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Ramón de la Cruz

Josep Maria Sala Valldaura






Algunos datos biográficos

El matrimonio de Raimundo de la Cruz y María Rosa Cano y Olmedilla tuvo cuatro hijos: llegaron a la madurez el primogénito, Ramón y José (1734-1790), el dibujante y grabador que hoy recordamos por su Colección de trajes de las provincias de España (1777). Pese a su enorme fama como sainetista, no son muchos los datos que poseemos de la biografía de Ramón de la Cruz, recogidos en su mayoría por Emilio Cotarelo [1899]. Había nacido en Madrid el 28 de marzo de 1731, y en 1759 empezó a trabajar en la Contaduría de Penas de Cámara y Gastos de Justicia, y se casó con Margarita Beatriz de Magán. Dos años antes había iniciado su carrera teatral, con el sainete La enferma de mal de boda, versión abreviada de L'amour médecin de Molière, y la zarzuela Quien complace a la deidad acierta a sacrificar, en cuyo prólogo nos da alguna noticia sobre su formación («me conozco débil de erudición y falto de instrucciones») y ataca «el lastimoso espectáculo de los sainetes, donde se solicita la irrisión con notable ofensa del oyente discreto». Sin embargo, Ramón de la Cruz se dedica desde entonces a suministrar intermedios, pronto renovados, eso sí, gracias a piezas como La petimetra en el tocador (1762) y La crítica (1763).

Cruz compatibilizó una aplaudida carrera de autor dramático con un discreto empleo administrativo: pasó de oficial tercero a primer oficial, lo que le supuso duplicar el sueldo a comienzos de la década de los setenta y cobrar diez mil reales anuales. Los encargos literarios le llovían: las compañías del teatro del Príncipe y de la Cruz de Madrid le solicitan muy a menudo nuevos sainetes, mientras los más famosos se reestrenan en todos los locales españoles; al mismo tiempo, es escogido para refundir el auto sacramental El cubo de la Almudena, de Calderón, para escribir el libreto de la zarzuela Briseida, para componer las loas y los fines de fiesta de las grandes celebraciones o para reinaugurar la Casa de les Comèdies de Barcelona en 1788. Basta recordar que Ramón de la Cruz, en 1776, cobraba seiscientos reales por sainete, mientras los otros autores recibían entre doscientos y quinientos, según Herrera Navarro [1996]. O que en la temporada 1787-1788, de acuerdo con Mireille Coulon [1993: 105-106], un 45,3% de las setenta y cinco funciones de la compañía de Manuel Martínez y un 70,3 % de las sesenta y cuatro funciones de la de Eusebio Ribera incluyeron un sainete, o nuevo o conocido, de Ramón de la Cruz: su éxito en las carteleras españolas se prolongará hasta los años cuarenta del siglo XIX, junto con algunas piezas de Juan Ignacio González del Castillo.

En la época del conde de Aranda (1766-1773), cuando la política ilustrada fomenta el gusto teatral neoclásico, Ramón de la Cruz vierte tragedias, dramas y zarzuelas tanto italianos como franceses, de Metastasio y Goldoni, de Voltaire y Beaumarchais, etc. También sus intermedios proceden en ocasiones del teatro francés, aunque el público no pudiera darse cuenta por la hábil adaptación del original. Y, según veremos, poco después del éxito obtenido por Briseida (1768), con música de Rodríguez de Hita, se atreve a españolizar los temas y personajes de la zarzuela en Las segadoras de Vallecas. Renueva así el teatro musical, del mismo modo que estaba haciendo con el teatro breve.

El prestigio literario se alcanzaba en las academias y tertulias, en la prensa ilustrada, en los cargos y encargos culturales... y no sobre los escenarios comerciales. De ahí que Ramón de la Cruz se precie de haber sido admitido entre los Arcades de Roma como «Larisio Dianeo» en 1765 o de ser correspondiente honorario de la Academia de Buenas Letras de Sevilla, y que intente una y otra vez dignificar su labor de adaptador y traductor al igual que su trabajo de autor cómico, según se observa en el prólogo a su Teatro (1786-1791); incluso en la elección de las piezas antologadas. En realidad, como veremos, eran muchos los que condenaban los sainetes de Ramón de la Cruz, a pesar de que se hubiera distanciado de los viejos entremeses de baile o aporreo final acercándose a la moralización, a la realidad y a la sátira de las costumbres coetáneas. El poeta aburrido (1773) responde a tales ataques, y muestra hasta qué punto diferían las opiniones del público y las de muchos eruditos.

Aunque no le supuso ningún ascenso de importancia, Ramón de la Cruz contó con el favor de don Fernando Álvarez de Toledo, duque de Alba, muerto en 1776, y, poco después, con el de doña Faustina Téllez-Cirón, condesa-duquesa de Benavente, a cuya casa se trasladó con su mujer e hija. Allí cumplía, probablemente, funciones de administrador, amén de escribir algunas obras para representarlas en su teatro particular. También continuó recibiendo el mecenazgo de María Josefa Pimentel, hija de la condesa-duquesa viuda, y, así, en los salones de su palacio de la Cuesta de la Vega de Madrid o en los de la finca «El Capricho» pudo tertuliar con Clavijo y Fajardo, Tomás de Iriarte, Goya, Boccherini, los actores Isidoro Máiquez y María Ladvenant, etc. Sorprende por todo ello (su trabajo de funcionario, sus beneficios como autor y la protección de familias linajudas) que adujera dificultades económicas para explicar el retraso con que pudo llevar a cabo su viejo proyecto de la edición de su Teatro, proyecto que tantos suscriptores de la nobleza consiguió reunir en 1786. Esta antología en diez volúmenes contenía sesenta y seis obras: cuarenta y seis sainetes, diez comedias, ocho zarzuelas, una loa y una tragedia burlesca, y aparecía cuando el autor, siempre preocupado por la valoración literaria que iba a merecer, había disminuido notablemente su producción.

En 1793 Ramón de la Cruz enfermó de pulmonía, lo que le obligó a abandonar su empleo en la Contaduría. El 5 de marzo de 1794, poco antes de cumplir los sesenta y tres años, moría en casa de la condesa-duquesa de Benavente. La viuda del celebérrimo sainetista madrileño solicitaba ayuda por no poder costear el funeral a causa de los muchos gastos debidos a la larga enfermedad.




Un popularista entre ilustrados

En relación con la dualidad neoclásica de ars e ingenium, los saineteros no podían aspirar más que a ser considerados como «ingenios», al igual que cualquier otro autor que siguiese la tradición teatral española. Afirmaba Ignacio de Luzán:

La dramática española se debe dividir en dos clases: una popular, libre, sin sujeción a las reglas de los antiguos, que nació, echó raíces y se propagó increíblemente entre nosotros; y otra que se puede llamar erudita, porque sólo tuvo aceptación entre hombres instruidos.


[1977: 392]                


Las sucesivas tentativas de reforma de los gustos teatrales se basaron, a lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII, en introducir en los teatros de los Reales Sitios y en los coliseos comerciales obras que fueran el fruto del conocimiento de las técnicas poéticas, de la aplicación y el buen gusto. Desde estas premisas neoclásicas, resultaba inevitable el menosprecio teórico hacia unas piezas cortas dedicadas a hacer reír y a gozar del aplauso de toda clase de espectadores. Casi todos los ilustrados coincidían en tal baja estima artística e intelectual por el teatro breve, pues veían en los intermedios una escuela de malas costumbres, en las antípodas de la utilidad moral preconizada por Horacio. Así, en el discurso XCII de El Censor leemos acerca de los sainetes:

¡Qué confusión, qué desorden no presenta este asunto a un imparcial observador! Las majas, los truhanes, los tunos, héroes dignos de nuestros dramas populares, salen a la escena con toda la pompa de su carácter, y se pintan con toda la energía del descaro y la insolencia picaresca. Sus costumbres se aplauden, sus vicios se canonizan o se disculpan, y sus insultos se celebran y se encaraman a las nubes.


[1972: 172]                


El rechazo ético y estético de los autores que lisonjeaban y agradaban al público se sintetiza en los ataques que todavía recibe el Arte nuevo de hacer comedias de Lope de Vega, y manifiesta la animadversión por parte de quienes «se dedicaban a las letras "serias" -eruditos, por ejemplo, que buscaban un salario en centros culturales, eclesiásticos y administrativos-» [Álvarez Barrientos, 1995: 50] contra los que habían convertido la literatura en un oficio para comer. A partir de esta concepción antipopularista, compartida por la ideología ilustrada y la preceptiva neoclásica, la figura de don Eleuterio -de La comedia nueva, de Leandro Fernández de Moratín- cobrará su verdadera y generalizadora dimensión satírica. Igualmente la defensa que Ramón de la Cruz había realizado de su oficio en El poeta aburrido adquiere su sentido más profundo como réplica a Bernardo y Tomás de Iriarte y, por extensión, a todos los abates y eruditos que criticaban el teatro del día sin dignarse a escribirlo, a dar ejemplos prácticos de cómo había que hacerlo; don Justo proclama:


Y sepan ustedes
que en Madrid sobran poetas
que no dan muchas funciones
por no exponerse a la necia
crítica de semisabios
sin aciertos ni experiencia.


[1996: 227, vv. 321-326]                


Ya en el mencionado prólogo a la zarzuela Quien complace a la deidad acierta a sacrificar (1757) -cinco años antes de la ofensiva desatada por Nicolás Fernández de Moratín y José Clavijo y Fajardo-, Cruz condicionaba el neoclasicismo teatral a las apetencias del público. Por supuesto, y más que en cualquier otra parte de la función, es en los sainetes donde «es preciso separarse de todo lo regular, para que produzca el trabajo serio alguna utilidad a los actores». Probablemente, la obra de Ramón de la Cruz se inició desde la convicción posibilista de que podía realizar un «trabajo serio» en la «representación jocosa de los donaires del país». En realidad, así fue y así es para nosotros: el autor madrileño consiguió su objetivo, renovó el viejo género entremesil e inició una etapa nueva, la del sainete de costumbres. Sin embargo, el objetivo cumplido por Cruz no fue recompensado ni comprendido por la crítica coetánea, la de los años sesenta, setenta y ochenta: casi nadie elogió su renovación en el teatro breve, y tampoco en la zarzuela. Al contrario, las elites literarias lo consideraron como alguien que había traicionado sus principios neoclásicos para convertirse en un mero poetastro al servicio del mal gusto del vulgo (para «la canalla más soez», como dirá Moratín el Joven). Entre 1765 y 1790 aproximadamente, el triunfo sobre los escenarios de Cruz no sólo había suscitado envidia entre algunos colegas, también la crítica ilustrada y neoclásica había arremetido contra su falta de moralidad [Palacios Fernández, 1983] y ausencia de calidad artística: Nipho, Bernardo y Tomás de Iriarte, Napoli-Signorelli, Samaniego y Urquijo, para citar sólo a algunos de los contrarios a la producción sainetesca de Cruz.

Es más: los dardos contra el «mal teatro» se centraron a fines de los sesenta en Ramón de la Cruz, de la misma manera que Comella se convertirá en la diana reformista unos años después. Según Philip Deacon [1999: 220 y 229-230], es probable que alguien cercano a Nicolás Fernández de Moratín se esconda bajo el seudónimo de «Joseph Sánchez», el autor del Examen imparcial de la zarzuela intitulada: Las labradoras de Murcia... (1769), porque quienes se reunían en la Fonda de San Sebastián -es decir, en la tribuna del neoclasicismo más influyente en los círculos político-culturales de aquel momento- se dedicaban a descalificar a Cruz negándole incluso la condición de poeta dramático. En ese Examen calificado de imparcial se le responsabiliza de la decadencia del teatro, decadencia que coincide con la «época en que se abrió la mano a admitir farsas del Poetiquio». La mismísima Academia permite la aparición del libelo de «Joseph Sánchez», arguyendo que sus lectores «al fin vendrán a gustar de los poemas regulares [...y Cruz] perderá la reputación de poeta cómico que tenía en el vulgo» [Herrera Navarro, 2005: 43-49]. El hecho de que sólo estrenara una comedia (la traducción de La Escocesa, de Voltaire) y cinco sainetes en la temporada 1771-1772 es atribuido por Mireille Coulon [1985: 24] a la supresión de una compañía por haber disminuido el público en la temporada anterior, pero, según Herrera Navarro, se debe a que «la reforma se estaba haciendo a costa del popular sainetero» [2005: 49].

Al cabo de unos pocos años, los aficionados al teatro se dan cuenta de las semejanzas en materia de «realismo», «verdad» y «vida» entre algunas piezas de Cruz y la incipiente comedia de costumbres que preconizan y ponen en práctica Moratín padre e hijo y Tomás de Iriarte. El primero en observarlo es el censor Santos Díez González, en un documento de 1788:

Tienen el particular mérito de ser composiciones originales con bastante regularidad en la fábula o disposición; pureza de lenguaje; gracia verdaderamente cómica; y de cuya acción resulta la moralidad que se requiere, ridiculizándose el vicio y pintándose amable la virtud, de modo que las referidas piezas son un ejemplo de la vida civil y privada, que es el fin y naturaleza de la comedia y de nuestros sainetes, que son unas pequeñas comedias o sátiras dramáticas, originales y características de nuestro teatro nacional, para excitar la risa en oprobio de los vicios comunes y populares.


[Coulon, 1993: 564-565]                


A los elogios de Díez González se sumarán Leandro Fernández de Moratín (como historiador del teatro, y no en su correspondencia), Hartzenbusch, Durán, Cánovas del Castillo, Valera, Pérez Galdós, Cotarelo, etc., en una lectura favorable al realismo en el teatro breve, realismo que entienden como un progreso literario en oposición a la comicidad del ingenio y disparate y, en general, contra la tradición farsesca1. En efecto, pese a tantas acerbas críticas de sus estrictos coetáneos, Ramón de la Cruz había acercado el teatro breve a la utilidad moral del neoclasicismo en aquellos sainetes que se mofan de las nuevas costumbres (el cortejo, con los petimetres, los abates y las madamas), y su burla y sátira coincidían tanto con las condenas del tradicionalismo como con las reprobaciones de los ilustrados que desconfiaban del ocio, el lujo y cierta independencia extramatrimonial de la mujer. De todos modos -y en esto discrepo de la opinión de quienes sostienen la condición ilustrada del pensamiento de Cruz-, sus sainetes comparten obviamente la visión popular, la exaltación casticista y caballeresca del majismo como muestra de la virilidad propia del español. Cruz escribe a la sombra de ideas conservadoras poco amigas de lo nuevo y lo extranjero, que para él desordenan la sociedad y afeminan al hombre. Por eso, Martínez de la Rosa no acaba de decantarse sobre la moralidad del teatro de don Ramón:

No están exentos de este vicio gravísimo [presentar halagüeñamente acciones vituperables] muchos sainetes del citado poeta, aunque en otros acertase a pintar vicios y defectos ridículos contribuyendo a desterrar algunos.


[1843: I, XVI]                


Por tanto, a fines del siglo XVIII (a partir de Santos Díez González), ya había pasado el período más beligerante del neoclasicismo antipopularista, lo que se verifica desde distintos ángulos: se había llegado a una cierta aceptación artística de los dramas sentimentales; las verdaderas «comedias nuevas» -las reguladas por el neoclasicismo- se empezaban a representar; habían quedado totalmente marginados los entremeses de Trullo, con su gracia elemental amoralmente milenaria; y las ideas ilustradas se popularizaban, al menos parcial y superficialmente, en las obras de Comella y de Valladares.

A la luz de lo dicho, pueden extraerse algunas conclusiones sobre el lugar que el sainetero Ramón de la Cruz ocupó y ocupa en el rompecabezas literario de su época. Ramón de la Cruz abre un nuevo párrafo en el capítulo del teatro breve, lo cual no obsta para que algunas de sus piezas continúen aprovechando los seculares recursos de la cultura farsesca y carnavalesca, por ejemplo el del hospital de los locos. Cruz se decanta por el posibilismo, porque le permite ganarse la vida en el ambiente teatral de los años sesenta; pronto comparte el gusto popular léanse la Introducción para El casero burlado (1765) y El pueblo quejoso (1767)-, pronto zahiere los nuevos usos -El hospital de la moda (1761)- y hasta exalta el majismo. Este posibilismo y el diktat del público llevan su obra a identificarse con la visión sociomoral propia pueblo, visión que, a veces, puede coincidir con la ilustrada pero que, siempre, es tradicional y casticista, amiga de lo nacional y enemiga lo nuevo y extranjero.

El peso de la política y de las élites culturales se percibe en aspectos tan distintos como en el complejo de inferioridad de los autores popularistas en materia de preceptiva, o en la gradual implantación de ideas ilustradas y principios neoclásicos en todos los géneros teatrales (paralelamente al nacimiento de una nueva clase social, la burguesa). No puede extrañar, pues, que los sainetes de Ramón de la Cruz se aproximen a las comedias de costumbres neoclásicas, aproximación que la crítica posterior ha exagerado con el fin de rescatar al autor madrileño de una tradición poco estimada, la del entremés y la farsa. Este salvamento no era necesario, y ha supuesto una lectura «progresista» de los sainetes de Ramón de la Cruz tan innecesaria como desenfocada.

La disparidad de criterios entre quienes situamos la innovación genérica de Cruz dentro de un ideario tradicional, por un lado, y quienes declaran su adscripción a la axiología ilustrada e, incluso, a la práctica neoclásica en un sentido lato, por otro, se ve favorecida por la ambigüedad y la caricaturización hiperbólica características del teatro breve. Compárese lo que acabamos de afirmar (el popularismo, el tradicionalismo, la condena neoclásica e ilustrada...) con lo que defienden Ermanno Caldera [1978], Vilches de Frutos [1984], Francisco Lafarga [1993] o Fernando Doménech Rico [1997: 80-81]. Por mi parte, no creo que sus coetáneos se equivocaran desde el punto de vista ilustrado y neoclásico (insisto, sólo desde este punto) al calificar de «chocarrero», antiilustrado y no neoclásico el tratamiento que Cruz hace de la realidad. Y si bien nuestro sainetero y el comediógrafo Tomás de Iriarte compartían el mismo referente, ya que no podía ser de otro modo, uno y otro divergen en la consideración moral del pueblo, del plebeyismo, etc. En El señorito mimado, por ejemplo, Iriarte achaca a las malas compañías populares los vicios del protagonista don Mariano; remito a Sala Valldaura [2003a: 1664-1668; y 2003b]. Por el contrario, en El hijito de vecino (1774), Ramón de la Cruz no culpa a ese pueblo que le aplaude, y responsabiliza «a los padres / necios o los hijos malos» y a las «muchas damas locas» [1915-1928: II, 427b y 428a] de la inutilidad y frivolidad de las clases altas.




Obra

Emilio Cotarelo [1899a: 253-432] catalogó quinientas cuarenta y dos obras de Ramón de la Cruz; sesenta y nueve son tragedias, comedias y zarzuelas, con algunas piezas de un acto que, en la práctica, se representaron en el lugar de un sainete, y cuatrocientas setenta y tres loas, introducciones, entremeses, sainetes y tragedia burlesca. Tras añadir algunos y descartar otros por ser de Sebastián Vázquez o de atribución dudosa, Mireille Coulon [1993: 531] asigna trescientos cuarenta intermedios al autor madrileño. Entre 1766 y 1773, época en que pasa a dominar por completo los entreactos, Ramón de la Cruz estrenó más de un centenar de sainetes. Hay que tener en cuenta que, al menos, sesenta y dos de los trescientos cuarenta son imitación de piezas francesas, con un grado muy variable de fidelidad al texto de partida aunque, en general, suelan ser bastante cercanos al original.

Por tanto, la tarea de traductor resulta importante en la producción teatral de Ramón de la Cruz y ha sido unánimemente elogiada por sus estudiosos (Gatti, Coulon, Lafarga, Garelli, etc.), no sólo sus adaptaciones de las piezas cortas de Molière, Legrand, Favart, Marivaux, Pannard... La muda enamorada, que es de 1762, parte de Le médecin malgré lui, de Molière; La república de las mujeres es una versión abreviada de Les Amazones modernes, de Legrand; El heredero loco es una traducción muy libre de L'Héritier de village, de Marivaux; Zara proviene directamente de la Alménorade, de Carmontelle, etc. Según José Francisco Gatti [1972: 26], «el procedimiento empleado por Ramón de la Cruz en su tarea de refundidor o adaptador resulta en principio muy sencillo cuando su modelo es una comedia en prosa y en un acto, como generalmente ocurre. Consiste en versificar el texto en romance octosílabo, ciñéndose a él casi siempre, pero reduciéndolo mediante la supresión de algunas escenas para que no exceda de los veinticinco minutos de representación. Las escenas especialmente eliminadas son aquellas que suponen incidentes secundarios del tema principal, divagaciones o excesivas sutilezas del diálogo, porque el sainetero tiende al desarrollo rápido y directo de la acción. A veces, escrúpulos morales o el temor de la censura lo obligan a atenuar o modificar el desenlace. Pero, tras esta labor de artesanía teatral, Ramón de la Cruz realiza una transformación más profunda, que se propone infundir un tono distinto a su fuente literaria por medio de un proceso interior que podríamos llamar de "españolización"». De acuerdo con las mejores prácticas de su época, Cruz versifica, abrevia, amplía, adecua, elimina, connaturaliza, pues «la meta del sainetista no es la sencillez, sino la reescritura de una obra en función de su contexto y del de su público», según Nathalie Bittoun-Debruyne [1996a: LXII].

Hay, con todo, un fondo en común que unifica los sainetes originales y los traducidos, pues es consecuencia de su propia razón de ser: en general, la comicidad de los intermedios de Cruz es muy parecida en unos y otros, al igual que no varía la ambientación o el grado de moralización de la pieza. Como se sabe, las compañías del teatro del Príncipe y del teatro de la Cruz eran casi siempre las que compraban los sainetes del autor madrileño, para que los protagonizaran los graciosos y la graciosa (la tercera dama). La particular condición del género, que permite romper con la ilusión teatral y mezclarse con la realidad, así como el interés que los aficionados mostraban por la vida sentimental y profesional de los actores y actrices, aseguran el éxito de los sainetes de costumbres teatrales. Algunos servían como loa o introducción, para presentar una nueva compañía; lo veremos más tarde.

El Diccionario de autoridades había definido «sainete» como «una obra o representación menos seria, en que se canta y baila, regularmente acabada la segunda jornada de la comedia». En cualquier caso, el término «sainete» irá arrinconando el más tradicional de «entremés», a la vez que se convierte en sinónimo de «intermedio»: un sainete puede servir para el segundo entreacto de una comedia, ya sea de teatro o sencilla, y también, dada su flexibilidad funcional, puede representarse al final de una zarzuela de dos actos. Don Ramón informa acerca del cometido de la pieza que entrega; por ejemplo, en el manuscrito de Los bandoleros sin armas escribe: «Loa para empezar la temporada, año de 1775 por la compañía de Eusebio de Ribera»; en el de El caballero don Chisme, apunta: «Fin de fiesta para el Carnaval del año de 1766. Compañía Nicolás de la Calle». Además, utiliza, claro está, «sainete», pero también «introducción» o «intermedio» -según la tarea que cumpla en la función o fiesta- «juguete cómico», etc. La capacidad innovadora se refleja asimismo en el modo de presentar los sainetes paródicos: Manolo (1769) es una «tragedia para reír o sainete para llorar», según la edición de 1784, controlada por el autor. No hay candados para amor cuando es bien correspondido y petimetre escondido cierra la sesión de la comedia de música La espigadera (la primera parte, traducida de Favart) y, por eso, la obra es calificada como «comedia en un acto». Tal denominación de La bella madre, El padrino y el pretendiente, La prueba feliz o La Indiana suele revelar un origen francés, lo cual, a menudo, parece indicar que Cruz tiene la pieza en mayor estima. Al menos, se percibe su reflexión sobre el género y su deseo de distanciarse del entremés tradicional, de modo que, ya en 1764, presenta La bella madre como una «novedad nueva»,


una comedia
de carácter, en un breve
acto escrita, como aquellas
que los griegos inventaron
y otras naciones remedan,
y, si bien he oído, tienen
nombre de pequeñas piezas


[1915-1928: I, 138b]                


Nathalie Bittoun-Debruyne [1996b: 110] resume: «los actores van glosando la obra y enumerando las ventajas de este nuevo tipo de intermedio, comentando la verosimilitud de los personajes y la acción, la ausencia de comicidad fácil y de figuras tópicas, el número razonable de actores y lo juicioso del argumento». Como se colige, estos versos de Cruz ayudan a explicar lo que sus sainetes aportaron a la renovación del teatro breve español.

Los intermedios de don Ramón de la Cruz ejercieron una gran influencia en la conformación del costumbrismo romántico madrileño, pero también sus zarzuelas se relacionan con el género chico de temática y ambientación populares y campestres [Romero Ferrer, 2005a]. Cruz fue el primer libretista en situar las zarzuelas en un marco español. En efecto, al amparo de las posibilidades abiertas merced a sus sainetes y gracias al éxito de Briseida, estrenó Las segadoras de Vallecas, con música de Rodríguez de Hita, por parecerle su idea «oportuna [...] para la estación y de las más adaptables a la música jocosa» [1915-1928: I, 517a]. La estación era el verano, puesto que el estreno tuvo lugar el 3 de septiembre de 1768. Al cabo de un año, se repetía la colaboración en Las labradoras de Murcia. Así pues, encontramos la huella estética de Cruz tanto en los cartones de Goya [1986: 46-48] como en La verbena de la Paloma (1894), de Ricardo de la Vega y música de Tomás Bretón.

Libretista de zarzuelas, sainetero... Ramón de la Cruz suministra también a las carteleras algunas comedias originales, arreglos de obras de Calderón, adaptaciones de los italianos Metastasio y Apostolo Zeno, una versión de Bajazet, de Racine (Bayaceto, 1769), e, incluso, otra del Hamlet, de Shakespeare (Hamleto, 1772), pero no parte del inglés sino de una adaptación francesa de Ducis. Aunque estas tareas sean relacionables con la política cultural arandina, Cruz tiende a acercar los textos franceses e italianos al gusto imperante.




Composición

Las características del sainete están muy determinadas por su brevedad, por su condición de intermedio entre dos actos de una obra larga o por el peso (y el poco aprecio literario) de la tradición teatral jocosa y popular. Mover a risa admitía embuchar en el viejo género entremesil un alto grado de transgresión moral y hasta estructural, pues gozaba de una cierta permisividad en el objeto de la burla y en el modo de interpretarla. La marginación artística favorecía también una mayor expresividad corporal de los graciosos, una ausencia de lógica causal en el hilo argumental o en el desenlace, así como el aprovechamiento paródico de cualquier código teatral «serio».

Según ha sintetizado Javier Huerta Calvo [1995a: 49-66], el entremés primitivo repite diversas estructuras básicas. La de acción opone los personajes y teatraliza una burla, a veces amorosa. La estructura de situación capta «un determinado momento de la vida cotidiana, [...] un tipo especial de costumbres, unos modos de comportamiento y hasta un lenguaje de época» [1995a: 59]. El entremés de figuras se fundamenta en el desfile de tipos ante un personaje que los juzga; o bien, a la inversa, la sucesiva aparición de «jueces» permite ridiculizar, una vez tras otra, al figurón. La estructura de debate se basa en la discusión dialogada, o incluso en el gracejo del habla de un personaje.

La organización textual del entremés áureo, de acuerdo con María José Martínez López [1997: 63-106], gira en torno a la burla como motor de la acción dramática y a los elementos estáticos. Los entremeses de acción concatenan peripecias, mientras que los estáticos son una sarta de episodios sin acción ni protagonista ni desenlace, con desfile de personajes o exposición de una situación. Entre una y otra variedad caben muchos grados intermedios. Martínez López enumera también las fórmulas de desenlace: palos, baile, llegada de un nuevo personaje como deus ex machina, ausencia de desenlace, desfile final, anuncio de una nueva peripecia (mencionar, por ejemplo, que se ha escapado un toro con la consecuente huida y el gracioso alboroto) o inclusión de un ultílogo, para pedir el perdón y el aplauso del público o para alabar algún destinatario explícito (verbigracia, el rey).

Según Sala Valldaura [1994: 103-164], las bases semántica y sintáctica de los sainetes del último tercio del Dieciocho no difieren sustancialmente de las que habían vertebrado y sostenido los intermedios anteriores, pero sí incrementan las posibilidades de combinación, ya sea por yuxtaposición de secuencias, implicación causal entre ellas, énfasis de la posterior respecto a la anterior y hasta sucesión de escenas independientes. La sintaxis dramático-narrativa del teatro de Cruz admite encadenar o alternar acciones y situaciones, acercándose a la estructura de la comedia. Desde un punto de vista semántico, el desenlace acostumbra a tener en Ramón de la Cruz una cierta motivación, se vincula con la secuencia anterior por relación de causa efecto, y la transgresión o el engaño en el desarrollo de la obra implican castigo, aunque cultive también piezas de mera burla o chasco. Forzosamente, las funciones de los tipos aumentan en cantidad y variedad: Cruz utiliza muchos más personajes ambientadores, muchos más personajes nexuales y muchos más personajes desenlace, estos últimos para devolver la anormalidad vivida en el sainete a la normalidad social y moral, generalmente de acuerdo con los valores del pueblo artesano madrileño.

Por tanto, Ramón de la Cruz heredó una serie de cañamazos textuales, enriquecidos por las aportaciones estructurales de autores como Hurtado de Mendoza o Quiñones de Benavente, capaces tanto de convertir el espacio escénico en un verdadero lugar referenciable de la realidad madrileña como de enhebrar varios motivos. Desde esta base a la vez secular y barroca, Cruz engrandeció un tanto la arquitectura entremesil y construyó sus sainetes: los aplausos de los mosqueteros y la cazuela (incluso, más circunspectos, los de los aposentos y las lunetas) le llevaron a duplicar la extensión de los intermedios: entre cuatrocientos y algo más de novecientos versos frente a los trescientos que promedian los que Calderón de la Barca (o doscientos treinta, de añadir sus jácaras, mojigangas, etc.). Con una ayuda mayor o menor de las partes musicales (seguidillas inaugurales y centrales, tonadilla final...), pasar a durar veinticinco minutos hizo posible que bastantes obras de Cruz tuvieran una sintaxis dramático-narrativa algo compleja, alejada de la mera inversión (el burlador burlado) o de una situación acabada a palos o con baile.

Por otro lado, las condenas del utilitarismo moral neoclásico insuflaban ciertas dosis de valores cívicos en el desenlace y el desarrollo de las piezas; la censura y la preceptiva literarias, junto con la mayor extensión y moralización, acercaban el nuevo sainete a la comedia, y, como tercer factor importante, la dignificación de la emergente burguesía y los nuevos usos y modas cambiaban la risa (cada vez menos franca y amoral), ahora ocupada en la burla y la sátira poco o muy amables de las costumbres del día. Por esa aproximación a las normas morales y a la realidad social, el disparate desaparecía y era reemplazado por la coherencia expositiva, por una organización textual bastante más trabada.

Entre la tradición y la modernidad, el teatro breve de Cruz se sitúa en la encrucijada que encamina la tradicional comicidad del reírse de hacia los paisajes menos transgresores del reírse con. En la confluencia de la corriente farsesca -que usa y abusa del disparate, el ingenio y la violencia- con el nuevo río costumbrista, que bordea los márgenes de la realidad y los espacios del tiempo actual. En el horcajo que une los entremeses vertebrados por una burla o la yuxtaposición de varias mediante la oportuna entrada a escena de nuevos tipos, por un lado, con los sainetes que desarrollan y concatenan una acción y la ambientan, por otro. El crescendo, entonces, pasa de ser acumulativo a ser el resultado de un desarrollo que enhebra las apariciones en escena según el principio de causalidad. Una causalidad que suele tener reflejo en el diseño escenográfico de la pieza.

La tradición entremesil acepta sin más la gratuidad argumental o situacional y la arbitrariedad compositiva, y de ahí que no haya inconveniente alguno para interrumpir la obra a palos, con un baile o -de usarse un procedimiento algo más motivado- por un personaje desenlace que aparece sin necesidad de justificación. Así es «en los entremeses estáticos», gracias a «la fórmula inorgánica de su desarrollo» [Martínez López, 1997: 74] y en muchas obras tan cortas que apenas requieren dos o tres secuencias. En Ramón de la Cruz, perviven tales estructuras: por ejemplo, en la morfología típica de los entremeses de figuras, éstas «comparecen ante el satírico o encarnación de la sátira» [Asensio, 1965: 81], y La visita del hospital del mundo, La resistencia de los danzantes y No fuera malo el arbitrio si pudiera ser verdad remiten al desfile de tipos ante un «juez» [Coulon, 1993: 80]. En el fin de fiesta El médico de la locura (1768) todavía puede verse la exageración y la inversión carnavalescas. Sumar motivos irrisorios basta para ensamblar Los payos en Madrid.

Sin embargo, en Ramón de la Cruz se observa la voluntad de proporcionar un espacio y un tiempo concretos a la acción y las dramatis personae. Por esto, ante las críticas de Napoli-Signorelli, en el «Prólogo» a su Teatro Cruz se enorgullece con razón de saber «copiar lo que se ve, esto es, retratar los hombres, sus palabras, sus acciones y sus costumbres» [1996: 309], y contra la acusación de que le escasea «la imaginación para inventar y disponer un plan y hacer cuadros históricos» esgrime la brevedad, la falta de medios escenográficos y los pocos ensayos con que cuenta el estreno de un sainete. Desde otra óptica, hoy podríamos imputarle las dificultades con que a veces introduce en el cuerpo amoral del género dosis moralizadoras: se percibe este defecto en algunos ultílogos muy a contrapelo del desarrollo. En cambio, la incriminación del neoclásico italiano acerca de la arquitectura se derrumba, pues la construcción de Cruz resulta bastante sólida, especialmente cuando se limita a exponer un ambiente, sin apenas desarrollar las acciones. Napoli-Signorelli erraba porque partía de la verosimilitud, el decoro y la coherencia sintáctica de las comedias largas, y juzgaba, pues, con leyes distintas a las del teatro breve.

El costumbrismo de Ramón de la Cruz admite ya la habitual distinción entre el retrato de un tipo o un grupo social (El tío Felipe), por un lado, y por otro, la descripción de un ambiente o una costumbre: baste recordar la disposición escenográfica de La pradera de san Isidro (1766) o la sucesión de dardos que lanza en La oposición a cortejo contra tal práctica extramatrimonial. Cruz retrata y describe con un tratamiento más o menos elogioso, burlesco, irónico o satírico. (No aparece el tono elegíaco de algunos costumbristas del siglo XIX, pero sí una reivindicación de lo castizo, es decir, de lo tradicional y nacional, que encarna el pueblo al hablar, enamorarse, pelear, etc.) Cuando el autor madrileño decide zaherir, prepara perfectamente el ataque, y, por esto, El poeta aburrido y, en general, los sainetes polémicos suman ejemplos en un desarrollo por intensificación que argumenta, prueba y concluye en la última secuencia. En otras piezas, combina la narración dinámica y exposición estática, es decir, ensambla la acción (reportada o verbalizada por el diálogo, o bien ocurriendo de palabra y obra en escena) y ambientación, apoyada en los decorados, el atrezzo, los personajes ambientadores, el vestuario, el lenguaje, etc.

En materia de morfología tipológica, sabida es la preferencia del teatro entremesil por la composición según una oposición totalmente dual: el viejo frente al joven o la joven, el marido frente a su mujer, el pretendiente frente al esposo, el rústico frente al hombre de ciudad, el criado frente al amo, etc. En estructura profunda, perviven tales dualidades, aunque a menudo el mayor número de versos de los sainetes de Ramón de la Cruz posibilita que el ridículo viejo pretendiente de la mujer se desdoble en varios petimetres, un oficial militar y un abate, con lo cual se reparte y se matiza el protagonismo o el antagonismo; incluso el objeto de sus deseos puede enriquecerse si en vez de una madama, aparecen de visita en el salón una o dos mujeres con alguna hija. El «juez» sensato que presidía en muchos entremeses antiguos el desfile de figuras con sus vicios y excentricidades, ahora acompaña y valora, condenándolos, los sujetos y objetos de la sátira o burla.

El deseo de seguidillas (1769), por ejemplo, fundamenta su gran éxito en que defiende la música popular y lo tradicional español sin excederse en los aspectos negativos de quienes encarnan lo contrario. La dualidad se reparte amablemente entre varios manolos y varios caballeros plebeyistas, pues el simple acercamiento por parte de éstos a la guapeza de los majos corrobora que el pueblo conserva la alegría de vivir y los modos de ser y de estar españoles. El desarrollo expositivo se ilustra y ameniza con la intercalación del canto y el baile, antes de la tonadilla con que se rematan los versos. El objeto de burla queda así difuminado, y el grado de identificación (admirativa y simpatética) del público con los personajes es muy alto. La defensa tradicionalista y popular de lo castizo se consigue al margen de la tradición burlesca del reírse de.

Abandonando los endecasílabos pareados que había empleado en El pueblo sin mozas (1761), El agente de sus negocios o El hospital de la moda (1762), Ramón de la Cruz utiliza para las partes recitadas, desde comienzos de los sesenta, el romance octosilábico, composición bastante cercana a la naturalidad de la prosa. En las parodias de las tragedias (Manolo, El muñuelo), recurre al romance heroico, característico del género sublime y la locución patética. No faltan los bailes y la música instrumental, y en cuanto a las partes de cantado, el predominio de las seguidillas es absoluto. Con todo, si dejamos a un lado los fines de fiesta, donde la música cobra mayor relieve es en «la estrepitosa obertura de timbales y clarines» con que principia Manolo según la práctica habitual en los géneros heroicos, y al final de La Petra y la Juana mediante la contradanza bolera y el coro postrero con toda la orquesta.




Clasificación

No resulta fácil abarcar: con un criterio único y homogéneo toda la producción sainetesca de Cruz, como se comprueba repasando los intentos clasificatorios desde Agustín Durán hasta José Francisco Gatti y Alva V. Ebersole [1983: 10]. Acaso «el sainete característico de Ramón de la Cruz, el que mejor se adapta a su personal temperamento artístico, es el costumbrista, descriptivo, con intenciones críticas o satíricas a veces y a menudo no exento de propósitos morales o docentes» [Gatti, 1972: 13]. Acaso «el sainete por excelencia será Las castañeras picadas que sí tiene un hilo de acción, un argumento, pero que al mismo tiempo incluye en el hilo variantes o sucesos adventicios no relacionados orgánicamente con el desarrollo de una acción ni principal ni secundaria», como cree John Dowling [1986: 28]. Sea como sea, la variedad temática, ambiental, de tipos y estrategias complica enormemente la tarea. Agustín Durán [1843: XI], el primero en acometerla, realiza «tres divisiones:

En la primera se incluyen aquellos de asuntos propios de la verdadera comedia, que no se elevaban a ella porque sus dimensiones no admitían un desarrollo completo, ni de los caracteres, ni de una fabula extensamente trazada.

En la segunda se colocan los que versan sobre asuntos puramente ideales, destinados a deducir de hechos materialmente imposibles consecuencias morales, ciertas y seguras.

En la tercera se clasifican los que sirven para presentar las costumbres y hábitos de la plebe, tanto con relación a sus fiestas públicas o sus sucesos domésticos, y el contraste que formaba en su trato con las clases superiores y medianas. Las parodias trágicas que hizo, a saber, la tragedia de Manolo, la Zara, El marido sofocado y El muñuelo deben incluirse en esta división».

En la clasificación de Durán se percibe una cierta reflexión acerca de los géneros y los subgéneros (la comedia y el sainete paródico), pero, sobre todo, cabe subrayar la importancia que Durán otorga en su síntesis a la moralidad y el costumbrismo. Con el fin de proporcionarle mayor rigor, habría que añadir, relacionados con el alcance ético y la mímesis de la sociedad, los distintos grados de la risa (de la burla a la sátira) y una cierta precisión social y ambiental: espacio campesino o urbano; payos, alcaldes de lugar, hidalgo manchego, el pueblo madrileño (majos tunos, majos y majas trabajadores...), las clases altas de la ciudad (petimetres y madamas, caballeros plebeyistas...). El resultado no diferiría mucho del que Emilio Palacios [1988: 150] ha propuesto partiendo de Gatti y tomando en consideración tipos o ambientes. Por mi parte, encabezaría la distribución de Palacios con un primer apartado, el de sainetes de figuras, vertiente pronto arrinconada por no haber obtenido la aprobación popular. Tales piezas no sólo prosiguen los patrones compositivos de la tradición, sino que, además, son ajenas al costumbrismo tendente a la contextualización y a la realidad coetánea. He aquí, pues, la clasificación:

  1. Sainetes de figuras (el fin de fiesta El médico de la locura)
  2. Sainetes de costumbres sociales:
    • de ambiente rural (La civilización)
    • de ambiente madrileño: aristocrático/burgués/popular (El Prado por la noche, La tertulia de moda)
  3. Sainetes literarios:
    • de costumbres teatrales (Soriano loco, El teatro por dentro)
    • polémica literaria (El pueblo quejoso, ¿Cuál es tu enemigo?)
    • parodia literaria (Manolo)
  4. Otros: circunstancias (El elefante fingido), novelescos (El pedrero apedreado)...

Bajo el concepto de «sainetes de costumbres sociales» se engloban piezas que se burlan particularmente de determinadas conductas, como la de los cortejos, la de las madamas, etc.




Tipos y figuras

Reírse de todo defecto físico o de cualquier conducta tildada de anómala es la herencia que recoge Ramón de la Cruz, una herencia que, para mofarse, caricaturiza de palabra y obra una serie de antiguos tipos y recreadas figuras con su lenguaje, indumentaria, gesticulación...: el viejo verde, avaro y ridículo; el marido cornudo o calzonazos; la esposa malcasada; el criado glotón, holgazán y sisador; el sacristán mujeriego; el estudiante tuno y sablista; el soldado fanfarrón; el médico verdugo y pedante; el payo bobo; el hidalgo aldeano fatuo y anacrónico; etc. María José Martínez López [1997: 107-215] ha propuesto una caracterización de los tipos tradicionales y las figuras del siglo XVII. Paralelamente al repertorio fijo de personajes de la commedia dell'arte, Huerta Calvo [2001: 95-108] ha llevado a cabo otro tanto, mostrando los tipos preestablecidos de las primeras etapas del teatro breve español.

Con Ramón de la Cruz surgen nuevas figuras o, al menos, coetáneas apariencias de viejos tipos: por ejemplo, el abate perpetúa las funciones del sacristán y al tiempo lo moderniza al contextualizarlo en la realidad contemporánea. También en sus dramatis personae, Cruz aprovecha los vicios morales y los defectos físicos de la risa secular por más que los vista con la ropa, el lenguaje y las costumbres de su tiempo. Consecuentemente, Cruz prolonga, actualiza y renueva el repertorio de tipos. Necesidades de la organización textual y del desarrollo argumental se alían con el proceso de actualización de las figuras: la estructura por oposición dual refuerza la presencia de majos frente a petimetres, de majas frente a madamas, hasta de payos frente a ridículos esnobs urbanos...

El sector menos renovado es el campesino: el de los payos, alcaldes de lugar e hidalgos aldeanos. Los payos de Cruz siguen mostrándose bobos o, en el mejor de los casos, ingenuos. Con todo, algunos tópicos dieciochescos salpican ligeramente su obra: la visión bucólica del campo; la franqueza en las relaciones rústicas; el elogio de la austeridad de sus costumbres; o el menosprecio, moral, de la corte y alabanza de la aldea, que no ha caído, para emplear los términos de Cadalso [1988: carta LXVIII, 247], en la abundancia, el lujo, la afeminación, la flaqueza y la ruina de la ciudad. En este sentido, La civilización (1763) abre un numeroso grupo de sainetes que contraponen el modo de ser de los payos y el modo de estar de los petimetres: Las frioleras, La presumida burlada, Los payos en Madrid, El payo ingenuo, Las escofieteras... Según Sala Valldaura [1994: 119-120], «interpretado por Ayala, el marqués de La civilización sanciona el tópico de la alabanza de aldea: pondera la libertad y la riqueza de sus tierras, la honestidad de sus campesinas (a menudo, el teatro afirma que por ello eran preferibles para casarse), y "las ideas / de religión, de verdad, / aplicación e inocencia" [1915-1928: I, 95b] de sus moradores. De esta manera, enfatiza por contraste las burlas a la "civilidad" propia de la ciudad, hasta convertir dicho concepto en síntesis de lo que criticaba Cadalso». O bien por su llaneza lingüística y sus maneras naturales, o bien por su exageradísima imitación de los modales petimetriles, el payo es un excelente intensificador de la ridiculización y de la sátira contra lo que se considera como corrupción e hipocresía.

En los intermedios de Cruz, los majos y las majas encarnan el pueblo de los barrios humildes (Lavapiés, Maravillas, el Rastro, Barquillo) de Madrid; el Diccionario de autoridades lo ratifica: «majo. El hombre que afecta guapeza y valentía en las acciones o palabras. Comúnmente, llaman así a los que viven en los arrabales de esta corte». No se trataba de un grupo social uniforme, y en la teatralización de su figura, ya de por sí algo teatral, el propio autor señala diferencias: majos antiguos, a lo usía, de trueno, tunos, chulos, crúos, etc. Los hay laboriosos artesanos y los hay pendencieros bravucones, muy cercanos a los jaques y rufianes de la tradición literaria. Unos y otros, desde El careo de los majos (1766) hasta El muñuelo (1791), suelen aparecer retratados con bastante comprensión y simpatía; no en vano representan la alegría de vivir y los valores caballerescos españoles: la nobleza, la valentía, el individualismo, la amistad, la autoestima... A pesar de algunas exageraciones en la expresión corporal y la apariencia del actor, el vestuario equipara los majos del escenario y los de la calle, y eso les confiere visos de verdad. Cruz, además, acierta al saber prolongar el lenguaje coloreado, hiperbólico y agudo de la comicidad entremesil con insultos, piropos y frases hechas de la actualidad. Andioc [1976: 159] sintetiza con razón: el majismo representa «la autenticidad española, el "casticismo"».Y lo ejemplifica con estos versos de Paca la Salada referidos a las majas:


Éstas son las que han quedado
Legítimas españolas,
Porque las de los estrados
Sólo son un quid pro quo
De francés y de italiano.



Las de los estrados son las petimetras, madamas o usías, que han olvidado el recato y la discreción, no para expresarse con la agudeza y sinceridad de las populares majas, sino para adorar la ociosidad y el consumo de modas extranjeras. Desestabilizan el orden social aceptando cortejos fuera del matrimonio y descuidando la educación de los hijos. Quienes las acompañan y pagan sus caprichos como cortejos son los petimetres, currutacos, usías o pisaverdes. Están aquejados del mismo mal, la inutilidad social, y han cambiado la virilidad y seriedad españolas por el afeminamiento, la frivolidad y la fatuidad. Para Cruz, se trata de un mundo falso, vacío y superficial, lo que justifica en cierto modo que algunos señores se plebeyicen en los barrios bajos para huir del aburrimiento y hasta vivir amoríos y amistades.

Algunos tipos propios de los nuevos usos como el abate o el peluquero (que simula ser francés) cumplen funciones en la forma y el fondo de los sainetes: auxiliares en los diálogos, informativas para el nexo de escenas, ridiculizadoras por lo que atañe a la comicidad y ambientadoras en salones y calles, de visita o de paseo.

No podemos pedir que Ramón de la Cruz intuyera que las nuevas costumbres suponían un primer paso de la modernidad (que cultiva y consume ocio), así como una pequeña grieta para la independencia de la mujer respecto al padre y al marido, lo que le permitía pasear o ir al teatro. Los propios ilustrados critican el cambio sociomoral de su época, y Cruz no hace sino fortalecer la opinión y el conservadurismo del pueblo; como escribe Carmen Martín Gaite [1972: 82-83], los majos «insuflaban en sus hermanas, sus amigas y sus novias, el odio a todo lo extranjero, las afirmaban en los estilos tradicionales y, por lo general, les prohibían de modo tajante y autoritario el cortejo. [...] Se trataba fundamentalmente de esta diferencia: las majas eran, en sus actitudes y en su manera de querer, en su indignación, en su pronta respuesta, algo cercano, "de verdad"; las petimetras, puro dengue, filfa, "embuste"». Cruz se dio cuenta, eso sí, de las posibilidades escénicas de este enfrentamiento y supo darle grosor satírico y relieve cómico. La mera aparición del gracioso con sus gestos y su indumentaria, que lo definían como payo, majo o petimetre, ponía en marcha las convenciones teatrales de la caricatura a la par que los coloreados, simplificados reflejos de la realidad.

Por otro lado, y según habrá que ver al comentar los sainetes de costumbres teatrales, en Ramón de la Cruz pervive la confusión entre persona y personaje, entre realidad y ficción, que tan buenos resultados habían proporcionado al teatro breve y al de casas particulares. Así pues, los actores aparecen algunas veces como tales, con sus problemas amorosos, económicos o profesionales o con explícita alusión a sus características interpretativas.




Sainetes de costumbres

Los sainetes de costumbres requieren un cierto cuidado en el diseño escenográfico, la expresión corporal, el maquillaje y la indumentaria, el lenguaje, etc. Ya sea en el cuadro de tipos ya en el de ambientes, Cruz sabe elegir espacios verosímiles para el encuentro y la sociabilidad: la plaza de un pueblo manchego, el salón de una casa acomodada, un sarao o fiesta particular, un café o una taberna, el Paseo del Prado, el Rastro, una casa de vecindad... Por esta razón, la crítica del siglo XIX elogió su «verdad», es decir, su realismo, y otros estudiosos más recientes le aplican el término «mímesis costumbrista», que José Escobar [1988] acuñara para otros menesteres. Sin embargo, conviene recordar no sólo la innegable contextualización y actualización que aporta la obra de Cruz, sino también el peso intertextual y genérico de la tradición. La influencia de los códigos teatrales heredados es patente incluso en las nuevas figuras que pone sobre el escenario; por ejemplo, el comportamiento del marido casado con una mujer que acepta el cortejo no se diferencia sustancialmente del de tantos como lo precedieron en las tablas entremesiles y farsescas, aunque el final del sainete añada ahora la moralización. La caricatura y todos los recursos hiperbólicos, a menudo degradatorios, no se adecúan al realismo, provienen de un legado folclórico secular (cuando no milenario), por más que el pintoresquismo madrileñista del costumbrismo decimonónico se inspire en las exageradas pinturas de Cruz.

Según las posibilidades de los coliseos (decorados de interior y exterior, selva o lugar inculto, calle; utilería; etc.), el espacio escénico otorga una mayor o menor ilusión de realidad. A veces ambienta un solo grupo social, pero resulta más habitual que se encaren dos o incluso tres formas de vivir: así, una muchacha de barrio humilde es requerida por un petimetre de clase alta; unos señores a la última moda llegan a un pueblo; o un payo recala en la ciudad, donde actúa y dialoga ante personajes de distinta condición. La costumbre del cortejo, frecuentemente denostada por Cruz, puede servir para que aparezcan los distintos sectores sociales y, de este modo, oponer la correcta moral popular (incluso la campesina, no sólo la del pueblo artesano) a los nuevos usos de cierta clase adinerada. También son muchos los sainetes que transcurren en un salón, entre personas pudientes al menos en apariencia. Sin duda alguna, mezclando clases sociales o circunscribiéndose al mundo de los majos, la petimetría o los payos, los sainetes de costumbres integran la mayoría del corpus teatral del autor madrileño. A veces con explícito título sobre el objeto irrisorio: La petimetra en el tocador, El petimetre, El peluquero soltero y sus continuaciones...

La cantidad y calidad de burla y/o sátira sitúa en el grado máximo de ridiculización a cierta clase alta (petimetres cortejos, madamas...), por encima de los payos, como puede observarse en La civilización o Las usías y las payas. La presumida burlada ilustra muy claramente cómo Ramón de la Cruz busca una doble mofa (a la bobez de los rústicos y a la de los pisaverdes), para diversión del pueblo artesano. En cambio, la crítica al majismo (incluso a los tunos) suele ser más amable, lo que no obsta para que condene siempre cualquier deseo de subir de clase social. Fracasan quienes lo intentan por el camino del matrimonio y aparentan lo que no son o lo que no tienen.

Los usías contrahechos (1773) es una adaptación bastante fiel de L'usurier gentilhomme, comedia en un acto de Legrand, y ejemplifica la habilidad naturalizadora de Cruz: algunas alusiones a Madrid y La Mancha, las gracias de Chinita como señorito, el modo y la rapidez del desenlace, el consabido ultílogo final... proporcionan los rasgos habituales de sus piezas. Preparar una boda entre una muchacha pobre pero hidalga con un estúpido muchacho plebeyo pero rico, satisfaciendo las ambiciones y codicias de los progenitores, da pie a la obra, cuyo tema remite a una práctica habitual en aquella España y a la tradición teatral de enfrentar el dinero y el amor.

Los novecientos veinte versos de Las castañeras picadas (1787) -el más largo de Cruz- permiten cambios escenográficos y una abundante presencia de partes de cantado y baile. A dicha teatralidad, tan amena, hay que añadir la estructura en mosaico, que incorpora diversos episodios a la historia principal: dos majas garbosas disputándose el amor de Gorito, aprendiz de carpintero. Las réplicas son agudas y el movimiento escénico, rápido. La presencia de petimetres aporta algunas dosis de burla. He aquí un ejemplo del habla ocurrente de las majas:

TEMERARIA
¿Pintosilla, has reparado
en la mujer con quien hablas?
PINTOSILLA
¡Mucho! Nada menos que a
Geroma la Temeraria,
por mal nombre y peor lengua,
castañera de portada
de taberna.

[1990: 373, vv. 133-139]                





Sainetes de costumbres teatrales

Al amparo de la cercanía con el público, el teatro breve aprovecha la popularidad de sus mejores actores y el conocimiento que los espectadores tenían de sus habilidades y de su vida privada. Cruz lo utiliza con mayor proporción que otros ingenios anteriores: recordemos La maestra de gracias, de Luis Belmonte Bermúdez; El ensayo, de Andrés Gil Enríquez; o El vestuario, de Moreto. En efecto, don Ramón se beneficia de la pasión de los aficionados madrileños del último tercio del Dieciocho: había fervorosos partidarios de un local (el Príncipe) o del otro (el de la Cruz), de una tonadillera o de otra, etc. Como tantos entremesistas, don Ramón juega hábilmente a medio camino de la realidad y el teatro, por lo que alude muchas veces a las habilidades interpretativas de algún actor o actriz, o bien al físico, poco agraciado, de los graciosos; verbigracia, a la poca estatura de Chinita, incluso a la de Polonia. No sorprende, pues, que los protagonistas de los sainetes de Ramón de la Cruz, Miguel de Ayala y el mencionado Gabriel López «Chinica» (o «Chinita»), fueran tan populares que dieran título a varias piezas; otro tanto había ocurrido con «Juan Rana» en el siglo XVII.

Entre las distintas variedades de los sainetes con motivación literaria, destacan las introducciones y las loas dedicadas a presentar una compañía teatral al comienzo de temporada. Sobre la presentación de actores, la lista de obras resulta larga y a menudo provechosa para una futura historia de la interpretación del recitado y el cantado: La recepción de los nuevos, La niñería, El examen de la forastera, Recibimiento de Juan Ramos... No faltan tampoco, entre los intermedios de costumbres teatrales, los que se centran bien en las simpatías por un solo actor (que simula haber perdido los apuntes de la pieza larga o que se ha quedado afónico), bien en la obra que sigue: como botón de muestra, en la línea de inversión paródica, Manolo merece una Introducción que ayuda a aclarar las novedades de un sainete que el autor llama «tragedia ridícula».

El decorado inicial de El teatro por dentro (1768) sitúa la acción en la puerta de la calle del Lobo que daba acceso al vestuario del teatro del Príncipe, donde se estrenó precisamente. Los aficionados esperan a sus actrices favoritas, y todas las referencias biográficas y teatrales son exactas. Las conversaciones que se van entablando revelan las opiniones del público popular. El sainete se desplaza luego al vestuario, momentos antes de empezar la función, hasta que el final desemboca en la obertura de Más puede el hombre que amor, de Metastasio en traducción del propio Ramón de la Cruz. El teatro por dentro, de este modo, ha recorrido con nosotros el trayecto que une la realidad y la calle con la ilusión teatral y las tablas.




Sainetes polémicos

Con la seguridad del beneplácito de la mayoría de los espectadores, el sainete puede valer como instrumento para defenderse de los muchos ataques que padecía, tanto desde el punto de vista moral como desde el literario. No sobraban las tribunas, y ninguna poseía tan buen eco como el escenario de los teatros comerciales. También el sainete reafirma prácticamente el consumo cultural popular (las seguidillas, el bolero...) contra el baile y la música de procedencia francesa e italiana (el minué, las arias...). Lo hace de forma paralela a la exaltación de la virilidad masculina y de la decente honradez femenina. Según Cruz y su público, ambas son propias de la tradición española, frente a los nuevos usos extranjeros que provocan afeminamiento, frivolización, ruina y desorden. Por ejemplo, El italiano fingido satiriza el bel canto, según ha estudiado Luigi de Filippo [1964]; y, entre decenas de testimonios, baste La farsa italiana (1770), donde payos y cazadores aplauden las seguidillas que canta Polonia Rochel, famosa tonadillera, mientras se ríen sin acritud de la música italiana, que nadie entiende.

Algunos intermedios son tanto de costumbres teatrales como polémicos, al elogiar el teatro breve, su gracejo y sus actores y, al mismo tiempo, protegerse contra quienes critican sus defectos: el Sainete para empezar (1770). rebate las diatribas del citado «Joseph Sánchez» y pone de manifiesto hasta qué punto la necesidad de sorprender y agradar obliga al autor a aguzar el ingenio. Una vez más Cruz rebate a quienes critican sin dedicarse a la tarea de escribir para los teatros:

PEREIRA
Siempre estamos discurriendo
y echando la lengua un palmo
por los ingenios que son
del público celebrados;
¿qué tiene que en los apuros
que sin nada nos hallamos
bueno, sacamos lo que hay
sólo para salir con algo?
Y al que le parezca entonces
que es falta, o poco conato
de las compañías, traiga
piezas de gusto, aparato
y novedad, y verá que
son sus juicios temerarios.

[1985: 142, vv. 405-418]                


El «intermedio dramático» El pueblo quejoso (1765) inauguró la temporada de invierno de María Hidalgo y su compañía en el teatro de la Cruz de Madrid. El autor había recibido la condena de Nipho, Clavijo y Fajardo, etc., por lo que don Ramón proclama su voluntad de servir lo que pide el público, a pesar de los ataques neoclasicistas. Situados los actores en el escenario y entre el público, todo el local se convierte en un foro de debate acerca del teatro coetáneo. María Hidalgo, la directora, «agradecida y postrada al pueblo», concluye a favor de la variedad en la programación, incluyendo tragedias y comedias arregladas,


porque de esta suerte no haya
quejosos por nuestra parte,
y veamos si el mal estaba
en quien oye las comedias
o en quien las escribe.


[1996: 56, vv. 694-698]                





Sainetes paródicos

Asimismo, en una especie de metateatralidad o de teatralidad en segundo grado, cultivar la gracia del pastiche y la parodia encuentra un firme apoyo en dos rasgos fundamentales de los intermedios: en su condición secundaria e incluso vicaria dentro del conjunto de la función, y en sus raíces inversoras y transgresoras respecto a lo que goza de predicamento literario. Las comedias de magia y los dramas históricos gustaban, no lo olvidemos, en la medida en que repetían desde hacía décadas los mismos códigos verbales y extraverbales, aunque fueran cambiando ligeramente con la ayuda de la ingeniería teatral. La competencia que el público tenía de los géneros más aplaudidos y de sus convenciones era enorme, y, por su larga pervivencia, los grados de hipertextualización y architextualización convertían a menudo algunas comedias «nuevas» en pastiches de otras anteriores.

El lenguaje amoroso del teatro breve acostumbra a remedar jocosamente el del código convencional de las comedias, y la desemantización de conceptos tan manidos en los dramas heroicos como el del «honor» favorece también su desfiguración e inversión paródica en el género entremesil. Una vez excluido Zara [Lafarga, 1977], Manolo (1770) sobresale entre los veinte sainetes paródicos, ocho de Cruz, inventariados por Ida L. McClelland [1970:I, 277-278], no en balde se trata de una de las obras maestras del teatro breve español. Según la «Advertencia» del autor, el objetivo es parodiar la declamación importada e impostada de ciertas tragedias y dramas de honor [1996: 319], y hay un coro en forma de comparsas, agniciones, inversión de la sublimidad. Sin embargo, según creo haber demostrado en otro lugar [1996], la obra no apunta tanto a la tragedia neoclásica, escasamente conocida, como al recitado francés, a Metastasio, Zeno y la ópera italiana y, concretamente, a El Bayaceto, adaptación de la tragedia de Pradon y de un melodrama italiano, que había acabado de traducir el propio Cruz. La referencia a Le Cid, de Corneille, es también indudable, al igual que en el sainete coetáneo La fiesta de pólvora.

Tras una Introducción de ciento cuarenta y dos versos, el argumento de los trescientos setenta y dos endecasílabos arromanzados de Manolo posibilita el acanallamiento de los héroes y el contraste degradatorio entre lo sublime y lo vulgar, con parlamentos ironizados y llenos de equívocos amén de situaciones grotescas. El protagonista retorna a Lavapiés, después de su presidio, y frente a una taberna, en presencia de personajes del hampa y la prostitución («Potajera» es un sinónimo de «ramera»), desarrolla la relación de sus «probezas» («proezas»). Luego, «se dirime la totalmente devaluada cuestión del honor -"mi honor valía más de cien ducados" [1996: 269, v. 289], dice la Potajera- a partir de la promesa de boda que le hizo diez años antes, aunque ahora ésta mantenga relaciones con Mediodiente (que ama, a su vez, a la Remilgada) y en un final también paródico de las tragedias y los dramas de honor, todos van muriendo, con la burla de la retórica patética (las suspensiones, los apóstrofes, las interrogaciones indirectas, las referencias al destino, etc.) tras un combate a pedradas, patadas, cachetes y navajazos» [2003: II, 1672]. Toda la obra se inscribe también en la fosilización del sistema cultural barroco y de su axiología: para Julio Caro Baroja [1980: 66], Manolo «nos puede dar idea de un traslado paralelo de valores de la sociedad caballeresca a la sociedad artesana, del linaje al barrio». Y, en cuanto al sistema teatral, la pelea a puñadas y cuchilladas, el «honor» de los tunos, la promesa de casarse... contrahacen las comedias áureas. A pesar de lo que pudiera aventurarse, la obra rezuma la alegría de vivir de las calles y la creatividad (moral y comunicativa) del pueblo más humilde.




Sainetes de circunstancias

Las alusiones directas a la realidad complacen al público y pueden mover a risa. El recurso ha sido conocido por diversas culturas y en diversas épocas. Desde otro ángulo, no hay duda de la existencia de una cierta «estacionalización» de los intermedios, una manera de conferirles espacio y tiempo: Navidad motiva un ciclo temático, que se representa por esas fechas; el otoño trae consigo las castañeras y el verano las horchateras en las calles y en los escenarios; etc. No obstante, son raros los sainetes basados únicamente en un determinado suceso, y por lo general, las menciones a las circunstancias reales acostumbran a diluirse entre otras muchas estrategias jocosas.

Coulon ha detectado en los sainetes de Cruz referencias a problemas coyunturales tanto de índole económica como política; así, el aumento de vigilancia a raíz del motín de Esquilache, veladas quejas sobre la carestía de la vida, etc. Con mayor concreción, «la exhibición en la capital de un elefante, que causó sensación en 1773, inspiró en Cruz El elefante fingido, la llegada al año siguiente de la "Giganta" se halla en el origen de La boda de Chinita, y el rumor que corrió en 1776 sobre que bastaba con pulir ciertas piedras del cerro de san Isidro para convertirlas en diamantes fue explotado por don Ramón en El pedrero apedreado» [1993: 108]. El propio Cruz muestra clara consciencia de este subgénero, al rematar El elefante fingido con estos versos:

MERINO
Y si no agradó la idea,
siquiera por ser del tiempo.
CON TODOS
Supla este defecto más
quien suple estos defectos.

[1915-1928: II, 329b]                


Según la minuciosa investigación de Gabriel Sánchez Espinosa [2003], un elefante asiático, regalo a Carlos III, fue desembarcado en San Fernando de Cádiz el 24 de julio de 1773 y llegó el 27 de octubre a Madrid: El elefante fingido se estrenó sólo unos días más tarde, el 12 de noviembre [Andioc y Coulon, 1996: II, 703]. El papel que representan en la pieza los gitanos remite, evidentemente, a la negativa imagen que propició diez años después una pragmática contra el nomadismo, y la afición por lo exótico que revela este motivo es relacionable con la que gozaban los avances científicos. El interés por los inventos subyace en algunos sainetes de magia o en las linternas mágicas, y aflora en diversas ocasiones, ya sea en la pintura, el periodismo o el teatro: verbigracia, de la fracasada tentativa de elevar un globo en Gerona surgirá el anónimo y bilingüe Entremés de la máquina aerostática.




Algunas consideraciones finales

Si no nos hemos detenido algo más en la ideología de don Ramón, se debe a una razón incontrovertible: el sainetero está obligado a simpatizar con el público, y las ideas de sus obras no son tanto las ideas de autor como las que puedan encontrar fácilmente el aplauso... y la risa. Se trata de una risa general, colectiva, probablemente más estentórea en el patio y la cazuela que en las localidades caras, pero compartida por todo el aforo desde el propio contrato de lectura, desde la predisposición con que se asiste a la representación de un entremés o sainete. El público ha abierto el paréntesis sociomoral de la risa y, consecuentemente, agradece la anomia, que por contraste pone de manifiesto lo considerado como normal y correcto, pero de una manera amplia y no muy precisa. Cuando el público acepte otros gustos y otras morales, Comella e incluso González del Castillo se permitirán enfoques más liberales y menos conservadores de los nuevos usos y costumbres.

Por otra parte, y a modo de síntesis incompleta, no conviene insistir demasiado por razones de extensión en algunos puntos ya tratados: hemos intentado valorar en páginas anteriores las innovaciones del teatro breve de Ramón de la Cruz, innovaciones en la estructura y los tipos o figuras característicos del género. Con todo, hemos considerado que hay una cierta exageración crítica en quienes ven en su obra rasgos ilustrados y hasta neoclásicos, por lo que hemos subrayado el tradicionalismo moral y el casticismo de sus sainetes. Cruz sirvió al majismo y criticó la petimetría por nueva y extranjera, por ser un fenómeno social extravagante y minoritario. Salvo en las pausas descriptivas de la exposición costumbrista, el sainete prefiere la burla y la sátira que representar la normalidad. Por esto, como ha verificado Coulon [1993: 333-343] y contra el parecer general, los sainetes que dedica a los majos y majas son claramente una minoría. En cualquier caso, el encuentro o choque de distintos grupos sociales beneficia la acción y la risa.

Asimismo, ya hemos comentado que la complejidad de la sintaxis dramático-narrativa, una cierta causalidad en la concatenación de las acciones, el casi total predominio de los desenlaces conclusivos, la doblada extensión de las piezas... aproximan la obra de Ramón de la Cruz a la comedia. Sin embargo, es injusto valorar las estrategias de la comedia por encima de la estética de la comicidad farsesca, del ingenio, la agudeza o el disparate, no sólo desde un punto de vista general sino, particularmente, en el caso de Cruz. En efecto, el autor madrileño continúa empleando una buena parte de los recursos entremesiles, tanto los lingüísticos como los extraverbales... aunque sólo sea por el modo de interpretar de los graciosos, los vejetes y las terceras damas. No conviene, por tanto, vestir al santo moderno desnudando al viejo; ni rezar a uno olvidando los muchos milagros literarios del otro.

En tercer lugar, ante la caricaturización frecuentemente degradatoria, la ironía, la hipérbole, la muñequeización de los petimetres, el énfasis de los modales y la apostura en majos y majas... hoy resultaría imposible sostener el realismo y la verdad del teatro breve de Ramón de la Cruz. Nuestros conceptos sobre la estética de lo real han variado respecto a los que aplicaba la crítica del XIX, por muy interesantes que todavía sean las apreciaciones de Cánovas del Castillo, Valera o Pérez Galdós. Incluso no es dable exagerar sobre la novedad costumbrista del sainetero madrileño, tan obvia para historiadores como Hamilton o Sainz de Robles: hay, en Cruz, un deseo de retratar y de pintar, que los decorados permiten algo más a partir de las reformas en los locales llevadas a cabo en la época del conde de Aranda. Y hay también una aproximación al lenguaje y a ciertos temas coetáneos (el cortejo, la educación, el matrimonio desigual...). Pero, de la misma manera, el estudioso del teatro breve barroco o de los entremeses de Antonio de Zamora encontrará ejemplos parecidos, muestras equiparables. Piénsese en los lindos y en los gurruminos a propósito de los petimetres, y en los intermedios costumbristas del Diecisiete.

La producción saineteril de Ramón de la Cruz prueba que con viejos mimbres puede hacerse un cesto nuevo. El dictado del público favorecía el casticismo tradicionalista y nacionalista, pero Cruz incorpora autores de la talla de Molière, Marivaux o Favart y, al amparo del éxito popular, alarga los intermedios, lo que le permite alejarse de la morfología y la tipología rudimentarias para acercarse a otras necesidades del consumo cultural. Hijo de su época, don Ramón no olvida la utilidad moral según Horacio, cultiva la polémica, adopta parcialmente la dignitas hominis en una comicidad que admite la risa franca y el esbozo de una sonrisa... Por todo lo cual, si González del Castillo dibuja una imagen de lo andaluz que seguirán Estébanez Calderón y tantos otros a lo largo del siglo XIX, Cruz perfila el madrileñismo decimonónico. Así lo leyeron y lo adoptaron como suyo en aquella centuria.

Hoy Coulon [1993: 564] ha reforzado los lazos entre Ramón de la Cruz, por un lado, y Tomás de Iriarte y Leandro Fernández de Moratín, por otro. Incluso en lo que peor sobrellevamos de la comedia neoclásica (su moralización), Cruz fue en cierta manera un precursor. Pese a los recelos coetáneos y el muy distinto tratamiento del material referencial. Por mi parte, creo que deberíamos dar otro paso crítico: si el teatro moderno se caracteriza por el predominio del diálogo y de la interacción de los personajes, es posible leer -contra el prejuicio antipopularista y antisainetesco- un buen puñado de piezas de Ramón de la Cruz como un primer hito en el camino de la dramaturgia de la intimidad y la cotidianidad.






Ediciones

  • Cruz, Ramón de la, Nuevo drama cómico-harmónico intitulado: Quien complace a la deidad acierta a sacrificar, Madrid, Imprenta de Antonio Muñoz del Valle, 1757.
  • ——, Bayaceto, autógrafo de 1769 (Biblioteca Histórica Municipal de Madrid, I 4,1 Olim 1-91-11).
  • ——, Manolo. Tragedia para reír, o Sainete para llorar, Madrid, Joaquín Ibarra, 1784.
  • ——, Teatro o colección de los sainetes y demás obras dramáticas, Madrid, Imprenta Real, 1786-1791, 10 vols.
  • ——, Colección de los sainetes, tanto impresos como inéditos, ed. Agustín Durán, Madrid, Imprenta Yenes, 1843, 2 vols.
  • ——, Sainetes de..., en su mayoría inéditos, ed. Emilio Cotarelo y Mori, Madrid, Bailly-Bailliére, 1915-1928, 2 vols.
  • ——, Doce sainetes, ed. José Francisco Gatti, Barcelona, Labor, 1972.
  • ——, Sainetes, ed. Mireille Coulon, Madrid, Taurus, 1985.
  • ——, Sainetes I, ed. John C. Dowling, Madrid, Castalia, 1986.
  • ——, Sainetes, ed. Francisco Lafarga, Madrid, Cátedra, 1990.
  • ——, Sainetes, ed. Josep Maria Sala Valldaura con la colaboración de Nathalie Bittoun-Debruyne, Barcelona, Crítica, 1996.


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