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Raimundo Lida (1908-1979) y su libro póstumo «Prosas de Quevedo» (1981)

Gonzalo Sobejano


University of Pennsylvania



Con la desaparición de Raimundo Lida ha perdido la Hispanística un maestro ejemplar y un crítico investigador que se distinguió siempre por su equilibrio humanista y su rigurosa delicadeza. Pocos años antes de su muerte, la Nueva Revista de Filología Hispánica, de México, le dedicó un homenaje (tomo XXIV, 1975) en el que colaboraban maestros, colegas, amigos y discípulos suyos -eminentes también los últimos- y que iba provisto de una «Bibliografía de Raimundo Lida». El simple repaso de esta permite advertir la variedad de áreas que atrajeron su atención: filosofía del lenguaje, estética, lingüística y filología, poética, estilística, letras hispánicas de los siglos XVII y XX (particularmente prosa doctrinal, pero también poesía y narrativa), y todo ello cultivado desde una actitud que armonizaba con singular acierto la exacta puntualización erudita y el aliento ideativo del mejor ensayismo, de aquel que todavía se siente heredero del Humanismo y de la Ilustración, del pensamiento liberal y de la sensibilidad modernista.

A otros corresponderá, con entera competencia y mayor proximidad biográfica, evocar cumplidamente la trayectoria profesional y personal de Raimundo Lida: testigo juvenil de la vanguardia argentina; discípulo de Amado Alonso y colaborador suyo en tantas tareas de enseñanza, traducción, investigación edición y difusión; profesor en Buenos Aires y en México; editor de la NRFH durante años; catedrático en Harvard desde 1953; promotor y propagador incansable de labores de cultura a favor o a pesar de las circunstancias. Esta nota sólo aspira a comunicar unas impresiones acerca de su persona y sobre su libro último, recientemente aparecido.

De la formación filosófica y lingüística de Raimundo Lida dan testimonio numerosos trabajos sobre Bergson, Heidegger, Croce, Spengler, Santayana (a quien dedicó el primero de sus libros), así como traducciones y estudios de Geiger, Vossler, Spitzer, Hatzfeld y otros filólogos. Con la nostalgia que suscita el paso de los años y con la gratitud del estudiante de otrora, recuerdo ahora la asidua consulta de libros como Introducción a la estilística romance (1932), El impresionismo en el lenguaje (1936) o la Filosofía del lenguaje (1943) de Vossler, donde los que éramos aprendices de filólogos en la España de los años cuarenta veíamos apareados los nombres de Amado Alonso y Raimundo Lida como traductores, introductores e intérpretes -radiantemente claros, elegantemente didácticos- de la estilística alemana y suiza desbordada años más tarde, pero no invalidada, por otras corrientes metodológicas. Ellos, como Dámaso Alonso y Rafael Lapesa en España, nos infundían a los universitarios de aquel tiempo de postguerras una muy confortante esperanza y anhelos incipientes de seguir su ejemplo. Para el estudiantado argentino, mexicano y norteamericano que disfrutó la enseñanza directa de Raimundo Lida el estímulo hubo de ser provechoso en grado sumo. Sus trabajos sobre Sarmiento, Korn, Santayana, Henríquez Ureña, Borges, Alfonso Reyes, o el penetrante estudio de los cuentos de Rubén Darío que presentaba la edición completa de éstos en 1950, deben rememorarse aquí como pruebas de su fervorosa atención a la literatura del Nuevo Mundo y como indicios de la constelación cultural americana a la que Lida pertenecía por afinidad y méritos. Pues, en efecto, además del magisterio casi condiscipular de Amado Alonso, supo Raimundo Lida recoger e incrementar, asimilar y proseguir la lección, tan homogénea por debajo de las diversidades, del pensador Korn, del historiador Henríquez Ureña, del selector Borges y del catador Alfonso Reyes.

Pero Raimundo Lida, aunque nada propenso al especialismo estrecho, consagró sus mayores desvelos a la interpretación de un escritor de la España barroca con quien, aparentemente, se diría que no tuviera ningún rasgo en común: fragmentario, extremoso, delirante, conceptista Quevedo; completo en cada página, armónico, reportado, juicioso siempre, su intérprete.

No fue Quevedo el único escritor español que interesara a Lida, autor de muy finos apuntes sobre Guillén y Salinas, Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado, Góngora y Aldana; pero Quevedo fue quien obtuvo de su voluntad y de su intelecto un estudio más continuo.

La primera publicación de Raimundo Lida, en 1931, fue un comentario, en la revista Sur, a la memorable monografía de Leo Spitzer «Zur Kunst Quevedos in seinem Buscón», de 1927. Su última publicación -póstuma- es el libro Prosas de Quevedo ([Barcelona: Editorial Crítica, 1981], 321 págs.), que él mismo preparó, pero que no ha podido ya ver ni tener en sus manos. Entre aquel artículo inicial y este volumen se extiende la publicación de veintiún trabajos acerca de Quevedo, desde 1953 («Cartas de Quevedo») hasta 1978 («Sueños y discursos. El predicador y sus máscaras»). En Prosas de Quevedo se catalogan los títulos de esos trabajos, todos los cuales (menos seis) aparecen revisados por su autor, completados bibliográficamente por él y por su esposa, Denah Lida, y en algún caso ajustados (Francisco Márquez Villanueva ha colaborado en la ultimación del prólogo).

En la sección II del precioso libro de Lida Letras hispánicas (México, 1958; reimpreso ahora, en 1981, por el mismo Fondo de Cultura Económica en colaboración con el Colegio de México) habían sido coleccionados ya cuatro de los estudios que en Prosas de Quevedo vuelven a aparecer (revisados) y uno de los que no se ha incluido. Prosas de Quevedo agrega, pues, a aquellos cuatro, doce trabajos que se hallaban dispersos en revistas y homenajes, de difícil acceso a veces. Todos habitan ahora una sola y abierta morada, en la cual, para mayor provecho, cuidó el autor de adoptar el orden más sensato. Referidos todos a la obra en prosa de Quevedo, los estudios «abarcan desde sus cartas y sus tratados más doctrinales hasta sus obras más imaginativas, que, pasando por las "verdades soñadas" y proclamadas y argüidas en los Sueños mismos y en La hora de todos, culminan en la prosa apretadamente narrativa del Buscón» (págs. 12-13). Coincide este orden, aproximadamente, salvo el caso del Buscón, con la cronología de las obras de Quevedo y, de manera igualmente aproximada, con la cronología de los estudios de Lida, ya que éste abordó primero al hombre en sus cartas, como empeñado en comprender ante todo la sustancia íntima del carácter; atendió después a su pensamiento político y religioso; exploró más tarde las fantasías morales de los Sueños y La hora de todos, y sólo en los últimos años dedicó varios artículos -de gran agudeza y mesura, como era en él habitual- al complejo y esquivo Buscón (objeto indirecto, sin embargo, de aquel temprano comentario de 1931). Trayectoria ésta en la que acaso se pueda descubrir una tendencia connatural al espíritu de Raimundo Lida: primero, reconocer la personalidad íntegra; luego, sus ideas impulsoras, y finalmente, aquellas configuraciones imaginativas o fantásticas en las que cobra relieve el arte con su artificio. Lo contrario de lo que practican ciertos quevedistas de los últimos años, que se muestran especialmente sensibles y perspicaces ante el Quevedo satírico, burlesco, escatológico, sarcástico y agresivo, desviando la mirada del otro, como si no existiera o fuese sólo una vana pantalla de aquél.

La visión que Raimundo Lida, en cada uno de sus trabajos, aplica a la persona y a la obra de Quevedo, es todo menos reductora. Ve la índole fragmentaria, entrerrota y zigzagueante de su escritura; los extremos a que tantas veces se inclinaba en perjuicio propio; la frecuencia con que fantaseaba en sus ensueños de ejemplaridad y en sus sueños y discursos alrededor de la materia y la miseria; la arriesgada entrega a alardes conceptistas que en su mismo abuso contenían la derrota o el castigo. Pero ve también la unidad de un carácter consecuente en sus vaivenes, su anhelo de serenidad y de dominio, la persecución de una latente armonía entre su conciencia y un mundo que debiera ser mejor, y aquel denso humanismo que palpitaba tras las fulguraciones del ingenio y los juegos de palabras.

Los lectores de Quevedo identificábamos a Raimundo Lida como el más fiel y laborioso investigador de su obra en prosa, pero no podíamos menos de lamentar que tal investigación se hubiese ido produciendo en forma de artículos diseminados. La coordinada reunión de éstos en el volumen póstumo deja ver con nueva claridad la valiosísima contribución del profesor argentino al conocimiento de Quevedo y su estilo de ejercitar la crítica.

Escogiendo con tino caracterizador pasajes varios de su correspondencia, Lida abarca a la persona en toda su complejidad y deduce que si Quevedo fue «siempre igual a sí mismo», lo hubo de ser en «lucha contra sí mismo», «vuelto contra sí» (págs. 33 y 35). Habiendo despejado cuidadosamente el conglomerado de temas y problemas en torno a la España defendida, precisa Lida la tradición de «laudes Hispaniae» revitalizada por Quevedo con la urgencia del patriota y del humanista que, al tiempo que sentía subir la marea calumniosa de los pueblos hostiles, se apresuraba a rivalizar con éstos en la alegación de genealogías míticas enorgullecedoras, para glorificar así a la España antigua, militar y religiosa, sin que ello nublase su mirada ante la corrupción de la patria en «los tiempos de ahora». Nadie como Lida ha explicado la argumentación «hebraísta» de Quevedo, su afán de atribuir a España las perfecciones paganas y las judeocristianas en soberana síntesis, su alteración polémica de la historia a impulsos de las finalidades inmediatas y su voluntad de leyenda pro-española, tan quimérica como las leyendas aducidas en honor de sus respectivas alcurnias por romanos y turcos, polacos, ingleses, franceses, alemanes o lusitanos.

Política de Dios fue objeto de repetidas indagaciones por parte de Raimundo Lida, que, en una especie de vuelo retrogresivo, acertó a señalar la sacralización de la política nacional, al servicio del derecho de conquista, desde ciertos oráculos alemanes de nuestro siglo y algunos personajes carlistas y antinapoleónicos de los Episodios de Galdós, hasta la política divina de Quevedo, metafóricamente antecedida por Fray Juan de los Ángeles y sucedida por Gracián, pero provocada en Quevedo por una situación a raíz de la cual el peligro creciente que venía de todos lados forzaba a resumir las más varias enemistades en el común denominador del «ateísmo». Aunque la «religión política» quevediana tenía sus precursores en el mismo siglo XVII, Quevedo la condujo a su cumbre antimaquiavélica y a su evangélica fuente; fuente al parecer invadeable, pero que no impidió al tratadista injertar en su selva retórica avisos y atisbos prácticos.

En los Sueños examina Lida, entre otros muchos aspectos, el procedimiento de la declamación moralizadora por boca de ciertos condenados (Judas, por ejemplo) y la visión del infierno como «el infierno de todos los días», «lo monstruoso normal», dedicando la página perfecta, que estaba mereciendo, a aquella conciencia solitaria que en Las zahúrdas de Plutón eternamente padecía condenada a sí misma. «La voz de la teología y la reflexión moral alterna con la del narrador y entremesista» (pág. 200) en esas visiones rebosantes de libertad, a través de las cuales nunca se pretende captar almas individualizadas en su interacción, sino confirmar la condición humana genérica mediante «disparos violentos y aislados». Es el predicador juglar el que ahí hace oír su voz tras diversas máscaras, sin perjuicio de que en otras obras de ascética y de alta poesía domine la escena el predicador estoico-bíblico ajeno a todo histrionismo.

Comprimiendo en definitiva síntesis las cualidades de La hora de todos, pone de relieve Raimundo Lida, en su trabajo verdaderamente antológico acerca de esta obra, la índole de la risa «forzada y desesperada» de Quevedo, la más semejante a la «tortura» (pág. 225), y el nuevo estilo en alas del cual el gran satírico denunciaba y predicaba, mostrando el mal como parásito del bien, o disfrazado de bien, y protestando contra la falsificación de la verdad por el lenguaje, en una compleja operación de desenmascaramiento idiomático, invención mítica y fantasía grotesca, destinada a delatar por igual el mundo «al revés» y su ineficaz enderezamiento.

Los cuatro artículos sobre el Buscón, que cierran el libro, abundan en observaciones particulares y juicios sinópticos que no cabe adecuadamente glosar aquí. Resalta Lida sobre todo las astucias verbales del gran tacaño; previene que el buen lector de esa novela no debe buscar en ella unidad de carácter ni desarrollo coherente (refrendando así el esteticismo señalado por Lázaro Carreter y Francisco Rico); perfila cómo la agresividad del narrador-protagonista se vuelve contra sí propio más que hacia su ambiente; expone, entre otros efectos de estilo, la aclaración suplementaria de las agudezas, que explica por lo llano lo dicho conceptuosamente; remonta la técnica compositiva del relato a su germen fársico: el entremés superficial, instantáneo, centrífugo, antisentimental; destaca los antecedentes, los trazos constructivos y las implicaciones críticas de las «figuras» del clérigo, del hidalgo y del sacristán versista, y separa del arte psicológico e individualizador de Cervantes el arte antiverosímil de Quevedo, paralizante en su misma movilidad vertiginosa y en su explosiva burla.

Releyendo estos magistrales ensayos de Raimundo Lida se aprende de la obra en prosa de Quevedo mucho (en intensidad de percepción) y muchas cosas (en riqueza de noticias y enlaces contextuales). Se tiene, al mismo tiempo, la impresión de que tales trabajos constituyen una serie de aproximaciones: cercos tendidos por el intérprete a una fortaleza que se ilumina pero no se allana, y que, por eso, lejos de perder capacidad de atracción a los ojos del sitiador, la acrecienta.

Aparece a menudo en estos estudios la comparación -singularizadora, no asociadora- de Quevedo y Cervantes; y no extraña que Prosas de Quevedo termine con estas palabras: «Cervantes y Quevedo son, ambos, raros inventores. Pero Quevedo lo es, no de almas humanas en su plenitud, sino, por excelencia, de unos espléndidos, inolvidables momentos aislados» (pág. 304). En cierta ocasión oí decir a un colega de Raimundo Lida que todo cuanto él había leído y escuchado de éste acerca de Cervantes le hacía pensar que el autor del Quijote, más que el del Buscón, hubiera debido ser su objeto de estudio preferido. Y, preguntada por mí cierta discípula de Lida a qué causa atribuía ella la persistente dedicación de su maestro a un escritor de carácter tan desigual al suyo, me dijo que parecía ser precisamente la distancia, la divergencia, lo que mantenía en vilo su curiosidad.

Sea como quiera, Prosas de Quevedo significa un homenaje de comprensión -un monumento- al más inventivo y difícil artífice de nuestro idioma, y representa a la vez un edificio recordatorio -un memento- del estilo crítico de su autor.

Para definir este estilo se podría invocar la «erudición inspirada» que Lida mismo apreciaba en gran parte de la obra de Borges (Letras hispánicas, pág. 282); o esa «voluntad de condensar un material vastísimo en exposición ceñida y tersa» que él descubría en Pedro Henríquez Ureña (ibídem, pág. 188); o el cumplimiento indefectible de aquella enseñanza que él mismo elogiaba en Alejandro Korn: «La lección primera de los maestros de verdad es lección de decoro, que aun no quiso Dios... que docencia y decencia difiriesen por más de una letra» (ibídem, pág. 264).

Erudición inspirada, condensación y decoro son, en todo caso, cualidades sobresalientes de la labor que en Prosas de Quevedo culmina.

La erudición movilizada por Raimundo Lida para comprender a Quevedo es -sin menoscabo de la crítica actual- aquella que corresponde a la formación del escritor barroco y a los saberes de su época, por esotéricos o caducos que pudieren parecer; pero, contrapesando la lectura de tantos libros antiguos, el comentarista saca a relucir a menudo, con sabia oportunidad, nombres modernos relacionables con Quevedo: Céline o Borges, Orwell o Miller. Su mayor cuidado es, sin embargo, descubrir los enlaces de tal obra de Quevedo con sus obras restantes y de todas ellas con la literatura anterior y coetánea. Como buen maestro, atiende Lida al detalle y reconoce la precisa luz que éste aporta. No despliega, sino recoge, en notas de lectura tan fructífera como el texto, observaciones y reflexiones que son a veces pequeños ensayos recatados. Su experiencia en el análisis estilístico del lenguaje infunde seguridad probatoria a los comentarios textuales y a las compendiosas descripciones de rasgos particulares. Y en ningún trabajo falta la discreta vivificación dialéctica o dramática que jamás deriva en efectismos y hace siempre inspirada y límpida la exposición.

Otra cualidad distintiva del ejercicio crítico de Raimundo Lida es la condensación. Todos sus estudios son proporcionados y configuran fielmente un pensar que comprime y sintetiza, desechando la erudición parásita y logrando conclusiones escuetas. En su estilo, conciso sin afectación, desempeñan función animadora la elipsis, la frase nominal y ciertas metonimias y oxímoros que recuerdan a Borges: el «sombrío esplendor» de las cartas de Quevedo, el «miedo militar» de romanos y españoles tan encomiado por éste, el «sucederse de átomos» de su «impaciente Política de Dios», el «demonio triple, trismegisto y absoluto» que veía Quevedo encarnado en el dinero, etc. (págs. 40, 57, 164, 171, 208).

En tiempos de lenta, o no tan lenta, disgregación del humanismo la actividad docente y crítica de Raimundo Lida ha sido preclaro ejemplo de humanismo responsable. Se caracterizaba este humanismo por su sentido histórico, aplicado a distinguir, no a confundir; por su conciencia política, tan visible en aquel recorrido a través de las «políticas de Dios» desde nuestro siglo hasta el XVI; por la curiosidad enciclopédica y el ademán servicial de los trabajos; por una cortesía que nunca olvidaba el esfuerzo ajeno, y por una fuerza estimulante que sembraba vocación y entusiasmo.

No tuve la fortuna de tratar largamente a Raimundo Lida, pero coincidí con él durante un semestre en la Universidad de Pittsburgh, y recuerdo que, antes de pronunciar él allí una conferencia, tan docta como amena, mientras algunos esperábamos a entrar en la sala, acudieron muchos oyentes que, viéndome cerca de la entrada, me preguntaban dónde estaba el Profesor Lida, o cómo podrían hablarle, o si yo lo conocía y podía presentarles. Venían unos en su busca porque ya le habían escuchado y tratado; otros, porque deseaban conocerle y escucharle. Y todos, de más o de menos edad, eran estudiantes. En la Universidad solía vérsele casi siempre rodeado de estudiantes, ocupado en sus problemas, dedicado abnegadamente a orientarlos y formarlos. Reunía en su persona Raimundo Lida múltiples virtudes, y la corona de todas esas virtudes reunidas o, para decirlo al modo de Gracián, su «primor último», era la modestia.





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