Ramón de la Cruz, crítico de sí mismo: el prólogo de 1786
Josep Maria Sala Valldaura
Universidad de Lleida
Apenas hay excepciones en la crítica y la preceptiva que inaugurara la Poética (1737), de Ignacio de Luzán; acaso el Manifiesto por los teatros españoles y sus actores (1788), del actor Manuel García de Villanueva. Al menosprecio estético del teatro popular y del teatro breve se añade una condena moral. Incluso quienes defienden el teatro español del siglo XVII, desde el Discurso crítico sobre el origen, calidad y estado presente de las comedias de España (1750), de Tomás de Erauso y Zavaleta, observan lo que gusta al público del XVIII como una degradación de lo anterior. Cuando Ramón de la Cruz prologue su Teatro (1786-1791), en el primero de los diez volúmenes de que consta, el neoclasicismo teórico y crítico habrá ganado en casi todos los frentes, y hasta el complejo de inferioridad de los autores de las obras populares se manifestará en intentar calificar como tragedias lo que no dejan de ser dramas heroicos.
Sin embargo,
dentro de esa dictadura ilustrada del neoclasicismo imperante en la
teoría y la crítica -y contra ella-, Ramón de
la Cruz ha pactado con el público popular, y recurre a los
juicios y aplausos del patio, las gradas o la cazuela cuando la
prensa recrimina su práctica teatral. Según revelan
los sainetes de costumbres teatrales, al menos desde comienzos de
la década de los sesenta Cruz se ha dejado llevar por el
«paladar del vulgo»; y en el prólogo de 1786
tendrá que sacar a colación, para defenderse, a Lope
de Vega, Terencio, Plauto o Menandro, Apolodoro,
Aristófanes. En cualquier caso, Cruz va a contradecir con
sus versos y su práctica lo que había sostenido en
1757, en el prólogo a Quien complace á la deidad
acierta á sacrificar, cuando se ofendía ante
«el lastimoso espectáculo de los sainetes» o se
lamentaba de quienes únicamente intentaban «complacer a la plebe»
1.
Cotarelo y Mori arguye razones económicas para explicar tal
cambio2,
pero no son desdeñables -creo- ni los motivos sentimentales
(la fama, el creciente amor por «el teatro por dentro»)
ni la paulatina radicalización a que le obligan las
sucesivas polémicas, empezando por la de Nifo en esos
primeros años sesenta: en ausencia, obvia, de una preceptiva
popularista, apela al juicio del pueblo. Como tantos autores de
tantas épocas.
En el prólogo de 1786 cita a Lope, y también se menciona elogiosamente el Theatro Hespañol de García de la Huerta, se critica a «los Tirabosquis y Massones», y se busca el amparo de la tradición española (Solís, Calderón, Salazar, Moreto, Zamora, Cañizares). Sin embargo, en un eclecticismo astuto, no olvida el abrigo de Jovellanos, López de Ayala, Tomás de Iriarte o Trigueros. Con todo ello, Cruz muestra una gran habilidad, al igual que cuando exhibe su conocimiento del teatro francés coetáneo, el más prestigioso, o se apoya en los clásicos frente a los ataques que Napoli Signorelli le dedicara en la Storia critica dei teatri antichi e moderni (1775); estos ataques acababan de ser traducidos y divulgados por Sempere y Guarinos en su famoso Ensayo de una biblioteca española de los mejores escritores del reynado de Carlos III (1785-1789)3. Cruz arremete contra el teatro italiano para así replicar, directa e indirectamente, a Napoli Signorelli, y quizás por eso aluda al parecer crítico de algunos jesuitas expulsos como Xavier Llampillas y Juan Andrés. Sin duda, por sus referencias a la teoría teatral clásica y contemporánea, las páginas con que presenta su Teatro ponen de manifiesto la alta competencia cultural de Ramón de la Cruz, pese a sus frecuentes protestas de ignorancia.
Mediante la publicación de una antología de sus obras, el escritor madrileño persigue un legítimo y doble propósito, que se evidencia hasta en el propio título, al recordar «innecesariamente», su condición de poeta neoclásico: Teatro, ó Colección de los Saynetes y demás obras dramáticas de Don Ramón de la Cruz, entre los Arcades Larisio. Por un lado, quiere rehabilitar su nombre entre los autores de teatro (neoclásico, claro está), y, por otro, se propone legar a la posteridad aquella parte de su producción que, según su criterio, pueda otorgarle la estima y consideración de buen escritor. Viene a ser lo mismo, de tener en cuenta la imposibilidad estética y moral de defender el género que cultiva casi siempre.
Pero, ¿es
así?, ¿podía Ramón de la Cruz defender
teórica y críticamente su teatro menor? Para
intentarlo, el prólogo de 1786, que es un excelente ejemplo
de discurso polémico, se sirve de las
«calumnias» de un rival adecuado, no español,
conocido aunque de regulares dotes críticas, Pietro Napoli
Signorelli. Recurre, asimismo, a las auctoritates de su
tiempo y a las clásicas, especialmente, a Horacio -y a
Aristóteles, Cicerón, Estrabón, Quintiliano,
Longino, Boileau...-; y subraya la tradición clásica
del sainete al atestiguar la existencia de intermedios en el teatro
griego. En su empeño, sacrifica Ramón de la Cruz en
el altar del neoclasicismo y de acuerdo con el Memorial
literario, una zarzuela, El licenciado Farfulla, por
haber elegido «un sugeto
perverso»
4,
es decir, por razones morales; de ahí que varíe su
final en el tomo sexto de su Teatro, con el fin de que la
falta del protagonista no quede impune.
Además, a sabiendas de que el público de tal edición no iba a ser el mismo que el de las ediciones sueltas ni formaba parte de los mosqueteros del patio, omite hasta La maja majada, ya casi al final del tercer tomo, los sainetes centrados en los barrios más populares y en el majismo. Para mostrar la variedad de su producción, intercala algunas comedias y zarzuelas, atento a ofrecer una selección representativa de su obra como conjunto pero sin merma de la amenidad. Algunas piezas adaptadas o traducidas figuran entre las propias, por el convencimiento de que ésta es la práctica consuetudinaria del teatro: hacía lo mismo el propio Molière, le indicará a Signorelli para rebatir una de sus «calumnias», aunque no descuida por el otro cabo defender su «traducción estudiada» (p. LVII) de la Eugenia de Beaumarchais o de obras de autores como Zeno y Metastasio.
Ramón de la Cruz podía pensar en rehabilitarse ante los neoclásicos y el público culto, porque no sólo una parte de sus traducciones había sido hecha para la reforma del teatro español, sino también porque el cultivo de las petites pièces era más o menos reconocido en Francia5, porque merecía su obra el aplauso «embozado» de muchos ilustrados más o menos afectos de plebeyismo, y porque «Larisio Dianeo» no creía estar tan apartado de los círculos culturales: el conde de Aranda y sus amigos habían alabado la zarzuela heroica la Briseida. No se trata, pues, de una conclusión cínica la que cierra su prólogo de 1786: está abogando por un teatro «correcto». Su concepción teórica no es otra, y por tanto acaba pidiendo sinceramente la intervención de Carlos III y de Floridablanca en favor de un teatro moral y estéticamente reglado, al igual que hacían y harán sus enemigos más recalcitrantes. Su prólogo reclama un lugar y una consideración positivos en la escena española, pues Ramón de la Cruz piensa que posee bastantes más méritos que los que esgrimen la mayoría de sus detractores... aunque sólo sea porque muchos no escriben teatro o han fracasado en sus tentativas.
Como
crítico, al poner en práctica dicha teoría,
Cruz valora forzosamente su teatro mayor a la vez que descalifica
las obras cortas que sólo habían admitido el aplauso
de lo oído «con
velocidad»
(p. XXIV n. 2) o
aquéllas otras que habían sido flor de un día,
fruto de las circunstancias («las
casualidades, o la práctica particular de las
compañías españolas»
- p. LXXII-),
como las loas e introducciones.
Salvo en estas excepciones, el autor madrileño parece estar muy seguro de su talento como copiador a lo vivo de la realidad y, con algunos reparos, como autor que no falta a la debida moralidad del teatro. En cuanto a este segundo aspecto, sus concesiones críticas al neoclasicismo imperante son harto reveladoras: la selección de su Teatro favorece la proporción de los sainetes con ambiente urbano de clase media y con una condena ética a ciertos nuevos usos; da quizás demasiada importancia a su teatro mayor; refuerza el contenido moral, con unos versos preliminares extraídos de la pieza a modo de presentación de su moraleja; oblitera no sólo lo censurado en los manuscritos presentados para las licencias y aprobaciones, sino -al menos en algunas ocasiones- los fragmentos más mordaces contra la sociedad madrileña. Para corroborar esto último, se pueden confrontar el manuscrito de Las superfluidades (1768)6 y su edición en el tomo primero, y hacer otro tanto con la adaptación La presumida burlada, en ese mismo volumen treinta y tantos versos más corta y con final más redundantemente moral que si se hubieran respetado las copias y el autógrafo de 17687.
Debía de influirle asimismo el público a quien iba destinado su Teatro, entre cuyos suscriptores aparecen los nombres de bastantes ilustrados, porque -como ha demostrado Mireille Coulon8-, simultáneamente a la publicación de los últimos tomos, Ramón de la Cruz continuaba sacando a escena el pueblo bajo madrileño y sus costumbres.
Por tanto, Cruz
intensificaba la moralidad y hasta la moralina de su teatro,
reconociéndose en parte culpable, pero no cedía mucho
terreno. Quedaba por lo demás inmóvil frente a los
envites de Napoli Signorelli en materia estrictamente literaria:
fijaba el madrileño su postura y su práctica con el
sólido apoyo de los mismísimos preceptistas
clásicos, y se consideraba (al modo del buen libador que
elabora su propia miel de las mejores flores clásicas) un
«trapero literario»
(p. XXXI),
un autor que mediante el uso del sermo humilis, guardaba el decoro en la
copia «al vivo» del «populacho»
(p. XLIII), equiparable
pues a Menandro, Apolodoro o Terencio y fiel seguidor de Horacio,
Longino y Boileau. «Yo escribo y ella [la
verdad] me dicta»
(p. LVI) o la máxima «para copiar acciones vulgares, y ridiculizarlas,
debe el poeta pensar como los sabios, y hablar como el
vulgo»
(p. LI), sintetizarían la defensa de su
obra por parte de Ramón de la Cruz en este prólogo de
1786, verdadero «Arte nuevo de hacer sainetes en este
tiempo», para volver a otro panegirista de sí mismo,
Lope de Vega.
Cabe esgrimir otro ejemplo para quien le cueste aceptar lo que aquí estoy defendiendo, tan a trasmano de la recepción inmediatamente posterior de Ramón de la Cruz y contra la corriente de buena parte de la crítica que lo ha estudiado. La «advertencia» con que edita, en 1784, el Manolo demuestra también cómo Ramón de la Cruz no dejó de pensar en el neoclasicismo como modelo deseable y buscó, en su última época, la consideración y estima de la élite cultural. Según el propio escritor, «conozco el mérito de las buenas tragedias; y miro su dignidad con tanta veneración como desengaño de ser obras muy superiores a mi instrucción y mis talentos», y «por lo mismo protesto no ha sido mi ánimo, no lo es ahora ridiculizar dramas tan respetables», sino su mala declamación9: Cotarelo y Mori pensó que mentía, los demás han ignorado el tema... y mi parecer, al abrigo de las acotaciones de los manuscritos especialmente cuidadosas con el tono, es que Ramón de la Cruz dice lo que piensa, desde luego en esta oportunidad no tan lejos como se supondría del discurso crítico de Montiano y Luyando.
La
recepción inmediatamente posterior de la obra de
Ramón de la Cruz... Contrariamente a sus deseos manifestados
en el prólogo de 1786 y sobre todo en la selección,
lo que se recordaría y valoraría iba a ser la imagen
de un Cruz iniciador del costumbrismo popular, fuente del
género chico y origen, como dirá el propio Mesonero
Romanos10,
de la «manolería» madrileña. Unos
años después, Ramón de la Cruz recibirá
la ratificación de su realismo (verdad, verosimilitud,
decoro, copia de la realidad, para emplear términos de la
poética dieciochesca), nada menos que de la mano de
Pérez Galdós: la época de don Ramón no
comprendió «que era fielmente
retratada en unos pasillos cómicos, frívolos,
pedestres, tabernarios a veces, destinados sólo a hacer
reír»
11.
En el prólogo de 1786, cegado por las luces
neoclásicas y por el propósito de ganarse un lugar al
sol en el parnaso del Dieciocho, Cruz tampoco lo había
comprendido exactamente, pues había acentuado la
moralización de algunas obras y había seleccionado de
acuerdo con el público que pensaba que iba a leer los diez
tomos de su Teatro. No podía conducirse de otro
modo, de la misma manera que tampoco podía entender hasta
qué punto nos iba a interesar hoy, en las
postrimerías del siglo XX, recuperar de los márgenes
de los manuscritos de los apuntadores, aquellas indicaciones para
la representación que él -como todos- estaba
eliminando en la edición de sus obras.
Hoy, en las
postrimerías del XX, cuando el majismo ha dejado la calle
para convertirse en museo e incluso en historia de las
mentalidades, volvemos al sainete como «historia»
(p. LVI) del siglo XVIII,
según deseaba Ramón de la Cruz que fuesen sus
cuadros. Comprendemos así que la moralidad de quienes
consideraban el teatro como escuela de buenas costumbres
erró el juicio estético de algunos ilustrados. Por su
parte, nuestro sainetero -cuya cita de Diderot debería de
ponernos sobre aviso de su lucidez crítica- había
conseguido que, dos siglos después, valoráramos por
su valor literario el género que cultivó y
renovó. «Don Ramón de la Cruz fue quizás
el primero entre nosotros que se puso en el buen camino de la
comedia», aseveró en aparente paradoja Agustín
Durán12,
y Mariano José de Larra opinaba seguramente lo contrario
cuando apoyaba sustituir los sainetes por los vaudevilles franceses,
«más decentes que
aquéllos»...13
Como podemos observar, la historiografía de la literatura da muchas vueltas sobre sí misma y contra sí misma, pero continúa habiendo motivos para volver a los sainetes de Ramón de la Cruz. Si nos ayudamos de su prólogo de 1786, alabamos -sin necesidad de compartirlos por entero- sus esfuerzos por aproximarse a la estima de los cultos, captamos su habilidad y astucia en transformar en amigos de su práctica teatral a quienes se solía citar para condenarla, y coincidimos, en una nueva aparente paradoja, en la creencia de que fue capaz de pintar a lo vivo, pese a seguir los dictados del público y de un género tan codificado y redundante y con tanta tradición.