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Despedida

                                            En vano tu sentimiento
          quisiste ocultarme, Elvira;
          yo vi brotar una lágrima
          sobre tu negra pupila.
          Brillaba la luz en ella
          de tu forzada sonrisa
          cual sobro el agua el reflejo
          de la estrella vespertina.
          Como en las hojas del árbol
          gota de rocío brilla,
          sobre tus largas pestañas
          brilló un punto suspendida,
          luego, tersa, transparente
          descendió por tu mejilla.
          Bien así, cuando los euros
          las gayas flores agitan,
          del cáliz de la azucena
          perfumadas se deslizan
          las lágrimas de la aurora
          sobre la yerba mullida.
 
             Yo la recogí en mis labios
          con inefable delicia;
          nunca beso más ardiente
          al fuego de amor dio vida.
          Mis ojos puse en tus ojos,
          tus manos entre las mías,
          y absorto quedé, mirándote
          con embriaguez infinita.
          Nunca la luz de la luna,
          de los amantes amiga,
          vio rostro más impregnado
          de tierna melancolía.
          Nunca el aura de la noche
          agitó, fresca y lasciva,
          más rizada cabellera
          sobre frente más divina.
          Nunca se alzaron al cielo
          ojos de expresión más viva,
          ni más virginal suspiro
          llevó en sus alas la brisa.
 
              Pasaban así las horas,
           fugaces como la dicha;
           ya en el cielo las estrellas
           su vivo fulgor perdían.
           Ya de luz en el oriente
           brillaba pálida tinta,
           dando forma y transparencia
           a las vagas nubecillas.
           Más fresco y ligero, el viento,
           volando por la campiña,
           sobre sus húmedas ala
           confuso rumor traía.
           Ya, en las copas de los árboles,
           alzaban, tristes y unidas,
           las aves tímido canto,
           vago murmullo la brisa.
           Y al par que, de luz vestido,
           avanzaba el nuevo día,
           llegaba el tremendo instante,
          de mi amarga despedida.
          Triste llanto silencioso
          rodaba por tus mejillas,
          mientras de mis labios trémulos
          estas palabras caían:
 
En vano el hombre, en su vagar incierto
          sobre el mar de la vida,
quiere abrigar en bonancible puerto
          su nave combatida.
 
Que es en el mundo, por su triste suerte,
          eterno peregrino;
Solo en tus brazos, implacable muerte,
          concluye su camino.
 
Si un punto inclina su cabeza, ansiosa
          de calma y de frescura,
«¡Anda!» inflexible, eterna, misteriosa
           voz suena en el altura.
 
Y contra ella agitaráse en vano
          rebelde el pensamiento:
él va como las olas de océano,
          él va como va el viento.
 
Yo tengo aquí mi puerto de bonanza,
          donde morir quisiera,
y otra vez, tras quimérica esperanza,
          comienza mi carrera.
 
Dejo el asilo de mis días felices,
          tesoro de memorias,
suelo feliz do tiene sus raíces
          el árbol de mis glorias.
 
Dejo el mar, que acompaña el canto mío
          con su rumor eterno;
dejo, llorando, mi lugar vacío
          junto al hogar paterno.
 
Dejo los seres cuyo amor perfuma
          el aire que respiro,
que hacen suyo el pesar; cuando me abruma,
          y lloran, si suspiro.
 
¡Dejo ese cielo, do brotó la llama
          que me abrasa y me inspira,
dejo cuanto amo yo, cuanto me ama!...
          ¡Te dejo a ti, mi Elvira!
 
¡Y, abandonando tanto bien seguro,
          mirar solo anhelante,
ignorado, fatídico y oscuro,
          un porvenir distante!
 
¿Qué busco lejos del bendito suelo
          donde rodó mi cuna?
¡Un nombre acaso que me niega el cielo,
          una varia fortuna!
 
¡Una lucha incesante, que atormente
          mis más floridos años!
¡un desengaño acaso en mi creciente
          serie de desengaños!
 
Y parto, empero, como parte el ave,
          cumpliendo mi destino.
¡Ah! ¡sólo Dios lo que me aguarda sabe
          al fin de mi camino!
 
Quizás el peso de mi amargo duelo
          mi cuerpo al fin sucumba,
y tristes sauces en extraño suelo,
          sombra den a mi tumba.
 
¡Mas ay! cuando te tengo en mi presencia
          y voy pronto a perderte,
¿qué he de temer? ¿Acaso no es la ausencia
          más triste que la muerte?
 
Cuando del cuerpo, en rapto victorioso,
          rompiendo las cadenas,
busca el alma, con vuelo majestoso
          regiones más serenas;
 
Cuando en el cielo, en su inmortal asiento,
          aura de Dios la halaga,
o entra los leves átomos del viento,
          como un perfume, vaga;
 
Lo es dado aún de los que amó en el mundo
          vivir la misma vida,
y ser, en el misterio más profundo,
          su protectora egida.
 
Vagar en torno, de la luna fría
          en rayo amarillento,
ver su llanto, gozar con su alegría,
          leer su pensamiento.
 
¡Ah! ¡yo no temo que el sepulcro frío
          me abra enemiga suerte!
¿No es cierto que es la ausencia, encanto mío,
          más triste que la muerte?
 
¡Adiós! el tiempo se desliza en tanto;
          la hora fatal ya suena.
¡Ah! ¡pueda pronto mitigar tu llanto
          un aura más serena!
 
Nunca me olvides, y al Eterno implora
          en oración ferviente.
¡Adiós! ¡ya el blanco velo de la aurora
          rasga el sol en oriente!


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Durante una epidemia

                                  ¡Dios! de los buenos poderosa egida,
eterno manantial de bienandanza,
en la ruda tormenta de la vida
faro que alumbra puerto de bonanza,
Tú que reanimas nuestra fe perdida,
Tú a cuyo nombre brota la esperanza,
Tú a cuyo aliento creador, fecundo,
se alzó del caos resplandeciente el mundo;
 
   ¡Dios! cuyo nombre el huracán pregona
y escribe el mar en la desierta arena,
Tú que das al espacio por corona
resplandeciente sol, luna serena,
Tú cuya gloria la creación entona,
Tú cuyo ser el universo llena,
Tú que calmas los rudos elementos,
Tú que inspiras los altos pensamientos;
 
   ¡Dios! ¡inmortal, eterno, omnipotente!
¿quién imploró tu poderosa ayuda
y halló al férvido ruego indiferente
tu brazo sin acción, tu lengua muda?
¿Cuando el azote de la pena siente,
quién con tu nombre celestial se escuda,
y de fe y de entusiasmo no se inflama
en su abatido pecho viva llama?
 
   A Ti volvemos los llorosos ojos
y el conturbado corazón que gime;
al rayo destructor de tus enojos
hondo terror nos cerca y nos oprime.
Traga la tierra fúnebres despojos,
nada al influjo destructor se exime:
cubren el suelo, en lúgubre tributo,
mares de llanto, atmósfera de luto.
 
   Cruza la muerte la ciudad desierta
torva la faz y la segur alzada,
contempla el hombre ante su vista abierta
de la sombría eternidad la entrada.
Relumbra el sol, de resplandor cubierta
se ostenta la creación engalanada,
mas hálito fatal, lleno de horrores,
palpita, como el áspid entre flores.
 
   Del Ganges en la orilla pantanosa
se alzó viento de muerte y de ruina;
del impuro vapor nube medrosa
invisible a los astros se avecina.
Del cielo en la región esplendorosa
se oyó vibrar la cólera divina:
«¡Marcha!» dijo a la nube; sopló el viento,
y el impuro vapor marchó violento.
 
   ¡Ay de las gentes! el terrible azote
dijeron, al nacer de la mañana,
el canto funeral del sacerdote
y el lúgubre tañer de la campana.
No hay esperanza que en el pecho brote;
la muerte se levanta soberana,
y tiende el cetro y la mirada oscura
sobre frentes que dobla pavura.
 
   ¡Dios de bondad! el céfiro sereno,
en sus ondas de aroma y armonía,
lleva al par el mortífero veneno
y el cansado estertor de la agonía.
Vierte la noche del medroso seno,
cubriendo el triste cuadro, niebla fría,
y, al despertar magnífica, la aurora
vuelve a alumbrar la escena aterradora.
 
   Cuando las tardes del ardiente estío
dan al ambiente plácida frescura,
y de la arena sobre el lecho frío
al extenderse el mar blando murmura,
cuando espera la flor suave rocío
que vida preste a su corola pura,
gime la brisa, y suspirando el ave
dan al espacio música suave;
 
   Con flores la abundante cabellera
ornan las hijas de mi patria amada,
y alegres las contempla la ribera
vagando por su alfombra regalada;
y al volar en la brisa pasajera
de su voces la música acordada,
dejando el lecho de coral y perlas,
las ondinas del mar salen a verlas.
 
   ¿Dónde se ocultan hoy? Del sol ardiente
van cesando los vivos resplandores
y apaga el mar la hoguera de su frente
que ya se extingue en rayos tembladores.
Soplo de vida flota en el ambiente
que oscurecían cálidos vapores;
álzanse ya las flores más lozanas:
¿a dónde están sus célicas hermanas?
 
   ¿Quién saberlo podrá? Su triste pecho
oprime del terror la mano fuerte;
tal vez de un ser querido junto al lecho
ven avanzar la obra de la muerte;
tal vez de pena el corazón deshecho,
suspenso el labio, el pensamiento inerte,
yacen junto a los fúnebres despojos,
con negras ropas y llorosos ojos.
 
   Cándida virgen que el tendido cielo
contemplas pensativa en tu ventana,
mientras la sombra de ignorado duelo
flota en tu mente como niebla vana:
¿quién sabe si su plácido consuelo
podrás volver a demandar mañana
de ese aire vago al revoltoso giro,
do alienta aun tu virginal suspiro?
 
   ¡O roncos de la voz los dulces ecos,
transido el cuerpo por intenso frío,
por ardorosa sed los labios secos,
cual pura flor privada de rocío;
de las hundidas cuencas en los huecos
fuego apagado, resplandor sombrío,
y la frente de rosas y azucenas
del color azulado de las venas!...


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Tu amor y el mío

                                  Fue tu amor, Laura, la loca brisa
que rauda pasa besando flores,
fue de la aurora la blanda risa
que el sol ahuyenta con sus fulgores;
fue blanca nube quo cruza el viento
y en pos no deja rastro ni huella,
fue la inconstancia del pensamiento,
fue de un suspiro ligero acento,
luz fugitiva de errante estrella.
 
   Es mi amor, Laura, cedro eminente
que no doblegan los huracanes,
es el continuo rugir hirviente
de los torrentes y los volcanes;
es alta peña que el mar azota
sin que a su empuje rendirla pueda,
es el ambiente que en torno flota,
del sentimiento la eterna nota,
luz que en las ondas del éter rueda.
 
   Tengo de amores herida el alma,
quema mis ojos amargo llanto;
senda de flores, en dulce calma,
indiferente huellas en tanto.
Mas no te envidio, que sólo excita
tu triste vida mi compasión;
que si la pena mi pecho agita,
al menos...¡vivo! porque palpita
con fuerte impulso mi corazón.


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Ave María

                                  Hora de melancolía,
crepúsculo de la tarde,
¡cómo en tu vago misterio
mi corazón se complace!
Cuando del sol en ocaso
los rayos postreros arden,
cuando un ambiente de aromas
cruzan ligeras las aves,
cuando la brisa dormida
en las copas de los árboles,
despierta al rumor sonoro
de las alas de los ángeles;
cuando el bronce consagrado
eleva su voz gigante,
que lleva invisible espíritu
por las regiones del aire,
y en los altos campanarios,
en las populosas calles,
sobre la verde campiña,
sobre los tendidos mares,
Ave María, murmura,
Reina de los cielos, salve!
 
   ¡Ave, María!-¡Silencio!
que en esta hora inefable
solo el místico murmullo
de la oración se levante.
Que no conturben el alma
pensamientos terrenales,
y pueda en vuelo apacible
al firmamento elevarse.
¡Y rompiendo el velo puro
y trasparente del aire,
donde la luz y las sombras
luchan entre sí mezclándose
y flota aroma del cielo
en átomos impalpables,
oiga el concierto sonoro
de las arpas celestiales,
en llama de sacro fuego
sienta su ser inflamarse,
y en dulce visión de gloria
perdida y absorta vague!
 
   ¡Hora tranquila y solemne,
en cuya luz vacilante
mueve el ala silenciosa
espíritu incierto y grave,
que al pensamiento del hombre
da impulsos que lo levanten,
y el velo de lo pasado
y lo porvenir desgarren!
¡Hora en que a la mente acuden
las ya borradas imágenes
de amor, de dicha, de gloria;
flores lozanas, fragantes,
que en la aurora de otros días
abrieron el puro cáliz,
y ya mustias, inodoras,
sin frescura y sin esmalte,
en su avaro seno guarda
la eternidad insondable!
¡Hora de amor, de poesía,
de pensamientos gigantes,
de fervorosas plegarias,
de ilusiones ideales,
que al par que el alma las siente
la lengua expresar no sabe!
 
   ¡Ah! ¡feliz el que vio siempre
esos reflejos fugaces
dorar la playa nativa
con lánguida luz suave,
y al levantar su plegaria,
la oyó en los aires mezclarse
a la augusta voz del templo,
donde en su primer instante
raudal de divina gracia
sintió en su ser derramarse!
Cuando la mitad del disco
del sol se oculta en los mares,
y en roja llama se encienden
los desgarrados celajes;
al descubrir su cabeza
el osado navegante,
poniendo su pensamiento
en la Reina de los Ángeles,
tal vez desciende una lágrima
por su tostado semblante;
y es que al brotar de sus labios
aquellas místicas frases
que, niño, balbuceaba
sobre el seno de su madre,
su espíritu retrocede
a ya pasadas edades,
y piensa en su amada patria
y en sus lejanos hogares.
 
   Yo también... ¡ah! ¡cuántas veces
junto a los puros cristales
del Tajo de arenas de oro,
del humilde Manzanares,
en las alegres riberas
que el Mediterráneo lame,
o del Betis caudaloso
en la olivífera margen,
en lágrimas de ternura
sentí mis ojos bañarse,
si la voz de las campanas
grave, severa, vibrante,
me traían lentamente
los céfiros de la tarde!
Y era que, en las firmes alas
de sus recuerdos alzándose,
volaba mi pensamiento
a más queridos lugares.
¡Era, Santísima Virgen,
que estaba solo y errante,
y que al pronunciar tu nombre,
consuelo de los mortales,
al mismo tiempo, Señora,
pronunciaba el de mi madre!
 
   ¡Ave María!-que siempre
guarde mi pecho tu imagen:
que siempre tu dulce nombre
en mi pensamiento vague;
y mis labios purifique,
y mi corazón encante.
Cuando la luz de mi vida
esté próxima a apagarse,
escuche yo esas campanas
que te saludan vibrantes,
y con sus solemnes voces
de la eternidad me hablen.
Que al abandonar mi alma
sus vestiduras mortales,
a la sombra de tu manto
hasta el cielo se levante,
cual onda de sacro incienso
de Dios ante los altares.
¡Y sea en la hora solemne
en que, armonizando el aire,
tu santo nombre resuena
sobre la tierra y los mares,
y esa luz tenue que entonces
sobre los mundos se esparce,
sea también, dulce Señora,
la que alumbre mi cadáver!

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