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Protesto. Un jornalero: Commentary

Gonzalo Sobejano





Leopoldo Alas, que hizo popular el seudónimo «Clarín», nació en Zamora en 1852 y murió en 1901 en Oviedo, ciudad donde, dedicado a la enseñanza universitaria del Derecho y a la libre profesión de las Letras, residió la mayor parte de su vida. Como otros escritores de parecida edad (Galdós o Pardo Bazán, por ejemplo) vivió Clarín la revolución liberal de 1868, la restauración monárquica, y el hundimiento del poderío colonial en 1898. El primero de estos acontecimientos decidió su adhesión al libre examen, el progreso, la modernidad y el espíritu crítico y reformador, sin perjuicio del amor a las esencias de la tradición española. Durante algún tiempo se inclinó hacia el positivismo filosófico y el naturalismo literario: escrupuloso respeto a los hechos; explicación de la conducta humana por el temperamento heredado, el medio, y el momento histórico; prevalecía de la observación sobre la invención; acercamiento del arte a la verdad de la ciencia. Sin embargo, aunque reconociendo siempre la oportunidad del naturalismo, Clarín superó pronto esta concepción, aproximándose a esa idealidad moderna que, inspirada en gran parte en el cristianismo primitivo, él mismo definió como una actitud de busca más que de posesión: una actitud que no pretende haber descubierto lo que el positivismo se abstenía de indagar (la trascendencia, el misterio), sino haber aprendido que no se puede vivir bien sin pensar en eso.

La personalidad de Clarín es la de un moralista que observa las costumbres y que defiende un ideal de justicia y verdad. Romántico en el fondo de su sensibilidad, encontraba insatisfactoria la realidad circundante, realista en la dirección de su inteligencia, juzgaba improcedente la continuación del romanticismo. Alma de inaquietable religiosidad, mente necesitada siempre de nutrición filosófica, excelente educador, ávido lector y espectador del desenvolvimiento literario mundial desde su retiro provinciano, Clarín sobresalió en la crítica, la novela y el cuento, y en estos tres géneros ejercitó su vocación de moralista.

Como crítico literario de actualidad, Clarín no fue aventajado por nadie en su siglo. Aunque soñaba escribir un libro sobre Cervantes, nunca pudo dedicar todo un volumen a un tema de crítica, pues hubo de encauzar su labor en la prensa periódica. Pero afortunadamente recogió gran parte de sus artículos en tomos que llevan estos títulos: Solos de «Clarín» (1881), La literatura en 1881 (1882), ... Sermón perdido (1885), Nueva campaña (1887), Mezclilla (1889), Ensayos y revistas (1892), Palique (1893). Y entre 1886 y 1891 publicó ocho opúsculos con el título general de Folletos literarios en los que coleccionó ensayos, comentarios, fantasías y discursos no dados previamente a los periódicos. Dos aspectos principales ofrece esta producción: la crítica satírica («solos», «paliques») y la expositiva («ensayos», «revistas»). La sátira de Clarín, que enriquece la tradición de Quevedo y Larra, emplea la comicidad, la ironía, la burla y el sarcasmo para combatir el mal gusto, la ignorancia y la inercia mental. Complementaria de esta labor de saneamiento del ambiente literario es la labor de estudio y exaltación de los mejores escritores, llevada a cabo en ensayos tan penetrantes como los que consagró a Galdós, Pereda, Campoamor, Ibsen o Baudelaire. Aquí atiende Clarín a la concepción del mundo del autor estudiado y a la composición y estilo de sus obras, y manifiesta por igual la hondura de sus percepciones, el amplio radio de su cultura, y un impulso imaginativo que da a su prosa un tono ágil, nervioso y anhelante.

Leopoldo Alas fue también autor de dos novelas. En La Regenta (1884-85) la minuciosa evocación de la vida contemporánea en una capital de provincia le sirve de fondo sobre el cual destacar la tragedia de un alma que, buscando vital y religiosa salvación en el amor, sucumbe a las degradaciones de éste: el convencionalismo conyugal, la deformación mística, y el envilecimiento en la trivial aventura. Su único hijo (1890) es la tragicomedia del hombre pusilánime que aspira a redimirse en la creación y perfecta educación de un hijo que no es suyo. Estas dos novelas mayores, las nueve novelitas recogidas el volumen Doña Berta, Cuervo, Superchería (1892) aseguran a Clarín uno de los más altos puestos en la narrativa de su siglo.

Tanto o más que las novelas son dignos de admiración los cuentos de Clarín reunidos en El Señor y lo demás son cuentos (1892), Cuentos morales (1896) y en los volúmenes póstumos El gallo de Sócrates (1901) y El Doctor Sutilis (1916). Cuentos realistas o fantásticos, humorísticos a menudo y melancólicos otras veces, cuentos ligeros que recuerdan el tono de los «paliques» o graves y complicados como si entrañasen la problemática de una vasta novela que no pudo escribirse, cuentos en los que aparece con frecuencia el latido de una confesión personal y una intención moral de parábola. Clarín, que escribió muy pocos versos y comprendía el prosaísmo del mundo en que le había tocado vivir y la supremacía de la prosa como molde artístico más adecuado a su época, revela en esos cuentos, más aún que en algunas páginas de novela o de crítica, su capacidad de condensar en breve espacio la riqueza de imaginación y sentimiento de que era tan generoso su espíritu.

Los dos cuentos que preceden pertenecen a El Señor y lo demás son cuentos, colección publicada cuando más urgido empezaba a sentirse Leopoldo Alas hacia el nuevo espiritualismo.

Protesto es un cuento de desarrollo muy claro. Todo hombre, aun el más habituado a ganar, puede perder el alma (I); don Fermín Zaldúa, que siempre ha ganado, se dedica ya viejo a hacer obras de caridad con el fin de no perder su alma cuando muera (II); sueña que, no obstante, la perderá (III); pero al decirle el clérigo en quien él había hecho recaer los beneficios de su riqueza, que los usureros no tienen alma, don Fermín deja de hacer obras pías, convencido de que nada perdió en las que ya hizo, pues la fama de santo ayuda al crédito, y convencido de que no perderá el alma, por no tenerla. Se enfrentan así dos materialismos: el absoluto del usurero y el relativo del clérigo, y triunfa aquél sobre éste. En 1889 había publicado Galdós su novela Torquemada en la hoguera, donde el usurero Torquemada, mediante donaciones y obras de caridad, intentaba comprar a Dios la curación de su hijo moribundo. Don Fermín Zaldúa no está ante una situación tan angustiosa, pero piensa como Torquemada que con dinero se puede alcanzar la salvación. El tono del cuento es ligero, burlón, sin patetismo. Expone el «chasco» del usurero a las puertas de la gloria y el del cura ante la bolsa cerrada del rico. Dentro de un marco de cuento infantil católico (el alma que va a pasar ante el portero del cielo, asunto tratado ya por Clarín en su fantasía burlesca El Doctor Pértinax y más tarde por Unamuno en Juan Manso) el narrador esboza una parábola del interés. El vínculo entre los dos intereses malogrados (del usurero y del cura) es el protesto. Al fallarle al usurero lo que esperaba a cambio de sus obras pías, hace un protesto en regla para poner a salvo sus bienes terrenos, los cuales ya no podrán ser recabados por el librador de la letra de cambio. La fabula deja entrever la realidad de la época: sacerdotes que, desamparados desde la desamortización de los bienes eclesiásticos, se afanan por obtener socorros pecuniarios; burgueses enriquecidos de resultas de aquella desamortización o por medios vergonzosos como la usura; y un ambiente en que la materia ahoga al espíritu mientras se prolongan rutinariamente las tradiciones católicas. Es notable la mezcla de prosa jurídica (letra, protesto, requisitos, etc. ) y fantasía trascendental (muerte, salvación, eternidad). El humor de Clarín va desde la observación jocosa (don Fermín, oveja recuperada por la Iglesia, era llamado «el Toisón de Oro») hasta el detalle macabro (el cuerpo del difunto mordido por los gusanos, con el protesto en la barriga y los pies «hechos polvo»).

Un jornalero no se presenta francamente dividido en partes, pero en su breve proceso dramático pueden señalarse tres momentos: El erudito Fernando Vidal sale de la biblioteca, sorprendido por un motín popular regresa a ella y, acabándosele la luz, vuelve a salir (I); los amotinados acometen a Vidal, le amenazan de muerte y sostienen con él, en la biblioteca, un debate sobre la utilidad de los libros y de la labor espiritual (II); vienen las tropas, prenden a todos y aplican la última pena a Vidal, creyéndole el instigador de la revuelta, creencia traidoramente apoyada por el verdadero cabecilla (III). Se trata de un cuento de problemática muy actual: si el trabajo del intelectual vale algo cuando éste se inhibe de la acción directa. El intelectual dibujado por Clarín lee, medita, investiga, y escribe sin darse descanso, pero no coopera activamente a la emancipación del proletariado, es más, duda que esta causa sea razonable. Se identifica con los obreros explotados, pues también él es un obrero, pero parece no creer que haya derecho a la revolución ni a la violencia. En este personaje se dan rasgos muy humanos: su rivalidad con otro erudito, su ensimismamiento en la lectura, el «vicio» de trabajar noche y día; rasgos que no reducen la calidad simbólica de la figura: Vidal es Clarín y es cualquier intelectual de mentalidad liberal. Explotado por los capitalistas y despreciado como burgués por los proletarios; partidario de la justicia colectiva, pero incapaz de promoverla por la fuerza; creyente en la trascendencia de las labores espirituales, pero consciente de que éstas son inacabables como los esfuerzos de Sísifo, débil en apariencia, pero valeroso a la hora de proclamar las razones de la razón; desvalido, solitario, incomprendido por los de arriba y por los de abajo, el pobre Vidal es víctima de todos y de todo. La soledad, que necesita para explorar las verdades de la historia y la ciencia es invadida por la multitud y desemboca en una muerte injusta. Si al principio se advierten algunas notas ridículas en el diseño del intelectual absorto, su figura cobra majestad tan pronto como le oímos defender la perseverancia de sus vigilias estudiosas y el callado heroísmo de las tareas de la inteligencia. Cierta abstracción de parábola -ciudad anónima, tiempo indefinido, manifestación de «socialistas, anarquistas o Dios sabía qué»- concuerda perfectamente con la intención sustancial del cuento: mostrar que en la lucha de clases los jornaleros del espíritu llevan siempre la peor parte por no actuar en ninguno de los frentes, sino por encima de ellos, en un ámbito de soledad imprescindible para la busca de la verdad. De aquí no debe inferirse que Clarín fuese reaccionario. No lo era, ni tampoco revolucionario. Como Galdós y otros muchos intelectuales de su época, Clarín era liberal, creía en las reformas pacíficas y en la evolución progresiva.





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