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Rafael Canogar: una venda sobre la herida

Sergio Ramírez





Encuentro por primera vez a Rafael Canogar (1935) entre los grises y los negros de sus cuadros la noche de apertura de su exposición en la Galería Poll, el 16 de septiembre; callado, serio, se deja bordear por los concurrentes que pasan apretadamente a sus lados, cada uno su cerveza en mano como es la costumbre de estos vernissages germánicos. Está aquí hace cuatro meses invitado por el programa cultural del DAAD y las pinturas y dibujos expuestos a partir de este día en la más exclusiva de las galerías de Berlín, fueron realizados en su atelier de la Helmstedtrasse en el distrito de Wilmersdorf; la misma calle donde yo vivo, le digo cuando estamos juntos, y sonríe: en esta ciudad los encuentros se rigen por la casualidad y no por la vecindad, porque coincidimos hasta que él está a punto de volver a Madrid, donde reside. ¿Por qué no Barcelona? Barcelona es ahora la meca, por lo menos de los artistas latinoamericanos; allí están esos banqueros ricos y liberales, los nuevos florentinos peninsulares, patrones de las artes y de las casas impresoras. Pero no, Canogar, nacido en Toledo en 1935, se queda en Madrid. Su meca es él mismo, el gran pintor español contemporáneo.

Uno puede ver sin mucho esforzarse todo lo español que tiene esa pintura desolada, concebida a partir de valores cinéticos y en la cual la ausencia de color se explica por su mismo contenido: los grises son los colores predominantes en el fotograbado -la muerte, el hambre, la miseria, se comunica hoy por radiofoto, fría y desapasionadamente- y son grises también las pantallas de televisión, las paredes donde se escriben clandestinamente los reclamos de justicia; grises son al contraste de las fotografías, las cercas de alambre de los campos de concentración, gris es el plato de estaño del cual come desesperado el etíope su sopa de la Caritas, al vivo su costillar realzado por las hambrunas. Los cascos y los escudos de la policía, la cortina metálica frente a la cual posa el desposeído sin calcetines, las manos derrotadas en los bolsillos, y en la cual puede leerse el reclamo publicitario de una sola línea: el dinero hace feliz, o algo semejante. Y en acrílico negro el campo donde luce como un fruto disecado, la oreja cortada de Van Gogh. Ampliaciones fotográficas, trozos de malla metálica, unos pantalones viejos colgados encima de una bambalina también negra, como un monumento funerario.

Grises y negros. No es una intención panfletaria la que reduce a su contraste claro-obscuro a esta gran pintura, a estas patéticas y coléricas líneas de grueso carbón del dibujo que reproducen unas manos en súplica, montadas sobre la borrosa presencia de la copia fotográfica; no puede decirse que se trata de una pintura comprometida, porque para eso hay que tomar posición desde fuera y Conagar pinta desde dentro. Comprometido, sería en este caso agregado, postizo. Su pintura describe la realidad mural del mundo contemporáneo donde la sangre es negra y la herida gris. Lo demás es asunto de Life y del tecnicolor, ajenos al amanecer en las cárceles.

La estadía de Canogar en Berlín -es la segunda, porque ya expuso aquí en 1970 al concluir su etapa norteamericana, pues vivió en Oakland y en Los Ángeles por cuatro años-, terminaría esta semana con una exhibición, o instalación suya al aire libre, dentro de un programa de acciones avant-garde del grupo ADA2 en el cual participan también Kienholz y otros artistas berlineses, Vorstell, Gerz. Pero no todo salió como él quería. Le pregunté de qué se trataba su acción al aire libre y me lo explicó, con toda la seriedad que esa travesura gigantesca demandaba: adornar con una venda ensangrentada la torre de la Iglesia Conmemorativa del Emperador Guillermo II, la Gedenknisskirche, conservada tal como fue dejada por los bombardeos de la segunda guerra mundial, ennegrecida por el fuego y semiderruida. Esta acción artística que duraría tres días, se llamaría La Herida.

Pero el consejo que maneja la iglesia se negó por unanimidad de votos a permitir la puesta del vendaje. La segunda vez que lo encuentro en la sala de exposiciones de la ADA2, donde se inaugura el programa de acciones avant-garde, se encoge de hombros: «yo solo quiero colocar una venda sobre la herida», dice. Utilizar los monumentos y las paredes para este tipo de expresiones artísticas al descubierto, no es ni siquiera algo que pueda asustar por novedoso, le parece hasta conservador. Pero de todas maneras, en la plazoleta frente a la iglesia, donde colocan los hippies sus ventas de abalorios, se instala a la mañana siguiente una gran fotografía de la iglesia bombardeada y atravesada sobre ella, la venda amarillenta manchada por una sangre seca y vieja, empalidecida hasta el rosa a trechos.

Le pregunto en esta última ocasión, si ha estado ya en Latinoamérica y me dice que aún no, pero sus cuadros sí: en 1971 ganó el Gran Premio de la XI Bienal de Sao Paulo y ha expuesto también en la Galería Arte Contacto en Caracas. Para el final de este año va a tener lugar en Colombia una gran exposición suya y quiere ir allá para entonces. Le recuerdo que Bogotá está muy cerca de Centroamérica. Esa misma exposición en alguna de nuestras capitales, con él en persona, sería realmente estupendo si pudiera hacerse. Claro que le encantaría, pero eso no depende de él sino de los centroamericanos, dice. Y nos despedimos.

Berlín, 28 de septiembre de 1974.





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