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«Rafael Altamira y Crevea : Desde la añoranza»

Pilar Altamira


(Artículo publicado en el 2/3 de la revista EXILIOS, Diciembre 1998)



Cuando Luis Llera me ofreció la posibilidad de escribir un comentario acerca de mi abuelo para el siguiente número de la Revista Exilios, se me revolvieron los entresijos del alma que ya, sólo con el título de la publicación, andaban alborotados.

Para mí, exilio es mucho más que una palabra, es algo tan duro y tan cruel como arrancarte tus raíces, todo lo profundas y diversificadas como ellas sean; alejarte espiritualmente de tu lugar geográfico, de tus amigos, de tus anhelos, impedir que una persona pueda llegar a conocer a sus nietos. Este fue el caso, entre otros, de mi abuelo paterno Rafael Altamira, pedagogo, historiador y jurista, nacido en Alicante en 1886 y fallecido en Méjico en 1951 a la edad de ochenta y cinco años.

Su salida de España tuvo lugar en plena guerra civil, el 29 de agosto de 1936, gracias a su pasaporte diplomático y con un permiso especial de la Junta Militar de Burgos para incorporarse a su trabajo en Holanda, como Juez del Tribunal de Justicia Internacional de La Haya, lugar en el que siguió trabajando hasta que el Palacio de la Paz hubo de cerrar sus puertas. De su etapa holandesa me fascinaba escuchar a mi padre datos curiosos como que fue el único juez español del Tribunal, durante 14 años, o cómo los jueces cobraban su salario en monedas de oro.

De Holanda pasó a Francia, donde permaneció varios años en una villa de Bayona. Más tarde, bajo la protección del Presidente argentino interesado en ayudar a tres ilustres exiliados españoles: Pau Casals, Picasso y Altamira, pudo instalarse en Lisboa, donde colaboró con la Universidad de Coimbra y editó Cartas de Hombres. En 1944 abandonó Portugal al ser invitado por la Fundación Carnegie para dar un curso en la Universidad de Columbia, de Estados Unidos, y aunque diversas universidades europeas y americanas le ofrecieron su cálida hospitalidad, el destino se decantó por la ciudad de México, donde vivió y siguió trabajando desde noviembre de 1944 hasta su muerte el 1 de junio de 1951.

Así, nunca volvería a pisar la tierra que le vio nacer, y en definitiva, hizo imposible que yo, nacida en la posguerra, pudiera disfrutar de un personaje como él. De esta manera he crecido, pasando por todas esas etapas de niñez, adolescencia y madurez, sin su presencia física; sin embargo, otras muchas presencias suyas me han sobrevolado siempre y agradezco infinito la oportunidad de poder explicitarlo aquí. Para cualquier joven, para todos los jóvenes del mundo, llega un momento en nuestro desarrollo en el que necesitamos crear una imagen ideal del ser humano que conformará, en el futuro, nuestras actitudes sociales; sentimos la necesidad de encontrar un ídolo, nuestro héroe, digno de ser imitado. Para algunos habrá sido el Che Guevara, Mahatma Gandhi o Madame Curie; para mí, cuando pensaba en un modelo de honestidad, de búsqueda de la verdad y de tantos valores más, mi héroe, mi modelo, era Rafael Altamira.

Durante la infancia me acostumbré a la idea de un abuelo lejano, allá por las Américas, cuya única referencia estaba en las paredes de mi casa, en unos cuadros desde los que miraba muy serio un señor de larga barba blanca y en multitud de cajones, llenos de libros, que se amontonaban por los pasillos: «Son los libros del abuelo», oía decir medio en voz baja. Yo no entendía entonces por qué había que bajar la voz y no sacar a la luz los escritos de alguien tan sabio; no entendía que mi padre nos enviara, de vez en cuando, por librerías y editoriales preguntando por algún libro del abuelo cuando sabía que la respuesta era siempre la misma: «Está agotado». Lo curioso era que, al poco tiempo, devolvían grandes paquetes porque no se vendían. No entendía que a una amiga nuestra, al querer hacer su tesis doctoral sobre Rafael Altamira, como pedagogo, su director sugiriera que sería más interesante investigar al Padre Poveda; estuve mucho tiempo sin entender muchas cosas, hasta que crecí, fui a la universidad y también allí veía a mis profesores sonreír o fruncir el ceño, según, cuando pasaban lista.

A partir de entonces me decidí por algo tan elemental como era ponerme a leer, intentar averiguar por mí misma cuál era el contenido, el mensaje y la intención en la obra de alguien que causaba tanto revuelo: gracias a la lectura del Ideario Pedagógico, la Psicología del pueblo español, Los elementos de la civilización y del carácter españoles, la Historia de la Civilización, etc. en ediciones americanas, comencé a entender algo. Y no sólo eso; aquellas lecturas me permitieron también comprender la importancia, para nuestra cultura, de la Institución Libre de Enseñanza y de ese grupo de personajes, surgidos de sus entrañas, que compusieron en gran parte, la generación del 98. Mi abuelo, desde su llegada a Madrid, se vinculó profundamente con la Institución a través de la estrecha relación de admiración y respeto que mantuvo con Giner de los Ríos, a cuya instancia inició sus primeros pasos en el camino de la Pedagogía. Tanto Giner como Joaquín Costa fueron los dos grandes maestros de sus comienzos, con los que mantendría siempre una importante relación.

En años posteriores, cuando comenzó a poderse hablar más libremente de aquellos personajes en el exilio, un curioso silencio rodeaba, en España, la figura y la obra de Rafael Altamira: el «padre de los hispanistas», como es considerado en Europa y América, candidato en 1931 a la Presidencia de la II República y, entre otros muchos reconocimientos, nominado para el Premio Nóbel de la Paz en dos ocasiones: en 1933 con la firma de 160 personalidades y, nuevamente, en 1951, apoyada la candidatura por todos los grupos de exiliados en América, Universidades, Centros Republicanos y demás personalidades; en total, más de cuatrocientas adhesiones. Desgraciadamente, su muerte en el mismo año de su nominación, truncó toda esperanza.

He considerado oportuno traer a colación, en este punto, opiniones referentes a su persona y a su obra de muy distintas procedencias: Carlos D. Malamud, en su crítica a la publicación del Diccionario de gobierno y legislación de Indias, de Manuel Josef Ayala, Ediciones de Cultura Hispánica (Abc literario, 1 abril 1989) dice: «Esta edición supone un importante acto de desagravio para la memoria de Altamira, cuya obra investigadora fue prácticamente silenciada en nuestro país mientras duró su exilio americano, extendido desde 1939 hasta su muerte en 1951. Pese a ello, no fue posible negar la importancia de la Colección de documentos inéditos para la historia de Iberoamérica que tanta utilidad reportó a los investigadores del periodo colonial.»

Para el historiador inglés George J.Cheyne, investigador de Joaquín Costa y por tanto de su relación intelectual con Altamira, «ambos fueron dos de los hombres más importantes de los siglos XIX y XX y no comprendo cómo se ha podido olvidar la figura de Altamira, un hombre con ocho doctorados» (Alicante, febrero 1987)

Manuel Tuñón de Lara dijo en el simposio de Homenaje a Rafael Altamira (Alicante 1987): «Altamira fue una figura capital de la que hemos bebido todos en los años veinte y treinta. Yo lo primero que hice en Francia al exiliarme en 1946, fue procurarme una edición de la Historia de la Civilización de Altamira, porque lo considero un libro de cabecera.»

En su sección de crítica de libros, el periódico La Vanguardia (10 de febrero 1989) comenta: «En estos últimos años hemos asistido a una proliferación de obras sobre la teoría de la Historia. Como de costumbre, se habló de escuelas e historiadores anglosajones y franceses y se siguió olvidando a nuestros historiadores. Acaso el olvido más estentóreo ha sido el de Rafael Altamira. La editorial Crítica, con la publicación de la Historia de la civilización española viene a saldar esa vieja e incomprensible deuda».

En la misma línea va el comentario que aparece en la introducción a La enseñanza de la Historia, escrito por Juan Carlos Mainer y Raimundo Cuesta, directores de la colección Referentes para el estudio y la enseñanza de la Historia, la Geografía y otras Ciencias Sociales (Akal Ediciones): «Publicar aquí y ahora esta obra de Altamira obedece, más que a una mirada complacientemente retrospectiva, a una conveniente y saludable voluntad de podar las robustas enredaderas del olvido en las que se ha visto apresado el legado pedagógico y científico de nuestro historiador».

Hay algo que no se ha dicho y es que don Rafael Altamira es el historiador que dio a España la «Generación del 98». Javier Malagón, Revista de Occidente, nº 46(1967).

Salvo estas menciones aisladas en ciertas publicaciones o referencias puntuales en determinados actos académicos, en realidad, en España no comenzó a ser rescatado al nivel general hasta febrero del año 1987, cuando se inaugura en Alicante un Homenaje Internacional a Rafael Altamira, organizado por el Instituto de Estudios Juan Gil-Albert, con la colaboración de la Comisió del Quinto Centenari del Descubrimiento de América, la Generalitat Valenciana, el Ayuntamiento de Alicante, la Universidad de Alicante y el Instituto Jorge Juan. El homenaje estuvo compuesto por una exposición itinerante de sesenta y nueve paneles y vitrinas que incluían publicaciones, diplomas, condecoraciones y grandes cruces otorgadas por las Universidades de diversos países y una importante colección de cartas (¡aquellos cajones polvorientos de mi infancia!) que mostraban la gran amistad que unía a mi abuelo con Joaquín Costa, Giner de los Ríos, Miguel de Unamuno, Leopoldo Alas, Pérez Galdós, Gabriel Miró, Blasco Ibáñez, Emilia Pardo Bazán, Menéndez Pelayo, Manuel Azaña y multitud de políticos de la época.

Esta misma exposición estuvo abierta al público en la Biblioteca Nacional de Madrid durante el mes de junio de 1988 junto a la celebración de una serie de conferencias, organizadas por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, la Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid y la Institución Libre de Enseñanza, que inauguró José Prat y cerraron Julio Caro Baroja y Pedro Laín Entralgo. Más tarde, en junio de 1987, tuve la oportunidad de acompañar y participar en la inauguración de la citada muestra en el Teatro Campoamor de Oviedo, ciudad donde nació mi padre mientras el suyo ocupaba la cátedra de Historia del Derecho (1897 a 1908).

A los pocos meses, octubre de 1987, volví a tener el privilegio de asistir en México D.F. a un homenaje más, ofrecido por la U.N.A.M. y el Instituto de Investigaciones Jurídicas. Ambas experiencias fueron entrañables para mí: la primera supuso acercarme a la tierrina donde vivió una de las etapas más fértiles e interesantes de su vida profesional y la segunda me dio la oportunidad de conocer el departamento donde se alojó con su familia desde la llegada a México, la salita donde recibía a sus alumnos y amigos, los lugares que frecuentaba con otros exiliados; hablar con los personajes reales que habían tenido la suerte, de la que yo carecí, de conocerlo y poder escuchar sus palabras. La Exposición viajó después hasta la Argentina, pero mis posibilidades viajeras no dieron para tanto.

No obstante, fue realmente Alicante, en febrero de 1987, quien dio la salida a esta carrera por rescatar la vida y obra de Rafael Altamira. La Diputación Provincial otorgó la Medalla de Oro de la provincia y se celebró un simposio que reunió, durante cuatro días, las ponencias de Tuñón de Lara, Pérez Prendes, Roberto Mesa, José Carlos Mainer, David Ruiz, Mariano Peset, Alfonso Ortí, Joseph Fontana, Sisinio Pérez Garzón y Rafael Asín Vergara, autor de un ejemplar trabajo sobre Rafael Altamira que se publicó con motivo del Homenaje.

Por el lado extranjero acudieron el doctor G.J. Cheyne de la Universidad de Newcastle, especialista en Joaquín Costa, la doctora Mª Refugio González, de la Universidad de México, Javier Malagón de la Universidad de Maryland (USA) y numerosas personalidades más, como el embajador de México en Madrid y el secretario general del Tribunal Internacional de Justicia de la Haya. Finalmente se leyó una carta del profesor Pierre Villar, de la Universidad de París, excusando su ausencia por motivos de salud, y expresando su desolación por no poder participar.

En su comunicación, evocaba una experiencia personal vivida como prisionero de los nazis en el campo de concentración Oflag XIII A, cerca de Nuremberg, donde permaneció desde agosto de 1940 a septiembre del 41; posteriormente fue trasladado a Polonia, al sur de Dantzing, y luego al Tirol hasta ser liberado y repatriado en abril de 1945.

Entresaco un fragmento de su relato:

«...en un principio nuestros guardianes no eran excesivamente severos y permitían que algunos prisioneros recibiéramos envíos de libros; así llegaron a mis manos un libro de fotografías sobre itinerarios de los Incas y ¡los seis volúmenes de la Historia de España y la civilización española de Rafael Altamira!

Esta anécdota tan personal tiene un valor simbólico, el de un joven historiador, apasionado de España, lanzado como combatiente y después como cautivo en la tormenta mundial de los años 39-40, acompañado pese a los accidentes bajo bombardeos y en contacto con genocidas ¡desde Nuremberg a Polonia, del Tirol hasta Las Landas! por esa Historia de España. Yo creo que si Altamira hubiera conocido esto, no le habría dejado indiferente».



Se comprenderá que, aunque asistí también con mi familia a la creación de la Fundación Altamira, dedicada a ofrecer su fondo documental a jóvenes investigadores y a la difusión de las Obras Completas, todo ello justo y necesario, lo más importante para mí, sentada en mi asiento del salón de actos, fue escuchar una tras otra aquellas ponencias que perfilaban aspectos de mi abuelo que yo no conocía bien: descubrí un niño que, con apenas trece años, autoeditaba La Ilustración Alicantina (1878-81), revista manuscrita de poesías, relatos de actualidad y artículos propios sobre historia, ciencias y política. Supe cómo ese niño comenzó su carrera de Derecho en Valencia a los quince años y a los dieciséis escribe su primer libro, Ensayo de una introducción a la Historia de la Humanidad, y de todo tipo de artículos en diferentes revistas estudiantiles. Cómo a los veinte realiza en Madrid su Doctorado en Derecho dirigido por Gumersindo de Azcárate, entra a trabajar en el bufete de Salmerón, entabla amistad con Joaquín Costa y Giner de los Ríos, sus dos grandes maestros, conecta con la Institución Libre de Enseñanza y se vuelca en la pedagogía sin abandonar su interés por la literatura, la investigación científica de la Historia y la Política.

Me seguí asombrando de su inquietud hacia los asuntos sociales y cómo se implica en ellos: desde su cátedra de Historia del Derecho en la Universidad de Oviedo, con treinta y un años, cuando con el proyecto de la Extensión Universitaria intenta, a través de charlas en las fábricas, acercar los conocimientos universitarios a los obreros.

Continué enterándome con avidez de su interés también en la esfera de lo político como intelectual y escritor; incluyendo en este tipo de política la labor que lleva a cabo durante el importantísimo viaje que efectúa de junio de 1909 a marzo de 1910, a lo largo del cual pronuncia trescientas conferencias en centros y Universidades de Argentina, Uruguay, Chile, Perú, México, Cuba y Estados Unidos sobre metodología y desarrollo de las Ciencias Sociales. Consigue restablecer las relaciones culturales (creación de los nuevos centros hispanoamericanos, fomento del estudio de la geografía, historia, etc. de las naciones implicadas; Congresos, intercambios de profesorado y publicaciones entre centros docentes de las mismas) con Hispanoamérica, que habían quedado rotas desde 1898 con el desastre de las colonias. Después de este viaje como doctor Honoris Causa de diversas Universidades, es llamado a Palacio por el rey Alfonso XIII para nombrarlo Caballero Gran Cruz de la Orden de Alfonso XII, en junio de 1910; al año siguiente pasa de Inspector General de Enseñanza a ser el primer Director General de Primera Enseñanza, donde su principal preocupación fue la situación social y económica de los maestros, la dotación de las aulas, crear escuelas-jardín, escuelas para disminuidos psíquicos, etc. Ocupa la cátedra de Instituciones Políticas y Civiles de América y sigue participando en congresos en Bruselas, Londres, París y Estados Unidos. En España o fuera de ella, nunca deja la investigación de los temas americanistas.

A partir del final de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), y aunque en 1916 es nombrado senador por Valencia dentro del Partido Liberal de Romanones, la sombra del abuelo comienza a proyectarse marcadamente hacia terrenos internacionales: lo nombran árbitro del Tribunal de Litigios Mineros de París, miembro de «los diez» (Comité de Juristas) para el proyecto de crear un Tribunal Permanente de Justicia Internacional, del cual él mismo es elegido Juez Permanente en 1921, y vuelve a ser reelegido para el mismo cargo desde 1930 hasta la invasión nazi.

Es sorprendente como una sola persona puede interesarse y profundizar simultáneamente en un trabajo cultural, social y político, y desarrollarlo con brillantez en tres ámbitos geográficos diferentes como España, América y Europa. Él, mi abuelo, fue capaz de hacerlo: en España publicando y trabajando en su cátedra de Madrid, especializándose en temas de Derecho Internacional y entregando cada vez más su alma a las ideas pacifistas; de América siguen pidiendo su orientación jóvenes, intelectuales e instituciones oficiales.

Finalmente en Europa su figura crece día a día: imparte clases en la Sorbona, de Ciencias Históricas en Oslo y las Universidades de París y Burdeos le invisten doctor Honoris causa, participa en Bruselas en la creación de los estatutos para la Sociedad de Naciones, escribe su Ideario Político, trabaja en el Tribunal Internacional de La Haya y da conferencias en cualquier país, en cualquier idioma y sobre cualquier tema: Historia, Pedagogía, Derecho, Literatura y Teatro españoles, o lo que se tercie.

Pero los días de vino y rosas acaban y el nefasto año de 1936 llegó con otro desastre, la guerra civil. Aquello sumió a mi abuelo en una profunda depresión; su positivismo, sus ideales pacifistas, los principios morales aprendidos del ideario de la Institución, el pensamiento mantenido de que la educación del hombre era el medio para la regeneración y la emancipación humana se vinieron abajo y hubo de superar, con el tiempo, el momento más bajo de su vida.

El exilio de su patria, el penoso peregrinar por tierras de Francia y Portugal hasta encontrar refugio, en 1945, como tantos otros españoles, en los brazos abiertos del presidente Cárdenas y el pueblo mejicano; del fondo de su alma surgieron multitud de escritos inéditos como Confesión de un vencido, unas memorias incompletas, Mi tragedia de España y Tragedias de algunos y de todos. Elegías, publicado en el exilio y considerado como un testamento político.

Además aparecieron diversas notas manuscritas, escritas a veces en un trozo de papel o en el reverso de un billete de tren, entre las que se encontraba un Inventario de mis pérdidas económicas, intelectuales y espirituales a causa de la guerra civil española, del cual extraigo el fragmento más dolorido:

«III apartado- En otros órdenes espirituales, he perdido:

1 - Mi optimismo

2 - Mi fe en la civilización y en el porvenir de mi pueblo

3 - La esperanza de pasar los últimos años de mi vida y morir en mi patria»



Conviene aclarar que el general Franco conocía el dato de que Altamira había sido propuesto por Indalecio Prieto, con la aprobación de socialistas y monárquicos, como posible Presidente de un Consejo de Regencia en el llamado Pacto de San Juan de Luz, encaminado a restituir la libertad en España y fallido por filtración.

Por otro lado el prestigio internacional que hubiera prestado a la dictadura la vuelta a España de un Juez del Tribunal Internacional de La Haya hizo que Franco enviara en dos ocasiones a sus embajadores a Méjico ofreciendo a mi abuelo seguridad para él y para su familia, y su integración total en el plano académico, si aceptaba volver a España. En ambas ocasiones la respuesta fue no; actitud totalmente coherente con alguien que, hasta el momento de su muerte y como experto en Derecho Internacional, consideró el Alzamiento un golpe de Estado contra la República y por tanto a la dictadura como una situación ilegal.

En una nota manuscrita del año 37 afirma: «con la victoria de Franco, no se pierde tan sólo la República, la democracia y los derechos políticos, sino todas las libertades individuales del espíritu, sin las que es imposible una convivencia pacífica».

En Tragedias de algunos y de todos. Elegías, evocando a España, dice: «Lo único que me consuela, o mejor dicho, que me anima a seguir este suplicio, es el hecho de que la veo, que a veces oigo ruidos que de ella vienen o contemplo las nubes que a la mañana se levantan en sus valles, suben a cubrir los montes y parecen traerme la frescura y el olor de nuestras tierras...»

Nada más que añadir, quise ser breve y me ha resultado difícil. Me reconforta pensar que he rendido, a la memoria de mi abuelo, un tributo para mí obligado.

No sé por qué pero hace días, visitando la Exposición España fin de siglo del antiguo M.E.A.C., al contemplar en una vitrina un pequeño ejemplar encuadernado en rojo de su Historia de la Civilización me vino a la cabeza aquella frase del Autorretrato de Antonio Machado: «...Y al cabo, nada os debo, debéisme cuanto he escrito...»





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