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ArribaAbajoManuel Gálvez y sus novelas de la guerra del Paraguay

En el vasto corpus de la obra narrativa de Manuel Gálvez, las tres novelas de la Guerra del Paraguay se destacan entre las mejores. A más de medio siglo de su publicación, y a despecho del gran cambio que se ha operado en el arte literario y en nuestra sensibilidad, conservan el mismo interés que suscitaron al finalizar la tercera década del siglo.

¿A qué se debe el éxito de estas tres novelas históricas? Podría argüirse que el novelista, apasionado de la historia, autor de excelentes biografías elaboradas sobre el fondo de la historia social, política y espiritual de su patria, se sintió en su elemento al componer su trilogía. Sin embargo, sus novelas históricas sobre el tiempo de Rosas -tiempo que tanto interesaba a Gálvez- no tienen la jerarquía artística de las Escenas de la Guerra del Paraguay.

Acaso el tiempo de Rosas suscitara un conflicto entre el novelista historiador y el banderizo. Pero el éxito de unas novelas y el fracaso de otras no es el tema que hoy nos ocupa. Atengámonos a considerar aquí las razones del éxito de la trilogía de 1928 y 1929. Pero antes de entrar en materia, convendría evocar lo que sobre la novela histórica escribió Alessandro Manzoni en su ensayo Del romanzo storico e, in genere, de' componimenti misti di storia e d'invenzioni177. Con este texto a la vista y ayudados por el notable estudio de Amado Alonso, Ensayo sobre la novela histórica178, plantearemos un problema cuyo análisis nos permitirá aproximarnos a nuestro asunto con mayor interés teórico.

Sabido es que Manzoni, nada menos que el autor de I promessi sposi, uno de los mayores logros del género, afirmó ser la novela histórica   —186→   un fracaso congénito inevitable. El historiador -que nunca conocerá todos los hechos históricos- utilizará conjeturas cuando su ignorancia de lo verdaderamente acontecido así se lo exija. Esto es legítimo. La Historia recurre a lo verosímil para llenar imaginativamente los huecos. Lo confiesa paladinamente, sin dar por real lo conjeturable. El novelista histórico funde lo realmente sucedido con lo que concibe su inventiva. El lector entonces, según Manzoni, el lector que no pueda distinguir entre lo histórico y lo ficticio, no puede lograr el placer añejo a todo conocimiento que se le ofrezca: la incertidumbre lo destruye.

«El objeto del arte está condicionado por la materia del mismo o por cualquiera de los materiales que emplea. Ahora bien: la novela histórica toma como parte de su materia la natural y propia de la historia»179. ¿Cuál es la finalidad de este género de novela? L'intento del vostro lavoro era di mettermi davanti agli occhi, in una forma nova e speciale, una storia più ricca, più varia, più compita di quella che si trova nell'opere a cui si da questo nome più comunemente, e come per antonomasia180.

La novela histórica, mejor que la Historia, pretende representar, merced a una acción inventada, el estado de la humanidad en una época dada. Pero esta pretensión no puede lograr la novela histórica. La Historia, sí, puede ofrecernos una visión sin falseamientos. Puede darnos una idea legítima de una época, fundada en «los diversos grados de certeza o de posibilidades descubiertos en las cosas». Lo no descubierto no debe inventarse sino conjeturarse y, como hemos visto, toda conjeturación en historia es aceptable.

La obra poética exige unidad de asentimiento en el lector, a la par que homogeneidad de impresión. Pero tal homogeneidad es imposible en la novela histórica por ser ella, por definición, mezcla de verdad y fantasía. En suma la novela histórica no es histórica por tener elementos añadidos que falsean lo positivamente cierto. Es más: fracasa, a su vez, como novela, como obra poética, por pareja razón, a saber: porque en ella intervienen personajes y sucesos reales mixturados con lo ficticio.

Manzoni distingue dos clases de asentimiento. Uno, el asentimiento histórico; otro, el asentimiento poético. Mas como en la novela histórica se proponen ambas formas de asentimiento, resulta de esto que, el asentimiento homogéneo, requisito esencial de la obra de arte, no puede verificarse. «Qual cosa più contraria ali'unità, all'omogeneità deli assentimento che la mancanza dell'assentimento?»181.

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Manuel Gálvez

Manuel Gálvez

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Veamos ahora en virtud de qué supuestos teóricos el autor de una novela histórica realmente estupenda como I promessi sposi llegó a conclusión tan negativa y tajante. Para ello será menester examinar algunos conceptos que nos den la clave de su sorprendente planteamiento. Empecemos por considerar su idea misma de la Historia. Para Manzoni, inspirado por Herder y fundiendo ideas herderianas a otras de su tradición filosófica católica, la Historia es algo sagrado: concebía él lo histórico como realización de un plan divino. ¿Cómo pues falsear, aunque fuese con la más pura poesía, lo que Dios mismo ha determinado que sucediese tal como ha sucedido? De aquí que la Historia, cosa muy seria, debía ser protegida de los devaneos de la fantasía poética. Historia y Poesía, cada una separada, cada una en su propio reino. Nada de contubernios.

Pero, ¿no nos había dicho Aristóteles en uno de sus textos más geniales, que la poesía «es cosa más filosófica y grave que la Historia?». ¿No nos ofrece argumentos que jamás se olvidarán? La Historia cuenta las cosas sucedidas; la Poesía, las que podrían suceder. Las que podrían suceder son las verosímiles o necesariamente posibles. La Historia se atiene a lo verdadero particular; la Poesía apunta preferentemente a lo universal. Es por esto por lo que el estagirita afirma ser la Poesía cosa más filosófica y grave que la Historia.

En Aristóteles, pues, lo verosímil asume una dignidad superior a lo verdadero sobre todo cuando esto último, se entiende, no pasa de ser algo puramente particular: lo verosímil lleva en sí lo eterno y universal, calidades que sobremanera lo valorizan. Para Manzoni, por el contrario, lo verosímil es una imperfección de lo verdadero: es simplemente lo conjeturable y exento de los excelsos atributos de lo necesario, lo universal y lo eterno.

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Acontece, sin duda, que en la poética de Manzoni, los hallazgos de Aristóteles están desvirtuados por el utilitarismo de Horacio, inserto en el imperativo famoso: delectare et prodesse: deleitar e instruir. Para Manzoni, lo de instruir asumía, enamorado como era él de la verdad y reverente como era él de la historia, una importancia decisiva: Istruzione e diletto erano i vostri due intenti; ma sono appunto cosi legati, che, quando non arrivate l'uno, vi sfugge anche l'altro; e il vostro lettore non si sente dilettato, appunto perché non si trova istruito182.

Consideremos ahora la noción de asentimiento en Alessandro Manzoni. Vimos que él distinguía entre asentimiento histórico y asentimiento   —189→   poético: estos dos asentimientos han de operar alternativa o simultáneamente en la novela histórica, y por consiguiente es imposible el asentimiento homogéneo indispensable en la obra de arte. Manzoni, respetuoso de la verdad -rien n'est beau que le vrai, pensaba con Boileau- no podía admitir otro tipo de asentimiento, a saber: el que se verifica cuando sentimos la obra de arte como poesía y no como historia o, mejor, cuando nos entregamos a la obra sumisos a las demandas de la poesía. Así logramos el asentimiento artístico.

En una novela histórica en que, amén de lo verdadero se dramatice lo verosímil, en el alto plano del arte, el éxito puede ser tan satisfactorio como en Los novios, de Manzoni, por ejemplo.

Habrá cabal verosimilitud toda vez que exista una relación plausible y convincente entre lo que los personajes son y lo que dicen y hacen. Habrá valor poético en la novela histórica siempre cuando lo que ella nos represente sea verosímil en lo que mira a los valores universales de la condición humana. Y bien se puede dar el caso en que la calidad de universal ha de prestigiar no solamente lo inventado sino lo realmente sucedido, toda vez que el poeta extraiga de esto último su sentido, su validez universal.

¿No conocemos todos obras espléndidas en que lo histórico apenas cuenta, como Le Cid de Corneille, por ejemplo y, sin embargo, no podemos cuestionar su validez poética? En la obra poética, en la verdadera obra poética, tanto lo real como lo inventado se desarrollan en un plano poético homogéneo, creación del poeta que el lector acepta deliciosamente, con asentimiento homogéneo, esto es, artístico.

Tocante al conflicto que en la novela histórica puede suscitarse cuando esta se propone la reviviscencia de una época remota -tal el caso de la flaubertiana Salambô- el conflicto (entre información e invención) no se producirá cuando la evocación sea de un pasado reciente. En este caso, la tradición cultural no se ha interrumpido; las formas de la cultura siguen siendo las mismas o casi las mismas. Entonces el poeta puede armonizar lo que estudia con lo que inventa y dar vida a una obra sobre sólidas bases históricas, animada por el hálito de la poesía.

Los Episodios nacionales de Galdós y las novelas sobre la Guerra del Paraguay de Manuel Gálvez, son ejemplos hispánicos en que la realidad histórica evocada sigue estando allí, por así decirlo, como Zaragoza en España y como Corrientes en la Argentina, ciudades vivas que conservan una tradición cultural de que el poeta, en alto grado, participa.

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Historia y ficción

«Documento este libro como si fuera una Historia... Pueden quedar tranquilos, pues, los profesionales de la historia, -escribió Manuel Gálvez en 1928, al pie de la página final de Los caminos de la muerte183. Y es cierto. Gálvez ha estudiado con minucioso fervor los libros canónicos sobre la Guerra del Paraguay, y otros muchos más. Quien se proponga identificar sus fuentes, que lea -y sólo nos referimos a la bibliografía paraguaya a fin de ilustrar este aserto- que lea al Coronel Centurión, al General Resquín, al norteamericano Washburn, a los ingleses Thompson y Masterman, al Padre Fidel Maíz- y verá con cuánto cuidado se ciñe el novelista a lo que relatan actores y testigos del drama. Gálvez no se limitó a aprender la historia de aquellos años trágicos -1864-1870-; estudió el folklore paraguayo, recogió versos en guaraní, transcribió frases en este idioma; leyó los periódicos de la época y hasta averiguó quiénes los redactaban, qué verdades y qué mentiras daban a luz. Cada figura histórica argentina, brasileña, uruguaya o paraguaya, suscitó un prurito de conocimiento exacto.

Serenamente imparcial ante argentinos, brasileños, paraguayos y uruguayos, no se detecta en él el más leve jingoísmo. Los personajes históricos y ficticios -reali e ideali como los llamó Manzoni- representan con vigor convincente la idiosincrasia nacional de cada pueblo sin perder por ello sus atributos de individualidad concreta, de personalísima identidad.

Como poeta, se propuso escribir una epopeya. El tema le era apasionante, me manifestó el mismo Gálvez no mucho antes de su muerte. Al avanzar en su labor, con ese afán de imparcialidad que le animó desde un comienzo, advirtió que el Héroe de la epopeya -el máximo Héroe- no era su patria, ni el Brasil ni el Uruguay: el Héroe era el Paraguay, personaje colectivo encarnado en una figura obsesionante urdida de resplandores y tinieblas: el Mariscal Francisco Solano López. El Paraguay fue para Gálvez el país cuyas virtudes épicas alcanzaron una sublimidad sin par. Gálvez exalta el prodigioso heroísmo del Paraguay, una y otra vez, en forma conceptual y, sobre todo, presentativa, en episodios de excepcional dramatismo. El Paraguay bajo su pluma asume una grandeza trágica numantina:

El asalto en canoas a los acorazados -leemos en Humaitá- supera en grandeza a todas las hazañas de La Ilíada. El novelista lamenta no tener el genio de Homero para cantar, con el verbo que reclaman las cosas sublimes, la gesta del asalto a los acorazados184.



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Los autores de esta proeza «iban hacia la muerte... iban sencillamente, como cumple a los grandes Héroes, y sin sospechar siquiera que estaban creando poesía épica en acción, enriqueciendo el patrimonio moral de América con una de las más bellas hazañas de su historia185.

Uno de los personajes ficticios paraguayos, Justo Cienfuegos, canta, acompañado de la guitarra, en presencia del Mariscal López, los grandes hechos épicos, y Gálvez comenta: «Era la epopeya paraguaya, interpretada por el pueblo. Ríos de sangre, millares de muertos, la miseria, las enfermedades... ¡terrible precio costaba a los paraguayos la independencia de su patria. Ante los cantos trágicos, ante el épico heroísmo parecía engrandecerse y llenar el cielo y la tierra el lema del Paraguay: "Independencia o muerte"»186.

En Los caminos de la muerte, un personaje también ficticio como Cienfuegos, pero argentino, exclama: «La valentía del Paraguay no tiene igual en la historia del mundo... aquí, no hace muchos días, una chata con un sólo cañón ha tenido en jaque a la poderosa escuadra brasilera»187.

En los ejércitos aliados, hay, claro está, notables héroes argentinos, brasileños, orientales; pero las proezas paraguayas ejercen sobre Gálvez la más profunda fascinación.

El capitán Genes, héroe del famoso asalto a los acorazados, frustrada la victoria ya casi lograda, se arroja al río. Tiene que nadar con un sólo brazo porque en una mano sostiene un ojo colgante que el acero enemigo ha desorbitado. Ya en tierra, monta a caballo y al galope va a dar parte de la batalla al Mariscal López, «siempre sosteniéndose el ojo colgante»188.

López y Mitre

En tan vasto cuadro épico, es imposible comentar la acción de tantos personajes reales e inventados. Atengámonos, pues, a unos muy pocos. Observemos a López y a Mitre durante la entrevista de Yataytí-Corá, en setiembre de 1866. A la manera de Plutarco, Gálvez traza un paralelo de los dos presidentes. La figura de Mitre, un tanto idealizada, se perfila con noble prestancia prócer. Pero esta misma idealización, no sólo en este sino en otros episodios, resta realidad a su figura. El prócer argentino resulta demasiado perfecto.

López y Mitre son «extraordinarios hombres», dice Gálvez. En Mitre, la «inteligencia y la razón dominaban en su alma las demás potencias». El Mariscal es «instinto, arrebato, inspiraciones». Solano López, como Facundo Quiroga, «leía en los hombres los pensamientos escondidos, el coraje, la traición». Se lo amaba frenéticamente «como   —192→   a Napoleón... Para retratar a Mitre, requiérese el estilo sereno de un Plutarco. El Mariscal reclama la frase tempestuosa de un Shakespeare»189.

Durante la entrevista -que dura cinco horas- Mitre es todo dignidad, decoro, serenidad. López, que ha llegado con numeroso séquito, en uniforme de gala resplandeciente de entorchados, estalla dos veces en accesos de incontenible cólera. El más violento estallido ocurre cuando Mitre le presenta al General Venancio Flores, el bravo caudillo oriental.

«Usted es el culpable de la guerra por haber llamado al Brasil en su ayuda, introduciéndolo en las discordias de su patria y en la de los pueblos del Río de la Plata». El general Flores, que no sospechaba esta acusación, quedó cohibido un momento. El Mariscal agregó otras frases, con enojo cada vez mayor. Sus pupilas dilatábanse tanto, que parecían abarcar casi todo el iris. Sus ojos eran los de un animal salvaje enfurecido»190.

Cuando Mitre va a declarar la condición que imponen los Aliados para la paz -la renuncia de López al mando y su abandono del Paraguay- el Mariscal, «adivinando le clavó su mirar de tigre...». Y el novelista asevera: «Un hombre que no fuese Mitre hubiera temido»191.

La entrevista ha llegado a su momento culminante.

-¿Es decir -pregunta López- que se me propone, como condición de la paz, mi separación definitiva del gobierno y el abandono de la patria?

-Sí, señor -responde Mitre.

«Y entonces Francisco Solano López, irguiéndose, con el rostro pálido, los labios temblantes por el enojo y el puño apretado, pronunció estas estupendas palabras, a las que los hechos -su heroica resistencia en veinte batallas desiguales y su muerte- pusieron después la marca de lo sublime:

-Eso me lo impondrán sobre mi última trinchera en los confines del Paraguay192.

Ningún personaje de Gálvez habla con este lenguaje.

López que es «el instinto y el arrebato» frente a «la inteligencia y la razón», es la figura dominante durante el histórico encuentro. Y domina no sólo por su porte marcial aristocrático, por su talante imperativo y despótico, por su apasionada elocuencia, sino también por actos de fina caballerosidad, por detalles de elegante comedimiento.

Terminada la conferencia, el Mariscal llama a un secretario, el Coronel Alén. El Mariscal cede a Mitre el honor de dictar el memorándum. Mitre, se excusa. Y sólo entonces López, con su don de la frase lapidaria, elige las palabras memorables.

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Y ya se van a separar los dos caudillos, cada uno de los cuales comprendiendo -dice Gálvez- «la grandeza del otro»193. Pero López va demorar un tanto la separación. Da una orden y un asistente trae una botella de coñac y vasos. Y ambos caudillos brindan amistosamente por la terminación de la contienda entre hermanos.

No es esta la última gentileza entre ambos hombres que parte del Mariscal. Otra vez partirá del hombre que es «instinto y arrebato» hacia el hombre que es «inteligencia y razón», un amable impulso señoril: el Mariscal detiene a su antagonista un minuto más, y le entrega «su látigo, un espléndido látigo de empuñadora de oro».

-En recuerdo de nuestro encuentro -dice.

Mitre reacciona regalándole el suyo.

Tres veces consecutivas es el Mariscal quien toma la iniciativa señoril. Es, como queda dicho, hasta en los detalles, la figura que domina en el episodio de Yataytí-Corá. Y el broche de oro lo pone él, con el látigo de puño de oro.

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Gálvez, que conoce muy bien los defectos de López, su orgullo satánico, su tiranía, su crueldad, sus crímenes, tiene por lo visto cabal conciencia de que el Mariscal es un personaje de perfil shakespeariano, una energía dominadora de terrible grandeza. Esto explica su ambivalencia en lo que mira a López. López es un monstruo y es un héroe; López es la encarnación de un pueblo sublimemente épico; López es el semidiós, el ídolo de ese pueblo; López es también el verdugo de ese su pueblo que lo venera, verdugo que, llegándole a su vez la hora del suplicio, cae bañado en su furiosa sangre y, blandiendo la espada no rendida, profiere estas palabras eternas:

-¡Muero con mi patria!194.

Otra vez lo histórico y lo verosímil

El historiador y el novelista combinan sus dotes para lograr el efecto más rico en verdad y en poesía. Cabe insistir en que los cuatro países en guerra están convincentemente representados en los hechos y los dichos de sus figuras históricas más sobresalientes. Cabe también insistir que ninguno de ellos asume la grandeza trágica y aún teratológica de Solano López. Y es que además de lo ya indicado, el Mariscal es, desde el principio hasta el fin de la guerra, el supremo caudillo de   —194→   su pueblo, y el que muere con su pueblo. La índole numantina de la epopeya paraguaya y el carácter fascinadoramente demoníaco del Mariscal dan jerarquía soberanamente protagónica a ese personaje colectivo que es el pueblo derrotado y a ese adalid luciferino que lo encarna. Recuérdese que Mitre abandona el escenario de la lucha mucho antes de su terminación; que Caxías no persigue a su antagonista hasta la última trinchera y es reemplazado por el Conde d'Eu; que el General Flores muere asesinado en Montevideo.

El Gálvez historiador se atiene a los sucesos y los observa críticamente; el Gálvez poeta vive los sucesos desde dentro, se identifica con sus actores, los caracteriza de modo vigorosamente presentativo. Y esto ocurre también de manera muy plausible en lo que mira a los personajes inventados sean estos los argentinos Taboada o Sauce, los brasileños Andrade o Fragoso, los orientales Escarguel o Peñafiel y los paraguayos como todos los Yáñez Cienfuegos.

En estos seres de su inventiva, pertenecientes al reino poético de lo que podría haber sucedido y podría suceder en circunstancias parejas conforme al concepto aristotélico de lo verosímil, nos admira su intelección de lo humano. Acontece que, otra vez, en los personajes paraguayos inventados, es en quienes hallamos la máxima expresión patética de la epopeya, como en un coro trágico que acompaña, muy activamente, protagonizando episodios simbólicos, las hazañas ya registradas por la historia de los personajes reales.

En efecto: los Yáñez Cienfuegos son una familia en que se sintetizan la diversidad de conflictos que atormentan a un pueblo y también los conflictos de guerra civil en que consistió aquella lucha cainita.

Veámoslo: el padre de los hermanos Yáñez ha sido fusilado por el Mariscal López. Uno de sus hijos se había pasado al enemigo, tras enamorarse, en Corrientes, de una muchacha parienta suya. La traición de este Yáñez arroja el más atroz deshonor sobre toda la familia. La madre del traidor -esposa del fusilado- es, por otra parte, argentina: había nacido en Corrientes.

Tal es el baldón que Gerardo Yáñez Cienfuegos, el traidor enamorado, arroja sobre los suyos, que la familia es declarada traidora. Los Yáñez combatientes, valientes oficiales, son degradados ignominiosamente. El apellido Yáñez, odioso, es suprimido. Los Yáñez Cienfuegos deben llamarse ahora Cienfuegos, a secas. (Apellido, entre paréntesis, no paraguayo, sino correntino).

Hay numerosos Cienfuegos, miembros de la misma familia en desgracia, en que combaten los sentimientos más contradictorios. Unos odian a muerte al Mariscal; otros lo adoran. Vamos de vuelo porque el   —195→   tiempo apremia. Detengámonos en Eusebio Cienfuegos que, como sus hermanos, ha suprimido el Yáñez.

Eusebio es un mozo tímido, delicado, sensible, de auténtica vocación religiosa. Ha sido seminarista, alumno del célebre orador sagrado, el padre Fidel Maíz. Ahora ciñe espada de oficial. Eusebio odia a López, el matador de su padre. Pero, poco a poco, viviendo como vive la tragedia de un pueblo fanatizado por el patriotismo para quien López encarna la patria y la inflexible voluntad de resistencia al invasor, Eusebio comienza a admirar al Mariscal hasta el extremo de rezar por él, fervorosamente, en la simbólica iglesia de Humaitá, cuando el fiero caudillo cae enfermo.

Y este mismo Eusebio, tan delicado, tan religioso, en un combate nocturno, va a ser, a sabiendas, el matador de su propio hermano, el Yáñez Cienfuegos que desertara para unirse a los enemigos de la patria. ¡Cuántos sentimientos en conflicto, cuánta furia cainita!

No hay otro personaje inventado que supere o iguale en acierto caracterizador y en valor simbólico a este agónico Eusebio Cienfuegos que, en una etapa de máxima agonía espiritual, debe vivir a la sombra de su ex maestro, el Padre Maíz, ahora convertido en implacable Fiscal de Sangre del Mariscal, y atormentado por el remordimiento de sus crímenes.

En Eusebio, además, Gálvez dramatiza la perplejidad de tantos paraguayos de ayer y de hoy, ante la figura del Mariscal: no sabe nunca con plena lucidez si realmente lo odia o lo ama, si le es admirable o abominable. Lo verosímil en este personaje trasciende, pues, los límites del momento histórico en que actúa: su drama íntimo consiste en no poder -hasta sucumbir con los últimos héroes como un héroe- en no poder descifrar, fijos los ojos en atroz Esfinge, el pavoroso enigma del caudillo.

Ya en el último combate, al final del calvario, en Cerro Corá, Eusebio, ante la inminencia de la total derrota ineluctable, duda, vacila, titubea. ¿Va a rendirse? ¿No es inútil ya toda resistencia? ¿Va a seguir peleando hasta la muerte como lo exige el Mariscal de Hierro? Como en una pesadilla, mientras blande furiosamente la espada, oye que los suyos -su padre fusilado, su hermano Justo, su hermana Ramona, también fusilada- le hablan, gesticulan. Entonces «va a pedir clemencia» -dice Gálvez-. «Suelta el arma... La pata de un caballo le rompe la mandíbula. Quiere hablar y no puede. Y una lanza lo traspasa»195.

Poco después el Mariscal López muere, como más de una vez había jurado morir, con sus últimos soldados, en los confines del Paraguay. Eusebio no llega a saber nunca de esta muerte. Muere él ignorando si odia o ama al Mariscal.

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Eusebio es, repitamos, una gran figura simbólica. En él, lo verosímil, lo poético, resulta más «filosófico y grave» que lo histórico. Gálvez ha logrado con él y otros personajes históricos y ficticios, ese asentimiento homogéneo necesario para el lector, que funciona en el plano del arte, armonizando el relato de sucesos históricos particulares (extrayéndoles, cuando es hacedero, su sentido trascendente), con el relato de sucesos inventados, grávidos de significación universal.

University of California

Riverside, California 92521



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