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Proyección de «Martín Fierro» en dos ficciones de Borges

Pedro Luis Barcia





Parece que el destino de las grandes obras literarias fuera el de padecer continuaciones, reelaboraciones y, aun, parodias, tales como El Quijote de Avellaneda, las diversas Celestinas o las variadas hipóstasis de Don Juan. No es novedoso este tratamiento, pues, se sabe, ya alcanzaba a los mitos, y a los personajes de la tragedia griega; en la épica, es la Odisea la que puede exhibir, desde la antigüedad al presente -obras de Joyce, Giono y, para venir a lo de casa, Marechal- más casos de metamorfosis y reencarnaciones. En ocasiones puede recordarse la definición de Oscar Wilde, «La imitación es el homenaje que el mediocre rinde al genio»; en otros casos, la obra incitadora sirve como efectivo impulso para la creación original. Tal vez puedan rastrearse los valores significativos de una obra por la tradición literaria que genera, por la prolongación que cobra en toda esa suerte de trasposiciones que crecen de sí, vegetal -a veces, viciosamente- constituyendo un verdadero árbol genealógico. Estas descendencias, parásitas o renovadoras, proclaman el carácter vivificador y siempre estimulante del núcleo al cual sirven de estela. Ellas varían su punto de entronque: algunas parten de la trama, la prolongan, o tuercen su cauce; incluyen, en el fluir narrativo, meandros nuevos; otras, se centran en los personajes, reinterpretando las motivaciones psicológicas que los animan, o su índole moral; presentan nuevos ángulos de enfoque de la misma materia, o señalan destinos anteriores o posteriores a los de la letra original. Estas formas de pervivencia literaria se han dado también en nuestro país respecto a algunas de las obras literarias más logradas de su literatura. Tal es el caso del Martín Fierro. Las reelaboraciones creativas que se apoyan en la obra de Hernández son tan dispares como que van desde la Biblia en estilo gauchesco hasta canciones infantiles; súmese a esto un conjunto de poemas y relatos, algunos logrados, otros deslucidos, de los cuales no daré, por cieno, cuenta menuda aquí1. Entre estas proyecciones hernandianas, ocupan sitio preferente las ficciones que Jorge Luis Borges abrevara en el Martín Fierro; «Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)» y «El fin». Mi objetivo es asentar algunas observaciones sobre ambas obras.

Borges leyó de muchacho, furtivamente, el Martín Fierro: el federal Hernández no era bien visto en casa de tradición unitaria2. La lectura del libro dejó, desde temprano, su impronta en él. Andados los años, Borges irá dedicando más de cuarto centenar de trabajos diversos al poema y a sus temas conexos. Las alusiones y referencias al texto mayor de la gauchesca menudearán en toda su obra. Pueden señalarse muchas vías de aproximaciones borgeanas al poema: inquisiciones hurgadoras en el sentido profundo de un pasaje, exégesis sobre episodios, postulación de tesis imprevisibles, ingeniosas, falaces, abusivas, unas; renovadoras, otras. Todas ellas formas ensayísticas, muy atendibles, por cierto, pero que disputan su verdad con los encuadres de otros críticos o intérpretes agudos y valiosos3. Lo que de Borges -en relación con el Martín Fierro- resulta de indiscutible mérito son las proyecciones del poema en sus ficciones. De éste, escribió el autor de «El fin»: «...un libro cuya materia puede ser todo para todos (I Corintios, IX, 22), pues es capaz de casi inagotables repeticiones, versiones, perversiones»4, como prefigurando sus posibilidades personales.


«Biografía de Tadeo Isidoro Cruz» y los niveles de significación

La primera ficción de Borges tramada sobre elementos del Martín Fierro se intitula «Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)». En apariencia, Borges presenta una biografía apócrifa -ejercicio grato al creador de tanta obra y autor de esta naturaleza- del sargento Cruz, tejida con algunos datos ofrecidos en el poema y otros ideados o inferidos. Lo que primero llama la atención es que el personaje aparezca dotado de dos nombres que no figuran en la versión poemática. El doble bautizo borgeano tiene sus implicancias, frecuentes en un escritor para quien suele cifrar en los nombres el destino de sus portadores. «Tadeo» es nombre que figura como el segundo de uno de los dos Judas. Judas Iscariote, traidor, y Judas Tadeo, cuya traducción es «valiente». Éste último, según la tradición, era pariente de Jesús y parecido a Él en la figura y expresión del rostro. Caben, entonces, dos alusiones: Cruz, «Tadeo», «valiente», estará signado desde su nombre por el destino de la valentía y del coraje; la semejanza entre Jesús y Tadeo puede extenderse -extensiones de planteos o alusiones religiosas a otros planos, sólitas en Borges- a la relación Fierro y Cruz. La vida que el personaje narra es, para Borges, la misma de Martín: «Cruz le cuenta su historia que (según observó Juan María Torres) es la misma de Fierro»5. Cruz es otro Fierro, es Fierro; con él se identifica en el trance decisivo pues reconoce su misma naturaleza con un grito identificador: «¡Cruz no consiente / Que se cometa el delito / De matar ansí a un valiente (I, 1624-6). Fierro lo reafirma: «Ya veo que somos los dos / Astilla del mesmo palo» (I, 2143-4). En cuanto al nombre Isidoro, la razón puede ser otra que la etimológica. Un bisabuelo de Borges se llamó Isidoro Suárez y a él dedicó el autor un par de poemas. Era coronel y luchó victoriosamente en Junín contra los federales. Además, un abuelo del autor, evocado en varias páginas suyas, alsinista que se batió por Buenos Aires en Cepeda y en Pavón, se llamó Isidoro Acevedo (Cruz en 1849, «fue a Buenos Aires con una tropa del establecimiento de Francisco Xavier Acevedo», p. 54)6. El nombre de «Isidoro» tiene resonancias familiares en Borges y evoca en él luchas internas por la patria. La madre de Cruz se llamó Isidora y transfirió su nombre y apellido al hijo que el padre no pudo nominar. El anónimo padre de Cruz, era montonero; procedía de la zona de la Laguna Colorada (de allí, también, el asesino que busca Cruz con su partida). El hijo es engendrado en una noche de pesadilla. El desconocido murió al día siguiente sin confiar a nadie su sueño atroz -quizá anticipada visión del destino de su hijo-, «partido el cráneo por un sable de las guerras del Perú y del Brasil» (p. 53).

Otro detalle observable en el título y en la ficción, es la doble fecha que encierra, en sus guarismos, la vida de Cruz, y que indican 45 años a la hora de su muerte, ocurrida -por viruela- dos años más tarde de la publicación de El gaucho Martín Fierro (1872). Varios años se señalan como hitos en la incompleta narración («En su oscura y valerosa historia abundan los hiatos», p. 55): pero, en última instancia, no importa sino una fecha precisa, un momento de una jornada: la noche del 12 de junio de 1870 en que se revelará a Cruz su verdad esencial. Los accidentes y los sucesos que no sean ése no interesan finalmente. Su historia -la que Borges traza- puede estar hecha «de verdad sustancial y de errores accidentales». Esa verdad radica en el trance ocurrido aquella noche. Lo que Borges llama biografía no es la historia de los días sucesivos y farragosos de un hombre. Es, más bien, precisar los actos claves que revelan el sentido de esa vida. Esos actos pueden ser, en suma, uno solo:

Mi propósito no es repetir su historia. De los días y noches que la componen, sólo me interesa una noche; del resto no referiré sino lo indispensable para que esa noche se entienda.


(p. 53)                


Esta postulación es básica. Borges traía en un plano de igualdad la biografía de un ser de carne y hueso -Evaristo Carriego- y la de un ser de ficción, Cruz. En Carriego busca Borges algunos actos volvedores, recurrentes y emparentados que revelen cierta constancia esencial; pero ellos pueden cifrarse en uno solo: toda vida consta de un solo momento7. En la «biografía» de Cruz no hay sino repetición de una situación, aunque invertida, para mostrar que son la misma. Al paso, rechaza Borges la explicación del personaje basada en tesis deterministas, «la influencia de la llanura sobre su formación», pues gauchos como Cruz se dieron en las riberas del Paraná y en las cuchillas.

En su vida, Cruz no vio jamás los signos de la civilización: «Ni un pico de gas, ni un molino. Tampoco una ciudad» (p. 54). En ocasión de un arreo a Buenos Aires, él, receloso, quedó en el vecindario de los corrales, sin penetrar en ella. «Comprendió (más allá de las palabras y aun del entendimiento) que nada tenía que ver con él la ciudad» (p. 54). Este mismo hecho de rechazo oscuro o secreto, de comprensión profunda e inconsciente de que él y la ciudad pertenecen a orbes diferentes, preocupó en otros casos a Borges. Así, en otro sitio8, recuerda casos similares: el de aquel domador que, traído a Buenos Aires por tres días, permaneció encerrado en la pieza de una fonda del Once, ante el asombro de su patrón; la tranquilizadora explicación de su pariente Lafinur ante el temor de que las tropas gauchas invadieran Montevideo: «el gaucho le teme a la ciudad»; el gesto semejante de los beduinos en las ciudades árabes e historias de jinetes mogoles frente a ciudades chinas. Y concluye:

Remotas en el tiempo en el espacio, las historias que he congregado son una sola; el protagonista es eterno [...] Hay un agrado en percibir, bajo los disfraces del tiempo, las eternas especies del jinetes y de la ciudad, ese agrado, en el caso de estas historias, puede dejarnos un sabor melancólico, ya que los argentinos (por obra del gaucho de Hernández o por gravitación de nuestro pasado) nos identificamos con el jinete, que es el que pierde al fin.


(pp. 126-127)                


Cruz pertenece a «la eterna especie» del jinete, y a esta naturaleza responden sus actos. El peón de la fonda, los gauchos de Aparicio Saravia, los mogoles, son Cruz, son Fierro, son el jinete. Anticipa Borges, con el gesto de Cruz, en esta señalada filiación platónica, su profunda condición, que él no atina a comprender pero que guía sus actos. La ciudad es la civilización, incompatible con la barbarie raigal de Cruz. El mismo Borges, en un juego de opuestos, muestra vidas cifradas en un gesto de elección; me refiero a la «Historia del guerrero y la cautiva»9. Droctulft, el invasor bárbaro que murió defendiendo Ravena, que los suyos, y él mismo, atacaban. Ravena era Roma, la civitas. Borges explica: «Bruscamente lo ciega y lo renueva esa revelación, la Ciudad... Droctulft abandona los suyos y pelea por Ravena... No fue un traidor; fue un iluminado, un converso» (p. 49). Una historia inversa, la de la cautiva, revierte el planteo: aquella muchacha inglesa que, raptada en un malón, se integró a la barbarie y jamás retornó a su anterior orden. La anécdota la contó al autor su abuela inglesa, quien «quizá pudo percibir en la otra mujer, también arrebatada y transformada por este continente implacable, un espejo monstruoso de su destino...» (p. 51). Ese ímpetu que arrebata al guerrero y a la cautiva hacia extremos opuestos es el mismo, inexplicable e inflexible, que responde a una motivación original. Es el mismo que repliega a Cruz a los corrales, y que lo empuja a abandonar la partida que gobierna y luchar contra ella. La historia urdida por Borges altera, corrige, y se sirve de algunas precisiones de Hernández. Por ejemplo, las dos muertes de Cruz se resumen en una; la del asistente del Comandante y la del cantor se trasmutan en la de un peón borracho10. Entre la muerte del peón y el final hay otros lances. Después de matar, se hace matrero y es perseguido y apresado por la policía. En estos detalles, Borges se sirve de circunstancias tomadas de la historia de Fierro. Se escamotea la infidelidad de la mujer -se lo muestra, después, afincado con mujer e hijo- y se inventa la escena de enfrentamiento con la partida para asimilar más aún su historia a la de Martín Fierro. Véanse las circunstancias semejantes: «Cuando el grito del chajá / Me hizo parar las orejas» (I, 1473-4). «Me refalé las espuelas / Para no pelear con grillos; / Me arremangué el calzoncillo / Y me ajusté bien la faja, / Y en una mata de paja / Probé el filo del cuchillo» (I, 1499-1504). Y en la «Biografía»:

...noches después, el grito de un chajá le advirtió que lo había cercado la policía. Probó el cuchillo en una mata: para que no le estorbaran en la de a pie, se quitó las espuelas.


(p. 54)                


Cruz es llevado a servir en un fortín en el Norte como Fierro a la frontera del Sur, donde se enfrentará con los indios. En 1869 fue nombrado sargento de la policía rural. «Había corregido el pasado; en aquel tiempo debió de considerarse feliz, aunque profundamente no lo era» (p. 55). La frase primera tiene su ironía; Cruz no podía corregir su pasado, podría, a lo sumo, olvidarlo, taparlo, tan sólo, pues él respondió a una inmodificable ley del destino. En el poema él declara «No hay fuerza como el destino / Que le ha señalao el cielo» (I, 2011-2). El resto apunta esa latente fuerza oculta que lo rige y que asomará, dominante, en el momento preciso. Y en un paréntesis, a continuación de la infelicidad profunda se apunta, como agazapado sintácticamente -como la explicación honda en el alma de Cruz- uno de los dos párrafos esenciales de este relato:

(Lo esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida noche fundamental: la noche en que por fin vio su propia cara, la noche en que por fin escuchó su nombre. Bien entendida, esa noche agota su historia; mejor dicho, un instante de esa noche, un acto de esa noche, porque los actos son nuestro símbolo). Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es.


(p. 55)                


Le es caro a Borges este procedimiento de ceñir todo el sentido de una vida en un acto simbólico, en un momento decisivo e iluminador. Así como la historia universal está en cada hombre, y el universo cifrado en un punto, así la célula de un instante refleja el total organismo, encierra en sí el principio de vida y energía: es la biografía real. En varios sitios de sus obras Borges vuelve a esta idea que le es entrañable. Así, en «El Sur», en un momento imprevisible, la vida de Johannes Dahlmann cobra sentido. Existe para morir en una pelea a cuchillo, arma que ni siquiera sabe manejar. Él, hombre de libros, bibliotecario, lector asiduo de Las mil y una noches, va a morir en un duelo de coraje. Es su destino, que ahora intuye y que había presentido. El mismo planteo del hombre que se encuentra en un instante con la faz verdadera de sí mismo, con su realidad, se da en el «Poema conjetural». Monologa el doctor Francisco Narciso de Laprida:

Yo que anhelé ser otro, ser un hombre / De sentencias, de libros, de dictámenes, / A cielo abierto yaceré entre ciénagas; / Pero me endiosa el pecho inexplicable / Un júbilo secreto. Al fin me encuentro / Con mi destino sudamericano. / A esta ruinosa tarde me llevaba / El laberinto múltiple de pasos / Que mis días tejieron desde un día / De mi niñez. Al fin he descubierto / La recóndita clave de mis años / La suerte de Francisco de Laprida, / La letra que faltaba, la perfecta / Forma que supo Dios desde el principio. / En el espejo de esta noche alcanzo / Mi insospechado rostro eterno. El círculo / Se va a cerrar. Yo aguardo que así sea11.


Laprida alcanza se verdadero rostro a la hora de su muerte, como revelación final. Hay quienes no alcanzan esa iluminación; Cruz la logra dos años antes de morir.

Llega la orden a Cruz, sargento de la policía, de apresar a un matrero cuyo lugar de origen era el mismo que el del desconocido padre de Tadeo Isidoro y el mismo sitio donde muriera bajo un golpe de sable. Al mentarle la Laguna Colorada -el lugar en cuestión- hay un sacudimiento en él: «Cruz había olvidado ese nombre, con leve, pero inexplicable inquietud, lo reconoció...» (p. 56). Siempre las razones ocultas hasta el momento de la revelación. Y ya va en busca de «el hombre secreto», cuyo nombre sólo conoceremos al final, pues es el verdadero nombre de Cruz. Siguen los anticipos, y parciales reminiscencias (anámnesis, palabra de prestigio platónico, es la que corresponde): «Gritó un chajá; Tadeo Isidoro Cruz tuvo la impresión de haber vivido ya ese momento» (p. 56). Primero reconoce el lugar de origen de su padre, oscuramente, su origen parcial; luego, inciertamente, una situación ya vivida, por el grito del ave. El proceso de iluminación es gradual, se da por anticipaciones incompletas hasta llegar a una intuitiva, y luego esclarecida, comprensión de la situación durante la pelea. (Borges no relata el encuentro. «Un motivo notorio me veda referir la pelea» (p. 56): el reconocimiento del insuperable logro de Hernández y el no querer anticipar elementos). Y ahora, el segundo nódulo explicativo del relato al enfrentarse al perseguido:

Éste, [Cruz] mientras combatía en la oscuridad (mientras su cuerpo combatía en la oscuridad), empezó a comprender. Comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro. Comprendió que las jinetas y el uniforme ya le estorbaban. Comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario; comprendió que el otro era él. Amanecía en la desaforada llanura; Cruz arrojó por tierra el quepis, gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra los soldados, junto al desertor Martín Fierro.


(pp. 56-57)                


Asistimos a un ejemplar proceso de iluminación. La anáfora reiteradora del verbo «comprender» afirma esa penetración de luz en su vida tenebrosa. Es su cuerpo el que combate en la oscuridad y permanece en ella, su alma se va clarificando gradualmente hasta la identificación de su verdadero rostro, de su destino. El sentir como estorbo jinetas y uniforme es reconocerlos como ajenos a su condición; el arrojar el quepis es un último movimiento de despojarse de lo que lo encubre, de aquello que lo oculta. Cruz, con el gesto, se desnuda, se des-cubre, grafica con eso el fin del proceso de develación de su naturaleza íntima y original.

A la hora del epílogo, cobra sentido el epígrafe. Se trata de un par de versos de W. B. Yeats: I'm looking for the face I had / Before the world was made12. Esa búsqueda del rostro original, primigenio, «de espejo en espejo», enraíza en la concepción platónica. Oscuramente, atinamos a recordar la forma primera de cada realidad. «La noche en que por fin vio su propia cara» su espejo fue un acto de otro hombre, -otra versión del mismo destino- va vivido por él pero no interpretado; necesitó de esa objetivación de sí mismo, de ese fantasma, para comprender su secreta realidad. Recuérdese el pasaje de San Pablo recitado por Borges en varios ensayos: Videmus nunc per speculum in aenigmate: tum autem facie ad faciem. Nunc cognosco ex parte: tum autem cognoscam sicut et cognitus sum13. Ahora ve como en un espejo, ese espejo es Fierro; para Laprida fue otra noche: «En el espejo de esta noche alcanzo / Mi insospechado rostro eterno». From mirror after mirror. Como la abuela de Borges se vio a sí misma en «el espejo monstruoso» de la cautiva, otros encuentran su rostro en un espejo de papel, como Alejandro Magno en la historia de Aquiles, y Carlos XII de Suecia en las crónicas de Alejandro. «A Tadeo Isidoro Cruz, que no sabía leer, ese conocimiento no le fue revelado en un libro; se vio a sí mismo en un entrevero y un hombre» (p. 55).

Cruz es una de las formas de un Arquetipo, una copia de un Paradigma. Borges, que ha dicho que «lo genérico puede ser más intenso que lo concreto», presta en este caso, como en tantos otros suyos, una insólita proyección a los hechos de un individuo, a un acto de un hombre, trasmutándolo en símbolo («los actos son nuestro símbolo»), enriqueciendo los planteos y las criaturas con nuevas dimensiones en la generalización. «El individuo es, de algún modo, la especie, y el ruiseñor de Keats es también el ruiseñor de Ruth». Cruz es Fierro, es el matrero, el jinete, el lobo, el bárbaro. La actitud de Cruz no nace aquí de un acto moral, de un imperativo ético, de una decisión de solidaridad humana, ni de una admiración heroica, ni por una común ventura de vida o raza, como apuntan los diversos críticos14. Nace de un deslumbramiento en que el personaje descubre su destino en otro, de un autoconocimiento que lo entronca en raíz metafísica; Cruz palpa su ser, su naturaleza óntica: es el reflejo de un Arquetipo. Estas proyecciones filosóficas de las situaciones en los relatos borgeanos, son corrientes: como se sabe, él se sirve de la metafísica para su creación estética. «La metafísica es una rama de la literatura fantástica», define en «Tlön, Úqbar, Orbis Tertius».

Borges escribió en un ensayo que: «Su decisión [la de Cruz] se debe a que en estas tierras el individuo nunca se sintió identificado con el Estado»15. La explicación de la frase citada reduce el carácter simbólico de Cruz y su gesto a lo representativo nacional. Aun cuando el autor la amplía al indicar que es de herencia hispánica la raíz de ese individualismo, ella sigue restringida. La explicación borgeana padece limitación; la ficción borgeana, no, amplía lo simbólico hacia lo humano universal. La decisión de Cruz en la «Biografía» se debe a que él reconoce pertenecer a «una especie eterna», no a que sea hombre de estas tierras. La creación, una vez más, universaliza la interpretación ensayística de un autor.

Borges, en otro sitio, establece un claro distingo:

Creo que Kipling dijo que a un escritor le estaba permitido hacer fábulas y no saber cuál era la moraleja de esas fábulas. El escritor propone símbolos. En cuanto al sentido de estos símbolos, o a la moraleja que pueda sacarse, esto es asunto de la crítica, de los lectores, y no la suya16.


Sería error aplicar las declaraciones interpretativas de Borges sobre la razón de decisión de Cruz, como exclusivas a su «Biografía». Cuando dice que Cruz se mueve por el individualismo propio de los argentinos, se está comportando como lector de El gaucho Martín Fierro. Es lícito entonces que vea ese símbolo en la obra de Hernández, y nos lo proponga conceptualmente en un ensayo. Pero, cuando escribe su «Biografía» se comporta como creador, ofreciendo su obra a los lectores con todas mis posibilidades polisémicas. Puede partirse de los símbolos de la ficción hacia las concepciones que implican -o que pueden implicar- y buscar su ratificación conceptual en los ensayos; pero recorrer el camino inverso es riesgoso, pues se corre el peligro de forzar el texto en aras de los conceptos previamente tomados de lo ensayístico.

Una ficción poética lograda es polisémica. Ninguna interpretación agota su capacidad simbólica. Los actos de un personaje, el personaje mismo, pueden ser simbólicos. Aquí he comenzado por asentar el símbolo más universal del relato borgeano. Pero, claro está, caben otras posibilidades a distintos niveles de significación. Las interpretaciones suelen ser parciales y a diversos niveles, según el flanco de abordaje al texto que el lector elija.

En cuanto a las interpretaciones, creo que pueden ser múltiples. Las interpretaciones de una historia son siempre posteriores a la historia. Se empieza con el símbolo o con la historia. Después, los demás harán la interpretación. Este no es mi negocio, es el vuestro, como lector, como crítico. Lo importante es que la historia continúa viviendo en la conciencia de los demás. Si las interpretaciones son múltiples, tanto mejor. No rechazo ninguna17.


Tampoco los símbolos pueden explicitarse conceptualmente en forma cabal; su poder está en la sugestión intuitiva, profunda, y pocas veces exponible en forma racional. Es Anima quien, en definitiva, debe enfrentarlos, y la única que alcanza la verdadera comprensión: Animus sólo devana en el aire. Las diversas vías hermenéuticas penetran en un aspecto o en otro, en el texto; de allí sus observaciones y conclusiones. Una misma ficción alude a varias formas de realidad a un tiempo, pero de formas complejas, irreductibles a un allanamiento preciso.

He señalado el sentido metafísico, universal, de la «Biografía». El mismo autor, a propósito de la actitud del personaje del poema de Hernández, apunta otra interpretación posible en su misma obra: Cruz es una forma de nuestro individualismo argentino, de raíz hispánica. Recurrentemente, ha señalado Borges este carácter revelador de un aspecto del ser argentino. A ello se debe, estima, que prefiramos, intuitivamente, la figura de Cruz o de Fierro para identificarnos con ella. Fierro es el individualista, el hombre que lucha contra el pelotón adocenado de la partida que viene a arrestarlo por haber infringido artículos de cierta ley, y que encarna a la justicia que otros hombres habrán de aplicarle. Pero Cruz gana aún más la simpatía del argentino porque es un converso, se nos muestra en el momento preciso en que deserta de esa función de representar al Estado, por sentirla injusta y pasa a defender al hombre que encarna la valentía personal. Y somos Cruz con el personaje:

Nuestro pasado militar es copioso, pero lo indiscutible es que el argentino, en trance de pensarse valiente, no se identifica con él [...] sino con las vastas figuras genéricas del gaucho y del compadre. Si no engaño, este rasgo instintivo y paradójico, tiene su explicación. El argentino halla su símbolo en el gaucho y no en el militar, porque el valor cifrado en aquél por las tradiciones orales no está al servicio de una causa y es puro. El gaucho y el compadre son imaginados como rebeldes; el argentino [...] no se identifica con el Estado [...] es un individuo, no es un ciudadano [...] Siente con Don Quijote que «Allá se lo haya cada uno con su pecado» y que «No es de bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres no yéndoles nada en ello» (Quijote, I, XXII) [...] Esas dos líneas [...] son como el símbolo tranquilo y sereno de una afinidad. Profundamente la confirma una noche de la literatura argentina: esa desesperada noche en la que un sargento de la policía rural gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra sus soldados, junto al desertor Martín Fierro18.


El matrero es la forma argentina del arquetipo del rebelde. Pero cabe una tercera significación -articulable y distinguible de la anterior- en el polisémico personaje Tadeo Isidoro Cruz. Él es la encarnación del gaucho argentino, no ya del individualista alzado, y no por su destino final sino por todos los actos de su vida. El hecho de que Cruz y Fierro sean el paradigma de los matreros, no significa que sean el gaucho. En forma reiterada ha hecho Borges la distinción en páginas ensayísticas. Se sabe que para él -haciendo pie en una temprana y lúcida concepción de Calixto Oyuela- el destino de Fierro no es el destino colectivo de los gauchos argentinos, ni expresa el de una raza o cosa vecina; es tan sólo la historia individual de un cuchillero de mil ochocientos setenta y tantos, que no puede ser propuesto como tipo nacional. Gauchos han sido muchos; matreros, unos pocos. Lo cifra en un verso: «Fue el matrero, el sargento y la partida»19. En su «Biografía», Cruz sintetiza la vida trajinada del gaucho argentino, la pluralidad de puestos que cubrió: fue tropero, matrero, soldado de las guerras civiles, soldado de frontera, peleó contra los indios, peleó por uno y otro partido que se disputaban la república, fue paisano aquerenciado, con mujer, hijo y hacienda, fue sargento de la policía rural... Así, el acto final revela el destino de Cruz, pero el resto de los actos de su vida, los del gaucho argentino.

Otras posibilidades de interpretación caben en el juego de alusiones y supuestos de la «Biografía». El enfrentamiento, ya apuntado, de «civilización y barbarie»; los diferentes elementos contrastados la proponen: por un lado, los montoneros, López, «el mundo de barbarie monótona» en que vivía Cruz; por otro, los Lavalle, los Acevedo, los Suárez. Más sarmientamente, Cruz es la barbarie, es el campo frente a la ciudad que siente como enemiga. Pero también es el cristiano frente al infiel, el indio al que combatió a las órdenes del sargento mayor Eusebio Laprida cuando servía en la frontera. Cruz simboliza las guerras fraticidas argentinas: «a veces combatió por su provincia natal, a veces en contra» (p. 55), sintetizando así el oscilante conflicto de Buenos Aires y la Confederación. Su padre fue montonero federal que, con otros, fue derrotado y muerto por las tropas unitarias al mando del coronel Isidoro Suárez -bisabuelo de Borges- cuyo nombre lleva el personaje Cruz, asimilando en sí otra antítesis: unitarios y federales. Cruz es herido dos veces: una, en la lucha contra la partida, en la que ésta significaba un orden y él el alterador; otra, de un lanzazo indio, cuando él representaba un orden y los infieles, la devastación y el caos. También el psicoanálisis hallaría materia en esta sombra del duelo a cuchillo que obsede tantas páginas de Borges. La madre, Isidora Cruz, puede ser símbolo de la patria: «Cruz», sufrimiento, dolor y redención. Cruz nace de la conjunción de un montonero y de esa mujer. Y, si extremáramos las asociaciones, en otro plano de referencias simbólicas, riesgosa pendiente, puede recordarse que «Isidora» «Isidoro» significa, etimológicamente: «don-de-Isis» y que en la cosmogonía egipcia todos participamos de Ella, pues cada hombre es una gota de sangre de la diosa, la Madre de toda la vida; ella significa, también, la abnegación y el sacrificio por el hogar; en los círculos esotéricos, es considerada, la Iniciadora, la que posee el secreto de la vida, la muerte y la resurrección; el símbolo de los poderes de Isis es, nada menos, que una Cruz Ankh, la cruz con el nudo que indica lo que no tiene fin... Como tampoco lo tendría la tarea de desentrañar conceptualmente los sentidos de los símbolos. Se trata, tan sólo, de mostrar un desborde y una limitación. Ya lo advierte Pierre Emmanuel con acertado símil: «Analizar intelectualmente un símbolo, es como pelar una cebolla para encontrarla». El símbolo sólo existe en su infinita superposición de delgadas y tenues coberturas de significado y en el juego de sus implicancias y alusiones.

A propósito del libro de Martínez Estrada, Borges escribió:

El Martín Fierro ha sido materia o pretexto, de otro libro capital; Muerte y transfiguración de Martín Fierro (México, 1948) de Ezequiel Martínez Estrada. Trátase menos de una interpretación de los textos que de una recreación; en sus páginas, un gran poeta que tiene la experiencia de Melville, de Kafka y de los rusos, vuelve a soñar, enriqueciéndolo de sombra y de vértigo, el sueño primario de Hernández [...] Las futuras generaciones hablarán del Cruz, o del Picardía, de Martínez Estrada, como ahora hablamos del Farinata de De Sanctis o del Hamlet de Coleridge20.


Una suerte de destino persigue a Borges, por el cual todo retrato que él esboza se le torna, casi ineludiblemente, autorretrato. Las palabras que él destina a Martínez Estrada pueden revertirse y aplicarse a él, en el plano de la ficción. La tarea de Borges en la «Biografía», en cambio, es tomar como materia o pretexto el Martín Fierro para potenciar una creación con símbolos nacionales y universales a la vez. Su sueño es heredero de otro y, por cierto, no hemos de esperar a las generaciones venideras, pues las actuales ya están hablando del Cruz de Borges, una reelaboración que no es parasitaria, sino vitalizadora del personaje al trasvasarlo de ficción a ficción, enriqueciéndolo de posibilidades simbólicas.




«El fin» o el Canto 34 de «La vuelta de Martín Fierro»

La segunda, en orden cronológico, de las ficciones borgeanas deudoras del Martín Fierro, es «El fin»21. Las fuentes de este relato son el canto VII de El gaucho Martín Fierro y los cantos 29-30 de La vuelta de Martín Fierro. Entre las formas posibles de reelaboración ésta es una continuación, la suma de un episodio a los del poema, trance que Borges descubre larvado en el texto hernandiano, y del cual se presenta sólo como explicitador:

Fuera de un personaje -Recabarren- cuya inmovilidad y pasividad sirven de contraste, nada, o casi nada es invención mía en el decurso breve del último cuento, [«El fin»]; todo lo que hay en él está implícito en un libro famoso y yo he sido el primero en desentrañarlo o, por lo menos, en declararlo22.


Borges se halla frente al poema con un episodio potencial que aguardaba quien lo actualizara, y él emprende la tarea de desplegarlo. Da voz a un canto tácito que no entonara el autor: el Canto 34 de La vuelta de Martín Fierro. A propósito, es curiosa la insistencia con que en El «Martín Fierro» alude a esa posible continuación, que ya encuentra supuesta en el texto: «El desafío del Moreno incluye otro, cuya gravitación creciente sentimos, y prepara o prefigura otra cosa, que luego no sucede o que sucede más allá del poema» (p. 61). «Podemos imaginar una pelea más allá del poema, en la que el Moreno venga la muerte de su hermano» (p. 65, el subrayado es mío). «El fin» es ese más allá del poema, es el topos literario que da realidad verbal a lo posible; es el ámbito de realización de una posibilidad abierta. En la segunda de las citas, ya apunta la solución que le dará. (Las frases citadas las escribía Borges hacia junio de 1953; en octubre de ese año apareció «El fin»).

El pasaje del poema en que se alude al episodio frustrado está al final de la payada entre Fierro y el Moreno, a partir del verso 4427, hasta el cierro del canto 30. Sin duda el negro ofrece un doble reto. Uno a guitarra y otro a cuchillo. Hernández muestra el primero; Borges el segundo. Llama la atención que el Moreno ceda con cierta facilidad en el encuentro de contrapunto, declarándose derrotado. Borges reitera en su ficción la razón oculta, ya apuntada en el ensayo del mismo año (p. 63):

Los dos se encaminaron a la puerta. El negro, al salir, murmuró:

-Tal vez en este me vaya tan mal como en el primero.

-En el primero no te fue mal. Lo que pasó es que andabas ganoso de llegar al segundo.


(pp. 179-180)                


Los versos más evidentes en que se alude al duelo posterior son éstos: «Que al decidirme a venir / No solo jué por cantar, / Sino porque tengo a más / Otro deber que cumplir» (II, 4427-4432); «Mas, si el caso se presienta. / Espero en Dios que esta cuenta / Se arregle como es debido» (II, 4448-4450); «Y si otra ocasión payamos...» (II, 4451-6). En los dos cantores asoma una clara conciencia de un destino inevitable, al que se pliegan: «Y es misterio tan projundo / Lo que está por suceder, / Que no me debo meter / A echarla aquí de adivino: / Lo que decida el destino / Después lo habrán de saber» (II, 4463-8), y Fierro: «Yo no sé lo que vendrá, / Tampoco soy adivino; / Pero firme en mi camino / Hasta el fin he de seguir: / Todos tienen que cumplir / Con la ley de su destino» (II, 4481-6). El fin de Fierro, cumpliendo con su destino se dará en «El fin». La contienda se interrumpe al interponerse los presentes. Queda el desenlace pendiente...

«El fin» es un breve relato en tercera persona y punto de vista objetivo. Borges evitó la primera persona autobiográfica, que usa Hernández para el poema. Los personajes son cuatro: un niño, Recabarren, el Moreno y Martín Fierro. Los dos primeros no tienen voz: Recabarren y el niño -quizá su hijo- se entienden con un gesto de respuesta de éste a una pregunta sobreentendida de aquél. La pareja tensional de los dos agonistas de Hernández está dotada de voz. El lugar de la acción es aquella pulpería en que tuvo lugar la célebre payada. El papel de Recabarren, el pulpero, es doble: primero, ejerce como puente o conjunción entre los dos mundos ficcionales, el hernandiano y el borgeano; segundo, es el testigo único del duelo a cuchillo, que reedita otro:

Recabarren, patrón de la pulpería, no olvidaría ese contrapunto; al día siguiente, al acomodar unos tercios de yerba, se le había muerto bruscamente el lado derecho y había perdido el habla.


(pp. 177-8)                


Esta parálisis y esta mudez son signos de una fijación que sigue a la escena que se repetirá en otra versión. Recabarren queda fuera del tiempo; es un sostenido presente frente al fluir temporal de los otros personajes. «Habituado a vivir en el presente, como los animales» (p. 178) -como aquel gato de «El Sur»- es inmortal. Su actitud de impasibilidad presente es la de los dioses, asiste tan sólo a la escena del duelo. La índole sobrehumana del pulpero se apunta en una frase que lo acerca a lo divino: «Su mano izquierda jugó un rato con el cencerro, como si ejerciera un poder» (p. 178). Con ese cencerro es que el personaje estático se comunica con el mundo, con él reclama la presencia del niño. Con ese mismo cencerro, sin arrancarle sonido alguno, invoca mágicamente la aparición de Fierro haciéndolo surgir desde el fondo de la llanura. Es significativo que, a continuación de la frase citada («como si ejerciera un poder») prosigue el texto: «La llanura, bajo el último sol, era casi abstracta, como vista en un sueño. Un punto se agitó en el horizonte y creció hasta ser un jinete, que venía, o parecía venir, hacia la casa» (p. 178). La invocación muda del gesto mágico hace surgir, reclama, a Martín Fierro para consumar el otro duelo. Así cumple Recabarren la primera parte de su papel de articulador de dos ámbitos ficcionales.

En el relato hay tres formas de percibir el tiempo: la primera, la del pulpero, es un presente ininterrumpido; la del Moreno, quien lleva una minuciosa contabilidad del fluir temporal, aguzada por la continuada espera vindicativa. Por eso, al encontrarse con Fierro puntualiza: «He esperado siete años», palabras que repite, como últimas, antes de trenzarse en lucha. El negro, que aguarda en la pulpería desde el día del contrapunto, su segunda oportunidad, hace sonar sin canto -ya las palabras fueron superadas, ya fue vencido en ellas- constantemente la guitarra. Borges ha definido la música como una forma del tiempo. El negro lo teje y lo desteje en su instrumento: «De la otra pieza le llegaba un rasgueo de guitarra, una suerte de pobrísimo laberinto que se enredaba y desenredaba infinitamente...» (p. 177). La tercera forma de percepción temporal es la de Fierro, para quien vagamente han trascurrido los días: «Una porción de días te hice esperar, pero aquí he venido» (p. 178). En el tratamiento mutuo, los personajes mantienen los usos de Hernández. Fierro, con voz áspera, vosea al negro; éste, con dulzura, lo trata de «señor», cumplido y atencioso.

Borges, en alguno de sus ensayos, consideró inarticulados en el poema algunos actos del protagonista y sus palabras. Recuerda que mata, asesina al negro, y, sin embargo, a la hora de los consejos a los muchachos -aún recientes los preámbulos de una pelea, evitada por terceros- les dice: «El hombre no mate al hombre / Ni pelee por fantasía; / Tiene en la desgracia mía / Un espejo en qué mirarse» (II, 4733-5). Comenta Borges: «Martín Fierro, que acaba de contestar con burlas a un hermano del hombre que asesinó, les dice untuosamente: El hombre no mate al hombre...»23 Da esto como desajuste entre la ética de las palabras y la ética de la acción, que aquí se resuelve por una conveniencia para la educación de los hijos; solución hipócrita, por cierto:

-Les di buenos consejos -declaró- que nunca están de más y no cuestan nada. Les dije, entro otras cosas, que el hombre no debe derramar la sangre del hombre.

Un lento acorde precedió a la respuesta del negro:

-Hizo bien. Así no se parecerán a nosotros.

-Por lo menos a mí -dijo el forastero, y añadió como si pensara en voz alta.- Mi destino ha querido que yo matara y ahora, otra vez me pone el cuchillo en la mano.


(p. 179)                


Fierro se declara, casi, instrumento de ese destino que le pone el cuchillo en la mano, que lo usa a él como cuchillo (semejante es el destino a aquel vicio atemporal de «El Sur» que arroja a Dahlmann el arma para el duelo). A la referencia de Fierro de que otra vez se va a batir, el negro, como si no lo oyera, acota sugestivamente: «Con el otoño se van acortando los días», aludiendo figuradamente a los propios de ambos. Martín, tomando lo que le puede tocar, responde desafiante: «Con la luz que queda, me basta» (p. 179). Y, luego, «como cansado», como agobiado por una realidad ineluctable, retoma el desafío: «Deja en paz la guitarra, que hoy te espera otra clase de contrapunto» (p. 179). Y se entronca así un duelo con otro.

Dije que el canto VII de El gaucho Martín Fierro es fuente de esta ficción, en tanto que en él se narra la pelea fatal entre Martín Fierro y el negro -hermano del desafiante actual- en ocasión de un baile. Como se sabe, la escena ha impresionado fuertemente a Borges; tanto, que no hay, casi, ensayo suyo sobre el poema en que no retraiga la atención sobre este encuentro desgraciado que lo obsede. Respecto al acto del protagonista, puntualiza Borges que no mata, sino que asesina a su contrincante: «porque el insultado que se deja arrastrar a una pelea que otro le impone, ya está dejándose vencer por ese otro»24. En «El fin» los papeles se invertirán, pues el Moreno ocupará el de Fierro. Fierro vuelve a la lucha, ya vencido, por razones más hondas, por ley del destino. Con ese gusto por las simetrías de ciertos destinos, tan sabroso a Borges, Fierro vuelve para morir y el negro, que se comporta como la inflexible voz vindicatoria del destino, le pide que la pelea no sea una entrega a su cuchillo; desea que las circunstancias se aproximen lo más posible a su modelo repetible:

-Una cosa quiero pedirle antes que nos trabemos. Que en este encuentro ponga todo su coraje y toda su maña, como en aquel otro de hace siete años, cuando mató a mi hermano.

Acaso por primera vez en su diálogo, Martín Fierro oyó el odio. Su sangre lo sintió como un acicate.


(p. 180)                


Las palabras del negro cumplen su cometido, contagian el odio a Fierro. Otros fueron los instrumentos de éste para con el hermano del Moreno: afrentas a su compañera, burlas a la futura víctima. Acorde con su índole, este otro no insulta, solicita. En confirmación de las predichas simetrías, los detalles de ambas peleas se identificarán: «Y ya me hizo relumbrar / Por los ojos el cuchillo, / Alcanzando con la punta / A cortarme en un carrillo.» (I, 1223-6). Ahora Fierro se trasmuta en el Moreno: «Se entreveraron y el acero filoso rayó y marcó la cara del negro» (p. 180). En Hernández, el matador dice: «Nunca me puedo olvidar / De la agonía de aquel negro» (I, 1237-9); en Borges: «Inmóvil, el negro parecía vigilar su agonía laboriosa» (p. 180). Esta vigilancia fría y esa inmovilidad convienen a quien debe cumplir acabadamente un acto hasta el final. Borges, en el poema, se siente impresionado por cuatro versos que son cifradores de la índole del protagonista: «Limpié el facón en los pastos, / Desaté mi redomón. / Monté despacio y salí / Al paso pa el cañadón» (I, 1249-1252). Y apunta: «El hombre sale de matar, resignado». El adjetivo condensa la actitud del que reconoce un destino que se le impone; y aclara en su ensayo: «El inglés conoce la locución kill his man, descífrese 'matar el hombre cuya muerte era mía' o 'matar el hombre que tiene que matar todo hombre'»25. Martín Fierro no podía no matar, esa suerte le estaba reservada y le es impuesta. Por eso, cuando en otro ensayo, Borges vuelve a comentar la actitud de Fierro, y dice: «El 'monté despacio' del penúltimo verso corresponde al evidente propósito de no mostrar temor ni remordimiento»26, empobrece o reduce la proyección de su anterior interpretación, pues le atribuye a Fierro, a los propósitos de Fierro, a su voluntad, la razón de sus actos posteriores al homicidio, cuando, en realidad, son los gestos, los ademanes naturales de un destino impuesto; no intentará probar nada, hará lo que deba, sin pena ni remordimiento. Todos los gestos finales son la aceptación de esa imposición y realidad de haber muerto su hombre. El destino es un peso superior que agobia al protagonista y contamina todos sus movimientos de una lentitud de resignación: limpiar calmosamente el facón, montar despacio y partir al tranco. No valen precipitaciones temerosas, ni ostentosidades bravuconas, ni calculados desplazamientos; todo lo rige esa fuerza que lo gobierna. Borges, en sus páginas ensayísticas, aplica al poema una interpretación que, luego, con un detalle de preocupación por los circunstantes, limita. En cambio, en el plano de la ficción alcanza acierto con sus personajes que se mueven «como cansados». Así, como era de prever, los mismos gestos despaciosos de Fierro los cumple el Moreno en «El fin»: «Limpió el facón ensangrentado en los pastos y volvió a las casas con lentitud, sin mirar atrás» (p. 180). El negro no puede tener propósito de mostrar nada a nadie, pues ignora que tiene un espectador estático, impasible, Recabarren. Los ademanes, insisto, nacen del natural reconocimiento de que lo ya hecho es irreversible. Otras ficciones de Borges presentan esa calmosa aceptación del destino personal.

El Moreno no tiene nombre propio, como en Hernández, porque no es otra cosa que «el hermano del muerto», «del vengador». Su parentesco ya marca su destino. Por lo demás, está llamado a ser nadie, un hombre vacío que agota su destino en la misión de ese atardecer. Más que un hombre, es una función vindicativa, una categoría: el justiciero. «Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre» (p. 180). En el relato, el deuteragonista es siempre nombrado como «el forastero»; sólo sabemos su verdadero nombre en el momento concreto en que el negro retrae, en la alusión, la muerte de su hermano; entonces, se lo menta por su nombre. Ahora es Martín Fierro, cuando oye el odio de la venganza y recuerda la escena. Pero, lo será por breve tiempo, porque el Moreno ocupará su lugar.

«El fin» no es tal, es un título falaz. Hernández había dejado una posibilidad potencial de agregar un episodio que continuara y concluyera, con los días del protagonista: «Hasta el fin he de seguir: / Todos tienen que cumplir / Con la ley de su destino» (II, 4484-6). Esa posibilidad es aprovechada por Borges, pero «El fin» no es cierre definitivo. Fierro mata a un hombre y su hermano mata a Fierro, convirtiéndose entonces en victimario, cosa que no es una simple circunstancia, sino una forma de destino. Se eslabona así una cadena de victimario-víctima, sin que se vea su clausura. (Podría postularse -pese a los consejos del padre- que alguno de los hijos de Fierro haga justicia por su mano con el Moreno...). El negro se trasmuta en Fierro al final del relato. «El fin» es un relato de final abierto que plantea un infinito prospectivo, así como «Las ruinas circulares» o el soneto «Ajedrez II», un infinito retrospectivo en busca del origen. En dos dimensiones temporales, futuro y pasado, el mismo juego de desplazamientos infinitos. «El fin» es una infinita apertura, algo siempre recomenzado. Muy borgeana, también la identificación final entre víctima y victimario, hasta confundirse; entre buscador y buscado («El acercamiento a Almotásim», «Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto»), entre dos contendores («Los teólogos»)27.

Es significativo que Recabarren, postrado, contemple la realidad de la pelea en la llanura, a través de la ventana del cuartucho («Desde su catre, Recabarren vio el fin...»). El marco de aquélla encuadra esa realidad trágica y la ficcionaliza, la aísla de lo circundante prestándole un sentido de escena de cuadro, atemporal. Las circunstancias de la pelea valen como elementos desrealizadores, la hora de la sobretarde, con una forma de expectación misteriosa («Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo: nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una música...» p. 180). Inexpresable en palabras, la llanura, como escenario irreal, casi onírico en su vastedad infinitamente repelida («La llanura, bajo el último sol, era casi abstracta, como vista en un sueño», p. 178. «Un lugar de la llanura era igual a otro y la luna resplandecía», p. 180). Un personaje que vive fuera del tiempo, paralítico y mudo, es el nexo entre las dos ficciones, el articulador de dos mundos literarios, el que acciona la tradición literaria, contempla desde su eterno presente, como un dios, una realidad que se le muestra enmarcada, como una obra artística, una escena ficcionalizada que ocurre en una hora y en un sitio que son casi irreales. Todo hace que este observador, sub specie aeternitatis, contemple esa escena para siempre, de siempre. En otra página suya. Borges evoca una escena de un duelo a cuchillo que siempre vuelve a ser, porque ha sido materia del arte. «El fin» participa de esta pervivencia como en forma refleja.

El culto del coraje, señalado como devoción argentina, se encuentra cifrado en el duelo a cuchillo, cuyo modelo artístico es el de El gancho Martín Fierro. La escena adquiere categoría de mito argentino, en el cual se reconocen, o querrían reconocerse, los lectores. Hay una página borgeana titulada «Martín Fierro»28, que, construida sobre un recurso iterativo, enumera cuatro sucesivas realidades argentinas: los ejércitos libertadores y sus triunfos, es la primera celebrable; a continuación, dos realidades oprobiosas, «las dos tiranías», y la cuarta, es la obra de un poeta (Lugones) que contempló con amor y describió las plantas y los pájaros de nuestra tierra. Todos los parágrafos se cierran con la conversión: «Estas cosas, ahora, son como si no hubieran sido». No tienen realidad permanente, pertenecen al pasado, pero:

En una pieza de hotel, hacia mil ochocientos setenta y tantos, un hombre soñó una pelea. Un gaucho alza a un moreno con el cuchillo, lo tira como un saco de huesos, lo ve agonizar y morir, se agacha para limpiar el acero, desata su caballo y monta despacio, para que no piensen que huye. Esto que fue una vez, vuelve a ser, infinitamente. Los visibles ejércitos se fueron y queda un pobre duelo a cuchillo: el sueño de uno es parte de la memoria de todos.


(p. 36)                


También es parte de la memoria de Borges, quien se aplicó a recrear ese sueño en otro borrador.

Las dos ficciones aquí consideradas, la «Biografía» y «El fin», tienen en común una misma realidad, el encuentro del hombre con su destino inexorable. Cruz, Fierro, el Moreno se enfrentan al suyo (Otras ficciones ratifican ese sentido borgeano del destino, por ejemplo «El muerto» o «La espera»).

Borges recuerda que en «Tlön» lodos los hombres que realizan el mismo acto son el mismo hombre. «Todos los hombres que repiten una línea de Shakespeare, son William Shakespeare». Todos los hombres que leen el poema de Hernández son Hernández, pero, para los argentinos, vendría a decir Borges, que leemos la escena de la pelea, somos además Martín Fierro.

Insiste, Borges, acerca de la «Biografía» que «la aventura consta en un libro insigne» (p. 53) y de «El fin», «nada, o casi nada es invención mía» (p. 116). Cierto es que en ese libro -siempre aludido y nunca mencionado- está la aventura del personaje Cruz y algunas circunstancias de su vida y el larvado episodio del segundo duelo. Pero Borges presta a los mismos hechos una proyección nueva y personal y actualiza con sentido muy propio el trance potencial del poema. Si cuando niño, el poema, leído a hurtadillas, dejó en él su impronta; andado el tiempo, él dejará la suya en la materia que maneja. Allí están sus peculiares modalidades expresivas, su sabia retórica, sus amaneramientos, los conceptos y elementos recurrentes, los laberintos, los espejos, las simetrías, las alusiones veladas. De aquel libro que «es capaz de infinitas repeticiones, versiones, perversiones» (p. 53) las ficciones borgeanas serán consideradas meras repeticiones, por unos; lastimosas perversiones, por otros; son, en realidad, versiones, en una doble acepción del vocablo. Una forma de traducir peculiar, no los mismos contenidos en diferentes palabras, sino usar las casi, idénticas palabras para contenidos diversos. Y, también, una forma de trasvase de verter, de trasiego, en que pone mucho de sí. Tres clases de escritores habría: los que, como la hormiga, acarrean sólo lo ajeno, sin aportar nada; y estos son escribanos, no escritores; los que, como la araña, sacan todo de sí para su tela, y estos son inexistentes, o dioses; y los que, como la abeja, trasmutan en miel personal lo que liban de diversas flores. La labor de Borges aquí es de muy especial abeja, que ha libado en la miel de la tradición literaria, no en las flores; en la miel de Hernández, asimilándola, «borgizándola».

Habla, ahora, el poema de Hernández -con palabras de San Pablo-, a su reelaborador Jorge Luis Borges:

Siendo del todo libre me hago siervo de todos para ganarlos a todos, y me hago judío con los judíos, para ganar a los judíos. [...] Me hago con los flacos, flaco, para ganar a los flacos; me hago todo para todos, para salvarlos a todos.


(I, Corintios, IX, 19, 22, 23)                








 
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