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Rafael Alberti: «Pleamar» y la estética de la sencillez

Diego Martínez Torrón

Planteamiento general

Conocí a Rafael Alberti regalando entradas de sus obras de teatro en el café del María Guerrero de Madrid. Todo el mundo de la joven farándula se agrupaba alrededor del poeta, que con su generosidad proverbial ofrecía estas entradas a los actores.

Más tarde Rafael vino a dar una charla a la Facultad de Ciencias de la Información de Madrid, donde yo era profesor. Alberti compartía mesa con otros ilustres poetas residentes en la ciudad, pero se comió literalmente a todos los participantes, y con su verbo seductor fascinó a todo el auditorio, incluso a los miembros de la mesa, contando deliciosas anécdotas de León Felipe y Antonio Machado en la época de la guerra civil, también de otros compañeros de la generación del 27. Fue una tarde memorable y me mostró el carácter de un poeta admirable y fascinante, que invadía con su inteligente humanidad a un numeroso auditorio de gente joven, con la que tan bien conectaba Rafael.

Siempre hizo gala Rafael de una entrañable, humanísima sencillez, y por ello he titulado mi conferencia con el título que corresponde al marbete que he adjudicado a mi propia segunda etapa creadora como poeta: la estética de la sencillez1.

Creo en este sentido, y este va a ser el eje de mi intervención aquí, que Rafael Alberti oscila entre el barroquismo surrealista -herencia tanto de Pablo Neruda como de su peculiar visión andaluza-, y una poesía sencilla y directa, que es la que menos ha estudiado la crítica.

Veo a Rafael como un poeta inspirado, de una enorme sensibilidad, lo que le lleva a recrear el universo de la pintura y el de la música clásica, sus dos amores aparte de la literatura. Pero a partir de una determinada época, desde el sensualismo hermético de Sobre los ángeles, su verso intentará una aproximación al mensaje directo, sencillo, que ya antes se fundamentara en la admiración a la poesía de cancionero2, tanto como a la poesía lírica de Lope de Vega, que son los dos fundamentos de su creación. Estos son los pilares de las influencias que recibe por tanto: el surrealismo desbordante de Pablo Neruda, el riquísimo y exquisito cancionero tradicional español y la tersa poesía lírica de su admirado Lope de Vega -cuyo vitalismo compartía-. Aquí tenemos definido al mejor Alberti, teniendo en cuenta además los dos registros principales de su poesía: por un lado la expresión de sentimientos líricos -bien con el hermetismo surrealista, bien con la sencillez más depurada-; por otro su poesía comprometida, que viene a constituir un canto contra la injusticia universal que percibe en la sociedad humana, y que él con su mentalidad de poeta aspiraba a transformar.

Alberti escribe con la pureza de la mirada de un niño, y esto caracteriza el sesgo exquisito que posee tanto su poesía lírica como su poesía comprometida. Alberti es también un poeta que parece negarse a la construcción artificial del poema, y que escribe solo cuando está inspirado; este es el secreto quizás de la rica variedad de su obra, tal y como le ocurriera a su admirado Pablo Picasso, y lo que justifica que cada uno de sus libros sea diferente al anterior, ausente la amaneración y la repetición fácil, porque estima que cada verso constituye un reto: el de convertirse en obra de arte cincelada, que permanezca para la eternidad. Ni siquiera su poesía comprometida, de poeta en la calle, se puede definir como obra de circunstancias, pues está escrita con su peculiar candor humano. Rafael Alberti siempre aspira a lo eterno, a cincelar el verso, a dejarlo fijado en el papel como el pintor sobre el lienzo.

De todos modos, me parece evidente que Rafael Alberti oscila entre los dos polos de un barroquismo desbordante de rica imaginación y la sencillez directa de quien abre su corazón al lector, para transmitirle su amor por la vida y su aversión por la injusticia.

Hay en su obra poética una etapa espléndida, que corresponde a su estancia en Punta de Este, hacia 1944, en una casa de verano junto al mar, en donde el poeta goza con la presencia de su hija Aitana, a la que ve crecer, y a la que canta fundiendo su ser con el de la naturaleza, una naturaleza bravía y exuberante3. Frente al surrealismo inicial de su admirable Sobre los ángeles, y frente a su época final irónica y burlona de Roma peligro para caminantes, en Uruguay y Argentina el poeta retorna a la expresión directa de los sentimientos -su amor a su hija, su amor a la naturaleza y a la poesía-. Son los Poemas de Punta del Este (1945-1956) y sobre todo Pleamar (1942-1944), siendo este último poemario el que me va a ocupar en al análisis. Pleamar se escribió entre 1942 y 1944 y se publicó enseguida, en 1944.

Creo evidente que las dos cimas de la poesía de Alberti son Sobre los ángeles (1927-1928), coetáneo del surrealismo de Neruda, y A la pintura (1947-1967), siendo este último poemario de una riqueza y una complejidad admirables, profundamente inteligente e inspirado, el Alberti más personal, amante del arte y la pintura -su otra gran vocación- a la que define en verso. Alberti siente la pintura y los pintores, y nos hace sentirlos en textos paralelos al cuadro con una percepción muy rica de todo lo sublime. Notemos que este libro alterna una evocación en homenaje directo a los mejores pintores clásicos, con apuntes relativos a los colores que intercala en polifonía de una rica complejidad. Pero contrastan los versos que dedica a los pintores, más barrocos, con los poemas breves, sencillos, directos, constituidos a veces por uno, dos, tres versos que son casi aforismos, y que tienen su fundamento, y de aquí nuestro tema, en los poemas precedentes de Pleamar a los que enseguida me voy a referir. Así sus dos modos poéticos se complementan en este libro: por una parte el barroquismo de su expresión, en los homenajes explícitos a los pintores que admira; por otro los versos breves y sencillos, casi aforísticos, con que canta a los colores, y que ya mostrara en Pleamar.

Dos notas a propósito de estos versos sencillos a los que me estoy refiriendo. Por una parte la influencia que creo percibir de las greguerías del genial Ramón Gómez de la Serna. Por otra parte la distancia que hay entre estos versos casi aforísticos, y los aforismos más intelectuales y de pensamiento de Juan Ramón en Ideolojía4; o incluso de los aforismos de José Bergamín que podemos leer hoy en Las ideas liebres editadas por Dennis5. Frente a la densidad conceptual de estos dos autores, Alberti nos muestra su gracia alada, el aire intangible y mágico, la suprema sugerencia de la poesía.

Más próximos estarían estos aforismos, que veremos en Pleamar, a los haiku japoneses, que en Latinoamérica practicaba, por ejemplo, Juan José Tablada, y luego más tarde Octavio Paz, por ejemplo, en su hermoso poemario de la época orientalista Ladera Este. Pero el verso de Alberti es diferente, sintetiza la exquisita capacidad de sugerencia del apunte del haiku oriental con la musicalidad y la intensidad aérea intangible aprendida tanto en el cancionero de Barbieri6, como en el verso de Lope. Así creo queda fijado su estilo, el estilo que aparecerá en Pleamar, y que siempre alternará en su poesía con el rico barroquismo andaluz, en peculiar forma de surrealismo de herencia gongorina y a la vez francesa -pienso sobre todo en el genial Éluard-, aunque Rafael es siempre profundamente, hondamente personal.

Quiero insistir en que Pleamar se encuentra a caballo entre estas dos cimas: por un lado la de Sobre los ángeles, por otro la de A la pintura, oscilando entre el surrealismo y la estética de la sencillez.

De todas formas destacaré que la sencillez de cancionero que podemos seguir en los primeros poemas de Alberti, Marinero en tierra (1924), no tiene que ver con la sencillez más depurada, más honda, más rica en sugerencias, de Pleamar y A la pintura. Quizás porque, como escribió en La arboleda perdida, «Ya el poema breve, rítmico, de corte musical, me producía cansancio»7. Así por consiguiente podemos distinguir dos modos muy diferentes de sencillez en la obra de Alberti: el que hereda del cancionero musical y popular, y el que hereda de su propia concepción -entre el haiku y el aforismo-. Insistiendo en que aunque ubiquemos las coordenadas precedentes de su poesía en una suerte de posibles influencias, la obra de Alberti, sobre todo en esta época más madura que estamos estudiando, es siempre de una profunda e intensa, peculiar personalidad, la que tenía como hombre, como pintor, como poeta.

Pero en Pleamar Alberti parece haber abandonado por el momento el prestigio de la imagen, la imagen visionaria que estudiara Carlos Bousoño en Aleixandre, y que podemos seguir en Cal y canto -otro libro sorprendente, labrado en piedra, talismán de poesía, con el mar y la mujer como tema-. Creo que Pleamar busca una expresión aparentemente más directa pero que encierra una mayor complejidad en su supuesta sencillez, por la rica capacidad de sugerencia de estos versos breves y tensos -recordemos que Octavio Paz definió a la poesía como «lenguaje en tensión», en El arco y la lira-.

En cuanto a la derivación del arte de Alberti hacia una poesía comprometida y cívica, por ejemplo en Con los zapatos puestos tengo que morir (1930), es la misma que se da en la rebeldía surrealista de Aragon y Éluard. Alberti convierte al poema en instrumento de ideología, con un contenido revolucionario envuelto en forma estética, pero siempre con un peculiar candor, la visión pura de un niño -patente en su concepción política-, la forma alada de su poesía, su estética de la sencillez que he remarcado en contraste con su otro modo, el barroco y surrealista. El poeta en la calle (1931-1935) muestra en su compromiso también la herencia de Neruda con un estilo siempre propio por parte de Alberti. Pero la imagen surrealista con un sentido político, las enumeraciones metafóricas muy ricas, todo ello tiene un paralelo con la obra de su amigo Neruda, que le lleva al tremendo alegato anticlerical en contra de la Iglesia en que se educó su adolescencia, en De un momento a otro (1934-1938), aquí con una visión autobiográfica muy personal, de la que carece la obra del chileno.

De este modo, dedicado a Pablo Neruda será su Entre el clavel y la espada (1939-1940), otro libro bellísimo, otra cumbre de su obra, de lo mejor de Alberti, que muestra su retorno al surrealismo, junto a la pasión erótica muy iconoclasta para la época («cúbreme, amor, el cielo de la boca / con esa arrebatada espuma extrema / que es jazmín del que sabe y del que quema»). Allí se contiene el conocido poema «Se equivocó la paloma», que creo tiene el sentido amoroso del fracaso de una relación, un desencuentro8. La sencillez, la musicalidad, el tema del dolor del exiliado, la soledad y la muerte, el panteísmo de su visión de la naturaleza9, son todos temas que creo recuerdan al ritmo poético del segundo Juan Ramón -el de su etapa más sencilla, frente al modernismo decorativo de la primera época y la metafísica panteísta de la tercera-. Esa melancolía infinita, de enorme belleza, de extrema sencillez, donde se depuran los elementos autobiográficos10, presagian Pleamar de otro modo distinto, porque como he señalado antes, Alberti hace de cada libro la conquista de un logro, el alcance de un reto diferente.

Pleamar (1942-1944)

Pleamar es un libro que parte de la nostalgia de la patria lejana, escrito íntegro en América como señalé antes, con la presencia constante del mar y la figura de la hija, en la que ve un signo de esperanza en la desgracia que le ha tocado vivir y que encara con profunda humanidad y hombría, siendo coherente con el pensamiento que le ha abocado al exilio11.

La parte primera lleva el significativo título de Aitana, a quien va dedicado todo el poemario («Para ti, niña Aitana, / en estos años tristes, / mi más bella esperanza»12).

El símbolo de España sigue siendo el toro13.

De nuevo vuelve al estilo del cancionero lírico español, con el estremecedor lirismo de una gran pureza, afín también en ocasiones, como dije antes, al verso de la segunda etapa -la más sencilla- de Juan Ramón, pero ausente el narcisismo de éste, pues el poeta está pleno de amor a su hija en la que ve una promesa de futuro. La sencillez de Alberti es por tanto la de la más hermosa canción española, igualmente intensa, musical y sugerente, llena de matices delicadísimos, profundamente inspirada. El poeta habla con su hija en versos, en una conversación llena de lírica ternura, humanísima14.

La segunda parte lleva el significativo título de Arión (Versos sueltos del mar), y transmite el segundo gran tema de su poesía, con una sencillez extrema de verso breve, casi aforístico. El mar no es aquí el símbolo de lo infinito, como en el Diario del poeta recién casado de Juan Ramón o en El contemplado de Pedro Salinas, sino simplemente, hermosamente, el mar como personaje vivo asociado a una visión panteísta de la existencia.

De las dos acepciones que recoge Pierre Grimal en su bello Diccionario de mitología griega y romana15, la que encaja con el libro de Alberti no es la primera -el caballo de Adrastro- sino la segunda: el músico de Lesbos que ganaba dinero cantando y viajando con la autorización del tirano de Corinto Periandro. Cuando quiso regresar a Corinto se amotinó la tripulación de su barco para apoderarse de su dinero, y Arión -aconsejado por Apolo en sueños- les pidió el favor de que le permitiesen cantar por última vez: a su voz acudieron los delfines favoritos de Apolo, y Arión cuando se arrojó al mar fue recogido por ellos, que lo trasladaron a Corinto. Al llegar la tripulación a puerto, contaron había muerto Arión, y en ese momento éste se presentó; los marineros fueron castigados con la muerte -crucificados o empalados, en dos diferentes versiones del mito-. Apolo transformó a la lira de Arión y al delfín en constelación.

Alberti se refiere explícitamente en esta parte del libro a «las fuentes / que dan voz a las plazas de mi pueblo»: Gil Vicente -redescubierto por Dámaso, indico por mi parte-, Machado, Garcilaso, Baudelaire, Juan Ramón, Rubén Darío, Pedro Espinosa y Góngora -añade puntos suspensivos16-.

Creo que el tema de «Se equivocó la paloma», vuelve a Alberti aquí cuando escribe -poema de un verso-: «Equivocado, el mar suelta una golondrina»17. Interpreto que si el amor es un error, ese error lo constituye la belleza. Pienso que este brevísimo poema explica el que he mencionado, y que tanto se cantara en el último período de la España de Franco.

Todo el libro está impregnado de ingenuidad y candor, en versos de intenso lirismo, sugerentes en su brevedad de apunte de pintor, esbozo de cuadro, apunte de artista. No es tanto un haiku como el aforismo en verso, que no posee tanto un pensamiento -como suele ser habitual en los aforismos- sino la sugerencia de una idea lírica apenas esbozada, que se siembra en el lector. Por ejemplo18:

«Yace aquí el mar. Ni él mismo

supo jamás el número de olas

que deshizo su sueño».



Los temas reiterados son la infancia y la pureza, y el poeta aparece frágil e inerme, como el mismo mar, como el mismo cantor Arión. Nos explicamos por qué dispersó sus cenizas en el mar de Puerto de Santa María que tanto amó. El tema del niño y el mar se sucede constantemente, como si el poeta se hiciera niño ante él19:

«Te metí desde niño, chica mar, en mi frente,

y allí fuiste creciendo en oleaje,

hasta hacerte mujer

y hombre a un mismo tiempo».



La muerte también aparece como contraste, porque la visión lírica del poeta no impide la presencia de la dura realidad20. Pero la hija niña se funde hermosamente con el mar21:

«Si te llamara Aitana y además te pidiera:

No te mojes los pies,

mar, ¿me obedecerías?».



El poema es así distinto del haiku: personal, sugerente en su brevedad, en el apunte de un pensamiento apenas esbozado; una idea poética que no llega a ser aforismo porque no pretende la reflexión sino la sugerencia, el disfrute alado, la gracia de la poesía que salta y brinca alegre en la palabra; una palabra casi desprovista de intención en su ligereza tenue que difumina el sentido y a la vez lo siembra en mil pequeños fragmentos dispersos en la mente del lector que disfruta de la belleza apuntada, insinuada apenas.

El poeta busca así vivir en pleamar. María Moliner define pleamar: «Marea alta. Estado más alto de la marea. Tiempo que dura». Es por tanto como si el poeta tratara de poseer la máxima intensidad de la vida, la máxima luz de la belleza que ve, panteísta, simbolizada en el mar convertido en ser humano, en presencia de fondo sobre la que se desarrolla la infancia, la vida incipiente y mágica de una niña. Todo ello con una sincera ingenuidad llena de encanto en estos versos únicos en los que la crítica debiera reparar más a menudo22. El poeta se identifica así con el mar, en fusión panteísta sin el aparato ontológico y de pensamiento poético del último Juan Ramón, ofreciendo así un verso más ligero y grácil23.

Alberti se sigue presentando como poeta del pueblo, en su aspecto más lírico24.

La parte tercera del libro se denomina Égloga fúnebre a tres voces y un toro para la muerte lenta de un poeta (1942), dedicado «a la memoria de Miguel Hernández».

Del lirismo precedente se llega de nuevo a la dura, terrible realidad de la guerra y la postguerra. Matar a un poeta, viene a decirnos, es asesinar al artífice de la belleza. Ya antes había escrito en ese sentido sobre la muerte de Lorca. Aquí las tres voces de este poema trágico, auténtica obra teatral en verso, son: la voz 1, Antonio Machado; la voz, 2 Lorca; y, la voz 3, Miguel Hernández; finalmente aparece un toro como símbolo de España.

Evocación por tanto dolorosa y trágica del poeta muerto, y el lirismo se tiñe de la terrible presencia de la muerte, que es una muerte real, no literaria. Vuelve a la complejidad poemática anterior a la sencillez que he ido destacando aquí; pero no oculta la idea que le sirve de fundamento: España ha sido injusta con sus poetas.

Se trata por tanto de un texto a medio camino del teatro y la poesía, en donde las tres voces hablan en verso, un poema trágico imbuido de una luz amarilla, la de la muerte.

Como Picasso, compara a España con la lidia de un toro («Toro de espuma y ola, / de trigo y viento»; «Tú bramando, bregando, / toro de hombría»25). Todo este texto es espeluznante, trágico, impresionante («Y era la muerte inhabitable»26).

Las acotaciones escénicas me parece que poseen una innegable huella de Valle-Inclán, y son tan poéticas como las de este autor precedente27. Las tres voces son diferentes en su estilo y expresión, y en complejidad literaria se añade la voz del toro y la del narrador que va en cursiva.

La parte 4 se llama Cármenes y significa un retorno al aforismo, siendo este aforismo muy personal y diferente, o simplemente versos de una enorme sencillez diáfana, en donde por ejemplo encontramos referencias al oficio de escritor.

Insisto en que frente a los aforismos de Ideolojía juanramoniana, que son textos más densos y filosóficos, también más solipsistas, los de Alberti son más líricos y sugerentes, más tenues y comprensivos de la ternura que le despiertan los hombres y los pueblos. Tampoco tienen relación con los aforismos de Bergamín, aunque haya mayor proximidad con estos28.

Alberti es plenamente consciente del dilema que recorre su poesía, y del sentido estético que la informa29: «Poeta, por ser claro no se es mejor poeta. / Por oscuro, poeta -no lo olvides, tampoco». Y: «Precisión de lo claro o de lo oscuro: / poeta dueño, a caballo, dominante». Y el siguiente: «Tú fabricas misterios. ¡Mal poeta! / Peor, porque fabricas fáciles claridades». Para indicar en otro poema30:

«¡Oh poesía del juego, del capricho, del aire,

de lo más leve y casi imperceptible:

¡no te olvides que siempre espero tu visita!».



La Gracia de Alberti pienso es también el Duende que cantara Lorca31.

En fin, el poeta parece haber aprendido del dolor. De él no ha hecho un pensamiento metafísico como Juan Ramón, sino un verso ligero, tenue, lleno de encanto -de Gracia...- y a la vez de una profunda intensidad humana. Por eso el dolor del árbol es el del poeta32.

La parte 5 muestra de este modo al poeta expresando este dolor en «Púrpura nevada», que surge de un verso de Góngora33. Cambia de nuevo de estilo en esta estudiada alternancia de lo claro a lo oscuro. De todas formas todo el libro, en su complejidad que estoy analizando, posee un gran lirismo, no hay el prosaísmo de guerra. Aquí la terrible desazón del dolor sufrido, el llanto cuando ni siquiera quedan lágrimas. Evoca a los ángeles antiguos que le inspiraron en «Puertas cerradas»34: «No son ángeles ya, no son aquellos [...] / No son ángeles ya, son pobres hombres».

Es por ello que creo que la época americana del exilio nos ofrece uno de los mejores momentos poéticos de Alberti, además de los mencionados Sobre los ángeles y A la pintura. Aunque sea también una de sus épocas más terribles, desde el punto de vista personal. Pero la amargura del exilio, del testigo de una Historia, la salva con la esperanza y la luz que ve reflejada en su hija Aitana, frente a las cuchillas y las ruinas35. También encuentra consuelo en el recuerdo siempre vivo de Cádiz36.

La poesía del Alberti de esta época no constituye por tanto un mero ejercicio literario decorativo y vacuo meramente estético. El poeta desnuda su corazón desde la distancia que aprendió en Góngora y los surrealistas, en metáforas espléndidas que nos transmiten una vivencia autobiográfica, un dolor apenas enmascarado en símbolos que recogen las mil sensaciones de lo oscuro, de lo triste, de lo duro de la vida. Y al mismo tiempo la luz diáfana de la poesía con que alimenta su esperanza y su existencia. Pleamar es por tanto un libro muy auténtico, que transmite, como la mejor literatura española, un sentir muy verdad, ausente del tópico libresco, aunque siempre con la calidad literaria que nos ofrece la eficacia estética de símbolos y metáforas sorpresivas, en esta parte; o sencillos, delicados, escuetos versos en las otras regiones de este curioso libro lleno de complejidad polifónica y humana.

Por eso unida a la sensación intensa de lirismo de este libro, se contiene la desazón tremenda de un poema como «A mis amigos los poetas uruguayos»37. Toda esta parte del poemario respira en general el dolor y la crueldad de la vida del desterrado, tan solo con el recurso a la amistad como consuelo, al final del poema citado: «Mas me encontré de pronto a vuestro lado»38.

En Pleamar Alberti oscila por tanto de la sencillez a la complejidad, de la luz a la oscuridad, del dolor a la esperanza. Y cuando vuelve a usar las metáforas surrealistas, éstas no constituyen un mero juego verbal a la manera de Breton, ni siquiera un hermoso juego estético a la manera del genial Éluard; porque a través de la máscara surrealista transparenta un sentimiento de autobiográfica verdad vivida, experienciada por el poeta. Y todo ello sin caer en el diario narcisista juanramoniano, porque el poeta se encuentra siempre al lado de los pueblos y los hombres con quienes siente acorde, aunque este sentir lo exprese mediante el vehículo eficacísimo de una estética de imágenes que se despliegan ante los ojos del lector, para herir profundamente su corazón con el mismo sentimiento que ha ofuscado previamente al poeta. Si la vida hiere a Alberti, él nos hiere con esa misma sensación a través de su verso, que intenta recomponer y justificar la esperanza en un alma rota. Por eso al final de este poema, y al final de toda la poesía de Rafael Alberti, siempre aparece la luz de una esperanza perseguida tenazmente, labrada con esfuerzo, conquistada con tesón.

De esta manera, si la poesía de Alberti se caracteriza por su sinceridad, aquí puede decirse que es mucho más estremecedora e intensa.

A destacar por ejemplo el hermoso poema «A Luis Cernuda, aire del Sur buscado en Inglaterra»39.

En fin, la misma constante alternancia de lo diáfano a lo oscuro, de lo sencillo a lo barroco, se da de nuevo en la parte sexta del libro40, donde retorna al verso breve, al apunte aforístico -insisto ¿es aforismo o algo distinto?- que he ido mencionando antes.

La parte 7 se denomina Tirteo, y en ella el poeta canta a su musa41. Nos ofrece ahora una nueva forma diferente, un verso libre más expresionista, más dramático. Parece como si este libro, indudablemente escrito en diferentes períodos anímicos, hubiera reservado lo más luminoso y lírico para el principio, con la ilusión que le transmite su pequeña hija Aitana, y ahora vuelve a recoger la muerte, el dolor, la tragedia de la guerra. La voz del poeta es de nuevo un canto roto.

El libro finaliza con Invitación a un viaje sonoro42. Y si antes cantaba a la pintura, ahora lo hace a su otra pasión además del verso: la música clásica. Alberti es un poeta culto y completo. A partir de la música repasa toda la historia de la civilización. Canta por ejemplo la música de Lully y Rameau. Estamos ante un melómano entendido. Vuelta por tanto -muy hermoso, por ejemplo, «Siglo XVIII. Italia»- al verso alado, alegre, gracioso, tenue, musical... sencillo. Preciosas las palabras de amor de Bach que glosa en «Alemania»43. Y Mozart es el aire, el vuelo44. Aunque el siglo XX en España lo ve como tragedia45.

En esta parte mezcla los versos populares en cursiva con los suyos a manera de glosa: la canción como constante formal en Alberti46. Y tras el recorrido por las regiones españolas que tanto ama: Asturias, Aragón, Galicia, Castilla... culminando -no podía ser de otro modo- con Andalucía47.

En la alternancia de voces que confiere complejidad a Pleamar, oscilando como hemos visto del barroquismo gongorino y surrealista a la estética de la sencillez que he caracterizado antes, el libro quiere acabar con un destello de belleza, en donde la voz del poeta se va alejando tenue, paulatinamente, como si a lo largo del poemario hubiera ido entablando una conversación con el lector a quien vuelve a llenar de asombro, despidiéndose de él, camino de la Noche, con estos hermosos, intensos versos finales48:

«¿Oísteis? La luz se pierde.

Se hunde la barca en la noche.

Sólo la mar permanece».



Pero no solo la mar permanece. También lo hace, creo, la voz del poeta. La voz de Rafael Alberti.

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