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¿Qué será eso que llamamos vanguardia cinematográfica?

Manuel Palacio





Existe desde hace muchas décadas una importante reflexión teórica / práctica sobre el concepto de vanguardia. Los motivos de la proliferación de los estudios sobre este tema son variados, pero en su base se encuentra la clara conciencia que el período de las vanguardias históricas es el eje vertebral de cualquier debate estético-teórico sobre el arte de este siglo. Soy consciente de que la definición pública del concepto de vanguardia ha evolucionado con los tiempos y, como tal, trasciende de sus lindes originales; es decir, de aquellos fijados por unos determinados movimientos artísticos culturales producidos en las bellas artes y en la cultura en las tres primeras décadas del presente siglo. En la actualidad, la definición pública del concepto vanguardia, y más allá de los imprescindibles pruritos históricos, nos remite exclusivamente a una determinada posición del conjunto de una obra (o de un específico texto) en el conjunto de las instituciones artísticas. O más radicalmente a una categoría estética.

Sin embargo, lo anterior, es decir, que la definición pública del concepto de vanguardia se haya modificado en los últimos sesenta años, no parece que nos permita reproducir en un Congreso de Historiadores la vulgarización que desde el saber común se hace de la utilización del calificativo vanguardista. Hablar de la vanguardia no puede realizarse sin partir de los presupuestos que delimitan lo que es el dominio de aquélla. Dominio que, con sus mutaciones, ha estado lo suficientemente circunscrito desde el ya lejano tiempo en el que el término militar pasó a designar unas determinadas relaciones en el arte y la literatura. Y ello es así para el arte en general y para el cine en particular, pese a que la lectura de la relación de ponencias del III Congreso de la Asociación Española de Historiadores del cine parezca el temario de un programa distinto del que enuncia su título.

Lo cierto es que en España no han existido o, para ser más exactos, no han tenido ninguna trascendencia, dentro de los debates generados en el sector cinematográfico, reflexiones rigurosas sobre el concepto de vanguardia cinematográfica. La misma evolución de la definición pública del concepto se ha vivido en España con una indiferencia general; y no olvido que desde mediados de los años veinte (es decir, desde hace casi setenta años) se ha venido elaborando unas ciertas disputas sobre la definición de la vanguardia cinematográfica. Ya en esos años, Jean Epstein impartía una célebre conferencia en el no menos célebre Vieux Colombier, el 14 de diciembre de 1924, con el título de Pour une avant-garde nouvelle, reivindicando, frente al modelo de cine narrativo dominante, lo que entonces se llamaba «cine puro». Y también, León Moussinac zahería a los vanguardistas en 1928 con argumentos de mucho predicamento en nuestros lares denominándolos decadentes y superficiales.

Y no olvido que desde hace al menos treinta años se ha venido especulando sobre lo arriesgado y precipitado que fue trasplantar la denominación de vanguardia, utilizada para descubrir los discursos estéticos de los movimientos artístico-literarios históricos de vanguardia, al cinema. De hecho, la denominación de vanguardia a un tipo de cine requiere más de una precisión, fundamentalmente por la difícil imbricación que poseen los vocablos cine y vanguardia; y porque si la práctica y teoría vanguardistas se elaboran en relación con la institución, parece inexcusable constatar las desemejanzas que existían entre las incipientes instituciones arte (origen de la definición base de la vanguardia) y cine (con el riesgo de la petulancia de toda autocita, este tema lo he desarrollado en «La vanguardia estaba en otra parte», ponencia del congreso El surrealismo y el cinema, cuyas actas y documentos proyecta publicar en un futuro inmediato la Caixa de Pensions).

Baste ahora recordar que desde la institución arte usualmente se ha observado con recelo, aún hasta hoy día, la hipotética «artisticidad» de aquellos soportes que como el cine contradicen la individualidad en el proceso de producción de la obra. Además, el cine de vanguardia (más tarde ocurrirá con el vídeo) erosiona absolutamente la diferencia entre original y copia, y es difícilmente clasificable dentro de los circuitos económicos de la institución arte. Los comisarios de cine y vídeo de los museos de arte contemporáneo (entre paréntesis: figura inexistente en nuestro país) apenas han logrado que estas dos formas de expresión figuren como notas a pie de página en los textos de historia del arte.

A su vez, desde la institución cine, el cine de vanguardia ha sido considerado exclusivamente o bien como alternativa a los productos de la industria o bien como laboratorio, más o menos desarrollado, de experimentación. De hecho, cuando la industria del cine ha vislumbrado la posibilidad de reciclar y aplicar los experimentos del «laboratorio» de la vanguardia cinematográfica así lo ha hecho; en otros casos, con Michael Snow, límites -como indicaba Noël Burch- de las relaciones entre narratividad y diégesis, directamente los ha ignorado. Frente al vídeo, y con la institución cine que conocimos en fase terminal, la industria del cine respondió inicialmente con acritud y con las más duras defensas gremiales; más tarde entendió que los distintos subsectores de la institución no se interfieren entre sí; al menos, así parece entenderse del contenido cinematográfico, televisivo y videográfico de los recientemente inaugurados Museos de la Imagen en Movimiento en Nueva York y Londres (en España, a causa de la debilidad congénita de la industria y de los pacatos administradores cinematográficos, enigmáticamente denominados en la Administración Central, ICAA -Instituto de la Cinematografía y las Artes Audiovisuales-, no existen apenas conexiones entre industria y experimentación formal, sea ésta en cine o en vídeo).

En este punto convendría recordar, quizá con la finalidad de plantear un hipotético debate futuro sobre el concepto de vanguardia cinematográfica en el cine español, que la definición del concepto de vanguardia en cine atraviesa dos fases principales. Y que ambas fases, con independencia de desarrollarse en dos momentos históricos distintos, responden a dos modelos, más o menos divergentes, de enfrentarse al concepto de vanguardia cinematográfica.

La primera, de clara influencia francesa, fue elaborada casi coetáneamente a la finalización de la experiencia de la vanguardia histórica por autores que, como Georges Sadoul o Jean Mitry, estaban interesados exclusivamente en una concepción del cine de vanguardia aplicado a la industria; o, con las palabras que decía un poco más arriba, la vanguardia cinematográfica como transgresión a la industria o como laboratorio de la misma. Podemos incluir en este apartado a las lecturas marxistas sobre la vanguardia de algunos autores italianos, como las de Paolo Bertetto, Alberto Abruzzese, entre otros.

La simpleza de buena parte de sus argumentaciones (excepción hecha del pensamiento italiano), el esquematismo y la paradójica pobreza de sus fuentes de consulta, han resultado a la postre motivo suficiente para el generalizado abandono de esta línea de pensamiento.

La segunda fase de la evolución de la definición del concepto de vanguardia cinematográfica ha sido esencialmente elaborada por autores de procedencia anglosajona, que intentaron cobijar teóricamente la práctica fílmica tanto de algunos cineastas que realizaban su trabajo conscientemente al margen de la institución cine, como la de algunos artistas plásticos que cambiaron de soporte creativo al hilo de los movimientos de neovanguardia de los 60/70. Muy a menudo, y al igual que ocurrió en el tiempo de los movimientos históricos de vanguardia, los realizadores que más destacaron o no tenían ningún interés por incluir su trabajo en los marcos de la institución cine (por ejemplo, Stan Brakhage o Kenneth Anger) o se sentían más cercanos a las cuitas del arte contemporáneo.

Los teóricos que podemos adscribir a esta segunda fase (verbigracia, Paul Sitney desde Estados Unidos o Peter Gidal desde Gran Bretaña) incorporan metodologías de trabajo más actuales; a veces, buscando confluir con otros movimientos culturales o dominios de conocimiento (feminismo, psicoanálisis); a veces, como en el caso de Peter Wollen o Laura Mulvey, en clara conexión con algunas de las reflexiones que sobre la institución cine se articularon entre los años 60/70 (la reconstrucción, los sistemas de representación, las teorías sobre el sujeto). En la actualidad, ni siquiera los franceses (piénsese, por ejemplo, en Dominique Noguez o en Cludine Eizykman), siempre tan suyos, pueden acercarse al concepto de vanguardia sin tener en cuenta las aportaciones de esta nueva definición de la vanguardia. Lamentablemente, en el alicorto panorama bibliográfico español apenas existen traducciones de los autores mencionados. En cualquier caso, algo se puede encontrar en Los años que conmovieron al cinema, edición de Julio Pérez Perucha (Filmoteca de la Generalitat Valenciana).

Quizá fuera necesario acotar un último comentario. Si hubo un tiempo en que fue posible hablar de dos concepciones de vanguardia (o dos fases en la definición de concepto), en el que era posible utilizar criterios formales o estructurales para delimitar funciones diversas de la vanguardia cinematográfica, según fuese su posicionamiento frente a las instituciones del cine o de las artes plásticas, ese tiempo terminó. Debemos empezar por el principio a preguntarnos qué significa en la actualidad la vanguardia en un contexto en el que dentro del flujo televisivo vemos diariamente la vulgarización de todos los experimentos de todas las vanguardias que en el mundo cinematográfico han sido (en muchas ocasiones financiadas por las mismas televisiones y rodadas por los mismos realizadores de antaño), y en que los artistas / cineastas realizan su «oposición» a las instituciones trabajando en universidades y siendo financiados por los correspondientes ministerios de cultura.

Y sobre todo porque sobre nosotros revolotea el hecho de que la definición pública de la vanguardia cinematográfica ha sido fuertemente alterada por el propio desarrollo cultural, económico y social del capitalismo y, por supuesto, por la consolidación de las instituciones artísticas. Pero también porque el capitalismo ha creado o perfeccionado unas herramientas de producción y difusión de imágenes y sonidos que, como el vídeo, han modificado la producción audiovisual, los sistemas de representación del cine contemporáneo y, más importante que todo lo anterior, las formas de consumo audiovisual.

El problema es complejo, pues las dos concepciones que hemos desarrollado de la vanguardia cinematográfica, y con independencia de su escoramiento a la institución cine o a la institución arte, y del radicalismo de sus críticas a los sistemas de representación cinemáticos, han confluido -¿a su pesar?- a veces en el uso del vídeo y siempre en el obvio devenir televisivo de toda imagen en movimiento (por centrarnos en España, desde Adolfo Arrieta hasta Iván Zulueta, sin olvidar a José Ramón Dacruz o Manuel Huerga han hecho vídeo o televisión).

Reivindico pues a la vanguardia audiovisual, con independencia al soporte que se utilice, exclusivamente como una categoría estética que nos remite, en otro nivel del enunciado con anterioridad, a un segmento del arte contemporáneo. Algo que nos lleva a algo novedoso en la historia del cine como lo es el interés de la institución arte en potenciar el cine experimental como un pequeño segmento del arte contemporáneo, como forma de legitimar el trabajo individual de determinados artistas reconocidos como tales por la institución: Andy Warhol, Michael Snow o, entre nosotros, Juan Antonio Sistiaga; lo que, indirectamente, ha traído como corolario la imposición de unos determinados lugares de consumo: museos de arte contemporáneo, bienales, galerías o la inclusión de estos cineastas experimentales en los sistemas de subvenciones y becas propios de los artistas plásticos.

De lo anterior se desgaja otra innovación al concepto de vanguardia cinematográfica. En la actualidad, el cine de vanguardia puede estar adscrito sin rubor a dos instituciones diversas, a dos circuitos de consumo distinto que interpela a públicos que en pocas ocasiones coinciden, pese a que sus lindes son mucho más inestables de lo que algunos quisieran.


¿Y España?

Sin ningún género de dudas, la falta de un cine experimental en sentido estricto (es decir, en el sentido que se da al vocablo en el mundo), y tan sólo algunos mojones de vanguardia cinematográfica en el camino de la historia del cine español, es la principal característica de nuestro cinema. De hecho, las dos únicas monografías publicadas sobre el tema (Francisco J. Aranda: Cinema de vanguardia en España -1953- y Eugeni Bonet / Manuel Palacio: Práctica fílmica y vanguardia artística en España -1982-) plantean verdaderos malabarismos para poder hablar de concepto de vanguardia en soporte cinematográfico en España.

Y ello pese a que en la España de los años setenta se ha producido ya los cambios de organización interna del capital y reestructuración de la cultura producidos en Europa en los años de los movimientos históricos de vanguardia. De hecho, a partir de los años sesenta, la mayor internacionalización de las relaciones culturales entre España y el resto de Occidente va a tener como resultado un mayor acceso a las fuentes de información (pero también un mimetismo, mal asimilado, de la producción extranjera).

En los años posteriores a la muerte de Franco confluyen una gran cantidad de acontecimientos que hacen adquirir una pequeña confianza sobre la creación de una infraestructura estable de cine de vanguardia. Desde la II Semana del Film Super 8 (Barcelona, noviembre de 1976), en la que se proyectaron por vez primera en público una selección de la más reciente producción «vanguardista» española (Zulueta, Huerga, Julià), o las primeras exhibiciones del «underground americano» en la temporada 1975-1976 en la Filmoteca (entonces Nacional) hasta el II Anemic Cinema (Madrid, febrero de 1985), único «festival» de cine experimental acaecido en nuestras fronteras. Desde la muestra antológica de cine de vanguardia español, que se preparó inicialmente para el Museo de Arte Moderno del Centre Georges Pompidou (París, marzo de 1982), y que posteriormente se exhibió en varias ciudades españolas, hasta la misma existencia de la revista Visual, cuyo primer número apareció en diciembre de 1977 y su segundo y último en mayo de 1978, única publicación de alguna forma especializada en cine experimental en toda la historia del cine español. Desde los primeros tímidos intentos de que algunas entidades de la institución arte se conviertan en financiadores de cine experimental, como las becas que la Fundación Juan March concedió a Nacho Criado y a Juan Antonio Cadenas, hasta las exhibiciones que se realizan en algunas galerías de arte, como las de las galerías Vandrés, Buades o Redor, todas ellas en Madrid.

Sin embargo, este pequeño embrión murió antes de acabar de consolidarse, pero lo hizo de una forma paradójica. El ensanchamiento de la demanda y de la oferta cultural en los años ochenta, y las facilidades de acceso para la grabación y reproducción de imágenes que proporciona el vídeo, han tenido como consecuencia que en España, como en todos los países del mundo, se haya trasladado la van guardia cinemática al trabajo videográfico; eso sí, con unas posibilidades de difusión absolutamente impensables en cualquier otro momento de la historia.

Si la vanguardia parece que trata de ser una categoría estética que recoja las mutaciones en los sistemas de representación y que además tenga una cierta conexión con la vanguardia artística, parece que la única vanguardia audiovisual de los ochenta (y probablemente de los noventa) tendrá que trabajar en soporte videográfico. Algún día tendremos que hablar de este tema.







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