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ArribaAbajo- VI -

Viaje entretenido


De las cuatro personas que esperan en el zaguán, dos son mujeres: una, vieja, con ese rostro enérgico y ganchudo tan frecuente en las honradas brujas de Castilla. Otra, mocita, de fisonomía campesina y alegre. Ambas llevan las amplias sayas de «aparejo redondo» que suelen usar, desde el reinado de los Felipes, las aldeanas de la provincia de Madrid. Acompaña a las mujeres un joven rústico que debe de ser novio o pariente de la muchacha.

La belleza de ésta hace recordar al solitario elegante (que lanza al espacio grandes bocanadas de humo) otra belleza muy parecida, pero nada campesina ni candorosa, sino, al contrario, descarada y chula. El rostro de Paquita.

El recuerdo de Paquita trae inmediatamente a la memoria de Candelas el de la íntima amiga de aquélla: Lola la Naranjera. De seguro que a estas horas están las dos removiendo Roma con Santiago para lograr el indulto de Luis, a quien creen preso y caminando por esas tierras de La Mancha bajo el poder de la justicia.

Afortunadamente, todavía no necesita el galán de la protección de nadie. Y menos de la de mozas juncales cuya influencia con el señorío y con los personajes encopetados suele provenir de algo que no toleran los hombres que llevan bien puestos los calzones. Pero, después de todo, Lola no era ya su amante y podía hacer lo que se le antojase. Y más ahora que disfrutaba ella de la amistad apasionada del rey y se había erigido en ninfa principal del soto de la Florida. En elemento indispensable de las concienzudas juergas que en el pabellón del canal del Manzanares celebraban a menudo don Fernando y sus amigos: Alagón, San Carlos, Birlocho, Luisito Córdoba y Juan León, el espada. Y otros muchos. Y muchas. Entre ellas, damas empingorotadas, duquesas y marquesas y actrices y embajadoras, que gustaban de esparcir sus ánimos en las soberanas fiestas, reservadamente celebradas en el pabellón. A más de una de estas usías había visto Lolilla marcarse desnuda un bolero encima de la mesa, después del festín, cuando los vapores del alcohol hacen bailar de júbilo los corazones y, si son éstos femeninos, también las suaves prominencias de alabastro que los cubren; y que   —282→   el cantaor, sobre todo si lo es el Birlocho, se arranque de los entresijos más recónditos los ayes flamencos y jipíos de mayor eficacia; y que el guitarrista, sobre todo si lo es el castizo duque de Alagón, desprenda de las cuerdas el chisporroteo gitano mejor punteado.

La amistad de Lola y el rey era reciente. Pero el conocimiento de ambos databa de algún tiempo y fue debido a la mediación de uno de los consejeros privados de más autoridad en la regia camarilla: don Pedro Collado -Perico Chamorro, para los íntimos-, ex aguador de la fuente del Berro y primo hermano de la Naranjera por parte de padre. Mejor dicho: de Padre. Pues según pública voz, el Padre Marugán, que había sido en tiempos confesor y director espiritual favorito de alcurniadas madamas y garridas majas, hubo de conceder, entre éstas, preferente y asidua dedicación a aquella hermosa y turbulenta pelinegra que se llamó Tirazones, madre de Lola. Claro que como la Tirazones no tenía (mayormente) espíritu que ser dirigido, el Padre Marugán hubo de resignarse a dirigir lo que restaba. Y en cultivar lo que restaba en la espléndida persona de la Tirazones puso el buen clérigo tanto entusiasmo directorial y tal vocación de modelador de criaturas que el resultado de la obra fue perfecto.

Luis recuerda a Lola cuando era casi una niña y vendía naranjas en el Prado.

Le parece estarla viendo, cierto día feliz para la patria, con otras chicas de su barrio, alborotando, dando vivas y cantando coplas por las calles y plazuelas de la corte. El día feliz en que entró en Madrid, a la vuelta de su destierro en Valencey, el Bendito, el Deseado, el Muy Amado Fernando VII, Amor de los españoles y rey -primero absoluto; luego constitucional; luego otra vez absoluto (neto); luego otra vez constitucional, y, por último, otra vez neto y ya absolutamente absoluto- de todas las Españas.

¡Qué día aquél, Dios mío! Ocho años tenía Luis y, sin embargo, no se ha borrado de su memoria, ni es posible que se borre jamás, el espectáculo prodigioso de todo un pueblo ebrio, convulso de emoción y dicha -como deben estarlo las doncellas en la hora nupcial- por el regreso del Borbón idolatrado. Le creían un dios, un héroe, un Adonis. Sus narices abultadas, de nabo extremeño, su belfo grosero, su barriga pingüe, sus ojuelos diminutos y recelosos, su talla mezquina, sus manos chatas y peludas, su hirsuta pelambrera se les antojaban a los madrileños rasgos   —283→   y formas bellísimas de arquetipo griego. Aquel día el sol se tumbó borracho sobre los tejados y las calles de Madrid. La algarabía de la luz matinal quebraba sus cristales en los ojos de las madrileñas. Estallaban pezones y claveles al mismo tiempo. Los nocturnos penetrantes a albahacas y nardo de las verbenas se hicieron, por una sola vez, diurnos, y llenaron la atmósfera encantada con átomos de fuego. El oso de nuestro escudo se enjugó una lágrima con el pañolito de encaje que le prestó la duquesa Cayetana, ex profeso salida de la tumba para contemplar el espectáculo que presentaba su pueblo y dar un viva al rey. Flores, guirnaldas, colgaduras, palomas, volteo teologal de campanas, cohetes y fuegos de artificio, músicas y aclamaciones acogieron al monarca. España entera se marcó también, desnuda, un bolero sobre la mesa del festín real. Lolilla y sus amigas daban al aire azul de la mañana canciones y coplas.



Ya viene por la Ronda,
ya viene andando,
ya viene la calesa
del rey Fernando.



A su paso los cielos
vuelcan sus dones
encendiendo de gozo
los corazones.



El rey no quiere guardia
de escopeteros,
y se lleva de escolta
cuatro chisperos.



Y la maja más maja
dice cantando:
¡Quién fuera calesera
del rey Fernando!

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Claro que el rey no entró en calesa en Madrid, sino montado en un soberbio caballo blanco. Del que pasó en la Puerta del Sol a una carroza que, tirada por cuatro robustos españoles -pur sang-, lo condujo a Palacio, tardando en el breve recorrido algo menos de tres horas.

La divagación mental de Luis en el parador de San Martín de Valdeiglesias se polariza en esas dos figuras de mujer. «¡Qué alegría van a tener -piensa Luis- cuando me vean entrar sano y salvo, y fardado como un lyon, por las puertas de su casa!». El acontecimiento merecerá celebrarse con una buena comida en el mejor restaurante de la Corte, que es, como todo el mundo sabe, el figón -por mal nombre- del tío Lucas, en el callejón de Peligros. Allí habrá de lo bueno y aun de lo maravilloso. Allí se podrá trajelar un verdadero banquete. Por ejemplo: arroz a la valenciana, lechón al horno, con trufas y perejiles, salmón al vinagre o langosta; un plato de leche, torta de moscatel, pasteles de hojaldre, y vinos: caldos tintos de la tierra y peralta, y jerez, champaña helado. Café y licores. Habanos para los caballeros. Para las damas, cigarrillos orientales. Y asistirán al banquete los buenos amigos y compadres que no se hallen impedidos... Se entiende impedidos, no por su voluntad, que esto nunca les ocurre a ellos, sino por designio ajeno: Juan Mérida y su presunta esposa la Juaneca, Ramón y Antonio Cusó, Francisco Villena, Paco el Sastre, y la Josefa, su admiradora. La otra Josefa, la de Balseiro. Y el Pizpierno, si ha regresado ya, como se esperaba de un momento a otro, de la ciudad de Chafarinas. El señor Lobo, relator primero de la Audiencia, grande amigo y protector de todos. El marquesito de San Telmo, pisaverde adorador platónico de Lola, buen muchacho, aunque algo pasmado. Y, naturalmente, Lola, Paquita y el anfitrión, Luis Candelas.

En estas amables meditaciones se halla sumido cuando aparece por la puerta del zaguán un nuevo personaje. Ya ha anochecido del todo, y a la luz de los candiles, personas y cosas toman un aspecto fantasmagórico, silencioso. El recién llegado es un hombre grueso, de rostro bonachón y rojizo, vestido a la rústica con aire de labrador rico. Trae muchos líos y paquetes, mira con timidez a todas partes, y después de arreglar alrededor suyo y de colocar en el suelo los bultos de su equipaje, se sienta en un rinconcito, cruza beatífico las manos sobre el vientre y empieza a dormitar.

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A la pituitaria de Candelas llega de improviso el perfume delicioso. Las aletas de su nariz se dilatan gozosas al recibir el efluvio. La antena fisiológica más sensible de los grandes espíritus recibe el mensaje providencial. Todo ladrón legítimo, de verdadero temperamento, conoce por la pituitaria la presencia de su víctima. Las víctimas de esta clase, sobre todo si pertenecen al orden de los pueblerinos, género de los pardillos, huelen penetrantemente al ajonjolí del papanatismo. Un buen ladrón, de los que saben su oficio, posee ante todo excelente nariz. Fina pituitaria y rapidez olfativa. Por supuesto, la nariz y el sentido de la olfación tienen una importancia inmensa en la vida de cualquier persona. (Por el olfato conoce el lobo la proximidad de la oveja, y ésta la de aquél.) Los perfumes exquisitos son los que nos conducen con frecuencia al pecado de los deleites voluptuosos. A los santos se les conoce por el olor de santidad y a los demonios por el olor de azufre. La nariz, por su parte, juega papel principalísimo en nuestra vida.

Ella es el gancho con que atrapamos las cosas. El sustentáculo de las gafas de vidrio y de los espejuelos de la fantasía. El arpón con que pescamos las grandes ideas que flotan en la atmósfera. El cáliz en que bebemos los vientos de las más fluidas ilusiones. La ilusión del amor, la de la gloria, la del dinero. En efecto, ¿qué es la gloria sino un enfilamiento general de narices hacia el individuo que triunfa encima de cualquier escenario? Cuando un cortesano dobla su columna vertebral hasta anclar con su nariz en el suelo, es que pasa ante él un soberbio glorioso con una corona en la frente o una faltriquera llena de oro; entonces los imanes plutónicos inclinan al cortesano hacia la tierra, atrayendo la punta de su nariz.

Respecto al amor, puede decirse que sólo llega a su plenitud cuando las puntas de las narices de la pareja enamorada se persiguen de cerca, se unen en toques eléctricos o se alrededorizan suavemente.

La nariz es la proa del ser. Cuando yacemos en el lúgubre estuche, la nariz se queda mirando al cielo, y si somos dignos de ello, por la nariz nos izan hasta la salvación. (Es cosa probada que las puntas de nariz vuelan como frágiles libélulas, en las tardes adolescentes de la primavera.) O bien, si somos perversos, los colilleros de Satanás las recogen como puntas de cigarros y las echan en sus botes.

Por el contrario, la chatez es uno de los más terribles estigmas de la Humanidad. Es bastante dudoso que los chatos puedan entrar en el reino de los cielos. El hombre   —286→   chato, aunque vea -como vulgarmente se dice- más allá de sus narices, ve muy poco, porque sus narices se le terminan enseguida. Además, si un chato se emboza en la capa, corre el peligro de que el embozo se le vaya subiendo poco a poco rostro arriba hasta taparle los ojos, y luego la frente, y por último le zambulla por entero en ese antro misterioso e infundibuliforme que es la capa. En cambio, al que no es chato nunca puede ocurrirle tal percance. Porque como el embozo tropieza siempre con el saliente de la nariz, no puede seguir subiendo. La nariz insolente, con el chapeo, la capa y la espada constituyen el símbolo eterno de Don Juan. La punta nasal le brota a éste, como un insulto burlón, por cima del embozo, de la misma manera que le sale la punta de la tizona por el borde del ferreruelo.

La nariz de Luis Candelas es una hermosa nariz. No grande, pero tampoco reducida. Ligeramente curva, ancha de aletas, de vértice sabueso. Nariz, por la potencia de su olfato, digna de un gran polizonte. Y por la finura de sus percepciones, adecuada a una psicología de ladrón. Esta fusión metafórica entre los apéndices nasales del ladrón y del polizonte nos conduciría demasiado lejos, si quisiéramos apurar el estudio de las similitudes y diferencias entre ambos tipos.

Candelas siente el efluvio delicioso de su perfume dilecto. Y, lleno de sensualidad, se estremece todo.

El viajero recién llegado puede constituir un buen negocio y es preciso aprovecharlo. Piensa Candelas que sería conveniente observar con mayor atención al personaje y acopiar algunos datos. Pero el arribo de la diligencia no deja tiempo más que para hacer un croquis mental rápido, y decidir -eso sí- el golpe con la audacia acostumbrada.

La llegada del armatoste produce un momentáneo revuelo entre las gentes que esperan y las que se apean del coche. La algarabía de colleras y el estruendo de toda aquella máquina que, puesta en movimiento, parece un trueno en marcha cesa con el último restallido del látigo a la puerta del parador. Acude un mozo con un farol en la mano. El mayoral y el zagal se disponen a cambiar el tiro de caballerías, y el boletero desciende de lo alto de la baca para entrar en el zaguán y vender sus billetes a los nuevos viajeros. Candelas, que desde hace unos minutos ha entablado amable conversación con el hombre gordo, ve cómo éste saca su cartera para meter en ella el papel que le da el empleado. Ve también que en la cartera lleva una cantidad que no   —287→   bajará de veinte o treinta mil reales. El descubrimiento le hace vibrar de júbilo, y más al observar la negligencia con que el hombre deposita su dinero en un bolsillo practicable de la chaqueta. Luis paga su asiento de berlina y, sin despegarse un solo paso de su bien provisto desconocido, penetra en el carruaje.

La diligencia no lleva muchos viajeros. En el departamento en que se acomodan el hombre gordo y Luis, no van más que cuatro personas: una señora con un niño, un anciano muy envuelto en una manta de viaje, con una especie de bonete de felpa en la cabeza, y un militar. La presencia de este militar no le es muy grata a Luis, sobre todo por el uniforme que ostenta de sargento primero de Guardias Provinciales. Y no es que el uniforme esté viejo, ni sucio, ni sea poco decorativo: al contrario, es un hábito castrense precioso, con su guerrera verde, su pantalón gris, su correaje blanco, sus galones y botones dorados, su media bota negra y su gorro de cuartel -el chocó resulta incómodo para un viaje- de dos picos, con una borlita blanca bailando de uno de ellos. Pero esta clase de uniforme es el que menos emoción estética le produce a nuestro mancebo.

Al sentarse y ocupar sus puestos en el departamento, Luis dirige algunas palabras confianzudas al señor cuya bolsa persigue, a las que éste contesta afectuosamente. Sin duda, los otros viajeros creen que los dos hombres son amigos o familiares y que van juntos a sus negocios. Ésta es precisamente la sensación que Candelas quiere dar, contando con la natural inadvertencia de su próxima víctima, quien, al contestar a las pocas y bien calculadas palabras de aquél, le ayuda, sin sospecharlo, al desarrollo de sus planes.

Puesto en marcha el vehículo entre el ruido tronitoso de ejes y cristales y el lírico sonar monótono de las colleras, la noche oscura y algo pluvial vuelve a tomar posesión del armatoste y a filtrarse por las ventanillas. Un farolillo tenue, de vidrio blanco y rojo, alumbra el interior de la pequeña cámara. A su luz, el rostro del sargento, hombre hercúleo, de grandes manoplas y erguido pecho, semeja una máscara cruel. Tiene enormes bigotes negros que le caen como tirabuzones a los lados de la boca; el ceño peludo y fuerte; los ojos fieros e inquisitoriales.

A los pocos momentos de arrancar la diligencia, ya la señora dormita, el niño duerme profundamente y el anciano, aunque no consigue hacer lo mismo, trata de llamar al sueño cerrando los ojos. El hombre gordo empieza a resoplar y a bostezar   —288→   con inequívocas muestras de fatiga y deseos de entregarse también al descanso, para lo cual se afloja el cinturón, se desabrocha algunos botones y descíñese cuanto puede la chaqueta. Sólo el sargento y Luis continúan despiertos y despabilados como si estuvieran en mitad de la calle y en pleno día.

Tres o cuatro leguas llevan caminadas cuando el caballerito decide comenzar en regla el osado plan que se ha propuesto. Lo primero, es necesario entablar conversación con el sargento, y nada más a propósito para ello que preguntarle cortésmente la hora que es, fingiendo un colapso imprevisto de su magnífica repetición de oro. El sargento cae en el lazo: responde; hace el otro una observación; replica el militar; se le ocurre al primero una duda sobre no sé qué cosa referente al cuerpo de Guardias Provinciales, que aclara solícito el segundo; dice un chiste Candelas; se ríen el sargento y el anciano, que ya no puede dormirse de ningún modo, y, en fin, un animado coloquio surge entre los tres, de los cuales el que da el tono, el tema y conduce la conversación por donde se le antoja es siempre, naturalmente, el amable y fino caballerete.

-La verdad -afirma con aplomo- que en esto de la seguridad de los caminos hemos progresado mucho en poco tiempo.

-Nunca han ocurrido tantas cosas como se han dicho.

-No me diga usted, sargento, que yo, de los tres viajes que he realizado en mi vida, en uno nos desvalijaron ladrones, en otro no nos desvalijaron porque llevábamos escolta, pero nos tirotearon desde muy lejos, y en el último... Bueno. En el último, a quien por poco roban, pero dentro de la misma diligencia, ¡qué atrevimiento!, es a mi tío -al decir esto dirige Luis la mirada a su compañero de viaje, que ronca como canónigo en el coro.

-¡Ah! ¿El señor es su tío? -pregunta por decir algo el viejo de la manta.

-Sí, señor. Es mi tío. Yo le acompaño siempre porque no vaya solo, y, además, para vigilar por él. Porque él es el hombre más despreocupado del mundo, y como suele llevar bastante dinero encima...

El sargento desvía por esta vez el diálogo de la recta trayectoria que quiere imprimirle Luis.

-Pues eso de los asaltos a las mensajerías es cierto, pero no tanto como se ha dicho. A no ser en Andalucía, donde aún no se ha organizado, como en Castilla y Extremadura, la Guardia de Provinciales. Aquí, en Castilla, la gente es mejor que por ahí   —289→   abajo, y, además, desde que estamos nosotros los provinciales, no hay quien se atreva a rechistar por esos caminos.

El sargento gira los ojos con terribles miradas. Frunce con más violencia el entrecejo y se tira del tirabuzón del bigote con petulante ademán.

-Eso es cierto -ratifica Candelas calurosamente-. La obra que ustedes realizan en el campo, y aun en las ciudades, es soberbia, valerosa, habilísima y digna de recompensas que, desgraciadamente, no les concede el Gobierno en la medida que sería justo.

Una mirada de orgullo y de infantil alegría demuestra al joven que su flecha ha dado en el blanco.

-Se lo he oído decir a todo el mundo. Los provinciales son los que más trabajan y los que menos ganan. Los que más se juegan la vida y los que menos ascienden...

-Muy cierto, joven. Muy cierto -interviene el anciano con gesto adulador para el militar, que se pavonea ruboroso y trata de enderezar hasta el techo del carruaje su lacio y rebelde tirabuzón izquierdo.

-No diré tanto como eso, pero... -balbucea el guardia esponjándose.

-¿Cómo que no? -replica Luis Candelas-. ¿Cómo que no, señor mío? ¿Acaso un hombre como usted, cuyos galones de sargento, a la edad que usted tiene, expresan bien claramente lo mucho que valen su inteligencia y su arrojo, no ostentaría a estas horas, si hubiese pertenecido a otro cuerpo del ejército, el grado de capitán o el de comandante o quizá el de coronel?

La cosa resulta un poco fuerte, no para el buen sargento de provinciales, cuya vanidad pueril, perfectamente intuida por su interlocutor, es capaz de creer lo que éste le dice y mucho más; sino para el viejo mantudo a quien los ditirambos del caballero le parecen una burla de mal gusto, dirigida a quien, al fin y al cabo, viste un uniforme de las milicias del rey.

A Luis no se le escapa la mala impresión que le han causado al señor anciano sus adulaciones. Le lanza, pues, una amable sonrisa, y resuelto a dar cuanto antes el golpe que viene preparando, murmura, después de larga pausa:

-Claro que de los asaltos y los robos y de la mayor parte de las cosas que ocurren no tienen casi nunca la culpa las autoridades. Ni nadie, sino nosotros mismos. La gente, en general, con sus imprudencias.

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»En efecto. Yo de los asaltos a las mensajerías y de cosas así no hablo. Pero en los robos y atracos a particulares, en los casos que yo conozco, casi siempre han sido las víctimas las que han tenido la culpa. Unos por demasiado cobardes, otros por distraídos, otros por imprudentes...

-Eso es verdad. Hay muchos imprudentes que parecen tener gusto en desafiar el peligro.

A Candelas le palpita el corazón con fuerza. Ha llegado el minuto exacto de desafiar ese peligro de que habla el sargento. Pero de modo frío y cauteloso, bien contrario a la temeridad sin gracia -ni estilo- a que se refieren los comentaristas. Candelas toma la palabra:

-¿Que si es verdad? Miren ustedes. A mi tío, al cual, como ya les he dicho, por poco le roban una vez en una mensajería, no hay quien le haga tomar la menor precaución cuando viaja. Ahora, menos mal, porque estoy siempre con él, no le dejo a sol ni a sombra, y cuando veo que se duerme, yo no cierro el ojo. Y cuando la cartera le pesa demasiado por los muchos billetes que lleva, se la quito del bolsillo y la guardo en el mío, donde está más segura. Porque nosotros somos tratantes en granos al por mayor, nos vemos obligados a hacer algún que otro viaje y a veces regresamos a Madrid trayendo mucho dinero. Pues a pesar del peligro que esto supone, como si nada. Mi tío no se molesta en precaverse. Véanle ustedes ahora mismo. Dormido, descuidado, con la chaqueta medio desabrochada... Menos mal que va con nosotros, Pero, ¿y si en vez de ser nosotros fuese con alguien que quisiera robarle? Y seguramente lleva en la cartera veinte o treinta mil reales. Verán ustedes.

Al decir esto, Candelas, sin vacilar, introduce con suma limpieza los dedos en el bolsillo interior de la chaqueta del durmiente y extrae la cartera, que abre y muestra a los compañeros de viaje.

-¡Lo ven ustedes! -exclama, contando despacio los billetes-. Veintiséis mil reales lleva encima. Siempre tengo que hacer lo mismo: cogerle la cartera y guardármela yo.

Con gesto natural y pausado, como quien verifica automáticamente algo que acostumbra realizar sin darle importancia, Luis se guarda la cartera.

Los otros no sospechan nada. Mejor dicho, quizá no se atreven a sospechar, pues a las últimas posibilidades de la audacia llegan antes los audaces con sus actos que los   —291→   que no son audaces con su imaginación. Ni el viejo ni el sargento son audaces. Podrían, compensadoramente, ser listos, agudos; poseer el uno, por viejo, marrullería y golpe de vista, y el otro, por gendarme, la perspicacia olfativa que antes definimos, la cual, en algunas ocasiones, no les falta a los gendarmes, gracias a la parte de nariz de ladrón que, los más idóneos, en sus propias narices llevan.

-Pero, querido joven -dice el anciano sonriendo-, por esta vez no era necesario poner en seguro la cartera de su tío. No creo que los que vamos aquí.,.

-¡Oh, señor! -exclama Candelas fingiendo turbación y llevándose la mano al bolsillo como si quisiese restituir al lugar de que salió lo que ya no habría fuerza humana de arrancarle sin la vida-. Perdonen ustedes... Pero la costumbre ...

-Hace usted bien -intervino el sargento-. Todavía faltan dos pueblos para llegar a Madrid y no sabemos qué gentes pueden subir. Podemos quedarnos dormidos, y, ¡qué diablo!, toda precaución es poca.

Desde ese momento el coloquio antes dirigido por Candelas queda abandonado a sí mismo, como un navío en el golfo a merced de las olas. Los vaivenes de la diligencia le imprimen otro vaivén, progresivamente sordo y trivial, hasta apurarle en lo monosilábico, y luego sumergirle en el silencio.

El hombre gordo (recién descarterado) despierta un segundo para mirar en turbia somnolencia alrededor suyo. Luis, amable, le informa con voz dulce y llena de ternura:

-Todavía falta una hora para llegar a Madrid.

-¡Ah!, ¿sí?

-Sí.

La simpática víctima (a Luis le inspiran irreprimible afecto y simpatía sus víctimas, sobre todo si se dejan operar sin resistencia) reanuda su interrumpido sueño. Por su parte, el de la manta inclina la cabeza, cierra los ojos. El sargento de provinciales comienza a soporizar a la manera de las liebres: con los ojos abiertos.

La diligencia corre siempre como un trueno en marcha, agitada por los cascabeles de luz de las colleras.

A las diez y media de la noche, y ya a poco menos de una legua de Madrid, el coche para por última vez en el famoso lugar de Fuencarral. El reverbero de aceite de la cantina brilla traspasando las tinieblas con un aspa de luz. Algunas personas se   —292→   bajan de la diligencia para tomar un vaso de café negro y espeso o una copa de aguardiente. El gaznate de Luis necesita, sin duda, un trago del buen «matarratas» -delicado nombre con que se conoce por las tabernas de Castilla el aguardiente de mejor lumbre-, porque se apea del coche para beber -después de invitar al sargento, que rehúsa el convite-, dejando en la banqueta del carruaje, y con objeto de no inspirar sospechas, su capote y su maletín.

Éste es exactamente el minuto en que el provincial y el anciano de la manta, que abrió los párpados acuciado por una cierta inquietud semejante al presentimiento, contemplan por vez postrera en su vida la figura ágil, los ojos escrutadores y la sonrisilla irónica del caballero. Del cumplido aliviador de bolsas, espejo de salteadores, Luis Candelas Cagigal.

Desde este instante en que lo pierden de vista entre las sombras de la noche, hasta el que participan al señor tío que su señor sobrino ha desaparecido en Fuencarral, y el señor tío contesta extrañado que él no tiene sobrino ninguno, y los tirabuzones mostachos del sargento se ponen de punta, y el viejo mantudo da un grito, y el hombre gordo, poniéndose pálido, lanza el clásico grito de: «¡Me han robado!», Candelas se ha puesto fuera del alcance de cualesquier perseguidores.

Precisamente, cerca del pueblo de Fuencarral, en el sitio que llaman Tejar de Boni, tiene el fugitivo unos excelentes compadres, matuteros, con los que penetra sin obstáculo en Madrid por la mañanita temprano, disfrazado de vendedor de loza y quincalla.

Poco después se encuentra en los brazos de su amante. Ésta y su amiga Lola la Naranjera le reciben con grandiosas muestras de alegría. Él, para corresponder al afecto de sus amigas y para celebrar la buena marcha de los negocios, promete obsequiarlas con el regalo que prefieran. Lola le pide una sortija de oro y coralina, y Paquita unos pendientes de esos de dos perlas grandes, llamados cocas.



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ArribaAbajo- VII -

Ángel de amor


El periodo comprendido entre la primavera del año 29 y enero de 1831 transcurre con cierta calma. Los diversos percances sufridos en los últimos tiempos obligan a Luis a tomar todo género de precauciones. Procura velar con discreción y reserva su existencia, no saliendo a la superficie sino bajo el disfraz señoril y manteniéndose entre dos aguas su actividad de «mozo crúo» y de caballero de industria. Gracias a los pingües beneficios obtenidos en el chantage al dueño del balneario de Sacedón, última empresa de importancia realizada, puede Candelas concederse un breve lapso de esparcimiento y reposo.

Entre las precauciones que adopta figura la de reforzar su caracterización de Álvarez de Cobos, diferenciándola lo más posible de su verdadera personificación popular y maleante. Para ello, le favorece la moda. La moda de la barba en punta y el tupé, acatada por todos los jóvenes distinguidos, le facilita el éxito de sus manipulaciones cosméticas. Las patillas en borla o boca de hacha, como las llevan muchos artesanos y los chulos y los toreros, pueden transformarse fácilmente en aquella barbita. No hay más que dejarse muy crecidas las patillas, y cuando se las quiere convertir en barba, despeinarlas alargándolas hasta el mentón y, aquí, añadirlas una reducida punta de crepé bien disimulada. Respecto al peinado, la cosa es menos complicada todavía. El mechón, caído sobre las cejas, al uso flamenco, se alza en lengua o tupé erecto sobre la frente, al uso romántico, sin más que untarle con un poco de fijador. Además, Luis emplea tintes y otros afeites. Rubio, no muy acentuado, pero rubio es don Luis Álvarez de Cobos. Candelas, en cambio, es moreno. Álvarez de Cobos usa redondos anteojos de concha porque es algo miope, y al hablar se le nota un poco el acento americano. Candelas, vista de lince, hombre de excelente pupila, no necesita ponerse cristales delante de los ojos, y su acento verbal, sentencioso y desgarrado, revela la procedencia madrileña.

Otra cosa que ha hecho ha sido cambiar de domicilio. Ya no habita en la calle de los Tudescos, sino en la de la Estrella. El nuevo domicilio tiene, como el antiguo -naturalmente-, la ventaja de poseer doble salida.

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Por una ventana baja que cae sobre el jardín de un viejo palacio deshabitado, se salta sin dificultad al verde césped y se gana una puertecilla o postigo que pone en comunicación el jardín con la calle de la Justa. El criado Román ha sido sustituido por otro. El nuevo doméstico del señor Álvarez de Cobos es Saeta, un viejo contrabandista de la raya de Portugal, retirado de la profesión, el cual no ignora quién es en realidad el amo a quien sirve, pero al que por nada del mundo sería capaz de traicionar.

Tantas medidas de prudencia no son inútiles. La fama de Luis Candelas, de sus audacias y de sus fechorías, cunde ya por todo Madrid. A sus expensas se ha creado una frondosa leyenda. El pueblo le admira. El burgués le teme. A las mujeres no deja de impresionarlas su perfil donjuanesco y rebelde, y la policía arde en deseos de capturarle de una vez para siempre.

Al nuevo superintendente general de Policía, marqués de Viluma, le amarga como un acíbar la impunidad del bandido. Es demasiada chanza. Varias veces cogido y siempre fugado. ¿Qué clase de duende es éste, para quien los muros de piedra de los presidios resultan débiles láminas de papel de estraza?

Entre tanto, Luis continúa impasible su ruta de claroscuros sentimentales y de arrogancia... En uno de los oscuros de aquella mezcla, vase perdiendo velozmente Paquita. Ella no se resigna al desvanecimiento, lucha con las sombras, quiere brillar de nuevo como antes. De nada le sirve. Realiza enormes flexiones con su modesta inteligencia para recuperar al desdeñoso. Le sigue y persigue por todas partes, por cafés y tabernas, reuniones de bolero y casas de juego; le espía, atisbadora, pretendiendo sorprender su doble secreto: el del nuevo capricho que lo entretenga y el de su verdadera vida. Porque los repentinos eclipses de Luis, sus desapariciones totales y frecuentes, constituyen para Paquita un misterio inescrutable. La pobre no traspasa la barrera que separa a Luis Candelas de don Luis Álvarez de Cobos. Ni sabe dónde vive su amante, pues éste apenas frecuenta ya el cuarto de la calle del Ave María. Tampoco conoce a Saeta, lo cual es lástima.

Por su amiga Lola se enteró de los amores del galán con la Salvini. Cerniose horrible la tempestad un momento sobre el retablo de la ópera, donde la prima donna lanzaba sus gorgoritos. Pero conjuró el fatal meteoro la noticia que llegó a las orejas de la celosa, del último amor que por entonces amanecía en el corazón de Luis: una señora rica, crepuscular y elegante. Contra ella luchó en vano durante mucho tiempo el orgullo de Paca.

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La señora que retiene la atención de Candelas no es de las que se amilanan ni por la amenaza ni por el escándalo. Un tipo de mujer que no escasea en la época romántica y que culmina gloriosamente en la figura -¿un poco teatral?- de George Sand.

Aquella dama es un trasunto español de George Sand. Supera en episodios y aventuras a la escritora francesa, aunque apenas la llegue a la suela del chapín en talento literario, en vida interior. Sin embargo, Mary Alicia tiene talento, sutil ingenio, amplia cultura. Escribe y pinta, monta a caballo y tira al florete. Viste de hombre y de mujer; ha puesto el pie en todos los continentes y ha amado en todos los climas con refinamiento voraz de sensual y de artista y sin prejuicios religiosos ni sociales. En suma, Mary Alicia es una mujer que se ha adelantado a su época. Y, aunque parezca mentira, es española. Y española de los años treinta.

Mary Alicia aparece casi al mismo tiempo en la historia de dos hombres célebres. El otro hombre célebre es don Salustiano de Olózaga. Entre los dos reparte la liberal amazona su inagotable fantasía amorosa. Pero de Olózaga, además, se enamora de veras. El joven y brillante orador tiene verdadera suerte en inspirar tan enérgico sentimiento, pues a éste le debe, pocas semanas después, la salvación de su vida, a pique de malograrse en la punta de una cuerda.

Con respecto a Candelas, Mary Alicia no conserva, una vez satisfecha la curiosidad psicofísica que le lleva hasta él, otros afectos que el de la simpatía y el de la admiración. El prestigio del bandido la impulsó a buscarle y a ofrecerle su mano por una temporada, sin compromisos ulteriores ni juramentos previos. Le buscó y le encontró, sencillamente. Como encuentra todo el que quiere en Madrid a Luis Candelas, siempre que el investigador no pertenezca al sagaz ejército de polizontes que dirige y manda el marqués de Viluma. Para estos señores deviene invisible, inasible, inviolable, Luis Candelas.

El ladrón y el gran Perico San Telmo también se han hecho muy amigotes. San Yelmo, desde la hora ya lejana en que se prendó con obsesión perenne y sin remedio de Lola la Naranjera, conoce perfectamente el «caso» de su amigo. Ahora es de las contadas personas que saben la doble personalidad del truhán. Mas no importa. No hay cuidado de que este muchacho, fogoso, calavera, un tanto infeliz, que con tal rapidez se está arruinando por Lola, falte jamás en el mundo a dos cosas: a su pasión por la Naranjera y a la cordial amistad que le une con aquel hombre amable y perseguido,   —296→   en lucha con la sociedad. El marquesito de San Telmo presenta un bello corazón anarquista. Simplemente.

Por su parte, Lola no se muestra nada esquiva con San Telmo, por tres razones: la primera, porque la hacen gracia sus modos y su maravillosa prodigalidad; la segunda, porque Frasco la ha aconsejado que no se muestre huraña con quien tan bien la quiere y sabe obsequiarla, y la tercera, porque su regio amante la tiene abandonada por completo.

El rey Fernando no está ya para bromas.

Sin ser viejo, pues no pasa de los cuarenta y seis años, se halla decrépito y caduco, como si tuviese ochenta. Ya el rey es sólo nariz y belfo, panza hidrópica, remos hinchados. Gota, avariosis, neuralgias, terrores nocturnos...

Ningún médico logra curar al monarca ni hay nada ya que le divierta. Ni siquiera la cuelga de liberales con que frecuentemente tratan de hacerle sonreír sus magistrados, ni los fusilamientos (de liberales también) con que le obsequian l as expeditivas comisiones militares y los capitanes generales, entre los cuales se distingue por su celo humorístico y macabro el conde de España.

Lo único que todavía suele divertir y aun entusiasmar al descuajaringado Borbón son las corridas de toros. A éstas no falta nunca. No falta quiéranlo o no el coro de secuestradores que lo retienen en Palacio y entre potingues: su mujer , doña María Cristina; las infantas doña Carlota y doña Francisca y la princesa de Beira; además de toda la comparsa de médicos, palaciegos, militares y políticos que, con Calomarde a la cabeza, se afanan por inquirir en el pulso del monarca el tiempo que aún les queda para proseguir sus intrigas.

La afición a las astas (seguramente heredada de su augusto padre, el estupendo Carlos IV) endulza en sus postreras tribulaciones a Fernando VII. Precisamente ahora acaba de fundar en Sevilla la Escuela de Tauromaquia, a cuyo frente ha puesto, asignándole de Real Orden el haber anual de 12.000 reales, al famoso espada Jerónimo José Cándido.

El rey no falta hasta su muerte a ninguna corrida. «La familia real -escribe un cronista- asistía también al palco regio, siempre en los puestos de etiqueta que a cada uno correspondía. Fernando VII dirigía muy bien la lidia, pero con la extraña particularidad de que daba sus órdenes con señales disimuladas, que hasta los más aficionados   —297→   desconocían. Por ejemplo: para mandar tocar a banderillas, llevábase unas veces la mano derecha al sombrero; si las banderillas habían de ser de fuego, sacaba los avíos para encender un cigarro, y así, en diferentes formas y con signos para el público desconocidos, determinaba el momento de soltar los perros o de comenzar la lidia de muerte.

»Generalmente daba Fernando VII satisfacción a los espectadores, que lo tenían por un inteligente, sin que por esto se librara siempre de algunas faltas, que le valieron en ocasiones silbas terribles y la obligada tonadilla de 'no lo entiende usted', lo que hacía reír mucho al monarca, pareciendo reconocer en aquellos momentos el principio de la soberanía nacional».

Tampoco falta nunca a los toros Lola. Va en calesín, como acostumbran las rumbosas. El calesín es -como todo el mundo sabe- un admirable coche. Jácaro, nacional y absoluto. Un solo caballo, un conductor, un puesto. Va pintado de colores chillones y alegres. Tiene por escudo un bolero o una pandereta y el caballo trota cargado de cascabeles.


Bello ángel de amor, que amor inspira,
fue la inocente y desdichada Elogia.


ESPRONCEDA                


Tres mil llamas de bujías. Cristalinas arañas en las que estas bujías arden. Haces de luz de gas que corta en círculos infinitos el resplandor de aquéllas. Toques brillantes de fulgor en los cristales. Molduras de oro. Medias lunas de escotes. Brazos desnudos de mujer que descienden como cuellos de cisnes abatidos sobre la pompa de la falda. O bien: brazos reclinados contra el busto, sobre tensos globos de carne que pugnan por salir de su relativo escondite; la muñeca, el brazalete, el codo, la mano fina de suavemente dibujados dedos. Música. Coloquios. Risas. Una dedos. Música. Coloquios. Risas. Una atmósfera tibia, cargada de esencias. Los caballeros visten de frac negro o de color, o abigarrados uniformes.

«Las señoras -describe el Diario de Madrid llevaban todas sus alhajas y brillantes en sus prendidos y trajes, a cual más caprichoso. Los oficiales de la Guardia,   —298→   así como otros muchos militares, presentáronse todos con uniforme de corte, como se va a Palacio los días de besamanos: calzón corto, media de seda, zapatos de hebillas y sombrero tricornio de galón».

En este amplio salón de baile o en el contiguo, jugando al écarté, se encuentran las figuras más destacadas de la vida madrileña. Aristócratas, políticos, escritores, militares... Hay muchas «Adelas» y muchos «Antonys». No sólo de los de elevada alcurnia, sino también de la burguesía, filtrada ya a estas apoteosis del lujo, pues el demonio de la promiscuidad comienza a andar suelto por los laberintos del siglo XIX. Las bellas coquetean. Sus cortejos «sonríen con sarcasmo» o palidecen... «Soñadores» son los ojos de la señorita De Guzmán. «Angelical» el rostro de la marquesa de Alcañices. «Flexible, como una palmera del desierto», el talle de la signorina Salvini... Sólo falta la «sonrisa de una reina», como designan por antonomasia al gesto lindo y picaresco de María Cristina de Borbón los gacetilleros aduladores de la época. Pero ni la reina ni el rey -¡la maldita gota!- han podido venir a este baile con que se despiden de la sociedad de Madrid los embajadores de Austria.

Jugando al écarté se hallan alrededor de una de las mesas varios personajes, sobrado conocidos y reconocidos por la discreción con que alternan el naipe con la galantería y por la habilidad con que defienden su piel de ambas sirenas. El viejo conde de Puñonrostro pierde sin inmutarse montones de luises, que van a parar a los bolsillos del gracioso Lombía (del teatro del Príncipe) y del tronera marqués de Javalquinto. Al lado de éste charlan Roca de Togores y Perico San Telmo, y un poco separado de ellos, se entretiene, observando las incidencias del juego, pero con indiferencia absoluta por tomar o no tomar parte en él, Álvarez de Cobos.

El peripuesto mancebo se halla pensativo. Pudiéramos aventurar que su evidente melancolía es producida por la nostalgia de la hermosa noche de luna. Fuera hace una noche soberbia para robar. ¡Cosa más rara! Las grandes sumas de dinero que se amontonan encima de las mesas de écarté no le inspiran la menor apetencia. En cambio, las que sin duda circulan a estas horas en diligencias y sillas de posta por los caminos de España, las que hay que conquistar dando el alto, cachorrillo en mano, ésas, el pensar en ésas, siempre le conmueve.

Pero no es la emoción profesional precisamente la que ahora hace batir su corazón con ansiedad y brío. ¿Entonces?... Los psicólogos no han podido jamás explicar   —299→   una emoción extraordinaria y misteriosa que se llama presentimiento. El presentimiento, recuerdo al revés, viceversa saudoso de la saudade, o cartel de la función de mañana que ignotos pegadores adhieren con engrudo en los vallados de nuestro corazón, no se explica, pero existe. Es todavía una de esas bellas cosas que la ciencia con sus impertinentes figuras no ha podido mancillar y que permanece entre sus tinieblas intacta, en pleno arcano.

Luis experimenta la extraña congoja.

¿Es así como se anuncian siempre las pasiones verdaderas? Los teósofos afirman que el amor envía sus ondas precursoras constante, indefectiblemente. La estación receptora las recoge o no, según la longitud de aquéllas y la acuidad psicofísica humilde o poderosa de la propia estación, de modesta galena o de formidable lámpara.

Unas veces la anunciación la realiza un paje. Surge un paje negro, a deshora, que se hinca de rodillas y ofrece al galán o a la doncella la sortija del granate vivísimo. (Según Freud, a las doncellas las ofrece, en vez de la sortija, un estilete de buida punta, teñida en sangre.) Otras veces, el joven predestinado oye rumores vagos, voces lejanas. Salmos que le estremecen, que le hacen derramar ardientes lágrimas... También hay el lirio blanco. Un lirio blanco flotando sobre las aguas inmóviles de un estanque constituye signo cierto de propincuidad amorosa. Se pretende que este aviso lo lanza en medio del ensueño la eterna Ofelia, y va dirigido a los temperamentos hamletianos y lunáticos.

Un autor eclesiástico que escribió un libro titulado Las pasiones del alma y medios para vencer su fatal influjo afirma que ninguna persona cauta debe desdeñar aquellas advertencias providenciales, sino, por el contrario, tenerlas muy en cuenta para mejor preservarse de sus resultados.

Candelas, pues, se encuentra inquieto, molesto, lleno de una especie de sobresalto.

Sale del écarté, y en un gabinete inmediato al salón de baile se acomoda en una butaca y enciende un cigarro. He aquí de pronto otro hecho curioso que pertenece a la física implacable, sí, pero también al misterio fugitivo de las formas: el cigarro y sus volutas de humo.

La voluta de humo del cigarro expande caprichosas formas en el aire. Cabelleras de medusas, cendales diáfanos de las Mil y Una. Súbitamente, del surtir de elásticas elipses en pausado, ceremonioso ascenso, emerge la mandrágora. De ella fluye con   —300→   inicial impulso, ritmos azules, la curva femenina: una pierna, el talle, un brazo que ondulante se pierde y alarga hasta el plafón, cabellos de mies.

El tul se hace espeso, enmarañado.

¡El tul se hace espeso, enmarañado, caótico!

¡¡El tul, alrededor de Luis Candelas, se hace espeso, enmarañado, caótico, irresistible!!

Mas, por último, se abre. Enmarca un óvalo de claridad, de pureza, que poco a poco va abriéndose lenta, gradualmente -lo mismo que (pensamos nosotros) el foco de luz de que ha de brotar la estrella norteamericana en el écran moderno-, hasta que en el centro de él aparece una mujer: Clara María.

Es Clara María, que ha ido con su pariente doña Adelaida al baile.

Como Clara es una muchacha de tímidas costumbres, que no asiste a reuniones ni a fiestas de sociedad, esta noche se halla un poco excitada. Fuera de sí.

Clara tiene principalmente dos cosas: dieciocho años y un bastidor donde todas las tardes, detrasito del balcón, borda primorosos y complicados floripondios. Labores domésticas y labores de iglesia. Linón sentimental y estambre rojo. También Clara lee muchas novelas. El papá es viudo. Viven los tres juntos: el papá, su tía Adelaida y ella. El papá no tiene para qué llamarse de otra manera que Casimiro -don Casimiro-, y, por si esto fuese poco, está empleado y desempeña un alto cargo en la Secretaría del Despacho de Ultramar. La clara Clara María nunca ha tenido novio, aunque sí innumerables pretendientes.

Luis se fija en Clara. Clara examina a Luis. La mirada del hombre escruta y ciñe hasta hacerla bajar los ojos. Pero después Clara levanta intrépida y despaciosa los párpados y se le queda mirando luminosamente. Ella le encuentra a él «interesante». Él a ella «seductora».

Ambos, desde sus distintos puntos de vista, tienen razón. Luis, que todavía no ha cumplido los veinticinco años, es un caballerito de figura elegante y un rostro en el que toda esa regularidad de formas que se hacen constar en su ficha policíaca se trueca en precisión expresiva, en vez de constituir el montón de rasgos sin nexo con que la ficha pretende retratarle. La nariz -ligeramente curva, ancha de aletas- y el pómulo -abultado muy cercano a la órbita, como lo tienen las personas astutas descubren la naturaleza musulmana aboriginaria del sujeto. No hay rastro de semitismo   —301→   en él. La boca, grande, de labio fuerte, sin las blanducherías de fruto o los géminos cerezos que suelen exhibir las bocas judaicas, resalta honrada. Y los dientes, blancos, tan iguales y sanos, que merecen ser postizos. En cambio, los ojos, no. Los ojos no pueden inspirar la menor confianza. Hay mucha bellaquería en ellos. Mucha mandanga. Las pupilas parecen unas agujas enormes y hacia dentro, de hielo, que -acaso- nada podría fundir en el mundo sino un calor de temple angelical , como el de Clara. Un amor con la temperatura justa que tiene la de la axila (del ángel) en el punto mismo donde la nace el plumón del ala. De la palidez de Luis no siempre hay que hacer caso. La de esta noche es una palidez de receta, digna hermana de aquella otra que deslucía la faz al ameno lord Byron cuando tomaba vinagre.

El joven no ha tomado vinagre, pero esta noche, al hacerse la toilette, impregnose cabellos y barba con tintura de licopodio, que los da una suave tonalidad rubia, y de brillantina. Además, se ha empalidecido el rostro delicadamente con polvos de yeso.

A los pocos momentos Clara y Luis entablan conversación. La tía doña Adelaida es una señora amable y parlanchina, por lo cual el caballero se ve obligado a repartir sus palabras y sus halagos entre las dos mujeres. No importa. Ganada la tía, ganada la sobrina. Ganadas ambas, ganado el ogro que no dejará de haber, tío, padre o tutor. Ganados todos, ¿perdido Luis? Tal es la cuestión. Cuestión que éste no se plantea, porque sobra la reflexión cautelosa cuando uno se s iente lírico y dichoso. Además, ¿perdido, por qué? Entre los infinitos episodios turbulentos de su vida, el amor no ha constituido nunca una excepción verdadera en el repertorio de sus latrocinios. También lo ha hurtado siempre o estafado. Clara parece iniciar su influencia, otorgándole de buena voluntad su tímida víscera sentimental, desprevenida.

Al acabar la parla, la tía de Clara se ha enterado de varias cosas importantes que quería saber. El muchacho le ha sido simpático, y, si es verdad cuanto dice, podría constituir un partido muy aceptable para la niña.

A la mañana siguiente, cuando don Casimiro, el probo funcionario de la Secretaría de Ultramar, se levanta y viste para ir a la covachuela, mientras toma su desayuno, una jícara de chocolate con torta de las monjas bernardas, y bebe ancha copa -iniciales de esmeril grabadas en el vidrio- de purísima agua de la fuente del Berro, su hermana Adelaida le cuenta los faustos sucesos de la noche anterior. Lo mucho que se divirtieron en el baile. Lo felices que fueron.

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Le dice cómo a la niña la salió un pretendiente que, de venir con buen fin, merece que se le abran de par en par las puertas de la casa.

Doña Adelaida extiende la referencia con prolijos detalles.

No olvida la descripción del elegante vestido del joven, ni la de sus ojos, según el parecer de la antañona señora, apasionados y melancólicos. Ni echa en saco roto las palabras amables y respetuosas que las dirigió. Por último, a manera de colofón, añade terminantemente que a ella, a quien está por la primera vez que la engañe al golpe de vista ninguna persona, la parece el galán un partido ideal para Clarita.

-Y ¿quién es él? -pregunta don Casimiro.

-¡Ah! Un joven de muy buena familia. Son de América. De Lima, creo que nos dijo. Sus padres viven allá y a él lo han enviado a Madrid para que gestione un asunto muy importante relacionado con... la caña de azúcar. Deben de ser gente gorda, ¿sabes? Una de esas fortunas de Cuba hechas con el tabaco y el azúcar y...

-¡Por Dios, Adelaida, no confundas las cosas! Lima no tiene nada que ver con Cuba. Lima es una ciudad muy grande de México, cuya capital, como nadie ignora, es el Perú.

-¿Y qué más da que sea de un sitio que de otro? Todo es América. En siendo la nación la misma...

-¿Cómo la misma? Nación no hay más que una, que es España. En América, se entiende. Y bajo nuestra soberanía han estado aquellas colonias hasta que la Inglaterra las sublevó contra España y nuestro rey. Su Majestad ha sido generoso y a algunas colonias las concedió a su debido tiempo el privilegio de ser independientes. Respecto a la caña de azúcar...

-Bueno, Casimiro. No te exaltes. Tú, como estás en la Secretaría de Ultramar, sabes de eso más que yo. Pero a lo que íbamos. Ese caballero de que te hablo pertenece, sin duda, a una rica familia americana, y no creo (o mucho me equivoco) que fuese un mal partido para la niña.

-¿Cómo se llama?

-Don Luis Álvarez de Cobos.

-¿Y en las pocas horas que estuvo con vosotras ya se ha enamorado de Clarita y Clarita de él, y os ha contado toda su vida y milagros, y os ha hecho perder la cabeza a la tía y a la sobrina? ¿Y si no es quien dice? ¿Y si es un quídam cualquiera,   —303→   un tronera, y lo que busca es el dinero de la chica u otra cosa peor? ¿Quién nos garantiza a nosotros?...

-Casimiro: eres un hombre intratable. Un padre despótico que acabará labrando la desdicha de su hija. Con esas desconfianzas no se va a ninguna parte. Si por ti fuese, Clarita no saldría de casa sino para ir a misa los domingos y días de precepto. No acudirla a ningún sitio. No tendría amigas. No tendría nunca novio.

-El buen paño en el arca se vende.

-La vida de hoy no es como la de nuestros tiempos. Desengáñate. Hoy, las muchachas, si quieren casarse como Dios manda, han de ir y venir, asistir a los teatros, a los paseos, frecuentar reuniones. Yo no digo que se las deje en libertad absoluta. ¡Dios me libre! Pero en divertirse y admitir las relaciones de un hombre honrado y distinguido, siempre, claro está, bajo la vigilancia de la madre o de la tía, no veo inconveniente.

-No sé. No sé...

-Tú no sabes nunca nada, Casimiro. El caso es que tienes a la chica sacrificada. Lo que es si no fuese por mí...

-Está bien, Adelaida. Yo me enteraré de quién es ese mozalbete, y si, como dices, se trata de una persona aceptable por su posición, honradez y demás, ten la seguridad de que no me opondré a que entable relaciones con Clarita.

Don Casimiro apura de un trago la copa de exquisita agua cristalina. Toma la capa, el bastón, el sombrero y vase.

En el gabinete contiguo suenan en el piano unas escalas monótonas, límpidas. A ratos atropelladas, como si quisieran alcanzar en galope ascendente el vuelo de una imaginación desenfrenada. A ratos lánguidas, como si alguna idea inhibitoria de temor, de duda, apagase la digitación vivaz.

Clara estudia su cotidiana lección de solfeo.



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ArribaAbajo- VIII -

Suspiros de Luis Candelas


Si Luis Candelas hubiese leído a Goethe, habría podido recordar estas palabras escritas en Werther: «Un amor se marchita y otro amor florece. Es preciso vivir como el agua del río, sin interrupción».

Werther pronuncia estas palabras cuando aún pretende defenderse de su pasión por Carlota. Cuando aún ignora que su esclavitud y su morbo no tienen remedio. Candelas acude todas las noches a ver a su amada. Y todas las noches se pueriliza en el camino. Una vez puerilizado, realiza los mismos actos rituales que todos los novios de las señoritas burguesas de Madrid. Se planta en la esquina. Mira al balcón de la amada. Vigila, atisba. Pasea un rato, da vuelta a la esquina. Aguarda, se impacienta. De pronto, ve iluminarse el balcón espiado. En él se proyecta una sombra. «Ella». Luego desaparece rápida la figura y se apaga la luz; pero «ella» no se ha retirado, es una falsa alarma. Las vidrieras se abren entre las sombras, la damisela sale al balcón y, apoyada en la barandilla, aguarda.

El novio, entonces, da unos pasos. Se planta en medio del arroyo. Alza la cabeza y la conversación comienza. Hay noches en que don Casimiro no se ha ido a la cama todavía a la hora en que los novios charlan, y en este caso hay que suprimir el breve diálogo. Felizmente, abundan las cartas. Se cruzan entre Clara y Luis los obsequios, las prendas de amor sempiternas.

El carácter del bandido -que en sus relaciones con Clara más parece un ingenuo y vehemente colegial que un facineroso- sufre rara transformación en varios aspectos interesantes.

En el fondo de su alma nota un cuerpo extraño. Algo así como un objeto material que dificulta los movimientos antes agilísimos de su espíritu y los entorpece, pero no con dolorosa sensación, sino con maravilloso deliquio. El hallazgo de esta sensación le pasma. Nunca pensó que pudieran existir tales sutiles aceros, estos muelles elásticos del sentimiento que lo alzan y despliegan como un paraguas bajo la más deliciosa lluvia. Ocurre que Luis conoce la ternura por primera vez en su vida. Él descubre la ternura como Colón descubrió América.

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Mas la ternura en el año 1831 es un ingrediente peligroso. Generalmente, se combina con otros elementos puros o turbios, para acabar formando ese complejo anecdótico-sentimental que se llama romanticismo.

Tan cargada se halla la atmósfera de la nueva electricidad que ni siquiera los hombres de acción, los individuos de recia envergadura ejecutiva, resisten totalmente si influjo.

Candelas se defiende. Él no será jamás ese pobre diablo ojeroso y vencido, enfermo de literatura, que marcha dando tumbos entre cuatro ideas pesimistas, cuatro venenos líricos y cuatro actividades extremas de amor exasperado, soto las cuales hay que contar con notable frecuencia la actitud definitiva del pistoletazo.

No. No existe mujer sobre la tierra capaz de captar por entero, en nombre de la pasión amorosa o del magnetismo del ambiente, a un hombre del formato mental de Candelas.

Lo que sí es evidente es que el amor de Clara constituye para él la posibilidad más grande de emoción romántica a que puede llegar su alma. El reactivo más enérgico, por no decir el único, que ha estimulado y estimulará siempre su sensibilidad. A la luz del proyector clarísimo de Clara, se le suele presentar con brusco escorzo ante la conciencia la anomalía terrible de su vida. E incluso el fantasma, no más tarde que ayer increíble, de la redención. ¡Qué diferencia de las otras mujeres, que pasaron sin dejar huella por su historia jocunda de galanteador, a esta niña, de alma pulquérrima y conciencia serena, enamorada y dulce como una corderilla! Al llegar aquí, cuando el carrusel romántico del pobre ladrón se para en la dulce imagen recién descrita, el pobre ladrón no puede contenerse por más tiempo y suspira. Exhala un suspiro salido de las profundidades abisales de su cálido pecho.

¿Cabe presentar una prueba de mayor ejemplaridad y categoría para demostrar que, en efecto, las pasiones del alma ejercen, como afirmaba el presbítero psicólogo, un influjo fatal? ¿Por quién sino por un resplandor tan claro como el de la claridad de Clara, por un amor tan alto y agudo -y no lo olvidemos tampoco- transcurriendo el acontecimiento en los alrededores del año 30, podría suspirar en España, en el planeta, en el universo, en el orbe constelado, un tan bravo cachicán como nuestro héroe?

A las pocas semanas de entablar relaciones con Clara, el novio entra en la casa. Se ha entrevistado con el padre de la muchacha, quien debidamente informado sobre la estirpe,   —307→   condición y personalidad del caballero, no tiene inconveniente (antes bien se siente muy honrado con ello) en que don Luis Álvarez de Cobos acceda a su mansión y formalice el noviazgo. Respecto a la buena de doña Adelaida, no cabe en sí de gozo. El novio de su sobrina ha conquistado por completo la confianza y el afecto de la excelente señora.

¡Ah, horas de idílico sosiego! ¡Paréntesis de entrañable suavidad el de estas horas de abandono y alegría inocente, que transcurren veloces en el vivir monstruoso del bandolero, como las menudas burbujas de luz en las aguas turbias del salto torrencial!

La ingenua doncella borda candorosos linones sobre el bastidor de palosanto.

Doña Adelaida entra y sale discreta, comprensiva, en el gabinete donde se hallan los novios, dilatando sus generosas ausencias el espacio necesario para que no se frustren las naturales caricias ni vacilen los nítidos juramentos.

Luis procura no recordar en estos instantes su dramática doblez. Tampoco los deberes ineludibles, por excesivo tiempo abandonados y ya urgentes, de su oficio. Porque la hueste murmura.

Los dineros del chantage al dueño del balneario de Sacedón todavía suenan con abundancia en las faltriqueras de todos los miembros de la compañía. Mas precisamente por ello se les ha abierto el apetito y buscan al jefe para que de nuevo les conduzca al provecho de las nuevas campañas.

El caso es que el jefe lleva casi dos meses sin aparecer por las estaciones acostumbradas. Y en ese plazo han acontecido hechos dignos de tenerse en cuenta.

Paquita, harta de guardar a su amante una fidelidad que únicamente suele encontrar en él despegos y burlas, ha aceptado el cortejo de otro adorador con mejor alma que Luis para corresponder al cariño y a las finezas de una real hembra, que no vale menos que otra ni hay por qué hacer de menos con otra.

La signorina Salvini, después de darle al cavalieri Álvarez de Cobos dos o tres citas reservadas, sin obtener más respuestas que disculpas y vaguedades para no asistir, decide incomodarse seriamente y correr un puesto de favor en la lista de sus admiradores. En fin, Mary Alicia se encuentra muy triste, cariacontecida; pero no por él, por el insigne Candelas, sino por el otro, por el ya célebre y brillante orador Salustiano de Olózaga, quien, complicado en una conspiración liberal recién descubierta, anda fugitivo y oculto, perseguido por los sayones de Viluma y de Calomarde, los cuales   —308→   tendrían mucho gusto en hacerle sufrir la misma suerte que les espera a otros, por ejemplo al librero Miyar.

Mary Alicia, a pesar de las torturas de su alma, pues está verdaderamente enamorada de Glózaga, resuelve actuar por sí misma para favorecer la expatriación de Salustiano, y si no es tiempo de acudir a este remedio, porque hayan metido ya en la cárcel al conspirador, organizar sin tardanza su fuga.

Balseiro y Cusó preguntan algo inquietos al Cuclillo si sabe dónde se halla o qué se ha hecho de su invisible capitán.

El Cuclillo nada sabe. De lo que únicamente está seguro es de que al jefe no le ha ocurrido ningún percance ni se encuentra enfermo, pues según le acaba de decir el señor Lobo, el relator, la otra noche habían cenado juntos él, Candelas, don Pedro San Telmo y otro amigo en la fonda de la Cruz de Malta.

Todos achacan este eclipse de Luis a una de sus frecuentes aventuras amorosas. A uno de esos tapadillos con damas de calidad de que luego tanto hablan en sus tertulias los ociosos de Madrid, que son innumerables. Mucho le envidian los compañeros de Candelas tales fortunas. Por pura envidia unos, por envidia y por miedo otros. Los hay que temen que alguna amistad poderosa acabe por arrancarle de su oficio, enviándole a Cuba o Filipinas con un buen destino de esos en que se puede meter el brazo hasta el codo. Salvo Mariano Balseiro y los Cusó, personas de cierta finura y principios, los demás de la partida se hallan muy a mal con el señoritismo de Luis y preferirían no verle nunca descender al trato alfeñicado con las señoritas del pan pringao. La mala bestia de Paco el Sastre le hace saber al tabernero que, como aquél no reanude pronto los negocios poniéndose al frente de todos con la actividad y el brío acostumbrados, él, Paco, trabajará por su cuenta.

-Y asunto concluido -gruñe con mal humor.

Así están las cosas cuando una noche, a eso de las diez, aparece por las puertas del establecimiento del tío Lucas el propio Luis Candelas, en carne y hueso. Más luciente y coruscante que las luminarias de su apellido. Más alegre que crótalos del Albaicín batidos por mano cañí.

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Viste a lo majo, alborota, escupe por el colmillo, se le erizan de puro flamencas las negras patillas en boca de jacha y el «guapete» muestra su empuñadura de hueso negro, saliéndole por la faja de raso carmesí.

Entra dando el brazo a Custodia, la Monene.

A esta hembra juncal la llaman así por reiteración del seudónimo que usa su arrimo, el valeroso picador de novillos el Monene. No hace mucho tiempo que la hermosa Custodia, recién salida de la adolescencia, vendía ramilletes por las calles de Madrid, a la puerta de las iglesias, a la entrada de los teatros y, sobre todo, en El Prado, en la parte del Salón por donde pasea la gente gorda.

Pregonando sus flores: «¡Florista, a cuarto ramilletes! ¿Quién me saca de ramilletera?», acabó por hacer efecto en el corazón de un ricacho viejo verde, el cual la sacó de ramilletera. Esto es todo. Nada excepcional, verdaderamente.

El bodegón del tío Lucas hierve esta noche en travesuras y bullanga. Donaires, bromas -bromas un poco recargadas-, tal vez algunas procacidades. Sin duda, cierta chocarrería. (En fin, el despacho de vinos y comidas del tío Lucas no es precisamente el salón Gasparini del Palacio Real.)

En una de las piezas del fondo del establecimiento, abierta a un patio, hay un tabladillo levantado cinco palmos del suelo, sobre el que dentro de un rato bailarán el bolero dos eminencias del arte: Colasa y Manuel. Manuel Martínez, hombre de múltiples aptitudes y habilidades, pues además de bailarín, cantaor y guitarrista, es segundo cachetero de la plaza de toros. Y no por cierto cachetero de los de tres golpes y repique, sino de los buenos, de los de uno y se acabó. El patio, lleno de pellejos de vino, tiene en el centro un cenador con una mesa de piedra, sobre la que se ha colocado una cuba grande de limonada. A este patio comunica por una puerta y dos ventanas bajas con reja la habitación del tabladillo. En las ventanas hay tiestos de flotes, geranios y albahacas prematuras.

Al entrar Luis y Custodia toda la clientela del gran Lucas chilla, los rodea, palmotea y saluda con enorme algarabía. No hay cuidado de que, a pesar de conocer al recién venido casi todo el alegre concurso, se filtre la menor noticia a los secuaces del marqués de Viluma. Ningún mortal de los que padecen persecución por la justicia tendría nada que temer, ¡nunca!, de gentes como las que esta noche se reúnen aquí. Al contrario; cualquiera de ellos sería capaz de jugarse la vida por salvar a otro prójimo   —310→   acosado de las garras de la policía. Máxime siendo este otro el rey de los barbianes y rufos, el más valiente, la espumilla del gremio.

-¡Viva Luis Candelas! - grita sin poderse contener un vozarrón, surgido por la laringe del as del matute del Portillo de Santa Bárbara.

-¡Viva! -contestan todos.

Pero Lucas pone mal gesto. Teme que se oiga desde fuera con excesiva claridad el eufónico nombre del recién llegado, amén de las escandalosas blasfemias que harto frecuentemente se emiten.

Cavayeros! -exclama con voz tremebunda-. ¡A callar too el mundo! Conténganse los pujos de la incomenencia y modérense la claridaz de los concetos.

Como se ve, el bodeguero del callejón de Peligros puede ostentar con justicia la fama de sabihondo y grandílocuo que nadie le discute. Por algo en los mejores tiempos de La Fontana de Oro y de Lorencini no había perdido debate ni echado en saco roto las elocuentes oraciones de Galiano, del poeta Gorostiza y del por entonces imberbe Salustiano de Olózaga.

Pero el del matute no se da por vencido y, sacándose del pecho otro conceto de mayor claridaz que el anterior (si cabe), vocifera:

-¡Viva el ladrón mas grande que ha parido madre!

Y no contento:

-¡Viva la zurriaguilla de mejores cachas que hay en España!

-¡¡Viva!! -atruenan en masa, revoltosos y ardidos, todos los concurrentes, agitando monteras y pañuelos.

Maese el bodeguero frunce el ceño. Colérico, pasea una mirada homicida, de las selectas, entre las mejores de su historial de hombre güeno, alrededor. Y banqueta en mano, dispuesto a esgrimirla inmediatamente, berrea, dominando el concierto.

-¡He dicho que a callar, too el mundo! Aquí no se viene a armar escándalo. ¡Maldita sea mi alma! Sino a divertirse por las buenas. O sus calláis, ¡maldita sea mi alma!, u os echo a todos a banquetazos,

-¡Ya será menos! -replica sosegadamente un borrachín piojosillo, muy repantigado en su taburete.

Candelas, comprendiendo la razón del tabernero, impone su autoridad y corta la escena:

  —311→  

-Vaya, señores, haya paz. Vamos al patio a refrescar el gaznate. Yo convido. A ver, chaval -ordena al pequeño Ganimedes de la taberna-, sírvenos, para empezar, una ronda de manzanilla del Puerto. ¿Hay bolero esta noche?

-Lo hay. Por la Colasa y el Manolo.

Antes de que el compadre de la tasca cierre la puerta de la calle, llega Mariano Balseiro, acompañado de Josefa, su cónyuge de la mano izquierda, y de otro personaje desconocido, largo y ganchudo, como apagavelas de iglesia, pero que, a pesar de su rostro melancólico, debe de ser hombre de buena gracia, socarrón y tal, pues atiende por el remoquete de Benito el Guasa.

Todos van penetrando en las piezas interiores. Ya se oye por allá dentro el rasguear de una vihuela. Y poco después enajena, suspende los ánimos, una voz fresca, retozona y varonil que canta:



Más agua que corre
por el caño gordo
cuando no te veo
sale de mis ojos.

Cuando al aire sueltas
tus cabellos de oro
se van noramala
las mieses de agosto.

Bien hayan de mayo
los días hermosos
en que da la tierra
flores para todos.

En la parte del despacho sólo quedan el tío Lucas, apuntando sus cuentas en un libretín, detrás del mostrador, su mujer y el joven dependiente, quien subido a una mesa se ocupa en pegar en la pared el cartel de la próxima corrida. La corrida va a ser magnífica: seis toros de la ganadería de Gaviria -divisa negro y celeste-, estoqueados por los célebres matadores Francisco Montes el Ormigo y Juan León.

  —311→  

Ha transcurrido con mucho la medianoche y todavía continúa la juerga. No cesan los gritos, músicas, coplas, zapateados y palmas. La vocecita gitana de la Monene, llena por igual de desgarre y remilgos, suena una vez más escurriéndose como pez de plata por el zigzag de la bulería. Sin que nadie sepa la razón de su furia, de repente aprovecha un silencio cortísimo para increpar a un desdichado ser imaginario:


¡Permita Dios que te afeiten
con un serrucho mellao!
Silverio: te la has ganao.

A eso de las dos de la noche el tío Lucas abre la puerta de la calle para que salgan Candelas y una mujer. Ambos se han escabullido sigilosamente de la fiesta.

La escabullida es Josefa, la esposa honoris causa de Balseiro. Josefa realiza uno de los deseos más ardientes de su vida, yéndose con Luis a terminar el nocturno. Mariano Balseiro yace mientras, tendido en el patio, víctima de descomunal borrachera.

Como se ve, el ilustre bandolero carece de escrúpulos de lealtad para con su lugarteniente. Le sopla la dama. Abusa de las circunstancias y del estado de obnubilación en que se encuentra el amigo. Pero el seductor parte de un supuesto que tiene la ventaja de suprimir de raíz, en los sentimientos de la amistad, todo prejuicio. El supuesto de que tampoco ninguno de sus amigos usaría con él de lealtad en parecido caso. Luis marcha contento porque Josefa no le disgusta. Ello no impide que el recuerdo inoportuno de Clara acuda a su memoria y... lance un suspiro.

Al salir, el tío Lucas mira a la furtiva pareja y sonríe.

El donjuán le estrecha la mano, poniéndole en ella unos billetes de banco.

Ya en la calle, Luis se emboza hasta los ojos en la nube, y con paso rápido, muy apretados uno contra otro, Josefa y él desaparecen por el foro.



  —313→  

ArribaAbajo- IX -

En la cárcel de la Villa


La celebridad tiene sus inconvenientes.

Alrededor de una figura célebre se crea sin dilación el mito. Las líneas, por lo general sobrias, escuetas, de la realidad, se deforman hasta alcanzar las proporciones de la caricatura. De la epopeya.

Alrededor de Candelas se forma el mito.

Cualquier delito substrativo de importancia que ocurra en Madrid, cualquier hazaña gloriosa que en el orden picante de lo prohibido acontezca, se le achaca, sin vacilación, a Luis Candelas y a su cuadrilla.

Los corrillos mañaneros de la Puerta del Sol, comentaristas órbicos de la actualidad, en los que ya fermenta el genio del moderno periodismo, dedican con frecuencia su atención a las proezas del bandido. Los zurupetos, corredores de comercio, arbitristas, ociosos y paseantes en corte de toda laya, que se reúnen entre doce y tres de la tarde en invierno y entre cuatro y siete en verano en la Puerta del Sol, formando grupos en torno a la Mariblanca, pronuncian con admiración y temor el nombre del ladrón y los de sus cofrades. La fantasía aumenta los hechos reales. La figura del héroe adquiere proporciones fabulosas. Y se cuentan cosas absurdas.

Hay quien afirma que Candelas es en realidad un alto personaje de la aristocracia, a quien nadie se atreverá nunca a descubrir. Otros dicen que es el jefe de todos los malhechores de Madrid, pero que él no vive aquí, sino fuera, y que desde fuera organiza los golpes. No falta quien jure que Candelas es una mujer que se disfraza de hombre para cometer sus fechorías, volviendo, después de cometidas, a vestir saya y corpiño, con lo cual hace imposible su captura. En fin, comentaristas hay -de esos que se pasan de listos y viven siempre amurallados detrás de una sonrisa profunda- que opinan que Luis Candelas no existe ni ha existido nunca. Que se trata de un embuste, de un hombre de paja inventado por la policía para desviar la atención de las gentes de la política y de otras cosas importantes y para justificar de paso sus abusos -los de la policía- en concepto de vigilancia, represalias y medidas   —314→   de prevención. El hecho evidente de que el bandolero haya sido detenido varias veces y procesado otras varias nada prueba a muchos escépticos madrileños, sobre todo si son de la cuerda de los que se pasan de listos y disfrutan de sonrisa profunda.

Robos vulgares, mezquinos, se amplifican y adornan con pueril fantasía para colgárselos a manera de tributos de admiración avasallada al célebre delincuente.

Por ejemplo, un robo de objetos de iglesia y un hurto de salchichas.

Cierto día se comete un robo en un comercio de objetos y ornamentos del culto. Según dicen, dos individuos, vestidos de sacerdotes, uno de ellos ostentando los distintivos episcopales, han descendido de un coche, que llevaba en la portezuela las insignias del obispado, y han penetrado en el establecimiento. Una vez allí, el sacerdote que fingía ser familiar o secretario del obispo elige, con la anuencia de éste, varios objetos: un cáliz de mucho precio, una espléndida casulla , un crucifijo, etc. Hecha la compra, saca la cartera y se dispone a pagar. Pero advirtiendo enseguida que no lleva bastante dinero, decide regresar al Palacio Episcopal y volver con la cantidad precisa. Recoge los objetos adquiridos, se mete con ellos en el coche y (todo con la venia del prelado) desaparece. El obispo, naturalmente, se queda en la tienda mientras su familiar vuelve. Aguarda su ilustrísima cabizbajo y silencioso, como conviene a su ya avanzada senectud y a los respetos de la alta jerarquía que ostenta. Aguarda demasiado tiempo. Espera sin chistar media hora, una hora, hora y media, dos horas... Pero el clérigo secretario tarda tanto que el comerciante empieza a escamarse. Sospecha. Comunica sus sospechas a los dependientes. Interroga luego al obispo. Mas el que hace de obispo apenas sabe responderle. Se trata de un pobre idiota, irresponsable y tartamudo, a quien el timador ha puesto las sagradas vestiduras y hecho pasar por el prelado de la diócesis.

Respecto a la captación de las salchichas, el episodio, según los cronistas del vecindario, ocurre de la manera siguiente:

Un hombre, al parecer panadero, entra en una salchichería. Lleva sobre la cabeza amplia banasta, dentro de la cual se oculta un rapaz, previamente aleccionado. En tanto el hombre compra algunas cosillas, el chico va descolgando de los altos largueros varios metros de sabrosos embutidos y metiéndolos en la cesta. Terminada la operación, el panadero «ful», con su banasta, con su rapaz y con sus embutidos, se marcha.   —315→   El carnicero, al darse cuenta del robo, chilla, maldice, protesta y se mesa, lo mismo que el mercader de chirimbolos eclesiásticos, los cabellos, caso de que ambos los posean y no tengan el cráneo mondo y lirondo, cual les acontece a muchas personas, sean príncipes, sabios, traficantes en salchichas o mercaderes de chirimbolos eclesiásticos.

Los dos episodios son, como fácilmente se advierte por su factura, indignos de Candelas. Nosotros estamos en la obligación de negar en absoluto su autenticidad. Los hechos intrínsecos ocurrieron, sin duda. Un comerciante de instrumental religioso y un tendero de salchichas fueron robados. Pero fueron robados sin tramoya ni truquismo de ninguna clase. Luego, el rumor popular se los adjudicó al favorito paladín que le emboba, y nada más.

Inconvenientes de la celebridad.

Lo peor es que también los historiadores y exegetas poco escrupulosos contribuyen a fomentar la leyenda. Recogen fantasías y absurdos y los traman con hilo inverosímil en la textura de lo biográfico.

Algunas noches de estas de la primavera intachable de la meseta castellana, en las que la orejita femenil de la villa suena como una caracola -caracolita sexual- al templado aire de la sierra, Clara y su novio charlan en el balcón.

El quinqué del gabinete amortigua su luz hasta el grado de palidez que doña Adelaida estima indispensable para el cumplimiento de su misión de vigilancia. Vigilancia amable, tolerante. De discreto Argos en duermevela.

Don Casimiro, acostado ya, reza sus oraciones consuetudinarias con mecánico fervor de pecador venial, y aguarda sin pegar ojo hasta que suenan las diez en el reloj de bronce estilo Imperio que hay sobre la consola del gabinete. Entonces agita inexorable la campanilla que tiene al alcance de la mano en la mesilla de noche. Es la señal de que la entrevista amorosa ha terminado.

Luis se despide de Clara y de doña Adelaida y se retira, según dice, a su casa.

La muchacha permanece en el balcón un rato para darle su adiós con el pañolito.   —316→   El galán sale del portal, atraviesa la calle -denominada del Colmillo-, marcha despacio hasta la esquina de la de Fuencarral y allí se detiene un momento. Desde allí cruza su última despedida de amor con Clara. Ésta aprieta su blanco pañolito contra los labios. El amado ejecuta idéntica maniobra. Y el adiós salta conmovedor, ágil como un beso, entre las dos banderas.

Candelas, por esta época, lleva cometidos veinticuatro delitos contra la propiedad. Siete estafas. Nueve asaltos a mensajerías y establecimientos comerciales. Cinco robos en despoblado. Cuatro ídem a domicilio: dos con escalo, otros dos sin él y sin violencia alguna a las personas intervenidas. Amén de otras chapucillas accidentales verificadas con gentil descaro a la faz del día y en mitad de la rúa.

Casi todos estos hechos los realizó en colaboración con todos o algunos de los individuos de su aguerrido tercio. Jamás derramó sangre humana ni consintió a sus jabatos que la hiciesen verter.

De los veinticuatro delitos -sin contar otras varias frioleras de la época de aprendiz: sencillos atracos, hurtos- sólo en once han entendido las salas de justicia del reino. Once causas criminales, de las que únicamente siete han llegado a término, a vista y sentencia con la comparecencia del acusado ante los jueces.

Estos caballeros de ley se hallan hartos de sacarse de debajo de sus birretes (cual salen oscuros avechuchos de nocturna caverna) considerandos y resultandos, acusaciones y fallos. Todo es inútil. El «famoso jefe» -como le nombran los mismos magistrados- se escapa siempre. Siempre se evade. Ora de las cárceles, ora de las audiencias, ora de las conducciones penitenciarias por las rutas de España.

Y no sólo se evade él, sino que ayuda a evadirse a sus amigos. La maestría profesional de Luis llega por esta época a su colmo. Ha definido su estilo -depurándolo- de tal manera que en vano buscaríamos nada semejante entre los más acreditados jerifes del arte. Acaso Giaccomo Giberti, el terror de Calabria, puede comparársele en claridad de visión y en sangre fría. Pero carece, en cambio, de las dotes de estratego y la rapidez ejecutiva que distinguen a Candelas. En las operaciones a campo descubierto, la escuela norteamericana, que tantos progresos había de realizar andando el tiempo, no puede enseñar gran cosa a los salteadores de Castilla la Nueva y Andalucía. Así, por ejemplo, Harry Poots -del grupo de ensayistas de Baltimore-, el admirable salteador de caminos (1792-1825), no logró nunca dominar   —317→   ciertos aspectos importantes en la perpetración de los delitos. Desdeñó, imprudente, el cultivo de las amistades policiales. Arrastrado por el placer dionisiaco deportista del robo, no se libró de cometer algunas pifias, y su final fue triste. Lo colgaron en fragmentos en los postes de una carretera. Quizá únicamente el francés Cartouche, Luis Cartouche, superaba a su tocayo Candelas en delicadezas de estilo y perfección técnica. Pero el español, en conjunto, los aventajaba a todos por la rara habilidad con que combina y distribuye los elementos más heterogéneos en el total armónico de cada empresa.

Con motivo del robo en la diligencia de San Martín de Valdeiglesias, atribuido con sensible olfato por el superintendente Viluma a nuestro héroe, se siguen los pasos de éste muy de cerca. La presión policíaca va estrechando el cerco, y el peligro de caer en garras de corchetes deviene cada día mayor.

Sin embargo, como la verdadera personalidad del señor Álvarez de Cobos les es totalmente desconocida a los sayones de Viluma, la captura del ladrón resulta difícil. Álvarez de Cobos es un escotillón por donde desaparece de súbito Luis Candelas. Otro escotillón es la fingida existencia de un Elías Salcedo, hortera, mancebo de la platería del judío Jacob. Otro escotillón es el de figurar como hermano de Lola la Naranjera, funcionario subalterno con sueldo, pero sin empleo, en una oficina del Real Patrimonio.

Conviene advertir que de todas estas personificaciones ficticias posee el tunante documentos justificativos: fes de vida, cartas de seguridad y todo género de pasaportes. La postrera semana del mes de marzo de 1831 se presenta abrumadora de trabajo para la cuadrilla.

Se realizan cuatro negocios de mediana cuantía. Un allanamiento con robo y fractura de solitaria y campestre quinta en Carabanchel de Arriba. Un robo de cuatro caballos ingleses con sus arreos y monturas en Carabanchel de Abajo. Y una estafa a un notario de esta corte. Pero como no todas las empresas han de verse coronadas por el éxito, la última operación en que actúan les sale mal.

No se sabe bien si en virtud de una delación o por la perspicacia increíble de un polizonte, Luis Candelas es detenido a raíz del golpe en la posada del Rincón, sita en la calle de Alcalá. Último de los robos de la temporada de primavera en que intervienen todos los miembros de la banda.

  —318→  

El hecho carece de interés en cuanto ejercicio facultativo. Modus operandi simplicísimo. Se trata de una visita nocturna al depósito de equipajes de la posada, sitio donde se custodian -o, mejor dicho, se debían custodiar- los bagajes de los viajeros que llegan o parten por la línea de diligencias de la Mancha y Andalucía, cuya estación central es la posada del Rincón.

El capitán de la banda, que ha dirigido este vulgar latrocinio, se muestra indignado consigo mismo cuando lo capturan. En efecto, un maestro como él no debería meterse en chapuzas tan rudimentarias, y no por ello menos arriesgadas que las de gran porte, únicas apetecibles para el honor y para el provecho de todos.

En coche cerrado, con escolta de guardias de la Milicia Urbana, conducen a Luis a la Real Cárcel de la Villa, situada en la plaza del mismo nombre, al lado de la Casa-Ayuntamiento.

Dentro del coche acompañan al preso los agentes de la autoridad, pistola en diestra y garrote de nudos en la siniestra mano.

El preso no da muestra alguna de abatimiento. Al contrario, conversa muy tranquilo y dicharachero con sus aprehensores, a quienes anuncia como cosa inevitable su próxima fuga de la cárcel de la Villa. Siempre cortés y bien criado, ruega a los sabuesos que no dejen de transmitir su cordial saludo al señor superintendente general. Con este motivo se extiende en certeras consideraciones sobre la mentalidad del marqués de Viluma, la deplorable organización de la policía española y la estolidez increíble de sus agentes. Ingeniosas cuchufletas salen de su boca. Los dos policías que le custodian en el mezquino cajón sufren y callan, rumiando en silencio su cólera, sin atreverse a contestar con ninguna clase de violencia de palabra, y menos de obra, los insultos de Luis. De antiguo conocen ambos los castigos inexorables y crueles con que el bandolero se ha vengado siempre de las personas que en sus horas de fracaso han osado maltratarle. Nadie puede descartar la posibilidad de una evasión de Candelas. Y cuando se encuentra libre en lo primero que piensa siempre es en recompensar a cuantos le han favorecido y castigar a cuantos le han ocasionado inútiles sufrimientos. ¡Oh! Esto no se les olvida jamás a las autoridades y a sus representantes, desde el prócer superintendente, que más de una vez se ha estremecido de pavor en su dorado sillón, al saber que el audaz forajido se hallaba en libertad, hasta la última comadreja judicial de España.

  —319→  

Como la detención ha tenido lugar en la feria de ganados que se celebra en los altozanos foncarraleros y el coche se hallaba en aquellos alrededores en espera del delincuente, el cortejo, en ruta directa hacia la cárcel de la Villa, tiene que encaminarse por la calle de Fuencarral. Cuando el preso calcula que deben pasar frente a casa de Clara, guarda un minuto de silencio -aunque todavía no se ha puesto de moda este homenaje- y reflexiona. Se entristece. Es el único instante de depresión que sufre en todo el largo trayecto. Para consolarse se le ocurre imaginar la fisonomía espantosa que pondría don Casimiro si le viese a él, a su futuro yerno, vestido a la chulesca, encapsulado en un carricoche y conducido a la cárcel por buscón, rebelde y malhechor pertinaz.

Justamente en este minuto de reflexión sentimental de Luis, Clara, que se halla haciendo encaje de bolillos detrás del balcón, oye el paso del carruaje, el ruido de la caballería que le escolta y, por pura curiosidad, se asoma a fisgar lo que transita. Doña Adelaida se ocupa en este momento en poner unas flores en un búcaro de China. Unos claveles que ayer envió con su criado el señor Álvarez de Cobos.

-¿Qué ruido es ése, hija mía? -pregunta la tía.

-Son unos urbanos que escoltan un coche cerrado.

-Algún preso que llevan a la cárcel.

Clara musita compasivamente:

-¡Pobrecillo!

Cierra el balcón.

Al llegar el coche a la cárcel vibra un clarín. El retén de guardia forma a la puerta. Momentos antes se ha despejado la plaza de la Villa del escaso público que en ella se encontraba. El coche penetra en el primer patio, al que desciende el prisionero con esposas en las muñecas y sujeto de los brazos por los polizontes que le han venido custodiando. El alcaide y su séquito de alguaciles, celadores, soldados, etc., le reciben con gran lujo de miradas torvas, sonar de sables relucientes y voces imperativas.

El alcaide, hombre apoplético, rudo, ojo de perdiz, antiguo voluntario realista, observa a Candelas con aire amenazador.

  —320→  

En dos ocasiones se le ha escapado el pájaro de entre las manos: una vez de esta misma prisión y otra de la cárcel de Corte. En ambas el irascible alcaide se cubrió de ridículo. Por eso ahora se jura a sí mismo que no ocurrirá otro tanto.

Entre dos soldados con bayoneta calada es conducido el preso a la sala de comparecencias.

La sala de comparecencias de la vieja cárcel de la Villa ocupa una de las mayores piezas del vasto edificio -sombrío, destartalado- y apenas se ilumina por la débil claridad que a través de dos ventanas penetra de un lóbrego y angosto patizuelo.

La sala cubre casi enteramente sus paredes con toscos armarios, en los que duermen, olvidados y comidos de sabandijas, infinitos legajos. Allá, al fondo, hay un estrado sobre el que se alza larga mesa polvorienta, también atestada de legajos y papelotes. En dos candelabros de tres brazos lucen anchas bujías de color. Entre los candelabros se ve un crucifijo de ébano y marfil. Dos hombres de riguroso luto se hallan sentados detrás de la mesa.

Son un juez y un escribano.

En otra mesa pequeña, situada lateralmente debajo de una de las ventanas, otro hombre, sargento de Voluntarios Realistas, escribe despacio y enfrascado, fijándose mucho en lo que hace. Un quinqué de redonda pantalla verde alumbra la mesa del sargento.

A pesar de ser las doce del día de uno apacible y brillante de primeros de abril, en la sala de comparecencias se ve muy poco. La luz del patio penetra con tal timidez en la enorme habitación que dijérase que se siente encausada como reo de esplendor ante un tribunal de sombras.

Apoyados negligentemente en uno de los armarios -archivo de procesos, depósito de mentiras-, charlan en voz baja dos individuos. Uno de ellos, con cara de antropopiteco, tiene en la mano un vergajo. Un retorcido vergajo de tralla y alambre. El otro individuo es un muchachito de rostro vivaz que les sirve de ordenanza al alcaide y a los señores de la sala.

Presidiendo el local, detrás de la mesa larga, colgado de la pared, se halla un retrato el óleo del rey Fernando VII.

En pie, erguido a cuatro o cinco pasos del sitial del juez, delante del estrado, Candelas aguarda a que sus señorías le presten la debida atención. Detrás de él continúan   —321→   en posición de firmes los dos militares de la bayoneta calada. Las demás personas que venían acompañándole se han dispersado por diversos sitios. En un rincón, silencioso, respetuoso, podemos contemplar un bello grupo formado por voluntarios realistas, polizontes, uno de los capellanes de la cárcel y dos o tres celadores.

Hoy debe de ser día de mucho trabajo para estos caballeros, pues todos parecen muy afanosos en sus tareas. Además, se nota preocupación y nerviosidad en los rostros.

El ordenanza no hace más que entrar y salir con papeles y recados.

A una señal del juez, el alcaide sube al estrado y cuchichea agitadamente con aquél. De pronto se abre la puerta y entra, metiendo ruido con las espuelas y el sable, un capitán de Lanceros que busca con la mirada al jefe de la prisión. El empaque soberbio, la petulancia del capitán producen su efecto. El grupo de celadores, capellán, polizontes y voluntarios realistas le rodea respetuosamente. El juez, el escribano y el sargento se levantan de sus asientos y hacen una profunda reverencia al oficial. El alcaide se le acerca solícito.

«Alguna cosa gorda se prepara aquí», piensa Luis. E inmediatamente cruza por su cerebro el recuerdo de la conspiración recién descubierta. La del librero Miyar, Olózaga y otros.

El capitán entrega un parte al alcaide.

Éste, después de leerlo con mucha atención, sin pestañear, corre a dárselo al juez.

El juez lo examina con idéntica curiosidad, sonríe satisfecho y lo guarda en una carpeta de hule que guarda bajo llave en su cajón.

Por último, los tres personajes principales de la escena conversan brevemente, acompañando el alcaide y el juez al oficial hasta la puerta, donde lo despiden con ceremoniosas muestras de halago y pleitesía.

-Decid al excelentísimo señor don Tadeo -encarga al lancero a media voz el jefe de la cárcel- que lo de Miyar va por la posta. Mañana mismo estará todo listo para la ejecución.

-Lo de Olózaga, en cambio -murmura con desaliento el juez-, habrá que aplazarlo unos días. Es menester descubrir todos los hilos de la conjura.

El capitán tiende la mano cortésmente a los curiales. Se pone el chocó y los guantes y desaparece, no sin antes decir en voz alta:

  —322→  

-Está bien, señores. La cuestión es sentar bien las costuras a esa canalla. Y que bailen todos en la cuerda floja. Es decir, en la tirante y con mucho plomo en los pies.

Al salir el oficial emisario de Calomarde o del rey, o de los dos, los ministriles de la justicia vuelven a ocupar sus puestos. Entonces se fijan en Luis Candelas, a quien ya, sin duda, habían olvidado. El alcaide se sienta al lado del juez, y el absurdo tribunal, entre carcelario y jurídico, queda constituido por aquellos dos tipos y el tercer compinche, el escribano.

Mandan acercarse a Luis.

El juez lanza una mirada picaresca al guaja de la escritura, que pluma en ristre se dispone a llenar de argucias leguleyas una resma de papel de oficio, y:

Anotad, señor escribano -ordena.

Enseguida, dirigiéndose campanudo al que ahora, quizá sólo por un cubileteo equivocado de la suerte, hace de ladrón único entre tanto y tan vario cofrade efectivo, interroga:

-¿Juráis ante Dios decir la verdad a cuanto se os pregunte?

Candelas no puede resistir la comezón burlona que le retoza por el cuerpo, y adelantando el tórax, majo y campechano, responde:

-Sí, juro, hombre. ¡Pues claro que juro!

Una ola de estupor empapa a la concurrencia.

Todos compadres, en el fondo del alma, apenas salen del chapuzón de la sorpresa, no aciertan a contener la risa y lo hacen de buena gana. Únicamente el alcaide estrangula el holgorio con el rencor y trueca en baba y fraseo colérico su albo rozo.

Farfulla:

Sonsi el granuja! Repórtese el grifo y mire cómo responde a los representantes de Su Majestad en esta sala. De lo contrario se le hará entrar en razón a balazos.

Una pistola colocada con iracundia sobre la mesa parece venir a dar fe de las palabras del alcaide. El arma queda inmóvil entre un librote formidable con las hojas sin abrir, que resulta ser el Código penal, y un negro tinterazo de cuerno, donde moja su pluma el escribano. Tintero al que, en general, no miran con simpatía los dichos representantes de Su Majestad -ni aun lo mirara así Su Majestad misma- por antojárseles hecho de materia alusiva a la gracia de sus apéndices maritales.

  —323→  

El antropopiteco del vergajo avanza hostil hacia Luis, el cual le escupe un sublime enojo, como salivazo, en la cara.

Continúa el juez tranquilamente:

-Pasemos a las generales de la ley.

En efecto, se pasa adelante. Fórmula tras fórmula, pliego tras pliego, la pregunta primero, la respuesta detrás, como el ratón y el gato, la diligencia se urde, un nuevo legajo se consuma y el delincuente, ya muy formal y razonable, presta una declaración en regla, una declaración más en su vida.

Pero mientras iba declarando ha podido advertir algo interesante. La cara del escribano no le es de ningún modo desconocida. ¿Dónde ha visto Candelas, antes de ahora, la cara del golilla escuchimizado? ¡Ah! Ya recuerda. En la logia masónica de los Escoceses, en la que el caballero Álvarez de Cobos -«Temístocles» entre los arquitectos del universo- ostenta el grado de Caballero Kadosch. También recuerda que el tal escribano -humilde alarife en la logia de los Escoceses- es íntimo amigo del siempre providencial relator de la Audiencia de Madrid don Policarpo Lobo.

Apenas encuentra la ocasión propicia, el declarante hace al escribano con disimulo una seña masónica, que éste recoge y contesta con igual cautela.

Terminada la declaración, el alcaide dispone que se conduzca al preso a un calabozo, el peor y más lóbrego del presidio, especie de horrible cisterna, conocida con el nombre de El Infierno. Nada falta en El Infierno de la mise en scène de la mazmorra clásica. Esa mazmorra a la que los novelistas dotan de todos los elementos necesarios para hacer imposible una evasión y de la que se escapa indefectiblemente el protagonista de la novela.

En el calabozo en que recluyen a Candelas hay humedad, telarañas, ratas, un ventanuco en lo alto con enormes barrotes erizados de pinchos y un cántaro roto con un poco de agua sucia. En la pared hay empotrada una argolla. De la argolla pende férrea cadena. La cadena está sujeta al grillete que ciñe el pie derecho del recluso. Además, cuelga, enganchada al mismo grillete, una pesantísima bola de hierro.

Ninguna precaución sobra tratándose de un individuo tan astuto y diestro en el arte de la fuga.

El alcaide agota todos los recursos de su inventiva y los que le proporciona el reglamento, para que esta vez no se le esfume su enemigo. Incluso manda pegar en diversos parajes de la cárcel la siguiente orden:

  —324→  

«El celador jefe y los alguaciles encargados de la custodia de los reclusos no permitirán, bajo su más estricta responsabilidad, que entren en las crujías ni en los patios otras personas que las que se hallen de servicio, ni que los empleados en los cuartos de alcaidía, ni las personas que vayan a verlos se detengan en los pasillos bajo ningún pretexto».

Pero no sólo por Candelas se extrema hasta tal punto la vigilancia.

Unos días antes han ingresado en la cárcel de la Villa tres conspiradores políticos.

El librero don Antonio Miyar, el comerciante don Francisco Bringas y el joven abogado y orador liberal don Salustiano de Olózaga.



  —325→  

ArribaAbajo- X -

¡Onzas y muerte reparto!


Sonada ha sido la última conspiración contra el régimen absoluto, en la que han tomado parte principal Olózaga, Miyar, Bringas, el oficial de Artillería Torrecilla y Rodrigo Aranda.

Los manejos realizados por los conspiradores en los cuarteles no les dieron el fruto apetecido. Los manejos realizados en los cuarteles no suelen dar nunca el fruto apetecido cuando lo que se apetece fuera no es precisamente lo mismo que se apetece en los cuarteles. En graduar exactamente o no la disyuntiva consiste el triunfo o el fracaso de una conjura en la que intervengan militares.

Un pronunciamiento sin garantías de seguridad en la retirada en caso de fracasar -protección efectiva como la que otorgó el rey a los batallones sublevados de la Guardia Real en su derrota del 7 de julio de 1822- y sin precisar de antemano los beneficios, premios, galones y ascensos que en caso de triunfo han de obtener los insurgentes -como se les prometía y especificó a los generales y coroneles revolucionarios 1868- resulta algo muy difícil de conseguir de cualquier burocracia. La burocracia militar de nuestro siglo XIX rara vez reacciona por motivos idealistas. Riego, Torrijos, Porlier, Lacy, Zurbano, Villacampa son gloriosas excepciones entre la turba de generales ineptos y ambiciosos que asaltan a mano armada el poder, a favor de toda clase de intrigas palaciegas y de bajos contubernios con los candelas de la banca y de la política y los balseiros de la Iglesia. En el siglo XIX español el militar burócrata vence y fusila al militar idealista. El único caso contrario que podemos citar es el del absurdo y romántico capitán Cardero, en su reducto del Principal el año 33. Y para eso fue necesario que el idealista vencedor, insospechado, saltase por cima del cadáver del burócrata Canterac, capitán general de Madrid.

A Olózaga y sus amigos se les demostró que estaban en comunicación con los emigrados liberales y sobre todo con el general Mina.

Descubierto el complot, algunos de los comprometidos pudieron huir. Otros cayeron en manos de la policía.

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A Olózaga y a Miyar los conducen a la cárcel de la Villa, en tanto con la mayor actividad posible se les siguen los correspondientes procesos.

Pocos días después de entrar en aquella prisión Candelas, el librero don Antonio Miyar sufre la pena de horca en las afueras de la Puerta de Toledo, el día 11 de abril. La salve que cantan los presos en el momento mismo en que se supone que el reo de muerte es ejecutado, y que entonan en la cárcel de la Villa el día 11 de abril por el reo Miyar, suena en los oídos del joven Olózaga como espantoso augurio. Vibra también demoníacamente en los oídos de sus familiares y amigos. De su hermano don José. De su amante Mary Alicia. La misma suerte del librero liberal y patriota le espera, sin duda, al apolíneo y fogoso don Salustiano. Pero a favor de éste conspiran -es el sino: conspirar siempre- algunos amigos influyentes, su hermano y, sobre todo, Mary Alicia y Luis Candelas. Éste se pone, con el valor, la frescura y el ingenio en él acostumbrados, a disposición de los afectos a Olózaga y en particular de Mary, con quien se comunica enseguida a través de muros y barrotes. Desde dentro de la cárcel el bandido realizará maravillas. El político prisionero debe tranquilizar su ánimo. Un bandolero y una coqueta, en calidad de genios tutelares, son los entes de salvación y amparo más poderosos con que puede contar cualquier perseguido en la España de la época.

La cuestión es ganar tiempo. Los amigos de Olózaga procuran por todos los medios, influencias, dádivas, la lentitud del proceso judicial. Lo urgente es ir aplazando, días, semanas, la vista de la causa. Porque si se ve la causa antes de que el pájaro vuele, la catástrofe sobrevendrá inevitable.

La reacción fernandina no aplaca sus rigores ni en las postrimerías de su historia. Este último año del mandarinato feroz de Calomarde, antepenúltimo de la vida del rey, se distingue por el celo del gobierno y de las comisiones militar es en destruir «impuros» y aniquilar «desafectos». Faena en la que se produce con singular profusión y gracejo extravagante el conde de España, capitán general de Cataluña. A diario se reciben en el despacho de Guerra partes redactados por el inimitable conde de la siguiente manera:

«Y con arreglo a las leyes y decretos de 17 y 21 de agosto de 1825, han sido juzgados y condenados, siendo lanzados a la eternidad, los reos cuyos nombres se expresan en la relación que acompaña».

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La noticia de la prisión de los conspiradores origina en Madrid larga y convulsiva onda sensacional. Esta onda prende fogatas de violencia en los corazones de los «amigos del progreso». Luces de regocijo en los ojos sentimentales de los defensores de la religión y del trono. Chisporroteo cosquillante, de quizá imprevista voluptuosidad sádica, en los senos erectos de las damiselas. Y casi todo por Salustiano. Y por los otros de la conjura. Pero principalmente por Salustiano. ¡El pelo rizado! ¡La mirada lánguida! ¡El talle gentil! ¡La arrebatadora elocuencia, llena de tropos y de inflexiones conmovedoras, de Salustiano! Se trata de uno de los lyones más elegantes de Madrid y, desde luego, del que presenta, ¡el que presentaba!, un porvenir más glorioso.

Y he aquí que de pronto el lyon se convierte en carnero y el porvenir de gloria en ruina cierta.

No cabe esperanza de lenidad en los jueces, menos después de la cuelga de Miyar. Los liberales bufan. Las bellas derraman una lágrima y rezan a su santo favorito para que haga un milagro y salve al caballero.

Los viejos y asendereados constitucionales del 12 son los que muestran con mayor furia su terrible enojo. Pero es de notar que tal furia no se manifiesta en voces, en actitudes, en acción y lucha. No. Se manifiesta hacia dentro, hacia ellos mismos, pues cualquier signo de exterioridad que delatase aquellos sentimientos bastaría para hundirlos en los antros ergastularios de que dispone el absolutismo. Protestar, sí. Y rugir. Y patalear. Pero a solas, o entre muy contados afines, reunidos en algún fondo tertuliano de botillería, donde puedan refrescarse las revolucionarias fauces con naranjada (que se vende a diez cuartos) o templar las frías resoluciones del heroísmo con excelente café portorriqueño (que se vende a real).

Los tiempos no están para bromas. Hay que reservarse. Hay que esperar mejor ocasión para echarse a la calle y hacer «una sonada». Pero mientras, conviene serenarse, no perder la sangre fría, e incluso tratar de tonificar el ánimo atribulado con algún entretenimiento o diversión. No faltan, por fortuna, en la capital.

Esta noche -por ejemplo- se celebran dos espectáculos muy interesantes: una ópera y una función de circo.

En el teatro del Príncipe se representará, «a las seis y media de la noche, L'Elisir d'Amore, ópera seria en tres actos, música del célebre maestro Donizetti, adornada de todo el aparato teatral que requiere su argumento, cantada por los artistas señoras   —328→   Tossi y Zapucci y señores Pasini, Inchundi y Realgo». En el circo Olímpico -calle del Caballero de Gracia, frente a la fonda de la Cruz de Malta- habrá funciones de acrobacia y malabarismo y bailes en la maroma tirante. «La joven española -anuncia sugestivo el cartel- ejecutará sobre su caballo, sin silla ni riendas, varios equilibrios muy difíciles para su corta edad».

La onda sensacional de la prisión de Olózaga interfiere a los pocos días con otra onda de mucho menos finura en sus vibraciones, pero también enérgica para los nervios sobreexcitados y generosos del pueblo: la prisión de Luis Candelas.

Igualmente satisfechos los espíritus de orden por ambas noticias, se creen ya a salvo, quizá para siempre, de los dos espectros que durante mucho tiempo han turbado la placidez seráfica de sus sueños: el de la fractura de sus cajas fuertes y el de la hidra revolucionaria.

Pero el alma un poco infantil y novelera de Madrid, desdeñosa del miedo a los espectros, si éstos han de atacar sólo a las personas de orden, deplora tanto (y aun es muy posible que deplore más) la captura de Candelas como la captura de Olózaga.

La gloria del bandido tiene aspectos, rasgos, absolutamente seductores, a los que no es insensible la emotividad femenina del pueblo. El bandido anda en coplas. Las mozas de cántaro escuchan al ir a la fuente a por agua los romances que cantan el juglar, el ciego del perro y la guitarra, en la esquina. Lo rodean soldados, artesanos, vendedores, hampones. En estos romances aparece el ladrón como gallardo mozo, justiciero y enamoradizo. «Favorece al pobre y roba al rico». Es valiente y nunca ha cometido ningún asesinato. Majo y señorito, alterna ambas calidades en beneficio de su natural travieso y de su donjuanismo galán. Desde la admiración del pueblo asciende la simpatía por el pequeño héroe hasta esa especie de foto-esfera soñadora, caprichosa, que, a cargo de las mujeres, los poetas y los humoristas, conserva la clase burguesa. Sin embargo, en lo profundo y mayoritario, innumerable y mezquino, de esta clase es donde tiene el Hermes -sea de la categoría que fuere- sus irreconciliables enemigos. La aristocracia, por su parte, acepta como el pueblo, a veces con entusiasmo, otras con humorismo, la figura de romance. El paladín dramático o pintoresco. El figurón o el heraclida auténtico.

Luego ya dentro de la escala de los héroes, varían los tipos de preferencia según la psicología de cada país, de cada región. Concretándonos únicamente a los caudillos del bandidaje, observamos que Alemania prefiere el tipo de malhechor grandioso y   —329→   espectacular a lo Troppman, el niño kolossal de los once asesinatos. Inglaterra gusta del bandolero deportivo y gentleman, de guante blanco, como Raffles. Francia no sabemos bien qué clase de bandido prefiere, aparte de los que a su literatura de importación le ha proporcionado España. El que ella produce es un tipo especial, que no deja de tener sus encantos; tipo ultracivilizado y perverso, fabricado por París: el «apache».

En España nuestros malhechores resultan bastante infelices. Y por lo que respecta a Madrid, el formato que siempre ha preferido ha sido el del héroe de término medio. En bandidos y en todo. Grandes caracteres, bien. Pero a ser posible atenuados por la domesticidad. Atenuación, término medio. ¿No se hallará en este gusto por las atenuaciones y los términos medios la clase peculiar del temperamento matritense? ¿La razón de nuestras aficiones al café con leche, a los melodramas (dramas que acaban bien) y al felino doméstico, al gato? Nadie ignora que el gato es el tigre casero. Es decir, una fiera; pero una fiera que dormita y se estira amablemente en el regazo de una vieja y en la tarima del brasero. «Gatos » nos llaman a los madrileños, con profunda atisbación psicológica.

Apenas conocida la mala nueva de la detención de Olózaga, varias personas se ponen en movimiento con objeto de salvarle. Varonil y enérgica, Mary Alicia va a ver a Saeta, para establecer contacto con Candelas. Balseiro y Cusó, a quienes no pudieron atrapar cuando el robo de la posada del Rincón, combinan un plan de comunicación con el prisionero.

Mas el alcaide de la cárcel de la Villa ha puesto todo su amor propio en que Luis no vuelva a escaparse, y refuerza la vigilancia alrededor de éste más aún que alrededor de Olózaga y de otros prisioneros de cuenta que tiene bajo su custodia.

Se hace preciso, pues, colocar fuera de combate al celoso alcaide. Un tóxico, vertido en su copa de vino por mano del ordenanza, previamente sobornado, le hace enfermar del hígado con vertiginosa rapidez y para mucho tiempo. Al punto pasa a ocupar el cargo vacante de la alcaldía el inferior jerárquico, el celador mayor de la prisión. Hombre este de muy distinta condición que el otro. Hombre tan sobornable, como el ordenanza, y tan prestamente sobornado como él.

A los pocos días de su encierro ya discurre Candelas a su antojo por los corredores y patios de la cárcel. Pero el nuevo jefe de ella no se ha comprometido ni mucho menos a facilitar la fuga de Olózaga, sino a proporcionarle la mayor libertad posible dentro del reglamento.

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Y respecto al ladrón, no ha accedido a otra cosa que a suavizar su suerte, permitiéndole salir de la indecente pocilga en que yacía.

El escribano masón, por su parte, se halla a las órdenes de los superiores arquitectónicos de la logia de los Escoceses, quienes, informados por Mary Alicia de los buenos servicios que el escribano puede prestar para la liberación de Olózaga, le han dado oportunas instrucciones. Los contrabandistas y un vigilante del penal, adictos, hasta perder la vida si fuese necesario, al señor Candelas, intervienen también en la complicada intriga que a favor de la salvación del conspirador se va urdiendo.

Por las noches, en el esquinazo que forma la plaza de la Villa con la calle Mayor, un pobre mendigo andrajoso, con negras antiparras, un parche en el rostro, el mustio can a los pies y en las manos la guitarra, rasguea monótonas tonadas. Algunas personas caritativas le dan limosna. Entre ellas, a eso del anochecer, el vigilante del penal amigo de Luis. El vigilante se acerca al pobre mendigo y le transmite las instrucciones dictadas por Candelas, al propio tiempo que recibe las noticias que el mendigo le da. Un rato después, aparece otra alma caritativa: Mary Alicia. Fantástica, ardiente y aficionada a los recursos teatrales, gusta de adoptar (sin ninguna necesidad de ello) variados disfraces. Una noche se presentó disfrazada de sacerdote, con un soberbio sombrero de teja, cuya longitud no sería menor de 75 centímetros. Rió mucho cuando el mendigo, que no es otro que el perilustre Antonio Cusó, hubo de quitarse las antiparras, rezongando malhumorado por no haber reconocido a través de ellas en el falso clérigo a la hermosa mujer. Otra noche, bajó de un bombé envuelta en una capa de pieles. Debajo de la capa iba desnuda. Antonio en este caso no se quitó las antiparras y prefirió hacerse el ciego auténtico, para confiar al sentido del tacto una comprobación de personalidad que cualquier sujeto de ojos sanos pudiera realizar con la vista.

El procedimiento contra don Salustiano de Olózaga marcha con lentitud. Pero marcha. Ya va mediado el mes de mayo y se hace urgente, indispensable, acelerar el término de la empresa. Un resorte importantísimo que hay que tocar es el de tener ganada a la fuerza militar que monte la guardia en la cárcel el día que se señale para la evasión. Difícil negocio. Las tropas que prestan este servicio en la cárcel de la Villa son, alternando en él, compañías del regimiento del Príncipe y Voluntarios Realistas. Con estas últimas no se puede contar, desde luego. Es necesario, por consiguiente, buscar el medio de comprometer en el asunto a algún oficial del regimiento del Príncipe.

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Mary Alicia y el hermano de Salustiano, José, acuden a un brigadier, íntimo amigo de los Olózaga, persona de influencia decisiva en el Ejército y en Palacio y a quien se debe fundamentalmente la marcha de tortuga que lleva el proceso. Mas la influencia de este general no alcanzaría nunca a obtener el perdón del conspirador ni a contrarrestar el poder casi absoluto de la voluntad de Calomarde.

El joven brigadier, don Luis Fernández de Córdova, lucha desde que encarcelaron a su amigo Olózaga entre dos obligaciones o, mejor dicho, entre dos tendencias íntimas, equilibradamente imperativas. La de salvar a Salustiano y la de no quebrantar su deber militar, y aun sus sentimientos políticos, que no son, por ahora, nada liberales. En tal estado se hallan las cosas cuando le llega a Mary, de parte de Candelas y por conducto del falso mendigo, el consejo de que se pongan al habla con el capitán del regimiento del Príncipe don Rafael Santisteban, espíritu progresivo amigo de las luces y hombre de corazón.

Enterado Santisteban de todo el asunto, se presta en el acto a favorecer la evasión de Olózaga. Pero como a su compañía no le tocará prestar servicio en la cárcel de la ella hasta primeros de junio y la fuga del recluso ha de verificarse antes del 25 de malo, día ya señalado para la vista de la causa, resulta forzoso buscar la manera de que anticipe la fecha de entrada de guardia en la penitenciaría. De lograr este cambio de turnos en el servicio es de lo que se encarga y consigue, mediante una hábil estratagema, el brigadier Córdova.

La noche elegida para la evasión es la del 20 al 21 de mayo.

Esta noche llega como las demás del año, del siglo, de los milenios, sin otra dilación en su avance sideral que el retardo con que la impaciencia de algunos corazones parece, a su pesar, detenerla.

Mas no la detienen ni la azuzan. Ella necesita de un tiempo invariable. El acostumbrado para sus atenciones de representación y atrezzo. En barrer y fregar los hemisferios terráqueo y celeste y tirar el sol y sus mondas de claridad a la alcantarilla; en fregar con un poco de engrudo las lentejuelas de luceros y estrellas y, sobre todo, en colocar la luna en su sitio -con la cabeza bien lavada y los dientes bien frotados con el dentífrico- se emplean varias horas, inalterables en magnitud.

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La parte posterior de la cárcel de la Villa es la destinada a los presos y ocupa la mayor porción del vasto perímetro cuadrangular, cuyo fuerte cae a la plaza de aquel nombre. El viejo caserón, del tiempo de los Austrias, contiene varios patios, separados por anchos corredores de pétreos y espesos muros; una planta subterránea con calabozos y otras dos en las que se hallan instaladas, en la parte de delante, oficinas y dependencias, y en la posterior, más calabozos, la capilla y las habitaciones de la enfermería.

Lindando con el último patio hay una larga y renegrida galería abovedada, a la que confluyen dos corredores, terminados por una escalera y por sendas verjas -formidables- de hierro. Sobre las verjas, grandes faroles cuadrados expanden inmóvil luminosidad amarillenta. La luz de los faroles se estrella contra el techo y las paredes. Parecen helarse sus radios de luz en un frío cuajarón de silencio. Los barrotes de las verjas proyectan la negra geometría de sus trazos sobre el suelo.

Delante de cada verja hay un centinela.

La galería abovedada tiene hacia su parte media un viejo portón con plancha de hierro, clavos remachados y doble cerradura. A los laterales del portón y dando también al patio, se abren dos ventanas con reja y sobre ella tupida alambrada polvorienta. De trecho en trecho alumbran la galería mezquinos reverberos de aceite colgados de la pared. El patio, que es el último del fondo del edificio, da al callejón del Salvador, del que le separa un muro de tres pies de ancho y veinticinco o treinta de altura. Otra puerta, grande también, ferrada y claveteada, comunica ya directamente con el callejón. En el ángulo de la izquierda del patio se levanta una chabola de adobe con una habitación y una cuadra. En la habitación es donde guarda el ejecutor de la justicia el instrumental y todos los arreos de su oficio: hopas, corozas, cuerdas y los clásicos serones. Estos serones de recio esparto, embadurnados de negra pez, son los que sirven para llevar a rastra hacia la horca a muchos reos de muerte. Tal procedimiento de traslación, verdadera exquisitez de abyección y de rencor fiscal, apenas se usa ya. Ahora se conduce a los condenados a muerte sentados a horcajadas sobre un asno, con las muñecas sujetas fuertemente por esposas de alambre, los pies con traba de soga por bajo de la panza del borrico, la hopa amarilla vistiendo el cuerpo del reo y entre los dedos agarrotados de éste un crucifijo. En la chabola se halla la cuadra del apacible jumento. En medio del patio, un pozo con su aparejo alza bajo la claridad de la noche su silueta patibularia.

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En el fondo del pozo yace caída la luna.

La noche -clarísima, pura- abocina cierto temblor primaveral en el aire. El capitán Santisteban recorre los puestos.

El capitán Santisteban va retirando, uno a uno, los centinelas de dentro de la cárcel, cuya presencia en la galería, los corredores y el patio resultaría indiscreta. Poco antes, al verificar la ronda exterior, sustituyó al soldado que fusil al hombro custodiaba la puerta del callejón del Salvador por otro soldado de la entera confianza del capitán.

El santo y seña «España y Constitución» será el único sésamo a que atenderá el guardián. Pero cualquier persona que pronuncie esas palabras encontrará inmediatamente el paso libre y la protección decidida del centinela si la necesita.

-El paso libre sea a quien sea -ordena el oficial, recalcando intencionado la frase-. ¿Comprendes?

-Sí, mi capitán. Comprendo. Sea quien sea -recalca también el centinela.

La misión del noble y resuelto Santisteban termina con estos actos. Ya no le queda otro quehacer sino esperar tranquilamente los acontecimientos. Cuando el oficial se retira al cuarto de guardia suenan las doce en el reloj de la parroquia del Salvador. Apenas cesa de sonar el reloj se oye un tenue silbido hacia la parte del callejón. Es la señal convenida de que fuera esperan los amigos.

Al oírlo, don Salustiano de Olózaga da un salto sobre su sórdido camastro. Llevaba largo tiempo esperando este minuto. Sale del lecho, ya vestido, y, rápido y nervioso, empuja la puerta de su calabozo. La puerta cede. Como se le advirtió de antemano, esta puerta no estaba cerrada con llave ni tenía el cerrojo echado.

Olózaga, lleno de ansiedad y de zozobra, palpitante, se lanza al pasillo.

A los cuatro pasos se le aparece un hombre entre las sombras, que le dice en voz baja:

-No hay centinelas. Al celador de la crujía le hemos encerrado en un calabozo. Vamos deprisa.

-¿Y el centinela de la verja?

-Lo ha quitado del puesto el oficial de guardia. La verja está abierta. Sígame.

-¿Es usted el emisario del general Córdova?

-No, señor. Yo soy Luis Candelas.

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-¡Luis Candelas!

He aquí un nombre -eufórico, rotundo- que, sin duda, no carece de importancia. Lo prueba el espontáneo sobresalto que experimenta Olózaga al oírle. Y la obsequiosa deferencia que sigue al sobresalto. En medio de la semioscuridad que rodea a los dos hombres, ambos se miran. Dirige el político su mirada sobre el bandido. El bandido la desvía con la suya, finta de esgrima que los deja a los dos un segundo al descubierto. Espacio bastante para que brote en ambos pechos y bajo los aceros crueles de los ojos una simpatía cordial. En otras circunstancias, al solo nombre del alfil de la ganzúa, hubiera retrocedido, desconfiado y cauteloso, el alfil de la retórica. Ahora, en cambio, los dos hombres, solidarizados en un mismo sentimiento, se estrechan la mano. Una vez más la vida se complace sarcásticamente en ligar en un solo haz muy diversos valores morales. Con desconcertante eclecticismo.

Los dos presos avanzan, bajan las escaleras, que terminan en la verja; empujan ésta, y avanzan por la galería abovedada. Nadie les sale al paso. A nadie encuentran. En la galería otro hombre -el jovenzuelo ordenanza del alcaide- se afana pretendiendo abrir el portón que comunica con el patio. Pero son débiles sus músculos para tamaño esfuerzo, aunque trabaja con verdadero afán. Candelas se aproxima al muchacho, toma sus llaves y, ayudado por Olózaga, franquea en un momento aquella salida. Sólo falta ahora abrir el otro portón, el que da acceso ya directamente a la callejuela del Salvador. La cosa no puede ser más fácil. El capitán Santisteban, al hacer la ronda, descorrió la doble llave de la ferrada puerta y el enorme cerrojo. Circunstancia que, naturalmente, no ignoran Candelas ni Olózaga, a quienes Santisteban se lo ha hecho saber por separado. De modo que no hay más que atravesar el patio y hacer girar el batiente del portón para encontrarse en plena calle y en plena libertad.

Olózaga se dispone a cruzar el patio.

-Vamos, amigo. Vamos deprisa -exclama, incitando a Candelas.

Pero éste permanece inmóvil.

-Huya usted, don Salustiano -dice-. Ya sabrá el santo y seña, ¿verdad?: «España y Constitución».

-¡Cómo! ¿No huye usted conmigo?

-No, don Salustiano. El capitán de guardia no podía consentir en facilitar otra evasión que la de usted, y yo le he dado mi palabra de permanecer en la cárcel.

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Olózaga, cuyo primer brinco le ha puesto en medio del patio, al lado del pozo, se para y mira sorprendido a Luis. Un impulso generoso le detiene:

-Si es así, no me escaparé yo tampoco -exclama, retrocediendo hacia la galería.

Pero Candelas replica con acento conminatorio, casi brutal:

-¡Usted se marcha ahora mismo! Y no tema. Yo le aseguro que antes de dos días estaré también en la calle.

En este crítico momento surge un episodio que por poco da al traste con el propósito de los reclusos y hace fracasar la fuga del político.

Unos celadores que jugaban a los naipes en una habitación próxima al segundo corredor de la galería oyen algún ruido sospechoso, y al darse cuenta de lo que ocurre abandonan el magnífico tute que jugaban y corren a impedirla evasión. Como energúmenos se precipitan en el patio. Son cuatro los celadores y todos menos uno llevan sable. Este uno no lleva sable, pero lleva pistola. Los cuatro hombres rodean a Olózaga, que es el que más próximo se halla a la salida, con los sables desenvainados. El de la pistola dispara un tiro. Rápido, valeroso como un león, Candelas se arroja sobre el que dispara y cuerpo a cuerpo, a puñetazo limpio, lo hace caer al suelo, arrebatándole el arma. Apenas lo ve caído, saca la pistola que él también lleva amartillada y dispuesta en el bolsillo, y apuntando a otro de los acosadores de Olózaga la descarga casi a quemarropa. Lo hiere levemente; los otros celadores se aturden, gritan, dan voces de alarma y proporcionan a don Salustiano la ocasión de aproximarse a la puerta. Sin embargo, seguros los carceleros de que pronto acudirán los centinelas en su auxilio, cortan la retirada de aquél a tiempo de resonar en el aire, vibrante, metálico, un grito imperioso, lanzado por Candelas:

-¡Huya enseguida, don Salustiano; corra!

Olózaga avanza resueltamente hacia la puerta. Candelas, mientras, amartilla su pistola para el segundo disparo. Los tres guardianes, que observan con inquietud la maniobra de Luis, no saben qué hacer. Éste es, justamente, el instante en que Olózaga saca de debajo de la capa, con la mano derecha, un precioso puñal damasquinado y con la mano izquierda una bolsa repleta de monedas.

Rasga la noche su célebre grito:

-¡Paso libre! ¡Onzas y muertes reparto!

La bolsa cae a los pies de los sayones, desparramando por el suelo rubias peluconas.

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Las rubias peluconas brincan saltarinas sobre la piedra como acróbatas desnudas sobre la pista del circo.

El centinela que monta la guardia en la calle del Salvador, al oír las voces y el tumulto, empuja el portón, dejándole entreabierto.

Los celadores ya no se ocupan de otra cosa que de arrastrarse por el pavimento recogiendo monedas.

El fugitivo gana la calle de un salto, previa la consigna espetada al centinela: «España y Constitución».

Pocos minutos han transcurrido cuando ya Olózaga se encuentra en el interior de su carruaje entre los brazos de Mary Alicia. El cochero es Postigo. El lacayo, Saeta. El doncel y la bella se encaminan a un paraje donde los espera don José, el hermano de don Salustiano. Y a las veinticuatro horas los amantes dichosos, convenientemente disfrazados, salen para Francia.

Como le había prometido a Olózaga, Candelas, a los dos días exactamente, se escapa de la cárcel de la Villa. Montada ya la máquina de las fugas, la empresa no fue difícil.

El gobierno destituye al alcaide enfermo y al saludable celador mayor. La recompensa crematística que éste obtiene por sus buenos servicios libertadores le consuela de la pérdida de su cargo y colma sus mejores deseos.

En cuanto al bravo Santisteban, nadie se atreve a exigirle responsabilidades. Su apoyo y defensa son las sociedades secretas liberales del Ejército, que, aunque son mucho menos numerosas que las absolutistas (ya empezadas a designar con el nombre de «carlistas»), por este tiempo van tomando fuerza y prestigio. Sobre todo en algunas ciudades de España: Madrid, Valencia, Bilbao, Cádiz.

De la evasión de Luis Candelas no se entera casi nadie. Las autoridades mantienen oculta la noticia, y Madrid, tranquilo, descansa libre de pesadillas, en la seguridad de que el célebre ladrón se halla imposibilitado de hacer de nuevo el fantasma por los sótanos, armarios y chimeneas caseros, lo mismo que los demás personajes de su cuadrilla.

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Esta pública tranquilidad no está exenta, a pesar de todo, de cierta generosa melancolía. El hecho de que el bandido famoso, tan admirado en el fondo por casi todos los madrileños, se halle en la cárcel como cualquier malhechor provincial es algo que duele y despecha a sus románticos paisanos.

De los individuos de la banda están sueltos y libres los principales. Pero el jefe comprende la necesidad de dar una tregua a sus contumaces tareas y dedicar algún tiempo al examen introspectivo de sus morbos sentimentales.



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ArribaAbajo- XI -

Clara y la perla de Valencia


Claro amor de Clara se clarifica hasta un grado insostenible en la sensibilidad de su devoto.

Tal ausencia de turbiedad invita a beber con miedo. O a no beber en absoluto, si nos asalta la sospecha de que es lámina de espejo lo que parece en realidad linfa sin sombra. Un amor que no se defiende; que no prepara emboscadas ni provoca batallas; que no opone resistencia a los golpes; que cuando el florete enemigo amenaza con su aguda punta, en vez de retroceder adelanta sin temor el tórax, y dice: «hiere»; un amor así, hecho de abnegación, de perdones y de dulzura, es el único capaz de vencer el gélido egoísmo del amor donjuanesco. La quiebra del pecado es la inocencia, como la quiebra del crimen es el perdón.

Al propio Don Juan ya sabemos que no pudieron vencerle las mujeres astutas, las coquetas, las pasionales, las lúbricas. Le venció, en cambio, una forma del candor convertida en mujer, en niña. El candor es la vía de las mejores posibilidades de ultratumba, de la salvación inclusive. Leonor, Inés, Beatriz, Isabel, Elvira son repeticiones ligeramente diferenciadas de un mismo tipo de mujer. Del tipo ya casi sobrenatural, preangélico. El tipo del «bello ángel de amor que amor inspira», tan grato a Pepe Espronceda.

En estos años de pleno romanticismo el amor busca sus teoréticas profundas en todas direcciones, pero singularmente en dos, a saber: la angelical y la satánica. Por toda Europa circulan modelos de ambas clases, «bellos ángeles de amor» y «mujeres fatales» o «vampiresas». La sociedad produce maravillosos ejemplares de dichos modelos, y los industriales literarios los fabrican al por mayor de todos precios y jerarquías para las necesidades del consumo.

Las vampiresas suelen estar más de moda en Francia e Italia. Los celestes serafines femeninos, en Alemania y España.

Clara María pertenece absolutamente a esta categoría ideal. Así, al menos, lo cree Luis. Y mientras no llegue el desengaño, que -según afirman los técnicos- nunca falta, no hay por qué sacarle de su error.

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Decidir hasta qué punto tal tipo angélico de mujer puede resultar monótono y aburrido al espíritu mezquino de los hombres vulgares no es tema que -precisamente- necesitemos desarrollar en esta ocasión.

Luis Candelas no tiene nada de vulgar ni de mezquino. Hombre de excepción, reacciona en el amor a finos y exquisitos acicates. Por tanto, el estrago máximo de que su alma es susceptible en «materia» sentimental lo ha de promover un amor como el de Clara. Un amor dato, de resplandor angélico. Un amor puro, sencillo, idealista, abnegado.

Al lado de su novia experimenta el joven facineroso una paz interior, una sedancia anímica que jamás experimentó junto a ninguna otra mujer. Desgraciadamente, no le es posible ir a ver a su amante todos los días -en estío, por las noches; en invierno, por la tarde- porque las ocupaciones a que tiene que atender son muchas. Y muchas también las precauciones extraordinarias que ya le va siendo preciso tomar. Además, tampoco sabe, ni quiere, prescindir de su otra vida chulesca, de hombre de trueno, de jarifo, de castizo. Si se pone el sombrero de copa alta un par de horas cada día, necesita en compensación tocarse con el calañés otras cuatro.

A medida que pasa el tiempo, la situación en cuanto a su noviazgo va siendo más insostenible.

A don Casimiro empieza a extrañarle la inaudita complicación de los negocios del señor Álvarez de Cobas. De continuar enredándose como hasta aquí, el matrimonio con Clara y la marcha de la familia de ésta -don Casimiro y doña Adelaida, total- a las haciendas del yerno perulero no se lograrán jamás. Don Casimiro se halla, pues, muy escamado, y con razón.

En cambio, doña Adelaida no duda nunca de las buenas palabras de Luis. No se le ocurre siquiera dudar. Comprende la buena señora que los negocios no se resuelven así como así. Cualquier asunto que se gestione en los despachos u oficinas del Estado tarda muchísimo tiempo en resolverse. Enseguida juegan en estos asuntos el interés de unos, la indiferencia de otros y, sobre todo, los sucesos y eventualidades imprevisibles de la política, la cual desplaza, al azar de sus grandes batudas, funcionarios, planes, gestiones y expedientes.

Los cuatro años que han transcurrido, largos y dilatorios (pues nos hallamos ya en el año 35), sin arreglarse los negocios hacendísticos del futuro yerno, se le   —341→   antojan a doña Adelaida plazo corto para lo que suelen tardar en terminarse esta clase de pleitos. ¿Tiene él, pobre muchacho, la culpa de que el año 32, cuando ya iba por la posta el asunto, saliese del gobierno don Tadeo Calomarde y, obligado el ministro a buscar un refugio en Francia, olvidase firmar los documentos oportunos accediendo a las justas reclamaciones del señor Álvarez de Cobos? ¿La tiene de la muerte del rey Fernando VII, acaecida el año 33, nuevo obstáculo entorpecedor de la buena marcha y término del litigio? Y el año 34 tampoco fue posible hacer nada, porque ya ardía vorazmente la guerra civil del Norte. En fin, que no le cabe a Luis responsabilidad ninguna en el aplazamiento de la boda y la marcha de todos a América. Verdad es que, como afirma don Casimiro, los chicos podrían casarse y esperar casados en Madrid la solución de los negocios del marido. Pero Luis no quiere. Desea, aunque haya que aguardar un poco más, inaugurar su vida matrimonial con la holgura y el lujo que corresponde a su posición. Y ya no puede tardar el justo acuerdo de ponerle en pleno dominio de sus bienes.

El año 35 don Casimiro y su familia marchan a Valencia, por haber sido el cabeza nombrado para una comisión en la capital mediterránea. La señora tía invita al novio de su sobrina a que se traslade también a Valencia, puesto que -palabras textuales-, «con la lentitud que van las cosas, lo mismo pueden tardar en solventarse un año, o dos, o cuatro, y si está de Dios que todo salga bien, igual da que (el joven) mida en Madrid que fuera de Madrid». ¡Enternecedora ingenuidad y buena fe la de la excelente doña Adelaida!

La vida de Candelas durante el período 1831-1835 toma un aire gris, desdibujado. Falto de los relieves y escandalosas anécdotas acostumbradas.

Los historiadores que en sucesivas épocas traten de esclarecer la vida y milagros del héroe deberán proceder con cautela al examinar este período. Si no lo interpretan acertadamente se hallan expuestos a creer en la inactividad absoluta del protagonista durante el lapso. O a suponer que, arrepentido tal vez de sus pretéritas hazañas, ha tomado la senda de la virtud y alguna estrecha celda en la Cartuja. No, ¡por San Dimas! Nada de esto ocurre. Estos años de aparente oscuridad los ha consagrado, como los anteriores, a las manipulaciones del Alivio y a las prácticas constantes del Arte de Birlar.

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Lo que acontece es sencillamente esto: Luis se evade -¡también!- de su biografía. Ni más ni menos. Igual que si el montón de cuartillas de su historiógrafo fuese una Audiencia española, una cuerda de forzados camino de presidio o una cárcel de Madrid.

El genio es así.

Candelas, por otra parte, se halla tan bien educado que no quiere parecer descortés con nadie y menos con sus historiadores. Les presta su asistencia, se esfuerza en darles pruebas evidentes de sus facultades de ladrón, de la habilidad con que sabe escapar de cualquier mazmorra, sea de pétreos muros o de frágil papel. Por eso se le fuga de pronto al biógrafo durante varios años. Y luego reaparece tan famoso, en la ciudad levantina.

Varios meses llevan Clara y los suyos en Valencia cuando el novio se traslada a esta población. Necesita oxigenar sus pulmones líricos con el aliento puro de su amada. Las entrevistas que ahora celebran bajo la luz mediterránea devienen coruscantes. Es ahora cuando más se advierte esta especie de nimbo celeste y diáfano que no hay otro remedio que llamar «la claridad de Clara». Claridad, sin embargo, llena de espejismos. Claridad engañosa, pues no continúa inalterable a través de cualquier prisma y hasta se muestra al exterior desplegada con orgullo profuso de colores, como la cola del pavo real.

La risa de Clara canta mejor en Valencia. Brota en gorjeos límpida y sensual. Los nuevos tonos de la pasión se cuecen en el horno mediterráneo y bullen con peligro de estallido en el corazón de Luis. Mas no nos engañemos. Luis no llega tampoco, en el amor más grande de su vida, que es este que experimenta por Clara, a las altas presiones del romanticismo. Temperamento mixto, preponderantemente dionisiaco, la atmósfera levantina excita más su medula que su corazón, aunque el camino de las voluptuosidades de aquélla cruce y se detenga con delectación idílica en las emociones de éste. Clara y Luis se aman frenéticamente en Valencia. De novios pasan a ser amantes en el breve espacio de un escalofrío. La desnudez de las formas, de todas las formas, las de la fantasía y las de la materia viva, embriaga los ojos y los músculos del animal enamorado -poetizado-, «sentimental, sensible y sensitivo».

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Junto a la sensualidad ardiente, la melancolía de las ideas. El malhechor empieza a perder en un punto -punto de perdición- su moral fundamental. Siente vagos anhelos de evolución, de rectificación. «¿Por qué no confesar a Clara -se pregunta con sospechosa frecuencia- quién soy? ¿Por qué no descubrirla lealmente todo mi pasado? Estoy seguro de que ella me perdonará. O no existe afecto verdadero y profundo sobre la tierra o, si existe, ése es el que siente Clara por mí».

(Como se ve, los pensamientos de Luis se deslizan capciosos por el tobogán de lo quimérico. Y no porque no sea, en efecto, Clara capaz de perdonarle y aun de no importarle demasiado la conducta pasada de su amante, sino porque sobre el supuesto teórico de la existencia de afectos verdaderos en el planeta no se debe asentar nunca, arriesgándola, la fábrica de nuestra propia felicidad.)

Taciturno ponen a Candelas sus frecuentes soliloquios. De poco tiempo a esta parte, pertinaces y oscuras ideas asaltan su cerebro. Dijérase que su cerebro era mensajería que corre por un camino real, y sus melancólicos pensamientos, bandoleros de partida serrana que le asaltan...

Al cabo de varios meses de dudas, luchas internas y hondas reflexiones, un proyecto surge y se perfila en el ánimo. La decisión de abandonar cuanto antes su peligroso oficio. Después de cerca de doce años de ejercicio profesional activo, es menester pensar en la retirada. Acaba de cumplir treinta años. Ama y es amado. La vida con Clara fuera -de España puede ser tranquila y dichosa. El cambio radical de conducta, de país, de nombre y de costumbres le harán zambullirse sin molestia, quizá hasta con placer, en el seno de la vida pundonorosa, en el manso gremio de los ciudadanos honorables. Mas para realizar este proyecto necesita, ante todo, reponer su bolsa. Tres o cuatro buenos «golpes» o uno solo superlativo proveerán al empeño, apropincuando el capital indispensable en el montaje de la obra regeneradora.

Un día aparece en Valencia Mary Alicia.

Se presenta alegre, pimpante, lozana. Pero también triste, desmejorada, neurasténica. Ambas series de aspectos son perfectamente compatibles en la individualidad contradictoria -en lo más vital, masculino y firme- de la caprichosa amazona, de la gentilísima ¿virago? Virago, sí, ma non troppo. Capaz de súbitos delirios por el amor un hombre. Tan pronta a calzarse las espuelas y tomar el látigo como a sollozar -una pasión marchita al compás giratorio de la rueca.

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Se halla alegre, pimpante, lozana.

O, más bien, triste, desmejorada, neurasténica.

Sus amores con Olózaga han tenido un fin lamentable para ella. Le acompañó en la emigración, estuvo en Bayona y en Burdeos, donde trabó conocimiento con muchos españoles llenos de amor por la libertad y de tristes penurias. El bolsillo de la dama acudió a remediar la miseria ajena y a nutrir de savia económica multitud de conspiraciones políticas. Todas absurdas y abortadas en sus comienzos. La bolsa de Mary Alicia acabó por agotarse. Entonces don Salustiano la consoló con una maravillosa frase retórica. Con un tropo soberbio; y se marchó a París. Quiso seguirle ella. Pero el desengaño amoroso más humillante la detuvo cuando ya se disponía a tomar la diligencia. ¡El joven Salustiano se había largado a París con una mujer! Altiva y lastimada en lo profundo de su orgullo, Mary Alicia escribió al tránsfuga multitud de cartas. Cartas violentas y patéticas. El caballero la contestó desde París, al cabo de mucho tiempo, con un discurso irreprochable. Precioso. Elocuentísimo. La hablaba en él de «los designios inescrutables de la Providencia», de «las fatales contradicciones del corazón humano» y de los «bálsamos de paz y de olvido que una amistad desinteresada puede verter en los corazones», etc.

En vista de todo esto, a la dama se la pasó el amor por Salustiano de improviso. Cruzó los Pirineos y aceptó compartiéndola la pasión amorosa de un coronel carlista. La libertad y sus paladines habían producido tan hondas amarguras y decepciones en la acuciante sensibilidad de Mary que ésta se pasó al enemigo. Volviose como un girasol al astro rey del absolutismo, entonces fúlgido, esplendoroso en la corte de Estella. Con el coronel hubo un hijo que vivió apenas quince días. El coronel pereció luchando heroicamente en una batalla y su bella amiga se trasladó a Madrid. En Madrid gastó las últimas monedas de su antigua inmensa fortuna. Y ahora viene a Valencia, siempre móvil y aventurera, a celebrar unas conferencias reservadísimas con el obispo y con otras personalidades afectas a la causa de don Carlos.

Mary Alicia y Candelas charlan amistosa, larga, cordialmente.

Por Mary se entera su amigo de la muerte del marquesito de San Telmo, acuchillado por un rufián al salir de un baile de máscaras en el teatro de la calle de la Sartén. Otras muchas noticias y comentarios se cruzan entre los dos viejos amigos, cuya   —345→   mutua aventura amorosa se esfumó en sus almas dejando apacibles rescoldos de camaradería y fraternidad.

Extraña podrá parecer a cualquier lector mal informado del pintoresco carácter de la época una amistad entre dos personas de tan distinta condición social como una señora distinguida y un bandolero conocido y reconocido públicamente como Luis Candelas. El hecho, sin embargo, no tiene nada de particular. Candelas no es otra cosa, ni significa otra cosa, en la pantalla espectacular de su tiempo, que un personaje romántico. Ha destacado con silueta romántica y esto basta. Su leyenda (y realidad), señoril y maja, rebelde, «satánica» y galante, le hace figurar en el primer plano de la notoriedad con igual relieve, ya que no con igual derecho, que otra figura prestigiosa cualquiera: un poeta, un general, un torero, un político. En estos años de desbarajuste caleidoscópico en la vida española todos los valores morales o materiales se cotizan con arreglo a una sola norma: el romanticismo.

Por eso el juez que encima del estrado de la Audiencia pediría la pena de muerte para Candelas, en la penumbra de un rincón de café o a plena luz del día, en el Prado o en la Puerta del Sol, le da la mano y le trata como amigo. Las más linajudas señoras presumen de su amistad clandestina con el bandolero, aunque ello no sea cierto.

Hay que tener en cuenta para comprender tal estado de costumbres, tan subversiva mezcla de valores, el carácter genérico de la época y la psicología nihilista y antisocial del español. Además, al bandido madrileño le adornan muchos rasgos novelescos y bondadosos. Nunca se tiñó las manos de sangre ni deja de remediar pródigamente las necesidades del desvalido. Educado, fino por temperamento, no falto de cierta ilustración, gallardo y simpático, a nadie repugna, en verdad, ni por su estructura mental ni por su talante físico.

Para ser grato al buen indígena de Madrid tampoco le faltan condiciones. Alterna los papeles de dandy y de chulapo, dualidad que seduce al verdadero madrileño, el cual, si es señorito, tiende a imitar los dichos y algunas costumbres del pueblo, y si es hombre del pueblo, tiende a subrayar con detalles de señoritismo sus maneras y su vida. El verdadero madrileño viene a ser un tipo de encuentro de dos clases sociales, la más elevada y la más humilde.

La sociedad española de la primera mitad del siglo XIX presenta en muchos aspectos enormes contrastes. Complacencias increíbles al lado de intolerancias inauditas.   —346→   La atmósfera creada alrededor de un tipo como Luis Candelas explica perfectamente la impunidad con que éste pudo ejercer su anómalo oficio durante mucho tiempo. Y la protección y auxilio que le prestaban personajes de alta posición social. Así pudo realizar audaces empresas, evadirse de las prisiones y, en fin, chancearse cuanto quiso de las autoridades y de la policía.

Pero, como es natural, un estado de cosas tan abusivo había de cesar alguna vez. La hora de la liquidación, hora trágica para los despreocupados y los cínicos, tenía que llegar, a pesar de las elasticidades maravillosas del romanticismo y de la promiscuidad favorable a la aventura de la vida española.

Hasta el otoño del año 36 permanece Candelas en Valencia. Consagrado al amor pleno, espiritual y erótico de Clara; al juego del billar, en el que es un consumado maestro, y al ocio. Un ocio que ya le pesa en el alma y en el bolsillo.

También experimenta la nostalgia de la Puerta del Sol o, mejor dicho, de los arrabales cortesanos y de sus alegres frecuentaciones gallofas. Todo esto lo siente con fuerza máxima desde que ha decidido dar muy en breve un corte definitivo a su vida de hombre malo.

Clara, doña Adelaida y don Casimiro no volverán a Madrid hasta los primeros días del año venidero.

Luis resuelve regresar antes. Necesita preparar los dos o tres buenos golpes, productores de los quince o veinte mil duros que ha calculado para el exilio con su amante y para la organización de una nueva vida fuera de España.

Aun cuando todavía no ha revelado nada a Clara de su auténtica personalidad, se halla seguro de que su dulce queridita sabrá absolverle y aceptar sus planes. Es preferible dar este paso de confesión estando todos en Madrid. En el momento oportuno preliminar del rapto y fuga, cuando toquen a vísperas del salto funambulesco desde el centro de España hasta el ombligo de Inglaterra.

Saldrá pronto de Valencia. Pero antes quiere dejarla algún lindo recuerdo de su tránsito por ella. Además, la conciencia profesional le remuerde. A sus activas manos de siempre les acometen calambres. Tantos meses sin realizar el menor ejercicio de dedos le hacen perder digitación, como les ocurre a los pianistas cuando abandonan el teclado. Su retina padece alucinaciones constantes al simple contacto con el espectáculo del dinero ajeno, ricas alhajas u objetos de valor. Un vértigo se apodera del   —347→   ladrón ocioso a la vista de los tesoros soberbios de que son pródigos los escaparates de las joyerías valencianas. El vértigo le obliga a un movimiento convulsivo de manos, afanosas por atrapar algo. Impulsos irresistibles.

Una mañana, paseando por una calle céntrica de Valencia, se para por casualidad delante de la vitrina de una joyería. La joyería mejor de la ciudad y una de las mejores de España.

Se para a acariciar amorosamente las hermosas joyas. Al poco rato la alucinación visual surge inevitable. Advierte con sorpresa que desde el escaparate una pupila azul le mira fija. Ojo escrutador. Ojo de color azul turquí, guiñador, misterioso y maléfico, como cuando, colocado bajo el arco ciliar de la sirena, atraía a su mítica gruta el candoroso nauta pelasgo. Pero como el mito gentil no puede -al menos no debe- triunfar -escandalosamente- en la vitrina de un mercader hispano y católico, al lado del ojo de sirena se ve un crucifijo. El crucifijo preside el muestrario del escaparate. Es un crucifijo de ébano con su Salvador del mundo en plata oxidada y los extremos de la cruz en marfil. El Salvador del mundo se halla encogido en su pequeña cruz, menudo y breve. Del tamaño minúsculo necesario para que agonice, acaso, pendiente de rica gargantilla entre los montes calvarios de alguna hermosa devota. Luis pasa revista a las alhajas, se embriaga en su contemplación. Con las pinzas de los párpados prende luceros de aquella constelación resplandeciente. Los toma y los deja. Engarza y desengarza piedras preciosas. Las acaricia y las valúa. Un estuche a medio abrir deja salir entre sus valvas un coral, en mueca de burla, como si el estuche sacase la lengua al espectador. El espectador se irrita y le amenaza con el puño. Es inútil. Dos arracadas gemelas, dos líricas aguamarinas, le invitan a la calma y a la deleitosa contemplación de sus luces. Un ópalo. Cerca un brillante encendido en chispas. Deliciosas leontinas. Relojes, repeticiones, sabonetas, tréboles. Flechillas de oro para prender blondas sobre ufanas cabelleras femeninas. Un puñalito damasquino avanza al primer término del escaparate, como si fuese un tenor dispuesto a cantar una romanza. Le rodea el coro. Coro de vírgenes rubias en el proscenio de la ópera. Y en medio del coro, haciendo bis al tenor, la tiple, una linda perla rosa. Rossina, como la frívola y coqueta Rossina de El barbero de Sevilla. El observador, ' alucinado, recuerda por inconsciente asociación de ideas a la prima donna Salvini, también coqueta, perla rosa y frívola. La perla rosa -ejemplar raro toda perla de este   —348→   color; toda Rossina de tan bello y exquisito matiz; toda Salvini-, la perla rosa, ya lo hemos dicho, se halla sola, en medio y delante. Suelta. Rodeada del coro de las otras perlas de infinitas coloraciones: grisáceas, negras, opalinas, con puntitos dorados...

Al ascender a tal grado de contemplación, de absorción absoluta, el ladrón ya no es un ladrón, evidentemente. Es un poeta. Un poeta que ama y ansía y quiere hacer suya a una prima donna. Cosa nada excepcional por cierto. Al contrario, muy vista y frecuente en el gran escaparate de joyas vivas y muertas de la galantería mundana. Nuestro poeta raptará a Rossina. Para ello toma sus medidas y procede a los preparativos.

Ahora, que nuestro poeta, en su papel de seductor, es hombre original. Así, en vez de proveerse de amables regalos, lazos de seda o cedulillas del Tesoro, se provee nada más que de un poco, muy poco, de pez.

Eso le basta. Una mañana, con esta simplísima y oculta pringue en el dedo anular de la derecha, el señorito, peripuesto, galán, muy engallado y displicente, empuja la puerta del camarín, esto es, la cancela de la tienda, y penetra en la joyería.

Hay en ella varias personas. Señoras, caballeros.

El comerciante, digno similar hebraico de su colega Jacob, el del matritense callejón del Infierno, acude solícito a servir al nuevo cliente.

-¿Qué desea el caballero?

-Deseo ver perlas sueltas. Aquellas perlas grises... Aquella perla rosa...

Al poco rato resplandece ante su vista, sobre el mostrador, la colección magnífica de perlas.

El joyero le va señalando el mérito particular de cada una: esa sexualidad indefinible de la perla, que se llama el oriente, cuyo orgasmo de brillo no se produce sino por el ejercicio de un amor incestuoso, al contacto de la perla madre y del nácar. El mercader alaba sus espléndidos guisantes con la voz persuasiva, la sonrisilla inmoral de quien en vez de joyas vendiese otra cosa: injusticias o pornografías. O pecaminosos objetos de lujuria, pezones, labios, botones de Venus -ojeras y nucas-, como los que se ofrecen en los lupanares.

Al tomar el joyero, delicadamente entre sus dedos, la sin par perla rosa, baja la voz emocionada y cuchichea:

-Una maravilla, señor. Oriente purísimo. La adquirimos hace un mes en tres mil napoleones.

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El caballero la coge, la mira. La observa con atención. La deja luego, fingiendo indiferencia, y se pone a examinar otra perla. Manipula con todas ellas, examinándolas despacio, como hombre entendido. Pide una lupa. El joyero se vuelve un momento para sacar la lupa del cajón de un armario que tiene detrás de sí. Un par de segundos, quizá menos de un par de segundos, ha tardado el joyero en volverse hacia el armario, abrir el cajón, extraer la lente, girar hacia el mostrador y entregar al joven el objeto pedido.

El joven, lupa en mano, observa otras perlas, oponiendo objeciones y reparos. Como al parecer ninguna le gusta por completo, corta con fina amabilidad la insistencia mercantil del dueño del establecimiento y se dispone a marchar.

El dueño recoge las alhajas; las cuenta y pasa revista. Es entonces cuando advierte la falta de la perla rosa. Alarmado, vuelve a contar y a revistar. Palidez mortal empieza a decolorar su rostro. Con un grito, con un ademán, detiene a Luis. La indignación y la sospecha tiemblan en su voz. Reclama, amenazador, ceñudo, su joya. El cliente finge enorme extrañeza. Las personas que hay en el establecimiento, sorprendidas, curiosas, prestan atención al diálogo entre el joyero y el joven desconocido. Éste protesta vivamente de las sospechas de aquél. Aquél, ya convencido de que el ladrón de la alhaja no puede ser otro que el joven desconocido, arrecia en sus voces y sus amenazas. Uno de los dependientes salta el mostrador y se coloca en la puerta de la calle para impedir la posible fuga del ladrón. Éste, manifestando fría cólera, dignidad herida, expresa, como pudiera hacerlo el actor de más talento, las diversas emociones que debe sentir un caballero intachable, lastimado en su honor por inicua sospecha: con la mano en el pecho proclama su inocencia; grita sus apellidos y ruega a los presentes que no apresuren una opinión injusta sobre su honra antes de que, como no puede menos de ocurrir, la joya a parezca o aparezca el mísero que la ha hurtado. En fin, sus palabras y actitudes producen cierto efecto y las gentes se calman. Mas el comerciante, desesperado, sabe muy bien que nadie sino este sujeto puede haberla hurtado. Le increpa furioso. Dependi entes y clientes buscan mientras tanto por todas partes, entre los estuches que hay en el mostrador, en el suelo, entre las perlas mismas, contadas y recontadas cien veces. Nada se consigue. La joya no aparece. Luis, como si de pronto se diera cuenta de algo importantísimo, manifiesta sus sospechas sobre un señor de gafas y levita cerrada, que poco antes de notarse la desaparición de   —350→   la perla ha salido de la tienda. El joyero protesta con más indignación. La insinuación de Candelas prende en algunos de los individuos que presencian la escena y ya son varios los que admiten la posibilidad de que el señor de las gafas y la levita cerrada sea el culpable. Nadie se da cuenta de cómo puede haber realizado la sustracción, es verdad. Pero, ¡hoy día los ladrones son tan hábiles!... Por otra parte -piensan los optimistas-, este caballero, que dice llamarse Álvarez de Cobos, no tiene aspecto de ser un ladrón. Habla con acento de conmovedora inocencia. Es evidente que no hablaría así si hubiese sido el autor del robo, pues no puede ignorar que muy pronto ha de ser detenido y registrado por la policía. La confusión aumenta. Incluso en el ánimo del joyero, que, a veces, ya loco, duda y no sabe qué pensar; mientras en la calle el público se estaciona delante del comercio. En fin, surgen por la puerta varios polizontes. Aunque la acusación de la víctima recae exclusivamente sobre Candelas, éste solicita y obtiene que sean registrados todos cuantos se hallan en el local. Cerradas las puertas, así se hace, atenta y minuciosamente. El resultado es nulo. Sin embargo, se los conduce a todos a la oficina de Seguridad. Interrogatorios. Identificación de personalidades. Registro escrupuloso de ropas y zapatos: en las costuras de las prendas, en los tacones del calzado, en el interior de los aparatos digestivos de cada cual, previas eficaces y rápidas purgas -el procedimiento judicial de la época autoriza esta clase de pruebas, aunque no recaigan vehementes sospechas sobre el detenido-. Nada.

Al cabo de tres días se les pone en libertad a todos. El joyero no tiene más remedio que resignarse a la pérdida de su alhaja y de sus tres mil napoleones.

Doña Adelaida y Clarita, igual que don Casimiro, al enterarse del suceso, pusieron el grito en el cielo y en movimiento a todas sus amistades de Valencia. ¡Pobre muchacho, víctima de tan inicua acusación! Al tenerle de nuevo libre y rehabilitado en su buen nombre, empañado odiosamente durante varios días, la familia de don Casimiro se desvive por consolar al ofendido. Por fortuna, es éste hombre de buen temple, fácil al perdón y al olvido de los contratiempos de la vida.

Pero hay cosas que no se perdonan tan mansamente. Sin ser rencoroso, tampoco se puede consentir que por la ligereza de un señor mercachifle el honor de un caballero se ponga en tela de juicio. ¡Ah!, no. Dispuesto a reprochar al comerciólogo su indigna conducta, Luis se dirige una tarde a la joyería y entra en ella, con mal humor y deseos de camorra.

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Ya ha transcurrido algún tiempo desde que se cometió el robo. El joyero, resignado y convencido de que jamás volverá a recuperar su perla rosa ni sus napoleones, lo único que ya desea en tan desagradable asunto es que le dejen en paz.

Por eso, cuando Luis entra en la tienda, torvo y zaino, el joyero le ruega que se retire. Le suplica que no reverdezca el lamentable suceso. Pero el ofendido señor expone con energía sus agravios, por el entredicho en que, por culpa del comerciante, se ha puesto a su honra. Da el joyero cumplidas explicaciones. Mas todavía insiste aquél en la protesta, apoyándose nervioso en el mostrador para, avanzado el busto, mejor espetar en el rostro del comerciante dicterios y quejas. Por último, ya desahogada por completo su ira, se marcha refunfuñando. Con la cabeza muy alta, eso sí, como deben llevarla los hidalgos que jamás faltaron a los imperativos del honor.

Y es ahora, precisamente, cuando Candelas se lleva la perla. Es ahora cuando, al apoyarse sobre el mostrador, sus dedos se han dirigido sin equivocarse al lugar en que, pegada a la parte inferior del reborde del tablero y recubierta por una capa de pez, se hallaba la pequeña alhaja. El color oscuro del tablero, confundiéndose con el de la capa de pez, y el sitio oculto en que quedó adherida la perla, la hicieron invisible e inencontrable para sus pesquisidores el día del robo. Hubiera sido necesario para dar con ella no sólo mirar el reborde por bajo, como ya se hizo en el momento de la rebusca, sino haber pasado la mano con mucho cuidado a todo lo largo del tablero, tanteando escrupulosamente la transición de la madera al aglutinante. Cosa que, como era de esperar, a nadie se le ocurrió.

Ya arden las candelillas de colores en los nacimientos caseros. Hay pavos, mazapanes, turrones en los tenderetes de la plaza Mayor y en todo Madrid. Alborotan con zambombas y parches los chicos. Se embriagan de alcohol o de bullanga los grandes. La nieve cae. Nadie ignora que el día de Nochebuena de 1836 nevó copiosamente en Madrid. «Amaneció nevando», nos dice en artículo inmortal la más egregia pluma del siglo XIX, la pluma de uno de los seis magnates de la literatura española. (Los otros cinco fueron Cervantes, Quevedo, Lope, Góngora y Gracián.) Es la Navidad de aquel año cuando Luis Candelas pone el pie en la corte, de regreso de Valencia.

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Viene con prisa, con anhelo acucioso de poner inmediatamente en ejecución sus proyectos. La ocasión se presenta inmejorable. Su ausencia ha contribuido a atenuar el recuerdo de su nombre y hazañas en la memoria de los olvidadizos madrileños. Necesita, por tanto, aprovechar el tiempo y obrar con rapidez. Dará dos o tres buenos golpes, consecutivos, en serie, para que cuando la policía y el público se den cuenta de que el sin par ladrón se encuentra de nuevo en el teatro de sus éxitos, ya el fabricante de ellos navegue viento en popa, con su Clara y sus talegas repletas, hacia las islas Británicas.

Tales son sus vastos designios.

Clara llegará de Valencia a primeros del próximo año. Hasta entonces dedicará Luis su atención a toda clase de preparativos. Entre enero y febrero realizará las últimas especulaciones prensívoras de su vida. Luego, confesará a Clara María sus pretéritas glorias, jurándola al propio tiempo no reincidir nunca más en ellas. Obtendrá la indulgencia de la niña, y, ya juntos para siempre, tomarán la ruta de un puerto del Cantábrico que no esté amenazado por los facciosos: Santander o Gijón.

Lo primero que hace es buscar a los amigotes. Y desaparecer del mundo en su personificación de noble caballero indiano. Álvarez de Cobos, hacendista en el Perú. De los amigos hay dos en la cárcel. Otro que, enganchado al ejército de operaciones del Norte, se hallará tal vez en estos momentos con las tropas de don Baldomero Espartero, empeñadas en la liberación de la villa de Bilbao, a la que tienen puesto estrecho cerco los carlistas.

Las bajas se sustituyen en la banda de Candelas con altas noveles, mozos de escudo blanco, arrojados y firmes. Los nuevos son Manuel Sierra, José Campos Pizpierno y un tal Ramonet. De los veteranos se encuentran siempre dispuestos -y ahora francos de servicio- el gran Balseiro, el cojudo tiznarrón de Paco el Sastre, Mérida, Ignacio García y el pisaverde Antonio Cusó.

Reunidos todos bajo la presidencia del capitán en la taberna del Cuclillo, determinan, después de largo y laborioso debate, practicar tres delicadas intervenciones domiciliarias, de seguros pingües rendimientos. Las tres en el más corto plazo posible. En el angosto período de tiempo que va desde la noche de Reyes de este año de gracia de 1837 hasta el domingo de Carnaval, 12 de febrero, tarde del día en que el «famoso jefe» finiquita, con el audaz robo a la modista de la reina, su brillante carrera;   —353→   delito contra la propiedad número 42 de los comprobados -los no comprobados son muchos más- en su hoja de servicios.

El primero de las tres víctimas lo fue el presbítero Tárrega. Los bandidos entran en su casa, cogen al sacerdote, lo amordazan y maniatan; atrapan después al ama, la amarran también brazos y piernas, colocándole un bozal y sobre la testa el bonete del señor cura, y de esta forma inicua y escarnecedora la dejan bien encerrada en la despensa. El botín no satisface del todo las esperanzas de los ladrones. En cambio, el adquirido en casa de la segunda víctima, el espartero de la calle de Segovia Cipriano Bustos, resulta copioso y de fácil hallazgo. Aquí, en la cordelería y espartería del señor Bustos, entran los tunantes fingiéndose milicianos que van en persecución de unos carlistas, a quienes, según afirman, han visto ocultarse en la tienda. No encuentran a los carlistas, desgraciadamente. Pero encuentran siete u ocho mil duros, que el espartero, no menos precavido que el presbítero, tenía muy secretos y guardados en el socavo de un desván.

Pero la operación que colma las aspiraciones de toda la cuadrilla es la realizada el domingo de Carnaval, en casa de doña Vicenta Mormin, modista de la reina. Aquí despliegan el gran Candelas y sus valientes cachorros sus más altas facultades profesionales; si no las de perspicacia e ingenio, porque el asunto no precisa indispensablemente de ellas, sí las de serenidad de ánimo, galantería y destreza en la ejecución.

En el auto judicial a que da motivo esta última proeza del bandido se relatan los hechos en la siguiente forma:

«Hallándose doña Vicenta Mormin en su domicilio, piso principal de la casa de la calle del Carmen, esquina a la de la Salud, a eso de las cinco de la tarde, en compañía de su criado Nicolás Fernández, llamaron a la puerta y se presentó un hombre, fingiéndose correo francés que traía una carta de Francia. Como doña Vicenta se hallase esperando a éste con ansiedad, porque le traía noticias de su hija que se hallaba en París, mandó que se le abriera. Al abrir la puerta entraron tres hombres, y aun, según el criado, otro después, pasando solamente dos a la sala en que estaba la modista, uno más bien alto, delgado, con patillas en borla, de ojos vivos, y todo él bien parecido, expresándose muy finamente, vestido a lo manolo, con capa, chaqueta, chaleco blanco y sombrero catite; otro, vestido de teniente coronel, muy alto   —354→   y ancho de hombros y con un bastón en la mano, y el otro, muy rubio, menudo de cuerpo y trajeado a lo caballero, sin capa, con levita azul y camisa de chorreras. El primero de los tres hombres preguntó a doña Vicenta Mormin si conocía al correo Esgaris, y, habiéndole contestado que sí, que era amigo suyo, la preguntó enseguida, sacando un papel del bolsillo, si tenía a su hija en Francia, a lo que le contestó afirmativamente. Preguntola después quién era el sujeto que vivía con ella, y contestando que un caballero que había sido exento y que a la sazón tenía un beneficio en el Puerto de Santa María, dijo entonces el que iba de militar que venía de orden del jefe político a registrar la correspondencia que la doña Vicenta tenía con el correo Esgaris.

Al oír esto doña Vicenta, que era señora resuelta y animosa, se echó a reír, y cogiendo del hombro al que iba de manolo le contestó que su casa no se registraba sin que estuviera presente el alcalde del barrio, a quien conocía, y al mismo tiempo llamó al criado, diciéndole que fuera inmediatamente a llamar a dicho alcalde.

Entonces el manolo, conociendo que era necesario descubrirse, contestó que de nada serviría que viniese el alcalde, porque había doce hombres en la escalera; pero la modista no se amilanó por esto, sino que contestó resueltamente: «¡Que haya veinticinco!», y pidiendo papel y tintero al criado se puso a escribir una esquela en la mesa. Esto sirvió de ocasión al manolo para sujetar a la doña Vicenta por la cabeza, poniéndola un pañuelo en la boca, mientras el otro compañero cerró las maderas de los balcones. Doña Vicenta, conservando siempre su serenidad de ánimo, dijo al manolo que la quitara el pañuelo de la boca, que la ahogaba, prometiéndole que no gritaría, a lo que cortésmente accedió aquél; pero la ató con él las manos, echándola en el suelo y tapándola con la capa.

Enseguida sacaron del ridículo de la modista siete llaves que tenía en un llavero, y con ellas entraron, registraron los muebles y habitaciones y la robaron a su placer. Durante el robo pasó muchas veces por las inmediaciones de doña Vicenta Mormin el que iba vestido de manolo, a quien dijo no le tocaran los papeles, y así lo hicieron, y aun la dejaron ropa para mudarse. Como doña Vicenta se encontrara molesta por la incómoda postura en que la habían dejado, pidió también al manolo que la pusiera debajo de la cabeza un almohadón para poder reclinarla y estar con más comodidad, a lo que accedió éste, por lo que le dio aquélla las gracias.

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Hallándose los ladrones verificando el robo, llamaron a la habitación la planchadora, la criada, dos ancianas y otras dos señoras amigas de la modista, a todas las cuales abrieron la puerta tranquilamente aquéllos, haciéndolas entrar en la alcoba de la sala, sujetándolas y tapándolas con ropa.

Así permanecieron los ladrones registrando la casa hasta que, habiendo oído un pito, a cosa de las seis y media, hacia la calle de la Salud, se marcharon por la puerta falsa de esta calle.

El producto de lo robado, según la lista que ha presentado doña Vicenta Mormin, de edad de treinta y nueve años, de nación francesa, modista de S. M. la reina, en dinero, alhajas y otros efectos, asciende a la cantidad de setecientos treinta y cinco mil reales».



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Arriba- XII -

Finibusterre


Nadie sabe hasta qué punto traicionan al hombre sus fuerzas ocultas, ignoradas. Estas fuerzas ocultas son como el brote de agua de esas cañerías que estallan de repente. Tubos rotos, arterias rotas en sitios inesperados, cuya hemorragia para liza la circulación normal.

Lo peor que puede hacer un hombre es traicionar su ley interior, contrariar el sentido de su historia legítima. Hay que ser constantemente fiel a sí mismo. Tal es la única ética segura en todas las vidas, pero sobre todo en las grandes vidas. Un forajido obedece a una moral -el bien en una dirección muy restricta: la que beneficia tan sólo al propio malhechor-, la moral del forajido. Un santo tiene también su moral, la moral del santo. Mientras ambos siguen sus respectivas leyes -ritmos- interiores sin vacilación ni traiciones, sus existencias se desenvuelven perfectamente. Podrán el uno tropezar con el verdugo y el otro con el poncio de la jofaina. Pero ambos morirán con la conciencia tranquila. No estallarán en el fondo de sus almas las hemorragias angustiosas del remordimiento. Lo malo es llevar la vida de malhechor, creyendo el propio malhechor que lo es a carta cabal, y encontrarse de pronto con que allá en el fondo de cualquier repliegue de su sensibilidad existe una forma, un residuo de la moral del santo. O llevar la existencia del bendito y que le ocurra lo contrario.

A Candelas, el «bello ángel del amor» se le convierte de súbito en «mujer fatal» por obra y gracia de todos estos elementos: el amor; la candidez y el sentimentalismo, enroscados como la sierpe bíblica a ese amor; la arrogancia y el desdén al peligro que Luis manifiesta en todas circunstancias y ocasiones, y el romanticismo deletéreo de la época. Quizá también su marca de nacimiento... Conociendo desde siempre la significativa señal que llevaba debajo de la lengua, nunca quiso realizar las prácticas razonables para conjurar el maleficio.

Una vez en Madrid de regreso de Valencia, Clara se entrevista tres o cuatro veces con su amante. Las dos últimas se celebran furtivas en la nueva casa que el joven ha alquilado en la calle del Mesón de Paredes, al finalizar esta calle en los aledaños del   —358→   famoso Portillo de Embajadores. Casa humilde, sombría, aislada entre dos solares de las demás edificaciones.

(Al abandonar su antiguo domicilio de la calle de la Estrella murió para el mundo, se evanesció en la nada el gentil caballero Álvarez de Cobos. El servidor fiel y silencioso, Saeta, vendió los muebles, y con el producto de la venta, generosamente cedido a él por su amo, proyecta instalar un merendero en las cercanías de la plaza de toros.)

En los planes de Candelas entra como premisa ineludible la de declarar a su amante con absoluta desnudez quién es él, cuál ha sido su existencia anterior, sus actuales designios de redención y vida nueva lejos de España, y, finalmente, la súplica de que ella, Clara, le acompañe. La duda de que la muchacha se niegue a acompañarle no entra de ninguna manera en los cálculos del bandido. Piensa como casi todos los hombres piensan de sus amadas. Piensa bien. El profundo cariño que ella le ha demostrado siempre no va a quebrantarse por un viaje de más o de menos, aunque ese viaje no sea a las afueras de la villa, sino al extranjero. A Inglaterra, que tiene el mar por medio y un Londres desde el cual la cruz de una estrella marina expande los radios de la fortuna a los cuatro puntos cardinales.

(¿Qué hará Luis en Londres una vez conseguido el sosiego de la honradez, junto a Clara, fingiéndose ambos un matrimonio español emigrado por cuestiones políticas? ¿Pondrán un comercio? ¿Explotarán una granja en las feraces campiñas del sur? ¿Se cansarán de la niebla británica y marcharán a otros países de América, de Europa o de Asia? Porque ha de saberse que a Candelas le gustaría conocer el Japón... El porvenir se presenta franco. Sin duda. La bolsa está llena de oro, y el cerebro, la otra bolsa trascendental, lleno de ensueños.)

No quiere el soñador disminuir el efecto tremendo que ha de causar su confesión general a Clara. Por eso no quiere preparar un decorado amable y elegante en el lugar de las entrevistas. No. Que el choque tenga toda la violencia brutal de la verdad, toda la humildad y el torvo aire seco que tienen las habitaciones desmanteladas de la casa del Mesón de Paredes. Aquello mismo rudo y mísero que ostenta en su vértice el crimen. Al contraste, un amor con imaginación y audacia descorre las cortinas del porvenir, y si le ambiciona resplandeciente, no vacila en abalanzarse a él con la energía de una orgullosa venganza. El espectáculo de unos aposentos medio vacíos, las vigas del techo al descubierto, cuatro trastos llenos de polvo, una vela hincada en el cuello   —359→   de una botella y hechos añicos los cristales de las ventanas ha de herir muy favorablemente -discurre Luis, dando pruebas de sutil penetración psicológica- la fantasía de una señorita habituada a vivir bien, rodeada de comodidades, de muebles lujosos, de mil detalles de refinamiento: búcaros de flores, almohadones de encaje en las butacas y mullidas alcatifas para los pies. A condición -¡evidentemente!- de que esa señorita posea un corazón intrépido y sentimental. Sin olvidar tampoco que tal proscenio grosero y mezquino ha de servir de maravilloso contraste a una escena de amor trágica por su fondo cuanto pulida y apasionada por su forma. Además, él -Candelas- se presentará elegantísimamente vestido, aunque a lo majo . Otro truco de seguro buen efecto. Nunca le ha visto Clara con el gallardo indumento del majo de plante. La fascinará, la enloquecerá, la arrastrará a vencer los últimos escrúpulos que la detengan, la tristeza de abandonar en el golfo de su infortunio a su excelente tía doña Adelaida y a su querido papá, el hipersensato don Casimiro. Por último, cuando Clara, ya decidida a echarse en sus brazos y marchar con él aunque sea al fin del mundo, le pregunte en un adorable rasgo de mujer cauta: «¿Tienes bastante dinero?», él la responderá mostrándola fajos de billetes, montones de onzas de oro, piedras preciosas...

El plan no está mal pensado. Como Bonaparte en Waterloo, donde dicen que, maguer de la derrota, tuvo de derrochar más que nunca su talento militar, Candelas, en su última campaña, manifiesta verdadero, insuperable ingenio. Audacia, por culpa de una impedimenta que no debió llevar jamás, fallida.

La duda de que Clara no le quiera acompañar -volvemos a repetirlo- no entra de ninguna manera en sus cálculos. La pobre niña se halla bajo el poder casi mágico de éste.

Así podrá decir con razón uno de los jueces que dentro de breve plazo entenderán en el proceso de Candelas, refiriéndose a Clara, acusada como cómplice y piadosamente designada siempre en los autos bajo las iniciales N. N.:

«La sala se dignará emplear un momento de compasión hacia esta joven, apenas salida de la pubertad, hija de una honradísima y cristiana familia. Ella se hallaba fascinada y vencida por un hombre de cierto mérito e importancia en su clase, al mismo tiempo que agitada de aquellas pasiones tan vivas, tan ardientes y propias de la edad   —360→   y del clima; haciendo, pues, reflexión sobre todo esto, cual deben los que van a fallar sobre la vida y el honor de las personas, ¡dedúzcase si no es suficiente exculpación del hecho que se supone!».

Clara accede, en efecto, a marchar con Luis. Las escenas que éste preveía de alarma y susto de Clara al saber quién era su amante no tienen lugar. Es increíble. El corazón de la mujer también posee desconcertantes reacciones. El hecho de que el rico hacendado del Perú se le transformase de pronto en un facineroso execrado por la sociedad entera, requerido por el corbatín del patíbulo, no la causó excesiva impresión. Lo único que la molestó, según dijo, era que no se lo hubiese confesado antes. E inmediatamente Clara, medio desnuda, se puso a devanar, entre los brazos de su amante, proyectos optimistas. Éste empezó, lleno de alegría, a explicarla su plan de fuga y los pormenores del viaje.

Alquilarían una tartana grande con cuatro poderosas mulas, saldrían de Madrid con documentación falsa y en una semana o poco más llegarían al puerto de Gijón, desde donde, embarcados, se trasladarían a Inglaterra.

Al llegar a este punto de su discurso notó el orador que su bello auditorio unipersonal hizo un mohín de terror y asombro. Mohín que no hubiera tenido nada de particular floreciendo en el rostro de la damisela cuando recibió la noticia de quién era verdaderamente el señor Álvarez de Cobos; pero que al florecer ahora, motivado por causa baladí, produce cierta sorpresa en Candelas.

-¡Cómo! ¿Para ir a Inglaterra es necesario embarcarse?

Esta idea produjo en el ánimo de Clara honda superstición inexplicable. No es que tuviese reparo en embarcar por temor a un naufragio o a los morbos del mareo. No. Ni ella misma podría determinar el porqué de su fobia. El caso es que jamás había pensado en tener nunca necesidad de embarcar. Embarcado no se puede ir más que a sitios lejanos: a América, cuando le dan al cabeza de familia un destino de esos magníficos en los que, al cabo de cuatro o cinco años, se puede regresar a España con una fortuna inmensa; a otros sitios, a los que también es factible ir por tierra, en cuyo caso la insensatez, el cinismo de embarcar, queda un poco atenuada, y sabe   —361→   determinarse a emprender la aventura. ¿Será verdaderamente imposible ir a Inglaterra sin embarcarse? Y si lo es, ¿cómo marchar a un sitio tan lejano, a una isla de la cual, además, no es posible volver sino embarcándose también? Negra melancolía penetra con maravillosa puerilidad en el corazón de Clara. Lo anega -naufragio, a pesar de todo- o lo deja en la boca de un puerto sin luz, flotando como boya perdida.

En la segunda entrevista Luis la ofrece un juguete, una pequeña imagen de Santa María del Mar, con la cual los viajes marítimos se convierten en una especie de romerías religiosas protegidas por la santa. Aquella tarde queda convenida la fuga de los amantes y señalada la fecha del viaje.

Luis lo prepara todo con gran sigilo por las noches, sin osar salir a la calle de día. No ignora que ya su existencia pasada no puede reanudarse.

Desde el robo a la modista de la reina se le persigue con afán extraordinario. Madrid entero comenta el hecho escandaloso, protesta de la impunidad en que siempre quedan los delitos del famoso bandido, se mofa de las complacencias y de la ineptitud ridícula de la policía y pide la dimisión del superintendente o la pronta captura de Luis Candelas y de sus secuaces. Porque tampoco ha sido posible detener a ninguno de éstos. El gobierno ha tratado en un consejo de ministros de la necesidad de reorganizar el cuerpo de Policía. En fin, no se le escapa al talentudo ladrón que las cosas han llegado a un punto en que no es posible permanecer en Madrid, pues ya ninguno de sus antiguos encubridores, escribanos, jueces, aristócratas y majos -salvo Cuclillo y algún otro- osarían protegerlo. Abusó un poco imprudentemente, sin duda.

Estas noches de junio, claras, timpánicas, espolvoreadas de estrellas, precintos de la inmortalidad, el alma del perseguido se encuentra menos a sí misma que antes, cuando no tenía la preocupación amorosa. Otra fuerza oculta que le estalla de súbito para el bien y para el mal. Beneficiosa, porque le impulsa a dar un corte terminante a su vida. Perjudicial, porque le resta las alegres energías de antaño y le hace caer en momentos de pesimismo y desmayo.

De sus amigos no sabe nada. Luego de hacer el reparto del botín del robo a la modista, convinieron en marchar cada uno por su lado. Antonio Cusó y Paco el Sastre, no satisfechos con la parte que les ha correspondido, deben de estar planeando algún negocio duro y truculento. Son gentes de cuchillo, y ahora, libres de la autoridad   —362→   de Luis, sabrán esgrimirle con provecho. Mariano Balseiro, conocedor de los propósitos del capitán, decide imitarle y huir también con Josefa a tierras de extranjis. El tabernero de la calle Imperial se encarga de buscarles los coches de camino y cuanto les hace falta para la gira.

Apenas traspuesto el límite de Madrid por la carretera de Francia a la hora del amanecer, una tempestad fragorosa se desencadena. Algunos zigzags eléctricos brillan en el cielo, ondeando instantáneos sobre las agujas de las iglesias. Entre San Francisco el Grande y Palacio danza un trueno pequeñito, reiterado, como zumbido de moscarda, con voz gangosa de monjita boba, al cual sigue la iluminación inmensa, cegadora, de un relámpago. Arrecia la lluvia con gruesos goterones y poco después estalla como un polvorín otro toro celeste, cuya cuerna se hunde en el centro de la capital para levantarse, bravío en el derrote, llevándose en cada pitón a un pelele: un político y un escritor, ambos liberales, ambos románticos. El relámpago que le sigue, aún más intenso que el primero, dibuja en crudo, allá sobre la plaza de las Cortes, un enorme fantasmón hecho de niebla y de vapor de agua: perilla, tufos, espuelas y el chafarote al costado. 1837. No hace todavía cuatro meses que un gran español, el primer español de su época, se ha suicidado. La guerra del Norte comienza a dibujar sobre Madrid y sobre España entera generales de fortuna tan ambiciosos como ignorantes y torpes. La tempestad dura largo rato.

El carruaje que conduce a don León Cañida, mercader establecido en Madrid, y a su esposa, atraviesa la sierra en dirección a Ávila. Dos fuertes mulas negras tiran del coche, entoldado, que guían alternativamente el mayoral y el mercader. Éste y su esposa marchan a las Asturias para hacerse cargo de unos bienes que en la ciudad de Gijón les ha dejado en herencia un familiar. Los papeles están en regla. Los viajeros visten a lo señoril. Don León, rostro afeitado por completo, gafas de concha, se muestra a ratos taciturno, a ratos con una alegría que a cualquier observador le parecería más bien agitación. Su esposa, a medida que va alejándose de Madrid, se envuelve en tristezas y misterio. Nunca vio Luis a Clara tan misteriosa, mejor dicho, nunca la vio siquiera misteriosa. Hay momentos en que casi la tiene miedo. Sin embargo, Clara sigue siendo la misma: en sus palabras, dulce; en sus caricias, tierna.

  —363→  

Caminan de día. Por la noche descansan en los poblados. No inspiran la menor pecha a nadie, sin duda porque todavía no han llegado más que a las capitales de provincia las órdenes de vigilancia cursadas en Madrid. Balseiro y Josefa salieron Madrid al día siguiente que Candelas, pero su ruta es la de Barcelona, no la de Oviedo. Por las capitales de provincia pasa el fingido matrimonio comercial sin detenerse. El viaje resulta fácil y tranquilo, sin incidencias de ninguna clase. En dos ocasiones les pidieron la documentación, el pasaporte y la carta de seguridad: en ambas les dejaron pasar cortésmente, sin molestarles demasiado. Un alcalde de monterilla hubo de someter a Luis a un pequeño interrogatorio, sospechando de él que fuese, no un ladrón fugitivo, sino un seductor que llevaba raptada a una señorita. Tenía buen olfato de alcalde; pero en esta ocasión el aroma de bandido, que era el más importante, no llegó a su pituita maliciosa. El camino, casi siempre solitario, no presenta episodios ni personajes de interés. Arrieros, labradores, son los únicos seres humanos con que se topan en la ruta. Alguna vez el carromato de un ordinario se cruza con el coche, rubricando los cocheros con sonoro trallazo, a manera de saludo, la alegría del encuentro. Pueblos a un lado y a otro. Pueblos dormidos, perezosos, estáticos, cuyos caseríos parecen cubiletes desparramados al alear alrededor del campanario de las iglesias; tirados sobre la llanura o en la falda de las montañas como por un displicente golpe de jugador. El paisaje norteño tiene la virtud de calmar los nervios, no siempre tranquilos, de Candelas. A Clara la produce el efecto contrario. La entrada en Asturias acentúa su congoja.

Cosas en las que antes no se la había ocurrido pensar se ponen ahora en su magín y la torturan. Al cruzar los riscos verdes y húmedos de las épicas montañas astures no experimenta la emoción tónica y serenísima de la naturaleza, el plus de heroísmo, de aumento de magnitudes espirituales, que las almas selectas reciben en contacto con el natural grandioso. Por el contrario, su alma se encoge, se intimida y regresa a las emociones de su antigua vida doméstica, a los enternecimientos infantiles.

Recuerda su pisito de la calle del Colmillo esquina a la de Fuencarral. El bastidor de sus bordados. El piano con sus escalas de solfeo. La misa de doce en San Luis los domingos y las funciones en el teatro de la Cruz o del Príncipe a que su papá la llevaba dos veces al mes. Los visiteos y las veladas con música de Bellini, polcas y lectura de versos arrebatadores. ¿Qué será de su tía Adelaida? ¿Y de su buen papá Casimiro?   —364→   ¿Cómo habrán resistido el rudo golpe del abandono y la deshonra? ¿Adónde marcha ella, Clara, con este hombre, a quien sin duda quiere, pero algo menos de lo que suponía cuando estaban en Madrid?

¡Lágrimas silenciosas! Profundos suspiros. Miedo infinito al porvenir. Arrepentimiento. Deseos irrefrenables de volver a su mansión angélica de la calle del Colmillo. Tales son los sentimientos que llenan el pecho de la damisela. Nada dice a Luis todavía, pero en su voluntad va creciendo la necesidad de rebelarse. Y, desde luego, ella no pasará el mar. La pobre gatita ha formado una decisión de tigresa para no embarcar. El «bello ángel de amor» posee con frecuencia un esqueleto de burguesita endeble, mezquino, como esos policrómicos pájaros disecados cuyo hermoso plumaje y gallarda actitud se mantienen sobre la frágil armazón de unos alambres.

Ninguno de esos sentimientos se escapa al espíritu escrutador de Luis. Ninguno. Todos los pesa, los mide, los clasifica, los perdona. Comprende que el amor le ha jugado una de las chanzas que acostumbra. Pero ya no es tiempo de retroceder ni en el afecto que la infeliz muchacha ha sabido inspirarle ni en la excursión peligrosa que a través de serranías y de yermos geográficos y psicológicos lleva realizada.

Hacia el día 2 ó 3 de julio llegan a Gijón. Aquí despiden el carruaje y pasan dos noches. El estado de nerviosismo y agitación de Clara aumentan de tal modo que se hace preciso llamar a un médico. La segunda noche se desarrolla de una manera dramática. El joven recurre al frasquito de sales, a la poción cordial, a las palabras suasorias y a los transportes de pasión, de dulzura. Todo es inútil. Entre sollozos y ademanes desesperados surge la proposición lamentable, desleal, cobarde.

-Márchate tú -dice Clara-. ¡Sálvate! ¡Yo no puedo acompañarte, no puedo! El rayo solar del viejo escepticismo, rompiendo nubarrones de fe (líricamente densos), ilumina, como en sus mejores tiempos de seductor despreocupado de mujeres, los labios del varón. Se abren sus labios como una herida. En vez de sangre, brota de ella el resplandor blanco y yerto de los dientes. Guarda silencio. Nada responde a su amada. Con delicadeza insigne la mira, sonríe y calla.

Clara está tendida en la cama.

Su cabellera, suelta, la cae sobre los hombros y el pecho. Los ojos melancólicos, fríos, ya no amparan a Luis. Ahora se pierden egoístas en sus propias luces. Se decide el regreso a Madrid.

  —365→  

Decidido el regreso de Clara, su amante piensa acompañarla hasta las proximidades de la capital y huir él luego a Portugal. Una vez salvo, esperar circunstancias favorables, un cambio quizá en la voluntad de Clara, para reanudar juntos la vida pacífica y ardiente que proyectaban. ¡En fin! Ya vería el medio de salvar de entre las ruinas recién acontecidas algún fragmento sólido de posible felicidad futura.

Varios días transcurren hasta concertar el alquiler de un coche de camino con su correspondiente conductor y un caballo para el señor Cañida, pues no sería prudente hacer el viaje de regreso como se hizo el de arribo. Hay noticias de que arrecia la persecución; de que circulan órdenes por toda España, incluso por los más insignificantes lugarejos, para capturar a Luis Candelas. Y se lleva con tanto rigor la pesquisa que se detiene a toda persona sospechosa de ser el famoso bandido hasta que queda perfectamente identificada la personalidad.

El día 11 de julio emprenden el viaje de retorno. Clara y una sirviente van en el coche. Luis, a caballo, se adelanta o atrasa al carruaje, explora y, más libre de movimientos, da un rodeo al llegar a las capitales, sin entrar en ellas. Como en el viaje de ida, sólo caminan de día.

Candelas va de buen humor, y, por extraña paradoja, en el retorno al centro de España, cosa que acrece de modo extraordinario el riesgo de caer en manos de la policía, muestra mejor talante y seguridad en sí mismo que cuando se dirigía al puerto del Cantábrico, donde esperaba el bordo definitivo de su salvación.

La catástrofe avanza a pasos de gigante. Clara y Luis se despiden una tarde cerca de Valladolid, citándose para la mañana próxima a varios kilómetros de esta ciudad. El coche entra en Valladolid para pernoctar en ella, mientras el jinete se pierde entre la semiluz crepuscular, dispuesto a dormir en cualquier pueblo próximo o en el campo, y salir por la mañana al encuentro de su compañera.

Cena y duerme en la posada de Alcazarén, cerca de la villa de Olmedo, y a la mañana siguiente...

«Candelas fue capturado, por fin -se lee en el proceso-, el día 18 de julio del referido año de 1837, cerca de la villa de Olmedo, en la posada de Alcazarén. En efecto, el sargento de la Milicia Nacional de Olmedo, Félix Martín, dio parte al comandante de armas de aquella villa, el día 17 de julio, de que Patricio García, postillón de la diligencia,   —366→   había visto en medio del camino real a un hombre montado en un caballo fino (de buen pelo), con maleta, cachucha a cuadros, traje oscuro, bota alta de montar y una fusta. Dijo Patricio García que, según le había manifestado el ordinario de Oviedo, el referido sujeto había salido de esta ciudad acompañando a una señora y su criada que viajaban en silla particular y que, pareciéndole sospechoso de ser el ladrón huido de Madrid, Luis Candelas, fue a dar parte a la justicia para detenerle. El comandante de armas de la villa de Olmedo, no bien recibió este aviso, dispuso al momento se saliese tras él con seis caballos, los cuales le detuvieron el 18 de julio en la posada de Alcazarén estando dormido. Al detenerle dijo llamarse León Cañida, natural de Madrid, comerciante, en ruta desde las Asturias a dicha capital».

La noticia de la captura de Candelas produce en Madrid enorme sensación. El jefe de Policía adopta todo género de precauciones y el bandido entra en la capital rodeado de numerosa fuerza militar.

Esta vez no le es posible ejercitar sus antiguas aptitudes para la fuga. Ahora lo atan, no solamente ligaduras de hierro, sino las irrompibles de la fama, las esposas del amor propio de los demás, autoridades y aprehensores, resueltos a terminar de una vez con el origen de su descrédito y de la situación ridícula en que la escandalosa impunidad del malhechor les venía poniendo.

Sin embargo, el proceso no puede ir deprisa. Las piezas de cargo se acumulan en la mesa del juez y en ella proliferan, como la semilla en el tiesto, nuevas piezas, nuevos cargos, enredados a su vez en innumerables ramificaciones. Entre estas ramas brotan, como frutos en sazón, las fisonomías de todos los miembros de la cuadrilla. Y de otras muchas personas, algunas inasequibles a la acción de la justicia.

Más de tres meses emplea el juez especial en dar por terminado el sumario. En este tiempo Luis Candelas, recluido en la cárcel de Corte, demuestra el temple enérgico de su alma, un estoicismo que engrandece su figura hasta dimensiones verdaderamente sublimes. Imposible la escapatoria, se resigna a su suerte con desdén y elegancia. No habla del pasado. No solicita entrevistas con amigos ni abogados. No escribe cartas. No se lamenta del rigor con que le tratan en el presidio. En las declaraciones se limita a confirmar todas las acusaciones que se le hacen. Si alguna niega, por no ser cierta, y el juez estima lo contrario, no discute, acepta. Una tranquilidad   —367→   inalterable revelan sus facies y su conducta. Sea cualquiera el estado de espíritu en que se halle, exteriormente no muestra violencia alguna.

El defensor quiso en una de sus entrevistas darle noticias de Clara.

A las primeras palabras Luis le rogó que no le hablase en absoluto de este asunto. Fumar y leer son las dos únicas cosas a que dedica sus horas. La grandiosa serenidad, que no le abandona desde su detención en Alcazarén hasta el último instante de su vida, se presta a varias interpretaciones. Una de ellas puede ser la de que la vida no le importa nada. La de que incluso desea morir. Dandy perfecto, cumple la fórmula que otro dandy perfecto de la Antigüedad estableció. «Vivir como se quiere, morir como se debe», dijo Petronio.

A fines de octubre se ve su causa en la Audiencia. El fiscal pide para Luis Candelas, autor de más de cuarenta delitos contra la propiedad, ornados de toda clase de agravantes, la pena ordinaria de muerte en garrote vil. El defensor solicita en un discurso retórico y sensiblero la rebaja de pena a la «inmediata inferior». La Sala falla de acuerdo con la petición fiscal, y el presidente, dirigiéndose al reo, que ha escuchado la sentencia con indiferencia, le espeta la pregunta ritual:

-¿Desea el procesado hacer alguna manifestación?

Luis Candelas, sonriente, afable, responde:

-Sí, señor presidente. Que, aunque tardía, encuentro la sentencia muy puesta en razón.

Un campanillazo del señor magistrado quiebra con su estridor metálico los rumores y las risas que la respuesta de Candelas ha producido en el público.

El 4 de noviembre se le pone en capilla. En la capilla sigue impertérrito, frío, impasible. Fuma y lee. El sacerdote le ruega que lea en los Evangelios los trozos acotados por él. Luis prefiere leer a Voltaire, cosa que origina un verdadero conflicto entre el espíritu apesadumbrado y expiatorio que debe reinar en las capillas de los condenados a muerte y el precepto legal de que se permita a los reos en sus últimas horas comer, hablar, leer y escribir lo que quisieren. Al fin triunfa el espíritu apesadumbrado. El espíritu católico y expiatorio, y Luis se queda sin libros profanos. Se le invita a confesar y a comulgar y no se niega. El defensor le ruega que firme una carta en solicitud de indulto dirigida a María Cristina, la reina gobernadora, y así lo hace.

  —368→  

«Señora:

Luis Candelas, condenado por ladrón a la pena capital por la Audiencia territorial, a Vuestra Majestad, desde la capilla, acude reverentemente. Señora: No intentaré contristar a Vuestra Majestad con la historia de sus errores ni la descripción de su angustioso estado. Próximo a morir, sólo implora la clemencia de Vuestra Majestad, a nombre de su augusta hija, a quien ha prestado servicios y por quien sacrificaría gustoso una vida que la inflexibilidad de la ley cree debida a la vindicta pública y a la expiación de sus errores. El que expone es, señora, acaso el primero en su clase que no acude a Vuestra Majestad con las manos ensangrentadas; su fatalidad le condujo a robar, pero no ha muerto, herido ni maltratado a nadie; el hijo no ha quedado huérfano ni viuda la esposa por su culpa. ¿Y es posible, Señora, que haya de sufrir la misma pena que los que perpetran estos crímenes? Ha combatido, Señora, por la causa de vuestra hija. ¿Y no le merecerá una mirada de consuelo? ¡Ah! Señora, esa grandiosa prerrogativa de ser árbitra en este momento de su vida, empleadla con el que ruega, próximo a morir. Si los servicios que prestaría, si Vuestra Majestad se dignase perdonarle, son de algún peso, creed, Señora, que no los escaseará.

Si esta exposición llega a vuestras manos, ¿será posible que no alcance gracia de quien tantas ha dispensado?

A Vuestra Majestad, Señora, con el ansia del que sabe la hora a que ha de morir, ruega encarecidamente le indulte de la última pena para pedir a Dios vea Vuestra Majestad tranquilamente asentada a su augusta hija sobre el trono de sus mayores.

Capilla de la Cárcel de Corte, a 4 de noviembre de 1837, a las doce de la mañana».

Dos días después, poco antes de las once de la mañana, es conducido el reo por la carretera de costumbre al patíbulo, levantado fuera de la Puerta de Toledo. La comitiva, numerosa y acerbadamente teatral, camina con gran lujo de ceremonias y oraciones, rodeada de público. Delante va un piquete de tropa abriendo marcha; luego unos frailes limosneros (los mismos que ayer recorrieron las calles de Madrid pidiendo limosna, a golpe de campanilla, «para hacer bien por el alma del que van a ajusticiar»); luego una ronda de alcalde, con su correspondiente vara y alguaciles, todos enlutados, severos y un poco fachendosos; luego el reo, montado en el borriquillo y rodeado de los hermanos de la Paz y Caridad. El reo no muestra ni terror ni una indiferencia   —369→   imposible, sino más bien esa especie de sonambulismo lúcido, aislador de la realidad trágica -y grosera, grotesca- circundante. Trota el borriquillo, y con sus grandes orejas y animalidad sincera, sin disfraz, resulta la única figura noble de toda la comparsa. El reo viste la ropa amarilla. Entre las manos, esposadas, le han puesto un crucifijo. Un clérigo grueso, calvo, cariacontecido, marcha abrazado a la cintura del condenado a muerte. Como el asno trota y se para según los movimientos de la comitiva, el sacerdote imprime a sus zapatones el ralenti o el aceleré, con gran derroche de cómicos saltitos. El sacerdote le va diciendo cosas al reo... De vez en cuando señala con el dedo al crucifijo o empuña éste y lo aplica a los labios del pálido jinete. Otras veces, el dedo sacerdotal apunta al cielo, sin disparar, y el cielo, encogiendo los hombros de sus nubes grises, bruma de noviembre, se inhibe de complicidades. Cierran la comitiva más alguaciles y una pareja de la milicia urbana a caballo.

Las campanas de las parroquias voltean lúgubremente. Al pasar frente a la iglesia de San Isidro, los bronces doblan al toque de agonizantes. Por último, llegan al lugar de las ejecuciones y el reo sube por su pie las escalerillas del patíbulo, «finibusterre de la galopesca», al que también ascenderán dentro de pocos meses Mariano Balseiro -detenido en su huida- y Francisco Villena, Paco el Sastre.

El que no subirá por él es Antonio Cusó. Este personaje desaparece misteriosamente de Madrid y de España, sin que se vuelva a tener noticia de él hasta veinte años más tarde. Con fecha 14 de octubre de 1857, recibe una señor a de Madrid una carta certificada, en la que se remite a su nombre un libramiento por valor de veinte mil duros. La carta va firmada por «Antonio Cusó, de la antigua cuadrilla de Luis Candelas», y ostenta en el sobre el sello del punto de origen: San Francisco de California. La señora destinataria es hija de un rico industrial de Alcalá de Henares, robado y asesinado una noche del verano de 1835. La recepción del dinero es oportunísima, pues la dama se encuentra a la sazón en la miseria. La policía de San Francisco de California hace pesquisas infructuosas para descubrir al generoso donante.

También pierden los historiadores de Candelas la pista de Clara María, pocos años después de morir aquél. Cuando los tribunales de justicia la absuelven en el proceso que se le siguió adjunto al de Candelas, la niña ingresa clásicamente en un convento. Pero se sabe que no permanece en él mucho tiempo. Su pista se oscurece y pierde inexorablemente para siempre.

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Otro punto difícil de aclarar en la biografía de Luis Candelas es el relativo al sentido que debe darse a sus últimas palabras. Porque, en efecto, también desconciertan un poco.

Oigámoslas con toda la extravagancia humorística que revelan.

Según afirman testigos presenciales de la ejecución, el reo, un momento antes de sufrir la pena de muerte, rogó al verdugo, con rara entereza de ánimo, que le permitiese hablar, y, conseguido el permiso, dirigiéndose a la multitud ( «muy numerosa, anhelando sin duda conocer y observar a aquel que por tanto tiempo había tenido a la población de la capital en continua alarma») exclamó:

-«¡Sé feliz, patria mía!».

Realmente no son satisfactorias ninguna de las explicaciones que puedan ocurrírsenos para aclarar el sentido de este arranque de patriotismo.




 
 
FIN DE
LUIS CANDELAS, EL BANDIDO DE MADRID