día claro pero, de pronto, el papirotazo de un solo minuto lo tira cárdenamente al otro hemisferio.

La quietud aérea presentaba unas nubes redondas como borlas de polvos que espolvoreaban unos átomos de diversos colores, suspensos en el aire como confeti. Los cuales (ignoro por qué) daban la sensación de sinfines agitados en un preludio. (Esto no lo comprendería bien Silvia.)

El pie de la escalinata, que era el sitio de la cita, se hallaba tan rodeado y oculto por enormes peñascos que el resultado para una entrevista de amor era maravilloso. Como si hubiesen puesto biombos. Los peñascos formaban una especie de garita, lo suficientemente amplia para que una persona desesperada pudiera pasearla a grandes zancadas.

Poco antes de la hora convenida llegó Silvia.

Oteó el parquet del mar con sus ojos ligeramente oblicuos, y enseguida descubrió la barca de Aurelio, que avanzaba a remo.

(He escrito «el parquet del mar» con timidez. La explicación imaginista pudiera ser la siguiente: los ojos de Silvia reclamaban, con cierta premura, el antifaz veneciano. Por intensos. Pero sobre todo por amansadores y dominantes en los párpados. Las pestañas serían capaces de peinar las olas del mar más borrascoso. Hasta dejar la superficie con lisura de parquet.

Con lo cual, el baile podía continuar. Pero de otra manera.)

La muchacha acudía a la cita con la decisión de boxeo que había comunicado a Mora.

El vientecillo fresco agitaba su corta melena merovingia, y las manos sujetaban con fuerza, apretándolas contra los muslos, las puntas del abrigo escocés que se había   —180→   echado sobre los hombros. Taconeaba impaciente en la arena, deseando encontrarse ya con su adversario cara a cara, suponiendo que, por muy donjuanesco, o discreto, o pasional, o astuto que fuere, no dejaría de presentar ese flanco vulnerable que -cortesía y debilidad- ofrecen todos los hombres a los ataques de la mujer.

Silvia no podía sospechar que, precisamente, lo que más desdibuja el mito es la silueta del hombre.

Por su parte Aurelio avanzaba magnífico. Hecho un magnífico demonio. Un magnífico demonio imbécil. Con la fresca belleza de las carnes mediterráneas, de aquella que se perdió cuando los demonios cristianos desalojaron del Olimpo a los auténticos ángeles de la mitología.

Vestía Aurelio un plebeyo chaquetón azul y un jersey. Un pantalón blanco de marinero y unas indecentes babuchas.

Sus pupilas, siempre cuajadas de inocencia, no se fijaban ya en nada, resbalando sobre todas las cosas.

En lo alto de la faz lucía, enhiesto, su mechón de azufre, como la llama triangular de una granada.

Lo más extraño de Aurelio, lo que le daba el nimbo del Héroe, el verdadero magicismo y la gnosis del Aparecido de la Antigüedad, era la actitud. La fuerza jocunda con que escorzaba su misterioso papel.

Venía de pie en la barca, agitándose, desperezándose y canturreando.

Detrás de él, el viejo Sebastián, como un Sancho Panza del mar que bebiese humo de la pequeña bota de su pipa, remaba.

El amo le hablaba sin mirarle:

-Ohé, ohà! Où est Silvia, Sebastián? Ohà, ohé! As-tu vu Dulcinea, Sebastián? Sebastián, boga. Boga, hijo Sebastián, que pronto regresaremos a nuestra dulce Caribdys.

Y lanzó una carcajada.



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ArribaAbajo- XII -

Supremacía imprevista


Puede afirmarse, desde luego, que no hubo nada de match de boxeo. Las supremacías previstas quedaron a un lado y sin efecto. Silvia era, en realidad, demasiado ingenua. Estaba preparada para avasallar con éxito al hombre legal. Esto es, al que se encuentra dentro de la ley de una clase, de las muchas en que se divide la humanidad. Pero el combate con un monstruo tenía que desconcertarla.

Tanta gnosis en Aurelio la obligó, por lo pronto, a bajar los ojos. El ignoto deslumbra. El magicista hipnotiza. Los seres que albergan en su conciencia un resto, por leve que sea, de la naturaleza de los dioses subyugan con terror y delicia. Y más un dios de la escala baja. Cuando casi deja de serlo y va dando tumbos de circo entre los mortales.

Porque un hombre, por genial e incontestable que se imponga, no busca sacerdotisas para su servicio, sino (también) hembras legales. Y la mujer suele rendirse al varón no sólo por la gracia y buena distribución de sus partes, sino (también) por el hisopo ideo-sentimental con que acierte a exorcizarla. ¡Pero rendirse a una teogonía remota, perdida!... A un culto que ni la médula trae, ni la inteligencia lleva, es difícil.

A los pocos momentos de diálogo, Silvia advirtió la falsedad de la situación. Hablaron.

Él la escuchaba, más bien. Así la salieron mejor a ella las explicaciones del porqué de la cita. Todo esto era innecesario. Pronto se notó Silvia flotar en la incoherencia. Pero comprendiendo que ésta iba a constituir el lenguaje más apropiado a la escena, se dejó llevar del monosílabo y de las frases rotas, rellenas de absurdo, que son las sólo capaces de justificar acciones superrealistas.

Aquel hombre medio extático, medio atento, con cara de bufo y la triangular lengua de fuego de su mechón, no podía encontrarse nunca desplazado en ninguna escena sorda. Al contrario. Todo en él era sordo. Esto se veía muy claro. Mas, ¿qué importaba? La curiosidad y la extrañeza hacían patinar el espíritu de Silvia por la curva del arco iris.

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(La estupidez profunda del borracho lleva en su seno último -que es el que hay que descubrir con delicadeza y pasión- una especial serenidad.

Si se pudiera extraer la droga, el alcaloide del delírium trémens, podríamos adelantarnos en vida el nirvana hindú.

Pero el nirvana disfrutado en estado de conciencia, que es el que vale.)

Silvia experimentó el contagio instantáneamente.

Por encima de la raya del mar alzose la Luna como una gran hetaira en cueros.

¡El As de Oros no volvería a salir nunca sobre la raya del Cantábrico!

Fue entonces, al desbordar lunario de espuma, cuando Silvia sintió la embriaguez de la danzarina, y hubiese querido volar y girar desnuda alrededor del ídolo.

El ídolo, que, a medida que su sola presencia obraba el milagro, se iba poniendo cada vez más mofletudo, más rezumante vinoso, más jocundo de expresión y más digno de frutos y pámpanos.

Silvia volvió en sí cuando ya empezaba a despojarse de la capa escocesa y se iba también a desabrochar la blusa. ¡Oh! Felizmente. Un poco más de astral espuma, y la girl habría dado un traspiés de dos mil años.

Se habría caído a una profundidad de cinco civilizaciones.

Aurelio volvió a ser, de pronto, el apacible veraneante de Caribdys.

Y la muchacha, reaccionando, en contacto con el sentido pánfilo de la realidad enrojeció hasta la raíz de su orgullo. La tempestad de cólera, después de tal reacción, no podía hacerse esperar en un carácter como el de Silvia. Una sacudida de indignación. Otra de arrepentimiento. Otra de humillación y otra de venganza, compusieron la menuda electricidad de la onda temblorosa en sus nervios.

Pálida. Mordido el labio inferior -como es natural- hasta hacerse sangre. Febril.

Trató de marcharse levantándose.

Pero Aurelio, que seguía gravemente las sensaciones de la muchacha, la tomó de la mano y la obligó a sentarse a su lado.

Cerraba la noche.

En el cielo, sin estrellas, se alzaba la Luna de Copas.

Silvia quería irse, pero no acertaba a moverse. Paralizada. La cólera alternaba en su corazón con la angustia, como los émbolos de un motor en marcha.

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Y el caso es que no ocurría nada de particular.

Únicamente que el ojo izquierdo de Aurelio se encendió de verde y parpadeaba como un faro.

La transformación del agua del mar en alcohol, que había notado Silvia desde hacía rato, exigiría, sin duda, la luz de este estupendo faro, con objeto de que los nautas perdidos del alcohol encontrasen su rumbo.

Fue entonces cuando, arrastrados los dos de idéntico entusiasmo, cuchichearon en voz baja. Y al despertar del entusiasmo la mujer encontró, verdaderamente, al hermoso efebo apetecido. Al que, presentándosela siempre con tenacidad de obsesión, habría querido destruir boxeándolo: en la cara, en los costados, en el pecho, sobre la mandíbula y sobre la sien.

Pero, ciertamente, todo había sido inútil.

La hora, el sitio, la actitud ebria, a veces incorrecta, de Aurelio, la alucinaron durante largo rato. Estaba loca.

Tenía miedo. Y un temor, mayor aún, a confesárselo a sí misma. A confesárselo a su alma fuerte, dominadora, sometida a férrea disciplina, salvo en los momentos imprevisibles, de contagio imprevisible.

Sonaba la palabra de Aurelio:

-Silvia, no tenga usted miedo.

Otra alarma en ella, de vanidad ofendida. El amor propio nuevamente, a la superficie.

Y la réplica aplomada:

-¿Miedo yo? Yo no tengo miedo a nada. Lo que pasa es que soy muy nerviosa...

-Sí, tienes miedo -repitió Aurelio, con un tono irritante de convencimiento, que el tuteo (gustó de hablarle indistintamente de «tú» o de «usted». Ella, en cambio, le trató, invariablemente, de «usted») subrayaba.

La indómita rechazó, desabrida:

-Puede creer lo que quiera. Pero no es así.

-Sí. Es así.

-Le digo que no es así.

Las aletas de la nariz la vibraron con rabia chusca.

Y el bárbaro muy tranquilo:

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-¿Que no? ¿De veras?... Yo aseguro que sí, pequeña. ¿Dice usted que no tiene miedo a nada? Se equivoca. Usted tiene miedo a todo. A todo lo que yo quiera. Si no, pruébeme lo contrario. ¿Se atrevería? ¿Se atrevería usted, por ejemplo, a ir esta noche a Caribdys? ¿A meterse en mi caverna? Yo estaré solo. Y correrá usted verdadero peligro. Nada más fácil... Yo la enviaría a las doce la «barca del pescador», de Sebastián, que la conduciría hasta mi lecho... ¿Eh? ¿Qué dice usted? No se atreve.

A Silvia la trepidaba el corazón. La ira y el deseo -por fin- de bacante recién adquirida; la curiosidad y la prudencia forcejearon en su alma con la furia de los sentimientos primitivos.

Llegó a cegarse.

Temió que la excitación nerviosa la convirtiese de nuevo en un pasquín revolero al viento legendario.

Aurelio continuaba acosándola con burla desdeñosa.

-No te atreves. Yo enviaría el bote a las doce con mi buen Sebastián. Un salto y... ¡hala! Y después lo que fuese. No sé. ¡Corderillo! ¿Te impediré yo entonces, como hice ahora, que te quites tu capa escocesa y te desabroches la blusa? ¿Eh? ¿Tú qué crees, muchacha? Pero... es una tontería lo que estoy diciendo. ¿Por qué no me respondes: «Caballero, soy una muchacha honrada»? Hace tiempo que aguardo esa respuesta. Inútil, señorita. Comprendo que mis bromas son pesadas. Usted es hija de familia y no puede faltar de su casa una noche. No insisto. Cuanto hablo son locuras. La he incitado a usted a una aventura vergonzosa. Usted perdone.

Silvia le escuchaba. Enferma de indignación. Con espumarajos de rabia en el cerebro y el impulso criminal de apuñalar aquella misericordia que la tiraban al rostro. Ella sí que se sentía ahora boxeada: en la mandíbula, en las narices, en los costados, en todas las sienes. Hasta en la sien prohibida... Próxima al nocao.

Mientras ella caía sobre las cuerdas del ring, Aurelio se dispuso a marchar sin despedirse. Sin pronunciar más palabras.

Era demasiado.

Reaccionando con viveza, Silvia se adelantó hacia él. Tirole violentamente del chaquetón. Le obligó a detenerse.

-Iré -balbució, convulsa-. ¿Lo oyes? Iré. Manda a tu Sebastián a las doce, y yo iré a Caribdys. Iré sin miedo a ti, ni a tus gestos, ni a tus brutalidades. Ni a tus   —185→   bufonadas, ni a tus groserías. Pero ten en cuenta que no iré sola. ¡Cuidado, borracho! Llevaré mi browning, y al menor movimiento que hagas para ultrajarme, te meteré una bala en la cabeza. ¿Lo oyes? Acepto tu desafío. A las doce iré a tu isla.

La pequeña mano homicida transmitió su temblor al dueño del chaquetón. Aurelio escuchaba en silencio.

También él reaccionó, de una manera lamentable. Triste.

De una manera que algunos tratadistas consideran fatal en las psiconeurosis de amor, y que constituye otro de los fueros principales del poder báquico.

La cogió con fuerza de las muñecas. La zarandeó en silencio. Y, por último, sin cólera ni contemplaciones, la arrojó al suelo brutalmente.

Hecho esto, desapareció entre las sombras.



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ArribaAbajo- XIII -

Silvia y Mara


Cuando Silvia subía la escalinata, blanqueada a brochazos por la luna -empezaba a aclarar la noche-, ya no hoz, Luna de Copas, sino As de Oros o, mejor, faro piloto, se encontró a su amiga Dagmara.

Dagmara la explicó, melancólicamente:

-Os he espiado y he presenciado el final de la entrevista. ¡Pobre Silvia! Es un hombre absurdo. Extravagante. Ten cuidado con él. No has perdido la tarde, porque seguramente Aurelio te habrá hecho pasar un rato más agradable que desagradable. Sin embargo, yo no apruebo, ya te lo dije, el que le dieses la cita. Si la gente se entera u os hubiese visto alguien, mañana lo sabría todo el mundo... Aunque no te importe. A mí tampoco me importaría en tu caso. Pero comprendo que sería molesto.

Silvia guardaba silencio.

La voz de Dagmara, con laringe a la sordina, continuó vertiéndose llena de prudencia.

»Ahora, lo que supongo que no harás de ninguna manera es acudir a su casa esta noche. Eso ya sería imperdonable.

»No necesito decirte a lo que te expones.

Pausa.

»Yo, en tu lugar, no vacilaría. Ten cuidado, Silvia.

Lo malo es que Mara deslizaba sus consejos con acento contrario.

Las dos amigas, lentamente, fueron subiendo por la escalinata rocosa, de anchos tramos carcomidos, que alternaban con rampas medio cubiertas de líquenes y musgo. Inclinaban una hacia otra las cabezas, hasta poner en contacto sus cabellos. Relucían sus cabellos bajo la alta copa de licor, que las enfocaba con su redondel.

El tramoyista.

En muchas escenas de teatro romántico, observamos regocijadamente esa persecución de la pareja amorosa por el círculo de luz de una linterna que el tramoyista mueve desde los telares.



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ArribaAbajo- XIV -

Vago croquis del castillo


La casa de Aurelio, en Caribdys, presentaba una sucinta arquitectura. La forma, cúbica. El misántropo del siglo XVIII la construyó de dos pisos. Pero no quedaba en la actualidad más que el primero, constituido por dos grandísimas y destartaladas estancias, de las cuales Aurelio sólo habitaba una.

Visto desde fuera, el edificio tenía algo de ruina. Esquema de petrificación que con facilidad se acastilla en el imaginismo liberto.

Cuando Silvia desembarcó, a las doce, en la isla de Caribdys, siendo conducida hasta la casa cúbica por el buen Sebastián, la noche, que tantos cambiantes había sufrido desde su aparición, empezó a encapotarse.

Los tonos sombríos de una noche negra favorecían a la isla.

La negrura empinaba la masa roqueña informe. Haciéndola sonar -mugir, crepitar, silbotear, murmurar arroyuelamente- con ruido neumático de inmenso caracol. Como el formidable peñasco estaba montado sobre pilares de gruta, el trajín del mar y el viento producían un zumbido -rítmico- de estertor.



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ArribaAbajo- XV -

La consagración


Todo lo contrario que el gabinete nigromántico de Fausto.

En la estancia desmantelada en que puso el pie Silvia no había ningún saurio colgado de la pared. Ni retorta de vidrio, ni búho disecado, ni humana calavera amarilla, ni la activa teoría de los relojes directores del tiempo, que en su gabinete de trabajo tenía el tudesco de la barba postiza.

La presencia del joven Aurelio Sheridan habría bastado en todo caso para aniquilar cualquier resonatriz del medievo.

Hasta el silencio, imposible en Caribdys, se engendró, la única vez que lo tuvo en su historia -precisamente esta noche, entre las dos y las tres de la madrugada- en el vértice de la pirámide de las botellas vacías.

La impresión de Silvia al pisar la casa de su amigo fue tranquilizadora.

La muchacha iba bien preparada. Dispuesta, con todo su arrojo, al gran duelo que probablemente decidiría su vida. Pensaba que Aurelio era un hombre como los demás. Y de un hombre como los demás, lo único que cualquier muchacha puede temer al encontrarse con él a solas en su habitación y en medio de la noche es -en último término, en término bellaco- una violencia.

Perfectamente.

El arma que llevaba en el bolsillo no la había puesto allí por capricho. La había puesto allí para que diese su voz y su voto cuando fuese necesario. Seis voces y seis votos, mayoría absoluta.

Pero nada en la tranquila y espaciosa estancia sugería la menor inquietud.

Una bujía solitaria, que más semejaba cirio funeral, brillaba en el centro, sobre una mesa.

Por las paredes, desnudas, goteaba la tiniebla como de la ropa tendida en una cuerda escurre el agua. Ni una silla, ni otra, ni otra silla, ni ninguna silla. Ni mueble alguno de los que debe tener cualquier habitación para ser descripta. Al fondo, en un rincón, sobre el suelo, se abría la trampa de la cueva. El cuadrilátero de sombra, que dejaba ver la trampa abierta, tenía un aire fresco de sepulcro.

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Por el cuadrilátero, la tristeza brotaba en surtidor. O como esas voces de ventriloquia en figura de ciprés que columpia un hilito de araña.

Apenas llegó Silvia a la casa, el viejo Sebastián había desaparecido, diciéndola familiarmente:

-Adiós.

De modo que: después de esperar y contar las ventanas de la habitación, que eran cinco, y de acercarse a la puerta, que permanecía entornada, la señorita Contreras empezó a aburrirse y a darse cuenta de la rara conducta de Aurelio, no esperándola a su arribo a la isla o, por lo menos, a su llegada a la casa. Es decir, esta conducta de Aurelio no debía extrañarla.

¿Sería capaz de permanecer ausente?

No.

Lo probable era que estuviese entretenido abajo, en la bodega, en el cubículo de los grifos familiares, y que muy pronto apareciese por la escalera.

Pero miedo, Silvia no lo sentía. Tristeza, sí.

De la misma manera que en la entrevista de la tarde, al surgir en el cielo la Luna de Copas, sintió el impulso de desnudarse y bailar, ahora experimentaba el deseo de estarse quieta, arropadísima, a pesar de no tener frío; y mucho más vestida que vestida: triste.

Con objeto de sentirse más triste aún, hizo una cosa genial, pero de veras extravagante. Juntó los pies como un recluta y se llevó la mano a la sien en saludo militar.

Entonces, la Tristeza no tuvo más remedio que pasarla revista.

La Tristeza, entre otras muchas cosas, es un oficial de húsares que se llama Tristán y que obliga elegante y rudamente a cumplir la ordenanza. A todos.

En realidad, el ambiente -triste- que rodeaba a la pobre muchacha era triste. De la peor manera de ser triste. Con esa tristeza que principia en el aburrimiento y termina luego decidora, sin aburrimiento. Divirtiéndose a sí misma. Al cabo de un a hora de aguardar en vano, la tristeza iba resultando a la bella antojadiza mucho peor que las rabias y las cóleras de por la tarde.

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He aquí otra cosa imposible de boxear y que se escapa de la pugilística norteamericana. Aurelio -lo comprendía la esperadora, en un ramalazo de impaciencia poseía un influjo extraordinario. A través del vino. ¿Cómo se boxea un influjo?

Sí. A través del vino. En el etéreo medio elástico del vino.

-Yo creía -murmuraba Silvia en ¡triste! monólogo, resignándose, por fin, a su soledad- que el vino era sólo un líquido. Que el cristal del vaso lo aislaba en el espacio y que no despertaba, ni podía despertar, otras fuerzas que las pequeñas fuerzas conocidas y vulgares de la fantasía del borracho. Mas no. Ahora advierto, con deslumbradora violencia, que también desata en algunos seres fuerzas misteriosas. Por simple contagio de su onda. De su ánima. Sin necesidad de beber. Y no hay quien lo aislé. Como no hay quien aísle, verdaderamente, la sangre en los tubos arteriales. La sangre posee una irradiación parecida.

»Sí. Muy cierto. Debo convencerme. He aquí, Silvia, tu propio ejemplo. Un ser que maneja a su capricho el radium sutil del vino ha pulverizado tu voluntad. Tu voluntad de treinta y siete estrellas. Jugando con tu furia te obligó a desabrocharte los botones de tu vestido. Luego, sabe hundirte en la dulce tristeza de una noche como ésta. Y te deja cuadrada como un quinto delante de su oficial de guardia.

»¡Pues!.,. Lo mismo que el radium de la sangre. Lo que debe de ocurrir es que hay naturalezas, seres elegidos, de sangre vinosa, y cuando surge cualquier estímulo en la epidermis o en el corazón, esa persona se trastorna y queda en un estado igual que si estuviese ebria. ¡Cosa más rara! Luego, ¿existe una embriaguez infusa? Y, ¿de dónde viene esta embriaguez? Ahora mismo, en medio de esta habitación, en la que noto cómo se va haciendo el vacío, cómo se ahonda la soledad y de qué manera se vierte un ruido de glogloteo, no por mi oído, sino por mis fauces, voy a saberlo. El arcano me va a ser revelado.

Una pausa de actriz de la vieja escuela. Silvia tuerce la cabeza como si escuchase. Avanza después a pasos quedos, con los brazos extendidos hacia la bujía, y se dispone a apagarla.

Pero no se atreve. Luego se aproxima a la boca de la cueva. Mira hacia lo profundo y lanza un grito. La boca de la cueva se ha iluminado de repente con resplandor maravilloso. Y una voz grotesca y triste, larga como la nota de un violonchelo, clama desde abajo:

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-¡Silvia, ven!

Silvia, sonriente, arrebolada, con un gesto de placer infinito, desciende poca a poco por la escalera. Va desapareciendo como por escotillón, pero muy lentamente, atraída por el centro de la tierra.

Cuando ha acabado de hundirse, la trampa cae con estruendo. Y detrás de ella surge, saltarina y sanchopancesca, la figura del viejo Sebastián.

Sebastián se dirige hacia la mesa donde está la bujía, llevando en la mano un objeto que luego resulta ser una pistola.

Sebastián, en voz baja, riendo y mirando la pistola:

-Menos mal que pude quitársela del bolsillo. Yo creía que iba a ser imposible. No era tan fácil como el señorito Aurelio se figuraba el robar la pistola de la señorita y poner en su lugar la del amo, sin balas.

Desmartilla el arma y saca un cargador lleno de cápsulas, que se guarda en la chaqueta.

-La precaución no era inútil. De las seis balas que tiene, con una nada más hubiese bastado. Y todo el plan deshecho.

Se queda escuchando un rato encima de la cueva, atentamente, sin oír el menor ruido.

-¡Como muertos! Bien. Aquí ya no hacemos nada. Vámonos, Sebastián.

Se marcha.

Antes de marcharse enciende un cigarro en la llama de la bujía.

Después, sopla y apaga.



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ArribaAbajo- XVI -

El áspid enroscado


Visiedo se empezaba a quedar sin veraneantes.

Don Enrique y su hija Silvia fueron de los primeros que regresaron a Madrid. Se marcharon juntos, pero Silvia parecía que llevaba más prisa.

Por fortuna, la curiosidad enorme de Dagmara Wolenka, que cien veces había intentado sonsacar a Silvia si, en efecto, había realizado o no la excursión nocturna a la isla de Caribdys, no pudo ser satisfecha. Porque no podía ser respuesta satisfactoria la rotunda negativa que la dio repetidamente su amiga.

Aquella noche -la de la excursión-, a las doce, también hubiera querido Dagmara espiar a Silvia. Pero la fue imposible: el marido, el soberbio diplomático, Hércules F. de Valcayo, receloso (quizás por excepción en la diplomacia de su vida) de la insistencia que su mujer ponía en no dar con él el acostumbrado paseo, no la dejó sola. Ni un minuto.

Dagmara -que no quiso tirarse de cabeza al patio cuando las brujas de Macbeth se lo propusieron- inclinó la frente, sumisa al mandato conyugal.

El único que sospechó algo de la excursión de Silvia a la prehistoria mitológica de la isla de Caribdys fue Cereceda. Cereceda, que, aun en el terrible nonadismo de las noches de verano en Visiedo, no podía abandonar su costumbre de acostarse al amanecer, había sorprendido a Silvia en el momento en que, conducida por Sebastián, saltaba de la barca al pie de la escalinata.

De regreso de su consagración.

Pero Cereceda era un caballero. Y lo mismo cumplía su papel partiquino de la vida mundana en un salón, o en el pasillo de butacas de un teatro, que sabía guardar honradamente un secreto de amanecer.

Silvia experimentó una verdadera transformación en breve tiempo.

Advirtió cómo todos los ideales de su vida se la quebraban en la cintura. Y lo advirtió sin rencor. Porque las siervas de Baco quedan sometidas para siempre con una inmensa voluntad de alegría.

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La razón es ésta:

Baco, en vez de raptar a sus sacerdotisas echándolas el lazo sobre los hombros, se limita a cogerlas con los dedos por el talle. Sin apretarlas mucho. Como se coge una copa para vaciarla después, de un trago.





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ArribaAbajoSegunda parte

Baco


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ArribaAbajo- I -

Fisiología especial


Su padre rabia muerto.

La noticia de la muerte, llegada de Londres por inalámbrico, dejó tan satisfechas las cotidianas aspiraciones de urgencia de Aurelio que pudo marchar despacio, con su dolor, a Londres.

El sistema afectivo-emocional de Aurelio (Sheridan) se hallaba dotado de idénticos maravillosos resortes que los demás sistemas de su personalidad.

Y uno de sus mejores resortes era el resorte traslaticio.

Gracias a un juego valvular de presiones y escapes que relacionaba ingeniosamente todas las vísceras nobles en una función conjunta (defensiva), la sensación desagradable de cualquiera de ellas podía trasladarse a otra, donde ya no surtía efectos doloríficos, sino al contrario: placenteros.

Por ejemplo: la muerte como sentimiento escapaba del miocardio en columna de humo. Columna de honor, hacia arriba, hacia la víscera cerebral. En el cerebro se transformaba en ente de raciocinio. Quedaba en puros términos de problema, alojado e n las celdillas grises, y allí diluía todas sus molestias cordiales en la onda platónica, en la serenidad de la onda antigua.

El resorte traslaticio -máquina y órgano, acero y nervio- se observa constantemente en la fisiología de los superhombres.

Del cerebro a los riñones la eliminación suele verificarse con mayor rapidez. En Aurelio las ideas falsas, capciosas, multitudinarias, o en estado de putrefacción, descendían en veloz tobogán desde el cerebro al hígado, desde el hígado al riñón, desde el riñón a la vejiga, etc.

Así eliminó, en sus primeros años de vida racional, diversos teoretismos y creencias, que en otras naturalezas mal dispuestas arraigan como parásitos: el trimurti hindú, la cosmogonía bíblica, los principios marxistas, y ahora, recientemente, el psicoanálisis de Freud.

Cuando Aurelio desembarcó en Inglaterra, experimentó la previdencia de que un nuevo ciclo extraordinario se inauguraba en su vida.

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Había recorrido en triunfo, mítico y soberbio, la elipsis del amor. La circunferencia -«línea curva cerrada y plana, cuyos puntos equidistan de uno común llamado tedio», según los geómetras- de la sabiduría.

Quedábale, pues, por recorrer el otro ciclo importante: la fortuna.

El dinero.

El dinero le parpadeaba en infinitas luces de oro, al entrar en la niebla de Londres. Él mismo, Aurelio, sintió arder su mechón de azufre y a su alma la vio pálida, como la llama de una bujía a la luz del amanecer.



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ArribaAbajo- II -

Comercio


Veinte años antes de la guerra europea, el padre de Aurelio, Arturo Sheridan, estableció un pequeño negocio comercial en Londres. Importaba frutas españolas, sobre todo naranjas mediterráneas, y las vendía a precios insulares en los mercados británicos.

Con este negocio vulgar, sostenido con esa atención minuciosa que los mercaderes de todo el mundo llaman inteligencia, logró hacerse medianamente rico. La guerra interrumpió su tráfico, no sin alguna delicadeza, y míster Arturo empezó a arruinarse. Inútil decir que el buen Sheridan carecía de talento; de espíritu propincuo a la Coanza. Las finanzas, ya lo sabemos, no tienen nada que ver con el simple comercio de unas frutas, de unas perlas, de unas muchachas, de unos embutidos o de unos naipes. Pero estas cosas tan humildes y materiales pueden constituir su punto de apoyo. Con tal de que el mercader sea romántico. Sea poeta de raza. Tenga el espíritu infame del negrero de cifras y sepa elevar a la categoría ideal de libro de versos su Libro Mayor. Las cifras se articulan en sílabas, y éstas pueden aconsonantarse, enlucirse, arrupiarse, enmudecer o agudizar su grito, como el verso en las estrofas sentimentales del otro poema.

Todo poema es una creación millonaria. Lo mismo que toda creación millonaria es un poema.

El que las especies objetivas con que se especula pertenezcan a uno u otro stock de los dockers vitales y socialiformes deviene igual, completamente igual. La finanza tiene su musa. Y Pierpont Morgan vive con ella en un lujoso hotel shakespeariano de la Quinta Avenida. Pierpont Morgan ocupa un puesto honroso en la historia literaria de los Estados Unidos.

Míster Arturo carecía de talento financiero. Por eso no llegó nunca a ser financiero. Míster Arturo carecía de oído, y el ritmo musical de sus naranjas de fuego y sus limones jalde se le escapaba siempre, como -en inverso paradigma- se le escapaba siempre su amante a Chopin. Y, sin embargo, ¡qué gran hora, la hora de la guerra, para los genios de la elucubración!

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Para la pinza del israelita.

Fue el momento en que todas las poesías, todas las artes, todas las religiones, todos los enamorados y todos los ejércitos verificaron su revolución capital. Renaciendo luego todos ellos, y de otra manera, en la metáfora. Se descubrió la metáfora. El sexto continente del planeta. Sin la paz de la metáfora, la guerra magna no habría surtido los admirables efectos -preñados de futuro- que ahora vemos cuajar, poco a poco, en la Sociedad de Naciones.

Los genios que supieron crear sus metáforas hicieron fortuna.

Esto lo saben mejor que nadie los millonarios, las prostitutas y los literatos del período 1918-1928.

Pero míster Arturo Sheridan no fue genio. Ni siquiera precursor de ninguna clase de acontecimientos notables. Él creía que los productos hortelanos, que le llegaban del Levante español, no podrían jamás alcanzar otras posibilidades que las meras del canje por libras esterlinas, y que el arte nuevo no significaba absolutamente nada en la vida seria, ni mucho menos en el serio comercio. Los primeros cañonazos del Marne no despertaron de su estupidez a míster Arturo.

La guerra demostró con relámpago subitáneo lo que podía esperarse de ella en cuanto a imágenes cotizables.

En efecto.

La vanguardia de los ejércitos iba mandada por poetas de vanguardia. Y una formidable sinopsis -zigzagueo resplandeciente- de imaginismo amaneció en el cielo y atardeció en el mar.

Los aviones convertían en diseños cubistas las grandes ciudades, los monumentos, la catedral y el navío, haciéndolos brotar en formas nuevas y más bellas (cuanto más risueñas) bajo la inspiración de los explosivos.

¿Qué fue -observemos esto-, como instrumento de arte y de guerra, el submarino, sino un transmutador dadá de las escuadras?

Cuando la naranja mediterránea hizo su metáfora y estalló como una granada, nuestro pobre inglés no supo actuar en consonancia con la ritmación del hecho y cayó en profunda melancolía.

Sin embargo, no le faltó el consejo oportuno en las palabras de su mujer. Una malagueña, de familia hebrea, mujer bellísima en su juventud, que le había dado un   —203→   hijo -excelso- en Aurelio. Cuya vida (sigo hablando de la mujer) se extinguía lentamente, víctima de tuberculosis pulmonar.

Con su fino oído de tísica, pudo escuchar la consigna salvadora que las estaciones de radio germánicas lanzaban, día por día, a los negociantes españoles.

¿Por qué no obedecerla? ¿Por qué no obedecer a esa gran consignataria del éxito que es la mujer? ¿Por qué no proteger, aun teniendo que ensayar un pequeño escorzo esoteropatriótico y comercial, la causa de los alemanes? Sheridan no era capaz de realizar ese escorzo. Él era inglés y patriota. Su mujer, en cambio, albergaba en su alma aquella curiosa superproducción de tendencias éticas que han permitido a la raza hebrea, a través de los siglos, captar el oro y la sabiduría -el poder y la ciencia- de todos los pueblos que se hallan hoy en el mapa de la cultura.

-Hazme caso, Arturo -aconsejaba la enferma-, emplea el capital que nos queda en un negocio fructífero y sano. Instala en las costas de España depósitos de combustible para los submarinos alemanes. No necesitas exponer tu firma, ni que figure tu persona en este asunto peligroso. No necesitas más que facilitar el dinero y escoger individuos de confianza, entre los muchos y leales germanófilos que existen en España. Puedes hacer también espléndidas combinaciones de seguros marítimos sobre barcos que, viejos y podridos, nada tiene de particular que atraigan con entusiasmo a los torpedos alemanes, aunque ostenten muy visiblemente un pabellón neutral... Otra cosa: ¿No le convendría a algún amigo tuyo de Cataluña o de Navarra proveer de ropas, de zapatos, de alimentos a los ejércitos franceses? En esto, nada habría que rozase tus escrúpulos patrióticos. Servirías a los aliados de Inglaterra.

Los consejos de la mujer caían, como copos de nieve, sobre el puritanismo del yenlemán mercader.

Murió la dama.

Míster Arturo Sheridan contempló, año tras año, disminuir su fortuna. Advirtiendo cómo unas manos de invisible hortera iban bajando -con parsimonia- el cierre metálico de su vida.

Mientras, Aurelio vagaba fría, alegre y mágicamente por todas las tierras, embajador olímpico de su estrella azul.

La herencia paterna fue exigua.

Unos centenares de libras. Un crédito menguado, lleno de reservas y de artículos amenazadores. El Código de Comercio.



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ArribaAbajo- III -

Fémina insurgente


El alma de la mujer moderna se halla, quizá, demasiado alerta.

Se nota en ella un temor, muy justificado, a caer en cualquier servidumbre del pasado.

La servidumbre del romanticismo no se le va fácilmente de la imaginación. Hasta el punto de que, sintiéndose dominadora y dueña del bazar de espectáculos claros y fuertes, nada misteriosos, instalado en plena calle por la vida actual, busca sin cesar, en las rinconadas (y en los pisos altos con terraza), las máscaras de antes de ayer.

La empiezan a perder su excesiva actitud física y algún juego sobrado animal de la fuerza psicológica, cuya clave se manifiesta en cierta manera de reír. La manera de reír de los actores cinematográficos. Les brota la risa de la dentadura. Los labios se dilatan sin luz, como tiras de caucho descolorido.

¿Quién apaga los labios de carne de Gloria Swanson, apretando contra sus encías el cepillo dentífrico del beso?

Aquí comienza el primer impulso insurgente de la mujer, que sólo han comprendido hasta ahora, en su enorme trascendencia, Charlot y Einstein.

Al contacto dionisiaco de Aurelio, los labios de caucho de Silvia ardieron. Y el fondo de una nueva lirificación conminó insurgente, en surtidor, nacido del manantial viejo.

Sin perder la actitud física, en variados aspectos.

Imperdible.



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ArribaAbajo- IV -

Ella misma, pero consistiendo menos en ella misma


Silvia Contreras pasó los primeros meses que siguieron a su veraneo en Visiedo en su casa de Madrid. Es decir, ya no volvió a salir de su casa -conventualmente- en mucho tiempo.

(Se trata de un desglose operado en ella por la energía disociatoria del misticismo que a las antiguas bacantes transformaba en flores del rosal de Delfos, especie de monjío vegetal, que en nuestro tiempo no se produce. Los raros casos de bacantes auténticas que se han registrado modernamente no florecen en ninguna planta viva, sino en piel desnuda. En yema de vidrio ouvert la nuit.)

La mística báquica, pura, en el sentido oriental y prístino del mito, debería obrar siempre como Silvia, enclaustrándose con absoluta dedicación a su dios, en el domicilio particular.

Pero este caso no es frecuente.

Al advertir la proclividad que el suceso iba tomando en sí misma, Silvia llamó a un especialista para que, de una vez, le sacase de una duda que, en rigor, no podía llamarse «angustiosa», ni «cruel», pero que, por estar hilada con dubitaciones, hilos de soda irritantemente finos, la ceñía, encamisando de escrúpulos su acerbo malhumor.

El malhumor la ceñía.

Pero sólo para romperse como cápsula libre de una especie de: transimiento.

Todos los grados que los teólogos de la otra religión establecen en el ascenso místico los iba experimentando Silvia. Gota a gota. Los diez grados clásicos (y uno romántico) del padre Scaramelli y del abate Jove:

Recogimiento. Silencio espiritual. Quietud. Embriaguez de amor. Sueño espiritual. Ansias y sed de amor. Toques divinos. Unión sencilla. Unión estable.

Y entre la unión sencilla y la unión estable, el grado romántico:

Rapto.

Para un hombre de fina hoja mental, afilada todas las mañanas en el suavizador,   —208→   mellada otra vez todas las noches, trepidada por esa electrificación falsa que procede de las ideas de los libros y se transmite molécula a molécula, originando el quid del temple erudito; para un disecador sombrío de episodios -don Enrique, si salía de caza al mar con un libro y un perro, no gustaba, en cambio, de pescar entre los hombres; entre sus propios acontecimientos familiares- el hecho carecía de importancia.

Su hija Silvia se hallaba en un trance muy preciso, muy definido. (Estaba embarazada.) De gran importancia objetiva. Pero justificado y hasta grato ante su espíritu de imperturbable, rezumoso de la única moral que ha tenido éxito a través de los siglos: la moral de retorno.

Cualquier explicación entre padre e hija habría resultado molesta. E inútil.

Mas, para Silvia, preferible al golpe teatral inesperado (¿quién podría engarzarle a la psicología paterna cotidiana? Nadie. O, sólo, el capricho extravagante de un caricato) con que don Enrique la paralizó un día. En un orden normal de sucesos, en el plano pragmático de las cuarenta situaciones de comicidad -ya se sabe que todas las situaciones de comicidad pueden reducirse a cuarenta; las dramáticas, a treinta y dos; las líricas, a doce-, el acto que realizó el señor Contreras en el gabinete de su hija, cierta mañana, «que lo era de las desapacibles de noviembre», no tuvo más lógica que la lógica imaginista de lo que es. De lo que es porque es.

(En el fondo...)

Sin embargo, el hecho de que los ángeles se aparezcan a las personas ungidas por la gracia es algo comprobado y nada nuevo. Al contrario, demasiado antiguo. Hablo de la aparición dramática, trascendental. La que consta con garantías de veracidad en los tratados de angelología y angelotecnia.

Pero si las substanciaciones y transubstanciaciones del espíritu puro se han verificado siempre en función de dramatismo, ¿parecerá absurdo que ahora se verifiquen también en función de comicidad?

Es cuestión de acento.

En la historia íntima (en las memorias íntimas) del acento, tan rica en anecdotario espiritual (el primor de las historias), el debut del Ángel Cómico debe ocupar un lugar de excepción.

Silvia no lo comprendió al principio. Después de sonar el tiro, sí.

Se dio cuenta perfecta.



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ArribaAbajo- V -

La Anunciación


Abrirse la puerta del gabinete, Silvia volvió la cabeza.

Despacio, de puntillas; luego, deprisa, en una carrerita menuda de contoneo infantil; el rostro embadurnado de chafarrinón por la esférica superficie de los mofletes, burlescamente ahuecados; el gémino labio fruncido para dar salida a una vocecilla de triple; las manos en lo alto, agitándose sobre los hombros con aspaviento de fingidas alas; retozón al mirar; el cabello rizado y peinado seráficamente por exquisito peluquero; y en estupendo contraste, el negro ropaje luctuoso, cerrado en el cuello con estrangulamiento y ahogo luterano -como el redingot de Unamuno-, el padre -el padre de Silvia- hizo su aparición.

El cuerpo era materia real de ángel negro. El colorete de los pómulos, de querubín de bazar.

Antes de que Silvia reaccionase con el menor estremecimiento de párpados, con la más leve idea aclaratoria, su progenitor se plantó en medio del gabinete, y mirando con ternura a la muchacha, dijo:

-¡Salve, señora! Llena eres de gracia. El Señor es contigo. Bendita tú eres entre todas la mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre.

¡Inteligencia espantosa! Silencio de reproche. Fe de ultraje. Alzamiento brusco de la mujer.

Rápida composición de bloque en ritmos estatuarios. Helenoides.

Y en la vertiginosa inmovilidad de su figura física (que ya no conservaba nada del puño deportista, ni del gesto superador, de antiguo brío norteamericano, sino el cándido pasmo vencido de la -de la que muere incluso por la espada de juguete de un fantoche, grosero y plebeyo de bazar- sierva de un pequeño dios), un dorado crepúsculo de cintas, como serpentinas de colores, se la entró, algarabizando sus nervios, hasta ese punto de divina entrañación en el que el ser nuevo anuncia, gozoso también, su animal advenimiento.

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Hasta ese punto en que estalla la salva de ordenanza.

En el que suena el primer pistoletazo sistólico-diastólico del recién.

En el que el rapto prende la bengala de la sumisión, servidumbre de orgasmo y fantasía, e ilumina para siempre la ascensión de la sacerdotisa.

Silvia estaba muda. Estuporosa. Alabastral.

La estatua de Silvia no cayó entonces al suelo, rompiéndose en mil pedazos, porque dedos fuertes e invisibles, los que ya en la cueva de Caribdys le habían, sosteniéndola, quebrado todos los ideales en la cintura, la atenazaban ahora, sujetándola con la misma antigua delicadeza por el talle.

Después de sonar el disparo Silvia se dio cuenta de la situación.

Comprendió la huida zumbona de don Enrique, después de la escena. Sus cabriolas y tambaleos. La risa bárbara y regocijada. El bufo revolar de sus manos sobre los hombros y la desaparición repentina, huracanada, como si le arrebatase algún vendaval por el escotillón de la puerta.

Lo que había pasado era esto simplemente: Don Enrique «estaba ebrio».

Entonces, Silvia desentrañó los motivos del hecho inaudito.

-¡Siempre Aurelio! -murmuró-. Siempre su influjo, cada vez más diáfano dentro de mi alma. ¿Escifo de la sierpe enroscada?, o, ¿pobre alma, copa rota, vaso viejo de vidrio, sobre el cual brilla, caldo, un solo glóbulo de la divina sangre? Ayer luchaba todavía contra el yugo de Aurelio. Hoy vivo la dicha de sentir atraída por los rubíes de su tirso la punta de mis pestañas. Y desde hoy cumpliré, con la embriaguez de corazón con que Él lo dispone, hasta sus mínimos deseos. Vestiré mi cuerpo con pieles de carnero sin curtir.



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ArribaAbajo- VI -

Coloquio en presente


-Desde luego, se trata de un individuo extravagante y singular.

(La persona que pronuncia estas palabras es un tipo viejo, sonrosado, plomizo, fornido. Rostro interino.

Un vicerrostro.

Una de esas fisonomías que no se hallan a punto de expresión y se estacionan, graduadas, algunas décimas antes de otra expresión más definida, típica. El vicerrostro de un marino suele sorprenderse en estado de preformación en la fisonomía de un pescadero, faltándole sólo -tal vez- al pescadero, para cristalizar en superior perfil, un breve paseo a bordo del buque insignia, con autoridad de almirante. El vicerrostro de un escritor suele encontrarse (a menudo) en la cara lívida de ese escribiente tuberculoso que nunca falta en las oficinas de la curia. Y que resulta casi el mismo rostro del escritor. Sino que un poco más descuajaringado.)

-Desde luego, se trata de un individuo extravagante y singular.

(Es un alto funcionario de banca la persona que murmura, con una cortesía llena de precauciones, estas palabras. El gerente del Banco Internacional Hipotecario, establecido en Madrid desde hace años.

Sus relaciones personales con los Sheridan, padre e hijo, sobre todo muy recientes con Aurelio, le permiten tener sobre éste, cuya vida en los últimos tiempos conoce como todos los financieros del mundo -profundizada por su amistad personal-, un a opinión exacta. Llena de barroco asombro. Un pasmo con nariz de maravilla.

Superstición. Tiene por Aurelio la superstición religiosa del indio al contemplar el primer desembarco de Colón en América.

La soberbia celeridad, el frenesí arrebatador con que Aurelio Sheridan había levantado, en pocos años, una colosal fortuna sobre los restos de la herencia paterna dejaban estupefacto y admirado al gerente. No sabía cómo explicarse tan enorme éxito.

Por eso, apenas empezaba a hablar de Aurelio, la emoción le sobrecogía con extraño garrote, como si un licor de fuego le abrasase la garganta. Y, pálido y nervioso, comenzaba a tartamudear.

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No carecía de dotes analíticas, ni de curiosidad por el problema oscuro, sorprendente, de su amigo. Mas a pesar de que ya había experimentado, en diversas ocasiones, la sospecha de que lo líquido, el elemento líquido, el signo líquido, o ya, decididamente, «una cierta potencia mágico-líquida», jugaba un papel trascendental en la vida y en los actos de Aurelio; a pesar de eso, la verdad se le escapaba siempre.

No debe extrañarnos que se le escapase.

Los hombres, en su inmensa mayoría, pueden aprender fácilmente las matemática y tomar a oído, sin trabajo, la canción de una opereta. Pueden también, los más avisados, desceñir con gracia la veste de una doncella en la hora nupcial. E incluso los hay con el talento necesario (delicado y preciso) para derramar, sin exageraciones, ardorosa lágrimas sobre la tumba de un ser querido.

Pero lo otro ya es más difícil.

Requiere, además de sutilidad y perspicacia, un átomo de genio.

De genium, que viene a ser el radium de la revelación. Y de la gracia.

Hace falta genio, verdadero genio, para tomar una copa de cristal. Llenarla de cualquier licor, esto no importa demasiado -alcohol, humor fisiológico o clara linfa-, y elevarla...

Alzarla, por cima del cráneo, ofreciéndola a la eucaristía lunaria, para que la luna, sacralizándola con sus rayos, la incendie en púrpura champanal. Y haga fluir, hervir, moderna, la savia de Baco.

Y después, descender el cáliz lentamente hasta la altura del corazón, nivel del éxtasis, para, en el acto postrero del rito, paladear una gota.

De esto hay pocos hombres capaces en la tierra.

El gerente no estaba lejos de oficiar con aire noble, entre eclesiástico y taurino, en el altar del Dios.

Lo denunciaba ya claramente su tartamudeo al hablar de Aurelio.)

-...e trat... a de unindi... vid, vid -¡oh, estas alusiones, llamadas de la revelación que golpea con los nudillos en el idioma, en la frase, en el verbo escrito o tartamudeado!- VID... viduo, extravag... vag...

Calla el gerente de la fuerte entidad bancaria madrileña.

Aquieta, después de algunos minutos, su sonrosado vicerrostro.

Sonríe.

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Y Dagmara Wolenka toma la palabra.

Con voz y tono de voz de Silvia, impuestos por el director coral para el coro de todas las criaturas pimpleas de Aurelio, Mara, la sumisa -la ruso-chilena-, habla. Se halla en un gabinete (color táctil inseguro, violeta y gris) de su casa. En compañía de su esposo, Hércules, y del gerente.

-Yo conocí a Aurelio hace cinco años en Visiedo. Era entonces una especie de animal fáustico y hermoso. Un leopardo, un halcón o un mono... O un chico desvergonzado, que se bañaba desnudo frente a la playa, a la vista de todas las personas correctas de la colonia veraniega, a quienes nos era difícil disculpar su atrevimiento.

»Cierta amiga mía, mi mejor amiga, se enamoró de él... ¿No adivina usted, conociendo al bárbaro, la fuerza siniestra de sus ojos y los músculos de su palabra y la rodilla cruel de su despotismo que se hinca sobre el pecho de sus mujeres derribadas; no adivina usted el suceso? ¡Qué asco! Una sucubación. Mi pobre Silvia, cogida, empuñada por la nuca con la manopla férrea del macró, cayó, en la primera entrevista, al fondo de la cueva. Una cueva en una isla. Una isla en otra caverna. Aurelio puso sobre su delito el escarnio, la fuga y el olvido, como se pone la tilde de la ñ, o el pecado sobre el arrepentimiento. Desde entonces mi pobre amiga está loca. Así, «loca», sencillamente. A los pocos meses contrajo extrañas manías. Una depresión nerviosa tan profunda que apenas podía salir de su casa. Ni ha salido desde entonces. Embriagada y rota en muchas fracturas, pero redimida siempre -en último término- por la desfachatez de lo caricaturesco. ¡Son siete espadas las que lleva clavadas en su corazón! Su nueva religión tampoco la exime de ostentar en el pecho, teñida en sangre, la famosa panoplia. La panoplia de la Virgen. Mi pobre amiga se extingue en su clausura voluntaria. Lentamente. Impacientemente. Como le digo, está enferma: loca. Pasea por sus habitaciones medio desnuda, cubierta con pieles de carnero, sin curtir. De pronto cae en profundos abatimientos. O se yergue elástica para bailar danzas extrañas que ninguna mujer puede oír con el oído, ni recoger con el pabellón de la oreja. Sino que oímos con el tímpano de las entrañas y recogemos con (finura de pabellón auditivo recién estrenado) el caracol del ombligo. Silvia, desnuda, parece una danzarina délfica, emayanti, dionisiaca. Cuando viste con sus estameñas de salesiana real -otra de sus locuras-, no puede impedir que se le ahuequen demasiado las faldas, en miriñaque, y entonces surge la dimensión romántica. De pronto, la salesiana   —214→   real y la dama de las camelias. La Adela-1830. Pero no. ¡Tampoco! Tampoco es eso. ¿Sé yo acaso lo que es? ¡Algo atroz, muy enervante y sombrío, cuyo sentido oculto no dejo de atisbar con terror y delicia!...

(Mora lanza un suspiro encapuchado y tenue. Delator -por característicamente umbilical- de su situación en la cronológica hilera de las sumisas de hoy. Podríamos situarla con exactitud entre la Dagmara de 1928 y la Adela de 1830. Justamente en: 1879.)

-No me extraña lo que usted dice -exclama conmovido el financiero-. En amor, Aurelio se ha comportado siempre así. Una clase de donjuanismo raro, cuya naturaleza habría que descifrar con la clave que él sólo posee y que nadie descubrirá nunca. Todas las mujeres que amó cayeron en esos trances patológicos que usted ha descrito. ¿Sugestión? ¿Fascinación? El mote es lo de menos. Algunos médicos hablan de un síndrome suprarrenal que se produce por vía hipnótica y presenta esos síntomas. Dígame: ¿no tuvo su amiga al principio fuertes dolores lumbares e hipogástricos, extendidos a manera de faja por la cintura y el vientre, con dilatación del perímetro normal?

-Sí. Y no sólo eso, desgraciadamente. Usted comprenderá...

-Lo comprendo. No me extraña la enfermedad ni la derivación lamentable que seguramente tuvo.

-En efecto. La derivación lamentable, como usted dice, nació, aunque por fortuna sin vitalidad, sin posibilidades de existencia. Murió a las pocas horas de nacer. Era un monstruo. Un ser repulsivo. A mí me dio la impresión de un enorme coágulo sanguinolento, o un como saco arracimado de majuelas; sin cabeza, sin ojos, sin pies. Redondo y sin peso. Créame, daba miedo verlo.

Pequeña pausa.

Rompiéndola con vibración tonante, una voz novel entra en la pista de la pausa. En doble salto mortal. Cayendo aplomo, rígida, en firme sobre los talones. Sobre las plantas clownescas del tópico.

La frase topicista de Hércules resuena:

-Un monstruo así no era posible que viviese.

El admirable ejercicio acrobático no obtiene, de momento, el aplauso esperado. Hércules mira, buscando aprobaciones, a su mujer y a su amigo.

Nada.

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Su mujer baja los ojos.

Busca inquieta, en la alfombra, una mirada perdida.

El gerente reacciona el primero con un discreto aplauso. Como ese espectador sagaz que inicia, con entusiasmo inicial, la ovación remisa de todo el público.

El aplauso queda vocalizado en una sola palabra:

-Exacto -murmura el gerente.

Pero Hércules, concienzudo de sus grandes condiciones de bufo, ambiciona más. Quien el clamor unánime de la concurrencia. No le satisfacen las palmas tibias.

Y añade:

-Si hubiese vivido, habría sido mucho peor. Porque, ¿qué iba a hacer en el mundo una criatura tan anormal y repugnante?... La verdad es que la Providencia realiza cosas que nos hacen dudar de su bondad infinita.

Ahora no es un solo espectador el que aplaude.

La ovación se comunica a todo el público (que llena el circo) y una catarata enorme acoge el nuevo arriesgadísimo ejercicio: triple salto mortal con salida en fecha.

Pero no contento todavía Hércules:

-La fatalidad lo quiso -añade, con entonación grave.

Pausa larga e insondable.

Y otra ovación mayor que la anterior. El artista saluda y se deshace en genuflexiones. La tregua le sirve a Hércules de espejo, para observar con orgullo su hermosa figura. El botón encarnado en la solapa. Y sobre la nariz las poderosas gafas de concha.

Continúa Mara:

-Creo que Aurelio se casó hace poco en Francia, y que tiene un hijo, por cierto, nada monstruoso. ¿Es verdad?

-Sí. Es verdad. Como también lo es que Aurelio ha levantado la fortuna más colosal que hoy se conoce en la tierra. A su lado Morgan, Vanderbilt, Ford, Rotschild, etc., son unos capitalistas mediocres. Unos millonarios de menor cuantía.

El gerente queda visiblemente desconcertado. Aura epiléptica. Pálido, yerto, permanece mudo.

Los ojos de Mara humedecidos se elevan al plafón.

Hércules sonríe.

Frota sus pies en la resina y se enjuga las manos con el pañuelo, preparando otro soberbio salto: un cuádruple salto mortal.



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ArribaAbajo- VII -

Zenit


Gran estado de que es jefe todo multimillonario pertenece al concreto mapa de la geografía más abstracta.

Es una nación sin fronteras materiales. Sin bandera única. Pero cuyo mapa, que es el mapamundi, se encuentra surcado de trayectorias y de puntos, como los hilos de una red, en cuyos cruces se clavan con alfileres las banderitas policrómicas del negocio. Esto es, de las ideas.

Esos grandes Estados se apoderan, absorben, lo que más vale de cada uno de los otros países efectivos y territoriales: el mejor puerto, la ciudad moderna, el banco fabuloso, el tipo de selección más bello de cada raza.

En el diccionario israelita que Moisés transmitió (secretamente) a su pueblo al mismo tiempo que las Tablas de la Ley el nombre que se asigna a cada uno de estos emporios es el de: FIRMA.

Detrás de las grandes firmas se ocultan siempre uno o varios genios de la especulación.

La firma Sheridan había llegado a ser la primera del mundo.

Las firmas próceres de la finanza no suelen tener rúbrica. Pero, caligráficamente, los multimillonarios acostumbran trazar debajo de sus nombres un sencillo garabato. ¡No nos engañemos!

Con ese fútil garabato, con ese trazo sin importancia, también -os lo digo- se burlan de nosotros.

Se mofan con el timbre comercial y con el autógrafo amistoso.

Estirando sus rúbricas hasta el límite máximo de elasticidad, realizan sus periplos. Y deshilándolas luego, tejen las mallas de la red -esa Bolsa- con que aprisionan y suspenden al Terráqueo.

La rúbrica, la ristra de la firma Sheridan era tan larga como la línea del Ecuador. También larga como la cola de un cometa. Pero mucho más corta que el bramante, con nudos de tic-tacs, de la vida.

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Algo así:

... minasalmacenesedificiosfundicionesavionesferrocarrilesteatrosbarcoshotelesmontañasresidenciasbancosejércitosdeoficinistasyhordariosdelamanufacturabolsastemplosminasalmacenesedificios...



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ArribaAbajo- VIII -

Regreso


Había que irse. Que regresar.

Aurelio empezó a notar los primeros síntomas negros precisamente en las asas intestinales de su rúbrica. Pero esta vez no pudo, como en otras ocasiones, eliminar el dolor por las válvulas y escapes de su fisiología defensiva, ni manejar sus resortes de fatigadas charnelas.

Fue entonces cuando Aurelio pensó en Dios. En uno de los verdaderos dioses. En Jove. Y éste, que tampoco abandona nunca a sus criaturas, le señaló con el severo dedo índice extendido una válvula y un escape. Los únicos medios que ya podía utilizar el Plenipotenciario.

El escape era un escape en violentísimo descenso vertical, en caída formidable. Funambulesca. Verdadera caída de ángel caído. La válvula sería, simplemente, la puerta de la cabina de cola de un avión de Aurelio.

Esta puerta se abría hacia fuera, sin necesidad de mucho esfuerzo, a pesar de la presión que sobre ella ejerce la corriente de aire, estando el aparato en marcha. Los técnicos han afirmado después del suceso que no es posible que abra la puerta un hombre solo. Pero los técnicos no tienen en cuenta más que los principios que ellos conocen, harto elementales, de aerodinámica.

Aurelio cogió aquel dedo de Dios, que tan amable se le mostraba, y le besó en el anillo.

-He llegado al zenit de mi gloria -pensaba-. He cumplido la misión que me trajo al mundo. Estoy en el zenit. En el punto muerto de mi looping triunfal. ¿A qué esperar, pues? No tengo más que dejarme caer...

Los ojos de Aurelio parecían repetir, afinándole, el rictus, la mueca del labio, mientras la frente, abombándose sobre el resto de la cara, condensaba, para encender y concentrar la idea fija, el dinamismo muscular. Del mentón. De las aletas de la nariz. Y, en fin, de todo el juego sensual y lírico de su fisonomía.

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Al lanzarse al espacio, cruzó por su cerebro el mito de la Copa Encantada.

Y lo fue desarrollando en el film de cortometraje que había de recorrer desde la altura de su inocente avión hasta la superficie del Canal de la Mancha.



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ArribaAbajo- IX -

Alegoría del sacrificio y la transubstanciación


Jocundo, bello e impúber -desnudo, coronado de mirto, laurel y granado- como un narciso, como cualquier pederasta feliz de la mitología, Aurelio triscaba por los elíseos campos.

«Sintió sed y puso su copa cristalina al chorro de la fuente. Pero la fuente dejó de fluir. Marchó al arroyo para llenar la copa y se inclinó sobre las aguas. Pero las aguas del arroyo se solidificaron en una lámina de hielo. Acudió al mar. Pero el mar retrocedía a medida que Aurelio avanzaba, persiguiendo las ondas.

Entonces, desesperado, presa de una angustia mortal, derramó una lágrima. Esta lágrima cuajó en el fondo de la copa, y agrandándose, la desbordó con espuma de amatista. Aurelio bebió. Pero según trasegaba el líquido, advertía que todo su ser iba transubstanciándose en luz, en brillo, en fuego ileso de Argea: la pulcra, la blanca».

Cuando el gerente se enteró del suicidio de Sheridan, empezó a meditar sobre la catástrofe y sobre la historia de su amigo, con las mismas ideas (véase Freud) que le habían ocurrido a Silvia, varios años antes.

-Igual que un radium de sangre -dijo-. Lo que debe de ocurrir es que hay naturalezas, seres elegidos, de sangre báquica, y cuando surge cualquier estímulo ideal, profundo, esas personas se transfiguran y quedan en un estado de embriaguez particular. ¡Cosa más rara! Luego, ¿existe una embriaguez infusa? ¿Qué desencadena poderes mágicos? Y, ¿de dónde procede esta embriaguez?






 
 
FIN DE
LUNA DE COPAS