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Rasgos modernistas en el costumbrismo de Salvador Rueda: «El patio andaluz» y «El cielo alegre»

María Isabel Jiménez


Universidad de Málaga



Ya he señalado en más de una ocasión la escasez de estudios sobre la prosa de Salvador Rueda, siendo su obra costumbrista una parcela todavía hoy sin estudiar de forma global, debido, en parte, a su dispersión1. En esta comunicación voy a centrarme en las dos primeras obras en prosa de Salvador Rueda: El patio andaluz y El cielo alegre, de 1886 y 1887, respectivamente, cuando fraguaba su renovación poética, que se materializaría en Sinfonía del año (1888), y gestaba su primera novela: El gusano de luz (1889). Las elijo por ser las únicas que presentan un subtítulo relacionado con el tema de este Congreso y, por tanto, las que muestran la voluntad de su autor de emparentar con el costumbrismo. En El patio andaluz, Rueda añadió al título la aclaración genérica de Cuadros de costumbres y, en El cielo alegre, la de Escenas y tipos andaluces.

El patio andaluz, impreso en Madrid, en el Establecimiento Tipográfico de los Sucesores de Rivadeneyra, contenía quince textos2, tomando su título del primero de ellos, como era habitual en aquellos años:

«[...] es la moda que hoy rige; poner por título del volumen todo el de una de las novelas -afirmaba Manuel Martínez Barrionuevo-, lo hizo Emilia en La dama joven, Clarín en Pipá, Picón en Juan Vulgar y yo en El Padre eterno»3.


La mayoría de estos textos aparecieron, antes de la publicación del libro, en periódicos y revistas; en concreto, en El Imparcial, El Globo y La Época4, forma habitual de promoción de la obra literaria en el siglo XIX.

El cielo alegre se imprimió también en Madrid. Contenía veinticuatro textos: nueve más que El patio andaluz5, como si Rueda hubiese querido responder al comentario de Mariano de Cavia cuando, un año antes, había resaltado la brevedad de su primera obra6. Si de El patio andaluz solo tenemos constancia de una edición, de El cielo alegre se llevaron a cabo tres diferentes: dos en Madrid, en 1887, y una en Valencia, en 1896.

Como tantos contemporáneos, Rueda empezó su carrera en prosa escribiendo cuadros de costumbres, animado por el auge del género durante el siglo XIX, y porque todavía seguía pesando en el ambiente la influencia realista. En sus dos primeros libros, aparecen peculiaridades propias del género, que ya resaltó la crítica contemporánea7, siendo dos eslabones más de la cadena costumbrista. No en vano, Rueda menciona expresamente en El patio andaluz a sus dos maestros en el género: Mesonero Romanos y Estébanez Calderón, pese al distanciamiento cronológico y estético.

Los rasgos del costumbrismo se dan por igual en ambas colecciones, aunque El patio andaluz ofrece más textos costumbristas que El cielo alegre. De hecho, solo un artículo en El patio andaluz: «De piedras abajo», cuento fantástico dedicado a Jacinto Octavio Picón, se aleja de las características del cuadro de costumbres. Este relato, de gran originalidad, nada tiene que ver con el resto de la obra. Con él, Salvador Rueda apuntaba una de las tendencias de sus cuentos posteriores, a medio camino entre la ficción y la poesía. No tiene sentido pensar que Rueda incluyó «De piedras abajo» para completar el tomo, pues podía haber elegido cualquier otro cuadro de costumbres andaluzas de los que tenía escritos e incluso publicados en las revistas de aquellos años. Rueda lo introdujo en El patio andaluz deliberadamente, para ir tanteando la opinión de crítica y público sobre una faceta literaria diferente: la del relato corto, que también fraguaba por entonces el escritor malagueño.

En El cielo alegre, pese al subtítulo -Escenas y tipos andaluces-, hay un predominio absoluto del cuento sobre el cuadro de costumbres -como sucedería en Bajo la parra (1887), Tanda de valses (1891) y Sinfonía callejera (1893)-. Desde entonces, sus cuadros de costumbres solo aparecerían esporádicamente en alguna publicación periódica y volumen misceláneo o para ambientar sus novelas andaluzas finiseculares: El gusano de luz (1889), La reja (1890) y La gitana (1892). Si en El patio andaluz hay catorce textos y, entre ellos, un único cuento; en El cielo alegre, de sus veinticuatro títulos, solo siete podrían considerarse auténticos «cuadros costumbristas», siendo los restantes trabajos cuentos de diversa orientación y temática.

A priori, las características literarias de estas dos obras las enlazan con el costumbrismo más tradicional. Mencionaré el cauce de la prensa como medio de publicidad de la obra literaria en general, y del costumbrismo en particular. En segundo lugar, la mímesis costumbrista que lleva a cabo el autor al tomar de la vida, de su contemporaneidad, la materia para sus cuadros, describiendo al hombre en un espacio y un tiempo concretos8. También hay que señalar el pintoresquismo, como una de las caras de género tan poliédrico: Rueda opta en todo momento por la tendencia más complaciente y castiza del costumbrismo. El suyo carece de melancolía, denuncia o amargura; muy al contrario, todo en él tiene visos poéticos. Como en tantos costumbristas, aparece en su obra la división genérica en tipos y escenas (al menos teóricamente), aunque en él se aprecie un predominio absoluto de la escena, no siguiendo en esto al grueso de los costumbristas del Realismo9. Realiza el retrato de una determinada clase social, que en S. Rueda tiende casi unánimemente al pueblo, y principalmente al de las zonas rurales10. Salta a la vista la adscripción geográfica regionalista y, en especial, andaluza, y, sin olvidar la estructura propia del cuadro de costumbres, hay que mencionar el perspectivismo, regla primordial de este tipo de literatura, que no lo consigue Rueda con el desdoblamiento de ningún personaje auxiliar -forasteros o extranjeros que muestran su sorpresa, ironía o admiración ante la nueva costumbre-, sino siendo testigo explícito y observador privilegiado de la mayoría de las escenas que describe11.

Pero la pervivencia de estas características en la obra de Rueda coexiste con otras peculiaridades que enlazan su costumbrismo con rasgos ajenos al género, convirtiéndolo en una manifestación renovadora, a caballo entre la tradición y la modernidad. El suyo es un costumbrismo actual, original e híbrido, con mucha personalidad, con rasgos distintos a los de otros costumbristas contemporáneos, de quienes Rueda se distancia, sobre todo, por su voluntad de estilo.

En un primer momento se da en el malagueño la adscripción costumbrista; aunque ese costumbrismo casticista y pintoresco se vio, desde el principio, «contaminado» por recursos de otros géneros, como la poesía, y, en concreto, la de orientación modernista. La crítica contemporánea a Rueda resaltó unánimemente las conexiones en estos dos libros entre el costumbrismo y la lírica. Todos reconocieron el contenido poético de ambas obras llegando a afirmar El Licenciado Espejuelos acerca de El cielo alegre que estaba formado por muchas y muy hermosas poesías, «dando con esto un soberano mentís a los que niegan que pueda haber poesía en la prosa». O induciendo al temido Clarín a que dijese de los «cuadros en prosa»12 de El patio andaluz que no eran documentos para la estadística o meros apuntes para la futura sociología, sino «verdaderas obras de arte», observando su autor a lo poeta, haciendo soñar su prosa «a todos los poetas y aun a muchos hombres en prosa, de todos los climas, de todas las razas»13.

C. Manso fue el primero en señalar las relaciones de El patio andaluz con el Modernismo, en concreto, en cuanto a sus temas. Él resaltó la atracción que sentía el autor por la luz, la pintura y el color, la música, los materiales preciosos y las formas puras y estilizadas14. En esta comunicación me gustaría ahondar en algunos rasgos estilísticos, que cultivaron los modernistas y también el propio Rueda en su poesía y que proliferan tanto en El patio andaluz como en El cielo alegre.

En sus textos se produce una perfecta simbiosis entre lo típico, lo cotidiano, incluso lo vulgar, y la carga poética con la que se describe. En algunos cuadros es tal el componente lírico que no se sabe si la costumbre es el objetivo del artículo o la excusa para dar rienda suelta a su lirismo, que afianza la imagen idílica y complaciente de su costumbrismo. La tendencia a lo poético de muchos de estos textos los aleja de la precisión, los hace elusivos y evocadores. En las escenas de estos dos libros, Rueda es un poeta en prosa que se desvía conscientemente del sentido literal de las palabras o de su orden habitual en el discurso, pues emplea constantemente recursos poéticos como el símil, la metáfora, las referencias sensoriales (especialmente las visuales y sonoras, aunque también se incluyen olfativas), las sinestesias, las estructuras paralelísticas y enumeraciones, los circunloquios, los oxímoros, las descripciones impresionistas, las anáforas, las prosopopeyas en todas sus variantes: personificaciones, cosificaciones, animalizaciones, etc., conformando un corpus retórico que otorga a su prosa una elevada densidad poética.

Este canon lírico fue empleado en la poesía de todos los tiempos, pero también en la prosa de muchos modernistas, quienes mezclaron géneros, fusionaron estilos, difuminaron fronteras, como una forma de reaccionar ante la rigidez estética del Realismo. Para que puedan apreciar hasta qué punto Rueda es poético y elusivo en su lenguaje, solo voy a citar algunos ejemplos de los símiles y prosopopeyas empleados. Empecemos por los primeros. Cuando se refiere a los peces que nadan en una fuente, dice de ellos que son «como ligeras góndolas de fuego» («El patio andaluz»); las llamas del brasero flotan «a manera de lirios azules» («El brasero»); para expresar cómo se apaga la luz de una vela, dice que la llama aletea «como las alas del pájaro en las manos de un niño» («El brasero»); el arroyo atraviesa por la arena, «como una trenza de cristal» («La parranda»); la sombra de una pámpana cae sobre el libro abierto «como la de una enorme mariposa» («Cuadro campestre»); el sol flota en el mar «como cisne de luz» («La trilla») y el mar arde y tiembla «como inmenso lago de fuego» («La trilla»).

En las prosopopeyas también encontramos bellísimos ejemplos: «el vino ríe a carcajadas cayendo en las copas» («La Nochebuena»); los buñuelos «dan un grito agudo al tocar el líquido y atraviesan a nado hasta las orillas, sufriendo en los bordes el cosquilleo espumoso del aceite» («La Nochebuena»); en la casa del tío Pausa, el sol «lanza sus dardos de oro a través de la parra» («La matanza»); la gota de aceite del candil «mira a modo de desencajada pupila el sitio donde habrá de ir a estrellarse» («La parranda»); el velatorio «rumia sueños tejidos de fantasmas» («El velatorio»); «las hojas secas de la vid persíguense unas a otras como arrebatándose algún objeto» («El titiritero»); «El sol tiende su manta de bucles de oro» sobre la muchedumbre («La fiesta de San Antón»); las enredaderas suben por la reja «haciendo toda clase de gimnasia» («La caja de pasas») o los granizos, en las noches de tormenta, «llaman con dedos de perlas a los cristales» («La caja de pasas»).

Estos bellos ejemplos que emplea Rueda en ambos libros son impropios de un costumbrista, digamos tradicional, puro, que se basa en un ejercicio, principalmente, de realismo, donde las palabras tienen su justo valor y sirven para nombrar con precisión, no para evocar o sugerir impresiones. Rueda es un escritor detallista, que pinta con gran colorido los usos y las costumbres andaluzas, pero su comportamiento ante la costumbre a describir ha cambiado: ya no pretende ser un retratista objetivo que levanta acta notarial de lo que observa, como tantos de sus antecesores y contemporáneos. Pensemos en todos esos colaboradores de las colecciones costumbristas del último tercio del XIX: Los españoles de Ogaño, Madrid por dentro y por fuera, Las españolas pintadas por los españoles, etc., donde se quería ofrecer una auténtica imagen de los españoles de entonces, su radiografía moral y psicológica. Él busca el retrato de una costumbre, un tipo o una escena; pero también la belleza o la evocación lírica. De hecho, en El cielo alegre, que seguía ostentando el marbete costumbrista en el subtítulo, se aprecia en la dedicatoria de la obra un claro cambio de rumbo, pues Rueda concibe el volumen como «libro de poesías», resaltando, además, con la cursiva y con una tipografía de mayor tamaño, el término que preparaba al lector para el contenido lírico de su nueva obra, escrita por supuesto en prosa.

De todos los recursos mencionados, el más destacado y el que más modernistas cultivarían en sus cuentos y poemas en prosa es la descripción sensorial. Este recurso, que reflejaba la nueva sensibilidad modernista, aparecía con especial fruición en el malagueño, quien -no lo olvidemos- desde el principio de su carrera fue tildado por la crítica de escritor colorista tanto en prosa como en verso15. Cuando apareció El patio andaluz, afirmaron de su autor que era «un colorista de primer orden»: «Aquellos cuadritos de género que parecen pintados por un García y Ramos, están iluminados por el sol de Sevilla, huelen a azahar, y hasta parece que dejan oír, si se leen, el gemido de la guitarra y el ceceo de la tierra»16. Y esta afirmación fue unánime con la publicación de El cielo alegre: prosista brillante, «derroche de luz, juerga de colores, una gran acuarela que firmaría Fortuny. Salvador Rueda representa en el libro al pintor de siempre de pincel seguro, de inagotable inspiración y de admirable golpe de vista»17.

Dentro de lo sensorial, Rueda se decanta en estos dos libros por lo visual y lo sonoro, no en balde, el propio autor lo dejaría escrito algunos años después en el interesante apéndice de En tropel, donde defendía su técnica sensorialista, que puso en práctica en su poesía, pero también en su prosa:

«La pluma es una orquesta y una paleta, y hasta un cincel; posee, a su modo, las formas todas de las bellas artes; y persuadirse de que la pluma es un instrumento multicorde y multicolor, capaz de expresarlo todo, es lo que tienen que hacer los desorientados en la literatura»18.




Los pocos críticos contemporáneos que han apuntado esta técnica sensorialista en su prosa mencionan como libros esenciales Granada y Sevilla, Bajo la parra y El cielo alegre (este último solo con respecto a sus cuentos), pero yo añado aquí El patio andaluz, pues los textos costumbristas de Rueda que recogen más recursos poéticos de carácter modernista pertenecen todos a este primer volumen, y, en especial, habría que citar los siguientes artículos: «El patio andaluz», «La Nochebuena», «La matanza», «La parranda», «El velatorio», «El café flamenco» y «La fiesta de San Antón». Curiosamente, los cuadros de costumbres de El cielo alegre son algo más tradicionales, pues el mestizaje estético de esta obra se aprecia en sus cuentos, no en sus cuadros de costumbres.

Las impresiones sensoriales sirven en Rueda, en primer lugar, para matizar y apoyar la descripción de la costumbre, el ambiente, el espacio o el tipo; en segundo, para propiciar la impresión espiritual, la emoción en el lector; y en tercero, para embellecer y elevar lo cotidiano y vulgar. Las impresiones sensoriales más utilizadas por Rueda fueron las sonoras. Si escucháramos, en vez de leer, los cuadros costumbristas de El patio andaluz, podríamos apreciar una multitud de matices, sentir vivamente sus emociones. Es tan preciso el autor que, en sus textos se escucha hasta el ruido de la aguja en contacto con el dedal y el roce de la hebra de hilo al pasar por el tejido. Rueda se fija en los sonidos casi inapreciables del entorno o la escena que describe, incluso tiene matices para describir el silencio, en un constante y recurrente oxímoron: silbidos agudos, voces lejanas, galopar de caballos, caída de las gotas de agua, reflujo del mar, ruido de péndulos... Pero también detalla el ambiente sonoro de celebraciones como la Nochebuena, con toda la variedad de canciones, instrumentos, algarabías...; y de diversiones como la del café flamenco, donde detalla el chocar de vasos, los chorros de café, los corchos de las botellas, los gritos, la algazara, las copas, las notas de los instrumentos, el sonido de las almas... Suele incidir con frecuencia en los sonidos que detallan la animación del ambiente o los exteriores de una escena, pero es muy habitual en él la descripción del rumor de los animales, como el gruñido del cerdo, el cacareo de las gallinas, el aleteo de las aves y el canto del gallo que menciona en «La matanza»; o los latigazos, rebuznos, coces, cascabeles, herraduras y rebramar de las bestias en «La fiesta de San Antón».

Junto al despliegue acústico de sus cuadros de costumbres, Rueda emplea el cromatismo, que suele estar asociado a elementos de la Naturaleza: el sol, la noche, el crepúsculo, la luna, la vegetación, la fauna...; pero también a numerosos objetos cotidianos. Las descripciones sensoriales suelen ir asociadas en parejas: lo sonoro y lo visual, lo sonoro y lo olfativo, lo visual y lo olfativo... formando interesantes parejas semánticas que preparan el camino para la sinestesia.

También me gustaría resaltar, dentro de esta injerencia lírica en el costumbrismo de Salvador Rueda, el cultivo de la descripción impresionista que, de herencia francesa, también emplearon los modernistas. En ocasiones, en estos cuadros, el retrato de la costumbre o de la tipología es muy fílmico, como si una cámara efectuase un plano general sobre la escena, a modo de barrido, y no profundizase en ningún detalle. Como si buscase la impresión de conjunto y no lo concreto. Para llegar a ello, Rueda emplea en algunos textos un estilo impresionista, fugaz, abocetado, incompleto y sintético, donde intenta captar con rapidez la impresión fugaz, registrar las sensaciones, sin profundizar en lo esencial. En estas ocasiones, el párrafo es brevísimo, de apenas una frase. Como en el final de «La Nochebuena»:

«La noche rueda misteriosa.

Ningún eco se percibe.

[...]

Los sauces cabecean de sueño...».


(p. 39)                


Y también por ello, en estos pasajes Rueda se centra en lo sensorial, que al potenciar una descripción superficial propicia la sensación impresionista en el lector. Insiste mucho en la luz, el color o el sonido, gracias a profusas descripciones sensoriales. Normalmente, el impresionismo se ofrece en pasajes muy concretos en que no se presenta la escena o costumbre, sino en esos instantes en que ambienta: cuando fija el momento preciso del día, describe a los asistentes, descubre el despliegue de sonidos y percepciones visuales..., ofreciendo, simultáneamente, diferentes impresiones y posibilidades; o se ofrece también en el cierre de los artículos, a modo de epílogo:

«Fuera de la taberna, en ninguna casa se ve luz. Vagan algunos perros por las calles del pueblo, dando intermitentes ladridos, y la luna alza su disco tras de los montes.

A lo lejos percíbense los caseríos blanqueados con cal, y a una larga distancia se oyen las carcajadas del arroyo, que atraviesa por la arena, como una trenza de cristal.

El aire silba en las rejas, tomando parte en la orgía de perfumes que a media noche celebran las flores».


(«La parranda», p. 70)                


Este no querer definir con detalle lo que ve, dejándonos simplemente sus impresiones subjetivas, alterna en muchos momentos con el detallismo preciosista de muchas de sus descripciones, en las que deleita al lector en pormenores, como el descenso de una hormiga por el tallo de una planta, o cuando describe el momento en que el tío Serapio enciende un cigarrillo o Caralampio el brasero. El detallismo es un rasgo que comparte con los costumbristas, pero también, al ser algo que potencia lo superficial, lo sensitivo sobre el concepto o la idea, es un rasgo que cultivaban los modernistas, quienes podían dedicar toda la extensión de un cuento a la única descripción de un objeto.

La tendencia a lo lírico en los cuadros costumbristas de Salvador Rueda se aprecia especialmente en los finales de los artículos, donde el autor ensaya unos cierres de bellísima factura, a modo de broches. Por lo general, el último párrafo del cuadro, que no suele ser demasiado extenso y a veces no tiene que ver con la escena descrita, suele estar cargado de imágenes sensoriales, metáforas, símiles..., recursos que potencian el lirismo, como si el autor quisiese dejar un poso poético en el lector, embargándole de belleza y predisponiéndole a la reflexión estética. Como en «La Nochebuena», donde S. Rueda emplea todo su lirismo para describir la soledad nocturna y la ausencia de ruido, y para ello alude brevemente a la luna, el viento, las sombras, el gato, la lechuza y los sauces. O el eco del acompasado caminar del escritor al alejarse, en la noche, de «El café flamenco» que ha visitado.

Aparte de la evocación lírica, también veo en estos epílogos poéticos, un dedicar atención a lo minúsculo, al detalle, a lo inapreciable, que tanto cultivó Salvador Rueda, no solo por describir con notorio deleite todo lo ínfimo y pequeño (hasta las moléculas del aire); sino como un querer desviar la atención del núcleo del cuadro, para desfocalizar y liberar la tensión del lector, como en «El velatorio», cuya última reflexión va dirigida al gato de la casa, que se «lava la cara», «colocado bajo un rayo de sol» (p. 89) o, en «La matanza», cuando todos duermen en la casa del tío Pausa y el silencio de la vivienda solo es roto «por el caer de las gotas de sangre del cerdo, sobre el plato, a manera de brillantes cuentas de coral» (p. 54).

El empleo de estos recursos en los cuadros de costumbres por su autor lo alejaban del costumbrismo tradicional. Todos los críticos resaltaron su estilo poético, brillante y colorista, que hizo progresar el idioma, bastante empobrecido por entonces, a juicio de Carlos Mendoza, quien llegó a calificarle de auténtico renovador del costumbrismo, género plagado -en su opinión- de imitadores de los émulos del gran Mesonero Romanos19. Aspecto en que coincidía El Licenciado Espejuelos cuando señaló la juventud de Rueda y su personalidad literaria característica: «A pesar de sus pocos años no sigue huellas ajenas, no copia o imita a este o al otro maestro»20. Ciertamente, el malagueño supo adaptar un género de larguísima tradición y profuso cultivo, en un momento literario de gran efervescencia, uniéndole características de otros géneros, como la poesía, y de otros movimientos, el Modernismo. Rueda no podía olvidar su trayectoria poética y esas innovaciones por las que se estaba dando a conocer en el panorama finisecular, en el que obstinadamente se oponía a la escuela ya caduca del Realismo poético. De ahí que el propio Antonio Guerra y Alarcón afirmara que «[...] Los cuadros en prosa que nos presenta en El patio andaluz tienen mucho de sus poesías»21. Todo ello le movió a experimentar con un género antiguo y, en cierto modo anquilosado, como era el costumbrismo. Esta actitud de Rueda de acercar la prosa al verso mediante una escritura artística es eminentemente moderna. Ya lo habían puesto en práctica Darío, Gutiérrez Nájera y Martí, los auténticos creadores de una prosa artística, cromática y musical. Los modernistas escribieron prosa brillante y opulenta; fueron detallistas y minuciosos, pero también impresionistas, fugaces, imprecisos; cultivaron obras de carácter híbrido, exaltaron la belleza como valor estético, gustaron del colorismo, mostraron pasión por lo formal22, igual que Salvador Rueda en los cuadros costumbristas de El patio andaluz y El cielo alegre.






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