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Ramon Muntaner, guerrero y cronista

Biografía escrita, con motivo de la colocacion del retrato de tan ilustre personaje en la galería de catalanes célebres1

Antoni de Bofarull



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Excmo. Sr.:

SEÑORES:

  —3→  

Tan vasta, tan compleja y tan accidentada es la historia del excelso personaje cuyos timbres renovamos en este dia, con la necesidad imprescindible de condensarla en breves páginas, y tan numerosas y diversas son las faces del héroe, cuya vida, pública é íntima, ha absorbido nuestro espíritu por largas vigilias, que no podemos empezar el relato, sin iniciarlo con una frase salida de su pluma, en un caso análogo ó parecido, pues hablando el gran cronista del valeroso Guillermo Galcerán de Cartellá, dice que si hubiese de narrar sus maravillosas proezas, el libro que las contuviera resultaria tan extenso y abultado como el de Lanzarote del Lago.

Quien conocia la gran fábula inglesa, de seguro que tenia educada la imaginación, y pues como esta referencia son muchas las que se encuentran en su obra maestra, alternando con noticias de la historia antigua, con poéticos recuerdos mitológicos, con descripciones de países y citas de eminentes personalidades, adorno todo esto para la pintura del gran cuadro que nos ofrece, cuyo asunto forman los grandiosos sucesos de que él es testigo y héroe á la vez, las empresas, por larga série, de los más famosos reyes de Aragon, Condes de Barcelona, las glorias de la nacion más prepotente de la Edad media, justo es deducir que la fuerza de la imaginacion era más viva, porque educada estaba tambien la inteligencia, porque el juicio acompañaba á ésta en todos sus actos, porque quien estas dotes poseia era hombre cabal, sobresaliendo por instruido á sus contemporáneos, tan valiente como todos ellos, pues al igual de César y del César aragonés Jaime I, lo mismo manejaba la pluma que la espada, y alentaba su pecho   —4→   un espíritu de empresa, que, como individual, parece, ciertamente, más propio de siglos muy posteriores que de aquel en que se inspiraba y se movia.

A un genio de tan relevantes prendas, al que, sabiendo ser soldado, tuvo la calma y serenidad de espíritu indispensables para ser historiador, al que explicando la verdad supo hacerla más atractiva con el realce de poéticas imágenes, al que amante de las letras no fué su conocimiento obstáculo para acreditarse de maestro en la pública administracion y en la organizacion de vastos planes, jóven ó viejo, brillará siempre en cuantos asuntos intervenga, pero con más facilidad podeis aquilatar el vigor de su fibra, el fuego de su ardiente corazon, nunca envejecido, si lo considerais trasportado, en los mejores años de su vida, al país más rico en pasadas memorias, donde cielo y tierra inspiran al que los contempla, al teatro donde se han resuelto los más grandes problemas de la humanidad, donde cada piedra es un recuerdo, y cubren la tierra, en revuelto museo, restos y emblemas de todas las sociedades antiguas, civilizadas ó bárbaras, si imaginais el convencimiento que habia de tener nuestro héroe, ante ejemplos tan elocuentes, de que él y sus amigos iban allí para ser trasunto fiel de los héroes positivos ó legendarios de otras edades. No podia ser el resultado de los viajes de Marco Polo, sin tiempo para hacerse públicos, lo que llevara al personaje que historiamos á regiones apartadas y poco visitadas entonces de los occidentales: fué sólo su aficion, su deseo, y aprovechando la primera ocasion que se le ofreció, como que se la daba una empresa heróica, allá corrió para participar de ella, y cuanto más se familiarizó con el nuevo y variado suelo, en honra del nativo, más hábil se fué sintiendo para coadyuvar al renombre de la patria á que debia tanta dicha. El Oriente, el Ultramar de los siglos medios, era el país á que aludimos, el lindero de Asia y Europa, tantas veces cruzado por todos los pueblos descompuestos de la Escitia bajo mil nombres distintos, la fatídica tabla donde se quebró el poderoso Imperio romano, precipitándose á su disolucion, el rincon donde se refugiaron la jurisprudencia y filosofia, vacilantes entre el mundo pagano y el cristiano; el Oriente, con su Grecia, la madre de la sabiduría,   —5→   la maestra de Roma, presentando en cada una de las islas de su archipiélago la memoria de una divinidad mitológica, de un combate sangriento, de un canto heróico; con la vecindad de reinos y comarcas, que aunque conocidos entónces por nombres variados, las ruinas de su grandeza obligan de contínuo á renovar su nombre antiguo y su historia, que poco importa se apellide Morea el Peloponeso, quedando Arcadia, Corinto la ciudad del Sol, Esparta y Patras, el lugar de la fábula de Tántalo cantada por Ovidio, que no exista el reino de Macedonia, ilustrado por Filipo y Alejandro, si no desaparecieron la Tesalia, el Epiro, la Tracia, y al saludar el Pireo se recuerda que fué la morada de las musas; si, al divisar á Salamina, que fué la cuna de Homero, la vista se clava involuntariamente en las aguas, por parecer que en ellas se trasparentan todavía los destrozados buques de la armada de los persas, conducida por Xerjes; si, al tropezar con las Cíclades, se las ve conservadas todavía, formando preciosa corona, entorno de Delos, donde nacieron Apolo y Diana, atractivo constante de la juventud griega por razon de sus imponderables fiestas. No importa que Constantinopla se llame Bizancio, que Romanía signifique los dominios de los sucesores de Constantino y Justiniano: los recuerdos pasados, para quien los conoce, brotan de las mismas ruinas, enardecen el ánimo, acaloran la fantasía, y si allí existe un pueblo cristiano amenazado por nuevos irruptores, fanáticos por su ley, bárbaros por su índole, la empresa que tienda á socorrerlo, aun siendo heróica por su objeto, y por la gente que la lleve á cima, se sublimará más y más, al desarrollarse en el nuevo suelo que van á pisar los auxiliares, entre los cuales si un conocedor hay, como nuestro personaje, del valor que tiene cuanto le rodea y admira, sentirá, irremisiblemente, acalorarse la imaginacion, latir con fuerza el pecho, impacientarse el brazo, y será cantor, historiador y soldado, héroe en fin sobre los demás héroes cuyas hazañas describa, por ser partícipe, á la vez, de sus quebrantos y de su gloria.

Ved si con razon, pues, al saludar la gran figura que nos toca describir, el intrépido guerrero, el famoso cronista catalan Ramon Muntaner, -nombrémoslo ya,- debemos hacer   —6→   uso de la frase que él mismo emplea al hablar de otro héroe, declarando que, para darlo á conocer completamente, necesitaríamos un libro mayor que el de Lanzarote.

La ocasion no es oportuna para extendernos, que solo venimos aquí á justificar el acertado acuerdo de la generosa Municipalidad Barcelonesa, al elegir para la galería de catalanes célebres que va formando, los personajes más ilustres que registra la Historia de Cataluña; venimos, en una sesion solemne, en una fiesta anual, á delinear una figura en su conjunto más que en sus mínimos detalles, para que de ella, de su merecimiento, ante la imágen material, juzgue el público cuán verdadero y fundado es el timbre que la eleva á alcanzar esta honra póstuma con que se la distingue; así que, nos limitaremos en este especial caso solamente á exponer lo más indispensable, que, no hay duda, bien se puede deducir por un boceto el mérito de la acabada estátua que, por él, se pretenda modelar.

Acontece con nuestro personaje lo que se observa con todas las eminentes personalidades, cuyos hechos, llenando las páginas de la Historia, son universalmente conocidos, que ni necesitan de sobrenombres, ni hay precision de mentar los títulos que les prodigaron sus contemporáneos y admiradores, para evitar que se confundan con otras entidades, pues basta mentar su solo apellido, para comprender desde luego que se trata de una especialidad suprema. A secas, Ramon Muntaner, sin agregar tan siquiera el apellido materno, es como se ve nombrado á nuestro personaje en la correspondencia con los reyes, en los registros de la Cancillería y en las referencias de todos los autores antiguos y modernos.

Poco nos costara declarar el lugar de su cuna por sabido, pues bastara nombrarlo, como su pertenencia á la nacionalidad catalana, pero sofísticas cavilaciones han introducido la moda de disputar esta gloria á Cataluña, pretendiendo atribuirla á otra region. Honrosos celos de gloria hacen que diversos pueblos se crean patria indudable de Dante, de Virgilio y de otras celebridades, siendo la causa de tan disputado derecho la omision de este primer dato de la vida en las obras de   —7→   las mismas entidades codiciadas, ó la confusion de quienes, ocupándose de ellas, por veneracion y afecto, hicieron de su deseo conjetura, y de la conjetura aserto. Pero no puede ser así con Muntaner, y hasta queremos hacer la justicia de pensar que los hombres sérios é instruidos de la region que se pretende poner en lucha con Cataluña para arrebatarnos esta gloria, no darán la menor importancia á un supuesto volandero que no puede ser inventado sino por quien no tiene idea de la crítica, ó la desprecia ante la verdad histórica y justificada precisamente por el mismo cronista. Si este es estimado y venerado, lo debe á la fama de sus hechos, y el conocimiento de sus hechos se debe, más que á todo, á la crónica que escribió, repertorio y fuente de datos inagotable, sin los cuales muchos historiadores no hubieran podido describir la época más brillante y gloriosa de los Condes-Reyes de Aragon: con que mal se aviene celebrar á un autor por sus obras y empezar negando la autenticidad de sus palabras, oponiéndose á lo que él consignó de sí mismo sin el menor interés. No una sola vez, de modo que no puede imaginarse error por ningun estilo, sino varias declara Muntaner cuál es el lugar donde vió la luz primera: ya en el prólogo de su obra, al exponer la ficcion poética de que se vale para principiarla, declara que es natural de Peralada; en el capítulo II, al gozarse en el recuerdo del gran rey D. Jaime, de cuyas proezas va á ocuparse, por ser otro de los reyes que alcanzó á ver, y conoció, justifica el motivo, diciendo: «por cuanto yo le ví, siendo muy jóven todavía, y hallándose dicho señor rey en Peralada, donde yo nací, por cierto que se hospedaba en la casa de mi padre En Juan Muntaner, que era de las mejores de aquel lugar, y estaba al extremo de la plaza;» confirma luego parte de esta noticia en el capítulo XXIII, al reseñar minuciosamente los obsequios dispensados por D. Jaime á su yerno, el rey de Leon y Castilla Alfonso X, cuando vino á estos reinos, con el pretexto de ir ambos al concilio II Lugdunense, atravesando, desde Valencia, con tal motivo, todo el Principado, y permaneciendo toda la comitiva un dia en Peralada, «lo que recuerdo (dice el cronista) porque entonces era yo mozo, y ví al dicho rey de Castilla y á la reina,   —8→   que durmieron aquella noche en un aposento de la casa de mi padre, el mismo en que, como os he referido, se habia hospedado el antedicho señor rey En Jaime de Aragon; por cierto, que se abrieron siete portales en la casa de Bernardo Rosinyol, que lindaba con la de mi padre, para que el rey pudiese pasar al cuarto de la reina, como sucedió en efecto, pues juntos pasaron aquella noche la reina y el rey de Castilla;» y por último, repite la idea de su orígen, de una manera más expresiva si cabe, puesto que consigna como se vieron privados él y los suyos de permanecer en su pueblo natal, por efecto de una catástrofe, que quizá fué el móvil de su actividad futura, consistente en haber incendiado los almogavares á Peralada, cuando la guerra entre Pedro el Grande y Felipe el Atrevido, rey de Francia, catástrofe que lamenta el sensible cronista, reconociendo el deber que tiene el rey de Aragon de indemnizar al señor de la villa quemada, y á cada uno de sus naturales, que perdieron todo cuanto tenian en servicio de aquel: «como me sucedió á mí (concluye el cronista) y á otros, que habiendo perdido gran parte de lo que allí teníamos, no hemos podido volver despues, antes hemos tenido que correr por el mundo, buscando fortuna, á fuerza de mal trabajo y de muchos peligros por que hemos pasado.»

Os parecerá, señores, que es sobrada justificacion esta para probar el primer dato de la vida de un hombre en una sencilla biografía, pero bien lo podeis dispensar, si atendeis á que era indispensable una vindicacion cuando se pretende disputar una gloria, y á que es el primer título por el cual, sin temor ni sospecha, pueda Muntaner ocupar el lugar que le corresponde en la galería de Catalanes ilustres. Además, que las alegaciones referidas sirven en cierto modo para conocer cuál era la familia y la edad ó fecha del nacimiento de nuestro personaje.

Cierto comentador histórico, por el apellido de éste, ha inducido que alguno de sus parientes habria tomado parte en la conquista de las Baleares, y aun cuando ningun Muntaner asoma en el Libro del Repartîmiento, es indudable que los habia en Mallorca, como que, en 1298 existia uno de igual nombre y apellido que el Cronista, posesor de casas y censos en   —9→   la isla y en Barcelona2, tal vez perteneciente á una rama de la misma familia, ó á otra, mera homónima de la de Peralada.

Es de consignar, sin embargo, que unos y otros escriben el apellido tal como aquí lo presentamos, y que el haber mudado la primera vocal del mismo es solo rutina quo fueron siguiendo los autores que escribieron en castellano, quizá por ver otros, que ofrecen esta variante, ó mas bien por seguir, sin sospecha, al primero que lo equivocó.

Claro se ve que, aun siendo los Muntaneres de Mallorca parientes del nuestro, no constituian su familia íntima, ya que, por boca del mismo, se sabe que su padre vivia en Peralada, que allí se mantenia su casa paterna en el reinado inmediato, en tiempo de Pedro el Grande, y solo por el fracaso ya explicado, acaso se trasladaron los suyos á Valencia definitivamente, dado que antes pasasen temporadas en este reino, como alguien supone, por tener allí propiedades, lo que no priva que la residencia preferida fuese en la poblacion catalana, donde los encontramos al pasar los reyes para el Concilio, que fué en 1274, esto es, muchos años despues de la conquista del citado reino, que tuvo lugar en 1238.

De todos modos, en Peralada ó en Valencia, la familia Muntaner nada tiene, en nuestro concepto, de aristocrática, perteneciendo tan solo á la clase de propietarios, mas ó menos acomodados, como que nos consta poseyeron alguna finca en uno y otro punto, y esto lo consignamos precisamente para mayor gloria de nuestro personaje, pues mas digno de admiracion es el que se remonta á grande altura, cuanto mas humilde es el punto desde donde ha emprendido el vuelo. Poca aficion tendria nuestro héroe á encumbramientos de apariencia y al oropel de sangre y alcurnia, cuando en su vejez, posesor ya de una envidiable fama, viviendo feliz y tranquilo, y siendo cabeza de nueva familia, en Valencia, al celebrarse la coronacion del rey Alfonso IV en Zaragoza, se contentó, y bien satisfecho por cierto, con ir de comisionado   —10→   por aquella ciudad, entre los seis que envió á la fiesta, representacion que, como derivada de la Municipalidad, hace colegir que á lo mas pertenecerian los enviados á la clase de ciudadanos, tales como los describe el historiador heraldista valenciano Madramany. En aquella tan deslumbradora fiesta, segun dice el propio cronista, donde hubo una congregacion de gente tan escogida como jamás se haya visto en ninguna otra de toda España, donde acudió toda la nobleza de estos reinos y de otros vecinos, de Castilla, de Murcia, de Provenza, Gascuña y Francia, el amigo de los reyes y de los infantes, el que tantos mandos y señoríos habia tenido en su mano, el venerado tanto por sabio como por valiente, no revelaba el menor indicio de envidia, como nota el traductor italiano Moise, contra los que se habian colocado en una gerarquía social diversa de la suya, como si no fuese aquel que se habia encontrado en treinta y dos batallas por mar y por tierra, y esto es tan cierto, añadimos nosotros, para fijarnos mas y mas en el noble carácter de Muntaner, como que, al pintar él mismo con la mayor sencillez la situacion en que se encontraba, su contento se cifra solo en hacer saber que él y sus compañeros de comision fueron los primeros que salieron á recorrer la ciudad de Zaragoza, precedidos de la dulzaina y el tamboril, que se llevaron sus hijos y sus sobrinos, los cuales iban con arneses de torneo, que durante los dias de la fiesta regaló trajes de paño de oro y otros géneros á diferentes juglares, que tuvieron casa abierta á todo el mundo, para que con ellos fuese á comer quien quisiera, añadiendo, y esto prueba la clase á que pertenecia el ilustre comisionado por Valencia, que por el mismo estilo envió tambien seis prohombres la ciudad de Barcelona, cuatro la de Tortosa, y finalmente otras ciudades y villas notables de todas las provincias del señor Rey, las cuales se esforzaron en enviar sus representantes de la manera mas distinguida.

Solo aproximadamente podemos fijar el año del nacimiento de Muntaner, pues si cuando empezó su crónica contaba ya los sesenta años, y esto era (segun la edicion de Barcelona) en 1335, resultaria haber nacido en 1275, lo que no es posible ya que él mismo recuerda haber conocido á Don Jaime con   —11→   ocasion de la ida al Concilio, que fué en 1274, así que, ateniéndonos en este punto á la edicion de Valencia que dice 1325, rebajando los sesenta años (á menos de estar esta cifra equivocada, lo que no es probable), podemos bien aventurarnos á señalar como año del nacimiento el de 1265, con las pequeñas diferencias que pueden resultar de reducir la cuenta que entonces se seguia y de ser primero ó último del año el mes en que tuvo lugar tan notable efeméride.

Al lamentarse Muntaner de la quema de Peralada, dice solo que él y los suyos no pudieron volver allí, pero nó, como conjeturámos poco há, que esto hubiese sido la causa de su primera salida, y señala esta en la época en que contaba once años no cumplidos, correspondiente al 1275, pero sin expresar el motivo ni el punto á donde se trasladó, que así pudo ser Valencia como otra poblacion del Principado ó de los Condados vecinos pertenecientes al rey de Mallorca.

Realmente se pierde de vista Muntaner, como ha dicho alguno de sus comentadores, desde que consigna su salida de Peralada, y lo extraño es que no suene su nombre por muchos años. Si desde luego hubiese pasado al extranjero y desconociese las grandísimos acontecimientos de su patria, se comprendería la omision de su nombre, pero es precisamente cuando estos son mas numerosos y trascendentales, abrazando reinados distintos, y es él quien con mas exactitud y detalles los describe, sin soltar ni una sola vez su personalidad en el escrito, ni como partícipe ni como testigo; propendemos, no obstante, á creer que fué lo uno y lo otro, pues ni estaria tan enterado ni en vano contaria, por mucho que hubiese peleado mas tarde en Oriente, que habia estado en 32 batallas de mar y de tierra. Describiremos, aunque rápidamente, los principales acontecimientos á que aludimos, solo porque algunos de ellos ó sus consecuencias se enlazan con aquellos en que vuelve á aparecer la figura desaparecida; y conviene que como antecedentes indispensables en esta biografía no sean desconocidos de nuestros lectores. Es el primero la muerte del gran rey Don Jaime, en virtud de cuyo testamento, como sucedió á la muerte de Constantino respecto del Imperio de Roma, se vió partida la nacionalidad confederada que   —12→   regia la familia de los Condes de Barcelona, con el título supremo de reyes de Aragon, novedad que pudo obedecer á los impulsos paternales de un grande hombre, pero que produjo hondos quebrantos entre las ramas sucesivas que precedian de un mismo tronco; resultaron de aquí dos naciones distintas, porque creándose el reino de Mallorca, que se componia de las islas con los Condados de Rosellon y Cerdaña, y con la residencia de la corte en Perpiñan para el segundogénito, llamado Jaime como su padre, se dejó todo lo demás, como si se dijera el patrimonio raiz, para el primogénito Don Pedro sucesor directo, y con todas las prerogativas de los Condes-Reyes, cuya estancia preferida era el Principado y en él la ciudad de Barcelona. Si la dinastía de Mallorca estuvo por una temporada tranquila, ó quizá por necesidad en espectativa entre Francia y Aragon, mejor dijéramos entre los Estado del heredero de su alcurnia y los de la nacion envidiosa de nuestro engrandecimiento, el inmediato y directo sucesor del belicoso Don Jaime, del señor de Montpeller, el nieto de Pedro el Catolico, (muerto por los franceses en Muret), no podia dejar en inaccion su espada, ya para vengar agravios de familia, ya para vindicar derechos que le correspondian, como era entre otros el de sucesion al trono de Sicilia, del que era única y legítima heredera su esposa Constanza, hija de Manfredo, á quien igualmente que á su jóven hermano Conradino mataron los Anjus, apoderándose de aquella isla y de Nápoles, despojando á la casa de Suabia y haciéndose ellos reyes y señores con el favor de un papa francés. Por demás es referiros, pues, á cuantos escuchais, suponiéndoos enterados, qué fué durante la juventud de Muntaner cuando tuvo lugar el tan poético como sangriento hecho de las Vísperas, coincidiendo con ellas la conquista de la Sicilia por Pedro el Grande con sus catalanes y aragoneses, nuevo Estado con que se engrandeció la Corona de Aragon; cuando anatematizado nuestro invicto soberano, el héroe incomparable de quien dijo el Dante d'ogni valor portó cinta la corda, vió desplomarse sobre sí, sobre sus huestes y sus Estados, un aluvion inmenso de gente de armas que conducia Felipe el Atrevido, con el resguardo de un cardenal para atribuir al atropello carácter de   —13→   cruzada, dispuesto aquel á dar la corona de Aragon á un principillo de su familia, y éste á coronarlo, dirigiéndose ambos á la ya entonces inmortal Gerona y atropellando de paso cuantas poblaciones descubriesen ó se atreviesen á resistirles, con lo que podeis comprender que fué el teatro escogido para la gran lucha que se preparaba el mismo territorio del que mas gratos recuerdos conservaba Muntaner desde su infancia, aquel en que habia enclavados Peralada, Castelló y Gerona, teatro verdaderamente de gloria para los nuestros y de afrenta y humillacion para el Atrevido, que hubo de levantar vergonzosamente el sitio de aquella ciudad catalana, de sentirse descuartizado y roto con sus huestes, de atravesar el mas inmediato puerto del Pirineo por un mar de sangre, y de morir, en fin, de cansancio y de sonrojo en su fuga, desflorando las lises que ostentaba en su oriflama, trance también pintado con maestria por la mano del mismo poeta florentino, mori fuggendo é disfiorando il giglio. Las luchas de catalanes y aragoneses con franceses y anjovinos duraron todo el reinado de Don Pedro, y en él ocurrieron aquellas terribles batallas de mar en que quedó siempre vencedor nuestro almirante Roger de Lauria, aquel que no dejaba pasar un solo pez sin que llevara marcado en las espaldas el escudo real de Aragon, las cuatro barras catalanas, batallas de las que no tendriamos tan detallada noticia si no hubiese sido la patriótica pluma de nuestro Muntaner; tras aquel reinado, siguieron las adorables huellas del padre sus dignos hijos, Alfonso el III en la Corona de Aragon y Jaime el II en Sicilia; mas como no hay bien que constantemente dure en la tierra ni para los hombres, ni para las naciones, despues de ímitar en todo ambos hermanos al que les habia dado el ser y con su vida el mas vivo ejemplo, muerto el primogénito, Jaime vino á regir con un mismo cetro las dos naciones, la Corona de Aragon y la Sicilia; pero sea el interés, el temor, el escrúpulo ó la obcecacion por su parte, ó la maña, la intriga y el despecho por parte de otros, ocurrióle al nuevo rey de Aragon buscar una esposa y con ella un provecho, en la familia de sus mortales enemigos; calmaron las luchas entre catalanes y anjovinos ó franceses, recibió Jaime los flamantes títulos de almirante y   —14→   ganfalonero de la Iglesia Romana, y en pago, cedió al Pontífice que la regia (considerando la isla como feudo que se devuelve á su señor supremo), la conquista que tantísimos afanes y tanta gloria habia valido á su heróico padre, se desprendió de la Sicilia que irremisiblemente volvería á parar en manos de los que la perdieron, y ya que no habia de figurar entre los Estados de la Corona de Aragon, ni la esperanza dió á los que, por derecho de sucesion ó por la ley de anterior costumbre, pudieran regirla separadamente. Acto era este que hacia vislumbrar prontas venganzas, y no pudiendo consentirlo ni los protagonistas de las Vísperas ni los catalanes de Sicilia, levantaron un clamoreo, empeñados en no salir del dominio de la casa de Aragon, que les habia redimido de la tiranía, y ya que era su propio rey quien les abandonaba, aclamaron, en resultado, á otro hijo de su salvador, de Pedro el Grande, proclamaron rey al infante Don Federico, quien prometió resistir, como lo cumplió, todo conato que tendiese á destruir la obra de su padre. Período tristísimo es este, por ver á dos hermanos transformados en irreconciliables enemigos, catalanes luchando contra catalanes, siendo casi igual el pendon que les llevaba al combate, el famoso Roger de Lauria por obediencia á su rey atropellando á los que siempre habian sido sus conmilitares y humillado por ellos al cabo, que no es de extrañar se venza á un invencible cuando la justicia no está de su parte, y la desgraciada isla y nacion de Sicilia, oprimida y amenazada por todos lados, sufriendo escasez y hambre, pero no abandonada jamás en su defensa, que realizaron sus naturales, sus salvadores allí naturalizados, los restos de almogavares que desde tiempos anteriores permanecian vigilantes en la isla para librarla de los envidiosos de su dominio, y los leales patricios que de todas partes acudieron, escandalizados de que se proporcionase tal mengua á la prepotente Corona de Aragon y al nombre de sus pasados reyes precisamente por quien era de su estirpe y de su misma sangre.

Entre los últimos que acabamos de citar debemos contar á Muntaner, advirtiendo que es en la defensa de Sicilia cuando, sin dejar de ser el narrador de todos aquellos complicados   —15→   sucesos, vuelve á hacer referencia á su persona. Cómo y cuándo fué allí, de dónde marchó, y á qué se dedicó durante tantos años, no hay quien pueda justificarlo; pero la verdad es que no bastara la edad para ejercer el cargo que allí le vemos desempeñar, que algun mérito militar hubo de haber contraido antes, pues no se fía una defensa comprometida á quien sea lego ó bisoño en armas. La reaparicion, pues, de Muntaner, asomando como soldado, en el sitio de la ciudad de Mesina, cuando Roberto, duque de Calabria, acompañado de cien galeras, intentó apurarla por hambre y tomarla, confirma nuestra conjetura, ya que se le fía un punto de los más expuestos, y de él parece ser el jefe ó comandante: «¿Qué os diré? (exclama, refiriéndose al Duque.) Todos los dias nos presentaba grandes batallas, y yo puedo decirlo porque estuve en el sitio desde el primer día al último con mi condestablía, que estaba debajo de la torre de Santa Clara, y llegaba hasta el palacio del señor rey, en cuyo lugar, de seguro, padeciamos más que en ningun otro de la ciudad, pues nos daban bastante que hacer, unos por tierra y otros por mar.» Bien se podia fiar de Muntaner en esta ocasion, como que no era ya un niño que digamos, porque á partir del cálculo que hemos hecho para descubrir el tiempo de su nacimiento, contaria entonces treinta y cinco años, y alguna reputacion mereceria su nombre cuando, en tan tremenda jornada, aparece por primera vez un personaje de gran valía, héroe de una inmediata epopeya, á quien debe Mesina, en parte, no haberse rendido, y del nuevo capitan, amigo de los caudillos que defendian á Federico, y querido y agasajado por éste, resulta ser Muntaner el consejero áulico: hablamos de Roger de Flor, «de cuyas maravillas (dice el cronista) nadie mejor que yo podria referir con más verdad, pues fuí en Sicilia, durante su prosperidad, su procurador general, interviniendo en todos los más importantes negocios que emprendió, así por mar como por tierra.»

Conviene indicar aquí el gran favor hecho por Roger á los mesineses, como tambien el orígen del personaje, y como su aparicion en Sicilia hubo de dar pie á los grandes sucesos que luego emprende, llevando de compañero á Muntaner.   —16→   Roger era lo que, en lenguaje familiar de nuestros tiempos, se llama un calavera: desertor de la Orden del Temple, en cuya marina habia servido, habíase dado á conocer; ya desde niño, por su valor é intrepidez, cuidando bien poco de los peligros en que se envolviera, cuando su loca mente le inspiraba alguna arriesgada hazaña; cual otro Cid, ponia su sangre á disposicion del señor con quien pactaba, y lo mismo sirviera á anjovinos ó franceses que á catalanes ó sicilianos, güelfos ó gibelinos, con tal que le proporcionasen campo donde lucirse y hacer su negocio. Mal acogido por el duque Roberto, á quien habia probado de ofrecerse, se fué de rondon á sus contrarios, dirigióse á Mesina, y habló claro al rey Federico, quien aceptó sus propósitos, y hasta lo distinguió conociendo el partido que podía sacar de aquel hombre. Y acertó Federico, pues desde aquel instante Roger es el gran corsario, acosa á todo barco que cruza llevando víveres, que apresa, negocia la presa luego, y con las onzas que le produce la venta, reparte compensaciones y crecidos sueldos entre sus servidores inmediatos, socorre á las poblaciones necesitadas y obsequia á sus compañeros, desde el Rey y los principales caudillos al último soldado. en el campamento de aquel ó en la ciudad asediada, en la que ejecuta el rasgo más atrevido y generoso por lo humano que pueda imaginarse: entre las galeras que le prestan y otras que compra á unos genoveses, aunque en total no pasan de diez, forma una escuadra, que gira en vertiginoso movimiento por todos lados, haciendo estar en continuo zozobra al enemigo, y en la ocasion de estar Mesina á punto de ser desamparada por hambre, carga sus diez galeras de trigo en Siacca, aguarda que le favorezca el viento en Siracusa, y al favor de la noche, da la vuelta, penetra en la embocadura del Faro al rayar el alba, y se cuela, intrépido, en el puerto de Mesina, entre los silbidos de los marineros anjovinos, que creian iba á estrellarse en su rápida embestida, quedando chasqueados, y los aplausos y salvas de los mesineses, que le reciben como enviado del cielo. No es de extrañar que rasgos como este entusiasmasen al valiente catalan que guardaba la torre de Santa Clara, y que Muntaner se ligase más íntimamente con   —17→   el que bien pronto habia de ser su jefe y señor; como lo prueba al explicar el hecho, advirtiendo, con gran celo, que los señores del mundo no deben despreciar á nadie, pues no hubiera tenido lugar tan útil servicio si, por desgracia, el rey de Sicilia hubiese despreciado, como lo hizo Roberto, al gentil hombre Roger.

Pero bien pronto el héroe legendario, los caudillos, incluso Muntaner, que se habian comprometido á sostener la rebeldía de Federico, los almogavares y demás gente de guerra, tan necesarios mientras le convino al hijo menor de Pedro el Grande acreditar que era capaz de ser rey, habian de cesar en sus faenas, aburrirse en el ócio y hasta ser mirados como un obstáculo para los fines que combinaba la diplomacia de aquel tiempo, pues de repente se firmaron unas paces, se casó Federico con una hija de Cárlos de Aujú, y el que empezó rey por rebeldía, y excomulgado, fué reconocido y acatado por monarca legítimo, lo que prueba que era aquello voluntad de Dios para que la Sicilia no saliese nunca del dominio de la casa de Aragon, y tambien que es más antigua de lo que parece la teoría de los hechos consumados.

Surgió con tal motivo un remedio al mal, y fué Roger quien principalmente lo ideó, conociendo que allí ya no habia de qué medrar, y pues para ello lo mismo era hacerse matar en Sicilia que en cualquier otra parte, calculó qué principe, en alguna parte del globo, podia necesitar de su ayuda, y descubriendo en el rincon de Oriente la degenerada dinastía de los Paleólogos á quienes amenazaban los Turcos del Asia, decidióse hacerse paladin del imperio de Bizancio, invitó á sus compañeros, pidió algun socorro á Federico, que se lo dió de buena gana, y allá corrió, enarbolando el pendon de las cuatro barras, nó sin asegurarse antes de los pactos que le hiciera el emperador Andrónico, en lo que no se quedó corto, pues hasta exigió ser megaduque del Imperio y casarse con una sobrina del apurado soberano. Tal era entonces la intimidad de Muntaner con Roger, que fué aquel el encargado de dictar y ordenar los capítulos, que éste entregó á sus enviados á Constantinopla para arreglar el negocio. Impropio sería en esta oportunidad, y difícil, por inmenso, daros á conocer,   —18→   aunque fuese en reducida síntesis, el cuadro general de aquella empresa que ha movido la pluma de tantos historiadores, de aquel grandioso poema que han cantado ya privilegiados genios: solo os diré que, ya de siglos, el último resto del Imperio Romano pasaba por las más crueles vicisitudes, teniendo que halagar hoy al bárbaro que le acometió ayer, formando sus legiones de gentes que ni eran romanas ni griegas, y sí mezcolanza de razas asiáticas y europeas, exenemigas y traidoras por propension, y teniendo que adherirse á las exigencias guerreras ó mercantiles de pueblos occidentales, poderosos allí, mientras no estorbaban competidores, y por la gran razon de la debilidad de quien los aceptaba y consentia. Los enemigos más peligrosos, más cercanos y más amenazadores que tenian los griegos eran los turcos; á aventarlos y humillarlos, para dejar libre á Andrónico y calmar la zozobra de sus súbditos, iban los soldados de Roger, los catalanes y aragoneses, pero como allí, por una parte, se encontraban las referidas naciones occidentales, envidiosas, aunque no capaces de este servicio, y, por otra, hay razas que si se humillan en el apuro, se engríen luego de salvadas, no queriendo reconocer el bien de la mano que las salvó, la consecuencia natural de nuestra atrevida empresa, hubo de ser que nuestros guerreros se viesen en el caso de pelear con genoveses sin preverlo, con turcos por deber y por gusto, con griegos por venganza, al transformarse los favorecidos en traidores, y alternativamente con alanos, turcoples, venecianos y franceses, aliándose con el enemigo del enemigo por necesidad, aun cuando el dia ántes hubiese sido su mayor contrario, y todo por no dejar vana su palabra, por no dar pié á burlas de sus émulos, por no faltar al propósito juramentado que se habian hecho de que iban á Oriente á vencer ó morir. Pachymero, autor griego, es quien fija la llegada de nuestros expedicionarios á Constantinopla, diciendo haber sido en setiembre de 1303, más prescindiendo de este dato, secundario á nuestro objeto, comparados los relatos de unos y otros autores con el de nuestro cronista, lo cierto que resulta es que la calaverada de Roger alcanzó un efecto maravilloso, que todas las ambiciones del caudillo se vieron satisfechas,   —19→   que, cruzado el estrecho de Abydos, desde donde amenazaban á la capital griega los turcos, fueron estos destrozados y arrojados de mas de treinta jornadas de tierra que habian hecho suya, otra vez destrozados y ahuyentados cerca de Artacio, en la Natolia, donde, para mayor pasmo de aquellas gentes, invernaron los nuestros, aguardando la primavera, durante la que fueron continuas las batallas, contándose estas por victorias, en las inmediaciones de Filadelfia, de Tirio y de Efeso, testigos del descalabro y afrenta de cuantos intentaron vengar á los anteriormente vencidos, y del avance y prestigio de los vencedores, que, en alas de su gloria, avanzaron hasta la puerta de Hierro, límite entre la Natolia y el reino de Armenia, sin saber qué hacer del anumeroso y rico botin por ellos recogido. Parecia, ciertamente, como si revivieran los tiempos de Belisario, para el sólio de Bizancio! Pero una rebelion, aparente ó real, promovida contra el Emperador por un individuo de su familia, obligó á Andrónico á llamar á su lado á Roger, cuya presencia bastó para que aquella se desvaneciese, más como éste se mostrase descontento de haber tenido que apartarse del teatro de la guerra, aplacóle el soberano elevándole nada ménos que á César del Imperio, lo que en verdad no podia ser del agrado del primogénito y sucesor á la corona, aún más, cedióle á poco toda la Natolia como en feudo, sin duda para que de ella viviesen los auxiliares, y ahorrarse así el pago de sus sueldos el Imperio, y trazado de este modo el nuevo plan de defensa, como que volvia á asomar el invierno (de manera que era ya el segundo de estar allí los nuestros), volvióse Roger al cabo y ciudad de Galípoli, donde habia dejado sus gentes, para que invernaran tambien, hasta que la primavera volviese á llamarles á la Natolia. ¿Quién dijera que aquel punto habia de ser bien pronto el centro y capital de los nuestros, para hacer guerra desde allí á la capital de los griegos, á Constantinopla, para batirse con los griegos á quienes habian salvalo de los turcos? Oid cómo fué esto, y pasmaos de la traicion que se iba fraguando: empeñado Roger, ántes de emprender nuevamente la campaña, en ir á despedirse de Miguel, primogénito de Andrónico, que estaba en Andrinópolis, allá fué con reducida   —20→   comitiva, y el falaz griego, envidioso de la gloria de su nuevo pariente, aunque le recibió con alegre rostro, en un momento dado, y cuando recibia el mayor obsequio, hizo entrar unas cuadrillas de alanos y turcoples, con cuyos jefes estaba convenido, y estos á cuchilladas acabaron con el caudillo de los catalanes y con cuantos le habian acompañado.

Los mismos asesinos de Roger fueron los que llevaron la noticia del fracaso á Galípoli, pues marchando en hueste fueron á sorprender á los nuestros, que se vieron por todos lados rodeados de alanos y turcoples, cuando no lo imaginaran. Buena fibra tenian nuestros héroes para dejarse domeñar por semejantes salvajes; era un contínuo torneo el que sostenian los de dentro, realizando á cada instante salidas, con los de fuera, y para que veais lo sumo de su intrepidez, basta decir que lejos de amedrentarse los sitiados, furiosos de coraje por reconocer que todo aquello era un complot fraguado por los griegos y su soberano, antes bien idearon declararse francamente en enemigos de los que fueron sus auxiliados, formar hueste tambien para ir contra Constantinopla, retar al Emperador, y entretanto los pocos que quedasen en Galípoli seguros podian estar los expedicionarios de que lo sabrian defender, que bien se defiende cuando hay el firme propósito de saber morir en la defensa. Dos espadas inquebrantables se necesitaban para tamañas proezas: la de Entenza fué la que dirigió á los expedicionarios, y la que guardó á Galípoli ¡el pecho se enardece al descubrirlo! era la de nuestro inmortal compatricio Ramon Muntaner. Vais á reconocer ahora los quilates de gloria que deben atribuirse á un corazon de tanto fuego, á una alma tan templada, á una mente tan serena.

Como caballero, habia cumplido su palabra Entenza, avanzando hasta los mismos muros de Constantinopla y haciendo desafiar al Emperador por el Comun de Venecia; como valiente militar, habia inaugurado su campaña haciendo saquear á Heraclea, declarándose por do quiera abierto enemigo de los griegos, y satisfecho regresaba á Galípoli, cuando entre el Planido y el cabo del Ganos se encontró con diez y ocho galeras de genoveses. A declararse estos como enemigos, fatal hubiera de ser la resistencia de los nuestros, por la desigualdad   —21→   del número, pero ¿quién pensara que, por el contrario, el obsequio que aparentaron rendir á Entenza y á los suyos fuese una ramificacion del plan de traicion que habian empezado á poner en planta sus amigos los griegos? Los que sinceros creyeron en el obsequio, quedaron acuchillados ó prisioneros; pero los que tuvieron tiempo de advertirlo, convirtieron las cubiertas de sus galeras en campo de Agramante, y antes que rendirse los catalanes á los genoveses, enseñaron á estos la facilidad con que el orgullo y la alevosía se transforman en un mar de sangre. La víctima expiatoria fué el desgraciado Entenza, que fué conducido á Constantinopla con los pocos de sus secuaces que quedaron con vida, y de allí trasladado al cabo de un mes á Génova.

¡Contad el efecto que semejante desgracia habia de producir en el ánimo de los que aguardaban en Galípoli! Bastó á Muntaner saber que por allí pasaba el ilustre prisionero, y desalado con el intento de recobrarlo, hizo ofrecer á sus conductores hasta dos mil perpres de oro para que lo dejasen, y ya que no lo consintieron, encargó al que intervenia en este asunto, entregase la mitad de dicha suma al cautivo para que se subveniese. Si prueba esto la nobleza de sentimientos del gobernador de Galípoli, lo que vamos á referiros es el testimonio de la mayor grandeza de ánimo y de un valor sin ejemplo. Cualquiera, en el caso de Muntaner y los suyos, ante tantas y tan inesperadas contrariedades, reconociera que la ilusion de su famosa empresa se habia desvanecido, que limitados á un rincon de aquellos dominios, disminuido el número de gente de armas y teniendo por enemigos hasta á los que antes fueron amigos, habia concluido su mision, y pues conservaban en su poder galeras y leños, razonado era que se embarcasen otra vez para Occidente, y dejasen bajo el influjo de su mal astro aquellas tierras que habian querido salvar, para que se destrozasen luego mútuamente turcos, griegos, genoveses y cuantos de mala fe tratasen de especular con los unos y los otros. Lejos, bien lejos de su pensamiento tuvieron tal idea los héroes de Galípoli: reunidos en junta los principales caudillos con Muntaner, acordaron que debian luchar y hacer guerra sin tregua, muriendo desde luego el que dijese   —22→   lo contrario. La entusiasta frase con que el cronista comenta este acuerdo, merece reproducirse: «Seria gran verguenza, (exclama), si habiendo perdido dos señores (Entenza y Siscar) y tan gran número de brava gente, la que nos habian muerto valiéndose de una gran traicion, no les vengábamos ó moriamos con ellos: que no habria en el mundo quien no nos apedrease, mayormente siendo gente de gran fama como éramos y estando el derecho de nuestra parte; así que, valia mas morir con honor que vivir deshonrados.» De seguro que al oir esta máxima cuantos españoles nos escuchan, instintivamente habrán sentido revivir en su memoria la muy sentenciosa y patriótica proferida en el Callao por el inolvidable Mendez Nuñez. Pero, tras el acuerdo, el comentario y la máxima, rebosantes del mas acendrado patriotismo, hay otro acto que eleva á Muntaner á la altura de señalados héroes de diversas edades: los que tomaban la resolucion de pelear hasta morir, sin atender al número y á la diversidad de enemigos, sí solamente á su derecho, pues consideraban que aquella tierra era suya, habian de quitar toda ocasion de disminuirse, toda tentacion de fuga, y pues allí habian de permanecer, ya que en el puerto conservaban bajeles que les pertenecian, acordaron arrancar de cada uno de estos, dos tablas del fondo, lo mismo de las galeras que de las demás naves, y hasta de las barcas, para que se fuesen á pique, y decididos ya unánimemente, allá corre Muntaner con los suyos, barrena sin tardanza todos los buques, y como en señal de reto, manda enarbolar al mismo tiempo en su principal torre la bandera cristiana, guardándose otras tres que pudiéramos decir nacionales, y que el intrépido gobernador habia hecho construir á toda prisa, á saber, la real de Sicilia, la real de Aragon y la de San Jorge, para salir, bajo su guia, contra los primeros enemigos que se presentasen. Ved si con razon pudimos elevar á Muntaner á la altura de señalados héroes de todas edades: de Agatocles y Timarco, capitan de los etolos, cuéntase que, en una situacion análoga, inutilizaron su armada, pero la verdad es que el catalan Muntaner puso por obra un pensamiento mas de dos siglos antes que, por otro igual ó parecido, se hubiese hecho célebre Hernan Cortés en Veracruz.

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Bien conocia el gobernador de Galípoli á las gentes que esperaba: presentándose una multitud enviada por el hijo del Emperador, deliberó Muntaner embestir á la loca y de rondon en un momento dado al primer cuerpo ó grupo que, á manera de vanguardia, asomase, mientras el resto, confiado en el triunfo, se habia acampado en una montaña, parando allí sus tiendas. Dada la embestida «por sus pecados ó por nuestro buen derecho, (dice el cronista), se dejaron vencer, huyendo hácia el mar, rota la vanguardia; los de las tiendas, azorados, hicieron lo propio: como un torrente disparado echaban mano los fugitivos de las barcas que yacian por la playa, las que zozobraban en seguida, muriendo en el agua los que se habian salvado en tierra, y con no menos fúria empujábanlos los nuestros, aterrándoles con los gritos de Aragon y San Jorge.» Describe esta hazaña Muntaner con un entusiasmo, que parece se encuentra todavía en la pelea: «acometimos nosotros con tal resolucion, (dice), que no se levantaba una mano para herir, que no diese en carne..... Tanto como duró el dia, duró el alcance en una extension de veinte y cuatro millas..... Fué esto ira de Dios que les vino encima, pues por nada podíamos pensar nosotros que hubiese tanta gente muerta; antes al contrario, jamás hubiéramos imaginado que los unos ahogasen á los otros..... ¿Qué os diré? Tan grande fué la ganancia que hicimos en aquella batalla, que no hay número alguno para poderlo expresar; ocho dias nos afanámos en levantar el campo, ocupándonos solo en arrancar el oro y la plata que aquella gente llevaba encima, como que todos los cinturones de los hombres de á caballo, las espadas, las sillas, los frenos y todas sus armaduras estaban guarnecidos de aquellos dos metales, sin contar aun el dinero que llevaba cada uno, y lo mismo la gente de á pié; así que, vino á ser infinita la ganancia que hicimos.»

Aquel descalabro habia de ocasionar pronto otro peligro y dar pié quizá a otra hazaña. La experiencia de Muntaner lo preveia todo, y para asegurarse, busca cuatro griegos pobres, les propone si quieren servir de espías, prometiéndoles gran recompensa al volver, los viste con buenos trajes á la griega, da á cada uno un rocin, y los envía dos á Andrinópolis y dos   —24→   á Constantinopla; la averiguacion que los enviados lograron traerle fué que Miguel, el primogénito del Emperador, «aquel malvado que tan traidoramente habia muerto al César,» como le apellida Muntaner en uno de sus arranques, les venia encima con un ejército numeroso. Lejos de amedrentarse los activos occidentales, que tan bien conocian la desidia de la gente oriental, pensaron que del mismo modo que vencieron á los primeros, desbaratarian á los segundos, y una vez resueltos, hasta salen al encuentro de los que venian, con ánimo de emplear con ellos la misma estrategia, esto es, nada de alas, ni de vanguardia, ni retaguardia, sino esperando una ocasion, embestir en cuerpo contra la vanguardia enemiga, y una vez desordenada esta, los demás seguirian por el mismo camino. Dicho y hecho: tres jornadas habian andado cuando supieron por espías que al otro lado de una montaña dormia acampada la hueste enemiga, junto al castillo de Apro, donde se alojaba Miguel, y que la fuerza restante, falta de agua, habia tenido que quedarse mas lejos: no podia, pues, ser mas oportuna la ocasion, ya que daban con la vanguardia sola; contra ella, entonces, embisten los nuestros al rayar el alba, precisamente en el momento en que creian los griegos que los catalanes se iban á entregar, y desordenada por completo, en vano Miguel trata de contener y defenderse, que herido con una broncha por uno de nuestros marineros montados, gracias que los suyos pudieron salvarle, recogiéndolo en el castillo, á cuyo pié quedaron desconcertados sus secuaces, hasta que la noche puso fin al estrago, viendo los nuestros, con pasmo, á la madrugada siguiente, que todos habian desaparecido, dejando el castillo abandonado, donde se aposentaron luego los vencedores. «En seguida levantámos el campo, (dice con fruicion el guerrero cronista), y nos llevámos el botin en diez carros, cada uno de los cuales iba tirado por cuatro búfalos, sin contar aun el ganado, el cual era tan numeroso, que cubria toda la comarca, de suerte que en esta batalla ganámos mucho é infinitamente mas que en la primera.»

¿Quién dudará, con esto, que Galípoli y todo el territorio gobernado por Muntaner era ya entonces una potencia, y que sus guardadores, valientes y provistos de todo género de   —25→   vituallas, eran á la vez respetados y temidos? «Desde aquella hora en adelante, (dice el héroe narrador), quedó vencida toda Romanía, y de tal modo les metimos el miedo en el cuerpo, que apenas oian gritar ¡Francos! (nombre que solian dar á todos los occidentales), al momento trataban de huir.» Con tal preponderancia, fueron desde entonces las cabalgadas y correrias continuas, introduciéndose á veces los almogavares hasta en los mismos jardines de Constantinopla; agregáronse nuevas gentes á nuestro ejército, el cual se apoderó de las ciudades de Rodusto y Plánido, como tambien del castillo de Máditos, en cuyos tres puntos se aposentó, auxiliándole en sus empresas Muntaner desde Galípoli, donde se habia quedado con toda la gente de mar y algunos otros, «pues era Galípoli, (dice), la cabeza de todo, donde acudian cuantos habian menester trajes, armaduras y demás cosas, por ser una ciudad donde se encontraba cuanto podia convenir, como que estaban y acudian allí mercaderes de toda condicion..... y estaban todos los nuestros ricos y sobrados, porque siendo así que no sembrábamos, ni arábamos, ni menos cavábamos, ni podábamos las viñas, con todo, recogiamos cada año tanto vino como nos era menester, lo propio que de trigo y avena. Así vivímos cinco años que no habia más que pedir, y eran las cabalgadas que haciamos las mas maravillosas que jamás se puedan pensar.»

Con todo y la buena vida, mas de una vez se vió Muntaner atacado en Galípoli, pero siempre contrarestaba el peligro con sus mañas y con valor inexplicable, valiéndose de la misma estrategia antes indicada: así sucedió con cierto magnate de Salónica, llamado Cristopol, que tuvo el capricho de presentarse con su hueste ante los muros, saliendo tan mal parado con la embestida que le dió el gobernador con los suyos, que allí perdió caballos y personas, de todo lo que hicieron luego, indistintamente, buena almoneda los vencedores; asimismo, con motivo de haber combinado la Compañía una gran expedicion contra los alanos, á los que batió por completo, quedó en Galípoli poca gente, y en cambio fueron trasladadas allí todas las mujeres de los nuestros que habia en alguna de las ciudades conquistadas, con cuyo motivo declara   —26→   festivo el cronista que quedó «mal acompañado de hombres y bien acompañado de mujeres,» como que pasaban estas de dos mil; aprovechando el Emperador la vuelta de unas galeras genovesas que habian ido á Constantinopla, al mando de Antonio Spínola, este jefe, de paso, cree hacer un servicio á Andrónico probando de atacar á Galípoli, y al saberlo Muntaner se sale del apuro, teniendo la ocurrencia mas feliz que pueda imaginarse: arma á todas las mujeres, las reparte por los muros, enseñándoles cómo habian de defenderse con armas y con piedras, y de tal modo se arregla, que esperando á que acaben sus municiones los genoveses, pues tenian estos la costumbre de disparar muchas flechas en los ataques, cuando juzga que las han agotado, arrójase con los suyos, bien guarnecidos de corazas, sobre los invasores, ya en el momento del desembarque, y aunque él sacó cinco heridas y vió muerto su caballo, el desenlace de tan diabólico atrevimiento fué quedar burlados los servidores de Andrónico, de tal manera, que hubieron de reembarcarse y partir, dejando la plana sembrada de cadáveres, entre ellos el del mismo Spínola y el de Antonio Bocanegra, que era uno de los hombres mas poderosos de Génova.

Creciente fama era la de la Compañía con semejantes hazañas, tanto, que admirados del valor de los nuestros, llegaron á tenerles simpatía los que fueron sus primeros enemigos. ¡Quién lo dijera! Ximelich, uno de los príncipes caudillos de los turcos, escribe á Muntaner pidiéndole una entrevista; éste accede y hasta pone á su disposicion un leño armado, y el resultado es ofrecerse el turco con su partida á servir á los catalanes y prestar á la Compañía homenaje de fidelidad, comprometiéndose á cederle el quinto de todo lo que ganase. Al hablar de esta adquisicion Muntaner dá una muestra del verdadero carácter antiguo de su raza, esto es, nada de soberbia y suma sencillez, sin olvidar por esto la propia dignidad, pues celebra la lealtad y respeto que les tenian aquellas gentes, «tanto, (dice), que vivieron con nosotros como hermanos, y cerca de nosotros estaba siempre su hueste, dispuesta y sostenida por ellos mismos.»

Un caso parecido sucedió, mas tarde, con otros antiguos   —27→   enemigos. El genovés Ticino Zaccaria, que habia guardado por algunos años el castillo de Phochia y de él habia sido despojado por unos parientes, trató de recobrarlo, y presentándose en Galípoli con un leño de ochenta remos, armado sobre cubierta, propuso al gobernador la empresa, comprometiéndose á formar parte de la Compañía. Pronto se entendieron el genovés y Muntaner: despues de recibirle con agasajo, le hizo inscribir por diez caballos armados en el libro de la hueste, de que él solo cuidaba; puso á su disposicion una galera, dos leños y una barca, todos armados, de los que dió el mando á un primo suyo llamado Juan Muntaner, y marchando los expedicionarios, lograron pronto su objeto de una manera prodigiosa, pues asaltaron el castillo, degollaron á la mayor parte de los hombres que lo guarnecian, haciendo prisioneros á los demás, y no contentos con esto, saquearon la poblacion que tenian los griegos, y volvieron á Galípoli con el gran botin, que se repartió por suerte, habiendo tocado á Muntaner dos preciosas reliquias que se atribuian á San Juan Evangelista y habian pertenecido á Efeso. El genovés, con la ganancia, trató luego de extender su empresa, y dirigiéndose á la isla de Tassos, apoderóse tambien del castillo, y allí se estableció, acordándose siempre de su favorecedor; al que recibió mas tarde, como veremos, dándole pruebas de gratitud y de saber corresponder á su amistad.

Notable fué el aumento que desde entonces tuvo la Compañía, pues eran los turcos mil ochocientos hombres á caballo, tras de los cuales se agregaron otros; volvió Entenza, ya libre, con alguna fuerza de Cataluña, y así habia llegado el caso de que cabalgaban los nuestros á su antojo por todo el imperio de Constantinopla. De la manera que este nuevo Estado se gobernaba, difícil fuera establecer una cabeza, pues á ella no se sujetarian los caudillos que se creian iguales, y como lo advirtieran los reyes, trataron de sacar partido, enviando allá á un príncipe de la sangre de los Condes-Reyes, el infante Don Fernando de Mallorca, pero en representacion del rey de Sicilia. La representacion no era bien admitida, pero sí personalmente el infante, como que era uno de los cuatro principales caballeros del mundo, segun Muntaner,   —28→   quien, amante entusiasta de la dinastía, al recibirlo, tuvo una alegría inmensa, haciéndole luego entrega de su casa y proveyéndole de cuanto hubiese menester.

Precisamente al ir á tomar forma aquel Estado conquistado por los nuestros, se habia hecho inútil el centro hasta entonces establecido, Galípoli, donde permanecieron siete años despues de la muerte del César, pues por efecto de las cabalgadas y por lo mismo que habia aumentado el ejército, habia quedado despoblado el territorio diez jornadas á la redonda. Fácil era el remedio habiendo paises por conquistar, así que, se resolvió abandonar la Macedonia y trasladarse al reino de Salónica; partió allá el ejército, puso desde luego sitio á la ciudad de Cristopol, y entretanto, seguros los nuestros de que ya sabrian arreglarse para sí una nueva capital, fué Muntaner el encargado de dar la despedida á la antigua, que consistió en pegar fuego por su mano el héroe de Galípoli al castillo de este nombre y al de Máditos, y embarcarse luego con toda la servidumbre, mujeres y niños, dirigiéndose al nuevo teatro de la guerra. Revela Muntaner, al explicar esta travesía, el número de buques que venian á constituir la armada de la Compañía, pues dice que iban con él veinte y cuatro leños, entre ellos cuatro galeras, (tal vez las que condujeron á Entenza), y además leños armados y tambien barcas armadas con la gente de mar.

Empieza aquí un período de sufrimientos para Muntaner, y ocurre un suceso deshonroso, que nos limitaremos meramente á indicar, originado del ódio que se profesaban entre sí los dos ó tres señores principales que acaudillaban las fuerzas de la Compañía, reminiscencia natural del mal ejemplo que en la Corona de Aragon dieron en todos tiempos los ricos hombres, cuya envidia y egoismo fueron siempre la rémora en todas las gloriosas empresas que idearon los reyes hermanados con su pueblo. Anticipándose el infante en su viaje á Muntaner, cuando estuvo con la hueste, hubo de presenciar el descuartizamiento de esta, marchando en diversas fracciones y con encontrados intentos, y aburrido el noble príncipe, se despidió de todos como pudo, y se fué á la isla de Tassos, aquella misma que señoreaba el genovés Zaccaria. Encontrándose   —29→   allí con la flota de Muntaner, éste le pidió que le aguardara en aquel punto, adonde regresaria despues de cumplir su cometido, que consistió, al llegar á una jornada de Cristopol, enviar á sus pasajeros cada cual al grupo que queria ó le convenia seguir. Con el corazon tan lleno de amargura como de dignidad el ex-gobernador de Galípoli, y con el amor que profesaba á la dinastía, en el dilema de seguir á un grupo de los segregados, ó servir de escudo al desahuciado príncipe, dió la preferencia á lo último: congregando á unos representantes de la Compañía, hizo renuncia de su cargo, entrególes el sello que habian mandado fabricar y todos los libros de cuentas, dejándoles los escribanos ó empleados que habian servido siempre á sus órdenes, porque es de saber, como declara el cronista en su famosa obra, que él era el canciller, en cuyo poder firmaban todos de derecho, y el Maestre Racional de la hueste, de suerte que nadie sino él sabia de cuántos hombres esta constaba, y era él quien, por las apuntaciones, ordenaba las cabalgadas, de las que cobraba el quinto, y en su poder estaba el sello de la Compañía, sello que mandaron fabricar tan luego como fué muerto Roger de Flor, y en el cual figuraba la imágen de San Jorge, con esta leyenda: SELLO DE LA HUESTE DE LOS FRANCOS QUE REINAN EN EL REINO DE MACEDONIA. La despedida de Muntaner fué tierna, y sobre todo por parte de los turcos de la hueste, pues al ver su decidido empeño de marcharse, hasta echaron á llorar, y le besaban y le daban el nombre de padre, suplicándole con vivo interés que no les desamparase. Partió sin mas remedio Muntaner, embarcándose en un leño armado de setenta remos, que era suyo, y acompañado de dos barcas tambien armadas, y á su debido tiempo, el futuro historiador de nuestra patria desembarcaba en la isla que se señala como cuna de Tucidieles, del militar é historiador griego, del émulo de Pericles. ¡Qué coincidencia! Zaccaria, por la gratitud que debia al generoso catalan de Galípoli, se deshizo en obsequios á éste y al príncipe, y Muntaner, espléndido, le regaló varios arreos y una barca de veinte y cuatro remos, permitiendo que diez hombres de su séquito tomasen sueldo del genovés. Con tal gozo recuerda este suceso en su crónica, que no puede menos   —30→   de exclamar: «¡Cuán cierto es el adagio catalan que dice: Haz bien y no mires á quién!»

Nuevo plan se idearia estando en Tassos, pues lejos de volverse á Sicilia el príncipe, resuelve con Muntaner y los suyos ir á Armiro, que estaba en el ducado de Atenas, y combatir el castillo de la isla de Spoli, lo que prueba que en la segregacion de la Compañía algunos habria partidarios de la leal opinion de Muntaner, y que irian aumentando entonces la hueste con que pensara obrar por su cuenta el infante. Aquel principio de empresa salió á pedir de boca: el castillo fué combatido y tomado, la isla saqueada, y con tal ventaja, hasta trató el príncipe de dirigirse al cabo de la isla de Negroponto, pensamiento que desaprobaba el experimentado catalan; pero no tuvo mas remedio que adherirse, «porque, dice, á los hijos de rey, jóvenes, no hay quien les contradiga, pues hacen siempre su voluntad.» ¡Mala hora fué aquella! Como la casa de Francia siempre fué envidiosa de la de Aragon -y acaso en lo que vamos á explicar se encierra un secreto de intriga diplomática de los mas atroces,- quiso tambien lanzarse á aventuras por Oriente, y aquel célebre príncipe Cárlos, llamado rey del chapeo y rey del viento, que, en tiempo de Pedro el Grande, se coronó ridículamente rey de Aragon, pretendiendo entonces tener derecho al imperio de Constantinopla, habia introducido franceses en varios puntos, y en aquella ocasion iba por su cuenta, al propósito de ocupar el país, un magnate llamado Teobaldo de Cepoy, á quien acompañaban en su empresa, en virtud de contrato con el dux Gradenigo, diez galeras y un leño venecianos. Al avistarse, atrajeron estos con mentido obsequio al infante de Mallorca, y en un momento oportuno, acuchillaron á los de su séquito, aherrojaron al pobre príncipe, que enviaron luego al duque de Atenas, quien lo encerró en el castillo de Saint-Omer, y saqueando el equipaje de Muntaner, le robaron todo cuanto llevaba consigo, así de moneda, como de joyas y demás tesoro, perdiendo éste en un instante lo que habia logrado reunir en muchos años. La riqueza perdida por nuestro personaje, segun un documento existente de la antigua Cancillería3,   —31→   ascendia á 25,000 onzas de oro, de las que recobró solo una pequeña parte Muntaner, reclamándose lo restante nada menos que por el mismo rey de Aragon Don Jaime II, en Agosto de 1325, al que se titulaba duque de Dalmacia y Croacia y señor de la cuarta parte y media del imperio de Romanía, y amenazándole de que habia de acordarse toda su vida si no ponia los medios para que sus súbditos devolviesen ó abonasen lo que habian robado. Tuvieron Cepoy y sus franceses, en esta ocasion, el pensamiento mas infame que pueda imaginarse: queriendo hacer pasar por un martirio á Muntaner, antes de matarle, creyeron que lo mejor era llevarlo al grupo de la Compañía, con el cual habia reñido, dar á entender á sus antiguos amigos que se habia enriquecido á sus costas, para que fuesen ellos quienes en venganza le matasen, y así se borraba toda esperanza de reclamacion de lo robado, porque es de saber que el jefe del grupo á que aludimos, Rocafort, el matador de Entenza, estaba ya convenido con los franceses para prestar homenaje al ambicioso Cárlos. Pero este peligro en que se puso á nuestro héroe facilita precisamente el mas grande testimonio de la simpatía que inspiraba Muntaner á todo el mundo, pues llevado el prisionero á presencia de la Compañía, revivió el antiguo cariño y respeto que le tenian, el mismo caudillo y demás jefes le abrazaron al verlo, y pronto la estancia donde se hospedó se fué llenando de gentes que le llevaban regalos, lo mismo los turcos que los adalides y almocadenes de los almogavares, tanto, que lo recibido en tres dias llegaba á valer cuatro mil perpres de oro; los mismos franceses y venecianos, admirados de lo que pasaba, y mas de ver que con todo y el obsequio Muntaner no queria quedarse con la Compañía, se ofrecieron á llevarlo á Negroponto, y ellos y el mismo Cepoy le prometieron que se le devolveria lo que habia perdido, «promesas que fueron al viento, como que eran vasallos del rey del viento» (exclama graciosamente, en uno de sus arranques, el cronista), y en la travesía, con el trato, tal vino á ser el afecto que le tomó el capitan, que hasta hizo sentar á Muntaner á su mesa, y dormia en su mismo lecho; aun mas: aprovechando aquel tan buena proporcion, pidió al veneciano que le dejase ir á Tebas   —32→   para solicitar del duque que le permitiese visitar al ilustre prisionero do Saint-Omer, y conseguido, llegó, por fin, á presencia del infante Don Fernando. «No me pidais (dice el cronista en este punto) cuál fué el dolor que yo experimenté al verle en poder de otras gentes, pues creí que se me partia el corazon; pero él con su bondad me consoló.» La generosidad y lealtad del visitante subieron de punto cuanto mas reflexionaba el peligro que corria el visitado, á quien suplicó con empeño le permitiese quedarse allí en su servicio; mas el príncipe, aunque agradecido, le convenció de lo preferible que era que se marchase á Sicilia, para cuyo rey, único á quien queria escribir, le daria una carta. Acató la opinion del señor el súbdito leal, pero el amigo del cautivo no podia borrar de su mente el peligro en que éste quedaba, y volando su aguda imaginacion en busca de medios para conjurarlo, tuvo el rasgo mas feliz que solo pudo inspirar la fidelidad mas acrisolada; en los dos dias que estuvo Muntaner en Saint-Omer, procuró entrar en relaciones con el cocinero que arreglaba la comida al infante, hablóle á solas, haciéndole prometer que no permitiria se pusiese en aquella nada que pudiese dañarle, y quitándose el traje que llevaba, se lo regaló, dándole seguridad de que si sabia guardar la promesa, sacaria un gran provecho de él y de otros, y no contento con la simple palabra, hace jurar al cocinero la promesa sobre los Santos Evangelios, acto que reforzó el jurante, añadiendo á la fórmula, que antes permitiria que le cortasen la cabeza, que faltar á su palabra.

Despedido Muntaner, con lágrimas en los ojos, del prisionero, á quien dejó parte del dinero que llevaba, y cortesmente del duque, volvió á su galera, y gradualmente se fué apartando de aquellos países, donde habia militado y gobernado tantos años, pudiendo decirse que cesa aquí el período de su permanencia en las regiones de Asia y del Oriente, para trasladar su fama al Occidente, y entrar en un nuevo período de glorias, que ha de conquistar en Africa.

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Es curioso saber el rumbo que siguió Muntaner en su regreso: tomó por Spezia, la Cidia, Malvasia, cabo Maleo, ó San Angel, Porto Quaglio, Corone y Sapiencia; de aquí pasó á Modone, siguiendo las playas de Matagrifon y Clarenza, de Clarenza á Corfú, luego, atravesando el golfo de Tarento, á la punta del Leuca, costeando á lo largo la Calabria, y por fin á Mesina.

Los hechos que en aquella ocasion fueron ocurriendo, así en Oriente como en Occidente, y que de una manera ú otra están relacionados con las diversas ramas de la dinastía de los Condes-Reyes, son tan numerosos y complicados, que en modo alguno pueden ser comprendidos en la sencilla Memoria biográfica de uno de sus súbditos; así que, nos hemos de limitar solo á iniciarlos, como medio de enlace en la narracion que seguimos. El grupo de la Compañía que se unió con los franceses en Oriente acabó por pelear con ellos; los turcos que se separaron, pararon al fin en víctimas de griegos y genoveses, y rehaciéndose los catalanes, solos, conociendo su anterior falta, fueron aceptando como señor supremo á otros hijos del rey de Sicilia, que no tuvieron gran suerte, y entretanto el prisionero de Saint-Omer, por mediacion del rey Don Jaime II, fué enviado al rey Roberto de Nápoles, y luego libertado, habiendo desembarcado en Coplliure de Rosellon, por cuyo motivo, en este Estado, residencia preferida de los reyes de Mallorca, se hicieron grandes fiestas. Al propio tiempo, por cuestion sobre el dominio de Murcia, hubo guerra entre los reyes de Aragon y Castilla, que acabó por una paz diplomática y un casamiento, uniéndose luego ambos monarcas contra el de Granada, de manera que el castellano emprendió el sitio de Algeciras, y el aragonés el de Almería. Finalmente, deseoso el rey de Sicilia de dominar la isla de Gerbes ó Zerbi en Africa, que antes habia tenido por él el almirante Roger de Lauria, hubo de hacer esfuerzos titánicos para conservarla en poder del hijo de éste, pero ni la gente que allí envió, ni las numerosas galeras, ni el empleo de cuantiosos tesoros bastaron á satisfacer su objeto, que sucesivamente hubieron de verse burlados por los moros los distintos jefes, enviados uno tras otro, que nombró Federico, y que   —34→   favoreció su hermano de Aragon, para poder mantener con seguridad, y en bien de los cristianos, aquel punto tan importante de la costa del reino de Túnez.

El apuro en que se encontraba el rey Federico respecto de Gerbes, á donde no encontraba quien quisiese ir, coincidió con la llegada de Muntaner á Mesina, quien nos descubre aquí uno de los datos mas importantes de su vida íntima. El fatigado guerrero de Oriente, el desengañado de los hombres que con él se habian lanzado antes á tantos peligros para defender una noble causa, el despojado en Negroponto, pensaria arrinconar para siempre su espada y vivir en adelante la tranquila vida de familia. Era entonces toda su ilusion casarse, y cumpliendo una formalidad de súbdito cortés, pidió la debida licencia al Rey, y que, á tal fin, le permitiese ir á Cataluña á buscar á su prometida, á la que habia conocido ya diez años antes, siendo muy jovencita, en Valencia, dándole ya entonces palabra de que se casaria con ella. No pudo menos de acceder el Rey á lo que se le pedia; pero como le pareciese que la llegada de Muntaner en aquella ocasion era como oportunidad dispuesta de lo Alto, trató de aprovecharla, y ordenándole que, antes de marchar á Cataluña, fuese á visitarle en Montalbano, que era el sitio de recreo donde pasaba los veranos, y era entonces por Junio, reunió, para la hora convenida, en su palacio, á muchos magnates, junto con el último gobernador de Gerbes, y no bien se presentó el héroe de Galípoli, acatáronle todos, y el Rey, despues de lamentar sus contratiempos, con cariñosa frase declaróle que, para conjurarlos, solo se contaba con él, que fuese en su nombre á la conquista, y que en asuntos de aquella índole nadie podia entender mas que él, por muchas razones: «primeramente (le dijo) porque habeis visto y oido en guerras mas que nadie de nuestra tierra, luego porque habeis mandado gente de armas largo tiempo y sabeis cómo se han de conducir; además, porque sabeis el sarraceno, y sin necesidad de truchimanes podeis tratar vuestros asuntos, así en lo tocante á espías como en las otras cosas que sea menester en la isla de Gerbes, y, finalmente, por otras buenas razones que hay en vos.» Entre la nueva honra y la celebracion del matrimonio Muntaner   —35→   hubo de elegir, y no vaciló ya desde el momento que Federico le dijo: «habeis de ser capitan de la isla de Gerbes y de los Querquenes, y tomar á pecho y con firme voluntad este asunto, y Nos os prometemos que si Dios os saca con honor de esta guerra, entonces os haremos ir mas honradamente que ahora á Cataluña á cumplir vuestro matrimonio; así que, os suplicamos que por nada del mundo nos digais que nó.» ¿Qué habia de hacer Muntaner viendo la gran confianza que en él tenia el Rey, sino aceptar? Doblando las rodillas, besó la mano á su favorecedor; éste le mandó hacer entrega por el gobernador anterior de la isla, quien le prestó á la vez homenaje, y de palabra y luego por escrituras, dióle facultades sin límites, sin reservarse apelacion, lo mismo para hacer donativos que para mover guerras y firmar paces. Resuelto el guerrero á desenvainar de nuevo la espada, su experiencia le hizo fijar bien pronto la atencion en el medio que mas le podia convenir para quedar bien, y, al expresarlo, reveló ya el plan estratégico que concebia instantáneamente su talento militar: exigió la mayor seguridad en el cobro de fondos, y luego abundantísima provision de todo género de vituallas, «porque (dijo) tengo entendido que lo mismo en la isla y su comarca que en la tierra firme, se padece un hambre atroz, y como hay escasez de víveres, con los víveres haré yo que se batan los unos contra los otros.» No le quedaba ya mas entonces al nuevo gobernador de Gerbes, que arreglar su gente y ponerse en marcha, pero al intentarlo, se encuentra rodeado de mujeres desesperadas, madres, esposas é hijas, unas llorando al pariente que perdieron en las desgraciadas tentativas anteriores, otras suplicando, con lágrimas tambien, que no fuesen allá sus maridos, padres ó esposos. Espectáculo era aquel que desmayara al mejor capitan, pero Muntaner no se inmutó por el obstáculo, y remediólo sobre la marcha con la mayor frescura: á cuantos se habian alistado para la empresa, latinos de todos países, si convenian en desistir, devolviendo el dinero que habian recibido por el enganche, se les daba licencia, y en cambio, se hizo el enganche general de catalanes, con los cuales ya sabia Muntaner que podia arriesgarse á cualquier conquista, y en cuya grata compañía partió   —36→   bien pronto para el África. De semejante empresa solo una víctima resultaba de pronto, y era la tierna jovencita que aguardaba en Cataluña, conocida por Muntaner diez años antes en Valencia, la cual, en vísperas de su dicha (¡precisamente cuando su prometido acababa de comprarle, en Sicilia, todas las joyas de novia!) hubo de resignarse á aguardar otra temporada á su amante, aunque esto, ciertamente, habia de redundar en mayor bien suyo.

Al llegar á Gerbes nuestro héroe, se encontró con dos guerras: entorno del castillo, cuya puerta estaba cerrada, la caballería del rey de Túnez acababa de hacer una correría, junto con los moros de la isla, de manera que faltara poco para quedar enteramente borrado allí todo dominio cristiano; y dentro del castillo, cuya guarnicion se formaba de los escapados de las derrotas anteriores, habia la desunion mas terrible entre caballeros y escuderos por varias causas. Apenas se abrió la puerta, pues desembarcó Muntaner delante de la fortaleza, exige el nuevo capitan, indistintamente á unos y otros, homenaje de manos y boca, restableciendo la armonía de grado ó á la fuerza, reparte sueldos y socorros, manda plantar unas estacas á cierta distancia previniendo que nadie, so pena de traicion, pasase de aquel límite, y luego, fuera del castillo, hace construir un muro ó resguardo, con foso, detrás del cual se levantan casas de tablas, esteras y ramas, dando, por fin, otras disposiciones militares oportunas. Los dos bandos que existian tanto en la isla como en la tierra firme inmediata se apellidaban de Moabia y de Miscona: atrayéndose Muntaner á los primeros con cartas expresivas á sus jeques, brindóles con dar albergue á los suyos tras el muro, y empezando á acudir secuaces con sus mujeres é hijos, por el cebo de raciones que se les repartia de harina, legumbres y quesos, de tal modo creció la aficion, que ántes de un mes estaban á las órdenes del gobernador cristiano mas de trescientos hombres con sus mujeres y niños, y no contento éste con armar caballería de los adheridos, hasta tomó á sueldo doscientos alárabes, que eran tambien del partido de Moabia, con lo que se emprendió una guerra tan viva contra los de Miscona, por espacio de catorce meses seguidos, que no les   —37→   dejaban descansar, ni de dia ni de noche, acorralándoles, por fin, á un extremo de la isla, donde fué tanta el hambre que padecieron, que hubieron de hacer pan del serrin de las palmeras. Alef, el jefe de los vencidos ó del bando de Miscona, desesperado, se salió de la isla, tratando de reunir numerosas fuerzas de alárabes, y cruzando el canal, que es el brazo de mar que separa á Gerbes del continente africano, introducirlos en aquella. Ya previéndolo Muntaner, habia colocado una fuerte guardia en el canal y armado barcas para impedir el paso de los enemigos, pero la impetuosidad del mayor número, el pasmo de la sorpresa cuando menos se esperaba, arrolló á los nuestros, llegando la noticia á oidos del capitan del castillo. La ira que se apoderó de Muntaner al saber el inesperado chasco, se expresa por un arranque suyo cuando confiesa en la crónica, escrita con calma y muchos años despues, que, entonces «poco faltó como no ahorca á todos los cómitres.» Pero en los grandes apuros es cuando mas se aviva la llama de los grandes genios: sin mas órdenes que encomendar el castillo á Simon de Vallguarnera, caballero de Peralada, entra en un leño de ochenta remos, se hace seguir de todos los demás leños y barcos armados, y se traslada al canal en ocasion que Alef, con veinte y una barcas, hacia pasar á los suyos. Al descubrir el caudillo de Miscona á nuestras embarcaciones y al intrépido catalan que las guiaba, dirígese hácia ellas con las suyas, mas poco podia esperar el desenlace que habia de alcanzar su pedantería: la fruicion con que lo explica el vencedor merece que reproduzcamos aquí sus palabras: «Hice yo colocar tras de mi leño todos los demás, y de este modo, cuando estuvieron cerca de mí, acometí por en medio de ellos con tal furia, que eché á pique siete de sus barcas, y arrojándome luego encima, empecé á arremeter aquí y acullá con los demás leños y barcas, hasta lograr que los suyos se estrellasen contra tierra. ¿Qué os diré? De veinte y una barcas que habia no escaparon mas que cuatro, y en una de ellas Alef, que huyó á tierra, es decir, á la isla, donde estaba su compañía, pues como en tierra firme habia los alárabes (los de su partido que queria hacer pasar), no se atrevió á ir allí porque le hubieran hecho pedazos. Aquel dia matámos   —38→   mas de doscientos moros, y nos apoderámos de diez y siete barcas; y de aquella hora en adelante se consideró el país ganado por nosotros, pues se tenian todos por muertos, y ganámos asimismo el canal, como que desde entonces ya no se atrevia nadie á entrar ni salir sin mi voluntad.» El triunfo en el mar era una gran ventaja, pero los partidarios de Miscona que quedaban en la isla eran numerosos, y convenia exterminarlos de raiz: para ello trazaria su plan Muntaner, que comunicó al rey de Sicilia, y tan bien lo acogió éste, que envió allá veinte galeras al mando del célebre Conrado Lanza, y en ellas doscientos caballos armados y dos mil hombres de á pié, conviniendo en que se acabase con toda aquella mala gente. El modo como procedió aquí Muntaner acredita su gran juicio y talento; ya que habia medio de vencer con gente nuestra, por una parte, licenció á todos los alárabes de Moabia que estaban á su sueldo. regalándoles, al despedirlos, víveres y trajes, con lo que creyeron los contrarios, engañados, que les seria entonces mas fácil el triunfo, y por otra se entendió con los jeques de tierra firme, que tenian parientes ó amigos en la isla, prometiéndoles salvo-conducto y paso en el canal para cuantos quisiesen salir; con lo que, primero en pequeños grupos y luego en mayores, se fué disminuyendo la fuerza de los contrarios, y hasta salieron, por fin, los cuatrocientos caballos del rey de Túnez que hasta entonces, junto con Alef, mantenian la bandera de Miscona; de suerte que no le quedaron á este caudillo mas allá de veinte y dos caballos, no obstante de contar con diez mil peones aguerridos. Festivo el cronista al explicar el logro de esta maña con los jeques, pues la entrevista con ellos fué personal, en tierra firme, cuenta que se hizo de rogar, que de buena gana le dieran cinco mil onzas, y que al fin les otorgó cuanto pretendian, aparentando como que accedia á la fuerza y ponderando que les prestaba un gran servicio, por lo que, agradecidos los jeques, mostrábanse rendidos y obsequiosos, entregábanle sus joyas, y todo era hacer esfuerzos para besarle la mano, de suerte (dice) que parecia «rey nuevo que entra por primera vez en su tierra.» Trece dias estuvieron aguardando los recien llegados, disponiéndolo así el práctico capitan, no   —39→   solo para que descansasen y se rehiciesen las personas, como tambien para que los caballos se familiarizasen con los camellos, á los cuales colocó en las cuadras alternados; previno asimismo que se ejerciese gran vigilancia en el paso ó canal, para que nadie absolutamente lo cruzase, ni aun nadando, y enviando una barca con un comisionado á Sicilia (porque es de saber que de una isla á la otra no median mas que unas quince leguas) para proponer al Rey que no se atendiese la súplica de los moros en caso de querer capitular, aprobó la idea Federico, ya que tantos daños habian hecho en otras ocasiones á sus súbditos, como accedió tambien á la honra que pretendia Muntaner, cual era, que al dar la batalla, fuese él quien mandase la delantera ó vanguardia, pues bien lo merecia (dice) «por el año y medio de hambre que habiamos sufrido, y además porque conociamos qué gente eran los tales moros.» Llegado el dia del combate, salió del castillo Muntaner con doscientos veinte caballos armados y treinta alforrados, y mil hombres de á pié, todos catalanes, quedando toda la demás fuerza en las galeras á guardar el canal. No queremos dilatar mas este trabajo explicando los pormenores de la batalla y la táctica empleada por el caudillo, que vió seguro su triunfo con la ventaja de la caballería, tarea que podrá cumplir mas acertadamente algun militar científico, é interesándonos solo el resultado, basta con dejar consignado lo que el mismo vencedor dice en su crónica: «No se encontraba, á la verdad, entre ellos, un hombre que no quisiese morir, y de tal modo se abandonaban entre nosotros, lo propio que hace un jabalí entre los que le quieren matar, cuando ve cierta su muerte.... La batalla duró desde media tercia hasta hora nona, y al cabo murieron todos, sin que escapara uno solo de los que habia en aquel campo, pues todos perecieron.» Dirigiéndose despues del triunfo al alcázar ó fortaleza que tenian los moros, combatiéronlo y tomáronlo los soldados de Muntaner, degollando á todo el mundo, salvo las murjeres y niños, que se llevaron cautivos, junto con el gran botin que recogieron al levantar el campo.

Recobrada por completo la isla, Lanza volvió á Sicilia, llevándose los cautivos, y el capitan vencedor, ya señor absoluto,   —40→   discurriendo mas como estadista que como soldado, lo primero que intentó fué hacer productivo aquel territorio, poblándolo con los de Moabia, y con tal acierto, que antes de un año sacó ya el rey de Sicilia tan buena renta como nunca habia producido. Para ponderar el cronista la buena organizacion allí establecida, llega á decir que «aun cuando un insignificante cristiano se llevara treinta ó cuarenta sarracenos atados con una cuerda, no encontrara, á buen seguro, quien le dijera que obraba mal;» y acaso guiándose por su voluntad y no previendo bastante los tiempos futuros, añade que, en la situacion á que ha conducido él la isla de Gerbes y por la venganza allí tomada, «serán en todos tiempos los cristianos, en aquellas partes, mas temidos, mas estimados y mas respetados.» ¡Quién le hubiera dicho al conquistador de Gerbes, que dos siglos mas tarde allí habian de estrellarse las armas españolas, y de cráneos de españoles se habia de levantar en la isla un horroroso monumento que todavía existe!

El gran servicio prestado por Muntaner al rey de Sicilia no podia quedar sin recompensa: Federico le cedió por tres años la isla, con todos los derechos y productos, y acordándose de la palabra que le habia dado, díjole que ya podia entonces ir al encuentro de su prometida y tomarla por esposa. Motivo de tanto gozo para quien anhelara descansar de tantas fatigas, y vivir vida de familia, hicieron revivir en su corazon nobilísimos sentimientos no menos gratos; dejando encomendado el castillo á su primo Juan Muntaner, y los Querquenes á otro primo, G. Sesfabregues, armó una galera nuestro héroe y se fué á Sicilia, aprovechando en la travesía toda ocasion que pudiese halagar sus mejores recuerdos; detúvose en Mallorca, donde fué á saludar á los reyes que allí se encontraban y á su muy querido el infante Don Fernando (el prisionero de Saint-Omer) cuyo padre no cesaba de abrazar á Montaner, diciéndole que era la persona á quien, despues de él, habia de amar su hijo mas que á nadie del mundo; pasó luego á Valencia, donde se casó, permaneciendo allí veinte y tres dias; regresó en seguida con su amada esposa, volviendo á Mallorca donde se repitieron los obsequios y agasajos, regalando los   —41→   príncipes muchas y preciosas joyas á la novia, y al novio, como prenda de la mayor confianza y cariño, le dió el Infante su mas rico arnés de batalla, aparte de otros muchos objetos; de Mallorca fué á Mahon, donde veraneaban entonces los reyes, llevándose de allí dos hermosos halcones para el rey de Sicilia, á quien los regalaba el infante Don Fernando; al llegar á esta isla dejó la esposa en Trápani, pasando él á Mesina y luego á Montalbano, donde veraneaba tambien el rey Federico, á quien visitó Muntaner, tanto para manifestarle su gratitud como para hacerle el relato de todo lo ocurrido en Poniente; por fin, despues de haber comprado el vencedor de Gerbes dos barcas armadas para su servicio, recogió otra vez á la esposa y volvió de nuevo á Gerbes, donde fueron recibidos ambos esposos de una manera verdaderamente triunfal, siendo infinitos los presentes que les hicieron los habitantes en joyas, dinero y víveres.

¡Cuán feliz no habia de encontrarse la esposa del héroe viendo que el amor jurado tantos años antes no menguó con los contratiempos, y que al fin habia tenido el coronamiento mas hermoso, pues llegaba á ser como una semi-reina, que tal pudiera considerarse la que dominaba el corazon del valiente entre los valientes, del amado por reyes y vasallos, por amigos y enemigos, del señor de aquel Estado, regalada y obsequiada del mejor modo que pueda ambicionar una mujer! Vanas han sido nuestras investigaciones para dar con el nombre de tan dichosa hembra, que se encontraba indistintamente en Valencia ó en Cataluña, y que, en nuestro concepto, seria catalana, de familia pobladora de aquel reino, (puesto que existiria todavía gran parte de la generacion que allí acudió despues de la conquista), cuya casa solariega existiria en el Principado, además de ser sabido, como lo relata el cronista valenciano Beuter, que fueron doncellas catalanas las que se enviaron al nuevo país conquistado para casarlas allí y fomentar por consiguiente la poblacion. La felicidad de los esposos Muntaner en la isla africana la revela el cronista con frases espontáneas, pero salidas del corazon, sobre todo al explicar el conseguido fruto de sus amores: «De este modo, con la gracia de Dios, estuvimos en buena paz, alegres   —42→   y satisfechos, en el castillo de Gerbes, durante aquellos tres años que el señor Rey me habia consignado.» Tres años dice, porque hasta despues de transcurrido este tiempo no asomó nuevo peligro, nada menos que la guerra atroz que se rompió entre el rey Roberto y el rey Federico, quien, por saber que aquel iba á enviar una armada contra Gerbes, escribió á Muntaner que se desembarazase de mujeres y niños y se preparase á la defensa; en cumplimiento de cuyo mandato (continúa entonces el cronista,) «fleté al punto una nave que habia de estar á mi disposicion, propia de En Lambert de Valencia, llamada la Ventura bona, la cual estaba entonces en la ciudad de Cápis, y antes habia sido mia, y despues de entregarle por el alquiler trescientas doblas de oro, metí en dicha nave á mi esposa, que por cierto estaba entonces embarazada de cinco meses, y á dos hijitos que tenia, el uno de dos años y el otro de ocho meses, y bien acompañada con el gran número de las mujeres del castillo, bien armada como estaba la referida nave, la envié á Valencia, costeando por Berbería, habiendo estado treinta y tres dias en el mar, desde Gerbes á aquella ciudad, á donde llegaron salvos y seguros por merced de Dios.» Al verse el guerrero separado de sus mas caras prendas y en la necesidad de tener que ejercitar otra vez su bélico denuedo como hombre de resolucion que era, desplegó la mas admirable actividad, acreditando á la par el ingenio y maña que le distinguian: puso el castillo en el mejor estado de defensa, mandó construir manganos y trabucos, hacer gran provision de agua y vituallas, y conviniéndose con aquellos jeques de tierra firme de quien antes hablámos, logró de estos nada menos que la seguridad de que, antes de ocho dias, habria ocho mil ginetes junto al paso ó canal, para entrar en la isla en un caso contra las huestes del rey Roberto, y en ayuda de Muntaner, defensor del derecho de Federico. Pero no llegó la ocasion por haberse establecido unas treguas entre ambos reyes, no obstante, para cuando estas acabasen ó por lo que pudiera sobrevenir, el guardador de Gerbes no pudo apartar la mano del puño de su espada, y, lo mas sensible para él, tuvo que permanecen otra larga temporada separado de los objetos que eran mas gratos á su corazon, esto es, de su esposa   —43→   é hijos, como viene á declararlo mas adelante cuando traspasó definitivamente aquel cargo é hizo entrega de su capitanía: «Plazca á Dios (dice) que todos los que bien nos quieran puedan dar tan buena cuenta de lo que se les encomienda, como la dí yo al señor Rey de las referidas islas, las cuales tuve por espacio de siete años, esto es, primeramente durante la guerra dos años, despues dos años que se me dieron de gracia y despues otros dos años con motivo de la guerra del rey Roberto.»

Impaciente estaria el esposo y padre de verse por tanto tiempo separado de su familia, y de seguro que no le conviniera al rey Federico acordarse del que tantos servicios le habia prestado; pero aunque el cronista no lo expresa, sospechamos nosotros que aprovecharia la primera oportunidad que le sirviese de excusa para trasladarse á Sicilia: tal fué la noticia de que se encontraba en esta isla su muy querido amigo, el infante Don Fernando de Mallorca, quien, por haberse enlazado con una sucesora del señor de la Morea, tenia en Catania la esposa, próxima á salir de su primer embarazo. Con el pretexto, pues, de ver al príncipe, y tal vez solicitar al mismo tiempo su retiro al rey de Sicilia, logrado el permiso del monarca, embarcándose en una galera, y acompañado de un leño en que iban todos los jeques de la isla, partió de Gerbes y tomó tierra en Catania. Nadie imaginara que de este pretexto para poder reunirse otra vez Muntaner con su familia, habia de surgir otro obstáculo que quizá retardara mucho el logro de su anhelo; mas aunque la causa del nuevo compromiso desapareció por completo, á consecuencia de ajenas desgracias, sin embargo, el cumplimiento de un favor solicitado por el infante, á quien no era capaz de disgustar su mejor amigo, dilató un tanto la reunion de éste, que deseara mas hacer oficio de esposo y padre, que de soldado, con la compañera fiel y el tierno fruto de su amor. Indicarémos ambos obstáculos, de que no podemos prescindir para el mejor enlace de los sucesos, y nos detendremos principalmente en detallar el segundo, mas que por el hecho, para dar una muestra del estilo del cronista, y ser un testimonio de la inmensa bondad que abrigaba su corazon, cuadro que han   —44→   admirado todos los lectores de la crónica, y que han comentado todos los traductores con suma alabanza, por ser un conjunto de los mas tiernos sentimientos y de los mas leales afectos.

Es, pues, el caso que el infante Don Fernando, por su temple guerrero, por haber batallado ya en Oriente y por los derechos de su esposa al principado de la Morea, tenia la ilusion de volar allá para impedir que los franceses, como lo intentaron guiados por el hermano del rey Roberto, le usurpasen aquel señorío; para lograrlo, nadie podia llevar mejor en su compañía que el antiguo amigo Ramon Muntaner, pues nadie como él reunia tantas cualidades, que todos ya conoceis, de experiencia militar, conocimiento del país y lealtad á toda prueba. Tentado llegó á sentirse Muntaner con las vivas y cariñosas súplicas del infante, y pues su fibra no habia decaido con los años, entre impulsos de entusiasmo y deberes de gratitud y afecto, condescendió al cabo en volver a Oriente, pero con la condicion de que antes se le permitiese pasar una temporada con su familia, y luego, bajo palabra de honor, acudiria á la cita que le diese el infante, yendo nó solo, sino acompañado de cuantas fuerzas pudiese reunir. Próxima estaba la infanta, como hemos dicho, al dia de ser madre, y habiendo dado á luz un robusto niño, al que se puso el nombre de Jaime, heredero directo del trono de Mallorca, cuya sucesion estaba vinculada en su padre, á poco de experimentar tanto gozo, murió de sobreparto la madre, y entonces el padre, mas libre para poder ir á vindicar los derechos que tambien habia de heredar su hijo en Oriente, calculó que el mejor pensamiento que podia hacer era enviar el niño á su familia, residente en Perpiñan, y encargar su crianza y educacion á su virtuosa y cariñosa abuela.

Fiar un encargo de tanta trascendencia solo podia el padre á un hombre de gran lealtad y confianza ¿y quién mejor para ello que el sin igual Muntaner? Condescendió el amigo, nó sin sentir, por el compromiso, grandes escrúpulos, pero que supo vencer asegurándose de todas las formalidades que requieren semejantes actos; llegada la ocasion, el ayo del infantillo hizo la entrega de éste en presencia de innumerables   —45→   señores y magnates que habian asistido á su bautizo, y tomándolo en sus propios brazos Muntaner, despues de jurar que nunca lo abandonaria, se salió de la ciudad, siguiéndole mas de dos mil personas; ya en la nave, todo el mundo santiguaba y bendecia al tierno viajero, lo que tuvo lugar el dia 1.º de Agosto de 1315; en el tránsito de Catania á Trápani tiene noticia el fiel custodio que hay cuatro galeras armadas con órden de embestir la de Muntaner, apoderarse del niño y guardarlo en rehenes para burlar así los proyectos del padre en la Morea; lo que sufre entonces nuestro hombre no tiene límite, de modo que así él como las amas y demás mujeres que le acompañaban no se atrevian á saltar en tierra, vacilando y temiendo siempre por largo tiempo; mas no habia de faltarle á Muntaner la agudeza y talento de otras ocasiones, como lo acreditó al detenerse por veinte y dos dias en la isla de San Pedro, en donde ajustó veinte y cuatro naves, entre catalanas y genovesas, para que le sirviesen de escolta y defensa; asegurada esta parte, se hizo, por fin, á la vela, y nuevo peligro le asalta, nó el de la aparicion de las naves enemigas, sino el de una tempestad furiosa que se desencadenó, tal que de las veinte y cuatro naves se perdieron siete, sufriendo las restantes grandes averías: «empero, (dice el cronista), plugo á Dios que en el dia de Todos los Santos tomásemos tierra en Salou, sin que la mar hubiese perjudicado en lo mas mínimo al señor Infante, ni aun á mí, porque es de saber, que mientras duró la tempestad no salió el Infante de mis brazos, ni de dia ni de noche, pues al ama y asimismo á las demás mujeres, tan malas las habia puesto la mar, que la primera ni sentada podia estar, y las otras ni andar ni tenerse en pié.» En Salou recibió á los viajeros el arzobispo de Tarragona, quien besó y bendijo al Infante, y de allí se trasladaron á dicha ciudad por tierra, yendo el ama con el infantillo en unas andas que ya con prevision mandó construir Muntaner, dirigiéndose luego de este modo á Perpiñan, en la capilla de cuyo castillo aguardaban al anhelado vástago las dos reinas, esto es, la esposa del Rey, y la abuela, madre del infante Don Fernando, pues el Rey de Mallorca se encontraba en aquella sazon en Francia. «Al llegar yo á la puerta del castillo, (continúa   —46→   el narrador), tomé en mis brazos al señor Infante y con grande alegría lo llevé delante de las Reinas, que estaban sentadas juntas. Dios me conceda á mí un gozo tal como el que experimentó mi señora la Reina, su abuela, cuando le vió tan gracioso y bueno, con tan bello rostro y sonriendo, vestido como iba de paño de oro, llevando la capa á la catalana, con pellon y una hermosa chichonera de la misma tela en la cabeza. Y cuando yo estuve cerca de las Reinas me arrodillé, besé á cada una las manos é hice besar por el infantillo la mano de mi señora la Reina, su abuela; y besado que la hubo, ella iba á cogerlo entre sus manos, más yo lo dije: «Mi señora, permita vuestra gracia y merced, y no se resienta por ello, que antes me aligere yo del cargo que sobre mí pesa, pues hasta haberme aligerado, vos no tendreis el niño.» Al oir esto, se rió y dijo que le placía.» Siguen aquí las grandes formalidades para la entrega del Infante, la exhibicion de escrituras y declaracion de testigos, delante de toda la corte, para identificar la personalidad del infantillo conducido por Muntaner, y la seguridad dada á éste por el buen cumplimiento de su encargo, de que quedaba libre, rematando la descripcion de tan interesante cuadro por el cronista, con estas palabras: «¿Qué os diré? Quince dias estuve en Perpiñan, y todos los dias iba á ver dos veces al señor Infante, pues le eché tan á menos cuando me separé de él, que no sabia lo que me pasaba. Mas tiempo hubiera estado allí todavía, á no ser la fiesta de Navidad que me venia encima. Conque, me despedí de mi señora la Reina, y de mi señora la Reina jóven y del señor Infante, y de todos los de la corte, satisfice lo que debia á todos los que me habian seguido, volví á mi señora Inés Dadri (quizá el ama de cria durante el viaje) á su lugar y casa, cerca de Banyoles, y partí para Valencia, donde habia mi casa, á la que llegué tres dias antes de Navidad, sano y alegre, por la merced de Dios.»

La impaciencia que revela aquí el padre y el esposo es un bello testimonio de la antigüedad de nuestras costumbres, acatadas por quien tenia siempre repartido el corazon entre la patria y la familia. No hay que hacer aquí ningun comentario, y hasta con transportarse mentalmente al albergue   —47→   donde aguardaban la esposa y los hijitos al sér de ellos más amado, ¡cuántos obsequios no les llevaria el que los prodigaba á todo el mundo, con qué anhelo aguardarian todos la posibilidad de encontrarse reunidos el dia de la Navidad, y con qué inmensa alegria pasarian esta bendita fiesta, durante la cual es cuando mas revive y se fortalece el amor de la familia catalana!

Uno de los dos obstáculos ya indicados se habia vencido por Muntaner; faltaba el otro y mas principal, su regreso á Oriente, y este, quiso Dios que no llegase la ocasion de vencerlo, para que lograse al fin su bienestar quien tanto se habia agitado durante su vida, y que deseaba solo descansar tranquilo entre los suyos. Por su palabra dada al infante Don Fernando, cumplió, en la ocasion oportuna, cuanto habia prometido: aprontó naves, reunió fuerzas militares y volvió á Sicilia para desde allí embarcarse y seguir otra vez el rumbo de la estrella que siempre le atraia á los combates, á la vida agitada y bulliciosa del guerrero, cuando le llega la noticia de que el infante Don Fernando habia muerto, y que el hermano del rey Roberto se habia apoderado de todas las tierras, por cuyo dominio habia ido allá aquel príncipe, deseoso de salvar el derecho que le competia para su desgraciado hijo, desgraciado decimos, porque habeis de saber que aquel tierno infantillo tan querido de Muntaner, aquel que perdió su madre al nacer, y que no pudo conservar memoria de su padre, sacrificado en la defensa de sus derechos, fué con el tiempo el desventurado rey Jaime, último soberano de Mallorca, á quien quitó la corona su cuñado Pedro IV de Aragon, agregando sus Estados al conjunto de los que constituian la Corona aragonesa. ¡Si esto hubiese podido prever el bondadoso cronista, si Muntaner hubiese llegado á ser testigo de semejante iniquidad, de seguro que le matara la tristeza, no pudiendo concebir cómo fuesen príncipes de una misma dinastía, de la ilustre descendencia de Jaime I, por él tan querida y venerada, los que tratasen de perjudicarse mútuamente. Bien lo revela cuando, al consignar los derechos que corresponden al niño Jaime, heredero de la Corona mallorquina, exclama: «¡Dios permita que yo lo vea y que pueda en mis viejas canas   —48→   ayudarle con la poca fuerza y saber que Dios me ha otorgado!»

Anulándose, pues, la ida de Muntaner á Oriente, con razon podemos conjeturar que empezaria entonces verdaderamente la vida pacífica y descansada: á Valencia, de seguro, regresaria; allí pasaria los años que le restaban de vida, al amor de su querida familia; allí, siempre partícipe de los gozos que rodeaban á la dinastía de los Condes-Reyes, objeto inmutable de su afecto y lealtad, acudiria á todos los actos de que aquellos provenian, como lo hizo al pulsar la lira, acreditándose de trovador, cuando partió el infante Don Alfonso (1323) para la conquista de Cerdeña, y mas tarde (1328), cuando concurrió, conforme ya explicámos, como representante de Valencia, á la coronacion del propio infante como rey; allí, en santa paz y tranquilidad, distraeria los ócios de la vejez, cual otro Tucídides, escribiendo la famosa crónica donde resume todo lo acontecido en su tiempo, las batallas en que habia intervenido y las costumbres de su patria, como nadie habia hecho todavía, en la vejez dijimos que trazara tan magnífica obra, pues, por confesion del mismo, habia cumplido ya los sesenta años cuando le dió principio.

Si hemos de creer á Diago en sus Anales de Valencia, al retirarse Muntaner á este reino, por ser señor de Xiruella, «compuso en ella su historia;» pero dudamos de este aserto, ya por no haber visto dato alguno que pruebe este señorío, ya por ser nombre que se escribe de diversa manera, no pudiendo deslindarse de qué territorio ó poblacion formase parte el supuesto señorío, ya porque de ser dicho nombre el mismo ó sinónimo del que el propio autor llama Íuliella en otros puntos, resultaria que hasta 1323 no se dió á poblar, enviando allí á quince cristianos, consignando el propio autor en el año 1274, que en su término se comprendia Villar, «que entonces se dezia de Benaduf, poseyéndole por aquel tiempo Don Hernando de Liori y pasando despues el Villar á manos del obispo y Cabildo, que fueron los que le dieron á poblar.» En nuestro concepto, el que se titula ciudadano de Valencia, y que consigna tener allí su habitacion (alberch), en la capital viviria, pasando alguna temporada, por recreo, en la quinta   —49→   que poseyera en el indicado territorio; siendo, en consecuencia, lo del señorío de Diago una exageracion, puesto que el orígen de semejante noticia ó conjetura proviene solo de las primeras palabras de la Crónica, cuando para explicar la imaginaria razon de componerla, dice que se encontraba en la cama, «en su alqueria llamada Xiluella, que está en la huerta de Valencia.» El mismo historiador, (que escribia en 1613,) nos da alguna notica de la sucesion de Muntaner y del lugar donde descansan sus restos, en estos términos: «Dió principio en esta tierra á la familia de su nombre, y yace su cuerpo en Predicadores de Valencia, en su capilla de San Machario. Su hijo Machario Montaner, que fué caballero, engendró á Ramon Montaner, cuarto abuelo de Hieronymo Montaner, que hoy vive en Campanar, cerca de Valencia, y tiene en ella una capitanía de la Milicia efectiva.» No podemos precisar el año de la muerte de Muntaner, pero sí podemos asegurar que vivia todavía en 1332, pues existe en el Archivo Real4 una carta del rey Don Alfonso IV dirigida al viejo cronista, diciéndole que proporcione los datos para el cobro de lo que le habian robado los venecianos, y que sabe los posee, por habérselo dicho su hijo Macario; teniendo una circunstancia este documento, y es, que al dirigirse el rey de Aragon á su súbdito, acompaña su nombre con el dictado de «Consejero de nuestro amado pariente el rey de Mallorca», honra hasta ahora ignorada, y que, de seguro, no influiria mas ni menos en la vida modesta y en el carácter sencillo del que se daba por muy contento con ser ciudadano de Valencia.

Con la biografía de Ramon Muntaner hemos trazado el cuadro de una de las mas excelsas glorias que adornan á Cataluña, que gloria es para todo pueblo que se precia de culto y adelantado en nuestros tiempos. ver que, en remoto siglo, cuando apenas sale de su infancia la civilizacion, contaba ya con un hombre de tan múltiples y variadas cualidades, pues bien habrá podido convencerse el lector de que no desmerece   —50→   el dictado de héroe nuestro personaje, por sus aventuras, tanto, que de él pudieran muy bien componer nuestros vates catalanes un romancero tan rico, mas histórico sin duda, y por ello no menos poético, que el del Cid; que á los timbres de guerrero, navegante y atrevido emprendedor, reunia el mayor conocimiento de los hechos pasados y era el mas fiel narrador de los contemporáneos; tan filósofo. prácticamente considerado, como erudito, escritor elegante, tierno en la expresion de los afectos, como que en su corazon vivían á un tiempo hemanados el entusiasmo y la bondad; poeta; tan fiel en la lealtad á sus reyes como en la conservacion de la honra de su patria, y por fin, cariñoso padre y amante esposo, de todo lo cual quedará mas firmemente convencido el que haya sabido entretenerse contemplando el texto ó contenido de su famosa Crónica.

¡Su Crónica! Tal es la simpatía que ha suscitado este libro, y por él su célebre autor, que nunca se han relegado al olvido ni uno ni otro, aun en los períodos de la mayor indiferencia histórica, y precisamente al dispertarse el espíritu de crítica que condena las fabulosas narraciones de la Edad Media, es cuando de todas partes de Europa se ha levantado un coro de alabanza en pro del libro y de quien lo escribió, entonado por reconocidos sabios. Sin la Crónica de Muntaner ningun analista ni historiador hubiera podido tratar de los hechos de Oriente, quedando solo para describirlo las calumnias de nuestros enemigos, los griegos; Moncada no pudiera emprender su disimulada paráfrasis, cuyo fondo se conoce al punto de dónde procede, por mas que diga que la sacaba «libre de dos terribles contrarios descuido de los naturales y propios hijos, y malicia de los extranjeros;» y muchos cuadros que admiramos de gloriosos sucesos en las obras de Zurita, Abarca, Blancas y otros historiadores aragoneses por sus referencias, queda bien probado que tienen su orígen en las narraciones del cronista catalan. No transcurrió el primer siglo de la invencion de la imprenta, sin que se aprovechara esta ventaja para dar á conocer el famoso libro, pues Valencia y Barcelona hicieron respectivamente dos magníficas ediciones, aquella en 1558 y esta en 1562, y despues de haber   —51→   servido su claro contenido de guía para cuantos se han ocupado con posterioridad de los sucesos ya indicados, en el siglo presente, se han hecho de aquel interesantes reproducciones y traducciones; Buchon publicó primero, traducida al francés, la celebrada Crónica en 1827, formando parte de la Collection des chroniques nationales françaises, y la reprodujo, modificada, en el Panthéon Littéraire, que editaba Leçon en París, en 1348; Lanz dió á la luz, en 1842, una traduccion en aleman, en Leipzig, y en 1844 reprodujo en Stuttgart el texto catalan; en la primera de estas dos fechas Filippo Moise la publicaba tambien en Florencia, traducida al italiano, y recientemente nos consta, sin que hayamos tenido ocasion de admirarlo, que Alemania ha vuelto á dar á sus prensas el cada dia mas admirable libro; no bastando tan nobles ejemplos para que se decidiera algun literato español á imitarlo, hasta que, doliéndose de esta omision el autor de este trabajo, emprendió la difícil tarea de publicar el texto catalan, con la traduccion castellana y las indispensables anotaciones, en 1860, empresa que acaso no hubiera podido llevar á cabo sin el amparo de la Excma. Diputacion Provincial de Barcelona, á la que va el libro dedicado.

Por este empeño de los sabios extranjeros, así como por el nuestro habeis conocido al cronista, al hombre, al héroe, podeis conocer igualmente lo que vale su obra, asegurándoos que seria interminable nuestro trabajo si de cada sabio tuviésemos que reproducir aquí las alabanzas, lo mismo tocante á la obra que al autor, á quien comparan algunos con Froissard, comparacion que debemos nosotros sublimar, recordando que este historiador ó cronista francés es posterior á Muntaner, y así como aquel escribió de muchas cosas de su tiempo sucedidas en varios puntos de Europa, pero que no vió, el cronista catalan es generalmente testigo de vista y hasta héroe en algunas de las hazañas que describe. Todos los sabios, sí, de todos tiempos alaban al guerrero y cronista natural de Peralada, y solo un extranjero, patriota egoista, ha pretendido nublar un tanto su fama, por la necesidad que tenia de contrariar á los que han escrito acerca de las diversas dominaciones que ha tenido la isla ó reino de Sicilia y por la manía de querer   —52→   acreditar que los sicilianos habian sido siempre italianos y nó mas. Esta pequeña sombra, sin embargo, no oscurecerá jamás el sol de la opinion pública y del sentido comun: baste, para resumir, como justificado eco de tantas alabanzas, citar aquí la autorizada voz de un académico de la Española, orador insigne y catedrático de Historia, D. Emilio Castelar, quien, en un acto solemne de recepcion, en este mismo año, al desarrollar el tema, que vertia sobre la Literatura Catalana, no bien tuvo que mencionar al cronista de nuestra patria, prorumpió, con la erudicion y el entusiasmo que le son propios, en las siguientes palabras: «Ninguna de las lenguas modernas, que yo sepa, ninguna puede ufanarse con historiador tal como Ramon Muntaner á principios del siglo décimocuarto. Precisa evocar los tiempos clásicos para ver narrador de tal temple que refiera los hechos mas altos con la sencillez mas homérica. Y cuenta que traslada con fidelidad al pergamino todo el poema de nuestra historia aragonesa desde la conquista de Mallorca y de Valencia hasta la conquista de Sicilia y la conquista de Atenas, con verdadera ingenuidad evangélica. Desclot, su émulo, inspírase mas en el ministerio de cronista: Muntaner es la ingenuidad en persona.» El orador se entretiene aquí deslindando maravillosamente el gran conjunto de los sucesos que forman el contenido de la obra, cuyo autor celebra, y da remate á tan interesante período con esta magnífica conclusion: «Cuando querais comprender las ventajas del cronista catalan sobre todos los cronistas de su tiempo, especialmente de Inglaterra, Francia y Alemania, no teneis sino leer tras él á sus émulos y competidores de allende. La lengua que puede presentar tamaña obra, ya es una lengua relativamente perfecta. No ha rayado, por aquel tiempo, en ningun pueblo tan alto la historia.»

Despues de tan justificado panegírico, que confirma los asertos del biógrafo, solo le corresponde á éste reforzar todo su aliento para exclamar gozoso: ¡Gloria á Muntaner! ¡Gloria á la Municipalidad Barcelonesa, que tan noblemente se afana para perpetuar los nombres preclaros de los sabios y de los héroes catalanes!





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