Ráfagas poéticas
Arístides Pongilioni
Prólogo
Entre la multitud de libros que en nuestra época se imprimen, un libro nuevo se presenta ahora
en la escena literaria. Comparado con otros de su índole, que suelen obtener los fáciles elogios
de los periodistas, puedo aspirar justamente a mayor estimación; pero, modesto en su objeto y
hasta en su título, sólo se propone coleccionar las poesías que andan acá y allá diseminadas en
diversos papeles, para presentarlas juntas en un volumen a las ilustradas personas que
separadamente han leído parte de ellas, favoreciendo al autor con plácemes entusiastas y
benévolos juicios.
Se adivina que puede tener además un segundo fin. El hombro que durante algún tiempo ha
elevado su espíritu y dilatado su imaginación, viajando por aquellos países donde la naturaleza
se ostenta más rica, más variada y amena, y en donde pasados siglos de prosperidad hicieron
brotar grandiosos monumentos, al volver a su patria, dejando tras sí tantas bellezas, no se
contenta con llevar de ellas un vago recuerdo que los días debilitan y oscurecen; sino que,
ayudándose del lápiz y la pluma, logra trasladarlas, ya como son en sí, ya como se reflejan en su
propio pensamiento. Que pasen los años; que la edad acumule su nieve sobre la cabeza del
viajero; sentado al calor de la lumbre, mientras el viento y la lluvia azotan los vidrios de su
ventana, contempla las ciudades y campos que recorrió en otro tiempo: ve sus templos, sus
palacios, sus estatuas, la hervidora muchedumbre de sus calles, el dorado sol y los árboles y
flores de su praderas, los arroyos donde los sauces se bañan, donde las aves cantan seguras; y,
siempre que su voluntad lo desea, goza armonías, perfumes, luces, perspectivas de lejanos
climas. A semejanza del viajero, ¿querrá el autor conservar viva en estas poesías la memoria de
la más noble del hombre, que es la primera juventud; y de una primera juventud como la suya,
rodeada siempre de los espléndidos horizontes de la poesía? Creo que sí; la mayor parte de los
estudiosos abandonan la literatura, cuando mejores frutos podían producir, para dedicarse a la
política y otras ocupaciones que estúpidamente suelen llamarse cosas serias en contraposición
a las letras como si estas fuesen asunto de burla y regodeo; pero aun cuando las abandonen,
siempre les queda algún amor a ellas y algo de su esencia divina, también el ánfora ya vacía,
conserva los perfumes del bálsamo que contuvo.
Siguiendo el autor la corriente de nuestra época, ha trocado hace algún tiempo por la pluma
del periodista la lira del cantor: ¡lástima que se malogren así tan elevados talentos! ¡desgracia es,
y no leve, que la escasa protección concedida al literato lo transforme al cabo en adalid de tal o
cuál partido! Punto es este que da lugar a tristes y dolorosas reflexiones. Fácilmente se alcanzan,
y por eso las omito.
Las presentes composiciones tienen para el público e interés de su indisputable mérito.
Aunque el autor ha desdeñado siempre esos torpes manejos que con tanta frecuencia sirven para
obtener hiperbólicos elogios de gacetilla, la estimación de los doctos le concede el distinguido
lugar que entre los poetas ocupa. Sus poesías no son versos rimados; sino verdaderas poesías.
Tan pocas ocasiones se presentan de decir otro tanto, que ahora lo digo con júbilo; pues así logro
a un tiempo rendir tributo a la amistad y a la justicia. A la amistad, porque mi afecto al autor se
extiende a sus obras: a la justicia, porque Pongilioni, como sujeto a las condiciones de hombre,
ha sentido, ha pensado, sentido y querido, y como poeta lla dado a sus ideas, sentimientos y
aspiraciones un carácter entusiasta, melancólico y profundo. Piensa en mí, Ave María, En el Mar,
La Última Puerta, La Niña Pálida y casi todos sus cantos, son los mejores testigos de esta
verdad. Respecto a la dicción, Pongilioni es generalmente correcto. Educado en Sevilla, sigue
su escuela literaria en cuanto es compatible con el más amplio horizonte poético que la
inspiración y la filosofía, desdeñando erróneas tradiciones, presentan hoy a nuestros ojos.
En esta colección aparecen composiciones firmadas en 1853; es decir, cuando tenía
escasamente el autor 18 años. Por el acierto con que están escritas, demuestran que no han sido
las primeras, ni de las primeras; y por, tanto, que Arístides Pongilioni ha sentido la inspiración
desde su niñez, mucho antes de conocer los preceptos literarios; si bien ha perfeccionado luego
con el estudio las no comunes dotes de su natural talento. Quédese para otros, bien hallados con
su pereza y dormidos en el sueño de su inteligencia, el creer que la inspiración por sí sola basta
para emprender y acabar obras dignas de memoria como si la inspiración fuese otra cosa que una
semilla capaz de esterilizarse o dar sazonados y copiosos frutos, según que el abandono o el
esmerado cultivo agoten o desenvuelvan sus gérmenes de vida. No contento Pongilioni con la
lectura y meditación de los principales autores españoles y de los clásicos antiguos, ha buscado,
en literaturas extranjeras nuevas bellezas que admirar, nuevas sendas que recorrer, nuevas
tentativas de adelanto hacia el ideal poético. Lamartine y V. Hugo, Byron, Goethe y H. Heine,
Dante y Manzoni han sido bajo esto aspecto brillantes antorchas encendidas en su camino, fieles
consejeros y expertos guías que lo han mostrado los precipicios que debía evitar, los dilatados
espacios que debía recorrer. Hay esparcidas en estos poetas cuantas cualidades concibe la
imaginación en el tipo ideal de la poesía: amplias miras y virilidad de la inteligencia,
sentimientos y, pasiones que vibran, poderosamente con todos los tonos de la naturaleza,
intuición, y entusiasmo llevados hasta la profecía. Pongilioni estudió a estos genios; y su estudio
no fue perdido.
Dije ya que sus composiciones tienen para el público el interés de su indisputable mérito. Para
mí tienen además otro interés no menor; pues, las contemplo asociadas a los mejores días de mi
juventud y de mi vida. Estos son los días en que el pensamiento va conociendo con asombro el
caudal de sus fuerzas; en que es virgen el sentimiento, la naturaleza ríe y el alma canta. El sol de
la poesía brilla entonces siempre, como esas lámparas piadosas de los santuarios que arden
infatigablemente noche y día. Unido a Pongilioni en esta época por los lazos de la amistad más
verdadera, iguales ambos en edad y en nobles aspiraciones, juntos para la lectura y meditación
de las mejores obras, no podíamos menos de contemplar bajo el mismo aspecto y resolver en la
misma síntesis las diversas cuestiones que aun hoy se debaten en la arena literaria; no podíamos
menos de influir mutuamente el uno en el otro en genio, en gusto, en crítica, en la manera de ver
las cosas, que es la primera ciencia del poeta. Los mismos autores teníamos para el estudio, la
misma naturaleza para teatro de nuestras observaciones.
Cuentan que, en los albores de la historia, cuando era joven la tierra y la cercaban mares
vírgenes todavía, dos hombres ahuecaron el tronco de un árbol y se lanzaron a las aguas. Vieron
desaparecer la orilla, renacer la ola perpetuamente de la ola, oyeron ruidos, gritos, murmullos y
armonías desconocidos de los bosques y se sintieron abismados flotando entre el infinito del
océano y el infinito del firmamento. Nada expresa mejor el estado del alma humana cuando
despliega su vuelo por las altas regiones de la ideas; nada mejor nuestro estado propio en aquella
época muerta ya en el tiempo, mas viva siempre en nuestra memoria. Porque de ella nunca
pueden borrarse los años pasados en Sevilla, donde aun parecen vibrar las voces de Herreras y
Riojas; donde la inspiración y la fe han escrito en lienzos, bronces y mármoles poemas
imperecederos y maravillosos y una gloriosa pléyade de genios brilla con resplandor continuo,
como soles sin ocaso. Horas y días de entusiasmo y meditación, de esas largas conversaciones
en que se purifica el alma y dilata la inteligencia, hemos gozado en aquella ciudad, madre de
artistas y poblada de tradiciones inagotables: paseando entre verdes arboledas cubiertas de azahar
y llenas de penetrantes perfumes; vogando a lo largo del río a la sombra de sauces, cipreses y
palmas; contemplando en Itálica las despedazadas ruinas de un gran pueblo; admirando el árabe
alcázar de Abdalasis, don Pedro y María Padilla, o abismados en la catedral gótica, vibrante y
animada con murmullos sonoros, venerable por su majestad y grandeza, donde entre las sublimes
sombras resplandecen como estrellas en la noche y parecen moverse y andar las estatuas de
santos, vírgenes, grandes hombres, obispos, mártires y reyes, y no se puede pensar sino en cosas
infinitas. Entonces, con el alma estremecida, hubiéramos podido decir a la inspiración: amiga,
hermana mía, tu mano me ha tocado y yo la siento.
Así, pues; el talento poético de Pongilioni y el mío, si es que alguno tengo, son hermanos
gemelos que han dormido en la misma cuna y se han alimentado del mismo pecho, bajo el mismo
sol y en iguales días. ¿Cómo, además de su indisputable mérito, no han de tener para mi un
interés particularísimo estas poesías, cuando en ellas veo parte de mi propio pensamiento, a la
manera que el autor verá el suyo reflejado en las mías? ¿Y con qué fin, ni bajo qué pretexto había
yo de ocultar esta hermandad en el pensamiento y el arte, pues tanto me honra, siendo hoy el día
en que mis excitaciones y deseos logran su empeño de que se publique este libro?
Ojalá lo sigan otros y otros de la misma índole, como lo espero; pues aunque el autor se
propone abandonar la poesía, no cumplirá ciertamente su propósito: eso pueden hacerlo
fácilmente los versificadores; pero el que es poeta, lo será hasta que se muera. Dicen todos que
vivimos en un tiempo de indiferentismo y prosa. Yo no lo niego, pero en honor de la raza
humana, creo que aun hay quien responda a la voz de la bondad, de la verdad y de la belleza: creo
que aun existen inteligencias elevadas y corazones sensibles; personas para quienes la literatura
no está fuera del número de las tareas serias, ni es el poeta un delirante, ni la poesía griego. A
ellas y sólo a ellas se dirige este libro, para ellas fue escrito, y ellas sabrán darle el puesto que en
su estimación merece. ¡Quiera Dios que sea tan distinguido y noble como lo tiene en el ánimo
de quien dicta con efusión las presentes líneas!
Narciso Campillo.
Cádiz 24 de Setiembre de 1865.
¿Qué es este libro? Para el autor, una piedra miliaria en el camino de su vida; para algunos
de su amigos, una serie de recuerdos de otros días; para el público, probablemente, un libro más.
A. P.
Cádiz: Setiembre 1865.
Dedicatoria
|
Yo escucho en el espacio torrentes de armonía; |
|
naturaleza me habla con su gigante voz; |
|
aliéntame potente y agita el alma mía |
|
el celestial impulso que nos acerca a Dios. |
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|
No hay en los vagos vientos murmullo ni gemido, |
|
ni acentos pavorosos en el hinchado mar, |
|
no hay trinos de las aves, ni misterioso ruido |
|
de arroyo entre las piedras quebrando su cristal; |
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|
|
No tiene el firmamento matices ni colores, |
|
ni sombra el bosque umbrío, ni las estrellas luz, |
|
ni aroma fugitivo las matizadas flores, |
|
ni las lejanas cumbres resplandeciente azul: |
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|
No vibra en torno mío, no vaga en el ambiente |
|
perfume, luz, colores, ni sombra ni rumor, |
|
que no eleve a otro espacio mi enardecida mente, |
|
que no abrase mi alma con fuego creador. |
|
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|
Tal vez, cuando, agitado del numen que me inspira, |
|
mi pensamiento en himnos pretendo derramar, |
|
exhala sones flébiles mi descorde lira, |
|
y pobre, humilde y triste se arrastra mi cantar. |
|
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|
¿Mas qué importa? Yo siento que su divina esencia |
|
el alma poesía dentro mi ser vertió: |
|
si pobre es y sin galas la torpe inteligencia, |
|
¿sera menos poeta por eso el corazón? |
|
|
|
¿Ese inefable encanto, las vagas sensaciones |
|
que al contemplar el mundo, me inundan en tropel, |
|
no son tal vez poesía, no son emanaciones |
|
de espíritu divino que agítase en mi ser? |
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|
|
¡Oh madre! ¡cuántas veces, en el pesar sumido, |
|
el soplo del aura leve mis ojos enjugó! |
|
¿Por qué al son de sus alas prestaba atento oído?... |
|
No sé:-vagaba en ella consoladora voz. |
|
|
|
Inmóvil, escuchando rugir el océano, |
|
mi vista al firmamento se eleva con afán. |
|
¿Qué busca tras el velo sutil del aire vano? |
|
¡No sé:-las roncas olas me nombran a Jehová! |
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|
|
¡Ah! la creación entera, con mágica armonía |
|
me habló, y, desde la cuna, yo comprendí su voz, |
|
y germinó en mi pecho la flor de la poesía, |
|
de tu cariño, madre, al celestial calor. |
|
|
|
Él dio a mi pensamiento su plácida ternura, |
|
las alas de mi espíritu al cielo encaminó: |
|
de Dios me hablabas, madre, y, a tu enseñanza pura, |
|
tan armonioso nombre mi boca murmuró. |
|
|
|
Un aura de cariño mi frente acariciaba |
|
y ensueños deliciosos en ella hacía brotar; |
|
si en pos de idea indecisa mi espíritu vagaba, |
|
sentía a su lado, madre, tu espíritu flotar. |
|
|
|
Y así mi mente alzaba por el espacio el vuelo, |
|
y sus primeros sones mi lira moduló; |
|
si de entusiasmo en alas me desprendía del suelo, |
|
el cielo era mi norte, mi inspiración tu amor. |
|
|
|
¡Ah! ¡si me fuera dado poblar de ecos sonoros |
|
el aura que tu frente se acerca a acariciar, |
|
pagando en armonías los célicos tesoros |
|
de amor, que en mí vertiera tu seno maternal! |
|
|
|
Si al soberano aliento que llena el pecho mío |
|
las cuerdas de mi lira pudieran responder, |
|
mis cánticos se alzaran, con noble poderío, |
|
y el mundo dominando vivieran lo que él. |
|
|
|
Jamás los igualaran murmuradora fuente, |
|
ni céfiro ligero, ni amante ruiseñor, |
|
y altivos dominaran el trueno del torrente, |
|
del ponto los rugidos, la voz del aquilón. |
|
|
|
¡Y cuando las naciones, mis cánticos premiando, |
|
corona de poeta ciñeran a mi sien, |
|
con qué orgullo tan noble, sus hojas arrancando, |
|
cubriera tu camino de triunfador laurel! |
|
|
|
¡Delirios! ¡Sueños vanos! Sin galas, sin aliño, |
|
con estas tristes flores un ramo entretejí; |
|
mas, ¿si lo ofrezco en prenda de mi filial cariño, |
|
no es cierto, dí, que tienen gran precio para ti? |
|
|
|
Extiende con orgullo sus ramas altanero |
|
el árbol, si de flores cubiertas ya las ve, |
|
y, al agitarse al soplo del céfiro ligero, |
|
las ramas por alfombra las tienden a su pie. |
Inspiración
EL POETA
|
|
¿Quién eres tú, que del tendido cielo bajas, |
|
envuelta en nube trasparente, |
|
y a mí llegando con callado vuelo, |
|
portes la diestra en mi abrazada frente? |
|
|
|
Las orlas de tu blanca vestidura |
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mueve gimiendo la nocturna brisa; |
|
sobre tu frente, cual la nieve pura, |
|
el laurel de los genios se divisa. |
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|
Y es lánguida y es triste tu mirada, |
|
como, en las tibias noches del estío, |
|
los rayos de una estrella reflejada |
|
en la corriente de sereno río. |
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|
|
Leve sonrisa por tus labios vaga |
|
y embellece tu faz encantadora. |
|
¿Eres quizá la solitaria maga |
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de esta orilla gentil habitadora? |
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|
¿O tal vez mi invisible compañera |
|
la hermosa y celestial melancolía? |
|
|
EL GENIO
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|
La vida soy de la anchurosa esfera; |
|
soy el genio feliz de la armonía. |
|
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|
Yo enciendo de los vates |
|
en la elevada frente, |
|
la llama creadora |
|
del alma inspiración. |
|
Por mí, por mí tan solo, |
|
sonaron dulcemente |
|
las melodiosas liras |
|
de Dante y Calderón. |
|
|
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Por mí los campos bellos |
|
de Grecia se animaron |
|
con los cantares nobles |
|
del épico inmortal. |
|
Por mí la accion del tiempo |
|
gloriosos dominaron, |
|
y se oyen todavía |
|
do quiera resonar. |
|
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Yo di robusto acento |
|
al inspirado Herrera |
|
para cantar los triunfos |
|
de su inmortal nación; |
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y templé y de Rioja |
|
el arpa lastimera, |
|
que alzaba en las ruinas |
|
tristísima canción. |
|
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|
Mi alcázar es la gloria, |
|
mi reino el ancho mundo, |
|
y nada hay que resista |
|
mi influjo y mi poder; |
|
mas sólo algunos seres |
|
el celestial, profundo |
|
misterio de mi ciencia |
|
consiguen comprender. |
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|
Tú anhelas un renombre; |
|
los lauros de la gloria |
|
son el dorado sueño |
|
de tu alma juvenil; |
|
y tu exaltada mente |
|
en pos de la victoria |
|
se lanza, arrebatada |
|
por su ambición febril. |
|
|
|
Mas tu impotente esfuerzo |
|
a conseguir no alcanza |
|
el lauro generoso |
|
tras que perdido vas; |
|
y cae hoja tras hoja |
|
la flor de tu esperanza, |
|
y temes que no vuelva |
|
a renacer jamás. |
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|
|
¡No temas! yo te presto |
|
mi ayuda omnipotente |
|
en la elevada empresa |
|
que vas a acometer. |
|
Canta, y tu voz sonora |
|
se eleve en vuelo ardiente, |
|
y el mundo conmovido |
|
la escuche con placer. |
|
|
|
Yo le daré la grata, |
|
suavísima armonía |
|
de las pintadas aves |
|
al despuntar el sol; |
|
o el temeroso estruendo |
|
con que la mar bravía |
|
se agita, al rudo impulso |
|
del rápido aquilón. |
|
|
|
Y ceñiré tus sienes |
|
del lauro deseado, |
|
tras el que osado corres |
|
en tu ambición febril; |
|
y tu famoso nombre, |
|
de gloria circundado, |
|
esculpiré en mi alcázar |
|
de pórfido y marfil. |
|
|
EL POETA
|
|
¡Oh! ¡sí, yo, cantaré! yo de mi lira |
|
haré brotar dulcísimos acentos, |
|
que en alas vayan de los raudos vientos |
|
publicando mi gloria por do quier. |
|
¡Oh! ¡sí, yo cantaré!... Mas, ¿será acaso |
|
sueño de mi exaltada fantasía |
|
esa voz que estremece el alma mía, |
|
llenándola de júbilo y placer? |
|
|
|
¡No importa! ante mis ojos el camino |
|
aparecer contemplo de la gloria; |
|
quiero volar en pos de la victoria |
|
y salir de mi triste oscuridad. |
|
Y si me aguarda acerbo desengaño, |
|
si huye de ante mis ojos la corona |
|
y mi talento a mi ambición no abona, |
|
antes de sucumbir, sabré luchar. |
|
|
|
Y a la sombra del álamo frondoso, |
|
del alto monte en la tendida falda, |
|
sobre la verde alfombra de esmeralda |
|
que viste el suelo en el florido Abril; |
|
o del invierno en las heladas noches, |
|
al son del agita y al silbar del viento, |
|
se elevará dulcísimo mi acento, |
|
como la voz del ruiseñor gentil. |
|
|
|
Evocaré del seno de las tumbas, |
|
donde yacen hundidas y olvidadas, |
|
de los héroes las sombras veneradas, |
|
de Europa asombro, de la España honor; |
|
o lanzaré al espacio conmovido, |
|
coronando mi lira gayas flores, |
|
historias de los tiempos que ya han sido, |
|
cánticos dulces de encendido amor. |
|
|
|
Toca mi frente, tú, genio divino, |
|
arcángel del amor y la poesía, |
|
y raudales de férvida armonía |
|
de mi ignorada lira brotarán. |
|
Enciende en mi la inspiradora llama |
|
que los sentidos y la mente eleva, |
|
y, como en alas de los vientos, lleva |
|
al centro de tu alcázar inmortal. |
Cádiz: 1853.
Recuerdos
|
Bellos los campos son que tus orillas |
|
adornan, claro Betis, y en tus aguas |
|
retratan su magnífica grandeza. |
|
La rubia mies, opimo don de Flora, |
|
que de las auras al amante beso |
|
resonante se inclina; los copudos |
|
árboles que hasta el cielo se levantan, |
|
o al peso de su fruto regalado |
|
doblan sus verdes ramas; los arroyos |
|
que entre las cañas plácidos serpean, |
|
lamiendo las arenas de su lecho |
|
con sonoro rumor, los ruiseñores |
|
que anidan en tus verdes espesuras |
|
y llenan el espacio de armonías; |
|
las flores del Abril... todo les presta |
|
esa magia y encanto inexplicables |
|
que los sentidos y la mente halagan. |
|
|
|
Mas yo suspiro por la estéril roca |
|
donde Cádiz se eleva, como blanca |
|
gaviota posada en una peña |
|
para secar sus alas; yo suspiro |
|
por escuchar del férvido Océano |
|
que la aprisiona entre sus verdes olas |
|
el eterno rumor... Y es porque en ella |
|
las dulces prendas de mi amor habitan... |
|
¡Madre, hermanos, amigos!... y es que acaso |
|
también, ¡oh mar! tus olas, que en ligeros |
|
copos de espuma en las arenas mueren, |
|
cautivan las miradas de mi Elvira, |
|
o hacen latir en corazón de virgen |
|
a impulsos del terror, si impetuosas, |
|
azotadas del Abrego y del Noto, |
|
elevanse rugientes, y amenazan |
|
romper los muros, e inundar la altiva |
|
ciudad que se levanta en tus riberas. |
|
|
|
Y cuando el sol se oculta en Occidente |
|
entre brillantes y encendidas nubes, |
|
y miro la ligera gaviota |
|
cruzar alegre el anchuroso espacio |
|
al Océano dirigiendo el vuelo, |
|
torno hacia Cádiz los llorosos ojos |
|
con afán melancólico, lanzando |
|
del triste pecho abrasador suspiro, |
|
que raudo lleva el vespertino viento |
|
que canta en los tendidos olivares. |
|
|
|
«Vuela, avecilla, dígole; ligera |
|
vuela a mi Elvira; entre las bellas ninfas, |
|
ornato de las playas gaditanas, |
|
como entre flores a la fresca rosa |
|
conocerla podrás; pura es su frente |
|
como los rayos de la casta luna; |
|
brilla en sus ojos con celeste lumbre |
|
suavísima ternura; su sonrisa |
|
es el nacer de la rosada aurora |
|
en el fecundo Abril; guarda en su alma |
|
la inocencia del niño y el tesoro |
|
de amor de la mujer... pura y divina |
|
emanación de Dios, ángel que al suelo |
|
desciende para bien de los mortales.» |
|
|
|
«Vuela y díle el afán que me atormenta, |
|
canta mi oscuro nombre a sus oídos, |
|
y cuando vuelvas a la hermosa orilla |
|
donde su frente eleva hasta las nubes |
|
Híspalis orgullosa, trae en tus alas |
|
el que exhalan suavísimo perfume |
|
las trenzas de sus nítidos cabellos, |
|
el suspiro que acaso lanza triste |
|
su pecho virginal, el eco suave |
|
de su voz argentina, más sonora |
|
que el murmullo del aura en la enramada.» |
|
|
|
¡Oh! vuelvan pronto del ardiente estío |
|
las perezosas horas, vuelvan pronto |
|
las tibias brisas de sus tardes, cuando, |
|
a la luz melancólica de Febo, |
|
que pausado a su ocaso se avecina, |
|
o a los rayos suavísimos que lanza |
|
la blanca luna, mírola extasiado |
|
vagar del mar por la arenosa margen, |
|
pura como un ensueño de poeta, |
|
radiante de belleza y de ventura. |
Sevilla: 1855.
El oriente
|
Existe uña región de clima ardiente, |
|
suelo fecundo, atmósfera serena, |
|
de altos recuerdos caudalosa fuente, |
|
de inspiración inagotable vena. |
|
Es la región magnífica de Oriente, |
|
madre del sol, de luz, de vida llena, |
|
maravillosa, espléndida, galana, |
|
gigante cuna de la raza humana. |
|
|
|
Allí levanta el Líbano sus crestas, |
|
que las nubes detienen arrogantes, |
|
donde con majestad se alzan enhiestas |
|
de los cedros las copas resonantes; |
|
donde, siguiendo las torcidas cuestas, |
|
anchos, férvidos, roncos, espumantes, |
|
torrentes caudalosos se derrumban |
|
y en el espacio, sin cesar, retumban. |
|
|
|
Allí vibró el acento melodioso |
|
del arpa de David y de Isaías; |
|
allí repite el eco sonoroso |
|
los ayes de dolor de Jeremías: |
|
del lúgubre Ezequiel, en son medroso, |
|
se alzaron las tremendas profecías, |
|
y resonó el Cantar de los cantares, |
|
y Job lloró su suerte y sus pesares. |
|
|
|
Allí, sola y sentada en la colina, |
|
a la orilla del mar que dominara, |
|
Tiro entre escombros su cabeza inclina, |
|
cual la voz de Ezequiel profetizara; |
|
que a la orgullosa y colosal marina, |
|
que el nombre de soberbia le prestara, |
|
con brazo omnipotente, Dios airado |
|
la hundió en el hondo mar alborotado. |
|
|
|
Allí la gran Jerusalén levanta |
|
sus altos alminares y mezquitas; |
|
allí de Cristo la divina planta |
|
huellas dejó, por nuestra fe benditas; |
|
allí vivió su Madre pura y santa, |
|
allí sus frases de consuelo escritas |
|
dejó el que por salvar al mundo entero |
|
espiró de la Cruz en el madero. |
|
|
|
El sol brilla más puro y refulgente |
|
en su zafíreo, esplendoroso cielo, |
|
y audaz se eleva la mezquina mente |
|
al contemplar tan bendecido suelo; |
|
exalta al vate inspiración ardiente, |
|
y, de la duda disipando el velo, |
|
el alma del incrédulo ilumina |
|
viva llama de fe, santa y divina. |
|
|
|
¡Tierra de bendición! si yo pudiera |
|
ahora abandonar mis patrios lares, |
|
a tu recinto encantador corriera |
|
atravesando procelosos mares. |
|
Quizá entonces mi lira lastimera |
|
entonase magníficos cantares, |
|
que hicieran dignos de inmortal renombre |
|
mi pobre numen y mi oscuro nombre. |
|
|
|
Quisiera en un caballo del desierto, |
|
al aire sueltas las flotantes crines, |
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volar por las orillas del mar Muerto, |
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o traspasar los líbicos confines. |
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Y ver de Smirna el celebrado puerto, |
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sus riberas bordadas de jazmines, |
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o las altas laderas del Sanino |
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hollar con mi bordón de peregrino. |
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Y admirar la fantástica belleza |
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de las orillas del sagrado río, |
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y reclinar mi lánguida cabeza |
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de la palmera so el ramaje umbrío; |
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ver de Balbek la mágica grandeza, |
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do se elevara el pensamiento mío, |
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y, bajo móvil tienda, en la mañana, |
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descansar con la errante caravana. |
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Y de la luna al resplandor sereno, |
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del Bósforo cruzando la corriente, |
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ver a Estambul, del irritado seno |
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del mar alzando la orgullosa frente. |
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Y cuando el astro-rey, de pompa lleno, |
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lanza a raudales su esplendor ardiente, |
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ver brillar en las cúpulas, ufano, |
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el pendón del imperio mahometano. |
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¡Oh! ¡sí! ¡Volemos! que el rumor del viento, |
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que entre las cañas del Jordán murmura, |
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con misterioso y lánguido lamento |
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temple del alma la mortal tristura: |
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y eleve el corazón y el pensamiento |
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de Cristo en la divina sepultura, |
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donde el héroe, que Tasso enalteciera, |
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también detuvo su triunfal carrera. |
Cádiz: 1853.
En un álbum
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Como, tal vez, en los ruinosos muros |
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de antiguo monumento, |
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recuerdo del poder, de la hermosura, |
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de la virtud o el genio, |
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su cifra graba, con ardiente mano, |
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atónito el viajero, |
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para que, más allá de su sepulcro, |
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halle en la tierra un eco; |
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¡Así en tu libro, donde tantos otros, |
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mi oscuro nombre dejo, |
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para que eterno brille entre sus hojas |
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y oculto su recuerdo |
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y plegue a Dios que siempre, cuando fijes |
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en él tus ojos bellos, |
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sonrían tus labios, evocando pura |
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memoria de amistad tu pensamiento! |
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Mi pecho enciende en misterioso fuego |
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plácida imagen, que en mi mente vaga; |
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nombre, más dulce que la miel hiblea, |
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vibra en mi alma. |
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Do quiera tiendo la mirada ansiosa, |
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do quiera leve murmullo se levanta, |
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sueño de amor, la imagen me aparece, |
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y escucho esa palabra. |
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¿Nunca en sus alas la llevó a tu oído |
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la brisa el penetrar por tu ventana? |
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Es que en mis labios sin sonido flota, |
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y espira en mi garganta. |
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Pero si un punto de tus negros ojos |
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brilla en los míos celestial mirada, |
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ellos dirán en su lenguaje mudo |
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lo que mis labios callan. |
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¡Mírame! busca en mi semblante triste |
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ese secreto que mi pecho guarda, |
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y dime, ¡ah! ¡dime que alentar me es dado |
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siquiera una esperanza! |
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Tiñe el rubor con sonrosadas tintas |
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tus mejillas de nácar, |
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como los tibios rayos de la aurora |
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las nubecillas blancas. |
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Tiembla en el fondo de tus negros ojos |
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húmeda tu mirada, |
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como en el seno de las aguas tiembla |
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estrella solitaria. |
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Alza y deprime tu nevado seno |
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agitación extraña, |
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cual de la blanca tórtola en el nido |
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miro agitarse el ala. |
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Y, al peso de ignorado pensamiento, |
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doblas la frente cándida, |
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como el lirio, que inclina su corola |
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al beso de las auras. |
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Y de las flores con inquieta mano, |
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hoja tras hoja arrancas, |
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y alzas a mí los ojos un instante, |
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quieres hablar... ¡y callas! |
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¡Ah! si al poeta concedió el Eterno |
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la inspiración, que a descifrar alcanza |
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ese confuso y vago y misterioso |
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lenguaje de las almas; |
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Si veo tu rostro, que el rubor colora, |
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si veo tu frente, que en silencio bajas, |
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¿a qué, luz de mis ojos, alma mía, |
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pregunto si me amas? |
Madrid.
A nuestra señora del Carmen
I
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Su frente, coronada de encinas, el Carmelo |
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levanta poderoso, con noble majestad, |
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rompiendo de los aires el trasparente velo, |
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buscando las regiones de ardiente tempestad. |
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Con tenebroso manto las nubes lo rodean, |
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sobre sus rojas peñas sus rayos quiebra el sol, |
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los vientos del desierto lo queman, y lo orean |
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las fugitivas brisas del Ponto bramador. |
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Si el rayo lo ilumina con su sulfúrea lumbre, |
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si roncos huracanes lo azotan por do quier, |
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la verde cabellera, que flota en su alta cumbre, |
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se agita con rugidos, mostrando su poder. |
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Parece que en su altura se aspira en el ambiente, |
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en inflamados átomos, espíritu de Dios. |
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Preñada de anatemas, enérgica, imponente, |
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en su empinada cumbre la voz de Elías tronó. |
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Tronó llamando al rayo de cólera divina |
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sobre la torpe frente de la impureza audaz, |
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y, a su terrible acento, cayeron en ruina |
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los ídolos infames, del alto pedestal. |
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Y adelantando el curso del tiempo venidero, |
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rompiendo el sello augusto que guarda el porvenir, |
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profético su espíritu ver hízolo el primero |
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el astro refulgente de Redención lucir. |
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Los campos se agostaban con pertinaz sequía, |
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al fuego calcinados de sol abrasador, |
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en hondas y anchas grietas su exhausto seno abría |
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la tierra, demandando raudal consolador. |
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No erraban por el aire los pájaros ligeros, |
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ni en las tendidas ramas vibraba su cantar; |
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detuvo el río su curso, los céfiros parleros |
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callaron, era todo silencio y soledad. |
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Y el cauce del arroyo, que férvido humeaba, |
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en ondas ligerísimas de cálido vapor, |
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cubrían las secas hojas, que el viento arrebataba, |
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con plañidero y triste y desigual rumor. |
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Elías, sobre la cumbre riscosa del Carmelo, |
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propiciatoria ofrenda al cielo presentó, |
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y llama abrasadora bajó del alto cielo, |
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y, allí fugaz posándose, la ofrenda consumió. |
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Fijó en el horizonte sus ojos el profeta, |
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buscando el cumplimiento de la promesa fiel, |
|
y blanquecina nube miró mecerse inquieta, |
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y rápida extenderse, del mundo por dosel. |
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Los suplicantes brazos tendió hacia el firmamento, |
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sus ojos se inundaron de desusada luz; |
|
¿qué ha visto en esa nube, que extiende raudo el viento, |
|
cubriendo con sus pliegues el firmamento azul? |
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|
¡Ah! ¡no saluda en ella el Iris de bonanza, |
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vertiendo sobre el mundo su lumbre celestial! |
|
¡ah! ¡no saluda en ella tan solo la esperanza, |
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para los mustios campos, de bienhechor raudal! |
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|
Hirió su mente un rayo de inspiración divina, |
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y nuevo sentimiento brotó en su corazón; |
|
que ha visto en esa nube la imagen peregrina |
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de la que Santa Madre será del Redentor: |
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|
La Virgen escogida, la bienhechora fuente, |
|
la Reina de los ángeles y de los tristes luz, |
|
la que de estrellas ciñe la soberana frente, |
|
el arca de alianza, ¡la Madre de JESÚS! |
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|
¡Oh celestial, Señora! ¡el miserable mundo |
|
aun no santificaba la huella de tu pie, |
|
y ya el alma de Elías sintió brotar fecundo |
|
tu amor, al santo fuego de inspiradora fe! |
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|
¡Cantó tus alabanzas el eco del Carmelo, |
|
la tierra oyó gozosa su plácido rumor, |
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y palpitó de júbilo al ver el alto Cielo, |
|
en pechos escogidos, arder tu santo amor! |
II
|
Y apenas del cristianismo |
|
la doctrina germinaba, |
|
humilde templo se alzaba |
|
del Carmelo en la región; |
|
y a la Reina de los ángeles, |
|
sobre el viento silencioso, |
|
subió puro y amoroso |
|
perfume de adoración. |
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|
|
Y, al soplo de Dios, los siglos |
|
fueron rápidos corriendo, |
|
de la eternidad cayendo |
|
en el abismo sin fin; |
|
¡y siempre, Madre amorosa, |
|
de la cumbre del Carmelo |
|
alzó su ferviente vuelo |
|
una oración hacia ti! |
|
|
|
¡Feliz quien, por vez primera |
|
mirando la luz del día, |
|
oyó tan santa armonía |
|
junto a su cuna vibrar; |
|
y en una atmósfera pura, |
|
que la impiedad no sofoca, |
|
vio tu nombre en cada boca |
|
y en cada pecho tu altar! |
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|
|
Cuando, cual ave cansada |
|
que busca afanosa el nido, |
|
un buque vaga perdido |
|
del Ponto por la región; |
|
si a las playas de Occidente |
|
dirige la rauda quilla, |
|
en la gaditana orilla |
|
buscando su salvación; |
|
|
|
Ve destacarse el marino, |
|
en el horizonte claro, |
|
a un lado luciente faro, |
|
emblema de caridad; |
|
y al otro sagrado templo, |
|
donde la imagen se adora |
|
de la santa protectora |
|
de los hijos de la mar. |
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|
¿Veis por las tendidas calles |
|
ese grupo penitente, |
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y vario tropel de gente |
|
que en silencio marcha en pos? |
|
Descalzos van: rudo mástil |
|
llevan en hombros cansados, |
|
y en sus rostros atezados |
|
brilla cristiano fervor. |
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|
Fue un día que roncamente |
|
la tempestad rebramaba, |
|
y, al soplo del viento, alzaba |
|
gigantes olas el mar. |
|
Con un velo tenebroso |
|
se enlutaba el firmamento; |
|
si el rayo lo hendía violento, |
|
lo cerraba el vendaval. |
|
|
|
Lejos del puerto tranquilo, |
|
juguete del viento insano, |
|
enmedio del Océano |
|
flotaba frágil bajel. |
|
Bajo su quilla, rugiente |
|
inmenso abismo se abría; |
|
sus negras alas cernía |
|
la tempestad sobre él. |
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|
|
Como pálidos fantasmas, |
|
emanación de un conjuro, |
|
sombras se ven en lo oscuro |
|
por el buque discurrir; |
|
sombras de míseros seres, |
|
que con la muerte luchando, |
|
al viento y al mar, temblando, |
|
su sepulcro ven abrir. |
|
|
|
Cayeron los recios mástiles |
|
sobre el puente; en son violento, |
|
rasgó las velas el viento, |
|
lamió la cubierta el mar; |
|
y, erizados los cabellos, |
|
junto al gobernalle roto, |
|
lívida llama el piloto |
|
vio sobre el buque flotar. |
|
|
|
Entonces, puestos de hinojos, |
|
perdida toda esperanza, |
|
pusieron su confianza, |
|
Virgen del Carmen, en Ti; |
|
en Ti, estrella de los mares, |
|
a cuyos suaves fulgores, |
|
el mar calma sus furores |
|
y alienta brisa feliz. |
|
|
|
Y cuentan que, hendiendo el ábrego |
|
los espesos nubarrones, |
|
entre sus rotos girones |
|
brilló el firmamento azul, |
|
y te vieron, Santa Madre, |
|
con los ojos de su alma, |
|
nuncio de vida y de calma, |
|
vestida de inmensa luz. |
|
|
|
A tu mirada, las olas, |
|
ya contenidas, rugieron, |
|
más sumisas se tendieron |
|
con suave ondulación, |
|
como enjaulada pantera, |
|
del hombre a la voz pujante, |
|
arrástrase suplicante, |
|
mas rugiendo, en su prisión. |
|
|
|
Pasó la tormenta ruda, |
|
barrió las nubes el viento, |
|
y en el claro firmamento |
|
tornó el sol a aparecer; |
|
y en la destrozada nave |
|
oró el náufrago de hinojos, |
|
con lágrimas en los ojos |
|
bendiciendo tu poder. |
|
|
|
¡Oh llama santa! ¡fe pura! |
|
¡fuente de eterno consuelo! |
|
¿qué fuera en el triste suelo |
|
la vida humana sin ti? |
|
Si tu fuego el pecho enciende, |
|
¿qué bien el hombre no alcanza? |
|
¡ah! ¿quién pierde la esperanza, |
|
aunque se sienta morir? |
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|
|
Marchad al templo sagrado: |
|
marchad, náufragos dolientes, |
|
y allí, humilladas las frentes, |
|
himnos de gracias alzad; |
|
y al trono de Dios asciendan, |
|
en eco solemne, inmenso, |
|
como las nubes de incienso, |
|
que perfuman el altar. |
|
|
|
Y, aunque con mofa os contemple |
|
la incredulidad impía, |
|
¡ah! levantad a MARÍA |
|
la fervorosa oración; |
|
que si de la vida el aura |
|
goza vuestro pecho ahora, |
|
¡de esa divina Señora |
|
lo alcanzó la intercesión! |
III
|
¡MARÍA, Reina del cielo, dulcísima Señora, |
|
consuelo del que sufre, tesoro de bondad, |
|
mi voz también te ensalza, mi voz también te implora! |
|
Escucha, Santa Madre, de un alma que te adora |
|
el férvido cantar! |
|
|
|
Grabado está en mi pecho tu nombre melodioso, |
|
que alienta mi esperanzas suena mi aflicción. |
|
¡Ah! ¡yo espero invocando tu auxilio poderoso, |
|
que al entregarme al verso del eternal reposo, |
|
y tu nombre abra a mi espíritu la celestial mansión! |
Cádiz.