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Capítulo VI

Los bohemios



                                                                                            Dió brincos y vueltas
Bajo el árbol de la horca.
                         Antigua canción.


     La educación que había recibido Quintín Durward no era la más adecuada para ablandar el corazón ni para mejorar sus sentimientos. El, lo mismo que los demás de su familia, habían sido instruídos en la caza como una diversión y aprendieron que la guerra era la única ocupación seria, y que el gran deber de sus vidas era aguantar tenazmente y responder con fiereza a los ataques de sus enemigos feudales, por los que su raza había sido casi aniquilada. Y, sin embargo, había mezclado con estas pendencias un espíritu de ruda caballerosidad y aun de cortesía que mitigaban su rigor, de suerte que la venganza, su única justicia, se llevaba a cabo con algo de humanidad y generosidad. Las lecciones del digno anciano monje, mejor aprovechadas sin duda durante un proceso de adversidad y larga enfermedad que lo hubiesen sido en plena salud y éxito, habían proporcionado al joven Durward un conocimiento más íntimo de los deberes de humanidad para el prójimo; y si se tiene en cuenta la ignorancia de la época, los prejuicios generales a favor de una vida militar y el modo como él mismo había sido educado, resultaba el joven mejor dispuesto para apreciar con más propiedad los deberes morales propios de su edad de lo que era corriente en aquellos tiempos.

     Reflexionó en su entrevista con su tío con un sentimiento de perplejidad y desengaño. Sus esperanzas habían sido muchas, pues aunque no cruzaba cartas con su tío, un peregrino, o un traficante aventurero, o un soldado tullido traían de vez en cuando referencias de Lesly a Glen-Houlakin, y todas se mostraban conformes en alabar su indomable valor y sus triunfos en muchas empresas que su amo le había confiado. La imaginación de Quintín se había representado el cuadro a su modo y equiparado a su afortunado y venturoso tío (cuyas hazañas no resultarían probablemente rebajadas en el relato) a alguno de los campeones y caballeros andantes que cantan los trovadores y que ganan coronas o hijas de reyes con la ayuda de la espada y de la lanza. Se veía ahora obligado a clasificar a su pariente en nivel inferior en la escala de los caballeros; pero ofuscado por el respeto debido a los padres y a los que se les aproximan en parentesco -inclinado a su favor por tempranos prejuicios-, sin experiencia además, y apasionado por la memoria de su madre, no vió en el único hermano de esta persona tan querida cuál era su verdadero carácter, que no era otro que el de un común soldado mercenario, ni peor ni mejor que muchos de análoga profesión cuya presencia contribuía al estado revuelto de Francia.

     Sin ser sanguinariamente cruel, era indiferente Le Balafré, por costumbre, a la vida humana y a los sufrimientos de los mortales; era profundamente ignorante, ansioso de botín, poco escrupuloso en cuanto a los medios de adquirirlos, y liberal para gastarlo en la satisfacción de sus pasiones. El hábito de atender exclusivamente a sus propias necesidades o intereses le había convertido en uno de los animales más egoístas del mundo, de modo que apenas era capaz, como el lector habrá observado, de meterse a fondo en ningún asunto sin pensar lo que ganaría en él. A esto debe agregarse que el círculo limitado de sus deberes y sus placeres habían gradualmente reducido sus pensamientos, esperanzas y deseos, y apagado en cierto modo su espíritu independiente en busca de honores y su deseo de distinguirse en hechos de armas, que en otros tiempos animaban su juventud. Balafré era, en una palabra, un soldado activo, endurecido, egoísta y de poca inteligencia; atrevido y dispuesto para el cumplimiento de su deber, aunque conociendo pocos asuntos aparte de éste, excepto el cumplimiento formal de una devoción sencilla, aliviada con alguna francachela ocasional con el hermano Bonifacio, su camarada y confesor. Si su talento hubiese sido de carácter más general probablemente hubiera sido promovido a algún cargo importante, pues el rey, que conocía personalmente a cada soldado de su guardia, tenía mucha confianza en el valor y fidelidad de Balafré; y además el escocés tenía la bastante sabiduría o astucia para comprender perfectamente las peculiaridades de ese soberano. Con todo, su capacidad era demasiado limitada para admitir su ascenso a categoría superior, y aunque alabado y favorecido por Luis en muchas ocasiones, Balafré continuó siendo un mero guardián de vida o arquero escocés.

     Sin alcanzar a comprender el verdadero carácter de su tío, Quintín se sorprendió de su indiferencia por el aniquilamiento catastrófico de toda la familia de su cuñado, y no pudo dejar de sorprenderse de que un pariente tan cercano no le ofreciese el auxilio de su dinero, pues, a no haber sido por la generosidad de maese Pedro, se hubiera visto en la necesidad de pedírselo descaradamente. Hizo a su tío la injusticia de suponer que esta falta de atención a sus necesidades probables era debida a la avaricia. Como en aquel momento no le precisaba dinero a Balafré, no se le ocurrió que su sobrino pudiese necesitarlo; por otra parte, consideraba a un pariente cercano como una cosa tan suya, que hubiera hecho lo posible por la felicidad de su sobrino vivo como había tratado de hacer con la hermana difunta y su marido. Pero por el motivo que fuese el descuido era muy desagradable para el joven Durward, y más de una vez echó de menos no haber entrado al servicio del duque de Borgoña antes de pelearse con su guardabosque. �Como quiera que me hubiese ido -pensó para sí-, siempre me hubiera podido consolar con la reflexión de que en el caso de salirme mal las cosas tenía un amigo de verdad en la persona de mi tío. Pero ya le he visto, y �ay de mí!, he encontrado más ayuda en un simple desconocido comerciante que en el propio hermano de mi madre, mi paisano y un caballero. Se diría que la cuchillada que ha borrado todo atractivo a su rostro ha sido causa de que se vaya de su cuerpo toda gota de sangre noble.�

     Ahora sentía Durward no haber tenido una oportunidad de mencionar a Le Balafré el nombre de maese Pedro con la esperanza de obtener algún nuevo informe de ese personaje; pero las preguntas de su tío se habían sucedido rápidas, y la llamada de la gran campana de San Martín de Tours había interrumpido algo bruscamente su conferencia. �Ese anciano, se dijo a sí mismo, era áspero o impertinente en apariencia, mordaz y desdeñoso en el lenguaje, pero generoso y liberal en sus acciones, y le prefería a su pariente indiferente. Lo que dice nuestro viejo proverbio escocés: �Es preferible un forastero amable que un pariente poco amable (15)�. Buscaré a ese hombre, lo que me imagino no será empresa difícil, ya que, según mi posadero, es persona de gran posición. El me aconsejará, por lo menos, y si va a países extranjeros, como muchos como él hacen, puede que éste sea un servicio tan venturoso como el que desempeñan los soldados que guardan al rey Luis.�

     Mientras Quintín acariciaba esta idea, una voz que provenía de lo más íntimo de su corazón le sugirió que quizá la dama de la torrecilla, la del velo y laúd, participaría de ese venturoso viaje.

     En tanto el joven escocés hacía estas reflexiones, encontró a dos hombres de aspecto grave, ciudadanos en apariencia de Tours, a quienes, quitándose la gorra con el respeto que los jóvenes deben a las personas mayores, preguntó que le diesen las señas de la casa de maese Pedro.

     -�La casa de quién, joven? -dijo uno de los viandantes.

     -De maese Pedro, el gran comerciante en sedas, que plantó todas las moreras en aquel parque -dijo Durward.

     -Joven -dijo el que estaba más próximo a él-, has escogido oficio de haragán demasiado pronto.

     -Y has equivocado las personas con las que ejercitas tus bobadas -dijo el más alejado aun con mayor aspereza- El síndico de Tours no está acostumbrado a que le hablen de este modo los bufones vagabundos de países extranjeros.

     Quintín se sorprendió tanto por la ofensa impremeditada que estas dos personas, de aspecto decente, habían querido ver en una pregunta simple y cortés, que olvidó enfadarse con lo intempestivo de la respuesta y se quedó mirándoles mientras marchaban con paso acelerado, volviendo con frecuencia la cabeza atrás como si estuvieran deseando perderle pronto de vista.

     Después encontró a una partida de vendimiadores, a los que hizo la misma pregunta; y por respuesta le preguntaron si a quien buscaba era al maestro Pedro el profesor de escuela, o al maestro Pedro el carpintero, o al maestro Pedro el pertiguero, o a otra media docena de maestros Pedro. Como ninguno de éstos correspondía a las señas de la persona por la que preguntaba, los campesinos le acusaron de burlarse de ellos impertinentemente y le amenazaron con caer sobre él en pago a su burla. El de más edad entre ellos, que tenía alguna influencia sobre los demás, consiguió que desistiesen de los procedimientos violentos.

     -Ya veis por su modo de hablar y por su gorra -dijo- que es uno de los montañeses forasteros que han venido a nuestro país y a quienes algunos llaman magos y adivinos, y otros, juglares, y cosas parecidas, y nadie sabe qué mañas se gastan entre ellos. He oído decir de uno que dió un tejón por darse un atracón de uvas en la viña de un pobre hombre, comió tantas como para llenar una carretilla, y ni por acaso tuvo que desabrocharse un botón de su coleto, así es que déjenle marchar sin incomodarle, y que siga su camino, y nosotros el nuestro. Y tú, amigo, si quieres salir bien librado, camina tranquilamente, en nombre de Dios, de nuestra Señora de Marmontier y de San Martín de Tours, y no nos molestes más con tu maese Pedro, que debe llevar otro nombre.

     El escocés, comprendiendo que llevaba las de perder, juzgó más prudente proseguir su paso sin contestar; pero los campesinos, que al pronto se apartaron de él con horror por sus supuestas artes de brujería y de devorador de uvas, se envalentonaron cuando se distanciaron un poco, y profiriendo gritos y maldiciones, los recalcaron con una lluvia de piedras, aunque a tal distancia que no hicieron daño al objeto de su enojo. Quintín, mientras proseguía su paso, comenzó a pensar, a su vez, o que estaba bajo la influencia de un encanto, o que la gente de Turena era la más brutal, estúpida e inhospitalaria de Francia. El primer incidente que observó a continuación no contribuyó a disminuir su opinión.

     En una pequeña eminencia que se elevaba sobre el rápido y hermoso Cher, en línea recta con la senda que seguía, aparecían situados tan felizmente dos o tres castaños grandes, que formaban un grupo notable y que llamaba la atención; y junto a ellos había de pie tres o cuatro campesinos, inmóviles, con la vista hacia arriba, y fija aparentemente en algún objeto entre las ramas del árbol próximo a ellos. Las meditaciones de la juventud raras veces son tan profundas como para no ceder al menor impulso de curiosidad, con la misma facilidad que una piedra, que se cae casualmente de la mano, rompe la superficie de un límpido arroyo. Quintín aceleró su paso y recorrió de prisa la cuesta de subida con tiempo para presenciar el espantoso espectáculo que llamaba la atención de esos espectadores el cual era nada menos que el cuerpo de un hombre, en las convulsiones de la última agonía, suspendido de una de las ramas.

     -�Por qué no cortan la cuerda y le echan abajo? -dijo el joven escocés, cuya mano estaba siempre dispuesta lo mismo a prestar auxilio a los afligidos que a mantener su propio honor cuando lo juzgaba atropellado.

     Uno de los campesinos, mirándole muerto de miedo y con la cara pálida como la arcilla, señaló una marca grabada en la corteza del árbol, que tenía la misma grosera apariencia de una flor de lis, que ciertos rasgos talismánicos bien conocidos de nuestros oficiales de renta tienen con una flecha tosca. Sin comprender la significación ni la importancia de este signo, el joven Durward saltó, ligero como el lince, sobre el árbol, sacó de su bolsillo el instrumento más necesario a un montañés o leñador, el indispensable skene dhu (16), y gritando a los de abajo que recibiesen el cuerpo en sus manos, cortó la cuerda en dos, sin que hubiese transcurrido un minuto desde que se dió cuenta del caso.

     Pero su humanidad fué mal correspondida por los espectadores. Lejos de prestar ninguna ayuda a Durward, parecían aterrorizados de la audacia de su acción, y huyeron a una como si temiesen que sólo su presencia pudiera considerarse como complicidad en acción tan atrevida. El cuerpo, sin apoyo por abajo, cayó pesadamente a tierra, de tal suerte que Quintín, que en seguida se tiró, tuvo la tristeza de ver que las últimas chispas de vida habían desaparecido. No abandonó su intención caritativa, sin embargo, sin más esfuerzos. Libertó el cuello del desgraciado infeliz del lazo fatal, soltó el justillo, salpicó la cara con agua y puso en práctica todos los remedios usuales para devolver la vida.

     Mientras estaba ocupado en esta tarea humanitaria, un rumor confuso de voces, hablando un lenguaje desconocido, surgió a su alrededor, y apenas tuvo tiempo de observar que estaba rodeado por varios hombres y mujeres de aspecto singular y extraño, pues fué de pronto sujeto por ambos brazos y amenazado su cuello con un cuchillo.

     -�Pálido esclavo de Eblis! -dijo un hombre en francés incorrecto-, �estás robando al que has asesinado? Pero te hemos cogido y las pagarás.

     Dichas estas palabras, surgieron cuchillos contra él por todas partes, y los rostros torvos y mal encarados que le miraban parecían los de lobos dispuestos a precipitarse sobre su presa.

     El valor y la presencia de ánimo del joven escocés vinieron en su ayuda.

     -�Qué pretenden ustedes? -dijo-. Si este es el cuerpo de un amigo vuestro, sólo he cortado la cuerda de que colgaba por impulsos de caridad, y mejor obrarían si intentasen devolverle la vida que arremeter contra un extranjero a quien debe una probabilidad de salvación.

     Las mujeres, en el ínterin, se habían hecho cargo del cuerpo inanimado y continuaron sus intentos para reanimarle con el mismo mal éxito que Durward, de modo que, desistiendo de sus infructuosos esfuerzos, parecieron abandonarse a todas las lamentaciones que se estilan en Oriente: ellas lanzando quejidos lastimeros y mesándose los cabellos, mientras los hombres parecían rasgarse las vestiduras y echarse polvo sobre sus cabezas. Poco a poco se dedicaron con tanto ardor a sus ritos mortuorios, que no prestaron más atención a Durward, de cuya inocencia estaban convencidos a juzgar por las circunstancias. El plan más prudente hubiera sido con seguridad haber dejado a esta gente salvaje en sus lamentaciones pero Quintín había sido criado en desprecio casi temerario del peligro y experimentaba la ansiedad de una curiosidad juvenil.

     La singular reunión de hombres y mujeres llevaba turbantes y gorras, más semejantes en general a su propia gorra que a los cubrecabezas usados en Francia. Algunos de los hombres llevaban barbas negras ensortijadas, y la piel de todos era casi tan negra como la de los africanos. Uno o dos que parecían sus jefes tenían brillantes adornos de plata alrededor de sus cuellos y en sus orejas, y gastaban vistosas bandas amarillas, escarlata o verde claro; pero las piernas y brazos iban al aire, y todos ellos tenían aspecto escuálido y miserable. No les vió Durward más arma que los largos cuchillos con que le habían amenazado y un corto sable encorvado o alfanje morisco que llevaba un joven de aspecto vivo, que con frecuencia ponía la mano sobre la empuñadura, mientras sobrepasaba a todos los demás en la exteriorización de la pena, y parecía que mezclaba con ella amenazas de venganza.

     El grupo desordenado, con sus voces lastimeras, era algo tan distinto de todo lo que Quintín había hasta ahora visto, que estuvo a punto de creer que era una partida de sarracenos, de esos �perros paganos� que eran los adversarios de caballeros gentiles y monarcas cristianos en todos los romances que había leído u oído, y estaba pensando apartarse de la vecindad de compañía tan peligrosa, cuando se oyó el galope de un caballo, y los supuestos sarracenos, que por entonces habían levantado el cuerpo de su camarada sobre sus hombros, fueron atacados por un pelotón de soldados franceses.

     Esta repentina aparición cambió los lloros de los afligidos en gritos de terror. En un momento fué arrojado por el suelo el cuerpo, y los que le rodeaban demostraron la máxima y más mañosa actividad en escapar, casi bajo los cascos de los caballos, de las puntas de las lanzas que iban dirigidas contra ellos con exclamaciones de: ��Abajo los malditos ladrones paganos; arremeter y matar; tratarles como bestias; a lanzazos con ellos, como si fueran lobos!�

     Estos gritos iban acompañados de los correspondientes actos de violencia; pero tal fué la celeridad de los fugitivos y el terreno se hizo tan desfavorable para los jinetes, con espesuras y arbustos, que sólo dos fueron tumbados y hechos prisioneros, uno de los cuales fué el joven de la espada, que antes había hecho alguna resistencia. Quintín, quien estaba en racha de mala suerte, fué cogido al mismo tiempo por los soldados, y sus brazos, a pesar de sus protestas, fueron atados con una cuerda, demostrando una rapidez y disposición para ello los que le apresaron, que probaba no ser novicios en asuntos de policía.

     Mirando ansiosamente al jefe de los jinetes, de quien esperaba obtener la libertad, Quintín no supo si alegrarse o alarmarse al reconocer en él al abatido y silencioso compañero de maese Pedro. En realidad, cualquiera que fuese el delito de que se acusase a estos extranjeros, este oficial debía saber por la historia de la mañana que él, Durward, no tenía nada que ver con ellos; pero era cuestión más difícil saber si este hombre taciturno sería un juez favorable o testigo voluntario a favor suyo, y empezó a dudar si mejoraría su condición saliendo en su defensa.

     Poco lugar hubo para la duda.

     -Trois-Eschelles y Petit-André -dijo el tétrico oficial a dos de su banda-, estos mismos árboles están muy bien situados. Enseñaré a estos brujos descreídos y ladrones a no mezclarse con la justicia del rey cuando ha visitado a alguno de los de su maldita raza. Desmontad, muchachos, y haced rápidamente vuestro cometido.

     Trois-Eschelles y Petit-André se apearon al momento, y Quintín observó que cada uno tenía en la grupa y en el pomo del arzón de la silla una lía o dos de cuerdas, que rápidamente desenrollaron, con lo que se vió que cada lía era una soga de ahorcar con la lazada fatal hecha y dispuesta para ejecutar. La sangre se le heló a Quintín en las venas cuando vió que eran escogidas tres sogas y se percató que una estaba destinada a ajustarse a su cuello. Llamó al oficial en alta voz, recordándole su encuentro de la mañana; reclamó el derecho de un escocés nacido libre, en un país amigo y aliado, y negó conocer a las personas con las que había sido aprehendido ni saber de sus malas acciones.

     El oficial al que dirigió estas palabras Durward, apenas se dignó mirarle mientras hablaba, y no hizo caso de su afirmación de conocerle con anterioridad. Se limitó a volverse a uno o dos de los campesinos que se habían acercado, bien para declarar en contra de los prisioneros o sólo por curiosidad, y dijo:

     -�Estaba este joven con los vagabundos?

     -Sí que estaba, señor preboste -contestó uno de ellos-; fué el primero que con todo descaro descolgó al bribón que los verdugos de Su Majestad colgaron muy merecidamente.

     -Juraría por Dios y San Martín de Tours que le he visto con la pandilla de ellos -dijo otro- cuando saquearon nuestra métairie.

     -Pero, padre -dijo un niño-, aquel pagano era moreno, y éste es rubio; aquél tenía pelo corto y rizado, y éste tiene largas guedejas rubias.

     -�Ay, niño! -dijo el campesino-. Y quizá digas que aquél tenía casaca verde y éste coleto gris. Pero su ilustrísima preboste sabe que pueden alterar sus rostros tan fácilmente como sus coletos; así es que insisto en que era el mismo.

     -Es suficiente que le haya visto inmiscuirse en el curso de la justicia del rey intentando salvar a un traidor ejecutado -dijo el oficial-. Trois-Eschelles y Petit-André, despachad.

     -�Aguarde, señor oficial! -exclamó el joven en mortal agonía; déjeme hablar, no me haga morir inocente, mi sangre le será exigida en este mundo por mis paisanos y en el otro por la justicia del cielo.

     -Responderé de mis acciones en ambos -dijo fríamente el preboste, e hizo una seña con la mano izquierda a los verdugos; después, con una sonrisa de malicia triunfante, tocó con su dedo índice su brazo derecho, que descansaba en una venda, inválido probablemente del golpe que Durward le había dado por la mañana.

     -�Criatura miserable y vengativa! -contestó Quintín, persuadido por ese detalle que el único motivo para el rigor de este hombre era la venganza privada, y que no había que esperar de él misericordia alguna.

     -El pobre joven delira -dijo el funcionario-; dile una palabra de consuelo antes de que muera, Trois-Eschelles; eres un hombre consolador en esos casos, cuando no hay a mano un confesor. Dale un minuto de consuelo espiritual y despacha el asunto al siguiente. Debo continuar la ronda. �Soldados, seguidme!

     El preboste echó a andar su caballo, seguido por su guardia, excepto dos o tres individuos que se quedaron para ayudar a la ejecución. El infeliz doncel lanzó en pos de él una mirada de desesperación, y pensó que en cada pisada de los cascos de su caballo en retirada oía desvanecerse la última y débil esperanza de salvación. Miró a su alrededor, angustiado, y se sorprendió, aun en aquel momento, de ver la estoica indiferencia de sus compañeros prisioneros. Antes habían dado toda clase de pruebas de su temor y hecho todos los esfuerzos imaginables para escapar; pero ahora, ya asegurados y destinados aparentemente a muerte inevitable, esperaban su llegada con gran compostura. La suerte suya quizá fuese causa de un tinte más amarillo en sus atezadas facciones, pero ni alteraba éstas ni apagaba la altivez porfiada de sus miradas. Se asemejaban a zorras, las que después que agotan todos sus intentos mañosos y astutos para escapar, mueren con una fortaleza silenciosa y cazurra, que los lobos y osos, con toda su fiereza no demuestran.

     Estaban impávidos observando la conducta de los fatales verdugos, que hacían los preparativos de su oficio con más parsimonia de la recomendada por su jefe, lo que probablemente provenía de haber adquirido por el hábito cierto placer en el desempeño de su horrible cometido. Nos detendremos un instante para describirlos, porque bajo una tiranía, sea despótica o popular, el carácter del verdugo constituye un tema de gran importancia.

     Estos funcionarios eran completamente distintos en su aspecto y modales. El rey Luis acostumbraba a llamarles Democritus y Heraclitus, y su jefe, el preboste, los denominaba Jean-qui-pleure y Jean-qui-rit.

     Trois-Eschelles era alto, delgado, hombre tétrico, con una gravedad especial reflejada en su rostro. Y Un gran rosario alrededor del cuello, que acostumbraba ofrecer piadosamente a los infelices en los que ejercía su misión. Continuamente decía uno o dos textos latinos sobre la vanidad y poca importancia de la vida humana; y si hubiese sido admisible tener esa dualidad, podía haber desempeñado el oficio de confesor junto con el de verdugo. Petit-André, por el contrario, era un individuo pequeño, de aspecto alegre, activo, franco, que desempeñaba su papel como si fuese la cosa más divertida del mundo. Parecía tener una especie de afecto por sus víctimas, y siempre les hablaba en términos amables y afectuosos. Eran sus pobres infelices, sus preciosas adoradas, sus compadres, sus buenos abuelos, según el sexo y edad de los reos, y mientras Trois-Eschelles intentaba inspirarles reflexiones filosóficas o religiosas para el futuro, rara vez dejaba Petit-André de dedicarles una o dos bromas para inducirles a que considerasen la vida como algo risible, despreciable y no digno de tomarse en serio.

     No puedo decir por qué causa, pero estas dos excelentes personas, no obstante la variedad de sus talentos y la rara concurrencia de éstos en personas de su profesión, eran ambas detestadas con más intensidad que quizá ninguna criatura de su especie lo fué antes o después, y la única duda de aquellos que les conocían era si el grave y patético Trois-Eschelles, o el vivo, cómico y alegre Petit-André eran objeto del mayor miedo o de la más profunda execración. Es cierto que se llevaban la palma en ambos extremos sobre los demás verdugos en Francia, si se exceptúa, quizá a su jefe Tristán l'Hermite, el famoso capitán-preboste, o su señor, Luis XI (17).

     Poco podían interesar estas reflexiones a Quintín Durward. La vida, la muerte, el tiempo y la eternidad aparecían ante él en perspectiva aterradora. Se dirigió al Dios de sus padres, y al hacerlo recordó la pequeña capilla sin techo y tosca que contenía a casi toda su progenie, menos a él. �Nuestros enemigos feudales dieron sepultura en nuestra propia tierra a mis parientes -pensó-; pero yo debo de servir de pasto a los cuervos y milanos de una tierra extranjera como un traidor excomulgado.� Las lágrimas asomaron involuntariamente a sus ojos. Trois-Eschelles, tocándole en el hombro, le exhortó gravemente a que se preparase espiritualmente a bien morir, y profiriendo en tono patético: Beati qui in Domino moriuntur, hizo la observación de que el alma era feliz de dejar el cuerpo mientras había lágrimas en los ojos. Petit-André, golpeando el otro hombro, exclamó:

     -�Valor, hijo mío! Ya que tienes que comenzar la danza, que el baile comience alegremente, pues todos los rabeles están afinados -torciendo al mismo tiempo la soga para completar su broma.

     Como el joven volviese sus miradas angustiadas primero al uno y luego al otro, pusieron su intención más de manifiesto empujándole suavemente hacia el árbol fatal y recomendándole valor, pues todo concluiría en un momento.

     En este trance fatal el joven lanzó una mirada en busca de apoyo en derredor suyo.

     -�Hay algún buen cristiano que me escuche -dijo- que quiera decir a Ludovico Lesly, de la Guardia escocesa, llamado en este país Le Balafré, que su sobrino es aquí vilmente asesinado?

     Fueron oportunas las palabras, pues un arquero de la mencionada Guardia, atraído por los preparativos de la ejecución, estaba próximo, con uno o dos viandantes que acertaron a pasar, para ver lo que pasaba.

     Tengan cuidado con lo que hacen -dijo a los verdugos-; si este joven es escocés de nacimiento no permitiré que le ejecuten.

     -El cielo lo prohíbe, señor caballero -dijo Trois-Eschelles-; pero tenemos que obedecer las órdenes recibidas -arrastrando a Durward hacia adelante por un brazo.

     -El juego más corto es siempre el más bonito -dijo Petit-André arrastrándole por el otro.

     Pero Quintín había oído palabras de consuelo, y reuniendo sus fuerzas se desprendió de pronto de ambos ejecutores de la ley, y con los brazos aun atados corrió junto al arquero escocés.

     -Protéjame, paisano -le dijo en su propia, idioma-, �por el amor a Escocia y por San Andrés! Soy inocente, soy natural de su tierra nativa. �Protéjame, se lo suplico!

     -�Por San Andrés, que le cogerán pisando mi cuerpo! -dijo el arquero, que desenvainó su espada.

     -Corte mis ligaduras, paisano -dijo Quintín-, y podré yo hacer algo por mi defensa.

     Aquellas fueron cortadas con la espada del arquero, y el cautivo, libertado, saltando de pronto sobre uno de los soldados del preboste, le arrebató una alabarda, con la que iba armado.

     -�Y ahora -dijo-, vengan si se atreven!

     Los dos verdugos hablaron en voz baja entre sí.

     -Vete a buscar al capitán-preboste -dijo Trois-Eschelles-, y le detendré mientras tanto, si puedo. Soldados del preboste, �a las armas!

     Petit-André montó su caballo y desfiló, y los otros hombres de servicio se juntaron tan rápidamente a la voz de mando de Trois-Eschelles, que en la confusión que siguió dejaron escapar a los otros dos prisioneros. Quizá no estuvieran muy ansiosos de detenerlos, pues últimamente estaban ahitos de sangre de esos infelices, y cual animales feroces después de una prolongada carnicería, estaban cansados de mortandad. Pero el pretexto fué que se consideraban obligados a atender a la salvación de Trois-Eschelles, pues existía una competencia, que a veces acababa en riñas, entre los arqueros escoceses y los soldados de la escolta del preboste.

     -Somos lo bastante fuertes para vencer a los orgullosos escoceses si ustedes lo buscan -dijo uno de los soldados de Trois-Eschelles.

     Pero este prudente empleado le hizo señas de que se quedase quieto, y se dirigió con gran cortesía al arquero escocés.

     -Es un gran insulto, señor, al capitán-preboste que trate de mezclarse en los acuerdos de la justicia del rey, fiel cumplidora de sus deberes, y no procede bien conmigo, que estoy en posesión legal de un criminal. Ni tampoco le hace usted un gran favor al muchacho, ya que pocas oportunidades como ésta se le presentarán de ser ahorcado en las que se encuentre tan bien preparado como lo estaba antes de su inoportuna intervención.

     -Si mi paisano -dijo el escocés sonriendo- es de opinión que le he injuriado, le devolveré a su poder sin más discusiones.

     -�No, no; por el amor de Dios, no! -exclamó Quintín-. Preferiría que me separase la cabeza del tronco con su larga espada; eso estaría más en consonancia con mi cuna que morir en manos de semejante ruin y malvado.

     -�Miren cómo injuria! -dijo el verdugo-. �Ay!, qué pronto se olvidan las buenas resoluciones; estaba muy bien dispuesto para partir, y ahora, en dos minutos, se ha vuelto un menospreciador de las autoridades.

     -Dígame de una vez -dijo el arquero-, �qué es lo que ha hecho este joven?

     -Decidirse -contestó Trois-Eschelles- a descolgar el cuerpo muerto de un criminal cuando la fleur de lys estaba marcada en el árbol del que fué colgado por mi propia mano.

     -�Cómo es eso, joven? -dijo el arquero-. �Cómo es posible que haya cometido semejante ofensa?

     -Como busco su protección -contestó Durward-, le diré la verdad como si fuera en confesión. Vi a un hombre que hacía movimientos colgado de un árbol y corté la soga de que pendía por mera humanidad. No pensé ni en la fleur de lys ni en el alelí, y no tuve más intención de ofender al rey de Francia que a nuestro padre el Papa.

     -�Qué diablos tenía usted que hacer con el cuerpo muerto? -dijo el arquero-. Los verá usted colgando como uvas de cada árbol, y bastante tendrá que hacer en este país con solo dedicarse a reunir los cuerpos de los ajusticiados. Sin embargo, no abandonaré la causa de un paisano si puedo ayudarle. Oigan, soldados del preboste: esto es una completa equivocación. Deberían tener alguna compasión de viajero tan joven. En nuestro país no estaba acostumbrado a ver procedimientos tan activos como los vuestros y los de su jefe.

     -No porque no sean necesarios, señor arquero -dijo Petit-André, que volvía en este momento-. Atención, Trois-Eschelles; aquí viene el capitán preboste; ahora veremos por dónde sale al ver que le quitan su trabajo de las manos antes de estar acabado.

     -Y muy oportunamente -dijo el arquero-; aquí llegan algunos camaradas míos.

     Al mismo tiempo que el preboste Tristán aparecía con su patrulla por un lado de la pequeña colina, que era la escena del altercado, cuatro o cinco arqueros escoceses llegaron de prisa por el otro, y a su cabeza el propio Balafré.

     En este caso de apuro no demostró Lesly nada de esa indiferencia hacia su sobrino de la que Quintín le había acusado en lo íntimo de su ser, pues tan pronto distinguió a su camarada y Durward dispuestos a defenderse, exclamó:

     -Cunningham, te doy las gracias. Caballeros, camaradas, prestadme vuestra ayuda. Es un joven escocés, mi sobrino. �Lindesay, Guthrie, Tyrie, sacad las espadas y acometed!

     Parecía inminente una lucha desesperada entre los dos bandos, que no eran muy desiguales en número, ya que las armas mejores de los caballeros escoceses les daba probabilidades de vencer. Pero el capitán-preboste, bien porque dudase del resultado del conflicto, o juzgando que pudiera ser desagradable para el rey, hizo indicaciones a sus partidarios de que evitasen la violencia, mientras preguntaba a Balafré, que ahora se había colocado a la cabeza del otro bando:

     -�Qué se propone un caballero de la Guardia del rey oponiéndose a la ejecución de un criminal?

     -Niego hacer eso -contestó Le Balafré-. �San Martín! Hay, a mi modo de ver, alguna diferencia entre la ejecución de un criminal y la matanza de mi sobrino.

     -Su sobrino puede ser tan criminal como cualquier otro, señor -dijo el capitán-preboste-, y cualquier extranjero en Francia está sujeto a las leyes de Francia.

     -Sí, pero los arqueros escoceses tenemos privilegios -dijo Balafré-, �no es eso, camaradas?

     -Sí, sí -exclamaron todos a una-. �Privilegios, privilegios! �Que viva el rey Luis muchos años, que viva el valiente Balafré, que viva muchos años la Guardia escocesa y muera todo el que atropelle nuestros privilegios!

     -Reflexionen un poco, caballeros -dijo el preboste-; tengan en cuenta mi comisión.

     -No nos queremos molestar en reflexionar -dijo Cunningham-. Nuestros propios oficiales nos darán la razón. Queremos sólo ser juzgados por privilegio del rey o por nuestro mismo capitán ahora que no está presente el excelso lord condestable.

     -Y no nos dejaremos ahorcar por nadie -dijo Lindesay- sino por Sandie Wilson, el ejecutor de nuestro Cuerpo.

     -Sería un positivo escarnio contra Sandie que vale tanto como el mejor verdugo, si prescindiéramos de él -dijo Le Balafré-. En el caso de tener que ser yo ahorcado, ningún otro me pasaría el lazo por el cuello.

     -Mas, oigan -dijo el capitán-preboste-, este joven no es de los vuestros y no puede participar de lo que llamáis vuestros privilegios.

     -Lo que llamamos nuestros privilegios están reconocidos por todo el mundo como tales -dijo Cunningham.

     -�No queremos que ahora se discutan! -fué el clamor unánime de los arqueros.

     -Parecemos locos, señores -dijo Tristán l'Hermite-. Nadie discute vuestros privilegios; pero este joven no es de los vuestros.

     -Es mi sobrino -dijo Balafré con aire triunfante.

     -Pero no es arquero de la Guardia, creo -replicó Tristán I'Hermite.

     Los arqueros se miraron un poco desconcertados.

     -Resistámonos aún, camarada - murmuró Cunningham a Balafré- Diga que está en el servicio como nosotros.

     -�San Martín, dice usted bien, buen paisano -contestó Lesly.

     Y elevando la voz, juró que aquel día había inscrito a su pariente como soldado de su compañía.

     Esta declaración fué un argumento contundente.

     -Está bien, caballeros -dijo el preboste Tristan, que sabía la aprensión nerviosa del rey respecto a una posible deslealtad que se incubase entre sus arqueros- Conocéis, como decís, vuestros privilegios, y no es mi deber seguir disputando con los arqueros del rey. Pero informaré de este asunto al rey para que decida, y quiero que sepáis que, al obrar así, obro con más suavidad de lo que me exige el deber mío.

     Diciendo esto puso en marcha su tropa, mientras los arqueros, que permanecieron en donde se encontraban, tuvieron una consulta rápida para saber lo primero que tenían que hacer.

     -Debemos dar cuenta de lo sucedido a lord Crawford, nuestro capitán, en primer lugar, y hacer que el nombre de este joven se inscriba en nuestra lista.

     -Pero, caballeros, mis dignos amigos y protectores -dijo Quintín titubeando un poco-, aun no he decidido si entraré o no en vuestro Cuerpo.

     -Piénsalo bien -dijo su tío- si prefieres ser colgado o decidirte a ingresar con nosotros, pues te aseguro, sobrino mío, que no veo otro recurso para escapar de la horca.

     Este era un argumento incontrovertible, y obligó a Quintín a acceder a lo que de otro modo podía haber considerado como una proposición no muy agradable; pero la reciente escapatoria de la soga, que había estado alrededor de su cuello, le hubiera probablemente reconciliado con una alternativa peor que la propuesta.

     -Debe ir al cuartel con nosotros -dijo Cunningham-; no hay seguridad para él fuera de nuestros límites mientras estos cazadores de hombres ronden por aquí.

     -�No podría por esta noche albergarme en la hostelería en que almorcé, querido tío? -dijo el joven, pensando quizá, como otros muchos reclutas, que una sola noche de libertad era ganar algo.

     -Sí, querido sobrino -contestó su tío irónicamente-, para que nos des el gusto de pescarte en algún canal o foso o quizá de algún remanso del Loira, atado en un saco, para mayor facilidad para nadar, pues ese es el fin que te esperaba. El capitán-preboste se sonrió al tiempo de partir -continuó, dirigiéndose a Cunningham-, y eso indica que sus pensamientos son peligrosos.

     -No le temo -dijo Cunningham-; estamos fuera de su alcance. Pero yo de ti se lo contaría todo a Oliver, que siempre fué buen amigo de la Guardia escocesa, y verá al padre Luis antes que el preboste, pues mañana tiene que afeitarle.

     -Pero escucha -dijo Balafré-, no podemos darle nada por el encargo, pues me encuentro sin una mala moneda.

     -Así estamos todos -dijo Cunningham-. Oliver no debe sentir escrúpulos de creer en nuestra palabra escocesa por una vez. Reuniremos algo decente entre todos el primer día de paga, y si espera algo, dile que el día de paga vendrá lo antes posible.

     -Y ahora hacia el castillo-dijo Balafré-, y mi sobrino nos contará por el camino lo que pasó entre él y el preboste para saber cómo presentar nuestro informe, tanto a Crawford como a Oliver (18).

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Capítulo VII

El ingreso en el servicio



                                                                                            Juez de Paz. -Entréguenme el Estatuto;
Lea los artículos; jure, bese el libro, firme y sea un héroe;
Cobrará parte del Erario público
Por futuros hechos valerosos:
Seis peniques por día, alimentos y deudas.
                                   El oficial de la recluta.


     Habiéndose apeado uno de los arqueros, Quintín Durward se acomodó en su caballo y, en compañía de sus marciales paisanos, cabalgó a buen paso hacia en castillo de Plessis para ser, aunque involuntariamente por su parte, un habitante de esa tenebrosa fortaleza cuyo aspecto exterior tanto le había sorprendido aquella mañana.

     Mientras tanto, y en respuesta a las repetidas preguntas de su tío, le dió detallada cuenta del accidente que en tan grave aprieto le había puesto aquella mañana. Aunque él por su parte no vió en su narración más que su aspecto sentimental, fué ésta recibida con mucha broma por su escolta.

     -Y no es para menos -dijo su tío-; �pues a quién se le ocurre hacerse cargo del cuerpo de un maldito incrédulo, pagano, judío, morisco?

     -Si se hubiese peleado con la escolta del preboste por alguna linda moza, como hizo Miguel de Moffat, la cosa se hubiera explicado -dijo Cunningham.

     -Pero creo que atañe a nuestro honor que Tristán y los suyos pretendan confundir nuestras gorras escocesas con las tocques y turbands de esos rateros vagabundos, como ellos los llaman -dijo Lindesay- Si no tienen ojos para ver la diferencia, deben aprender para lo sucesivo. Pero me parece que Tristán quiere equivocarse para echar el guante a los simpáticos escoceses que cruzan el mar para ver a sus parientes.

     -�Puedo saber, pariente -dijo Quintín-, qué clase de gente es ésta de que habláis?

     -Comprendo tu curiosidad -dijo su tío-: pero no sé quién, querido sobrino, sea capaz de contestar a tu pregunta. Ni yo mismo puede ser, pues no sé más que los demás. Han aparecido en esta tierra hace un año o dos como lo hacen las plagas de langosta (19).

     -�Ay! -dijo Lindesay-, y a Jacques Bonhomme (ese es el nombre que damos a nuestro campesino, joven; poco a poco aprenderá nuestros giros de lenguaje), al honrado Jacques, digo, le importa poco qué viento trae a éstos o a la langosta, y sólo ansía cualquier viento que se los pueda llevar de nuevo.

     -�Hacen tanto mal? -preguntó el joven.

     -�Mal? �Cómo, muchacho! Son paganos, o judíos, o mahometanos por lo menos, y no adoran ni a Nuestra Señora ni a los santos -santiguándose al decir esto.

     -Y roban todo lo que pueden, y cantan, y echan la buenaventura -añadió Cunningham.

     -Dicen que entre sus mujeres hay algunos buenos ejemplares -dijo Guthrie-; pero eso lo sabe mejor Cunningham.

     -�Qué es eso, hermano? -dijo Cunningham -. Espero que no será un reproche.

     -Le aseguro que no he querido hacerle ninguno -contestó Guthrie.

     -Seré juzgado por la compañía -dijo Cunningham-. Dice Guthrie que yo, un caballero escocés que vivo en el seno de la Iglesia católica, tuve una amiga hermosa entre esas paganas asquerosas.

     -Basta, basta -dijo Balafré-; sólo fué una broma. Que no haya peleas entre camaradas.

     -Que no gasten entonces esas bromas -dijo Cunningham hablando en voz baja.

     -�Existen esos vagabundos en países distintos a Francia? -dijo Lindesay.

     -Desde luego; tribus de ellos han aparecido en Alemania, en España y en Inglaterra -contestó Balafré-. Por la protección del buen San Andrés Escocia se ve aún libre de ellos.

     -Escocia -dijo Cunningham- es un país demasiado frío para langostas y un país muy pobre para ladrones.

     -O quizá John Highlander no consentirá que prosperen más que sus ladrones -dijo Guthrie.

     -Quiero que sepan todos ustedes -dijo Balafré- que procedo de la comarca de Angus y tengo parientes montañeses en Glen-Isla, y no consentiré que se hable mal de éstos.

     -No negará usted que son ladrones de ganados -dijo Guthrie.

     -El llevarse una ternera o cosa parecida no es latrocinio -dijo Balafré-, y eso lo sostendré donde y como quiera.

     -�Qué vergüenza, camaradas! -dijo Cunningham-. �Quién riñe ahora? El joven no debe ver estos espectáculos. Vamos, hemos llegado al castillo. Daré una ronda de vino para sellar nuestra amistad y brindar por Escocia Alta y Baja si me buscan a la hora de la comida en mi alojamiento.

     -Conformes, conformes -dijo Balafré-, y yo obsequiaré con otra para borrar rencillas y brindar por mi sobrino en su primera entrada en nuestro Cuerpo.

     A su llegada fué abierto el portillo y bajado el puente levadizo. Uno por uno entraron; pero cuando apareció Quintín los centinelas cruzaron sus picas y le ordenaron detenerse, mientras los arcos con flechas y los arcabuces le apuntaban desde las paredes; un rigor de vigilancia empleado, no obstante venir el joven extranjero en compañía de soldados de la guarnición pertenecientes al propio Cuerpo, que proporcionaba los centinelas en funciones en aquel momento.

     Le Balafré, que había permanecido al lado de su sobrino a propósito, dió las necesarias explicaciones, y después de muchas dudas y dilaciones fué conducido el joven, bajo una fuerte escolta, a la habitación de lord Crawford.

     Este noble escocés era una de las últimas reliquias de la serie de lores y caballeros escoceses que durante tanto tiempo y tan fielmente habían servido a Carlos VI en aquellas guerras sangrientas que decidieron la independencia de la corona francesa y la expulsión de los ingleses. Cuando joven, había peleado al lado de Douglas y Buchan, había cabalgado bajo la bandera de Juana de Arco y era quizá uno de los últimos ejemplares de aquellos caballeros escoceses que voluntariamente habían desenvainado sus espadas por la fleur de lys en contra de sus antiguos enemigos los ingleses. Los cambios ocurridos en el reino de Escocia, y quizá el haberse acostumbrado al clima y costumbres de Francia, indujeron al anciano barón a desechar toda idea de volver a su país nativo, tanto más cuanto que el alto cargo que desempeñaba en la casa de Luis XI y su carácter franco y leal le habían logrado gran ascendiente sobre el rey, quien, aunque no vería sistemáticamente en la virtud u honor humanos, se fiaba y tenía confianza en lord Crawford y le permitía ejercer mayor influencia, porque nunca se supo que interviniese en asuntos distintos de los inherentes a su cargo.

     Balafré y Cunningham siguieron a Durward y a los demás a la habitación de su oficial, cuyo aspecto de dignidad, así como el respeto que le guardaban estos orgullosos soldados, que parecían respetar a él sólo, impresionó mucho a Quintín.

     Lord Crawford era alto, y con la edad se había acartonado, y aunque sus músculos no tenían la elasticidad de la juventud, era capaz de soportar el peso de su armadura durante una marcha tan bien como el hombre más joven de los suyos. Tenía un rostro feo, que le favorecía poco, y unos ojos que habían contemplado la muerte en treinta combates; pero que, a pesar de todo, expresaban un desprecio tranquilo del peligro más bien que un valor feroz de soldado mercenario. Su alta figura estaba ahora envuelta en una bata amplia, ceñida en la cintura por su cinturón de ante, del cual estaba suspendido su puñal, de rica empuñadura. Tenía alrededor del cuello el collar y la divisa de la orden de San Miguel. Estaba sentado en una poltrona, cubierta con piel de ciervo, y con sus lentes sobre la nariz (invención reciente) estaba descifrando un gran manuscrito, llamado el Rosier de la guerre, código de política civil y militar que Luis había recopilado para provecho de su hijo, el Delfín, y del que deseaba saber la opinión del experimentado guerrero escocés.

     Lord Crawford pareció dejar el libro de mala gana a la entrada de estos visitantes inesperados, y preguntó en su basto dialecto nacional qué demonio querían.

     Le Balafré, con más respeto quizá que el que hubiera demostrado al propio Luis, contó lo sucedido a su sobrino y le suplicó humildemente su protección. Lord Crawford escuchó con atención, y no pudo dejar de sonreír ante la ingenuidad con que el joven había intervenido en favor de un criminal ahorcado; pero movió su cabeza con el relato que le hizo de la disputa entre los arqueros escoceses y los soldados del capitán-preboste (20)

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     -�Cuántas veces -dijo- me habéis de venir aún con estos enredos? �Cuántas veces he de deciros, y especialmente a vosotros, Ludovico Lesly y Archie Cunningham, que el soldado extranjero debe comportarse decorosamente y con modestia con la gente del país si no quiere crear enemistades en todas partes? Sin embargo, si queréis tener contiendas, preferiría que fuese con ese pícaro preboste que con otro cualquiera, y os reprocho menos esta quimera que otras que habéis tenido, Ludovico, pues era natural ayudar a su joven pariente. Esta niñada debe subsanarse, y para ello deme la lista de la compañía de aquel estante y añadiremos su nombre al de la tropa para que pueda gozar de sus privilegios.

     -�Quisiera su señoría...? -dijo Durward.

     -�Estás loco, muchacho? -exclamó su tío-. �Vas a hablar a su señoría sin que te haya hecho pregunta alguna?

     -Paciencia, Ludovico -dijo lord Crawford-, y escuchemos lo que el muchacho tenga que decir.

     -Sólo esto, si es del agrado de su señoría -replicó Quintín-: que antes había dicho a mi tío que tenía algunas dudas para ingresar en el servicio. Ahora tengo que decir que han desaparecido del todo, ya que he visto el jefe noble y experimentado a cuyas órdenes tengo que servir, pues hay autoridad en su mirada.

     -Bien dicho, muchacho -dijo el anciano lord, no insensible al cumplido-; he adquirido alguna práctica, y Dios me ha favorecido para aprovecharla en bien del servicio y del mando. Ingresarás, Quintín, en nuestro honroso Cuerpo de Guardia escocesa como escudero de tu tío y sirviendo a sus órdenes. Confío en que te portarás como cumplido soldado si tu valor corresponde a tu aspecto personal, ya que provienes de un buen linaje. Ludovico, cuidarás que tu pariente haga diligentemente su ejercicio, pues uno de estos días tendremos torneo de lanzas.

     -En verdad que me place la noticia, señor; esta paz nos hace cobardes a todos. Yo mismo siento cierto decaimiento de espíritu encerrado en este maldito calabozo, al que se asemeja el castillo.

     -Un pájaro me dice al oído -continuó lord Crawford- que el viejo estandarte ondeará de nuevo en el campo.

     -Beberé esta noche una copa para que así sea -dijo Balafré.

     -Beberás con cualquier pretexto -dijo lord Crawford-, y me temo que algún día te propases en la bebida.

     Lesly, un poco avergonzado, replicó que no se había propasado hacía muchos días; pero que su señoría no ignoraba la costumbre de la compañía de coger una borrachera en honor de un nuevo camarada.

     -Verdad es -dijo el viejo capitán-; me había olvidado de ello. Enviaré unos barriles de vino para ayudar a vuestra borrachera; pero que no sea hasta después de la puesta del sol. Y escuchad: Que los soldados de servicio sean cuidadosamente seleccionados y procure que ninguno de ellos participe poco o mucho en vuestros excesos,

     -Su señoría será fielmente obedecida -dijo Ludovico-, y no olvidaremos de brindar por su salud.

     -Quizá -dijo lord Crawford- me dé una vuelta en persona por vuestra reunión para ver si todo marcha como es debido.

     -Su señoría será acogida con el mayor cariño -dijo Ludovico.

     Y todos se retiraron muy satisfechos para preparar su banquete militar, al que Lesly invitó a unos veinte de los camaradas que estaban acostumbrados a comer juntos su rancho.

     Un festival de soldados es, por lo general, un asunto fácil de organizar siempre que se disponga de bastante carne y bebida; pero en la ocasión presente Ludovico se preocupó de presentar vino mejor del corriente, haciendo la observación de que �el viejo lord, mientras les predicaba sobriedad, no se recataba, después de beber en la mesa real cuanto vino podía, de aprovechar cualquier oportunidad para pasar la tarde al lado de una botella de vino; así es que debéis prepararos, camaradas, dijo, para escuchar las viejas historias de las batallas de Vernoil y Beaugé� (21).

     La cámara gótica en que ordinariamente se reunían fué pronto puesta en orden; sus pajes enviados para cortar juncos verdes, que se habían de esparcir por el suelo, y se desplegaron estandartes, que la Guardia escocesa había llevado a las batallas o que habían cogido al enemigo, a guisa de tapices sobre la mesa y por las paredes de la habitación.

     Lo siguiente era proporcionar al joven recluta con la rapidez posible el uniforme y armas apropiadas de la Guardia para que pudiese resultar en todos los detalles participante de sus importantes privilegios, en virtud de los cuales, y con la ayuda de sus paisanos, podía desafiar impunemente el poder e indignación del capitán preboste, aunque se sabía que el uno era tan formidable como inflexible la otra.

     El banquete fué alegre por demás, y los comensales dieron rienda suelta a manifestaciones de sentimiento nacional por recibir en sus filas a un recluta de la patria amada. Se cantaron viejas canciones escocesas y se dijeron viejos cuentos de héroes escoceses; se recordaron las hazañas de sus padres y las escenas en que ellos intervinieron, y durante un rato los ricos llanos de Turena parecían convertidos en las regiones montañosas y estériles de Caledonia.

     Cuando el entusiasmo estaba en el apogeo y cada cual trataba de decir algo para realzar el recuerdo querido de Escocia, recibió aquél un nuevo impulso con la llegada de lord Crawford, el cual, como Balafré había profetizado, estuvo como sobre ascuas en la mesa real, hasta que aprovechó una oportunidad para escapar y acudir a la fiesta de sus paisanos. Un sillón presidencial se le había reservado en la cabecera de la mesa, pues según las costumbres de la época y la constitución de aquel Cuerpo, aunque era su jefe natural después del rey y del gran condestable, como los miembros de dicho Cuerpo eran todos nobles por nacimiento, su capitán podía sentarse con ellos en la misma mesa sin impropiedad y podía mezclarse cuando le parecía en sus fiestas sin menoscabo de su dignidad como jefe.

     En esta ocasión, sin embargo, rehusó lord Crawford ocupar el asiento preparado para él, y recomendándoles que continuasen su regocijo, permaneció de pie, mirando el espectáculo con rostro que parecía expresar la satisfacción que el mismo le producía.

     -Déjale solo -murmuró Cunningham al oído de Lindesay, al ver que éste le ofrecía vino al noble capitán-; déjale solo; déjale que lo tome voluntariamente.

     En efecto, el anciano lord, que al principio sonrió, movió su cabeza y colocó ante sí la copa de vino sin probar; comenzó después como distraído a probar un poco del contenido, y al hacerlo se acordó, por suerte, que sería de mal agüero que no bebiese un trago a la salud del valiente muchacho que se había incorporado a ellos en aquel día. Efectuó el brindis, que fué contestado, como es de suponer, con muchos gritos de alborozo, cuando el viejo capitán les participó que había hecho al maestro Oliver un relato de lo ocurrido en ese día. Y como, añadió, el afeitabarbas no tiene gran simpatía por el oprimecuellos, se ha unido a mí para obtener del rey una orden mandando al preboste que suspenda todos los procedimientos, con cualquier pretexto, contra Quintín Durward, y que respete en toda ocasión los privilegios de la Guardia escocesa.

     Siguió otro griterío, se llenaron de nuevo las copas hasta el borde y se aclamó al noble lord Crawford, el bravo conservador de los privilegios y derechos de sus paisanos. El buen lord tuvo, por cortesía, que corresponder a este brindis, y deslizándose en el sillón preparado, como sin reflexionar lo que hacía, llamó a Quintín a su lado y le hizo muchas preguntas relativas al estado de Escocia y a las grandes familias de allí, que éste tuvo la suerte de contestar, mientras, de vez en cuando, en el curso de su interrogatorio, el buen lord besaba la copa de vino por vía de paréntesis, haciendo notar que el amor al prójimo era propio de caballeros escoceses; pero que los hombres jóvenes, como Quintín, debían practicarlo con prudencia, no fuese a degenerar en exceso, con cuyo motivo añadió muchas cosas excelentes, hasta que su lengua, empleada en elogios de la templanza, comenzó a articular algo cuyo estilo se salía del usual. Mientras el ardor militar de la compañía aumentaba con cada botella que vaciaban, cuando Cunningham les exhortó a brindar por nuevos triunfos de la Oriflamme (la bandera real francesa).

     -�Y que una brisa de Borgoña sea la que la haga ondular! -dijo Lindesay.

     -Con toda la energía que aun queda en este desgastado cuerpo, acepto el brindis, muchachos -dijo lord Crawford-, y aunque soy viejo, espero verla agitarse al viento. Oigan mis camaradas -pues el vino le había hecho algo comunicativo-, sois fieles servidores de la corona de Francia y no hay por qué ocultarles que hay aquí un enviado del duque de Borgoña con un mensaje de agravio.

     -Vi el equipaje, los caballos y el séquito del conde de Crèvecoeur -dijo otro de los presentes- en la posada de allá abajo, en Mulberry Grove. Dicen que el rey no le quiere admitir en el castillo.

     -�Que se encuentre con una respuesta desagradable! -dijo Guthrie-. Pero, �de qué se queja?

     -De muchos agravios en la frontera -dijo lord Crawford-, y últimamente de que el rey ha recibido bajo su protección a una dama de su país, joven condesa, que ha huído de Dijon porque, estando bajo la tutoría del duque, ha pretendido casarla con su favorito, Campo-basso.

     -�Y se ha venido aquí sola, mi lord? -dijo Lindesay.

     -No del todo, sino con la anciana condesa, su parienta, que ha accedido a los deseos de su sobrina en este particular.

     -Y siendo el rey -dijo Cunnigham- el soberano feudal del duque, �se interpondrá entre el duque y su pupila, sobre la que Carlos tiene el mismo derecho que, en caso de su muerte, tendría el rey sobre la heredera de Borgoña?

     -El rey se atendrá, como acostumbra, a los dictados de la política, y tú sabes -continuó Crawford- que no ha recibido a estas damas en público ni las ha colocado bajo la protección de sus hijas, lady Beaujeau o princesa Juana; de modo que, sin duda, está guiado por las circunstancias.

     -Pero el duque de Borgoña no comprende tales artificios -dijo Cunningham.

     -No -contestó el anciano lord-; y por eso es fácil que haya guerra entre ambos.

     -�Por San Andrés, otra vez la pelea! -dijo Le Balafré-. Hace diez o veinte años me pronostiqué que haría la fortuna de mi casa por matrimonio. �Quién sabe lo que puede suceder si llegamos alguna vez a pelear por el amor y el honor de las damas, como sucedía en los antiguos romances?

     -�Citas el amor de las damas con tal expresión de cara! -dijo Guthrie.

     -Con no más expresión de amor que el que se puede sentir por una mujer gitana -respondió Le Balafré.

     -Alto ahí, camaradas -dijo lord Crawford-; no esgrimir armas afiladas ni bromear con pullas que escuezan: todos amigos. Y en cuanto a la dama, es demasiado rica para descender hasta un pobre lord escocés, o de lo contrario, con mis ochenta años o muy cerca de ellos no dejaría de pretenderla. Pero brindemos por su salud, pues dicen que es un portento de hermosura.

     -Me parece que la vi -dijo otro soldado cuando estaba de guardia esta mañana en el recinto interior, pero no pude apreciar su belleza, pues ella y otra llegaron al castillo en literas cerradas.

     -�Qué vergüenza, Arnot! -dijo lord Crawford-. Un soldado de servicio no debe decir nada de lo que ve. Además -añadió después de un momento, en que su curiosidad prevaleció sobre la exteriorización de disciplina que había juzgado necesario ejercer-, �por qué estas literas iban a estar ocupadas por la propia condesa Isabel de Croye y su acompañante?

     -Señor -replicó Arnot-, no sé de ello más que mi coutelier estaba paseando mi caballo por el camino de la población y tropezó con Doguin, el mozo de mulas, que traía de vuelta las literas a la posada, pues pertenecen al individuo de Mulberry Grove -al de la flor de lis me refiero-, y entonces Doguin invitó a Saunders Steed a tomar una copa de vino, pues se conocían, lo que no tuvo inconveniente en aceptar...

     -Sin duda, sin duda -dijo el anciano lord-; es una cosa que me gustaría se corrigiese entre vosotros, caballeros; pero todos vuestros grooms y couteliers están siempre dispuestos a tornar una copa de vino con cualquiera. Es una cosa peligrosa en la guerra, y hay que evitarla. Pero, Andrés Arnot, este es un cuento muy largo y le interrumpiremos con un trago, como dice el escocés de la montaña, Sheoch doch nan skial (22). Mas volvamos a la condesa Isabel de Croye, que merece mejor marido que ese Campo-basso, que es un vil tunante italiano. Y ahora, Andrés Arnot, �qué dijo el muletero a este empleado tuyo?

     -Pues le contó en secreto, si me permite decirlo su señoría -continuó Arnot-, que estas dos damas, a las que había llevado antes al castillo en literas cerradas, eran grandes damas, que habían estado viviendo algunos días en secreto en la casa de su amo, y que el rey las había visitado más de una vez privadamente, y les había guardado muchas consideraciones; y que se habrán refugiado en el castillo, según le parecía, por miedo al conde de Crèvecoeur, el embajador del duque de Borgoña, cuya llegada había sido anunciada por un correo que se le anticipó.

     -Entonces, André -dijo Guthrie-, juraría que era la voz de la condesa la que oí cantar acompañada de un laúd cuando pasé antes por el patio interior; el sonido provenía de la ventana saliente de la torre del Delfín, y era tal la melodía como nunca fué hasta entonces escuchada en el castillo de Plessis del Parque. A fe que pensé si sería la música del hada Melusina. Allí me quedé, aunque sabía que la mesa estaba puesta y que todos vosotros estaríais impacientes; allí me quedé como...

     -Como un asno, Juan Guthrie -dijo su capitán-: tu larga nariz oliendo la comida, tus largas orejas escuchando la música y tu escasa discreción no permitiéndote decidir cuál de las dos preferías. �Oid! �No está tocando a vísperas la campana de la catedral? Aun no debe ser tiempo. El viejo y alocado sacristán ha tocado con una hora de antelación.

     -La campana toca a la hora precisa -dijo Cunningham-; por allá se hunde el sol del lado de Occidente, en la hermosa llanura.

     -�Ay! -dijo lord Crawford-, �es así? Bien, muchachos, debemos vivir con moderación. Es un sano proverbio el que dice: �quien va despacio, va lejos�. Y ahora, cada cual a cumplir con su deber.

     Se bebió la copa de despedida, y los comensales se dispersaron; el anciano barón cogiendo el brazo de Balafré, con la excusa de darle algunas instrucciones concernientes a su sobrino, pero quizá, en realidad, por temor de que sus pasos resultasen para el público menos firmes de lo que convenía a su rango y alto mando. Llevaba rostro serio cuando pasó por los dos patios que separaban su alojamiento de la cámara del festín, y solemne, con la gravedad de un barril de vino, fué la recomendación que al despedirse hizo a Ludovico para que cuidase de los pasos de su sobrino, especialmente en materia de mozas y copas de vino.

     Mientras tanto, ni una sola palabra de las que se hablaron relativas a la hermosa condesa Isabel habían escapado al joven Durward, que, conducido a un pequeño gabinete, que tenía que compartir con el paje de su tío, se dedicó en su nuevo alojamiento a meditar en grande. El lector se imaginará fácilmente que el joven soldado haría un fino romance bajo la base de la supuesta identificación de la Doncella de la Torre, cuya canción había escuchado con tanto interés, y la linda portadora de la copa a maese Pedro, con una condesa fugitiva, de rango y posición, huyendo de la persecución de un odiado amante, favorita de un guardián cruel que abusaba de su poder feudal. Había un vacío en la visión de Quintín relativo a maese Pedro, que parecía ejercer tal autoridad sobre el formidable oficial de cuyas manos había escapado aquel día con tanta dificultad. Pero los sueños del joven, que habían sido respetados por Will Harper, su compañero de celda, fueron interrumpidos por la llegada de su tío, que mandó a Quintín a la cama para que pudiese levantarse a tiempo por la mañana y acudir a la antecámara de Su Majestad, en donde tenía que prestar servicio con cinco de sus camaradas.

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Capítulo VIII

El enviado



                                                                                            Sé un relámpago ante Francia;
Pues antes de que puedas decir que estaré allí,
Será oído el trueno de mi cañón;
En consecuencia, actúa de clarín de nuestra cólera.
                                                           Rey Juan.


     Aunque la pereza fuese una tentación que dominase a Durward, el ruido que reinaba en la caserne de los escoceses desde el primer toque de prima hubiese ciertamente vencido a aquélla; pero la disciplina de la casa de su padre y del convento de Aberbrothick le habían acostumbrado a levantarse con el alba, y se vistió alegremente, entre sonidos de cornetas y los crujidos de armaduras, que anunciaban el cambio de los centinelas de servicio, algunos de los cuales volvían al cuartel, del servicio de noche, mientras otros salían para el de la mañana, y otros, entre los que figuraba su tío, se estaban armando para el servicio personal de Luis XI. Quintín Durward se puso bien pronto, con la alegría propia de un hombre joven y en ocasión semejante, el espléndido traje y armadura que pertenecían a su nuevo empleo; y su tío, que le miraba con gran atención o interés para ver si estaba bien equipado, sin faltarle detalle, no ocultó su satisfacción al ver lo que su sobrino ganaba con el uniforme militar.

     -Si resultas tan fiel y tan valiente como apuesto, tendré en ti uno de los escuderos más gallardos y de mejor apariencia de la Guardia, que honrará a la familia de tu madre. Sígueme a la sala de recibir y no te apartes de mi lado.

     Diciendo esto, cogió una alabarda grande, pesada, con muchos adornos, y entregando a su sobrino un arma similar, más ligera, se dirigieron al patio interior del palacio, en donde sus camaradas, que tenían que hacer la guardia en las habitaciones interiores, estaban ya reunidos y con las armas: los escuderos detrás de sus jefes, formando así una segunda fila. También esperaban allí muchos picadores con caballos de sangre y perros nobles, a los que Quintín miraba con tal deleite, que su tío se vió obligado más de una vez a recordarle que los animales no estaban allí para su diversión particular, sino para la del rey, que sentía una gran pasión por la caza y era una de las pocas inclinaciones que satisfacía, aun cuando tuviese pendientes asuntos serios de política, siendo un protector tan decidido de la caza en los bosques reales, que se decía, como cosa corriente, que se podía matar a un hombre con más impunidad que a un ciervo.

     A una señal dada formaron los guardias, a las órdenes de Le Balafré, que actuaba ocasionalmente de oficial, y después de pasarles revista y de unos cuantos ejercicios, que sirvieron para demostrar el extremoso celo con que realizaban los movimientos, desfilaron hacia el hall donde se celebraban las audiencias, en el que se esperaba la inmediata aparición del rey.

     Aunque Quintín era novato en escenas de esplendor, el efecto que le produjo la que ahora presenciaba no correspondió a la idea que se había formado de la brillantez de una corte. Había, es cierto, oficiales de la servidumbre real con ricos uniformes; había guardias bien armados y criados de diversas categorías. Pero no vió a ninguno de los antiguos consejeros del reino, a ninguno de los altos oficiales de la corona, no oyó ninguno de los nombres famosos entre los caballeros ni percibió a ninguno de esos generales o jefes que, llenos de ardor bélico, constituían la fuerza de Francia, o a los fogosos nobles más jóvenes, esos tempranos aspirantes de honores, que eran su orgullo. Los celos, el carácter reservado, la política profunda y sagaz del rey habían alejado del trono a este espléndido círculo, y sólo eran llamados a su alrededor en ciertas ocasiones protocolarias, en las que acudían de mala gana, y se marchaban con alegría, como los animales en la fábula se supone que se aproximan y se alejan de la caverna del león.

     Las únicas y escasas personas que parecían allí estar en calidad de consejeros eran hombres de aspecto humilde, cuyos rostros a veces expresaban sagacidad, pero cuyos modales demostraban que habían sido llamados a desempeñar un papel reñido con su anterior educación y con sus costumbres. Una o dos personas, sin embargo, parecieron a Durward. que poseían un semblante más noble, y el rigor de su actual servicio no era tal que impidiese a su tío participarle los nombres de las personas en que él se fijaba.

     A lord Crawford, que estaba de servicio, ataviado en rico traje, y teniendo en la mano un bastón de mando de plata, Quintín y el lector están ya presentados. Entre otros que parecían distinguidos, el más notable era el conde de Dunois, hijo del célebre Dunois, conocido con el nombre de el Bastardo de Orleáns, que luchando bajo la bandera de Juana de Arco tan importante papel desempeñó en librar a Francia del yugo inglés. Su hijo mantenía bien el alto renombre que le correspondía por su procedencia, y no obstante su popularidad entre la nobleza y el pueblo, supo Dunois, en toda ocasión, manifestar tal carácter abierto y una franqueza tan leal, que se veía libre de toda sospecha, aun de parte del celoso Luis, que gustaba verle junto a él, y aun a veces le llamaba a sus consejos. Aunque muy ducho en todos los ejercicios de la caballería y poseyendo las condiciones de lo que entonces se llamaba un caballero perfecto, distaba mucho de ser la persona del conde modelo de belleza romántica. Era de estatura corriente y muy fornido, y sus piernas se curvaban hacia fuera, con esa hechura que resulta más conveniente para montar a caballo que elegante para un pedestre. Era ancho de hombros, de pelo negro, su tez morena y sus brazos demasiado largos y nerviosos. Las facciones de su rostro eran irregulares y tendían a feas, y a pesar de todo, había un aire de nobleza y dignidad en su persona, que delataban, a la primera mirada, al noble de alcurnia y al soldado intrépido. Su semblante era altanero; su paso, firme y varonil, y la rudeza de la cara resultaba dignificada con una mirada semejante a la del águila y un frunce parecido al del león. Su vestimenta era un traje de caza, más suntuoso que lucido, y actuaba la mayoría de las veces como montero mayor, aunque no nos inclinamos a creer que en la actualidad desempeñase este oficio.

     Apoyado en el brazo de su pariente Dunois, y andando con paso tan lento y melancólico que parecía descansar en su pariente, apareció Luis, duque de Orleáns, el primer príncipe de sangre real (después rey con el nombre de Luis XII), y al que los guardias y personal de servicio rendían homenaje como tal. Este príncipe, que, de morir la descendencia del rey, era heredero de la corona, era celosamente vigilado por Luis XI y no se le permitía que se ausentase de la Corte, y mientras residía allí se veía privado de cargo oficial. El abatimiento de espíritu que su condición casi de cautivo hacía que se reflejase en el porte de este desgraciado príncipe, aparecía aumentado en esta ocasión por haberse enterado de que el rey meditaba cometer con él una de las acciones más crueles e injustas que un tirano puede cometer, obligándole a casarse con la princesa Juana de Francia, la hija menor de Luis, con la que estaba comprometido desde niño, pero cuyo cuerpo deforme hacía que fuese un acto de rigor abominable el insistir en tal enlace.

     El exterior de este infeliz príncipe no se distinguía precisamente por su arrogancia, y su carácter era dulce y bondadoso, cualidades que se apercibían a través del velo de extremo decaimiento que al presente obscurecía su espíritu.

     Quintín observó que el duque evitaba cuidadosamente el mirar a los guardias reales, y al devolver el saludo de éstos, conservaba los ojos bajos, como si temiese que los celos del rey pudiesen interpretar ese gesto de cortesía ordinaria como producido con el fin de establecer un interés separado y personal entre ellos.

     Muy distinta era la conducta del orgulloso prelado y cardenal Juan de Balue, ministro favorito del rey en aquel entonces, cuyo engrandecimiento y carácter tenía tan gran parecido con Wolsey, como la diferencia entre el astuto y político Luis y el temerario y arrojado Enrique VIII de Inglaterra podía permitir. El primero había elevado a su ministro desde la categoría más inferior a la dignidad, o por lo menos los emolumentos, de gran limosnero de Francia; le había colmado de beneficios y conseguido para él el capelo de cardenal; y aunque era demasiado cauto para entregar al ambicioso Balue el ilimitado poder y confianza que Enrique concedía a Wolsey, estaba, no obstante, influido por él más que por ningún otro de sus reconocidos consejeros. El cardenal, en consonancia, no se había librado del error propio de aquellos que se ven de pronto elevados al poder desde una posición humilde, pues estaba firmemente convencido, ofuscado sin duda por lo repentino de su encumbramiento, que podía intervenir en asuntos de todas clases, aun en los más ajenos a su profesión y estudios. Alto y de aspecto tosco, pretendía ser galante y admirar al sexo bello, aunque sus modales hacían de sus pretensiones un absurdo, y su profesión les daba el carácter de indecorosas. Algún adulador masculino o femenino le había, en mala hora, convencido de la idea de que había gran belleza de contorno en un par de piernas musculosas, que había heredado de su padre, un carretero de Limoges, o, según otra versión, un molinero de Verdun; y se había infatuado tanto con esta idea, que siempre tenía los manteos un poco recogidos por un lado, con el fin de que no escapase a la observación la naturaleza robusta de sus piernas. Mientras paseaba por el salón con su hábito carmesí y rica capa, se detenía repetidas veces para mirar las armas y uniformes de los militares caballeros de servicio, les preguntaba sobre varias cuestiones en tono autoritativo y hasta se permitía censurar lo que él llamaba irregularidades de disciplina en lenguaje al que no se atrevían a contestar estos soldados experimentados, aunque era evidente que lo escuchaban con impaciencia y con desprecio.

     -�Sabe el rey -dijo Dunois al cardenal- que el enviado borgoñés tiene prisa en pedir audiencia?

     -Lo sabe -contestó el cardenal-; y aquí viene el sábelotodo Oliver Dain (23) para hacernos saber la voluntad real.

     Mientras hablaba, un personaje notable, que compartía en aquellos días con el orgulloso cardenal el favor de Luis, entró procedente de una habitación más interior, pero sin ese porte importante y pomposo que caracterizaba la plena dignidad del sacerdote. Al contrario, éste era un hombre pequeño, pálido y flaco, cuyo coleto y calzones de seda negra, sin casaca ni capa, constituían un traje nada a propósito para sentar bien a persona poco distinguida. Llevaba una jofaina de plata en la mano, y una toalla puesta sobre el brazo indicaba su oficio. Su cara era penetrante y viva, aunque trataba de disimular esa expresión de sus facciones manteniendo la vista fija en el suelo, mientras, con movimientos silenciosos y furtivos, parecía modestamente más bien resbalar que andar por la habitación. Pero aunque la modestia puedo fácilmente obscurecer el valer, no puede ocultar el favor real, y todos los intentos para pasar desapercibido en el salón de recepciones eran vanos, por parte de uno de quien se sabía tenía tanto ascendiente sobre el rey como el logrado por este famoso barbero y mozo de cámara, Oliver Le Dain, a veces llamado Oliver Le Mauvais y otras Oliver Le Diable, epítetos derivados por la astucia sin escrúpulos con que contribuía a la realización de los planes de la política tortuosa de su amo. Habló unos momentos con el conde de Dunois, que al instante dejó la cámara, mientras el barbero retornaba tranquilamente a la habitación real de donde había salido, abriéndole paso todo el mundo, cuya deferencia era sólo correspondida con una pequeña inclinación de cuerpo, excepto en algunos casos muy contados, en la que una o dos personas fueron objeto de envidia de los demás cortesanos al murmurarles al oído una sola palabra; y al mismo tiempo, dando por excusa los deberes de su cargo, escapaba de sus respuestas así como de las ansiosas solicitaciones de aquellos que deseaban llamar su atención. Ludovico Lesly tuvo la buena suerte de ser uno de los individuos que en la presente ocasión fué favorecido por Oliver con una sola palabra para asegurarle que su asunto estaba concluído felizmente.

     Poco después tuvo otra prueba de la misma agradable noticia, pues el antiguo conocimiento de Quintín, Tristán l'Hermite, el capitán-preboste de la Casa Real, entró en el salón y se fué derecho al sitio en que estaba apostado Le Balafré. El formidable uniforme de este oficial que era muy lujoso, sólo producía el efecto de hacer resaltar notablemente su siniestro rostro y el tono de su voz, que quería hacer conciliador no se diferenciaba mucho del gruñido de un oso. El contenido de sus palabras, sin embargo, fué más amistoso que la voz con que fueron pronunciadas. Lamentaba la equivocación que había ocurrido entre ellos el día anterior, y observó que fué debida a que el sobrino del señor Le Balafré no llevaba puesto el uniforme de su Cuerpo, ni se anunció como perteneciente al mismo, lo que le indujo al error por el que ahora pedía perdón.

     Ludovico Lesly dió la contestación debida, y tan pronto como Tristán dió la vuelta, comunicó a su sobrino que tenían de aquí en adelante la distinción de poseer un enemigo mortal en la persona de este temido oficial.

     -Pero estamos por encima de su volée: un soldado que hace su deber -dijo- puede reírse del capitán-preboste.

     Quintín dió la razón a su tío, pues cuando Tristán se apartó de ellos le lanzó una mirada de desafío llena de rencor, semejante a la que el oso lanza al cazador que lo ha herido de un lanzazo. Aun cuando no tuviese motivos serios para alterarse, la mirada aviesa de este oficial expresaba tal maldad de propósito, que los hombres procuraban evitarla, y el estremecimiento del joven escocés fué tanto más intenso cuanto que le parecía sentir en sus hombros el contacto de los verdugos a las órdenes de este fatal oficial.

     Mientras tanto, Oliver, después de haber recorrido la habitación de la manera furtiva que hemos tratado de describir (todos, aun los oficiales de mayor graduación, hacíanle sitio y colmábanle de atenciones ceremoniosas, que su modestia parecía deseosa de evitar), penetró de nuevo en la habitación interior, cuyas puertas se abrieron ahora de par en par, y el rey Luis entró en el salón de recepciones.

     Quintín, como los demás, volvió sus ojos hacia él, y se sobresaltó tanto que casi dejó caer su arma cuando reconoció en el rey de Francia al mercader de sedas, maese Pedro, que había sido el compañero de su paseo matinal. Singulares sospechas respecto al rango real de esta persona habían cruzado por su magín en diferentes ocasiones; pero esta realidad evidente superaba a su más atrevida conjetura.

     La mirada seria de su tío, ofendido con esta falta de compostura involuntaria, le hizo rehacerse; pero no poco se sorprendió cuando el rey, cuya mirada certera le había descubierto desde luego, encaminó derechos sus pasos al sitio en que estaba colocado sin reparar en nadie más.

     -Así, pues, joven -dijo-, me he enterado que has estado alborotando desde tu llegada a Turena; pero te perdono, ya que fué principalmente la falta de un tonto y viejo comerciante que pensó que tu sangre caledonia requería ser calentada por la mañana con vin de Beaulne. Si le llego a encontrar, le castigaré para escarmiento de los que pervierten a mis guardias. Balafré -añadió dirigiéndose a Lesly-, tu pariente es un gallardo joven, aunque vehemente. Me gusta alentar a tales caracteres para sacar el mejor partido posible de los bravos hombres que nos rodean. Que se escriba el año, día, hora y minuto del nacimiento de tu sobrino y que se entregue a Oliver Dain.

    Le Balafré hizo una profunda reverencia, y volvió a recobrar su erguida posición militar como el que quiere demostrar con su actitud su presteza a obrar en defensa del rey. Quintín, mientras tanto, repuesto de su primera sorpresa, estudió más detenidamente la apariencia personal del rey, y se maravilló de ver cuán diferentemente interpretaba su parte y sus facciones de como lo había hecho en su primer encuentro.

     No había mucho cambio en lo exterior, pues Luis, que siempre se burló de las apariencias externas, llevaba en esta ocasión un traje viejo de caza, azul obscuro, no mucho mejor que el sencillo traje del día anterior, y guarnecido con un gigantesco rosario de ébano, que le había sido enviado nada menos que por el Grand Seignior, con un certificado que había sido usado por un ermitaño copto del monte Líbano, personaje de profunda santidad. Y en vez de la gorra con una sola imagen llevaba ahora un sombrero, cuya banda estaba adornada con una docena lo menos de pequeñas figuras de santos estampados en plomo, de poco valor. Pero aquellos ojos, que según la primera impresión de Quintín sólo brillaban con el afán de ganancia, tenían, ahora que se les sabía propiedad de un monarca poderoso y hábil, una mirada penetrante y mayestática; y aquellas arrugas del entrecejo, que él había supuesto que se habían ido formando durante una larga serie de pequeños planes comerciales, parecían ahora los surcos que la sagacidad había abierto mientras trabajaba meditando en la suerte de las naciones.

     Poco después de la aparición del rey entraron en el salón las princesas de Francia con las damas. Con la mayor, que después casó con Pedro de Borbón, y conocida en la historia de Francia por el nombre de Señora de Beaujeau, poco tiene que ver nuestra historia. Era alta y más bien bella, poseía elocuencia, talento y bastante de la sagacidad de su padre, que tenía gran confianza en ella y la amaba más quizá que a nadie.

     La hermana menor, la infortunada Juana, la novia predestinada al duque de Orleáns, avanzó tímidamente al lado de su hermana, consciente de la carencia total de esas cualidades externas que las mujeres desean poseer con más ahinco, o se hacen la ilusión de poseer. Era pálida, delgada, de rostro enfermizo; su figura se inclinaba visiblemente hacia un lado, y su marcha era tan desigual que bien podía llamarse coja. Una buena dentadura y unos ojos que expresaban melancolía, dulzura y resignación, con unos cuantos rizos castaños, eran los únicos detalles que la lisonja pudiera atreverse a enumerar para contrarrestar la fealdad general de su cara y de su cuerpo. Para completar su descripción añadiremos que era fácil observar, dado el descuido en el vestir de la princesa y la timidez de sus modales, que poseía un conocimiento desconsolador de la vulgaridad de su figura, y no se atrevía a hacer ningún ensayo para corregir artificiosamente lo que la Naturaleza no le había concedido, ni a intentar agradar por cualquier otro procedimiento. El rey (que no la amaba) se dirigió rápido hacia ella cuando la vió entrar.

     -�Cómo? -dijo-. �Estás vestida hoy para una partida de caza o para el convento? Habla, contesta.

     -Para lo que Su Majestad quiera, señor -dijo la princesa con voz que apenas se le oía.

     -�Ah!, sin duda querrás persuadirme de que tu deseo es abandonar la corte, Juana, y renunciar al mundo y sus vanidades. Ya, doncella, �cómo podías pensar que yo, nacido en el seno de la Iglesia católica, iba a negar al cielo a una hija? La Virgen y San Martín prohíben que me niegue al ofrecimiento si es digno del altar o si tu vocación fuese sincera.

     Al decir esto se santiguó el rey devotamente, asemejándose entonces mucho, según pudo apreciar Quintín, a vasallo astuto, que está despreciando el mérito de algo que desea conservar para sí con el fin de que pueda tener una excusa por no ofrecérselo a su jefe o superior. �Se atreve a hacer el hipócrita con el cielo -pensó Durward-, y a jugar con Dios y los santos, como puede hacerlo impunemente con los hombres, que no se atreven a escudriñar muy de cerca su intención.�

     Luis, mientras tanto, prosiguió, después de un momento:

     -No, querida hija; yo y otro conocemos bien tu verdadero modo de pensar. Querido primo de Orleáns, �no es así? Acérquese, señor, y conduzca a esta su devota vestal a su caballo.

     Orleáns se sobresaltó cuando habló el rey y se precipitó a obedecerle; pero con tal precipitación y confusión, que Luis le tuvo que decir:

     -Primo, modere su galantería y mire delante de sí. �Qué imprudente resulta a veces una prisa en el galán! Casi ha cogido la mano de Ana en vez de la de su hermana. Señor, �es que yo mismo debo entregarle a Juana?

     El infeliz príncipe miró hacia arriba y tembló como un niño cuando se vió forzado a tocar algo a lo que tenía horror instintivo; después, haciendo un esfuerzo, tomó la mano, que la princesa ni dió ni separó. Tal como estaban, los dedos húmedos y fríos de ella cogidos por la mano temblorosa, con los ojos ambos clavados en el suelo, hubiera sido difícil decir cuál de estos dos jóvenes seres era más desgraciado: el duque, que se sentía ligado al objeto de su aversión por lazos que no se atrevía a romper, o la infeliz mujer, que claramente veía que era para él objeto de aversión, y que para librarlo de esa pesadilla no le hubiera importado morirse.

     Y ahora, a caballo, caballeros y señoras. Nos guiará la señora de Beaujeau -dijo el rey-; y que el Señor y San Humberto sean con nosotros en este nuestro sport matutino.

     -Señor, temo tener que interrumpir la caza -dijo el conde de Dunois-: el enviado borgoñés está delante de las puertas del castillo y pide audiencia.

     -�Que pido una audiencia, Dunois? -replicó el rey-. �No le contestaste, según el recado que te envié con Oliver, que no tenemos tiempo libre para verlo hoy, y que mañana es el festival de San Martín, que el cielo quiera no conturbemos con pensamientos terrenos, y que al día siguiente tenernos que ir a Amboise, pero que no quiero dejar de señalarle audiencia, cuando regresemos, tan pronto como mis asuntos urgentes me lo permitan?

     -Todo esto dije -contestó Dunois-; pero, sin embargo, señor...

     -�Pasques-dieu!, hombre, �qué es eso que no quiere decir tu lengua? -dijo el rey-. El discurso del borgoñés debe ser de difícil digestión.

     -Si mi deber, los mandatos de Su Majestad y su carácter de enviado no me hubiesen contenido -dijo Dunois-, hubiera probado a digerirlo él mismo, pues por Nuestra Señora de Orleáns, tuve más intención de que se tragase sus propias palabras que de repetirlas aquí a Vuestra Majestad.

     -Es extraño, Dunois -dijo el rey-, que tú, uno de los individuos más impacientes que conozco, tengas tan poca simpatía por la impaciencia de mi descortés y orgulloso primo Carlos de Borgoña. No hago más caso de estos urgentes recados que el que las torres de este castillo hacen de los embates del viento del Nordeste que viene de Flandes, así como este alborotador enviado.

     -Sepa, pues, señor -replicó Dunois-, que el conde do Crèvecoeur está abajo con su séquito de acompañantes y trompetas, y dice que, ya que Su Majestad rehúsa concederle la audiencia que su señor le ha encargado que pida para asuntos de la mayor urgencia, permanecerá allí hasta medianoche y se acercará a Su Majestad para hablarle a cualquier hora que le plazca salir de su castillo, bien sea para negocio, ejercicio o devoción, y que, ninguna consideración, excepto el empleo de la fuerza, le obligará a desistir de su resolución.

     -Es un tonto -dijo el rey con gran tranquilidad-. �Cree el vehemente Hainaulter que es mortificación para un hombre de sentido el permanecer veinticuatro horas quieto dentro de las murallas de su castillo cuando tiene que ocuparse de los asuntos del reino? Estos impacientes mequetrefes piensan que todos los hombres como ellos son desgraciados a no ser cuando están a caballo. Que encierren a los perros y los cuiden, gentil Dunois. Celebraremos hoy Consejo en vez de salir de caza.

     -Señor -contestó Dunois-, no se librará Su Majestad de ese modo de Crèvecoeur, pues las instrucciones de su señor son que si no logra la audiencia que pide clavará su manopla en la empalizada delante del castillo en señal de desafío por parte de su amo, que éste renunciará a la fidelidad debida a Francia y declarará al momento la guerra.

     -�Ay! -dijo Luis, sin alteración perceptible en la voz, pero frunciendo el entrecejo hasta que sus obscuros y penetrantes ojos se hicieron casi invisibles bajo sus abundantes cejas-, �están las cosas en ese punto? �Se siente tan atrevido nuestro antiguo vasallo? �Entonces, Dunois, debemos desplegar la Oriflamme y gritar Dennis Montjoye!

     -�Que así sea, y en una hora feliz! -dijo el marcial Dunois; y los guardias, en el hall, incapaces de resistir el mismo impulso, se movieron cada uno en su puesto, con lo que se originó un sonido poco intenso, pero perceptible, de chasquidos de armas. El rey miró orgulloso a su alrededor, y por un momento se asemejó y pensó como su heroico padre.

     Pero la excitación del momento dió paso después a una serie de consideraciones políticas, que en aquella ocasión hacían muy peligrosa una franca rotura con Borgoña. Eduardo IV, rey bravo y victorioso, que había tornado parte personalmente en treinta batallas, que ocupaba ahora el trono de Inglaterra, era hermano de la duquesa de Borgoña, y bien podía suponerse que sólo esperaba una ruptura entre su cercana parienta y Luis para introducir en Francia, a través del paso franco de Calais, aquellas almas que habían triunfado en las guerras civiles inglesas y borrar el recuerdo de las disensiones intestinas por la más popular de todas las ocupaciones entre los ingleses, la invasión de Francia. A esta consideración se añadía la dudosa lealtad del duque de Bretaña y otros temas dignos de reflexión. Así es que después de un silencio prolongado, cuando Luis volvió a hablar, aunque en el mismo tono, su espíritu estaba alterado.

     -Pero Dios prohibe -dijo- que a no ser que la necesidad nos obligue, el más cristiano de los reyes sea causa de efusión de sangre cristiana, aunque tal calamidad sea evitada a costa de que sufra un poco el honor. Apreciemos en más la seguridad de nuestros súbditos que la herida que mi dignidad pueda recibir del rudo aliento de un embajador inexperto, que quizá se ha excedido en la misión que le encargaron. Traer a mi presencia al enviado de Borgoña.

     -Beati pacifici -dijo el cardenal Balue.

     -Es verdad, y su eminencia sabe que los que se humillan serán exaltados -añadió el rey.

     El cardenal respondió: �Amén�, a lo que pocos asintieron, pues aun los pálidos carrillos de Orleáns se sonrojaron de vergüenza, y Balafré disimuló tan poco sus sentimientos, que dejó caer la contera de su alabarda pesadamente contra el suelo, movimiento de impaciencia por el que sufrió un cruel reproche del cardenal, con una lección sobre la manera de tener las armas en presencia del soberano. El propio rey parecía estar molesto, contra su costumbre, por el silencio a su alrededor.

     -Estás pensativo, Dunois -dijo-. No te gusta el que cedamos ante este terco enviado.

     -De ningún modo -dijo Dunois-; no me mezclo en asuntos que no me competen. Sólo estaba pensando en pedir una merced a Su Majestad.

     -Una merced, Dunois, �qué es ello? No eres un pedigüeño por sistema y puedes contar con mi asentimiento.

     -Entonces suplicaría a Su Majestad que me enviase a Evreux a instruir a los sacerdotes -dijo, Dunois con franqueza militar.

     -Eso rebasa tu esfera -replicó el rey sonriendo.

     -Podría ordenar sacerdotes tan bien -replicó el conde- como mi lord el obispo de Evreux, o mi lord el cardenal si prefiere este título, podría enseñar la instrucción a los soldados de la guardia de Su Majestad.

     El rey sonrió de nuevo y más misteriosamente, mientras decía en voz baja a Dunois:

     -Llegará el tiempo en que tú y yo ordenemos juntos a los sacerdotes. Pero éste de ahora es un animal de obispo muy presumido. �Ah, Dunois! Roma nos echó encima esta carga y obras. Pero, paciencia, primo, y barajemos las cartas hasta que nos toque ganar (24).

     El sonido de trompetas en el patio de honor anunció la llegada del noble borgoñés. Todos en el salón de recepciones se apresuraron a colocarse en el sitio que les correspondía, permaneciendo en el centro de la asamblea el rey y sus hijas.

     El conde de Crèvecoeur, guerrero famoso o intrépido, entró en la habitación, y contra la costumbre entre los enviados de potencias amigas, apareció todo armado, excepto su cabeza, en un vistoso traje hecho con la más soberbia armadura milanesa de acero, con adornos y relieves de oro, trabajada según el fantástico estilo árabe. Alrededor de su cuello y sobre su pulida coraza colgaba la insignia del Toisón de Oro, una de las más preciadas condecoraciones que entonces se conocían en la cristiandad. Un hermoso paje llevaba su casco detrás de él, y un heraldo le precedía llevando sus cartas de presentación, que ofreció de rodillas al rey, mientras el embajador se detenía en el centro del hall como para dar tiempo a que todos los presentes admirasen sus miradas altaneras, estatura dominante y actitud retadora. El resto de su séquito esperaba en la antecámara o patio de honor.

     -Aproxímese, señor conde de Crèvecoeur -dijo Luis, después de rápida mirada a sus papeles-; no necesito las cartas de presentación de mi primo ni para presentarme a guerrero tan conocido ni para cerciorarme del crédito grande que le merece. Espero que su bella esposa, que lleva alguna de mi sangre ancestral, gozará de buena salud. Si la hubiese traído de la mano, señor conde, podíamos haber pensado que llevaba puesta su armadura, en esta ocasión desacostumbrada, para mantener la superioridad de sus encantos contra la amorosa caballerosidad de Francia. No siendo así, no puedo adivinar la razón de esta armadura completa.

     -Señor -replicó el embajador-; el conde de Crèvecoeur tiene que lamentar su desgracia y suplicar su perdón por no poder en esta ocasión responder con toda la humilde deferencia debida a la cortesía real con que Su Majestad lo ha honrado. Pero aunque sólo sea la voz de Felipe Crèvecoeur de Cordès la que habla, las palabras que pronuncia son las de su lord y soberano el duque de Borgoña.

     -�Y qué tiene Crèvecoeur que decir en las palabras de Borgoña? -dijo Luis con aire muy digno-. Recuerde que en este acto Felipe Crèvecoeur habla al que es soberano de soberanos.

     Crèvecoeur saludó con una reverencia y después contestó:

     -Rey de Francia: el poderoso duque de Borgoña envía, una vez más, una relación escrita de los agravios y vejaciones cometidas en sus fronteras por las guarniciones y oficiales de Su Majestad, y el primer punto a averiguar es si Su Majestad tiene intención de dar reparaciones por estas injurias.

     El rey, mirando a la ligera el memorial que el heraldo le entregó, puesto de rodillas, dijo:

     -Estos asuntos han sido tratados hace tiempo en nuestro Consejo. De las injurias presentadas, algunas sirven de compensación a las sufridas por mis vasallos; otras se presentan sin pruebas; algunas han sido vengadas por los soldados y guarniciones del duque, y si aun quedan algunas no comprendidas en los casos anteriores, no soy opuesto, como príncipe cristiano, a dar satisfacción por ofensas sostenidas por mi vecino, aunque hayan sido cometidas no sólo sin mi consentimiento, sino contra mis expresas órdenes.

     -Llevaré la respuesta de Su Majestad -dijo el embajador- a mi soberano, señor; sin embargo, permítame decir que, como no difiere mucho de las respuestas evasivas que ya han merecido otras veces sus justas quejas, no puedo esperar que proporcione el medio de restablecer la paz y amistad entre Borgoña y Francia.

     -Dejemos eso a la voluntad de Dios -dijo el rey-. No es por miedo a las armas de su señor, sino por amor a la paz, por lo que doy una respuesta tan moderada a sus injuriosos reproches. Prosiga con su embajada.

     -La siguiente petición de mi señor -dijo el embajador- es que Su Majestad ponga fin a sus tratos secretos y ocultos con las poblaciones de Gante, Lieja y Malinas. Pide que Su Majestad llame a los agentes secretos, por cuyo intermedio resultan enardecidos sus buenos ciudadanos de Flandes, y expulse de los dominios de Su Majestad, o más bien entregue al castigo merecido de su señor feudatario, a aquellos traidores fugitivos que, habiendo huído de la escena de sus maquinaciones, han encontrado un refugio muy propicio en París, Orleáns, Tours y otras ciudades de Francia.

     -Diga al duque de Borgoña -replicó el rey- que desconozco esas prácticas indirectas que injuriosamente me achaca; que mis súbditos de Francia tienen comercio frecuente con las ciudades de Flandes con el fin de beneficiarse mutuamente con el libre tráfico, y sería ir contra los intereses del duque y los míos el pretender interrumpirlo, y que muchos flamencos tienen residencia en mi reino y gozan de la protección de mis leyes con el mismo objeto; pero ninguno de ellos, que sepamos, por razones de traición o rebeldía contra el duque. Prosigue con el mensaje; ya has oído mi respuesta.

     -Con pena, como anteriormente, señor -replicó el conde de Crèvecoeur-, no es de esa naturaleza explícita que al duque, mi amo, le gustaría recibir como satisfacción por la larga serie de maquinaciones secretas, no menos ciertas, aunque ahora negadas por Su Majestad. Pero prosigo con mi mensaje. El duque de Borgoña solicita del rey de Francia que envíe sin dilación a sus dominios, y bajo una salvaguardia segura, las personas de Isabel, condesa de Croye, y de su parienta y guardiana, la condesa Hameline, de la misma familia, teniendo presente que la dicha condesa Isabel, que por la ley del país y la dependencia feudal de sus bienes está bajo la tutela del duque do Borgoña, ha huído de sus dominios esquivando los proyectos matrimoniales que él, como guardián cuidadoso, le había buscado, y está aquí mantenida en secreto por el rey de Francia y alentada par él en su contumacia hacia el duque, su natural señor y guardián, y en contra de las leyes divinas y humanas que siempre se han reconocido en la Europa civilizada. Una vez más me callo para saber la respuesta de Su Majestad.

     -Hizo bien el conde de Crèvecoeur -dijo Luis desdeñosamente- el comenzar su embajada a hora tempana, pues si es su propósito el pedirme cuentas por la huída de cada vasallo a quien la pasión violenta de su amo pueda haber expulsado de sus dominios, la lista puede durar hasta la puesta del sol. �Quién puede afirmar que estas damas están en mis dominios? �Quién puede atreverse a decir, aunque así fuese, que yo he favorecido su huída a aquí o las he recibido con ofertas de protección? �Y quién podría asegurar que, si están en Francia, conozca yo su sitio de retiro?

     -Señor -dijo Crèvecoeur-, si me lo permite Su Majestad diré que poseía un testigo de este asunto: uno que vió a esas damas fugitivas en una posada llamada la Fleur de Lys, no lejos de este castillo; uno que vió a Su Majestad en compañía de ellas, aunque bajo el indigno disfraz de un burgués de Tours; uno que recibió de ellas, en su real presencia, mensajes y cartas para sus amigos de Flandes; todo lo cual hizo llegar a manos y oídos del duque de Borgoña.

     -Preséntele aquí -dijo el rey-; coloque ante mi vista al hombre que se atreva a mantener estas falsedades evidentes.

     -Habla muy seguro de triunfar Su Majestad; pues bien sabe que ya no existe este testigo. Cuando vivía se llamaba Zamet Magraubin, y era, por naturaleza, uno de esos vagabundos gitanos. Fué ejecutado ayer, según he oído, por una banda del preboste de Su Majestad para impedir, sin duda, que compareciese aquí para comprobar que habló de este asunto al duque de Borgoña en presencia de su Consejo y de mí, Felipe Crèvecoeur de Cordès.

     -�Por nuestra Señora de Embrun! -dijo el rey-, son de tal índole estas acusaciones y tan tranquila tengo mi conciencia respecto a ellas, que, por el honor de un rey, me río de ellas antes que encolerizarme. La guardia de mi preboste condena a diario, como es su deber, a ladrones y vagabundos. �Y va a ser denigrada mi corona por lo que esos ladrones y vagabundos puedan haber dicho a nuestro inflamable primo de Borgoña y a sus sabios consejeros? Le ruego diga a mi amable primo que, si ama tales compañías, lo mejor que puede hacer es conservarlas en su propio territorio, pues aquí es probable que tropiecen con una soga al cuello.

     -Mi amo no necesita de tales súbditos, señor rey -contestó el conde en tono menos respetuoso que el que hasta ahora se había permitido emplear-, pues el noble duque no acostumbra a consultar a brujas, egipcios vagabundos u otros sobre el destino y suerte de sus vecinos y aliados.

     -He tenido bastante paciencia -dijo el rey interrumpiéndole; y ya que tu única comisión aquí, parece ser el propósito de insultar, enviaré a alguien en mi nombre al duque de Borgoña, convencido, con esta conducta tuya hacia mí, que te has excedido de tu comisión, cualquiera que ésta fuese.

     -Por el contrario -dijo Crèvecoeur-, aun no he acabado con ella. Oid, Luis de Valois, rey de Francia; oid, nobles y caballeros, que estáis presentes; oid, todos los hombres buenos y sinceros, y tú, Toisón de Oro -dirigiéndose al heraldo-, haz proclamación después que yo. Yo, Felipe Crèvecoeur de Cordès, conde del Imperio y caballero de la Orden honorable y real del Toisón de Oro, en el nombre del lord y príncipe más poderoso, Carlos, por la gracia de Dios, duque de Borgoña y de Loringia, de Brabante y Limburgo, de Luxemburgo y de Gueldres; conde de Flandes y de Artois; conde palatino de Hainault, de Holanda, Zelanda, Namur y Zutphen; marqués del Santo Imperio; lord de Friezeland, Salinas y Malinas, a vos, Luis, rey de Francia, hago saber públicamente que, habiendo vos rehusado el remedio para las diversas querellas, agravios y ofensas preparadas y hechas por vos o con su ayuda, sugestión e instigación contra el mencionado duque y sus amados súbditos, él, por intermedio mío, renuncia a toda alianza y fidelidad hacia su corona y dignidad, le acusa de falso y desleal y le desafía como príncipe y como hombre. Ahí está mi prenda en prueba de lo que he dicho.

     Al decir esto, se arrancó la manopla de su mano derecha y la arrojó contra el suelo del hall.

     Hasta que tuvo lugar este último gesto de audacia reinó un profundo silencio en la habitación real durante la extraordinaria escena; pero tan pronto el ruido de la manopla al caer fué acompañado por la profunda voz de Toisón de Oro, el heraldo borgoñés, con la exclamación ��Viva Borgoña!!, hubo un tumulto general. Mientras Dunois, Orleáns, el anciano lord Crawford y uno o dos más, cuyo rango autorizaba su injerencia, contendían cuál de ellos debía recoger la manopla, los otros, en el hall, exclamaban:

     -�A golpes con él! �Despedazadle! �Venir aquí a insultar al rey de Francia en su propio palacio!

     Pero el rey apaciguó el tumulto exclamando, en voz de trueno que sobrecogió e hizo callar todo otro ruido:

     -�Silencio, súbditos! �No poner una mano sobre el hombre ni un dedo sobre la manopla! �Y vos, señor conde, �de qué está compuesta su vida o cómo está garantizada para poderla arriesgar en el lanzamiento de un dado tan peligroso? �O está su duque hecho de diferente metal de los demás príncipes, ya que así sostiene su pretendida querella, de manera tan poco usual?

     -Está hecho, realmente, de un metal diferente y más noble que los otros príncipes de Europa -dijo el osado conde de Crèvecoeur-, pues cuando ninguno de ellos se atrevía a proteger a vos, rey Luis; cuando sólo erais delfín, desterrado de Francia y perseguido con toda la amargura de la venganza de su padre y todo el poder de su reino, fuisteis recibido y protegido como un hermano por mi noble amo, a cuya generosidad habéis correspondido tan mal. Adiós, señor; mi misión está cumplida.

     Diciendo esto el conde de Crèvecoeur abandonó bruscamente el salón sin más señales de despedida.

     -�A él, a él! �Recoged la manopla y a él! -dijo el rey-. No me refiero a ti, Dunois; ni a ti, lord Crawford, quienes podéis estar demasiado viejos para serias disputas; ni a ti, primo Orleáns, que eres demasiado joven para ellas. Mi lord cardenal, mi lord obispo de Auxerre, es su sagrada misión hacer que haya paz entre los príncipes; recoja la manopla y haga presente al conde de Crèvecoeur el pecado que ha cometido insultando así a un gran monarca en su propia corte y forzándonos a traer las miserias de la guerra sobre su reino y el de su vecino.

     Ante este llamamiento personal directo, el cardenal Balue procedió a levantar la manopla con la misma precaución que uno que fuese a tocar una culebra, tanta era su aparente aversión a este símbolo de guerra, y en seguida dejó la habitación real para precipitarse tras el del reto.

      Luis miró alrededor el círculo de sus cortesanos, la mayoría de los cuales, excepto los que ya hemos mencionado, eran hombres de origen humilde y elevados a su rango en el servicio del rey por méritos distintos al valor o hechos de armas, y a esa circunstancia era, sin duda, debido que se mirasen, pálidos, unos a otros y que hubiesen recibido una impresión desagradable con la escena que acababa de verificarse. Luis les miró con desprecio, y después dijo en voz alta:

     -Aunque el conde de Crèvecoeur sea presuntuoso, hay que reconocer que en él posee el duque de Borgoña un servidor tan arrojado como pudiera soñar un príncipe. Me gustaría saber dónde encontrar un enviado tan leal para devolver mi respuesta.

     -Hace, señor, injusticia a sus nobles franceses -dijo Dunois-; cualquiera de ellos llevaría cartel de desafío a Borgoña en la punta de su espada.

     -Señor -dijo el anciano Crawford-, también juzga mal a los caballeros escoceses que lo sirven. Yo, o cualquiera de mis secuaces de rango conveniente, no dudaríamos un momento en acudir a aquella orgullosa corte a pedir cuentas; mi brazo es aun bastante fuerte para ese fin si poseo el permiso de Su Majestad.

     -Pero Su Majestad -continuó Dunois- no nos utilizará en servicio por el que podamos ganar honor para nosotros, para Su Majestad y para Francia.

     -Di más bien -dijo el rey- que no me entrego, Dunois, a una temeraria impetuosidad, que, bajo pretexto de un puntillo de honor, podría hacer naufragar a vosotros, al trono, a Francia y a todo. No hay ninguno de vosotros que no sepa lo que vale en estos momentos cada hora de paz, tan necesarias para curar las heridas de un país revuelto, y, sin embargo, no hay ninguno de vosotros que no se precipitaría en una guerra con el pretexto de un cuento de un gitano vagabundo o de alguna dama errante, cuya reputación quizá no es mayor. Aquí vuelve el cardenal, y confío en que traerá noticias más pacíficas. Mi lord, �ha conseguido traer al conde al camino de la razón y de la templanza?

     -Señor -dijo Balue-, mi labor ha sido difícil. Le hice presente al orgulloso conde cómo se atrevió a tener con Su Majestad esa actitud presuntuosa, con la que había interrumpido su audiencia, y que debía interpretarse que procedía no de su señor, sino de su propia insolencia, y que le colocaba a merced de Su Majestad para cualquier castigo que juzgase adecuado.

     -Hablasteis bien -replicó el rey-. �Y cuál fué su contestación?

     -El conde -continuó el cardenal- tenía en ese momento su pie en el estribo, dispuesto a montar, y al oír mi queja volvió la cabeza sin variar de posición.

     -Aunque me hubiese encontrado a cincuenta leguas de distancia -dijo- me bastaba haber oído el rumor de que una cuestión era juzgada por el rey de Francia como censurable para mi príncipe para que a tal distancia hubiese montado en el acto y hubiese vuelto para descargar mi conciencia de la respuesta que di hace un momento.

     -Digo, señores -exclamó el rey mirando a todos sin muestras de enojo-, que en el conde Felipe de Crèvecoeur posee mi primo, el duque, el servidor más digno que jamás le fué dado tener a ningún príncipe. �Pero conseguisteis de él que se detuviese?

     -Que se quedase por veinticuatro horas, y en ese tiempo recibiría su manopla de desafío -dijo el cardenal- Se ha apeado en la Fleur de Lys.

     -Procure que sea debidamente atendido a nuestra costa -dijo el rey-. Un servidor como éste es una joya en la corona de un príncipe. �Veinticuatro horas? -añadió, hablando para sí, con aspecto de querer leer en el futuro-. �Veinticuatro horas? Es poquísimo tiempo. Sin embargo, veinticuatro horas bien empleadas equivalen a un año en manos de agentes indolentes o poco capaces. Bien. �Al bosque, al bosque, mis bizarros lores! Orleáns, querido pariente, desecha esa modestia, aunque no te va mal; no te importe la timidez de Juana. Antes dejarían las aguas del Loira de mezclarse con las del Cher que ella agradecer tu cortejo o tú buscar su compañía -añadió al ver que la desgraciada princesa se movía lentamente hacia su novio prometido-. Y ahora, caballeros, coged las lanzas de batir jabalíes, pues Allegre, mi montero, sabe de uno que dará que hacer a hombres y perros. Dunois, préstame tu lanza; toma la mía, es demasiado pesada para mí. A montar, caballeros, a montar.

     Y todos partieron de caza.

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Capítulo IX

La caza del jabalí



                                                                                            Hablaré con muchachos despreocupados
Y tontos faltos de ingenio;
Ninguno me mirará con ojos sospechosos.
                                        Rey Ricardo.


     A pesar de la experiencia que el cardenal tenía respecto al carácter de su rey no impidió que en la presente ocasión cometiese un gran error de política. Su vanidad le indujo a pensar que había tenido más éxito al conseguir del conde de Crèvecoeur que permaneciese en Tours que el que cualquier otro mediador del rey podía haber logrado. Y como sabía bien la importancia que Luis le daba a la evitación de una guerra con el duque de Borgoña, no pudo contenerse en demostrar que se había hecho la ilusión de haber prestado al rey un gran servicio. Se acercó a la persona del rey más de lo que tenía costumbre y trató de sacarle la conversación sobre los acontecimientos de la mañana.

     Esto era improcedente por más de una razón, pues los príncipes no gustan de ver que sus súbditos se les acerquen con aire consciente de algún merecimiento, con lo que parecen deseosos de forzar una recompensa por sus servicios, y Luis, el monarca más celoso que se conoce, era particularmente contrario e inaccesible a cualquiera que pareciese, bien presumir por un servicio prestado, o bien atisbar en sus secretos.

     No obstante, inducido, como a veces sucede a los más cautos, por el humor satisfecho del momento, continuó el cardenal cabalgando a la mano derecha del rey, sacando la conversación, siempre que era posible, sobre Crèvecoeur y su embajada, lo que, aunque bien podía ser que fuese el asunto que más absorbiese los pensamientos del rey en aquellos momentos, era precisamente el que menos deseo tenía de que le hablasen. Por fin, Luis, que le había escuchado con atención, aunque sin dar ninguna respuesta que pudiese ser motivo de prolongar la conversación, hizo señas a Dunois, que cabalgaba no muy apartado, de que se colocase al otro lado de su caballo.

     -Venimos aquí para hacer ejercicio y por sport -dijo-; pero aquí, el reverendo padre, sería gustoso de que celebrásemos un Consejo de Estado.

     -Espero que Su Majestad me dispensará de mi asistencia -dijo Dunois- He nacido para luchar en las batallas de Francia, y tengo corazón y manos para ello; pero no tengo cabeza para sus Consejos.

     -Mi lord cardenal no tiene cabeza para otra cosa, Dunois -contestó Luis-; ha confesado a Crèvecoeur en la puerta del castillo y nos ha comunicado toda su confesión. �No nos dijisteis toda? -continuó, con un énfasis de palabra y una mirada al cardenal que salió de entre sus largas y obscuras pestañas como los reflejos de una daga al salir de la vaina.

     El cardenal tembló cuando, tratando de replicar a la broma del rey, dijo:

     -Que aunque su ministerio le obligaba a ocultar los secretos de sus penitentes en general, no había sigillum confessionis para con Su Majestad.

     -Y como su eminencia -dijo el rey- está dispuesto a comunicar los secretos de otros a nosotros, espera, naturalmente, que seamos igualmente comunicativos con él; y para lograr este recíproco trato, desea, muy razonablemente, saber si esas dos damas de Croye están actualmente en nuestro territorio. Siento no poder satisfacer su curiosidad, ya que yo mismo ignoro en qué sitio preciso se hallan esas damas errantes; esas princesas disfrazadas y condesas desgraciadas pueden estar acampadas en mis dominios, que son, gracias a Dios y a Nuestra Señora de Embrun, demasiado extensos para poder responder fácilmente a las preguntas tan razonables de su eminencia. Pero, suponiendo estuviesen con nosotros, �qué opinas, Dunois, de la perentoria petición de mi primo?

     -Le contestaré, señor, si me dice con sinceridad si desea la paz o la guerra -replicó Dunois con una franqueza que, como procedía de su natural sinceridad e intrepidez de carácter, contribuía a granjearle el favoritismo de Luis, quien, como todas las personas astutas, deseaba tanto leer en los corazones de los demás como ocultar el suyo.

     -Por Dios -dijo-, celebraría tanto como tú, Dunois, decirte mi propósito si lo supiere con certeza. Pero en el caso de decidirme por la guerra, �qué haría con esa bella y rica heredera, suponiendo que estuviese en mis dominios?

     -Concederla en matrimonio a uno de los ardientes partidarios de Su Majestad que tenga corazón para amar y brazo para protegerla -dijo Dunois.

     -Pasques-dieu -exclamó el rey-, eres más político de lo que pensaba, dado tu modo de ser.

     -No, señor -contestó Dunois-; lo soy todo menos político. He hablado únicamente sin rodeos. Su Majestad debe a la casa de Orleáns, por lo menos, una boda feliz.

     -Y la pagaré, conde. �Pasques-dieu!, la pagaré. �No ves allá aquella pareja?

     El rey señaló al infeliz duque de Orleáns y a la princesa, quienes, no atreviéndose a quedar a una gran distancia del rey ni aparecer ante él separados el uno del otro, cabalgaban juntos, aunque,con un intervalo de dos o tres yardas entre ellos; espacio que, la timidez por una parte y la aversión de otra, les impedía disminuir ni tampoco aumentar.

     Dunois miró en la dirección señalada por el rey, y como la situación de este desgraciado pariente y de su predestinada novia le recordaba la de dos perros que, amarrados juntos a la fuerza, permanecen, sin embargo, tan separados entre sí como la amplitud de sus collares se lo permite, no pudo evitar de mover la cabeza, aunque no se aventuró, en ninguna respuesta al tirano hipócrita. Luis pareció adivinar sus pensamientos.

     -Será su hogar tranquilo y apacible, sin perturbaciones de niños, según creo (25). Pero éstos no siempre son una bendición.

     Quizá fué el recuerdo de su propia ingratitud filial lo que hizo al rey callarse después de hacer la última reflexión y lo que convirtió la sonrisa burlona que se dibujaba en sus labios en algo parecido a una expresión de arrepentimiento. Pero, al instante prosiguió en otro tono:

     -Francamente, Dunois; por mucho que respete el santo sacramento del matrimonio -al decir esto se santiguó-, preferiría que la casa de Orleáns me diese soldados valerosos, como tu padre, y tú mismo, que lleváis sangre real sin reclamar sus derechos, a que el país resultase destrozado, como Inglaterra, por guerras suscitadas por la rivalidad de los legítimos candidatos a la corona. El león no debe tener más de un cachorro.

     Dunois suspiró y se quedó callado, sabiendo que si contradecía a su arbitrario soberano muy bien podía dañar los intereses de su pariente sin proporcionarle beneficio alguno; no obstante, no pudo evitar el decir al poco rato:

     -Ya que Su Majestad ha aludido al nacimiento de mi padre, debo reconocer que, dada la condición de sus padres, bien pudo ser considerado como más feliz siendo hijo de un amor no legalizado que de un odio conyugal.

     -Eres un individuo escandaloso, Dunois, al hablar de ese modo de un santo matrimonio -contestó Luis, bromeando-. Pero no es hora de pláticas, pues tenemos el rastro del jabalí. Distribuid los perros. �Por San Humberto! �Ha! �Ha! �Tra-la-la-lira-a!

     Y el cuerno del rey sonó alegremente a través de los bosques mientras seguía adelante, seguido por dos o tres de sus guardias, entre los que estaba nuestro amigo Quintín Durward. Y es digno de notar que, aun en medio de la persecución más atropellada en el ejercicio de su sport favorito, el rey, para satisfacer su temperamento mordaz, encontraba ocasión para divertirse atormentando al cardenal Balue.

     Era una de las debilidades de ese hábil hombre de Estado, como en otro lugar hemos indicado, el suponerse capacitado para hacer el papel de cortesano y de hombre galante a pesar de su origen modesto y educación deficiente. Es cierto que no se clasificaba entre los caballeros combatientes, como Becket, o entre los soldados de leva, como Wolsey. Pero su fin perseguido era practicar la galantería con provecho, teniendo asimismo mucha afición por la marcial diversión de la caza. Por muy bien que le fuese con ciertas damas, con las que su poderío, sus riquezas y su influencia de hombre de Estado podían suplir sus deficiencias en modales y presentación, los sanguíneos caballos, que adquiría a cualquier precio, eran completamente insensibles a la dignidad de llevar encima a un cardenal, y no le guardaban mayor respeto que el que hubiesen tenido a su padre, el carretero, molinero o sastre, con quien rivalizaba como jinete. El rey sabía esto, y conteniendo, y excitando alternativamente a su caballo, conseguía llevar al del cardenal, que mantenía junto a sí, en tal estado de rebeldía contra su jinete, que era a todas luces evidente que pronto tendrían que separarse, y entonces, en medio de sus arrancadas, saltos, retrocesos y latigazos, el atormentador real hacía aun más desgraciado al infortunado jinete, preguntándole sobre muchos asuntos de importancia y dejando entrever su propósito de aprovechar aquella oportunidad para participarle algunos de los secretos de Estado que hacía sólo un momento tan ansioso parecía el cardenal de saber (26).

     Es difícil imaginarse una situación más apurada que la de un consejero privado que se ve forzado a escuchar y a replicar a su soberano mientras cada nuevo rebote de su ingobernable caballo le coloca en una situación más difícil; su manto violeta, volando suelto en todas direcciones, y sin que nada le garantice de una caída repentina y peligrosa, salvo la profundidad de su silla y su altura por delante y por detrás. Dunois se reía sin freno, mientras el rey, que tenía un modo especial de gozar interiormente sin exteriorizar la risa, echaba en cara suavemente a su ministro su ardiente pasión por la caza, que no le permitía dedicar unos pocos momentos a los asuntos.

     -No seré por más tiempo un obstáculo a su carrera -continuó, dirigiéndose al aterrorizado cardenal y soltando al mismo tiempo las riendas de su caballo.

     Antes de que Balue pudiese pronunciar una palabra para contestar o excusarse, su caballo, cogiendo el bocado entre los dientes, siguió adelante en irrefrenable galope, dejando bien pronto atrás al rey y a Dunois, que seguían a aire más moderado, gozando con la situación angustiosa del hombre de Estado. Si alguno de nuestros lectores ha sufrido la suerte alguna vez de que se le desmandara el caballo (como a nosotros nos ha sucedido), se percatará, desde luego, del peligro y de lo absurdo de la situación. Esas cuatro extremidades del cuadrúpedo que, faltas del gobierno del jinete, y a veces del mando de la criatura a que pertenecen, vuelan a tal velocidad que parece que las de atrás tratan de adelantar a las de adelante; esas piernas colgantes del bípedo, que estamos deseando ver pisando a salvo la pradera, pero que ahora sólo sirven para aumentar nuestra angustia, oprimiendo los costados del animal; las manos, que han olvidado la brida para agarrarse a la crin; el cuerpo, que en vez de mantenerse erguido sobre el centro de gravedad, como el anciano Angelo acostumbraba a recomendar, o inclinado hacia adelante, como un jockey de Newmarket, está tendido más que montado sobre el lomo del animal, con no más probabilidades de salvarse que un saco de grano; todo se combina para hacer un cuadro de lo más cómico que cabe imaginar para los espectadores, por muy poca gracia que le haga al que se exhibe en él. Pero añadid a esto alguna singularidad de traje o presentación por parte de este desgraciado jinete, un manto oficial, un uniforme espléndido u otra cualquiera peculiaridad del ropaje, y poned el lugar de la acción en una carrera de caballos, una revista, una procesión o cualquier otro sitio de público esparcimiento, y si la desdichada persona se escapa de ser objeto de una carcajada general, puede resultar con una o las dos piernas rotas o, lo que sería más sensible, quedarse en el sitio, pues sólo con una de estas alternativas puede su caída producir algo de compasión. En este caso, la corta vestidura talar color violeta que usaba el cardenal para montar (pues había cambiado su hábito largo antes de dejar el castillo), sus medias escarlatas y sombrero del mismo color, con los largos cordones colgando, junto con su amargo desamparo, daban mucho sabor a la exhibición de este jinete poco ducho.

     Dueño por completo el caballo de la situación, volaba más que galopaba a lo largo de una sombreada avenida; alcanzó a la jauría en tenaz persecución del jabalí, y después de derribar a uno o dos monteros, que no esperaban ser atacados por la espalda, y a varios perros y de haber alborotado la caza, animada por los clamores de protesta de los cazadores, llevó al asustado cardenal más allá del formidable animal, que avanzaba en vertiginoso trote, furioso y con los colmillos llenos de espuma. Balue, al verse tan cerca del jabalí, lanzó voces de socorro, las cuales -o quizá la vista del animal- produjeron tal efecto en el caballo, que el noble bruto interrumpió su alocada carrera, dando un salto repentino a un costado, de suerte que el cardenal, que se había mantenido mucho tiempo en la silla porque el movimiento de avance era rectilíneo, cayó pesadamente al suelo. Así terminó la caza, y de Balue cayó en un lugar tan cerca del jabalí, que de no estar el animal en aquel momento muy ocupado en sus propios asuntos, su vecindad podía haber resultado tan fatal para el cardenal como se dice lo fué para Favila, rey de los visigodos, de España. El poderoso purpurado optó por retirarse de la cacería y, arrastrándose como pudo fuera de la pista de perros y cazadores, vió a todos pasar junto a él sin socorrerle, pues los cazadores de aquellos días les daba tan poca pena de esas desgracias como, en cambio, las sienten los de nuestra época.

     El rey, al pasar, dijo a Dunois:

     -Allá está su eminencia caído y cabizbajo; no es cazador experto, aunque como pescador, cuando hay que pescar un secreto, puede competir con el propio San Pedro. Me parece, sin embargo, que, por esta vez, se ha encontrado con la horma de su zapato.

     El cardenal no oyó las palabras; pero la mirada desdeñosa conque fueron acompañadas le indujeron a sospechar su intención. Se dice que el diablo aprovecha todas las ocasiones de tentación como las que ahora proporcionaron las pasiones de Balue, que tan cruelmente fueron burladas por el desdén del rey. El susto momentáneo desapareció tan pronto como se aseguró de que en la caída, no se había hecho daño; pero la vanidad mortificada y el resentimiento contra su soberano subsistieron mucho más tiempo en su ánimo.

     Después que todo el mundo había pasado, un caballero, que parecía más bien ser espectador que participante en el sport, apareció a caballo con uno o dos acompañantes y se sorprendió no poco de encontrar al cardenal en el suelo, sin caballos ni servidores, y en tal actitud que a todas luces pregonaba la clase de accidente que le hacía estar allí. El desmontarse y ofrecer su ayuda en este apuro, el hacer que uno de sus servidores cediese un caballo sosegado y pacífico para que el cardenal lo montase, el expresar su sorpresa por las costumbres de la corte francesa, que así permitía que sus más preclaros hombres de Estado quedasen abandonados en los peligros de la caza y sin auxilio en sus necesidades, fueron los métodos naturales de ayuda y consuelo que encuentro tan extraño inspiró a Crèvecoeur, pues era el embajador borgoñés quien vino a socorrer al cardenal caído.

     Encontró a éste en momento oportuno para ensayar algunas de esas proposiciones en contra de su lealtad, que es bien sabido el cardenal tenía la debilidad de escuchar. Ya por la mañana, según el temperamento celoso de Luis adivinó, había pasado entre ellos más de lo que el cardenal había dicho a su señor. Pero aunque escuchó con oídos gratos los altos elogios que, según Crèvecoeur, el duque de Borgoña hacía de su persona y de su talento, y no dejó de experimentar alguna tentación cuando el conde insinuó la munificencia de su amo y la prosperidad de Flandes, y sólo el accidente que, como hemos dicho, le hubo irritado extraordinariamente, le resolvió -incitado por su vanidad herida, y en una hora fatal- a demostrar a Luis XI que no hay un enemigo más peligroso que un amigo y confidente ofendido.

     En la presente ocasión se apresuró a rogar a Crèvecoeur que se separase de su lado por temor de que fuesen vistos; pero le dió una cita para la noche en la abadía de San Martín, de Tours, después del toque de vísperas, y en el tono de sus palabras comprendió el borgoñés que su señor había logrado una ventaja inesperada debida sólo a un momento de exasperación.

     Mientras tanto, Luis, que con ser el príncipe más político de su tiempo, en esta como en otras ocasiones, había dejado que sus pasiones venciesen a su prudencia, proseguía contento la caza del jabalí salvaje, que ahora llegaba a un punto interesante. Sucedió que un jabalí joven había cruzado el rastro del primer jabalí y atraído en su persecución a todos los perros (excepto dos o tres viejos sabuesos) y a la mayoría de los cazadores. El rey vió con alegría que Dunois y los demás seguían la falsa pista, y gozó en secreto con la idea de triunfar sobre ese cumplido caballero en el arte de cazar, que entonces se juzgaba tan glorioso como el de la guerra. Luis llevaba un buen caballo y seguía de cerca a los sabuesos; así es que cuando el jabalí primitivo se volvió al dar con un trozo pantanoso del terreno, sólo había junto a él el rey.

     Luis mostró toda la bravura y habilidad de un experto cazador, pues despreciando el peligro, avanzó a caballo hacia el tremendo animal, que se defendía furiosamente contra los perros, y le tiró un golpe con su lanza; pero como el caballo retrocedió ante el jabalí, el golpe no fué tan eficaz como para matarlo o dejarle mal herido. No hubo medio de que el caballo cargase segunda vez, así es que él, desmontándose, avanzó a pie contra el furioso animal, teniendo en la mano una de esas espadas cortas, aplastadas, rectas y puntiagudas que los cazadores usan en tales encuentros. El jabalí abandonó en el acto a los perros para precipitarse sobre su enemigo humano, en tanto que el rey, aguantando a pie firme, presentó la espada con el propósito de clavarla en el cuello del animal o en el pecho, en cuyo caso el peso de la bestia y la impetuosidad de su carrera hubieran servido para acelerar su propia destrucción. Mas, debido a la humedad del piso, resbaló el pie del rey en el momento en que esta delicada y peligrosa maniobra debía realizarse, de suerte que la punta de la espada, tropezando con la coraza de cerdas en el exterior de la paletilla del animal, resbaló sin producir daño, y Luis cayó cuan largo era en el suelo. Esto fué una suerte para el monarca, porque el animal, a causa de la caída del rey, fracasó en su arremetida, y al pasar sólo rozó con su colmillo la casaca corta de cazar del rey en vez de herir su muslo. Pero cuando, después de avanzar un poco, en la furia de su carrera, el jabalí se volvió para repetir su ataque contra el rey en el momento en que se estaba levantando, corrió grave peligro la vida de éste. En este instante crítico, Quintín Durward, que se había retrasado respecto a los demás por la lentitud de marcha de su caballo, pero que, no obstante, había por fortuna distinguido y seguido el sonido del cuerno de caza del rey, avanzó y atravesó al animal con su lanza.

     El rey, que por entonces estaba ya de pie, acudió a su vez en auxilio de Durward y cortó el cuello del animal con su espada. Antes de dirigir palabra alguna a Quintín, midió a pies la gigantesca criatura, se limpió a renglón seguido el sudor de la frente y la sangre de su mano, después se quitó su gorro de caza, lo colgó en un arbusto e hizo devotamente sus oraciones a las pequeñas imágenes de plomo que llevaba puestas, y por fin, mirando a Durward, le dijo:

     -�Eres tú, mi joven escocés? Has empezado bien tu servicio, y maese Pedro te debe un agasajo tan bueno como el que te dió allá en la Fleur de Lys. �Por qué no hablas? Me parece que has perdido en la Corte tu viveza y decisión, cuando otros encuentran ambas en ella.

     Quintín, muchacho astuto, había cogido más temor que sorpresa a su peligroso amo, y no parecía dispuesto a aprovecharse de la familiaridad a la que se le invitaba. Contestó con pocas y bien escogidas palabras que si se atrevía a dirigirse a Su Majestad era sólo para pedirle perdón por el atrevimiento impensado con que se había conducido cuando ignoraba su alto rango.

     -�Calla, hombre! -dijo el rey-. Te perdono tu descaro por tu valentía y astucia. Me sorprendió ver lo poco que te faltó para acertar la ocupación de mi compadre Tristán. Casi has llegado a probar su labor después, por lo que me han dicho. Debes guardarte de él; es un comerciante que trafica en toscos brazaletes y apretados collares. Ayúdame a montar; te he tomado afecto y te haré bien. No busques el favor de nadie, y sí sólo el mío; ni aun el de tu tío o lord Crawford; y no digas nada de tu ayuda oportuna en el incidente del jabalí, pues si un hombre se jacta de haber servido al rey en semejante apuro, quizá sólo encuentre como recompensa su humor jactancioso.

     El rey había sonado su cuerno, que atrajo a Dunois y a otros servidores, cuyas enhorabuenas recibió por la matanza de animal tan noble, sin sentir escrúpulos por apropiarse mucho mayor mérito del que en realidad, le correspondía, pues mencionó la ayuda de Durward tan a la ligera como un sportman de rango, que, al alabarse por el número de pájaros que lleva en el zurrón, no siempre se detiene en ponderar la presencia y ayuda del guarda del coto. Ordenó después a Dunois que se ocupase de que el cuerpo del jabalí fuese enviado a la hermandad de San Martín, de Tours, para mejorar su comida en los días de fiesta y para que recordasen al rey en sus Oraciones particulares.

     -�Y quién ha visto a su eminencia mi lord cardenal? -dijo el rey-; me parece que fué poca cortesía y poco respeto a la santa Iglesia dejarlo aquí a pie en el bosque.

     -Señor -dijo Quintín al ver que todos callaban-, vi al lord cardenal acomodado en un caballo, con el que salió del bosque.

     -El cielo cuida de los suyos -replicó el rey-. Seguid hacia el castillo, lores; no cazaremos más esta mañana. Tú, escudero -añadió dirigiéndose a Quintín-, alcánzame mi cuchillo de monte; se ha caído de la vaina junto a aquella cantera. Avanza, Dunois. Te sigo en seguida.

     Luis, cuyos menores movimientos eran a menudo realizados con doble fin, logró así una oportunidad para preguntar a Quintín privadamente:

     -Mi buen escocés, �puedes decirme quién ayudó al cardenal a montar en otro caballo? Algún extranjero, supongo, pues como yo pasé junto a él sin detenerme, me figuro que los cortesanos no se darían seguramente prisa para prestarle tan oportuna ayuda.

     -Sólo vi un momento a los que ayudaron a su eminencia, señor -dijo Quintín-; sólo fué una mirada fugaz, pues yo andaba despistado y cabalgaba de prisa para colocarme en mi sitio; pero me parece que fué el embajador de Borgoña y su gente.

     -�Ah! -dijo Luis-. Bien. Francia competirá con ellos.

     No sucedió nada más digno de notarse, y el rey, con su séquito, regresó al castillo.



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Capítulo X

El centinela



                                                                                               �Dónde suena esta música? �Es en el aire
o en la tierra?
                                           La Tempestad.
   
Fuí todo oídos,
Y percibí sonidos que podían crear un alma
En un ser inanimado.
                                                 Comus.


     Apenas hubo llegado Quintín a su pequeña habitación para hacer los cambios necesarios en su traje, su digno pariente quiso saber todos los detalles de lo que le había ocurrido en la cacería.

     El joven, que no dejó de reflexionar que el brazo de su tío era más poderoso probablemente que su inteligencia, tuvo cuidado, en su respuesta, de dejar al rey en posesión completa de la victoria que parecía deseoso apropiarse. La respuesta de Balafré fué una alabanza de cuán mejor se hubiera él portado en circunstancias parecidas, que envolvía una suave censura por el descuido del sobrino en no prestar ayuda al rey cuando se encontraba en peligro inminente. El joven fué prudente al contestar absteniéndose de toda ulterior vindicación de su propia conducta, y sólo alegó que, con arreglo a las normas de la cacería, pensó no procedía entremeterse con la caza perseguida por otro cazador, de no ser requerida especialmente su ayuda. Apenas terminó la discusión, tuvo oportunidad Quintín para felicitarse por guardar alguna reserva con su pariente. Unos golpes suaves en la puerta anunciaron un visitante. Al abrirla, Oliver Dain, o Mauvais, o Diable, pues por todos estos nombres era conocido, penetró en la habitación.

     Este hombre hábil, pero sin principios, ha sido ya descrito, pero sólo en su aspecto externo. El parecido más acertado para sus movimientos y modales era a los de una gata, la cual, mientras está tendida, dormitando al parecer, no mientras se desliza por la habitación con pasos lentos, cautelosos y tímidos, está ocupada en vigilar el agujero de algún ratón desgraciado, y unas veces se restrega con confianza y cariño manifiesto contra aquellos por quienes desea ser acariciada, y poco después se precipita sobre su presa, o araña, quizá sobre la misma persona a quien antes engatusaba.

     Entró con el cuerpo encorvado, con una mirada modesta y humilde, y puso tanta finura en su salutación al seignior Balafré, que cualquiera que hubiese estado presente hubiera deducido que venía a pedirle un favor al arquero escocés. Dió la enhorabuena a Lesly por la conducta excelente de su joven pariente en la cacería de aquel día, que, según pudo observar, había hecho que el rey se fijase en él de un modo especial. Aquí se detuvo para obtener una respuesta, y con sus ojos fijos en el suelo, excepto una o dos veces en que los levantó para mirar de través a Quintín, escuchó estas palabras de Balafré. �Que Su Majestad no había sido afortunado en no tenerle a su lado en vez de a su sobrino, pues él, sin titubear, hubiera clavado su lanza en el bruto, asunto que, según comprendía, Quintín había dejado que Su Majestad resolviese por sí solo.�

     -Pero será una lección para Su Majestad -dijo- para en otra ocasión dar mejor caballo a hombre de mi talla; pues �cómo puede pretenderse que un caballo flamenco de tiro pueda estar a la altura del caballo normando de carrera de Su Majestad?

     El maestro Oliver sólo replicó a esta observación lanzando hacia el intrépido y obtuso charlatán una de esas miradas lentas, dudosas, que acompañadas de un ligero movimiento de la mano y de una ligera inclinación de la cabeza hacia un costado, puede ser interpretada, bien como un raudo asentimiento a lo que se ha dicho, o como un ruego indirecto para no insistir en el mismo tema. Fué una mirada más escrutadora, más penetrante, la que dedicó al joven al decirle con sonrisa ambigua:

     -�Es, pues, joven, costumbre de Escocia el consentir que sus príncipes corran peligro por falta de ayuda en casos de apuro como el de hoy?

     -Es nuestra costumbre. -contestó Quintín decidido a no dejar vislumbrar nada de lo ocurrido- no molestarles con ayudas en pasatiempos honrosos cuando pueden pasarse sin ellas. Pensamos que un príncipe en una cacería debe correr la suerte de los demás y que asiste a ella con ese fin. �Qué sería de las cacerías sin fatigas y sin peligros?

     -Ya oye usted al bobo -dijo su tío-; siempre hace igual; tiene una respuesta o una razón siempre dispuesta para todo el mundo. No sé de quién ha aprendido ese modo de ser; yo nunca pude dar una razón de lo que he hecho en mi vida, excepto del comer cuando tengo hambre, o de pasar revista u otros deberes por el estilo.

     -Le ruego, digno seignior -dijo el barbero real mirándole por debajo de los párpados-, �cuál es la razón que da para pasar revista cuando llega el caso?

     -La de que el capitán me lo manda -dijo Le Balafré-. Por San Gil, �no conozco otra razón! Si él se lo encargase a Tyrie o a Cunningham, harían lo mismo.

     -�Una causa final muy militar! -dijo Oliver- Pero, seignior Le Balafré, se alegrará usted, sin duda, de saber que Su Majestad está tan lejos de estar disgustado con la conducta de su sobrino, que le ha escogido para desempeñar esta tarde un servicio.

     -�Que le ha escogido? -dijo Balafré muy sorprendido-. Me habrá escogido a mí. Supongo que es eso lo que quiere dar a entender.

     -Quiero decir precisamente lo que digo -replicó el barbero en tono suave pero decidido-; el rey desea encargar a su sobrino una comisión.

     -�Cuál, por qué y por qué causa? -dijo Balafré-. �Por qué escoge al muchacho y no a mí?

     -No puedo sacarle de dudas, seignior Le Balafré; esa es la orden de Su Majestad. Pero -añadió- en el terreno de la conjetura bien pudiera ser que Su Majestad tuviese algo que hacer más propio para un joven, como su sobrino, que para un experimentado guerrero como usted, seignior Balafré. Por tanto, joven caballero, coja sus armas y sígame. Traiga consigo su arcabuz, pues ha de hacer guardia de centinela.

     -�Centinela! -dijo el tío-. �Está usted seguro de tener razón, maestro Oliver? Las guardias interiores del castillo nunca han sido encomendadas sino a aquellos que, como yo, hemos servido doce años en nuestro honroso Cuerpo.

     -Estoy del todo seguro respecto a la voluntad de Su Majestad -dijo Oliver- y no debe haber más dilación en cumplirla.

     -Pero -dijo Le Balafré- mi sobrino no es ni siquiera arquero en propiedad, pues sólo es un escudero que sirve bajo mi lanza.

     -Perdóneme -contestó Oliver-: el rey envió por el registro no hace más de media hora y lo inscribió como guardia. Tenga la bondad de ayudar a su sobrino a vestirse para que pueda desempeñar su servicio.

     Balafré, que no era de fondo malo ni celoso por temperamento, se apresuró a ajustar el uniforme de su sobrino y a darle instrucciones para el desempeño de su comisión; pero fué incapaz de reprimir algunas interjecciones de sorpresa por la suerte que tan pronto distinguía a muchacho tan joven.

     -Nunca ha ocurrido un caso parecido en la Guardia escocesa -dijo-, ni aun en mi caso. Pero sin duda su servicio se ceñirá a vigilar los papagayos y pavos reales de la India que el embajador veneciano ha regalado últimamente al rey: no puede ser otra cosa; y ese servicio sólo está indicado para un muchacho barbilampiño (al decir esto se atusó su poblado bigote), por lo que se alegraba que hubiese recaído en su querido sobrino.

     De imaginación certera y rápida y de fantasía ardiente, vió Quintín más importante perspectiva en esta llamada a la presencia real, y su corazón latió de prisa con la idea de lograr una rápida distinción. Se decidió a vigilar escrupulosamente los modales y lenguaje de su guía, que sospechaba ser, en algunos casos al menos, de interpretación contradictoria. No podía por menos de felicitarse por haber sabido guardar estricto secreto de los acontecimientos de la caza, y entonces tomó una resolución, que dado sus pocos años, indicaba mucha prudencia en él, y era la de que mientras respirase el aire de esta misteriosa y apartada Corte mantendría sus pensamientos en perfecta reserva y cuidaría mucho de lo que dijera su lengua.

     Pronto resultó equipado, y con su arcabuz al hombro (pues aunque conservaban el nombre de arqueros, la Guardia escocesa substituyó muy pronto su largo arco, en cuyo manejo nadie superó a su nación, por armas de fuego) acompañó al maestro Oliver fuera del cuartel.

     Su tío le siguió con la mirada, con rostro en el que la sorpresa se mezclaba con la curiosidad, y aunque ni la envidia ni ninguno de los sentimientos malignos que ésta engendra perturbaban sus tranquilas meditaciones, se daba cuenta con dolor que había disminuído su propia importancia, lo que se mezclaba con el placer que le producía la favorable iniciación de servicio de su sobrino.

     Movió pausadamente la cabeza, abrió un armario privado, sacó una gran bottrine de vino bien añejo, la sacudió para saber si el contenido era poco o mucho, llenó y bebió una copa grande; después se sentó, medio reclinado, en el gran asiento de roble, y moviendo de nuevo la cabeza con lentitud, recibió tanto beneficio aparente con la oscilación, que, como el juguete llamado mandarín, continuó el movimiento hasta que se quedó dormido, de cuyo sueño fué despertado por la señal para comer.

     Cuando Quintín Durward dejó a su tío entregado a estas sublimes meditaciones, siguió a su guía, el maestro Oliver, el cual, sin cruzar por ninguno de los patios principales, le condujo a través de pasajes privados al descubierto, pero principalmente a través de un laberinto de escaleras, bóvedas y galerías, comunicándose entre sí por puertas secretas en sitios inesperados a una ancha y espaciosa galería con celosías, que por su anchura casi podía denominarse hall, colgada con tapices más antiguos que bonitos, y con algunos cuadros fríos, de aspecto descolorido, pertenecientes a la primera época de las artes, que precedió a su espléndido resurgir. Estos querían representar los paladines de Carlomagno, que tan distinguido papel hicieron en la historia romántica de Francia, y como la gigantesca figura del célebre Orlando constituía el retrato más sobresaliente, la habitación recibió de él el título de hall de Rolando o galería de Rolando (27).

     -Vigilará usted aquí -dijo Oliver en voz baja, como si los duros contornos de los monarcas y guerreros a su alrededor pudieran ofenderse con la elevación de tono de su voz, o como si hubiese temido despertar los ecos que acechaban entre las bóvedas y molduras góticas del techo de este enorme y tenebroso cuarto.

     -�Cuál es el santo y seña y las órdenes para mi guardia? -preguntó Quintín en el mismo tono apagado.

     -�Está cargado su arcabuz? -preguntó Oliver sin contestar a su pregunta.

     -Eso -contestó Quintín- se hace pronto. Y procedió a cargar su arma y a encender la mecha lenta (con la que se descargaba cuando era necesario) en las ascuas de un buen fuego que expiraba en la gigantesca chimenea del hall, chimenea que era tan grande que bien podía llamarse gabinete gótico o capilla perteneciente al hall.

     Una vez realizado esto, Oliver le contó que aún ignoraba que uno de los altos privilegios de su Cuerpo era el de recibir órdenes tan sólo del rey en persona, o del gran condestable de Francia, en vez de sus propios oficiales.

     -Queda usted aquí colocado por orden de Su Majestad, joven -añadió Oliver-, y no permanecerá aquí largo tiempo sin saber para qué ha sido citado. Mientras tanto, su paseo será a lo largo de esta galería. Le está permitido quedarse quieto cuando guste, pero por ningún motivo sentarse o abandonar su arma. Tampoco ha de cantar alto ni silbar bajo ningún pretexto; pero puede, si lo desea, rezar algunas de las oraciones de la Iglesia, o lo que quiera que no sea ofensivo, en voz baja. Adiós, y buena guardia.

     ��Buena guardia!�, pensó el joven soldado mientras su guía se deslizaba con ese paso silencioso que le era peculiar y desaparecía a través de una puerta lateral detrás de la tapicería. ��Buena guardia! �Pero qué es lo que tengo que vigilar? �Pues qué, aparte de ratas o murciélagos, existe aquí contra quien luchar, a no ser que estos espantosos y viejos retratos de personajes se animasen por haberles perturbado mi guardia? Bien, es mi deber y debo realizarlo.�

     Con el firme propósito de desempeñar su deber de la mejor manera posible, trató de matar el tiempo con algunos de los piadosos himnos que había aprendido en el convento en el que encontró refugio después de la muerte de su padre, pensando que si no fuese por el cambio del hábito de novicio por el rico uniforme militar que ahora llevaba, su paseo marcial por la real galería de retratos de Francia se parecía mucho a los que habían llegado a aburrirle por los claustros de su reclusión en Aberbrothick.

     Ahora, como para convencerse que no pertenecía a la celda, sino al mundo, cantó para sí, pero en tono tal que no excedía del permiso que le habían dado, algunas de las antiguas y rudas baladas que la vieja familia del arpero le había enseñado sobre la derrota de los daneses en Aberlemno y Forres, el asesinato del rey Duffus en Forfar y otros sonetos y canciones melodiosas que pertenecían a la historia de su distante país nativo, y en especial al distrito en que había nacido. En esto gastó mucho tiempo, y eran ya más de las dos cuando Quintín recordó por su apetito que los buenos padres de Aberbrothick, por muy exigentes que fuesen en punto a su asistencia a las horas de rezo, no eran menos puntuales en citarle a las de comer; mientras que aquí, en el interior de un palacio real, después de una mañana empleada en la cacería y una tarde agotada en el deber, nadie se acordaba de que debía estar impaciente por yantar.

     Hay, sin embargo, encantos en los sonidos melodiosos que pueden aquietar aun los sentimientos naturales de impaciencia que ahora experimentaba Quintín. En las extremidades opuestas del largo hall o galería había dos grandes puertas, adornadas con pesados arquitrabes, y que probablemente daban a dos series diferentes de habitaciones, a las que la galería servía como medio natural de comunicación. El centinela hacía su solitario paseo entre esas dos entradas que formaban el límite de su vigilancia, y en una de sus idas y venidas quedó sorprendido por un sonido musical que pareció surgir de pronto detrás de una de las puertas, y que era una combinación del mismo laúd y voz que le había encantado el día anterior. Todos los sueños de ayer mañana, tan debilitados por las circunstancias varias experimentadas desde entonces, resurgieron con mayor relieve, y situado en el sitio donde con más claridad los percibía, Quintín resultaba, con su arcabuz al hombro, boca medio abierta y ojos, oídos y alma atentos, más bien la imagen de un centinela que uno de carne y hueso, sin más idea que la de captar todos los sonidos que llegasen de tan dulce melodía.

     Estos sonidos deliciosos eran oídos a medias: languidecían, se retrasaban, cesaban del todo, y de vez en cuando eran renovados después de ciertos intervalos. Pero aparte de que la música, como la belleza, es a menudo más deliciosa, o por lo menos más interesante a la imaginación, cuando sus encantos están medio velados, y se deja a la imaginación el suplir lo que con la distancia resulta detallado imperfectamente, Quintín tenía asuntos suficientes en que emplear su imaginación durante los intervalos en que cesaba la melodía que le fascinaba. No dudaba, por los informes dados por los camaradas de su tío y la escena que había ocurrido aquella mañana en el salón de recepciones, que la sirena que así deleitaba su oído no era, como equivocadamente había supuesto, la hija o parienta de un modesto cabaretier, sino la propia infeliz condesa disfrazada por cuya causa reyes y príncipes estaban ahora a punto de sacar a relucir armaduras y lanzas. Fantasías variadas, cuales la juventud romántica y venturosa está dispuesta a alimentar en esa edad de ilusiones y dicha, embargaban su ánimo, cuando de pronto, y bruscamente, resultaron desvanecidas al notar que asían su arcabuz y que una voz bronca le decía junto al oído:

     -Pasques-dieu, señor escudero; me parece que hace su guardia con sueño.

     La voz tenía el mismo tono irónico de la de maese Pedro; y Quintín, que en seguida volvió a la realidad, se percató con miedo y vergüenza que en su arrobamiento había permitido que el rey, que entraría probablemente por alguna puerta secreta, y luego avanzaría con cautela junto a la pared o detrás de los tapices, se le aproximase tanto que pudo casi desarmarlo.

     El primer impulso de su sorpresa fué libertar su arcabuz con un violento esfuerzo, que hizo al rey tambalearse hacia atrás. Su siguiente preocupación fué que, al obedecer al instinto animal, como podríamos decir, que inclina a un hombre a resistir cualquier intento de desarmarle, había empeorado, con una lucha personal con el rey, el disgusto producido por la negligencia con que había realizado su obligación; y bajo esta impresión recuperó su arcabuz sin darse apenas cuenta de lo que hacía, y colocándoselo de nuevo sobre el hombro, permaneció sin moverse delante del monarca, de quien tenía razón para inferir que le había ofendido mortalmente.

     Luis, cuya disposición tiránica estaba menos cimentada en ferocidad natural o en crueldad de carácter que en política fría y sospechas celosas, poseía, sin embargo, algo de aquella cáustica severidad que era causa de que resultase a veces despótico en la conversación privada, y de que pareciese siempre gozar con la pena que infligía en ocasiones como la presente. Pero no exageró su triunfo y se contentó con decir:

     -Tu servicio de esta mañana ha pagado con creces alguna negligencia en soldado tan joven. �Has comido?

     Quintín, que más bien esperaba ser enviado al capitán-preboste que recibir semejante cumplido, contestó negativamente.

     -Pobre muchacho -dijo Luis en tono más suave del que acostumbraba-, el hambre le ha dado sueño. Sé que tu apetito es el de un lobo -continuó-, y te libraré de una bestia salvaje lo mismo que tú me libraste a mí de otra; has sido demasiado prudente en ese particular, y te lo agradezco. �Puedes aún aguantar otra hora sin alimento?

     -Veinticuatro, señor -replicó Durward-, o no sería escocés legítimo.

     -Ni por otro reino actuaría yo del pastel que te correspondiese después de esta vigilia -dijo el rey-; pero la cuestión de que ahora se trata no es de tu comida, sino de la mía. Admito a mi mesa hoy, y en toda confianza, al cardenal Balue y al borgoñés, el conde de Crèvecoeur, y algo puede ocurrir -el diablo está más ocupado cuando los enemigos se reúnen durante una tregua.

     Se detuvo y permaneció silencioso, con una mirada profunda y melancólica. Como el rey no tuviese prisa para proseguir, Quintín se aventuró por fin a preguntar cuál era su obligación en estas circunstancias.

     -El hacer la guardia en el buffet con tu arma cargada -dijo Luis-; y si hubiese traición, matar de un tiro al traidor.

     -�Traición, señor! �Y en este castillo tan vigilado! -exclamó Durward.

     -Lo juzgas imposible -dijo el rey, sin parecer ofendido por su franqueza-; pero nuestra historia ha demostrado que la traición puede albergarse en un agujero. �Excluída la traición porque hay guardias! �Oh, muchacho inocente! -quis custodiat ipsos custodes-. �Quién excluiría la traición de los propios guardianes?

     -Su honor escocés -contestó Durward atrevidamente.

     -Es verdad; tienes mucha razón, me agradas -dijo el rey, satisfecho-; el honor escocés fué siempre verdad, y por eso confié en él. �Pero la traición!

     Al decir esto volvió a caer en su anterior humor melancólico y atravesó la habitación con pasos desiguales.

     -Se sienta en nuestras fiestas, brilla en nuestras copas, lleva la barba de nuestros consejeros, la sonrisa de nuestros cortesanos, la sonrisa fatua de nuestros bufones; sobre todo, está oculta en el aire amistoso de un enemigo reconciliado. Luis de Orleáns confió en Juan de Borgoña: fué asesinado en la rue Barbette. Juan de Borgoña confió en la facción de Orleáns: fué asesinado en el puente de Montereau. No me fiaré de nadie, de nadie. Escucha: no perderé de vista a ese insolente conde, y tampoco al clérigo, de quien no confío mucho. Si digo: Ecosse, en avant (28), dispara contra Crèvecoeur para dejarle en el sitio.

     -Es mi deber -dijo Quintín- si la vida de Su Majestad corre peligro.

     -Seguramente, no quiero decir otra cosa -dijo el rey-, �qué iba a ganar con matar a ese insolente soldado? Si fuese el condestable Saint Paul...

     Aquí se calló, como si reflexionase que había dicho alguna palabra más de la debida, aunque en seguida prosiguió, riendo:

     -Ahí está mi cuñado Jaime de Escocia -vuestro Jaime, Quintín-, que apuñaló a Douglas, que estaba de visita, dentro de su propio castillo real de Skirling.

     -De Stirling -dijo Quintín-, si Su Majestad me lo permite. Fué una hazaña que trajo muy poco bien.

     -�Llamáis Stirling al castillo? -dijo el rey sin hacer caso de la última parte de la conversación de Quintín-. Bien, que sea Stirling; el nombre no hace al caso. Pero yo no proyecto mal ninguno contra estos hombres, ninguno. No me serviría de nada. Quizá ellos no tengan las mismas buenas intenciones respecto a mí. Confío en tu arcabuz.

     -Estaré preparado para la señal -dijo Quintín-; pero...

     -Dudas -dijo el rey-. Habla, te doy permiso. Tal como eres, tus insinuaciones son bien valiosas.

     -Sólo tenía intención de decir -replicó Quintín- que ya que Su Majestad parece dudar de este borgoñés, me maravilla que consienta se aproxime tanto a su persona, y, además, en privado.

     -Estate tranquilo, escudero -dijo el rey-. Hay algunos peligros que, cuando se les hace frente, desaparecen, y los cuales, en cambio, cuando existe un evidente temor de ellos, que se exterioriza, se hacen ciertos e inevitables. Cuando me adelanto atrevidamente al encuentro de un fiero mastín, y le acaricio, hay diez probabilidades contra una que logre amansarlo; si le demuestro tener miedo, se precipitará sobre mí y me destrozará. No puedo ser más franco contigo. Me interesa mucho que este hombre no regrese junto a su señor con humor resentido. Claro que con ello me arriesgo. Nunca he retrocedido de exponer mi vida por el bien del reino. Sígueme.

     Luis condujo a su joven guardia, a quien parecía haber tomado un afecto especial, a través de la misma puerta lateral por la que había entrado, diciéndole al tiempo que se la enseñaba:

    -El que quiera prosperar en la Corte debe conocer todos los portillos privados y escaleras ocultas, ay, y las trampas del palacio, así como las entradas principales.

     Después de varias revueltas y pasadizos entró el rey en una pequeña habitación abovedada, donde había una mesa preparada con tres cubiertos. Todo el decorado y mobiliario de la habitación era tan sencillo, que casi resultaba mezquino. Un buffet o armario plegadizo y movible tenía unas cuantas piezas de vajilla de oro y plata, y era el único artículo en la cámara que tenía apariencia de realeza. Detrás de este armario, y completamente oculto por él, estaba el puesto que Luis asignó a Quintín Durward; y después de haberse asegurado, marchando a diferentes sitios de la habitación, que resultaba invisible desde todos los sitios, le dió su última recomendación:

     -Recuerda las palabras: Ecosse, en avant; y en seguida que las pronuncie echa abajo la pantalla; no te preocupes de las copas y vasos, y apunta bien a Crèvecoeur. Si te falla el tiro, arremete con él, y usa el cuchillo. Oliver y yo nos bastamos para el cardenal.

     Después de dicho esto, silbó de recio para que acudiese a la habitación Oliver, que era premiervalet del rey, así como barbero, y que en realidad desempeñaba todos los oficios que tenían inmediata conexión con la persona del monarca, el cual apareció ahora en compañía de dos hombres de edad, que eran los únicos criados que iban a servir la mesa. Tan pronto como el rey se sentó en su puesto, fueron admitidos los visitantes, y Quintín, aunque no era visto, estaba situado de modo que veía todos los detalles de la entrevista.

     El rey acogió a sus huéspedes con un grado de cordialidad que Quintín tuvo gran dificultad en poder reconciliar con las instrucciones que acababan de darle y el fin para el que estaba de pie detrás del buffet con su mortífera arma preparada. No sólo aparecía Luis totalmente desprovisto de ningún género de aprensiones, sino que se hubiera supuesto que esos visitantes a quienes hacía el alto honor de admitir en su mesa eran personas en quienes tenía confianza absoluta y a quienes deseaba honrar de buena gana. Su conducta era a un tiempo digna y cortés. Mientras todo a su alrededor, incluso su propio traje, estaba por debajo del esplendor que los pequeños príncipes del reino desplegaban en sus fiestas, su lenguaje y sus modales eran los de un soberano poderoso en su mejor buen humor. Quintín llegó a imaginarse o que toda su anterior conversación con Luis había sido un sueño, o que la conducta sumisa del cardenal y el comportamiento franco, noble y gallardo del noble borgoñés habían disipado del todo la sospecha del rey.

     Pero mientras los invitados, obedeciendo al rey, se instalaban en la mesa, Su Majestad les lanzó una penetrante mirada, y en seguida dirigió sus ojos al puesto de Quintín. Esto fué obra de un instante; pero la mirada encerraba tanta duda y odio contra sus huéspedes, tal perentoria indicación a Quintín para que extremase su vigilancia y estuviese rápido en la actuación, que no hubo lugar a duda para creer que los sentimientos de Luis continuaban inalterables y sus aprensiones en pie. Por eso se asombró más del profundo disimulo conque el rey podía ocultar los movimientos de su ánimo celoso.

     Aparentando haber olvidado del todo el lenguaje que Crèvecoeur le había tenido enfrente de su Corte, el rey hablaba con él de los tiempos antiguos, de hechos ocurridos durante su propio destierro en los territorios de Borgoña, e hizo preguntas respecto a todos los nobles a quienes había tratado, como si ese período hubiese sido el más feliz de su vida, y como si hubiese conservado hacia todo lo que había contribuído a suavizar las condiciones de su destierro los sentimientos más amables y más agradecidos.

     -A un embajador de otra nación -dijo- le hubiera recibido con más solemnidad; pero a un antiguo amigo, que a menudo fué mi huésped en el castillo de Genappes (29), deseaba mostrarme como más me gusta vivir, como el antiguo Luis de Valois, tan sencillo y natural como cualquiera de sus badauds parisinos. Pero he dispuesto que sirvan un banquete en su honor mejor de lo ordinario, señor conde, pues conozco su proverbio borgoñés: Mieux vault bon repas que bel habit. Nuestro vino, como usted sabe bien, es motivo de antigua emulación entre Francia y Borgoña, que ahora trataremos de reconciliar, pues yo brindaré por usted con borgoña, y vos, señor conde, brindaréis a mi favor con champaña. Oliver, sírveme una copa de vin d'Auxerre.

     Y tarareó alegremente una canción bien conocida:

Auxerre est la boisson des Rois.

     -Señor conde, bebo a la salud del noble duque de Borgoña, mi amable y querido primo. Oliver, vuelve a llenar aquella copa de oro con vin de Rheims y entrégala de rodillas al conde: representa a mi amado hermano. Mi lord cardenal, yo mismo llenaré vuestra copa.

     -Ya la ha llenado, señor, hasta rebosar -dijo el cardenal con el rostro sumiso de un favorito hacia su indulgente amo.

     -Porque sé que su eminencia puede sostenerla con mano firme -dijo Luis-. �Pero qué partido toma en esta gran controversia: Sillery o Auxerre, Francia o Borgoña?

     -Permaneceré neutral, señor -dijo el cardenal-, y volveré a llenar mi copa de Auvernat.

     -Un neutral tiene que sostener un papel desairado -dijo el rey; pero como observase que se alteraba algo el color de la cara del cardenal, cambió de tema, y añadió-: Pero vos preferís el Auvernat, porque vino tan noble no soporta el agua. Usted, señor conde, duda en vaciar su copa. Espero que no habrá encontrado ninguna amargura nacional en su fondo.

     -Me gustaría, señor -dijo el conde de Crèvecoeur-, que todas las rencillas nacionales pudiesen terminarse tan felizmente como la rivalidad entre nuestras viñas.

     -Con el tiempo, señor conde -contestó el rey-, con el tiempo, con tanto tiempo como el que se ha tomado para beberse su champagne. Y ahora que se ha bebido su copa, hónreme aceptándola para usted y conservándola como prenda de mi estimación. No es una copa cualquiera. Perteneció antiguamente a aquel terror de Francia, Enrique V de Inglaterra, y fué tomada cuando se redujo a Rouen y fueron expulsados de la Normandía aquellos isleños por los ejércitos reunidos de Francia y Borgoña. A nadie mejor se puede regalar que a un noble y valiente borgoñés, que sabe bien que de la unión de estas dos naciones depende la continuación de la libertad del continente del yugo inglés.

    El conde dió una respuesta adecuada y Luis dió rienda suelta a la alegría satírica que a veces animaba los matices más obscuros de su carácter. Llevando, como era natural, la conversación, sus observaciones, siempre cáusticas y solapadas, y a menudo, como ahora, ingeniosas, rara vez eran afables, y las anécdotas con que las ilustraba solían ser con frecuencia más chistosas que delicadas; pero ni en una sola palabra, sílaba o letra traicionaba el estado de espíritu de uno que, temeroso de ser asesinado, tiene en su habitación un soldado armado, con su arcabuz cargado y orden de prevenir o anticiparse a un ataque a su persona.

     El conde de Crèvecoeur se entregó de lleno al buen humor del rey, mientras el adulador cardenal reía de todos los chistes y alentaba toda idea jocosa, sin mostrarse avergonzado por ninguna de las expresiones que hacían enrojecer al rústico joven escocés aun en su escondite (30). Al cabo de hora y media se concluyó la comida, y el rey, despidiéndose cortésmente de sus invitados, dió la señal de que su deseo era estar solo.

     Tan pronto como todos, incluso Oliver, se hubieron retirado, el rey llamó a Quintín, pero con una voz tan débil que el joven apenas podía creer que fuese la misma que hacía unos momentos había sostenido la animación de la charla con tanto éxito. Al aproximarse observó un cambio parecido en su rostro. El destello de la supuesta vivacidad había abandonado los ojos del rey, la sonrisa faltaba en su cara y mostraba toda la fatiga de un actor de fama cuando ha terminado la agotadora representación de un papel favorito, en el que, mientras permaneció en la escena, desplegó la máxima vivacidad.

     -Tu guardia aun no ha concluído -dijo a Quintín-. Aliméntate pronto; aquella mesa te ofrece la ocasión; te instruiré después en tu deber posterior. Mientras tanto, a nada conduciría una conversación entre un hombre repleto y uno en ayunas.

     Se retrepó en su asiento, se cubrió la frente con la mano y permaneció silencioso.

FIN DEL TOMO PRIMERO

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