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ArribaAbajoCapítulo V

Continuación, generalidades


1. a) Tendencias generales del lenguaje chileno en armonía con el pensamiento de la raza. b) Contracciones, apócopes, etc. c) Origen de la nomenclatura en la métrica castellana, y del uso de la rima asonante en su versificación. d) Contracciones en inglés. e) Contracciones en chileno. 2. a) Influencia de la escritura en el desarrollo de las lenguas. Los académicos. b) La tendencia al pasado del castellano moderno tiene una causa biológica. c) Necesidad de saber un idioma germánico para estudiar las ciencias modernas. Germanos y latinos. d) Temor infundado. e) Una frase en chileno.


1.-


a) Tendencias generales del lenguaje chileno en armonía con el pensamiento de la raza:

Respecto a tendencias generales de nuestra lengua, pueden citarse dos, que tienen la misma causal psicológica. La que nos lleva a regularizar su morfología, como observa con acierto respecto de las conjugaciones Echeverría y Reyes, y la del acortamiento y simplificación de las palabras y de las frases, suprimiendo de las primeras letras o sílabas y de las segundas cuanta palabra pueda eliminarse sin oscurecer o dañar su sentido.

Como esas manifestaciones del genio de nuestra lengua son diametralmente opuestas a la del español moderno, han merecido de los críticos las más acerbas censuras. Nuestras frases: «p’ir pa’l puerto», «mir’ho», u otras despiertan el mal humor de los zoilos castellanos y le emprenden a denuestos con nosotros.

No es difícil la relación que existe entre el laconismo de nuestros dichos y ocurrencias que le hice notar en mi primera carta, y esta supresión de letras y palabras en nuestro discurso; ambos pertenecen al mismo orden de manifestaciones mentales: a la exteriorización del pensamiento por medio de la palabra, y en ambas se observa el mismo predominio de la idea sobre la forma, de lo esencial sobre secundario.

Este rasgo del funcionamiento de nuestro cerebro es también heredado por ambas sábanas, como es fácil probarlo, y sus manifestaciones no se limitan al lenguaje sino que imprimen su sello a todo nuestro ser moral y mental.

A los que no tienen la costumbre de meditar sobre la conexión estrecha que une la más variada manifestaciones del pensamiento de un mismo individuo o de una misma raza, cuando ambos poseen esa armonía en el conjunto de sus operaciones mentales que se llama equilibrio, no les será fácil hallar la relación entre lo que se ha llamado el ropaje del pensamiento y el ropaje material, el vestido del individuo; pero los psicólogos afirman que ambas exteriorizaciones del pensamiento derivan de idénticos procesos ideológicos. El despego pues del chileno a las frases rebuscadas y sonoras tiene la misma causa interior que su desdén por el atavío y el adorno de su persona. No hay ningún pueblo que use menos joyas que el chileno. Hasta hace pocos años ese hecho era general desde el roto infeliz al roto millonario, hoy empiezan a cargar anillos con brillantes, cadenas con chiches y corbatas llamativas algunos jóvenes de Santiago, costumbre sólo de tahures y petardistas en otros tiempos; pero el roto legítimo, el que ha permanecido indemne, o ha entrado por esa costumbre ni la aceptará mientras no cambie su ser moral; él deja las joyas y adornos para sus mujeres.

El solo instinto dice al chileno que el esmero cuidadoso en el atavío de la persona es signo de afeminamiento y la ciencia moderna ha llegado hoy a la misma conclusión. Se tiene a la fecha por seguro que, desde el brillo metálico del escarabajo macho, el plumaje coloreado y el dulce canto del macho de las aves, como los adornos naturales de los mamíferos del mismo sexo, hasta el atavío rebuscado y vistoso del varón, son signos inequívocos del predominio de la femina en la selección de la especie. Las insignias vistosas o ricas de mando o de poder social tienen otro significado.




b) Contracciones, apócopes, etc.:

Y volviendo a las contracciones, crasis, síncopas, elisiones, etc., que usamos en nuestro lenguaje, ellas no son sino efectos de herencia psicológica europea. Ya se habrá notado que los Gordos acortaron hasta hacer encontrar su etimología latina muchas de las palabras del romance que tomaron de la lengua romana. Además de las recordadas pueden citarse muchas otras voces en las que pueden verse hasta la reducción a una sola voz de frases latinas: «aqueste» de atque + iste; «aquel» de atque + ille; «otro», antiguamente «al», de alter; «algo» de aliquod; «tamaño» de tantus + magnus; «quizá» de quis + sapit; «después» de de + ex post; «cada uno», o «caduno», como se decía antiguamente y seguimos diciendo nosotros, de cada + quisque + unus. De petrula los Godos sacaron «perla» y los castellanos posteriores han obtenido «piedrezuela».

Desde fines del siglo XV o primeros años del siguiente cuando todavía no existía la Academia de la Lengua, la frase «vuestra señoría» se contrajo en «usía», y la frase «vuestra merced» pasó a «vuesa merced», y luego fue contrayéndose hasta quedar reducida a una sola palabra de tres letras: «vuesa», «erced», «vuesarced», «usarced», «voadced», «vuced», «used», «oacé» y «océ» con algunas otras formas intermediarias. Hoy es tenido como elegante en la escritura la vuelta a la forma íntegra primitiva.

En los nombres propios de personas los Godos de España efectuaban la misma reducción en el lenguaje familiar y en la escritura: Per de «Peidro», Rui de «Roderik», del patronímico de este último, Rodríguez, obtuvieron «Roderiz» y «Ruiz» de su síncopa. Nosotros empleamos «Roirih», y la forma íntegra es una de las palabras más difíciles de pronunciar para nosotros, diciendo «Roidrigueh» o «Roigrigueh». Del gótico «Loudwin» hicieron Luis, hoy Lucho, como por tendencia castellana se alargan ordinariamente los nombres propios en estilo familiar, contrariamente a las demás lenguas: Juancho de «Juan», Mañungo o Manongo de «Manuel», Perico de «Pedro», Marica de «María», etc.

En el habla debieron usar muchas contracciones y apócopes los antiguos españoles, pues aún en sus escritos son muy frecuentes:


«Cada un día yo imagino
Como n’aquel vos miré.
Y la hora determino
En qu’entonces vos hablé.
Y lo digo c’a mi ver
Me parece que dezía,
Y no es viendo rresponder
Antes mi muerte querría
Que tal pena padecer».


Don Juan Manuel, siglo XV.                


En siglos anteriores ni siquiera se marcaba con una coma el lugar en que se omitía la letra sino que se hacía una sola voz de las dos contraídas, como en la pronunciación:


«La tristura e gran cuydado
Son conmigo todavía,
Pues placer alegría
Así man desamparado».


López de Ayala.                


«Man»-me han.

En el poema El Cid son muy frecuentes, y ha sido ésa una de las dificultades para comprender algunos pasajes, dificultades que no existen para el que sabe chileno:

«Hyas espiden e piensan de cabalgar».


Verso 1448                


«Hyas espiden»-ya se despiden.

«Tras nocharon de noch al alva de la man».


Verso 1100                


«Noch»-noche, «man»-mañana.

«Aorient exe el sol e tornos aesa part».


Verso 1091                


Ese «exe» es presente de indicativo, por lo debió escribirse «exa»-deja. La e final la puso el copista por lo que en la pronunciación sólo se oye la e del siguiente: «A orient’ ej el sol» se pronuncia en chileno esa frase.

Eduardo de la Barra tuvo mucha razón al suprimir algunas sílabas que están de más en algunas palabras de este poema, pero son mucho más numerosas las que pueden y deben suprimirse para encontrar correcta la medida de algunos de sus versos, sílabas escritas por el pendolista, pero que no eran pronunciadas por los que lo cantaban o recitaban, porque estoy convencido de que los poetas de aquel tiempo empleaban en el lenguaje hablando tantas contracciones como nosotros, si no más. Hay en esa magnífica epopeya algunos versos de longitud desmesurada, pero que resultan perfectos pronunciados en chileno; por ejemplo, el verso 3725 está escrito en el códice citado: «A todos alcanza ondra por el que en buen hora nació». Teniendo presente que en esa época el hiato era la regla, ese verso tiene dieciocho sílabas, cuando el poeta quiso hacerlo de sólo dieciséis, con dos hemistiquios de ocho sílabas cada uno. El primero resulta de ocho, pero el segundo tiene diez, según la nomenclatura castellana: «por-el-que-en buen-ora-na-ció». Pronunciado en chileno tiene sus ochos cabales: «por’l-qu’en-bue-no-ra-na-ció».

En este mismo poema es fácil notar que la sílaba o sílabas que siguen a la última acentuada de cada verso no se toman en cuenta para la rima, lo que indica que no se pronunciaban, y no deben por lo tanto ser contadas al apreciar su medida. Así se ve en una tirada monorrima en a acentuada: «consonar part», «adelante», «mande», «al», «fablastes», «caen». «Fanez», «calvagar», etc., en que adelante debe pronunciarse sólo «adelant»; «caen», sólo «can»; «fablastes», «fablast»; etc. En otras partes en que la rima es en o aguda, se ven «consonar cort», «Alfonso», «lidiador», «Yherónimo», en donde deben suprimirse la última sílaba en «Alfonso» y las dos últimas en «Yherónimo». Este procedimiento métrico es corriente en El Cid y muy usado en las otras poesías de los siglos XII y XIII, en las cuales se ve indistintamente escrita o suprimida en la escritura la última la sílaba, siendo sólo la rima la que indica si debe pronunciarse o no.

Todo el que haya oído cantar a las campesinas chilenas habrá notado el mismo procedimiento: cuando el nombre de la persona a quien se dirige la tonada es demasiado largo para que ajuste a la medida de la música, la cantora lo acorta sencillamente todo lo que sea necesario, sin que nadie se extrañe de ello. Lo mismo hacen con los versos mal medidos de algunas poesías populares.




c) Origen de la nomenclatura en la métrica castellana, y del uso de la rima asonante en su versificación:

Probablemente a esa supresión o contracción facultativa de las sílabas que siguen a la última acentuada de los versos del español primitivo es debida a la nomenclatura particular de la métrica castellana, que considera siempre como existente una sílaba después de la última acentuada de cada verso, y nunca más de una.

A ese mismo desdén en la pronunciación de los demás sonidos que seguían a la vocal o diptongos tónicos finales creo que debe atribuirse el empleo de la rima llamada asonante, que no emplearon ni el latín ni el griego; pero que era común en algunas poesías antiguas del norte de Europa y que a la fecha emplean el castellano y el, alemán, novedad poética introducida en Provenza y en España por la fonética de los Godos.

A igual procedimiento económico deben referirse los cambios de vocales llenas por débiles que se notan en chileno, trayendo el acento a una sílaba anterior a la que lo lleva en castellano, pues de esa manera se facilita la diptongación y el acortamiento de la voz: «meih» por maíz, «léido» por leído, «Valparéiso» por Valparaíso, etc.




d) Contracciones en inglés:

Esa reducción que los Godos efectuaron en las palabras latinas y luego en las romances por ellos creadas, y que sigue verificándose en nuestro dialecto, no es un fenómeno aislado en la historia de las lenguas. El caso más interesante a este respecto es el que presenta el idioma inglés, que tiene por base el anglosajón, idioma, como he recordado, muy parecido al gótico.

El inglés tiene la tendencia a traer el acento a las primeras sílabas de las palabras suprimiendo las vocales de las sílabas postónicas y dejando esa cantidad de consonantes, impronunciables muchas de ellas para los mismos ingleses, que aparecen en la gráfica, como los órganos en vía de atrofia, sin función esencial, que se notan en algunos seres orgánicos. De la misma escritura han ido desapareciendo lentamente a pesar de la oposición de los etimologistas. Pero fue en la época anterior a la escritura de esas lenguas cuando sus posesores de tal modo sus palabras que a la fecha es casi un idioma monosilábico, y simplificaron y regularizaron tanto su morfología y sus sintaxis, que es tenido como el más avanzado de los idiomas de flexión.

Un ejemplo: lord es una síncopa del anglosajón «hlaford», que a su vez es una contracción de «hlaf»-pan, y de «afford»-dar. En Londres ya no pronuncian la r de lord, quedando así reducidas a sólo tres las diez letras primitivas, y encerrando el mismo significado, esto es, «el que da pan», «el munífico», «el poderoso». Del anglosajón «hlaefdaeg» deriva el inglés lady.

En el diálogo familiar siguen los británicos acortando por medio de contracciones todavía más su lenguaje. Esta frase: «you had better do it», y «will not forgive you if you do not»-«hágalo usted mejor», «no le perdonaré si no lo hace»; la pronuncian y la escriben así: «You’d better do it», y «won’t forgive you if you dont». O esta otra: «I have been asked but shall not go because. I can not»-«Yo he sido invitado, pero no iré porque no puedo ir»; la escriben así en los diálogos de sus novelas: «I’ve been asked, but shan’t go because, I cant». En estas frases pueden verse contracciones verdaderamente sorprendentes, como «wan’t» por «will not» en que la o de la segunda palabra ha pasado a la primera reemplazando a la i. Esa transposición de sonidos, pérdida por la eufonía, obliga a los escritores a poner la coma que indica la supresión en un lugar que no siempre corresponde al que debieran ocupar las letras suprimidas. Además esa coma, que como los últimos vestigios de los órganos que la evolución ha suprimido en los seres, vestigios llamados «rudimentos» por los biólogos, tiene en la gráfica, tendencia a desaparecer, y así se ve a menudo «shan’t», contracción de shall not, escrito simplemente «shant», don’t, de «do nort», sólo «dont», etc., como los organismos en los que ya se han perdido hasta los rudimentos anatómicos y presentan la nueva forma correcta de su nueva faz evolutiva.

Puede notarse que el castellano sigue, al justo, el camino opuesto. En los primeros escritores vimos que las supresiones de sonidos no se marchaban en la escritura, después se señaló con una coma el lugar de la supresión, y más tarde se restituyó la letra o letras suprimidas, primero en la escritura y después en la pronunciación.

La reducción a voces monosilábicas del vocabulario inglés y las contracción tan frecuentes de que se valen en la conversación hacen tan rápida la sucesión de las ideas en el diálogo de esa lengua, que es ella una de las más graves dificultades para que una persona habituada al amplio lenguaje castellano pueda seguir la ilación del discurso familiar en lengua inglesa; y esa misma parvedad de sus palabras hace imposible a los británicos pronunciar sin ensayos previos las voces de muchas sílabas del castellano, como paralelepipedoidales, por ejemplo.




d) Contracciones en chileno:

Las contracciones y trasposiciones eufónicas de los ingleses dejan muy atrás a las que usamos los chilenos, sin que a ellos nadie se las tache. Verdad es que las nuestras reducen algo la forma castiza de los vocablos ampulosos de la lengua castellana. En la frase chilena: «tre’l catr’e fierr’ho»-«traed el catre de fierro, hombre», reducimos a quince letras, pronunciadas en cinco sílabas, las veinticinco del español pronunciadas en diez sílabas, ahorrando así la mitad del tiempo. Algo es algo.

Los norteamericanos han ido más lejos que los ingleses en la economía de sonidos en el habla y de su representación en la escritura, especialmente de las palabras modernas eruditas, acortándolas por donde les parece conveniente y dejando en la gráfica una coma de muestra: «alligator»-caimán, lo escriben «‘gator»; hippopotamus-hipopótamo, lo recortan por el otro extremo y escriben «hipo». A nadie se le ocurre en Norte América censurar esas audaces mutilaciones sólo comparables a la de «man» por «mañana» del poeta de El Cid. La observación de que hipo significa «caballo» en griego, que pudiera hacerles algún etimologista de los nuestros, la mirarían con supremo desdén, pues ellos no tienen nada que ver con los griegos, ni escriben para griegos, ni piensan en el idioma de naciones que fueron; su vista está fija sólo en el porvenir.

En las antiguas posesiones españolas que hoy son de EE. UU. dejaron sus primeros posesores algunos nombres geográficos entonados y sonoros como «San Francisco de California» por ejemplo, frase demasiado larga para nombre de un solo puerto, por lo que los norteamericanos la han reducido al malsonante «Frisco», como los Godos redujeron a «Santander» lo que los Ibéricos llamaban «Portus Sancti Emeterii». Son diferencias que están en la masa de la sangre o en la célula cerebral de las razas.

Nuestro lenguaje que, como todo lo genuinamente chileno, va quedando como patrimonio exclusivo del roto pobre, no es, pues, un objeto digno de menosprecio, sino al contrario, un fenómeno lingüístico lleno de interés para la ciencia y en especial para nosotros. Si es a la fecha tan inseguro en su estructura es porque no han tenido la suerte de encontrar hombres de talento que lo hayan empleado para expresarse por escrito en él.

El dialecto véneto, que guarda como el nuestro, trasmitidas de viva voz, muchas reminiscencias del primer romance que nació en Italia, tuvo en Goldoni, el célebre dramaturgo italiano del siglo XVIII, quien lo ilustrara y precisa sus formas con las creaciones de su inteligencia; el gallego moderno, que se encuentra en el mismo caso que el chileno y el véneto, ha sido ilustrado por el laureado poeta contemporáneo Curros Enríquez; el lenguaje del roto espera su hombre.

Sólo en este último año he tenido el gusto de leer en el decano de los diarios de Santiago una poesía en chileno dedicado a Rodolfo Lenz, lo que me induce a creer que por insinuaciones de ese estudioso e inteligente profesor del Instituto Pedagógico de Santiago, el poeta ha empleado nuestra lengua en sus versos. Gracias para el profesor y para el poeta.






2.-


a) Influencia de la escritura en el desarrollo de las lenguas. Los académicos:

Tengo un amigo que me hace el servicio de apurarse por mí, el cual me observó, muy alarmado, que en mi carta anterior, en vez de un Godo de España yo había puesto a un guaso colchagüino hablando con Colón, en lo cual había cometido, por lo menos, un anacronismo evidente. Espero que, por las sucintas pruebas que me ha sido posible aducir en la presente, haya cambiado de opinión.

No tenemos por qué avergonzarnos de usar un lenguaje más regular y más lacónico que el castellano moderno. Y aquí me ha de perdonar el que, en desquite de lo mucho que en lengua castellana se nos ha vituperado nuestro modo de expresarnos, le diga con sinceridad lo que pienso respecto de ese idioma, en el que usted ha obtenido tan envidiables triunfos.

Todas las lenguas al hacerse literarias sufren una detención en su desenvolvimiento hacia la regularización de su morfología y hacia la simplificación y lógica de su sintaxis, que es como se cumple en el habla humana la ley universal del menor esfuerzo. Esa detención llega a su más alto grado cuando la escritura documenta las formas y las relaciones de las palabras en el discurso. Desde que la gráfica empieza a ejercer su acción conservadora de los idiomas, el progreso de éstos se reduce casi a la adquisición de voces y de giros nuevos, pero encuadrados dentro de las leyes del desarrollo orgánico que alcanzó el idioma antes de ser cristalizado por la escritura. Desde esa etapa, el progreso de las lenguas es lentísimo, y las principales barreras que detienen su marcha son: la autoridad de los grandes escritores, en las razas progresivas, y además la tendencia al pasado que en esto como en todos los órdenes de su actividad psíquica se manifiesta en las razas que, habiendo en un tiempo sido progresivas por el mestizaje con razas superiores, purifican a la fecha su naturaleza primitiva por la eliminación de la sangre extranjera. Entre estos últimos están los romances, y entre ellos el castellano, el que ha sido más exhibido en su desarrollo por esa tendencia atávica.

Es, como le he recordado, por la escritura por donde han vuelto a la pronunciación las formas latinas de las voces del primitivo castellano. Ha sido tan grande la influencia de la gráfica sobre la fonética en esta lengua, que es éste uno de los capítulos más curiosos de su historia. Poseo, señor, un lío de apuntes sobre esto y puede ser que algún día les desate el balduque.

A esa metamorfosis retrógrada se debe que ni el italiano, ni el gallego, ni el catalán de hoy se diferencian tanto del que aparece en los primitivos documentos que se poseen de esas lenguas, como se diferencian el español moderno del de los primeros escritores peninsulares. Cualquier italiano medianamente ilustrado puede leer sin ninguna dificultad al Dante y demás escritores de los siglos XIII y XIV, mientras que para entender las obras literarias y castellanas de esos mismos siglos un español necesita estudios especiales como si se tratara de otra lengua.

Ésa es la obra de los latinistas, de los etimologistas, cuyas sabiduría le he manifestado más atrás. Todo el empeño de los humanistas de habla castellana, con rarísimas excepciones, ha sido puesto en acercar su lengua a la que hablaron los romanos de ha veinte siglos, y en adornar la frase, redondear el período y dar sonoridad y demás cualidades externas a su idioma.

El lema de los humanistas organizados en legión: «Limpia, Fija y da Esplendor», ha de entenderse de una manera muy particular. Entienden por «limpiar» la lengua encerrarla dentro de una muralla china para que no penetre en ella ninguna voz nueva, ningún neologismo o barbarismo, a los que tienen horror, de lo que ha resultado, con el inmenso desarrollo de la vida moderna, que pocos libros prestan menos utilidad a un hombre de estudio que un Diccionario de la Academia. Los editores libreros han subsanado en parte esa deficiencia proporcionando al público de habla castellana diccionarios con «apéndice», dice va saliendo ya tan voluminoso como el diccionario mismo, cosa no vista ni oída de otro idioma.

No «Fija» sino que va hacia donde lo hemos visto, resucitando formas muertas por el uso del lenguaje hablado. En su tarea de restauración de fósiles han ido los latinistas hasta atreverse con la misma lengua madre, y con el acierto que es de suponer. Recuerdo que mi profesor de latín, Rodríguez Ojeda, el querido Lioncho, hacía retumbar la sala del Instituto con el um de «templum», cuando es hoy sabido que desde antes de la conquista de España los romanos ya casi no pronunciaban la m final, y que esa u no era tampoco la u castellana. Asimismo me enseñaron que los romanos llamaban «Cícero» a su gran orador, siendo que ese señor no respondía sino cuando lo llamaban «Quíquero», porque K sonaba la c latina.

«Esplendor» entendido como brillo externo, es lo único en que el lema es verdadero. Ha sido esa una antigua aspiración española: «Valdés: ... y usted que la gentileza de la lengua castellana, entre las otras cosas, consiste en que los vocablos sean llenos y enteros; y por esto siempre me veréis escribir los vocablos con las más letras que pueda», espíritu que, como se ve, es diametralmente opuesto al que creó esta lengua.

Pero los hablistas castellanos han tenido la felicidad de ver coronados sus tenaces esfuerzos. Su lenguaje es, con mucho, el más sonoro, el más ampuloso de los idiomas que conozco, aunque haya quedado pobre en voces, y use dos negaciones para negar y haya que usar a cada paso de rodeos para evitar las anfibologías del posesivo «su», estigma de infantilidad que no tenía el castellano antiguo.

He oído hablar en varios idiomas, por lo que mi opinión no es del todo empírica, como quisiera que fuese la de los que han de juzgar en esta materia, y puedo asegurarle que lo que más llama la atención del viajero que no ha tenido oportunidad de oír hablar castellano por algún tiempo, es la sonoridad particular de esta lengua. La abundancia de sus vocales, especialmente de la a, que hiere como campana el oído, da la idea de que los que la hablan abren demasiado la boca y elevan el tono, lo que, unido a la costumbre de gesticular y accionar mientras se habla, que parece nativa de los que en ella se expresan, le da cierta prosopopeya, cierta énfasis e hinchazón muy curiosas. Pero están de ello satisfechos; así, mientras que los ingleses se glorían de poseer el idioma más lacónico y preciso de los modernos, un eminente orador peninsular dice del suyo propio: «Nada hay comparable a la verba grandilocuente y abundosa de la rica y sonora habla castellana». Campana. ¿Oye?

La escritura también ha logrado algo de adorno externo, pues es de la única manera que puede considerarse la profusión de acentos ortográficos inútiles, no empleados en la escritura de ninguna otra lengua, que usa el castellano. Y también hay progreso en esto: Ruffino J. Cuervo pinta el acento a palabras que se le escaparon a la Academia, y ha encontrado razones para poner dos acentos ortográficos a algunas palabras compuestas.




b) La tendencia al pasado del castellano moderno tiene una causa biológica:

Pensando sobre esta tendencia al pasado de las familias latinas, tan elocuente para los biólogos, estaba en estos días cuando el cable nos anuncia que en Roma ha tenido gran suceso un «Congreso Latino». En sus sesiones, a las que concurrieron representantes de las naciones neolatinas de Europa y de algunas de América, se habló y deliberó sólo en latín, se leyeron poesías en esa lengua muerta para siempre, y se representó un drama de antiguo escritor latino auténtico por cómicos que declamaban en latín y que en latín oían los espectadores. No dicen los cablegramas de que nacionalidad eran los tales cómicos, cosa indispensable para formarse una idea de como sonaría el latín en sus bocas, puesto que cada una de las naciones modernas de Europa pronuncia la lengua de «Kikero» o «Chichero» como suena en boca de los italianos, a su manera particular, aunque ninguna como la pronunciaban sus antiguos dueños. Lo que es seguro, sin embargo de que no lo dice el cable, es que si el autor de ese drama resucita para asistir a ese homenaje tan póstumo, diré, no habría entendido una palabra, y habría creído que con toda esa gravedad postiza de antiguos romanos que adoptaban los concurrentes, estaban confabulados para jugarle una broma de mal gusto.

Conozco a uno de los chilenos que debe haber asistido a la representación, y sé que sus conocimientos del latín le habrán alcanzado cuando más para lucir un «ego sum» al pasar su tarjeta de entrada; lo que no le habrá impedido estar muy atento, asistiendo con la cabeza y hasta aplaudiendo algunos pasajes, para ir después a su cuarto del hotel a reírse a carcajadas de la farsa. ¡Cuánta falta me hace la fusta de Voltaire para mostrársela a todos esos comediantes!




c) Necesidad de saber un idioma germánico para estudiar las ciencias modernas. Germanos y latinos:

La poca simpatía que abrigo por la sonora verba de Castilla proviene en parte de que tengo la íntima convicción de que por el habla romance que usamos en Chile es por donde nos ha venido el error perjudicialísimo de creernos y de raza latina, y por consiguiente destinados a pasar por la servidumbre de razas superiores antes de desaparecer definitivamente de la faz del planeta. Estoy asimismo convencido de que mientras a los chilenos sólo se nos enseñe español, francés o italiano, iremos quedándonos irremediablemente a la zaga del magnífico progreso de la ciencia moderna.

Es una ilusión tan manifiesta creer que París sigue siendo el cerebro del mundo, como la de imaginarse que Roma es aún su señora. La sede del saber y del mando en la Tierra ha cambiado de sitio y de raza.

En los últimos años la escuela darwiniana inglesa, encabezada por Herbert Spencer, ha sostenido con la alemana de los neodarwinianos, cuyo jefe es Weissmann, una larga y luminosa polémica sobre el mecanismo con que ambas escuelas explican la trasmisión de la vida de padres a hijos, el proceso hasta aquí misterioso que permite que de la fusión de dos células microscópicas resulte un ser único que reproduce los caracteres físicos, morales e intelectuales de los individuos generadores de quienes se desprendieron aquellas células.

Y como corolario de aquella polémica, la dilucidación del problema de grande importancia social práctica de si las condiciones adquiridas por los padres pueden o no ser trasmitidas a la progenie; o en otros términos, si un hombre que ha logrado, v. g., fortalecer su vitalidad o desarrollar sus músculos por medio de prácticas o ejercicios apropiados, transmite o no a sus hijos esa robustez adquirida, con la cual no había nacido; o si otro, que por el estudio y el trabajo mental asiduo ha conseguido aumentar el poder funcional de su cerebro, puede dar vida a hijos de inteligencia superior a la que habrían tenido si él mismo no hubiera mejorado la suya por el ejercicio. Se trata por lo tanto de saber si la educación es capaz de mejorar la especie humana, tesis sostenida por los ingleses, o si sólo está limitado su poder al individuo, que es lo sostenido por los alemanes, los cuales afirman que la especie sólo es modificable por las leyes primitivas de Darwin, la variación y la selección, doctrina a la que se están hoy adhiriendo los mismos ingleses.

La discusión de este problema, el más profundo de cuantos han sido abordados por el hombre desde que la filosofía posee la base experimental que le suministran los laboratorios y el microscopio, que con su mirada poderosa sondea el mundo maravilloso de lo infinitamente pequeño, no ha sido traducida a ningún idioma romance. Los sabios que no han sabido alemán, inglés o ruso se han quedado a obscuras sobre ella.

Lo más grave es que los latinos parecen no interesarse por esta clase de investigaciones. Es de regla general que empiecen sus libros que llaman de sociología declarando que la biología no tiene nada que ver con ellos, y dicen la verdad, como aparece de manifiesto en sus lucubraciones. Han dejado de nombrar los silogismos, los sorites y los entimemas de los antiguos escolásticos, pero han permanecido en su misma metafísica, y se mantienen, naturalmente, a la misma altura filosófica que aquéllos.

Las obras fundamentales del saber moderno, la Biología y la Psicología de Spencer, no están siquiera traducidas al español ni al italiano, lo que no es un inconveniente para que los escritores de esos países se crean en el deber de refutar las doctrinas del Filósofo Excelso, para cuya comprensión están inhabilitados. Es aún posible que encuentren inadecuado, sino absurdo, el título de psicología dado a una obra que emplea casi todo el primero de sus dos tomos en la descripción anatómica y en la fisiología del sistema nervioso humano, ni que crean que las experiencias hechas en plantas y en cuadrúpedos puedan tener aplicación al «bípedo implume».

No hay por lo tanto motivo para extrañarse de que en filología, ciencia alemana, los latinos estén sin conocer su propio idioma, y en espera de algún sabio alemán, como dice Menéndez y Pelayo, que venga a enseñarles en su propia casa.

Persistiendo en la senda latina por la que se nos arrastra, tendremos al fin los chilenos que contentarnos con ilusiones y palabras, creyéndonos todos unos portentos del saber como en Italia, donde hay una cantidad espantosa de sociólogos, pero en donde «sociología» ya no significa lo que Augusto Comte, su ilustre creador, quiso que significara, sino algo que lleva camino de ser precisamente lo contrario; o bien nos daremos por satisfechos llamándonos unos a otros «mi sabio amigo», «mi sapientísimo colega» como se saludan entre sí los de la Real.




d) Temor infundado:

Antes de terminar la presente, me ha de permitir calmar otra alarma del amigo recordado. Teme ese buen señor que si llegaran convencerse las gentes de que realmente los chilenos somos una plaza aparte en el continente, quedaríamos aislados, sin amigos, sin aliados. Se ha repetido tanto en estos últimos tiempos que debemos ser amigos con éste o con aquel pueblo porque tenemos el mismo origen, somos de una misma raza, nos regimos por el mismo sistema de gobierno, hablamos el mismo idioma, practicamos la misma religión, habitamos el mismo continente, es la misma nuestra historia y será el mismo nuestro provenir, que no es extraño que mi buen amigo crea que son necesarias todas esas similitudes entre las naciones para que puedan estimarse y respetarse mutuamente. Efecto del gran poder que las palabras están ejerciendo en algunos de nuestros compatriotas. Los hechos, aunque tengan la evidencia más palmaria, ejercen en sus juicios poca o ninguna influencia, por lo que no los buscan ni los ven. Y en esta cuestión de amistades entre pueblos los hay de tal evidencia que parecen puestos de propósito para desmentir esa afirmación: la única nación sudamericana que haya tenido diverso origen que la nuestra, que habla diverso idioma y que tuviera diverso sistema de gobierno en la época en que comenzó nuestra sincera amistad es la nación brasilera, y es precisamente la nación cuyo pueblo siente más sinceras simpatías por nosotros, y por la cual el pueblo entero de Chile manifiesta más honda amistad. En Europa no hay alianza más firme que la de la Rusia y la Francia, que tienen distinta raza, distinta religión, distinto idioma, distinto sistema de gobierno, distintas costumbres, y toda la naturaleza de aquellos pueblos, no es sólo distinta sino que opuesta en muchas de sus manifestaciones. estoy por creer que es más verdadero entre pueblos que entre individuos el proverbio que dice «no hay peor cuña que la del mismo palo», pero discurriendo sólo sobre palabras se puede probar que es de noche a las doce del día, como lo probaban los sofistas griegos.

Los pueblos no se aprecian y quieren por igualdades de raza ni de otras clases sino por motivos bien conocidos de todos. Las tales igualdades múltiples que se invocan a la fecha como razones necesarias son sólo lugares comunes de diplomacia enana.

Seamos serios y respetables, mantengamos viva en nuestros corazones la noble ambición de ser los mejores y no ahorremos sacrificios en conseguirlo, y entonces mereceremos tener amistades y sólo entonces las tendremos sinceras. Queda servido el amigo.




e) Una frase en chileno:

Y agora: «‘On Calro’ que le ay recordao el orige’ y sinificao psicológico de nuehtr’ abla, ehpero de que uhté’ no se abergonse en que se aiga tomao la franquesa d’ehcrebille l’úrtima rason d’ehta letra en su dialeuto lijítimo».

Junio de 1903.

Un roto chileno.








ArribaAbajoCapítulo VI

Etnografía. Las razas progenitoras


1.- Godos. Caracteres físicos. 2.- Caracteres morales. 3.- Araucanos. Caracteres físicos.


1.- Godos. Caracteres físicos.

Toda esta parte es un extracto de un estudio hecho en años anteriores. He suprimido del antiguo muchos datos antropométricos referentes a nuestra raza, porque estudios posteriores me han convencido de que no corresponden al tipo medio chileno. Al tratar de la migración interna en la parte 5.ª de este libro se verán las razones en que fundo mi desconfianza.

Mis estudios sobre etnografía chilena los he hecho en la provincia de Tarapacá, en donde hay chilenos de todas las regiones del país; pero a esta provincia no viene el chileno que representa el tipo medio, sino el más germanizado físico y moralmente. Por este motivo en esta parte del presente libro me detendré de preferencia en el aspecto fisonómico, dejando los números para mejor ocasión. Añadiré también algunos rasgos generales de psicología.

Ya he dicho que el Godo era el tipo de la raza germana, cuyos principales caracteres he recordado. La escasa proporción de mestizos lo era de las familias íberas distinguidas, ricas, que eran las únicas con que contraían alianzas legítimas.

Como se trata de una raza desaparecida en estado de pureza, su descripción sólo puede hacerse por las descripciones literarias que de ellos hicieron los que los conocieron, por las esculturas que los representan y por los rasgos comunes a toda su raza, los cuales pueden verse hoy en las regiones de Europa en que la sangre germana está más pura.

Aunque creo que en el sur de Suecia y otras regiones vecinas quedan a la fecha algunos tipos fisonómicos genuinamente góticos, observando el aspecto de las esculturas que los representan, puede verse que en su conjunto la estirpe gótica presenta algunos caracteres particulares; Los más fácilmente apreciables eran: la inclinación de la ceja, cuya cola o extremidad externa es más baja que la parte interna o cercana a la nariz; tenían la ceja caída, como decimos vulgarmente. Este rasgo es muy notable en los prisioneros godos del relieve de un sarcófago romano del siglo III, reproducido en grabado en la obra de Bradley. De igual manera puede verse en la medalla del sarcófago de Estílicon y su esposa en San Ambrosio de Milán. Estílicon era de la familia de los Vándalos. El retrato de la esposa tiene la ceja muy caída. Los santos godos o con fisonomía gótica del pórtico de la catedral de León en España, presentan asimismo ese rasgo especial. Otro de los rasgos muy comunes en los Godos era el del cabello ondeado y aun rizado. Los dos signos anteriores se hallan en toda la raza germana, pero esporádicamente, mientras que en los Godos eran muy comunes.

El Godo era velludo y se dejaba crecer la patilla. En España fue también esa su costumbre hasta el siglo XV, en el cual algunos se dejaban los mostachos. Tenían, los de España por lo menos, la creencia de cierta relación entre el desarrollo del sistema piloso en el hombre y sus cualidades varoniles: «el hombre ha de ser peludo», decían los conquistadores de América. Lo contrario de lo que creían los Araucanos, que se arrancaban cuidadosamente los escasos pelos de su cara.

Su cabello era rubio, tal vez de todos los matices, como en el resto de la raza; pero sus mostachos y barbas eran de color más encendido, tirando a rojo. Recordé que los Araucanos llamaban barba roja a los conquistadores. Los pelos de la cara son en general más encendidos de color en toda la raza rubia de Europa.

Su talla sabemos que era alta, pero no se ha establecido aún en números precisos. La talla media escandinava es a la fecha de un metro sesenta y siete centímetros a uno setenta (1.67-1.70 mts.) según Ripley. Los conquistadores tenían como altura media del hombre dos varas castellanas, esto es un poco superior a un metro sesenta y siete centímetros (1.672). Probablemente en esa apreciación general tomaba en cuanta la raza íbera, que es baja.

Hay muchos recuerdos históricos de hombres muy altos entre los Godos, pero quedan también de la existencia de hombres bajos, como aquel Eberwulfo, asesino del rey Ataulfo en Barcelona, durante el período de mayores disensiones intestinas entre los Visigodos.

La fisonomía más general entre ellos, la que se ve en casi todas las estatuas y relieves que los representan, era la de óvalo ancho y corto. El esqueleto de su cara era desarrollado, sin prognatismo. Frente amplia, nariz poco desarrollada, ondulada, de altura media o baja, sin ser chata, pómulos marcados sin ser prominentes. El tipo de Ercilla. La parte inferior de su faz la cubrían sus barbas. Ojos azules, cutis traslúcida, sin pigmento, como el resto de su raza.

Era, pues, el Godo lo que podríamos llamar en cuatro palabras y en términos corrientes, un rucio ñato, carantón, patilludo. Ése era, como digo, el tipo general. Existía también, especialmente en la nobleza, el tipo de cara ovalada, de facciones más finas, nariz recta algo corva, más prominente que en la generalidad, de la que puede dar una idea la nariz de don Diego Portales. He recordado que la nariz francamente corva era excepcional. Debe haber existido asimismo el tipo de nariz muy baja en el medio con el extremo libre redondeado y saliente; lo que los etnógrafos franceses llaman «nez cave», nariz hundida. Ese tipo de nariz se encuentra en Europa sólo en los pueblos germanos, y entre personas muy rubias o coloridas. En Chile, donde también existe ese tipo, lo llamamos «ñato petizo» o simplemente «petizo».

La forma de la cabeza del Godo era oblonga. Los esqueletos encontrados en las sepulturas góticas acusan un índice craneano inferior a 76. Los suecos actuales tienen 77 según Ripley. Los rubios de Chile son también los más dolicocéfalos de nuestra raza. Una corta serie de 30 de los más rubios me dio 77,8 de índice cefálico, lo que significa poco más de 76 como índice craneano.

En cuanto a la mujer goda, debió parecer a las de las otras estirpes germanas. Las representaciones que de ellas quedan, especialmente en España, confirman la suposición. Como la única estirpe rubia que ha venido a Chile es la gótica, las chilenas rubias, aunque son mestizas, están caracterizadas, especialmente la de los campos, por su talla más elevada que la medida de la mujer chilena, que es de 1,54 m., ojos azules, cuello alargado, hombros caídos, carácter dulce y un feminismo muy acentuado.

Respecto a los caracteres germánicos de los conquistadores de Américas, y en especial a los de Chile, hay numerosas pruebas que los atestiguan.

Dos de sus rasgos físicos más característicos y fácilmente apreciables, su talla y el color de su cuello, aparecen constantemente en las descripciones literarias y en los retratos que a ellos se refieren.

González de Nájera, hombre observador, aunque bellaco, dice que los conquistadores de Chile eran mucho más altos que los Araucanos y más membrudos (ob. cit., pág. 39).

El que visita las galerías de pinturas de los países meridionales de Europa con el propósito de estudiar fisionomías étnicas, queda sorprendido ante el hecho curioso de que sean rubios de ojos azules la totalidad de los retratos de los personajes de la antigua nobleza de dichos países. Es raro el que tiene pelo castaño. Su fisonomía y las proporciones de su cuerpo son, asimismo, perfectamente germanas. Esto no sólo en los retratos de la nobleza titulada, sino en cuanto hombre notable ha sido retrato, de modo que, cuando después de permanecer algún tiempo estudiando fisonomías históricas, uno sale a la calle, se encuentra en presencia de individuos completamente diversos de los representados por los artistas, y se adquiere la convicción de que los retratos y los vivos pertenecen a dos razas completamente distintas. Esto es más notable en Italia y en España que en Francia.

Los conquistadores de Chile eran rubios en su casi totalidad, y los que no lo eran presentaban el signo germano de su elevada estatura. Recordé también más atrás lo que pienso de algunos de esos conquistadores de elevada talla y cabellos negros.

Los Araucanos, muy buenos observadores, confundieron en una ocasión a unos náufragos godos con los ingleses, que ellos conocían bien. Un buque con conquistadores que venía de la Península, según creo, se vio obligado a recalar en un puerto al sur del Bío-Bío, y para librarse del ataque de los indios, se fingieron ingleses, que no comprendían el castellano. Los indios lo creyeron, pero más tarde supieron que habían sido burlados, por lo que, habiendo llegado poco después unos piratas, ingleses de verdad, los Araucanos no les creyeron y les dieron una soberana batida. Esto sucedió a fines del siglo XVI (Mariño de Lovera, ob. cit., pág. 397).

No sólo a los Araucanos podía suceder tal cosa. A un inglés ilustrado le aconteció lo mismo. Existe en uno de los museos de Londres, el National Gallery, y bajo el número 1376, uno de los más grandes cuadros de Velázquez, «Un duelo en el Prado», en el cual hay una diez figuras, entre duelistas, testigos, frailes y médicos, etc. Cubrí con mi catálogo la firma del autor y pregunté a mi compañero de visita, inglés instruido y que había viajado mucho, por la nacionalidad de las personas representadas en el cuadro, ingleses, me contestó sin trepidar. Luego nombró varias otras nacionalidades germanas. Cuando le dije que eran retratos de españoles, no pudo creerlo hasta que le expliqué el caso.

Ya vimos que el abate Gómez dice que los mestizos sólo se diferenciaban de los españoles en que aquella tenían el cabello negro, liso y grueso, lo que indirectamente significa que éstos lo tenían rubio, ondeado y fino.

Las hijas de los conquistadores, las criollas, eran rubias. González de Nájera así lo afirma de las del siglo XVII (ob. cit., Pág. 70). En el siglo siguiente decía el abate Gómez:

«De las mujeres chilenas se debe decir que son generalmente bellas, de buen talle y proporcionado a su sexo, su color blanco rosado y su pelo largo, rubio y sutil».


(ob. cit., pág. 297)                


Podrían citarse muchos otros testimonios confirmando lo aseverado por estos autores.




2.- Godos. Caracteres morales.

Los etnógrafos dan al presente grande importancia a los caracteres psíquicos como distintivos de las razas. En el caso nuestro esos caracteres tienen especial fuerza probatoria. El amor al combate bajo su forma más genuina, la guerra, es de aquellos que no pueden fingirse, y bajo ese aspecto sirve tanto o más que los rasgos físicos para caracterizar la raza a que pertenecían los conquistadores.

Otro de esos rasgos, también muy elocuente, es el desprecio de los pueblos guerreros por los oficios manuales, por el comercio y por los letrados. Veremos dichos rasgos de nobleza muy acentuados en las siguientes páginas.

De la nobleza de los primeros conquistadores hablan todos los cronistas sin discrepancia. Entendían entonces por nobleza, no los títulos nobiliarios, sino la descendencia de hidalgos. La misma sangre corría por las venas de los que siguieron llegando. Sobre el contingente que trajo Monroy del Perú, dice Mariño de Lovera (ob. cit. Pág. 86) después de nombrar a varios por sus nombres: «Y otros muchos hijosdalgo hasta llegar al número de ciento y treinta», que fue el total de aquel contingente.

Igual cosa dicen a una los historiadores y cronistas, sin tratar especialmente de ello, sino que se ve intercalado en sus narraciones como una cosa natural y sabida por todos. El historiador Olivares, hablando sobre las cualidades que deben tener los misioneros extranjeros que se envíen a Chile en su tiempo. dice que deben ser «escogidos de ciencia y experiencia» ya que esta provincia (Chile) es «tan dilatada y llena de gente noble» («Historia de la Compañía de Jesús», Colección, tomo 7, pág. 12). En ese tiempo (siglo XVIII) no se decía noble, caballero, hidalgo sino al que lo era de estirpe; se guardaba en eso un cuidado escrupuloso. Tal vez atendiendo a eso el historiador tantas veces citado, Carvallo y Goyeneche, dice en la nota 104 al fin del primer tomo de su obra:

«No se extrañe la calidad de caballeros que al parecer con demasiada generalidad se da a los vecinos de la Serena y que deben entenderse también de las demás ciudades de Chile. El mismo soberano califica su nobleza, y da margen para esta expresión. En una Real célula dada en Valladolid a 21 de abril de 1557, que se halla en el libro 3 de provisiones de la capital, a f. 182 vuelta, dice... ‘Los pueblos de Chile están poblados de noble gente’»...



Ya he indicado la causa de la selección que se operaba en la gente que venía entonces a Chile. Gracias al heroísmo araucano, aquí no venían otros hombres que los que pudieran medirse con ellos.

Las levas o reclutas de gente para la guerra de Arauco se hacían en la Península y en América a tambor batiente. Eran voluntarios; el soldado tenía que costear sus armas y arreos por lo común. De esos soldados puede decirse lo que del citado cronista Mariño de Lovera dice su albacea literario, fray Bartolomé de Escobar:

«Mas como don Pedro era tan aficionado a las armas, y supo que en el reino de Chile había no poco en que emplearse acerca desto por las continuas guerras que hay entre indios naturales de la tierra y los pocos españoles, púsose en camino para allá, adonde llegó el año de cincuenta y uno».



Agrega el albacea crítico:

«Y aunque su lenguaje y traza en el escribir, demás de ser el que ordinariamente usan los de Galicia, era de hombre ejercitado más en armas que en libros».



Esa casta española, guerrera de afición, era la que venía a nuestra lejana tierra.

Los artesanos, los comerciantes, los letrados, que componían la otra raza peninsular, no tenían a que venir. Los que se aventuraban durante algún período de tregua, o los que traían por fuerza algunas veces, se escapaban de aquí en cuanto se rompía la tregua, a la Argentina, al Perú o a su madre patria «unos en su hábito y otros en el de fraile», dice González de Nájera (ob. cit. pág. 162). También dice este autor, ponderando el buen clima de Chile, que en el hospital sólo están los que de miedo se fingen enfermos. En la página 157 refiere González que vecinos de Santiago y demás ciudades, salían todas las primaveras a la guerra; no era obligación, pero habría sido vergonzoso excusarse, por lo que se presentaban con sus hijos capaces de tomar las armas, los cuales eran proporcionados en su número a los «nativos» tiempos aquellos: El padre Ovalle (tomo 12, pág. 307) dice que en una primavera se presentó el general don Luis de las Cuevas con ocho hijos adultos «al real ejército, en el cual sirvieron a Su Majestad muchos años a su costa, porque en aquel tiempo no tenían otra paga los vecinos encomenderos y sus hijos que la lealtad y gloria de servir a su rey». Hasta los mismos sacerdotes se vieron en ocasiones precisados a tomar las armas.

Las condiciones duras sobre toda ponderación de la guerra que se jugaba en Chile en esos tiempos estableció la más rigorosa selección entre los que fueron nuestros abuelos. No eran sólo las continuas batallas de aquella guerra sin término, que ya excluía a la raza pacífica española, sino los sufrimientos, las hambres, las desnudeces, las pellejerías, como ellos las llamaban, las que ejercían una acción selectiva dentro de la misma casta guerrera. Son numerosos los hechos que refieren los cronistas, de deserción de soldados y hasta de oficiales por aquellas causas: «Los trabajos de la guerra invictísimo César, puédenlos pasar los hombres, porque loor es el soldado morir peleando, pero los del hambre concurriendo con ellos, para los sufrir, más que hombres han de ser», decía Valdivia a Carlos V en carta desde la serena.

Por muy animados que vinieron desde España, Italia o Flandes aquellos guerreros, la sola marcha a pie desde Buenos Aires a Santiago, desconsolaba a muchos. A Sotomayor se le desertaron doscientos hombres de los seiscientos escogidos que trajo de España.

Se hizo tan conocida esa primera prueba de resistencia antes de entrar a nuestro país, que en un informe elevado al rey en 1752, en el cual se le pedía quinientos soldados, se le advertía que los mandara por cabo de Hornos a Concepción, porque si venían por Buenos Aires no llegarían cincuenta.

Se sabe que fue en un tiempo manera de castigar a los revoltosos de las demás colonias, la de mandarlos a la guerra de Arauco.

Se comprenderá fácilmente que no vinieran sino guerreros.

Los comerciantes, los artesanos y los letrados son, por lo menos las dos primeras categorías, de tan utilidad en toda sociedad, por incipiente que sea; así era que su falta se hacía sentir gravemente en la colonia, por lo que sus gobernantes solicitaban a menudo, aunque infructuosamente, del rey de España el envío de algunos.

Don Francisco Lazo de la Vega, conocedor de la falta que hacían en Chile algunos hombres de la raza de España, quiso traerse algunos a la fuerza, pero no lo consiguió, pues obtuvieron del conde de Chinchón, que venía de virrey al Perú, que este se los llevase a Lima. En carta al rey fechada en esta ciudad, en camino a Chile, a donde venía de gobernador (1629), le daba cuenta de su fracasado intento en estos términos:

«Acordado de la diligencia que por mandato de V. M. se puso en España para que no se embarcarse gente sin licencia, para que no se despoblase, teniendo noticia que venía (en los mismos galeones en que él y el Conde de Chinchón hacían el viaje desde Europa a tomar posesión de sus respectivos puestos) cantidad sin ella, que pues la derrota que traían era para pasar a este reino (el Perú), pedí al virrey que en Panamá se hiciese lista de ellos y se les sentase para Chile, pues de esto se seguían muchos efectos del servicio de V. M. como llevar gente donde tanta necesidad hay y donde de tan mala gana van, y que ésta estaba costeada por su cuenta hasta allí, y que de esta manera se estorba que los años siguientes se embarcasen contra el orden de V. M., pues las nuevas de llevarlos a aquel reino los haría retroceder del intento a los que lo tuviesen.

Volvile hacer este recuerdo en Panamá. Pareciole tiempo entonces, y pues no lo llevó a cabo, convino otra cosa. Yo sentí perder tan buena ocasión, y ahora más, pues ha salido cierta mi presunción de que aquí se hace mal la gente para Chile, porque como este (Lima) es pareja donde descansan los que escapan de su guerra y describen tan mal sus comodidades, se guardan otros de ir a padecellas».



Respecto de esa fama de Chile, dice don Diego Barros:

«Contábase de él en España y en España y en América que poseía un suelo fértil y un clima benigno, pero que sus minas rendían poco oro, y que sus indígenas eran salvajes obstinados y feroces con quienes era necesario sostener una lucha acompañada de las mayores penalidades, y a la cual no se le divisaba término».



Mariño de Lovera, refiriéndose a los oficios que tenían que desempeñar los hidalgos conquistadores, por la carencia de artesanos, dice que los heridos en los combates se curaban «sin otros cirujanos más que los mismos soldados por ser todos los de este reino tan diestro en ello como si no tuvieran otro oficio, teniendo por maestra a la necesidad, la cual les ha instruido en otras muchas semejantes facultades, y así apenas se hallará soldado que no sepa curar un caballo; aderezar una silla; herrar sin yerro como otros suelen; sangrar a un hombre y a un caballo; y aun algunos saben sembrar y arar; hacer una pared; cubrir un aposento; echar una vaina a su espada; y rellenar una cota; con muchos otros oficios semejantes que no los aprendieron en su vida» (tomo 6, pág. 322).

González de Nájera que escribió, como he recordado, a principios del siglo XVII, dice que el soldado tiene que hacer en su casa, antes de salir a campaña, el charqui, la harina, manteca, tienda, herraje, hoces, etc., todo lo necesario para sustentarse seis meses, «porque ninguna cosa destas se halla ni se vende en Chile sino que es menester hacerlo cada uno en su casa» (ob. cit., pág. 157).

En los primeros tiempos, cuando se creía que los Araucanos serían vencidos más o menos pronto, vinieron algunos artesanos, pero apenas se convencían de que estos indios no eran como los del resto del continente, se volvían por donde y como podían. Por los acápites de las Actas del cabildo de Santiago copiados a continuación, se verá lo que sucedía a este respecto. Las razones que aducen los cabildantes para retener a los artesanos eran justamente lo que más intimidaba a éstos:

Cabildo del 31 de enero de 1553:

«En este día se mandó que se notifique a Zamora, herrero, que por cuanto se tiene noticia que se quiere ir de esta ciudad, y si él se fuere quedará esta ciudad sin herrero, y no habría quien aderezase las herramientas para sacar oro y otra cosas en esta ciudad, etc.; que no se vaya de esta ciudad sin licencia de este Cabildo, so pena de quinientos pesos de oro para la cámara de S. M. y obras públicas y de la iglesia mayor de esta ciudad, y más que irán tras él y lo volverán a esta ciudad a su propia costa; y así lo mandaron».



En el Cabildo de 20 de julio de 1554, cuando empezaron a llegar noticias de la muerte de Valdivia, se da cuenta de que quisieron irse de Santiago varios artesanos, a quienes los cabildantes negaron el permiso. Dicen las Actas:

«En este día se pidieron licencias para irse al Perú en el navío que ahora se va, y se les respondió que por ahora no ha lugar hasta que venga navío del Perú, porque hoy ha venido nueva que la tierra de arriba está en gran necesidad, y aun se dice que son muertos los cristianos que allá hay; y si fuere verdad, habrá gran necesidad en la tierra, y por esto se respondió así, hasta ver lo que sucede; y especialmente se dio licencia a Juan Martín, carpintero, para que se fuese, porque presentó una provisión real en la que S. M. manda que se vaya si quiere».



Se ve que maese Martín había previsto el caso.

Igual cosa pasó con los mercaderes, a quienes los Godos miraron siempre con desconfianza y menosprecio, rasgos típico de pueblo guerrero, y cuya justificación científica abordaré más adelante.

También vinieron comerciantes en los primeros años de la conquista. Villagra trajo unos veinte del Perú cuando fue enviado por Valdivia en busca de socorros. Comerciantes que huyeron de Chile apenas se convencieron de que éste no era país de negocios sino de batallas, que son cosas distintas. Góngoras Marmolejo refiere que dos de ellos se quedaron en Chile:

«Fue Dios servido -dice el cronista- que el uno de ellos muriese a manos de los indios muerte muy cruel, y el otro vivió pocos días pobre, pudiendo vivir en el Perú ricos».



Hasta un siglo después de la fundación de Santiago, puede decirse que el comerciante español no se avecindó en Chile sino en muy corto número. El padre Ovalle dice (tomo 12, pág. 281) que cuando él salió de Santiago, en 1641, había en la capital unas doce tiendas de mercaderes. Es muy posible que de esos doce, muchos no serían mestizos sino hidalgos puros, pues la necesidad de comerciantes se hizo sentir muy temprano, lo que hizo aparecer algunos de la clase noble, con grande escándalo por cierto de los demás hidalgos. En nota de la Real Audiencia al rey de España en 1611 se quejaba, entre otras graves irregularidades de este reino de Chile, de que «algunos capitanes y soldados se habían vuelto tratante y pulperos». Núñez de Pineda, algunos años más tarde, decía que la injusticia de algunos gobernadores de Chile había «reducido algunos soldados antiguos envejecidos en el servicio de S. M. a ser tratantes, pulperos y mercaderes» (ob. cit., pág. 369). Los comerciantes aumentaron paulatinamente durante todo ese siglo XVII y principios del siguiente, pero como las condiciones materiales y morales del país permanecieron las mismas, es de creer que dichos comerciantes eran chilenos, por lo menos en su mayoría.

Los hidalgos de Santiago miraron siempre con menosprecio a los comerciantes; tenían sus relaciones familiares separadas y hasta en las iglesias ocupaban sitios distintos. Había cofradía de caballeros y cofradía de mercaderes (Ovalle, tomo 13, pág. 217). Diego García Villalón, en un informe sobre derecho a ciertos indios, decía, con la mayor naturalidad, que había llegado en una ocasión a Valdivia «mucho proveimiento de armas y herrajes, pertrechos de guerra, gente y mercaderes» («Documentos», tomo 12, pág. 162).

Fue después de las paces de Negrete, en 1726, cuando empezaron a llegar inmigrantes íberos, que se dedicaron al comercio. «Los hombres españoles de la clase inferior son menos ocupados. Viven del comercio inferior de tiendas y tabernas», dice Carvallo y Goyeneche refiriéndose a la sociabilidad chilena de ese siglo (tomo 10, pág. 52).

Un siglo antes hicimos una buena escapada. Después de las paces de Quilín (1640), que se creyeron definitivas, pues los Araucanos consiguieron lo que quisieron, el gobernador, López de Zúñiga, pidió a España mil personas para distribuirlas en las ciudades más necesitadas de gente que no fuera militar. La guerra de España con el Portugal, y Mauricio de Nassau, príncipe de Orange, que armó una escuadra para saquear las colonias españolas, hicieron imposible el cumplimiento de los deseos de aquel gobernador. Antes de que cesaran esos inconvenientes, ya en Arauco había empezado de nuevo el estruendo que ahuyentaba de Chile la inmigración de gentes que pudieran bastardear nuestra raza.

Los hidalgos chilenos tuvieron en varias ocasiones muestras muy elocuentes de las facultades de gobernante que calzan los mercaderes. Según como andaban las cosas en la metrópoli, así era la calidad de los hombres que de allí venían a dirigir las colonias americanas. El más famoso de esos gobernadores mercaderes fue un señor Ustariz, comerciante fallido en España, que compró el puesto de gobernador de Chile, y lo «gobernó» a su modo desde 1709 hasta 1717. Hombre «de trato afable, nada vengativo, ni soberbio y muy distante de la inflada vanidad, compasivo y muy inclinado a favorecer al prójimo», dice de él Carvallo. Nombrado con el propósito especial de que pusiera atajo a los continuos contrabandos de los filibusteros franceses e ingleses, tomó Ustariz sus medidas con tanto acierto, que se hizo agradecer sus servicios en catorce cédulas reales. Cuando la corte creyó necesario la verdad de los numerosos denuncios que le llegaban sobre la hipocresía del gobernador, nombró al oído de Lima, don José de Santiago Concha, para que viniera a formar un proceso sobre el asunto. El oidor comprobó que lo que había sucedido era que Ustariz se entendía directamente con los contrabandistas, habiendo monopolizando el ramo. Además se estableció que el mercader gobernador vendía los puestos públicos, mandaba hasta Bolivia a vender el ganado real, y no dejó peculado ni fraude por cometer por cometer; trajo una cantidad de hijos, sobrinos y amigos, entre los que distribuyó los más importantes cargos; arrasó con cuanto pudo, lo desorganizó todo, pagó dinero a los Araucanos para que lo dejaran «gobernar» tranquilo, y es fama que, si no lo atajan, deja limpio el reino. Córdova y Figueroa, que se detiene algunas páginas en este período de nuestra historia, dice que los cargos fueron tantos y tan graves, «que son para verlos en proceso, que para referirlos en historia». Los tiempos se alcanzan.

Los letrados, en el sentido que le daban los Godos, esto es, de persona que tiene por único oficio las letras, entre los cuales contaban a los abogados, amanuenses, rábulas, secretarios, redactores, etc., fueron asimismo mirados con menosprecio por la razón dicha más atrás.

Valdivia tenía dos secretarios: el bachiller Cardeña, su secretario privado, y un tal González, maestro de letras de Inés de Suárez. Se sabe que a Valdivia se le siguieron muchos cargos sobre la conducta del bachiller. En el proceso que se siguió, uno de los testigos, Castañeda, dice que tiene a Cardeña «por charlatán y hombre vano». Cardeña, como los demás íberos que se aventuraron a venir en los primeros años, las emplumó después de la muerte de su amo.

Entre los oidores, vinieron a menudo letrados íberos, pero también llegaban de origen hidalgo, de los que en la Península comenzaban a darse a los estudios. Entre éstos, el más famoso fue Merlo de la Fuente, gobernador interino en 1610, hombre ya entrado en años, dado a los estudios desde su juventud, aunque de sangre goda. Dejó momentáneamente la péñola por la espada, y supo esgrimir tan bien ésta como si hubiese sido la ocupación de toda su vida. venció en varias batallas a los Araucanos, y obtuvo una victoria sobre los purenes en las mismas vegas de Lumaco, la Rocheta Araucana, como la llamaban los cronistas, consideradas hasta entonces como un baluarte inexpugnable de los indómitos conas de Purén. Pero al lado de oidores de estirpe noble se sentaron muchas veces letrados de raza íbera. Las costumbres de esos letrados, tan opuestas a las de los hidalgos guerreros, sobre los que aquéllos tenían autoridad, estableció desde un principio cierto antagonismo muy marcado entre unos y otros, y fue una perenne fuente de discordias.

Núñez de Pineda, que alcanzó el más alto grado en el Ejército chileno, haciéndose eco de aquella rivalidad entre los que peleaban por su rey y los que reportaban las ventajas, dice:

«Tiene un oidor de los más pobres y ajustados de Chile, más caudal en alhajas y trastes de casa, que todos los capitanes juntos y generales del Ejército».



Se queja a la otra página (401) de que estuvieran llegando en su tiempo escribientes, letrados, abogados, etc., en mayor número del conveniente, y a los que dice «polilla y carcoma de nuestra monarquía cristiana». Nuestros católicos Reyes y señores al principio de esta conquista tuvieron previsto estos miserables tiempos, pues ordenaron, no una, sino repetidas veces, que no pasasen a estas partes letrados ni abogados de pleitos, «porque se originarían muchos con uno que pasase». Realmente que los soberanos españoles trataron de todos modos de evitar que vinieran a las Indias letrados de oficio. Carlos V, entre las instrucciones que dio a Alvar Núñez, le decía «que no tolerase la presencia de abogados ni procuradores en la provincia, por cuanto le había enseñado la experiencia que eran grandes rémoras para el progreso de las colonias». (Coroleu, América, tomo I, pág. 322).

Esta rivalidad entre letrados y militares, que en aquella época en Chile era rivalidad de razas, ha continuado en nuestro país hasta la emancipación, y después de una tregua de cerca de un siglo, vuelve hoy muy manifiesta, no, según creo, por antagonismos étnicos, sino por la evolución particular retrograda del criterio de la clase gobernante. A ese espíritu novísimo tan contrario al genio de nuestra raza, deben referirse muchos de los actos más extraños de nuestro Gobierno respecto a la atención que le merece nuestra fuerza armada y la suerte de los chilenos que la forman. A propósito de la ley de recompensa a los sobrevivientes de la guerra del Pacífico, se ha visto muy palpable ese antagonismo entre los letrados disfrutadores de las victorias de aquella guerra, y los mismos hombres que le dieron gloriosa cima. Siempre ha sido costumbre en todos los países asegurar una subsistencia tan holgada como lo permitan los recursos del Estado a los soldados de la nación y a sus descendientes, en lo cual se procede con sabia previsión, porque los gastos que origina no sólo son justos, sino que están destinados a favorecer la perpetuación de las familias que han suministrado sus hijos a la defensa del país, porque es utopía peligrosa, y falsa a ojos vista, la de creer que ya llegamos al tiempo en que las diferencias internacionales se zanjarán a golpes de pluma, y que por consiguiente sólo los plumarios deberán tener asegurada la perpetuación de su estirpe para la eficaz defensa de una nación.




3.- Araucanos. Caracteres físicos.

En cuanto a los Araucanos, son para todos nosotros bien conocidos los rasgos de su fisonomía. Netamente americana o mongoloide, como la llaman algunos, es bastante uniforme en su talla y en sus facciones.

Dos tipos, con todo, pueden distinguirse entre ellos: uno de nariz de dorso estrecho, recta, de labios más delgados que el otro, el cual tiene la nariz roma, ondulada y más baja que el tipo anterior. Es también este último de cara más corta que el otro. Los tipos intermediarios son muy numerosos.

Algunos cronistas del siglo XVIII adelante hablan de indios de color muy claro, blancos, los cuales eran de seguro mestizos, como lo afirma el historiador Olivares:

«Porque si vemos tan larga descendencia de los españoles cautivos entre los indios, que no será encarecimiento afirmar que hacen ya la cuarta parte del grueso de esa nación».


(Colección, tomo IV, pág. 252).                


Hoy se ha uniformado el color latericio de su piel merced a la absorción de la sangre europea.

Los boroanos rubios y de los ojos azules son un caso aparte de mestizaje gótico.

De un modo general puede decirse que el Araucano tiene facciones más toscas que muchos de los otros, indígenas de América. El Quichua, el Aimará, el Azteca y muchos otros poseen una cara más fina, nariz más saliente y aun encorvada.

Es bueno repetir que el Araucano de pura raza no ha existido en los tiempos históricos sino entre el Aconcagua y el Valdivia, y ya mezclado hasta el Bueno, y que jamás ha llegado a la cima de la Cordillera, ni menos a la pampa argentina. Durante el tiempo que estuvieron separados por el Bío-Bío de los invasores, el centro de su patria, de su admapu, fue la Cordillera de Nahuelbuta.

Cuerpo más bien grueso comparado a su talla; manos y pies cortos y gruesos, miembros proporcionados. Pelo negro, liso, tieso, abundante; barba escasa o nula. Sistema piloso del cuerpo poco desarrollado. Ojos negros, chicos, comparados con las razas europeas. Ceja poblada, recta, un si es no es alzada de su extremidad externa en raros ejemplares. Boca, labios, dientes sin nota particular entre la gran subespecie americana.

Su frente es ancha, pero baja, especialmente, en los lados, en donde el cuero cabelludo principia un poco por encima de las cejas. Es una frente calzada, como dice Gómez. El esqueleto de su cara es bien desarrollado, pero sin prognatismo. El aspecto general de su faz es severo sin ser duro. González de Nájera los compara a los dibujos de antiguas medallas romanas. Hay en su mirada, que es recta y franca, cierta fijeza, cierta calma que le dan un ligero tinte de tristeza. Sonríe poco, ríe rara vez.

El estudio de su psicología merece libro aparte.

Las principales cifras de su etnografía son:

Talla: hombre, 162 cent.

Talla: mujer, 146 cent.

Índice craneano (Retzius): hombre, 82.7 cent.

Índice craneano (Retzius): mujer, 83.0 cent.

Índice nasal: 47.2 cent.

Índice orbitario: 89.8 cent.

Índice facial (ofrión-mentón): 99.6 cent.

Capacidad craneana: hombre, 1.420 cent. cúb.

Capacidad craneana: mujer, 1.340 cent. cúb.

(Hovelacque y Hervé para capacidad craneana)






ArribaAbajoCapítulo VII

El mestizo


1.- Descripción. 2.- Algunos tipos especiales. 3.- Mestizos europeos y mestizos chilenos. 4.- Negros. Aclimatación. 5.- El chileno no es buen mozo.


1.- Descripción.

En esta descripción no se toman en cuenta los extranjeros, ni sus hijos nacidos en el país, ni los mestizos de la primera generación de esos extranjeros.

Raza mestiza de otras dos de aspecto tan desemejante como la gótica y la araucana, presenta los caracteres de ambas combinados en las más variadas proporciones. Desde el roto de fisonomía araucana, al parecer pura, hasta el roto rubio de aspecto germano bien marcado, las gradaciones son todo lo numerosas que puedan concebirse. Sin embargo, existe un tipo intermediario muy numeroso con los signos combinados de sus dos progenitores, sin que sea fácil decir cual de los dos es el predominante.

En tres porciones o grupos puede por lo tanto considerarse dividida la raza chilena, para la felicidad de su descripción.

Como los caracteres más desemejantes entre Godoy y Araucanos eran el color de su piel, el de los ojos y el del cabello, es atendido a la coloración de los iris, del cutis y del sistema piloso que dividiré los tres grupos.

Para el color de los ojos seguiré al método de Beddoe, por ser el que mejor se presta a nuestro caso, abandonando la extensa gama ideada por Broca, y aun las simplificadas de Fowler y de Hovelacque. Beddoe divide el color de los ojos en tres categorías solamente: claros, negros, intermediarios. A la primera pertenecen los azules o azulados claros; a la segunda, los llamados negros, aunque su verdadero color es el del café tostado oscuro; a la tercera, todos aquéllos que no pertenecen decididamente a ninguno de los anteriores, y en los que los matices de ambos están combinados en cualquiera proporciones, formando colores verdes o verdosos, pardos y amarillentos de diversos tonos.

A estas tres divisiones del color de los ojos, corresponden en Chile sólo dos colores del cabello: los que tienen los ojos claros poseen el cabello rubio o castellano; las otras dos clases tienen el cabello negro, pero la intermediaria no tiene negros los mostachos.

El primer grupo, de iris azules en todos los tonos (series A, B, C, D de Bertillón), forma el 10,5% de la raza.

Su sistema piloso es bien desarrollado; cabello rubio o castaño, delgado, muchas veces ondeado y aun crespo; pastilla abundante, rubia, de color más encendido que el cabello, especialmente los mostachos, que tiran a rojo. Su cutis, aunque blanca, no tiene la trasparencia de los rubios del norte de Europa, sino en muy contadas familias. Este grupo es más abundante en los campos de las provincias del centro y sur de Chile. Así, mientras en Santiago forma sólo 8%, en algunas subdelegaciones rurales del territorio comprendido entre el Rapel y el Itata, ese porcentaje es superior a 18%.

El origen de este grupo es debido al cruzamiento de europeos con mestizos en generaciones sucesivas hasta imprimir al retoño ese predominio de los signos germánicos.

El segundo grupo forma el 19% de la raza, y está compuesto de los individuos de pelo y ojos negros. El cabello es absolutamente negro, grueso, liso; los pelos de la cara son negros y escasos, y sus mostachos, de hebras tiesas como crin. Su cutis es completamente opaca y de color rojizo que recuerda el del Araucano, aunque más claro.

El tercer grupo es el intermediario de los anteriores; por su número y por sus rasgos, es el representante genuino de la raza chilena. Forma alrededor del 70% de la población chilena del país.

Su cabello es rubio o castaño en la infancia, pero se oscurece hasta convertirse en negro entre los siete y quince años; es liso, poco flexible, rara vez ondeado; sus patillas, de variables abundancia, son ordinariamente negras u oscuras; sus mostacho, que siempre se deja, nunca son negros sino amarillentos o rojizos, a veces oscuros, como sollamados, con hebras rojas. El color de sus iris es el intermediario de Beddoe; en algunos ese color es amarillento o verdoso sombrío. Para apreciarlo es necesario mirarlo a plena luz y a un metro más o menos de distancia, como aconseja Broca. Por no seguir esa indicación y por la premura con que se hacen las filiaciones de los conscriptos, o tal vez por falta de indicaciones al respecto, es que aparecen en ellas una proporción de ojos negros mayor que la verdadera. El color de cutis de los chilenos de este grupo recorre una extensa gama, yendo desde el blanco de leve trasparencia de los rubios de ojos azules, hasta el matiz mongoloide propio del segundo grupo.

En general el color de la piel de la raza es más oscuro que el de las razas blancas de Europa. A cierta distancia tiene el tono de las familias trigueñas del mediodía europeo, pero de cerca se advierten diferencias sustanciales: el europeo de color moreno es pálido, sus ojos y su bigote son perfectamente negros, mientras que en el chileno el pigmento latericio americano es siempre fácil de notar, pues da al color del chileno un viso rojizo más o menos acentuado, pero constante, que el meridional europeo no posee nunca. Sus iris y mostachos, que nunca son negros, establecen también la diferencia étnica.

Ya vimos que el naturista Gómez de Vidaurre dice que el mestizo que él conoció, medianía del siglo XVIII, era «blanco por lo común como los españoles» y que su cabello era «liso, grueso y negro». Un siglo antes (1645 más o menos) Ovalle, hablando del color perfectamente negro del pelo de los araucanos, atribuye con razón a herencia indígena ese color en el cabello de los mestizos, sus contemporáneos, teniéndolo como distintivo único entre éstos y sus padres Godos. Dice, pág. 166, tomo 12 de la Colección:

«De manera que los mestizos, que son los hijos de español y de india, no hay otra señal para distinguirlos del puro español, hijo de español y española, sino en el pelo, que éste hasta la segunda o tercera generación no se modifica».



Ese color negro del cabello del mestizo era muy notable en los tiempos en que escribieron esos autores, pues los españoles residentes en Chile en esas fechas eran, como sabemos, rubios casi en su totalidad. Gómez dice que ese color del cabello del mestizo persiste «aun después de varias generaciones». Ovalle habla de dos o tres; mi experiencia personal y las conclusiones de la biología dan razón a Ovalle: creo que tres generaciones unilateralmente bastan para producir el mestizo perfectamente rubio y con los demás signos germánicos. Como se comprende, hay en esto muchos factores que tomar en cuenta, los que pueden hacer variar esa apreciación.

Puesto que es el color de los mostachos uno de los signos más característicos del amplio núcleo central de la raza, para su calificación debe estudiarse el hombre adulto. La mujer parece a menudo, por este hecho, más araucanas que el hombre.

Los ojos del chileno no son notables por su tamaño. Son horizontales, lo mismo que sus cejas, las cuales aparecen algo caídas, como la gótica, en algunas familias.

Su frente no es nunca fugaz, aunque no siempre alta. Las excepciones de frente inclinada hacia atrás son rarísimas y las creo de origen íbero, pues van siempre acompañadas de otros signos pertenecientes a esta raza.

Los chilenos no somos hombres narigudos. La altura de la nariz va, en la gran mayoría de los casos, de la pequeña a la media. Las narices altas son excepcionales, y las corvas, muy raras, cuando no van acompañadas de signos evidentes germanos, son de origen íbero. El dorso de la nariz es sinuoso, no forma una línea recta sino en una pequeña minoría. El aspecto de la nariz, algo cóncava, pequeña, de punta redondeada, que forma un buen porcentaje, es muy diferente de la que posee esa forma en algunos negros o zambos; pero es difícil precisar esos detalles con, la pluma. Si alguna vez puedo cumplir mis deseos de hacer de la actual, podrán apreciarse esos y otros detalles de su fisonomía en fotograbados y cromos, que tanto ilustran estos estudios. En los rubios grandes de ojos azules, la nariz es también pequeña o mediana, y muchas veces bilobida, esto es, presenta una pequeña henchidura en su punta. En estos mismos individuos el mentón o barba presenta asimismo una pequeña hendidura en su parte media, mentón con foseta de los etnógrafos.

Tampoco poseemos labios finos, sin que sea notable su grueso. La labio fino en Europa es meridional. Hay varias estirpes íberas de labios delgados. La familia humana de labios más finos es la etrusca, como puede verse en los numerosos dibujos y también estatuas que de esa raza nos quedan. Sus descendientes actuales, los italianos del centro de la península, son también los europeos que tienen más delgados, y aun creo que son los más delgados de toda la raza humana actual. La boca de los chilenos es mediana, inclinándose más a grande que a chica.

El aspecto general de la fisonomía no es la del hombre buen mozo. Sin ser verdaderamente prognato, su cara es algo grande relativamente a la cabeza; es megalognato. El esqueleto facial es sólido y bien marcado. El óvalo del rostro es mediano o corto. Los escasos individuos de faz alargada, cuando no está acompañada de signos germánicos bien definidos, lo que es raro que suceda, son de origen ibero u otros extraños a los generadores de nuestra raza.

«Sus cuerpos, por lo general, están bien hechos», dice Gómez de los mestizos del siglo antepasado. Seguimos así por lo general. Sin ser fina, la talla del chileno está bien distante de la araucana, acercándose más a la del Godo. Ya recordé que para que se tuviera por bien hecho a un hombre en ese tiempo, debía tener dos varas de talla. Las proporciones de los miembros, como las de las manos y pies, son también más góticas que araucanas.

Esta particularidad de heredar la estructura ósea paterna de preferencia a la materna, fue notada también por el padre Ovalle. La cita anterior de este autor sobre la persistencia del color del cabello en los mestizos como signos distintivo entre éstos y sus padres, la termina así: «En todo lo demás no hay diferencia alguna, ni en las facciones del rostro, ni en el talle y brío, ni en el modo de hablar». Tal vez más exacto Gómez, como naturalista que era, al decir «por lo general» tratando de este punto. Como presunción de que Ovalle generalizaba demasiado, puede verse que él decía «faiciones» y asegura implícitamente que los mestizos decían así, cuando es seguro que muchos dirían fauciones. De todos modos, puede asegurarse que las diferencias entre padre e hijo no serían notables en ese respecto.

Las anteriores observaciones son generales para toda la raza, pero aplicables especialmente al grupo intermediario, al más genuinamente chileno.

Algunos datos antropométricos:

Talla, hombre: 1.666 milímetros

Talla, mujer: 1.540 milímetros

Índice cefálico: 79,5 craneano - 78

Índice orbitario: 86

Índice nasal: 47

Índice facial (ofrión-mentón): 98.5

Éstos son datos tomados sobre el vivo. La talla de los hombres es la de los conscriptos de veinte años de 1901. No es pues la del hombre en todo su desarrollo. Además, con motivo de los rumores de complicaciones internacionales en ese año, se inscribieron muchos individuos que no tendrían 19 ni aun 18 años, así es que esa cifra es menor que la real para la población chilena de esta provincia. De una manera general puede afirmarse que los rubios son más altos que los demás, y que los de ojos negros son los más bajos. No he encontrado aquí más que dos hombres con talla menor de 1,55 metro. Ambos chilotes, uno de ojos negros, y el otro de ojos intermediarios. Tampoco los hay muy elevados; la talla de 1,80 es muy rara; uno sólo he medido de 1,83.




2.- Algunos tipos especiales.

Además de los tres grupos descritos, existen en muy corto número antiguas familias chilenas de apellidos árabes, aunque por lo ya dicho al respecto en la parte anterior, dichos apellidos no son indicio seguro para tenerlas por de esa raza.

Uno de los compañeros de Valdivia se llamaba Juan de Almonacir, y consta que era hijodalgo a pesar de su apellido árabe.

Dicha constancia ha quedado en una información sobre servicios de ese capitán, el cual tenía ya hijos casados en 1575, tiempos en que las gentes no llevaban con exactitud el número de los hijos que tenían, según se puede colegir por la pregunta, 17.a de esa información, en la cual se pide al testigo que diga como es verdad que el capitán tenía «diez o doce hijos» («Documentos«, tomo 12, pág.423).

Con todo, hay algunas, especialmente una muy conocida que ha dado jefes ilustres a nuestro ejército y profesionales en todas las carreras, que tienen fisonomía marcadamente semita, aunque unida a una talla elevada. No es pues difícil que hayan venido algunos guerreros de esa sangre acompañando a sus compatriotas germanos.

Existen asimismo familias en las que el tipo moreno y el tipo rubio se mezclan difícilmente, apareciendo hermanos rubios y morenos en la familia, comúnmente sin el tipo intermediario. Ambos, rubios y morenos, conservan latente el carácter contrario al que manifiestan, pudiendo un individuo moreno de dichas familias tener hijos rubios, como uno rubio tenerlos morenos. Hay en el país unas seis de estas estirpes bien caracterizadas, y que poseen gran poder trasmisor de su peculiaridad. He estudiado con detención a dichas familias y estoy convencido de que son de origen europeo. Tengo datos históricos sobre algunas que así lo confirman. Además, sus caracteres antropométricos dicen lo mismo. El moreno de esas familias es dolicocéfalo (77) mientras que el moreno de origen araucano es el de mayor índice cefálico en nuestra raza. El rubio de esas familias es a menudo muy encendido y aun rojo; sus iris son rara vez azules, lo común es que sean de un amarillo leonado o verdoso; su cutis está sembrado de pecas, y; cosa curiosa, los mismos individuos morenos suelen tenerlas. Hay muchos problemas alrededor del origen étnico de dichas familias, pero la presencia de esas pecas me trae el convencimiento de que en ellas existe algo de naturaleza céltica.

Los caracteres de los progenitores no aparecen siempre en el mestizo mezclados o combinados de la misma manera. Una raza rubia alta y una morena baja, como son las que nos han dado el ser, pueden producir en su cruza ya un vástago rubio y bajo ya uno moreno y alto. De la misma manera sucede con los demás signos, y esto no sólo en los físicos sino también en los morales e intelectuales.

La fisonomía y el esqueleto de nuestra raza, desde la forma del cráneo a la de los pies, tanto más semejante a la raza paterna que a la materna, pudiera hacer pensar que predomina en nosotros la naturaleza europea; sin embargo, por lo que he recordado del modo imprevisto con que se combinan los caracteres de los progenitores, no se puede asegurar el predominio en la chilena de ninguna de las razas generatrices. En la talla puede haber influido la selección guerrera a que ha estado sujeta nuestra raza desde que nació: siendo que en las luchas de aquel tiempo tenía grande importancia la fuerza muscular, que ya de ordinario unida a la talla, es natural que fueron los más altos, los más membrudos, como decían, los preferidos para la milicia, y para las especiales facilidades de reproducción de que gozaban los militares.




3.- Mestizos europeos y mestizos chilenos.

Las invasiones germanas al sur de Europa han producido allí mestizos que tienen alguna semejanza con nosotros en cuanto a la coloración del sistema piloso, pues fue aquélla una cruza entre la raza rubia del norte con la de pelo negro del sur. Las diferencias entre aquellos mestizos y nosotros son difíciles de notar para el que no tenga algún hábito en estos estudios. Las dos diferencias más notables entre el elemento de cabello negro del sur de Europa y el de cabello de igual color araucano, son la forma de la cabeza y el color de la cutis. La raza Mediterránea tiene la cabeza oblonga, es dolicocéfala, y la Araucana la tiene corta, es braquicéfala. El Mediterráneo tiene la cutis blanca, a veces más blanca que el Germano, pues es blanca opaca, el tejido conjuntivo de la piel refleja la luz y da un colorido albo a la piel, siendo que el Germano tiene, como recordé, el corión de la piel traslucido, dejando transparentarse las venas y la red capilar sanguínea, lo que hace que su verdadero color sea el rosado. El mestizo de ambas razas es pues muy blanco, mucho más blanco que el término medio de nuestra raza. Es así fácil distinguir a un meridional por la blancura pálida de su cutis. El chileno blanco es siempre más rosado y con el tinte característico del pigmento araucano.

El meridional europeo de color trigueño tiene la cutis completamente opaca, lo que no sucede entre nosotros sino con los que son de ojos y mostachos negros, los del segundo grupo.

El pigmento obscuro de esos meridionales europeos es, según los etnólogos, de origen africano, de tono olivâtre, como dicen los franceses, esto es bruno aceitunado; de allí la diferencia con el tono moreno de nuestra raza, que proviene del pigmento indígena, que es latericio o rojo de ladrillo. Además, fuera de los del segundo grupo, en los restantes se puede notar siempre alguna transparencia de la piel, por trigueños que sean.

Las diferencias de formas de cabezas son más difíciles de establecer sin usar compás, sobre todo si se tiene en cuenta sólo el índice cefálico, pues nosotros heredamos en gran parte el cráneo oblongo de los Godos, pero es el oblongo frontal, no el occipital de los Mediterráneos. El cráneo íbero, como el etrusco, deben su largo al desarrollo de la parte posterior, al occipucio o nunca como la solemos llamar.

Hay además sobre este asunto de los rubios en España. Francia e Italia, otro problema que no puede resolverse sino teniendo conocimientos técnicos. Él es el siguiente: En España han existido algunas familias de pelo rubio desde antes de la invasión de los Godos. Estrabon habla de rubios en el ejército que en Iberia resistió la conquista romana. Esos rubios de España pueden tener dos orígenes: o son restos de la prehistórica invasión céltica de ese país, como creen muchos, o podrían ser de la raza rubia que habitó el norte del África en tiempos prehistóricos, de la que hoy quedan familias en el desierto de Sahara y en las islas Canarias. De todas maneras los rubios de ojos azules en la Península hacen hoy sólo el 5%. Entre ellos se cuentan los rubios de Galicia, de origen celta según Pérez Pujol, Menéndez Pelayo, Emilia Pardo B., y varios autores extranjeros. Oloriz (índice cefálico en España) da a los Gallegos un índice cefálico entre 80 y más de 81, lo que es asimismo indicio de un origen celta. Con poco cuidado que se ponga, puede notarse perfectamente que la fisonomía del español rubio es muy diferente de la del chileno rubio. Sólo en Andalucía existen a la fecha, muy escasas es cierto, familias blondas de ojos azules que tienen fisonomía gótica.

Los ojos azules o azulados claros son bastante comunes en las ciudades españolas, alcanzando en Madrid al 20%; pero ese signo germano está allí aislado, pues coincide con una talla muy baja, con el cabello negro o muy obscuro y con una cabeza de occipucio muy abultado.

En Italia queda asimismo el 5% de rubios de ojos azules, los cuales están muy clareados en el centro y en el sur, y acumulados en el norte. El rubio del norte de Italia es de la raza Ligura, braquicéfalo, mezclada con la Germana. Quedan sin embargo, algunas familias blondas de talla mayor que la mediana entre la clase distinguida, las cuales tienen, en cuanto puede asegurarse, con la sola inspección ocular, la cabeza oblonga.

En Francia se encuentran las mismas dificultades, aunque en este país son más frecuentes las personas de un origen germano, indudable.

Como se ve, es más delicado de lo que pudiera parecer el asegurar la raza a que pertenecen los rubios que aún quedan en el sur de Europa. Lo único que puede afirmarse es que los rubios meridionales no son sino en muy corta proporción de origen germano, y que los de este último origen pertenecen a las familias acomodadas, a la clase dirigente, a la que no emigra.




4.- Negros. Aclimatación.

Es positivo que en los primeros años de la conquista hubo en Chile bastantes negros para formar en Santiago una cofradía especial. La causa de que no fueran más abundante y de que poco a poco fuera disminuyendo su número, fue el elevado precio de un esclavo de color, que fluctuaba alrededor de quinientos pesos, valor que no tenía su equitativo interés en este país sin las industrias agrícolas remunerativas de las colonias de las regiones tropicales. Luego que empezó a nacer el mestizo, este ejecutó los trabajos mineros y agrícolas, haciendo innecesaria la introducción de extranjeros.

El negro en aquellos tiempos venía directamente de las regiones calientes del África a nuestro clima templado o frío, por lo que se moría aquí, seguramente de tisis, como se muere en los climas fríos el negro no aclimatado. El zambo mismo es poco resistente al frío. Además los negros parecen perder gran parte de su facultad reproductiva fuera de las regiones cálidas.

Hoy se sabe que la aclimatación de una raza es un proceso selectivo natural, que cuesta la vida a los inadaptados. En EE. UU. viven a la fecha muchos negros bien aclimatados hasta en las regiones más frías de aquel país, pero no es porque todos los negros que han ido a establecerse en las partes frías se hayan habituado a ese clima, sino porque de los muchos que han ido sólo han sobrevivido los que tenían cualidades especiales de resistencia al frío, y sólo estos últimos han dejado prole con esas cualidades de resistencia; que no las poseían, murieron más o menos pronto. La Naturaleza ha escogido para que sobrevivan en ese clima tan opuesto al en que se ha desarrollado la raza negra, a los individuos que presentaban como propiedad individual esa resistencia al cambio de clima. Es, pues, una selección natural.

Así como es desfavorable nuestro clima para los negros, es muy adaptado para las razas del norte de Europa. El Godo prefirió en la misma España sus regiones más frescas. González de Nájera dice, refiriéndose al clima de Chile, que «no prueba a los españoles», esto es, no los somete a la prueba de la aclimatación, como los sometía en las demás colonias. Es seguro que la suavidad de nuestro clima favoreció en gran manera la multiplicación de la raza rubia de España en Chile. En las regiones altas y frescas de los países intertropicales de América, no es raro encontrar restos de la sangre germana de los conquistadores. Así se ven en las cordilleras de Bolivia, en las altiplanicies del Perú, del Ecuador. de Colombia, individuos rubios y de ojos claros haciendo porcentaje en su población.

Los negros en Chile quedaron como he dicho en las ciudades de alguna importancia. En los campos fue casi desconocida su existencia. Seguramente el clima ha hecho que el negro no pasara de Talca, a donde desgraciadamente llevaron consigo algunas esclavas de color los nobles que allí se acumularon en el siglo XVIII. En las provincias de Aconcagua al norte es aún fácil encontrar individuos con signos evidentes del antiguo africano traído al país. El clima más templado de esas regiones ha «probado» menos al negro. Además en las costas de esa parte de Chile vivía el Chango, que era de color cobrizo mucho más oscuro que el Araucano. Aconcagua ha estado siempre en inmediato contacto con Mendoza, en donde ha habido y hay mucha sangre de color.

Las tres familias negras que conocí en Santiago en 1901, compuestas de unas veinte personas en aquella facha, vivían en el barrio de la Recoleta y procedían de negrillas traídas del norte por oficiales del ejército que hizo la guerra del Pacífico. Es difícil calcular cuánto mal puede hacer un solo negro introducido en un país.

Las familias chilenas que aún conservan alguna sangre negra deberían posponer toda otra consideración, al contraer matrimonios, a la de eliminar ese resto de naturaleza inferior, casándose con mujeres rubias chilenas o de los países del norte de Europa. El matrimonio de personas que manifiesten los más leves indicios de sangre africana produce hijos que acumulan en sí venas negras de sus padres.

La talla de nuestra raza es también otra prueba de que los conquistadores, nuestros padres, no eran Íberos. El Íbero tiene una talla media de 1,63 metro más o menos, según Lapouge, de 1,61 a 1,64 según Ripley, esto es alrededor de la del Araucano, observación que hizo ya González de Nájera. Este cronista, como recordé, dice que el conquistador era mucho más elevado que el Araucano, el cual no era más alto que la raza inferior de las que habitaban entonces la Península (ob. cit. página 39).

Por esos mismos tiempos, Cervantes caracterizaba la talla de las dos razas peninsulares en la figura del hidalgo caballero de la Mancha y en la de su rústico escudero.

Con un padre de un metro sesenta y tres centímetros y una madre de un metro cuarenta y seis, la raza chilena habría sido una de las más bajas del mundo, pues es seguro que no habríamos alcanzado siquiera la diminuta talla del español actual.




5.- El chileno no es buen mozo.

No somos una raza de facciones finas, con predominio de las líneas rectas o curvas suaves y de proporciones griegas. «El hombre para que sea hombre ha de ser feo» dice el pueblo en Chile. Estoy convencido de que esa sentencia la trajeron los Godos conquistadores, porque va unida a otras dos condiciones consideradas indispensables al carácter varonil, y las cuales son seguramente góticas: una de ellas ya la recordé, la de que ha de ser «peludo», y la otra es la de que de «tener mal olor». Es sabido que los Íberos encontraban que los Godos olían mal, y que éstos decían lo mismo de los primeros. Esa falta de armonía, de adaptación, entre el olor de las emanaciones fisiológicas de cada una de esas razas y las sensaciones olfativas de la raza opuesta, es para los biólogos de una grande importancia para establecer la completa desemejanza de entre ambas.

Creo por tanto que lo de «feo fue aplicado a los Godos por ellos mismos, en oposición al aspecto del Íbero. El Godo plebeyo era, como dije, de cara grande y facciones toscas, que formaban marcado contraste con la fisonomía fina de muchas, estirpes íberas, y con la pequeñez de su cara relativamente al tamaño de su cabeza.. Tal vez implicaría asimismo el epíteto «feo» la idea del poco cuidado en adornar su persona y aun el descuido en su traje y limpieza, cualidades que los meridionales en general enrostraban a los Godos. Hasta la fecha los franceses dicen «gothique» por lo que es poco estético, sin gracia, rústico. Como esos físicos de la raza conquistadora eran opuestos a la de la conquistada, creo que se vanagloriarían de ellos, como se vanagloriaban de sus cualidades privativas morales. Así como es fácil explicarse el origen de esa sentencia teniendo en cuenta lo recordado de España, así es difícil encontrar la razón de su existencia atendiendo a las cualidades de las razas de Chile.

Si por parte de padre no podemos esperar hermosura del rostro, por parte de madre tampoco tenemos grandes esperanzas de conseguirlo. La mujer araucana no es fea para india, no tiene ni con mucho la ordinaria tosquedad de la cara del hombre de su raza; pero de allí a la belleza, tal como se entiende al vocablo aplicado a los rasgos de la fisonomía, hay distancia. Nuestra estética al respecto es la europea, derivada de la griega clásica. Además se ve que esas araucanas de faz proporcionada y líneas suaves, son madres de hombres carantones, de mandíbulas recias y líneas duras.

Pero hay en cantidad apreciable hombres de facciones muy regulares, finas y armónicas, a quienes puede tenerse por buenos mozos, y esto sin salir de os rasgos característicos de la raza, chilenos de pura sangre. Tipo escaso en las estratos inferiores de la raza, va aumentando en número a medida que se asciende en la escala social. He dicho que entre los Godos nobles era más común el tipo de óvalo regular, de nariz más recta y fina, un tipo de fisonomía más distinguida, como decimos. La existencia de este tipo no se debe a mezcla con otras razas sino que se produce dentro de la misma por selección sexual dirigida por las ideas sociales sobre hermosura.

Cuando la perpetuación de una raza ha estado largo número de generaciones dirigida por la mujer, es decir, cuando ha sido ella la que ha decidido cual hombre se reproducirá y cual morirá sin descendencia, llega al fin dicha raza a reflejar en sus hombres el sentimiento que ha dirigido la elección femenina. Y cuando ha sido el hombre el que ha poseído la facultad de elegir consorte, cuando ha dependido de su decisión el que una mujer tenga prole o no, entonces se ve que es la mujer la que presenta los rasgos que indica la predilección del varón. Así pues en las razas matriarcales europeas, son los hombres los que presentan más comúnmente los rasgos de la belleza de la fisonomía, tal como el sentimiento estético europeo la entiende; y en las razas patriarcales del mismo continente, las mujeres son con mucho más hermosas que los hombres. La belleza de la mujer en las razas matriarcales se produce indirectamente, por la belleza de los padres, como la belleza de los hombres es así mismo de origen indirecto en las razas varoniles. Hay que tener presente para explicarse este hecho el de que es bastante frecuente cierto dimorfismo sexual en relación a los rasgos fisonómicos o a su mayor o menor belleza en muchas familias. Toda persona algo observadora habrá podido notar que hay familias en las cuales las mujeres son hermosas, mientras los hombres no lo son, o bien el caso opuesto, sin que ello excluya el parecido natural entre hermanos. Así, pues, en las razas en que la mujer elige, las familias que producen hombres buen mozos son los que perpetúan con más seguridad, sucediendo lo contrario en aquéllas en que es el hombre el arbitro.

Los capítulos 19 y 20 de la obra de Darwin Descendencia del Hombre, están dedicados a esclarecer con numerosos ejemplos y sabia doctrina la cuestión tocada en las líneas anteriores. De él es esta cita:

«Muchas personas están convencidas, y creo que acertadamente, de que nuestra aristocracia (incluyendo en este término todas las familias ricas, entre las que el derecho de primogenitura prevaleció largo tiempo), por haber podido elegir como esposas a las mujeres más hermosas de todas las clases durante muchas generaciones, se ha vuelto más hermosa que la clase media».



La causa que según Darwin ha hecho más hermosa la clase superior inglesa, es la misma que produjo el tipo distinguido entre los Godos y el que ha hecho más frecuentes los hombres buen mozos de nuestra clase superior, y traído especialmente la belleza de sus mujeres.

Es por las mujeres hermosas de la clase inferior por donde más comúnmente se relaciona con ella la clase media, y por las mujeres de la clase media llega su sangre a la superior. Ese es el camino más frecuente. Las familias toleran más fácilmente la alianza de uno de sus hijos con una mujer de posición inferior, siempre que ésta posea las dotes que en todo los tiempos han nivelado las condiciones de la mujer: la virtud y la hermosura. La resistencia que opone el consenso social al descenso en categoría de una mujer ha sido siempre muy fuerte, y sólo es vencida por las dotes probadamente superiores del hombre de sangre inferior que solicita su mano.

Para encontrar hombres feos en Europa hay que ir a los países germanos. Los hay en ellos, en la clase inferior sobre todo, de una fealdad completa. En el bajo pueblo de Inglaterra, de los países escandinavos, de Alemania, de Holanda, son relativamente comunes los tipos rechonchos, de cara grande huesuda, ojos chicos, nariz chata, boca grande y carnuda. No tienen en su abono más que el color; si se les tiñera de negro o siquiera de moreno, resultarían feísimos. Pero, como han sido y son ellos los que resuelven si se casan o no, la casta de los feos se ha perpetuado en esos pueblos, tal vez refinando su fealdad con la sustracción que de las mujeres que les puedan nacer hermosas, les hacen los que ocupan mejor situación que ellos. En España es muy raro encontrar un hombre verdaderamente feo, y aún esos nunca en tanto grado como los casos de mediana gravedad de los países del norte. Es más común es España encontrar mujeres de facciones toscas y poco agradables en la clase baja, que hombres. Lo que es en Italia, no he visto ni un solo hombre que pudiera llamarse verdaderamente feo; en cambio hay muchas mujeres que tienen facciones duras y pocas agraciadas. En Francia el fenómeno es menor acentuado, pero siempre fácil de percibir. Esta particularidad de la raza latina debió producirse en los dilatados tiempos en que estuvo sometida al régimen matriarcal.






ArribaAbajoCapítulo VIII

Algunos rasgos de psicología chilena


1.- El chileno tiene fáciles las lágrimas. 2.- El hombre no gusta de las joyas. 3.- Nos bañamos separados los hombres de las mujeres. 4.- Castidad de la mujer araucana. 5.- a) Rasgo de matriarcado de los Godos de España. b) Su arraigo en Chile, sus consecuencias. c) Algunos apellidos de conquistadores. 6.- a) Plebe europea y plebe chilena. b)Sancho y el roto. c) La estrella y los colores nacionales.


1.- El chileno tiene fáciles las lágrimas.

La psicología de la raza chilena está, en sus rasgos principales, repartida en todo este libro. En cuanto a su idea de la propiedad, la trataré especialmente cuando estudie el concepto político de nuestra raza y levante el cargo de socialista que se nos dirige.

Los psicólogos modernos tienen como verdad establecida la mala calidad de los mestizos de razas muy desemejantes. Los mestizos de que tratan, los únicos de que se han ocupado, son los de la raza conquistadora de Europa con los diversos indígenas de las partes del mundo conquistadas. Como las razas o familias de psicología patriarcal son tan raras en el mundo, esos mestizos lo han sido siempre de dos razas de psicología opuesta, matriarcal y patriarcal, lo cual explica la mala fama de los mestizos. Del mestizo chileno ningún cronista ni historiador antiguo se expresa mal; han sido los Anales universitarios los primeros en falsear la verdad histórica, y luego han venido muchos otros documentos oficiales, que veremos después, a continuar la misma tarea. Debo, pues, repetir que la uniformidad y la corrección de la psicología de nuestra raza se debe a que las dos que le dieron el ser poseían la misma sicología, ambas eran patriarcales, siéndolo más rígidamente la araucana. Así es que, aunque los rasgos físicos acusan un evidente mestizaje corporal de dos razas muy desemejantes, los rasgos morales e intelectuales no presentan signo alguno de mezcla de almas disconformes «por la buena liga que han hecho la sangre araucana y española», como dice el padre Ovalle tratando de las condiciones morales de los mestizos de su tiempo.

Sólo deseo aquí tratar de algunos rasgos generales de nuestro carácter, y de un signo de matriarcado de los Godos de España, y que llegó con ellos a Chile.

Los que han viajado saben que los chilenos tenemos fama de llorones, fama muy extendida en las naciones americanas del Pacífico, pero que alcanza también a las del Atlántico. Para apreciar esos rasgos generales del carácter de un pueblo se hace preciso haber estado en situación de poder hacer comparaciones, de haber conocido de cerca otros pueblos. Es después de viajar que me he convencido de que esa fama es merecida. Más también he llegado a convencerme de que no somos los únicos que tenemos fáciles las lágrimas. De entre los pueblos de Europa, los escandinavos y los alemanes son también prontos para enternecerse; pero los rusos no tienen compañero a la fecha en lo de llorones. No he conocido a un solo ruso que no fuera llorón. Tuve relaciones en París con una colonia de turistas rusos, y en las fiestas y comidas a que tuve el gusto de acompañarlos, los vi llorar como niños cuando se promovía el recuerdo de su patria. En una ocasión en que se trataba de un aniversario cívico, un médico anciano de barba de profeta no alcanzó a concluir de leer el discurso del caso, porque las lágrimas lo cegaban y la garganta se le acalambró.

Los chilenos tenemos a quien salir en esto del llanto. Ya recordé que los Araucanos eran llorones y lo son todavía.

En el poema El Cid aparece este héroe, tipo acabado físico y moralmente del varón, llorando desde las primeras líneas, así como los burgaleses y burgalesas «plorando» se quedaron al verlo pasar a injusto destierro. Pero es la ternura patriótica, diré así, la que más a menudo arrancaba las lágrimas al Cid, como era la que enternecía al Araucano y enternece a los pueblos nombrados. Cuentan, los que lo han visto, que cuando el zar pasa revista a sus tropas, muchos soldados y oficiales derraman silenciosas lágrimas. Cuando en la mañana del 26 de mayo de 1880, en el Alto de la Alianza, las bandas del ejército chileno rompieron con la Canción Nacional como respuesta a los primeros cañonazos del enemigo, vi llorar a todo mi batallón; después supe que el ejército entero había llorado.

Esa manera de manifestar la ternura patriótica es menos común de lo que puede parecer a los chilenos, que la poseen de herencia. Ningún pueblo meridional europeo manifiesta de ese modo su amor a la patria, ni tampoco los demás pueblos de América. Los ingleses y los norteamericanos, en las ocasiones de emoción patriótica, permanecen con los ojos secos, pero se ponen algo pálidos y su semblante se demuda.

La ternura patriótica tiene algunos signos particulares que la distinguen de todas las demás. En general, la ternura es una emoción deprimente de la voluntad, como lo son la nostalgia, la melancolía y todos aquellos estados del ánimo a que se puede aplicar la palabra, que en este caso es gráfica, «pesar». Muy al contrario, el semblante compungido y lloroso de la emoción patriótica, cuando es fuerte, va siempre acompañada de los signos externos más evidentes de la sobreexcitación de la voluntad: la contracción sostenida, tónica, de los músculos. Y ha de notarse que los músculos que entran en acción son los del acometimiento, los del ataque: los de las piernas y del pecho se alistan, las mandíbulas se comprimen y los puños se aprietan. La mirada, por entre las lágrimas, adquiere un brillo más semejante al de la cólera que al de la ternura y aun no es inusitado en los casos graves un murmurar quedo de juramentos y amenazas.

¿Cómo explicar esa coexistencia del signo externo más elocuente de la depresión del ánimo, de su sufrimiento invencible, de su pesar, de su rendimiento al dolor moral, como son las lágrimas que no arranca una pena física, con el grupo de acciones asimismo elocuentes de la sobreactividad volitiva en su manifestación más enérgica: el ataque?

Son dos estados de ánimo que parecen excluirse. No recuerdo cuál de los cronistas de Chile dice que los Araucanos le traían miedo al miedo, y que, para arrojarlo de sí antes de entrar en pelea, herían el suelo a golpes redoblados de sus talones. ¿Cómo puede un mismo individuo tener miedo y deseos de pelear? ¿Por qué llora un hombre antes de entrar en batalla, siendo que está ansioso de batirse? ¿Qué significa esa dualidad de sentimientos? Cuentan de un general francés que, conociendo por el campanilleo de sus espuelas el temblor de sus piernas en los momentos de empezar un combate, acostumbraba decir: «¿Tiemblas, villano? ¿Qué haría si supieras adonde pienso llevarte?». ¿A quién se dirigía el general? Sterne, y después Javier de Maistre, en su Viaje alrededor de mi cuarto, han puesto tan de relieve esa dualidad interior humana que no cabe duda de ello. El general recordado se dirigía a la parte sensible físicamente de su ser, a su cuerpo, a su bestia, como diría de Maistre, la cual temblaba de miedo, de miedo al dolor, de miedo a la muerte, mientras su alma pundonorosa y valiente iba al combate, burlándose de su tímida compañera.

Es admirable ese triunfo de los sentimientos relativamente modernos de solidaridad social, de defensa de la patria, de pundonor cívico, sobreponiéndose en el hombre a los instintos primordiales y arraigados en el fondo de todo ser vivo del miedo al dolor físico, del horror a la muerte. Ese triunfo es la más brillante victoria de la selección social. En la batalla de Tacna, a un subteniente Guerrero, un jovencito rubio, casi un adolescente, quiso huírsele la bestia a la vista de la sangre humana, según cuentan, y temiendo que lo ejecutara a pesar de sus órdenes, mandó a un sargento que lo detuviera, y en brazos del sargento siguió dirigiendo a su gente por el camino de la victoria, hasta que una bala justificó los temores de aquella carne demasiado flaca para el alma que albergaba, separándola de ella para siempre. El soldado llora antes de entrar en batalla porque su bestia ha oído, allá en los antros misteriosos y secretos en que se elabora el pensamiento, que el hombre ha resuelto alcanzar la gloria ofrendando su vida en aras de la patria, y ella sabe que esa resolución es irrevocable. Esas lágrimas que corren silenciosas de sus ojos, son de la bestia que gime. ¡Respetemos su llanto: ella es mortal!




2.- El hombre no gusta de las joyas.

«No fundan su orgullo en el adorno de su persona: sólo sus escudos llevan pintados de variados y escogidos colores», dice Tácito de los Germanos. Recordé que los Godos no usaban joyas ni adornos, y que uno de los cargos que hacían los partidarios de Witiza a don Rodrigo era el de que éste se engalanaba como una mujer.

«Además de que en general todos los indios de Chile, hombres y mujeres, andan -según dije arriba- vestidos aunque descalzos, es con mucha más honestidad que indios de cualesquiera provincias, en las cuales no hacen diferencia de las partes secretas a las públicas. Asimismo no se pintan los rostros ni cuerpo, como los de Brasil y otras partes, ni se horadan los labios o besos como los del Paraguay y Charrúas, y otros muchos que traen huesos y piedras labradas en ellos, a que llaman los nuestros barbote, ni menos usan, salvo las mujeres, brazaletes ni gargantillas, ni de otro algún adorno femenil de que usan los indios en otras muchas partes».


(González de Nájera, obra citada, página 46)                


En lo de no usar adorno personal de ninguna especie, el Araucano es una excepción en el mundo entero. El mismo autor, página 96, dice que los Araucanos se preocupan tanto de sus armas que «las traen de continuo tan bien tratadas, limpias y resplandecientes, que hacen en ello no sólo ventaja, pero hasta vergüenza a muchos de nuestros españoles». Ése es el origen de que la raza chilena sea la que hace menos uso de joyas a la fecha en todo el mundo.

Los Germanos como los Araucanos cuidaban con esmero de sus armas y las adornaban de varios modos. Los Araucanos se adornaban la cabeza con plumas rojas y se ponían su ropa más nueva y limpia para ir a campaña. Era la única ocasión en que se preocupaban de su persona.

Repetidas veces presencié en la campaña del Pacífico el hecho curioso de que todo el que podía, ya fuera soldado o jefe, guardaba cuidadosamente alguna camisa limpia o siquiera un cuello y un par de puños, lo más que se pudiera en esos tiempos de meses de vida en el desierto, para ponérselos el día de la batalla, a la cual todos procuraban ir afeitados, limpios, lo más galanos posibles. Era ése un deseo general, una aspiración íntima; nadie se lo explicaba ni trataba de explicárselo. Era un deseo natural el de presentar lo más engalanada y hermosa que se pudiera la víctima ofrendada en el altar sagrado de la patria. Ése es un ejemplo de lo que se llama herencia psicológica.




3.- Nos bañamos separados los hombres de las mujeres.

A la fecha creo que sólo los chilenos tenemos la costumbre de bañarnos separados los hombres de las mujeres. Tácito, al tratar del baño entre los Germanos, no dice nada sobre esto. Tito Livio dice que los patricios romanos no sólo se bañaban separados los hombres de las mujeres, sino que aun los hombres adultos no se bañaban juntos con los niños. No poseo datos al respecto de los Godos de España.

Entre los Araucanos se guardaba en eso una separación absoluta entre hombres y mujeres:

«Las mujeres se bañan también diariamente, pero jamás se las ve en los ríos junto con los hombres, sino que buscan lugares apartados».


(«Compendio anónimo», Colección, tomo XI, página 258)                


Dejo la palabra a Isidoro Errázuriz, que presenció un baño de muchachas araucanas:

«En un remanso que forma el río, a pocos pasos del vado, se bañan cuatro o cinco indias vestidas con sus chamales, se zambullen como patos, se asean y juegan en las aguas cristalinas, como en su elemento. La barranca, cubierta de árboles frondosos, forma como la decoración de fondo del singular espectáculo, y entre los rayos suaves y luminosos del sol de otoño, brillan los ojos, brillan las aguas y brillan los robustos brazos color de bronce oscuro y los cabellos negros chorreando agua cristalina.

Tenemos curiosidad de asistir al fin de ese baño al antiguo estilo araucano, para presenciar la confusión de las indias al verse obligadas a salir del agua y a cambiar de ropa a la vista de forasteros y de huincas.

Pero estamos equivocados si contamos con tener fiesta a costa de esta raza tranquila y majestuosa en su orgullo de dueña inmemorial de estas comarcas. Las abluciones, las zambullidas y la natación se prolongan indefinidamente; y cuando al fin, las indias van saliendo del agua, una en pos de otra, no se les ocurre correr al bosque en busca de un escondite o prorrumpir en risas, en gritos infantiles y demás recursos del pudor alarmado.

Cada una de las bronceadas ninfas tiene de repuesto, extendida sobre un matorral, una camisa blanca y limpia. Al salir del baño, se la ponen sobre la ropa mojada, y ésta cae un instante después al suelo. Sobre la camisa se ajustan rápidamente un chamal seco, en que envuelven el pecho, el vientre y las piernas, lo prenden con un alfiler de plata, se cubren las espaldas con un segundo chamal seco, que les sirve como de capa, lo prenden sobre el pecho con otro gran alfiler, recogen la ropa mojada, y siguen su camino, con paso de gimnasta, y tan inmutables e indiferentes como si nadie hubiera pensado en profanar con sus miradas el casto baño de estas Dianas de la Araucanía».


(Tres Razas, página 40).                


Hace muchos siglos que los profanadores de la castidad de las vírgenes araucanas han estado sometidos a la pena de ser lanceados, esto es, juegan con ellos lanzándolos en las puntas de sus lanzas hasta matarlos, tarea encomendada a los ofendidos, así es que la casta de tales ofensores no ha podido prosperar en esa raza.

Hacemos bien en seguir esa costumbre racial. Las familias santiaguinas que empiezan a imitar a los extranjeros de Valparaíso, bañándose en común hombres y mujeres, hacen muy mal. A los ingleses o alemanes o a los hijos de cualquiera otra nación no les hace daño ese baño en común; pero es altamente inmoral para el chileno, porque hiere un sentimiento étnico relacionado con el pudor, que debe ser sagrado, y porque, además, estamos nosotros en la razón en esta materia. He observado y conversado mucho sobre esto con gentes de todas partes. En los países que tienen la costumbre del baño en común, no faltan familias que no la sigan. En Manhattan-beach, baños cercanos a Nueva York, he visto familias cuyas mujeres tomaban sus baños a horas desacostumbradas, con la sola presencia de algún amigo o pariente que en las tribunas esperaba atento para socorrerlas en caso de necesidad.

En el sur de Europa es muy general la costumbre del baño en común; pero en los países del norte se ha introducido sólo desde algunos años, sin hacerse frecuente, y en muchas partes no es aceptada.




4.- Castidad de la mujer araucana.

Ya que he tocado el punto de la honestidad de la mujer araucana, voy a permitirme agregar algunas líneas más sobre lo mismo, en atención a que no es posible dejar que vayan sueltas por el mundo las aseveraciones falsas de los Anales sobre esas mujeres, que son de las más virtuosas, si no las más virtuosas de toda la humanidad. Para los entendidos en psicología étnica, es suficiente saber que el Araucano es netamente patriarcal, para estar seguro de que la castidad de sus mujeres es un hecho lógico y necesario; pero como no todos se aplican a ese estudio, voy a citar un autor que conoció el fondo mismo del alma de esas mujeres, el cual se maravilla en varios pasajes de su obra de la pureza inmaculada del alma de algunas de ellas. Muchos cronistas hablan de esto, pero más de oídas que por conocimiento personal.

Entre las personas que las conocieron bien, ninguno está en mejores condiciones que los misioneros y los confesores de las indias católicas, como lo eran las que acompañaban al conquistador. Las indias que se entregaban al vencedor como esposas o concubinas no podían sentir mortificada su conciencia por ese acto, puesto que esa era la costumbre consagrada de su raza; pero fuera de esas relaciones, para ellas regulares, la virgen indígena presentaba a los piratas de amor una resistencia sólo vencible por la fuerza muscular. El padre Alonso de Ovalle dedica todo el capítulo que principia en la página 263 del segundo tomo de su Histórica Relación, a ensalzar la castidad de la india araucana. Refiere numerosos casos conocidos personalmente por él en las anécdotas de su tiempo y en las rejillas del confesonario, las cuales pone de ejemplo a los españoles con estas palabras:

«Verdaderamente es grande argumento de la fuerza de la divina gracia el ver que esta gente tan nueva en la fe tenga valor para resistir a la ocasión, que le dan tal vez los mesmos que debían enseñarles más con su ejemplo que con sus palabras, y que viendo a los cristianos viejos doblar la rodilla al ídolo de la sensualidad, estos nuevos cristianos lo pisen y huellen con tanta constancia».


Refiere también muchos hechos que constan de las memorias anuales de los misioneros sobre este mismo asunto y dice:

«De otras muchas indias nos cuentan las mesmas anuas grandes ejemplos de la fortaleza conque han resistido a los que pretendieron violar los fueros de su pureza, no pudiéndolas rendir ni con dádivas ni amenazas, antes expuéstose por esto a perder la vida del cuerpo por asegurar la del alma, saliendo tal vez de estos conflictos y batallas malheridas y bañadas en sangre, como se vio pocos años ha».


Luego se recrea el buen padre refiriendo casos de pureza tan acabada que no había de qué absorberlas en el confesonario, de esa castidad no sólo de obras sino también de deseos y de pensamientos, como la exige el confesor católico, una castidad que se ha hecho naturaleza, producto admirable de larguísima selección patriarcal:

«A este modo -dice, página 266- he tenido yo algunas penitentas que se daban tanto a la virtud y penitencia y tenían tan gran cuidado de sus almas, que no daban en sus confesiones materia suficiente para absolución».


Entre los muchos casos que refiere, hay uno que merece algunas líneas especiales; es el siguiente (página 265):

«Otra india procedió con todo ejemplo de virtud, y saliendo un día de nuestra iglesia, un hombre en la calle hizo una acción con ella algo descompuesta, y con no haber sido ella sabidora, ni intervenido mínima insinuación ni consentimiento de su parte, se castigó, apartándose toda una noche a un rincón de casa a llorar y rezar con un rosario, y otra noche puso muchas espinas en la cama con que castigó e hirió toda la noche sus carnes».


Este ejemplo ilumina con gran claridad el fondo del alma de la mujer de las razas patriarcales. Tienen estas mujeres la íntima convicción de que son ellas, sus atractivos femeniles, los responsables de la excitación producida en el hombre y que lo lleva a faltar. Sabe que es ella la que produce la tentación, por eso se cubre, por eso se oculta, por eso se castiga y llega en casos de excesivo y extraviado rigorismo, a destruir lo que puede de sus encantos femeninos. Es el origen del recato voluntario en la mujer.

El padre Ovalle asegura que la india no fue «sabidora», es decir, no previó lo que podía suceder al pasar tranquilamente al lado de un hombre. Ella no se perdonó esa imprevisión; podía haber pasado alejada de él o tomar otra precaución que hubiera evitado a ese hombre el pecado de ser manilargo; esa falta de prudencia, de recato de su parte, fue lo que lloró la pobrecilla y castigó poniendo espinas en su cama. Si al precio de sus lágrimas y sangre que a la humanidad ha costado conseguir sus virtudes, se aquilatara el valor de éstas, después del patriotismo, debería ser el pudor el más preciado tesoro de las razas superiores.

Todos los pueblos patriarcales han tenido la misma idea de que es la mujer la que incita, la que tienta al hombre. La relación bíblica de Adán y Eva es la expresión de esa creencia. A medida que avanza el desarrollo de la castidad en una raza, el sentimiento social exige más y más control al hombre sobre sus pasiones amorosas, disminuyendo a proporción la responsabilidad de la mujer.

Debo agregar que la mujer araucana era cobarde, humilde. Ni una sola heroína araucana aparece en la historia. Janequeo, esposa de Guepotaen, mandó tropas y combatió personalmente en contra del conquistador; pero Janequeo era de Villarrica, y por lo tanto huilliche. Don Alonso de Ercilla no tuvo tiempo sino de conocer las costumbres guerreras de los Araucanos; si hubiera conocido sus hábitos domésticos y sociales, no habría dicho que Lautaro llevaba a su esposa Guacolda en su compañía durante la atrevida campaña de aquel caudillo. Los Araucanos no llevaban mujeres en sus ejércitos; se lo prohibía su religión, de la que eran celosos observantes. Es casi seguro que el insigne poeta compuso en Chile toda la parte de su poema que se refiere a la guerra de Arauco, como afirma Mosquera; pero es también muy probable que lo retocara y añadiera algunas escenas en España, pues es sabido que los quince primeros cantos sólo los dio a la prensa seis años después de haber arribado a ese país, en donde se dio al estudio de los poetas italianos de ese tiempo. Aunque el episodio de Guacolda es sólo un idilio dulcísimo y casto, sin que aparezca en ningún momento la mujer briosa y guerrera, él es sin embargo contrario a las costumbres araucanas, y sólo una fantasía poética de don Alonso. Algunos cronistas han seguido fielmente al poeta en todo lo que relata hasta en lo que a primera vista se comprende que son adornos poéticos del autor. Siento mucho estar en desacuerdo sobre esto con un ilustrado escritor y hombre público chileno, pero mi convencimiento al respecto es completo.

Es asimismo una suposición de algún cronista y adorno literario del autor de la Araucana la escena de Fresia, la esposa del héroe Caupolicán, que insulta en la prisión al caudillo araucano, idolatrado por sus compatriotas. Es tan contrario a la psicología araucana ese pasaje que debe tenerse por seguramente inventado en tiempos en que no se conocían las costumbres domésticas indígenas. Fue sólo a fines del siglo XVI o principios del siguiente cuando, por los misioneros o por los cautivos rescatados como Núñez de Pineda y Bascuñán, se tuvieron noticias más o menos exactas de las costumbres indígenas. Una mujer araucana, que, veía en su esposo poco menos que un dios, al verlo prisionero, cargado de cadenas y condenado a muerte, lo que habría hecho, de seguro, habría sido arrojarse a sus pies anegada en un mar de lágrimas; insultarlo y arrojarle a su hijo no le habría pasado por la mente, tal vez ni aunque hubiera sido mujer huilliche o pehuenche. Esa escena, como las demás en que aparecen mujeres varoniles, fueron sugeridas al poeta por la lectura de los romances italianos, llenos de heminas, y del gusto literario que empezaba a cundir en España, muy adaptado al espíritu íbero.

Es bueno dejar sentado que en cuerpo y en alma la raza araucana es tal vez aquélla en la que la diferenciación sexual ha llegado al mayor desarrollo. Haciendo contraste con el carácter de energía indomable de sus hombres, aparece el genio humilde y rendido de la mujer de esa raza. Mariño de Lovera, el padre Ovalle, Núñez y cuantos conocieron a tales mujeres, hablan de dicho contraste. E. Reuel Smith, en su libro The Araucanians, hace igual observación. Asimismo este autor atribuye a herencia araucana la humildad de la campesina chilena, poniendo como muestra de ese carácter la manera de dar un recado de las sirvientas de Chile:

-¡Muy buenos días, señor!, ¿cómo está su merced? Manda decir mi señorita doña Mariquita que cómo está la salud de su merced, que se alegra mucho que no tenga su merced novedad ninguna, etc.

Comentando ese rasgo dice:

-Viniendo, como viene, de la bondad de corazón e indicando una disposición amistosa, ella atrae nuestra indulgencia, sino nuestra admiración.

Este autor es norteamericano, a quienes agrada un poco de independencia y de energía en la mujer.

Una doncella adulta araucana tiene las proporciones y fisonomía de una niña impúber, siendo unos quince o dieciséis centímetros más baja que el hombre, lo que, dada la escasa talla de la raza, es la desproporción más notable en toda la especie humana. La diferenciación sexual es, como toda diferenciación, uno de los caracteres más constantes y seguros del progreso orgánico. Puede seguirse ese proceso paso a paso desde los seres celulares, que se reproducen dividiéndose en dos o más, sin órganos reproductores, hasta los hermafroditas y los insexuados. En estos últimos es también más notable, dentro de la misma especie, la diferencia entre los individuos de sexo opuesto, concordante con otros signos de perfeccionamiento. En la especie humana, la diferencia corporales y mentales se acrecientan entre los dos sexos a medida que se asciende en la escala étnica y aun en la escala social, según Le Bon, opinión acatada por Darwin.

Me ha movido a escribir lo anterior la edición oficial de la Historia de Chile para la enseñanza primaria que acaba de salir a luz, libro que resume lo que dicen los Anales respecto de los Araucanos, añadiendo que éstos «andaban casi siempre desnudos» y que «cuando estaban en guerra, mataban a sus enemigos y los devoraban», cosas que no se atrevieron a decir los Anales. El gobierno dice en su libro que los indios del Perú enseñaron a los de Chile a vestirse con tejidos de lana de guanaco, quiso decir llama seguramente, y que llegaron en sus conquistas de Chile hasta el Bío-Bío, de donde se retiraron al norte. Garcilaso de la Vega, inca de sangre, es el único testimonio fidedigno de aquellas expediciones peruanas, y este autor dice que sus paisanos sólo llegaron al Maule, y que allí fueron derrotados por los purumaucas después de tres días de pelear. Los purumaucas o promaucaes vivían al sur del Maipo-Rapel, por lo que es posible que sólo a ese límite llegaran las tropas del Inca. Está escrito ese texto de enseñanza con el mismo espíritu de todos los documentos oficiales de apocar, de denigrar a nuestros antepasados araucanos. Pero no era esto lo que deseaba hacer notar, sino que el texto ese encomia el valor guerrero de una mujer que acompaña a los expedicionarios que vinieron con Valdivia, mujer «natural de Plasencia y casada en Málaga» según Mariño: «Se cuenta que ella, -dice ese texto de enseñanza- por su propia mano degolló a uno de los caciques prisioneros». ¡Hermoso ejemplo que imitar para las colegias del país!

Estas cosas tienen demasiada importancia en la dirección del criterio moral de la juventud chilena para que se me disculpe unas cuántas líneas sobre ellas, aunque sea en forma categórica, que no hay espacio para más.

Desde un polo al otro de la Tierra pueden repasarse una a una las distintas razas humanas y comprobar en todas ellas lo que ya he dicho respecto a la diferenciación entre el físico y el carácter de sus hombres y de sus mujeres como signo inequívoco de perfección. A hombres de caracteres varoniles desarrollados corresponden mujeres de feminismo también desarrollado, y al contrario, a mujeres varoniles, hombres que apenas lo son. Las mujeres varoniles inglesas y norteamericanas que tanto alaban los diarios y revistas de Santiago no son tales mujeres varoniles. En esa raza no hay heminas ni guerreras ni cosa que lo valga. Las inglesas y norteamericanas van solas por las calles porque saben que los hombres no las faltarán en lo más mínimo, y si algunas se descomiden con los hombres, como dicen que sucede, es sólo debido a que éstos las tienen demasiado regalonas y hasta consentidas; pero son tan femeninas como la que más. Las conozco personalmente.

Las mujeres de cualidades morales e intelectuales semejantes a las del hombre que suelen aparecer en las razas superiores, tienen también afinidades físicas con el varón: son poco agraciadas de semblante, suelen tener pelos en la cara, los hombros cuadrados, su voz carece de la dulzura que para el hombre tiene el acento femenino, etc., y no es raro que les guste vestirse de hombre; en cambio, esas mujeres de gran talento que han solido rivalizar con el hombre, esos fenómenos, no han tenido descendencia. ¿Qué será? Los médicos saben mucho de eso, pero a veces ni ellos mismos saben a que carta quedarse.

Es muy fácil en Chile refutar esas doctrinas fiscales, porque aquí van contra los sentimientos heredados de la población. Todo chileno de instintos correctos siente desvío por una mujer talentuda y hombruna, en lo que no hace más que seguir las misteriosas, pero infalibles indicaciones de la naturaleza.

En contra del ejemplo fiscal para mis paisanas, yo les aseguraré, sin pruebas por hoy, que hay pocos signos más elocuentes de inferioridad de raza para una mujer que el de poseer carácter varonil, y que la inteligencia femenina no debe pasar de ciertos límites si no quiere despertar sospechas. Esto no es negar que haya mujeres de verdad que son más inteligentes que muchos hombres, es afirmar sólo que el término medio de la inteligencia femenina es inferior a la masculina, y que dicha diferencia se acentúa a medida que se asciende en la escala de las razas, porque así, diferenciando las aptitudes masculinas y femeninas, es precisamente como han llegado a ser superiores las razas que lo son.

La mujer germana tampoco fue guerrera. Si a veces acompañaba a los ejércitos, nunca entró en combate, su papel era el de preparar la comida y cuidar a los heridos. Las mujeres que en Chile han dado alguna muestra de energía varonil y guerrera no ha sido ni araucanas ni godas. Las heminas europeas han sido meridionales. Juana de Arco era íbera del sur de Francia.

Los Anales dicen con acierto que entre los Araucanos había meretrices; pero no aciertan en la dañada intención con que en dicha costumbre se detienen. No es difícil explicarse la existencia de esas mujeres en los pueblos de costumbres domésticas severas, sobre todo en los pueblos polígamos como el araucano, en los cuales han de quedarse muchos hombres sin esposa. El órgano social que representa la institución de las meretrices debe su existencia a una necesidad fisiológica, cuya satisfacción asegura la corrección de las costumbres domésticas en dichas sociedades. Así es que toda medida que tienda a suprimir o perturbar las funciones de dicho órgano, va directamente en contra de las buenas costumbres, de lo que hay ejemplos tan elocuentes como tristes en Europa y América.

¿Qué necesidad habría de tales mujeres en los pueblos en que las costumbres establecidas, generales, fueran disolutas? O en aquellos en que la mujer domina y dispone del hombre? Los antiguos Germanos tenían meretrices, por las cuales sin embargo su sociedad sentía profundo desprecio, como es natural:

«En cuanto a la que prostituye públicamente su honor, no ha esperar perdón: ni belleza, ni edad, ni riquezas le harán encontrar un esposo».


(Tácito)                


El padre Ovalle (obra citada, tomo 2, página 284) refiere que unos indios jóvenes pretendían una vez matar a una de esas mujeres araucanas «porque decían que vivía sueltamente». Eran, pues, en Arauco tan mal miradas como en el norte de Europa.




5.-


a) Rasgo de matriarcado de los godos de España:

La costumbre matriarcal que los Godos de España trajeron a Chile es la de la persistencia del apellido de la mujer después de casada, y como consecuencia, la de que muchos chilenos tengan la costumbre íbera de firmarse con dos apellidos, el del padre y el de la madre.

Todo lo que sabemos de los habitantes de la antigua Iberia nos confirma plenamente que el matriarcado o dominio de la mujer fue perfecto en tiempos pasados. En tiempos de la conquista romana de ese país persistían aún muchas costumbres que lo atestiguaban. Hoy mismo quedan numerosas supervivencias de aquel régimen. Los escritores españoles que se han ocupado de esto traen muchas pruebas. La región del norte de España, especialmente la vecina a los Pirineos, es la que ha guardado más elocuentes signos matriarcales, entre los cuales la cubada es el más decidor. Esta costumbre, como se sabe, consiste en que el esposo se echa a la cama aparentando enfermedad en cuanto la esposa da a luz. En la cama es colmado de atenciones y cuidados, guardando dieta por algunos días, y recibiendo las felicitaciones por el arribo del nuevo vástago. Es el modo de afirmar su paternidad respecto del recién nacido. Hay en la lógica de esa prueba una petición de principios, o prueba de lo mismo con lo mismo, como decimos vulgarmente, modo frecuente de razonar de los pueblos primitivos, pero no por eso es menos tenida como prueba indudable de paternidad. Existía esa costumbre en tiempos de Estrabon, y Sales y Ferré dice que aún subsiste. Ella prueba que en tiempos anteriores la filiación de la familia se hacía sólo por la mujer, que era sólo a su madre a la que conocía con seguridad las personas y que la mujer no era poseída por un solo hombre en sus relaciones maritales. De allí que el apellido o distintivo de la familia o tribu de la mujer fuera el único seguro para los descendientes, y el único que usaban.

La mujer íbera ha sido tan tenaz en transmitir su apellido a sus hijos, que puede seguírsela a través de la historia por ese rasgo de su mente. Sabido es que la raza íbera ocupó en tiempos prehistóricos y aun protohistóricos un área muy extensa del continente europeo. Sus esqueletos se han hallado, además de la Península Ibérica, en todo el sur de Francia, en el suroeste de Inglaterra y en Irlanda. Cuando los Pictos, de origen celta, preparaban en Irlanda su expedición conquistadora sobre Escocia, las mujeres irlandesas se ofrecieron a acompañarlos, con la condición de que sus hijos llevaran el apellido de sus madres. Entre los vascos españoles persistió hasta el siglo XVIII la costumbre, sancionada en la ley, de que el hombre que se casaba con una heredera perdiera el apellido propio y tomara el de su esposa, y por lo tanto los hijos tenían el apellido de sus madres. El capitán don Melchor Jufré, autor del Compendio Historial, no era Jufré sino Aguila; Jufré era el apellido de su madre, el cual puso de don Melchor en primer lugar, porque era frecuente poner el de la madre antes que el del padre. Sin embargo, ese capitán nombra a su primogénito con el apellido real de su padre, Águila, a principios del siglo XVI. Muchos de los emigrantes españoles cambian su apellido paterno por el de sus madres al abandonar su patria. Es la madre española la que insiste tenazmente en conservar su apellido, lo cual es sólo una de las muchas manifestaciones evidentes de la independencia individual que siente dentro del matrimonio.

Sólo en la Península Ibérica y en las partes que fueron o son sus colonias, la esposa conserva su apellido. En Francia e Italia sólo queda el nombre, tomando el apellido de su esposo. En Inglaterra pierde aún el nombre, el cual sólo subsiste en la intimidad del hogar. Así, María Pérez, casada con Juan Díaz, se firma en español María Pérez de D. o María P. de Díaz. Al uso italiano y francés, se firmaría María Díaz, y en Inglaterra, fuera de su casa, nadie la llamaría sino señora Juan Díaz, como ella se firma. Es común encontrar ingleses que no saben el apellido de su madre, cosa inconcebible para una española.

De allí la costumbre de firmar con dos o más apellidos en España, Portugal y demás países que de ellos han recibido esa costumbre. El empleo de más de un apellido trae al fin como resultado, en muchas familias, el que se pierda definitivamente el apellido paterno, quedando sólo el último que se pone. Este fenómeno es debido a la mayor persistencia en la memoria auditiva del último sonido que se percibe.

A Vicuña Mackenna muchos lo conocían sólo por Mackenna; al novelista Pérez Galdós nadie lo reconocería si sólo se le llamara Pérez, pero no habría dudas si se dijera Galdós.




b) Su arraigo en Chile, sus consecuencias:

Hay muchos ejemplos de esa pérdida del primer apellido por dicha causa. Sólo entre los cronistas e historiadores de Chile y otros que he recordado, puede citarse, entre otros, a Mariño de Lovera, cuyo nombre era Pedro Rodríguez; el padre Ovalle, a quien he puesto de testigo tan a menudo, era también Rodríguez por su padre, pues era hijo de don Francisco Rodríguez del Manzano y Ovalle. El nombre de la calle de Santiago que recuerda al primer historiador de Chile, como lo llamó Vicuña Mackenna, es pues el apellido de la abuela paterna de dicho historiador. Al padre Gómez, Molina lo llama Vidaurre y Figueroa era Gutiérrez por su línea paterna. Altamirano era Grez, Rodrigo de Quiroga era Camba, Hurtado de Mendoza era López por su línea paterna, el pintor Velázquez se llamaba Diego de Silva, y el nombre del ínclito conquistador Valdivia era don Pedro Oncas y Gutiérrez, siendo Valdivia apellido de su abuela materna.

Se comprenderá cuán difícil es seguir las genealogías de algunas familias con ese cambio de apellidos, pues debe tenerse presente que dichos cambios han venido sucediéndose desde mucho antes de la época en que los he recordado; así el padre Ovalle no era tampoco Rodríguez, pues figura en su antepasado paterno con el apellido Nieto; como Hurtado de Mendoza tiene un antecesor Íñiguez; Córdoba y Figueroa, antes que Gutiérrez, tiene una serie de abuelos cada uno con un apellido distinto.

En Chile hay muchas familias que llevan apellido materno como algunos Aldunate, que son Martínez; Ballesteros, que son Rodríguez; Valenzuela, que son Pérez; Bascuñán, que son Núñez, etc.

Se ve por esto de que manera tan particular esa insistencia de la mujer íbera en hace que figure su apellido, aunque sea después del esposo, ha traído como consecuencia que sea el suyo el único que persista al fin. Este resultado ha sido imprevisto seguramente por ella, pues es sólo la consecuencia del fenómeno acústico recordado, como puede comprobarse fácilmente. En Inglaterra, especialmente en Irlanda, es y ha sido muy común el apellido O’Neill, por lo que una de las familias de ese apellido agregó, para diferenciarse de las demás, la palabra «rcux», escrita después «roe», que se pronuncian más o menos lo mismo; pues bien, los descendientes actuales de aquella familia O’Neill Roe, miembros de la cual existen hoy en Chile, se firman sólo Roe.

Hay todavía otro hecho curioso sobre esto: cuando una familia desea recuperar el antiguo apellido paterno olvidado, no puede ponerlo en el primer lugar de la firma porque el apellido materno, que ha sido el usado en los últimos tiempos, está ligado a contratos y forma parte del nombre con el que es conocido en la sociedad, por lo que se acostumbra colocarlo después del usado, del materno. Por esa causa se establece una inversión en el orden de los apellidos primitivos, de lo que hay también numerosos ejemplos en España y Portugal, y que no faltan en Chile; así los Irarrázabal y Andía, como he visto nombrar a esa familia, son Andía Irarrázabal, los Cortés Monroy son Monroy Cortés, los Solís de Obando son Obando de Solís, etc.

Ha logrado, pues, la mujer que ha heredado esa costumbre íbera ligar el nombre de su linaje a los hombres que han pasado a la historia por sus hechos, dejando en el olvido el del padre de esos hombres; pero no ha sido sin beneficio de inventario que en algunos casos ha quedado el apellido materno ligado a una fama poco envidiable: el tirano Rosas de la Argentina, por ejemplo, se llamaba Manuel Ortiz.

Esas mutaciones y pérdidas de apellidos en una sociedad, no sólo traen el inconveniente de dificultar las investigaciones genealógicas, sino también el de encubrir las relaciones de sangre que inevitable aunque lentamente se establecen entre todas las capas sociales, pues acontece que son las familias que descuellan en una estirpe las que acostumbran dos apellidos, y por lo mismo las que al fin pierden el verdadero. Además, en nuestro país, como en muchos otros, los hijos naturales toman de ordinario el apellido materno, y cuando toman el del padre, rarísima vez acontece que lo tomen íntegro, cuando este es compuesto; si al fin se pierde el primero de esos apellidos dobles, en algunas familias, quedarán por esa causa como perteneciendo a estirpes distintas dos ramas del mismo tronco. ¿Cuántos Pérez no tendrán el mismo abuelo que algunos Valenzuela? ¿Cuántos plebeyos Núñez no serán del mismo linaje que algunas nobles Bascuñán? Los gañanes Andía, de los que hay muchos, tienen, de seguro, un antepasado común no muy remoto con los marqueses de la Pica, puesto que una sola familia de aquel nobilísimo apellido ha formado parte de nuestra raza. Hoy más que nunca es necesario recordar estas cosas entre nosotros, hoy que un alejamiento insensato de las clases gobernantes respecto del pueblo amenaza destruir nuestra sociabilidad.

En nuestra corta historia, puede verse cómo se han sucedido en el escenario social unas a otras distintas familias. Eso es lo natural, lo lógico en toda sociedad correctamente organizada, porque es sabido que la facultad de producir hombres superiores se agota, tarde o temprano, en toda estirpe, por varias causas. Esta rotación de las familias en nuestra sociedad está hoy dificultada hasta la obstrucción por causas morales más que mentales, causas que estudiaremos más adelante.




c) Algunos apellidos de conquistadores:

Aquí, ya que se trata de apellidos chilenos, voy a recordar, algunos de los más frecuentes en el pueblo y que son asimismo de los más nobles, no en pergaminos, sino en sangre, en naturaleza, los cuales hoy no figuran o figuran poco en la dirección del país, pero que podrán hacerlo mañana.

Estos 124 apellidos fueron traídos a Chile por aquellos guerreros godos que Valdivia calificaba de «más que hombres» y por los que los siguieron poco después, acendrados en la criba de apretadas mallas que hemos visto. Sólo pongo un máximo de seis en cada letra, para no ocupar muchas líneas:

Aguayo, Alfaro, Agurto o Aburto, Alegría, Atenas, Ayala, Barrera, Barrial, Balboa, Basualto, Bobadilla, Burgos; Camino, Canales, Castañeda, Cabello, Cereceda, Collasos; Delgadillo, Delgado, Devia, Dinamarca, Donaire, Durán; Elgueta, Erízar, Escalante, Escalona, Escobedo, Estay, Gálvez, Galán, Gamboa, Ganga, Garay o Garey, Góngora; Hermosilla, Hernández, Herrero, Hidalgo, Hinojosa, Honorato; Ibacache, Ibarra, Illanes, Inóstroza, Iriarte, Iturra; Jaña, Jarpa, Jerez, Jeria, Jirón, Jorquera, Lagos, Lara, Lepe, Linares, Lorca, Loyola; Machuca, Maldonado, Mejía, Meléndez, Mella, Montecinos; Navia, Navarro, Neira, Nieto, Niño, Núñez; Olano, Olea, Olmos, Ordenes, Ortíz, Osorio; Pacheco, Pantoja, Pedrero, Peña, Peñalosa, Pulgar, Quevedo, Quezada, Quijada, Quintanilla, Quintero, Quiroga, Retamal, Reinoso, Robles, Roco, Rocha, Rojo; Sagredo, Sanabria, Sande, Segovia, Sierpe, Soto; Tapia, Téllez, Tejeda, Toledo, Torrejón, Trujillo; Ubilla, Ulloa, Urra; Valiente, Valladar, Vallejo, Veas, Vives, Vizcarra; Zárate, Zepeda, Zorrilla, Zuluaga, Zúñiga.

Muchos de esos nombres tienen la honra altísima de que hayan sido cantados por la epopeya nacional.

Esas estirpes, como tantas otras, han permanecido en Chile perfectamente libres de mezcla con sangre extraña a nuestra raza por el espacio de dos y medio a tres siglos o más. Las ramas que de dichas familias quedaron en Europa, o se han extinguido o se han mezclado allí con sangre íbera. Hay aquí algunas estirpes góticas muy numerosas, como los Valenzuela, por ejemplo, extendidas en todo el país y en todas las capas sociales, que son casi exclusivamente chilenas. De una manera general puede decirse que los apellidos chilenos antiguos no se conocen en España, y sea que, por haber pertenecido a hijosdalgo, adoptaron éstos la costumbre, nacida en la Península en los siglos XV y XVI, de agregar el apellido materno, y de allí que se perdiera el del padre; o por que se hayan agotado esas familias en Europa. Fuera de los patronímicos como Pérez, González, etc., los demás apellidos de los españoles actuales son extraños a los nuestros. La sangre más genuinamente chilena está por tanto en los campos, aldeas y pequeñas ciudades de las provincias agrícolas, puntos adonde no ha llegado en ningún tiempo en cantidad apreciable sangre meridional europea ni africana.






6.-


a) Plebe europea y plebe chilena:

Uno de los más graves males causados por la cultura latina introducida en Santiago en los últimos años es, sin duda, la de pervertir el criterio con que ha de ser juzgado el pueblo de Chile.

La literatura de molde meridional europeo, profusamente circulada por los diarios políticos y por el número creciente de revistas literarias llenas de recortes de autores latinos y de imitaciones de esos autores, está afirmando en el juicio público una idea completamente falsa respecto de las cualidades de la inteligencia y del carácter de nuestra base étnica. Las representaciones teatrales, poniendo a la vista las costumbres de aquellos pueblos, distintas sustancialmente de las nuestras, tienen el mismo efecto perturbador.

Están los santiaguinos llegando a creer que el pueblo debe ser compuesto de toreros, de majos, de chulos y de manolas. El descoco natural de la plebe meridional europea, exagerado por los cómicos al uso, hace un contraste completo con el roto callado y tranquilo, y con la mujer del pueblo, modesta que se desliza atemorizada por las calles de la capital. Para un habitué a tandas, esto es, para la gran mayoría de los literatos, periodistas y gente de posibles santiaguinos, la plebe chilena aparece demasiado pobremente vestida, opaca, desgarbada, insustancial, tonta, despreciable.

La pintura que de los hábitos y pasiones del bajo pueblo de Francia, Italia, España hacen los novelistas de esos países, creen los santiaguinos que corresponde a los del pueblo chileno. El respeto del roto por su superior lo tienen por poquedad de ánimo, y alaban el desplante con que el peón europeo llega dándonos la mano y hasta palmeándonos el hombro a poco que uno se descuide. Hay en ese juicio tanto desconocimiento de nuestro modo de ser como de lo que significan el comedimiento del roto y el desparpajo del peón europeo, y del valor que una y otra modalidad mental tienen en la organización de la sociedad. Hombres respetuosos no los hay en las bajas capas sociales sino en los países del norte de Europa. Hombres humildes los hay en el sur, pero no en el norte de ese continente.

En las naciones latinas el concepto moral en general es mucho más elevado en las clases superiores de la sociedad; igualmente el concepto político, religioso, etc.; las clases dirigentes están en una etapa más adelantada de su evolución psíquica que las clases dirigidas, inferiores, lo que es natural. Las costumbres morales no siempre guardan relación directa con el concepto, pues ésa es cuestión diversa.

Así, refiriéndome sólo al sentimiento de la honestidad, en Italia y España es bastante desenvuelto en la clase superior, pero rudimentario en la plebe. El año antepasado se mandó construir una fuente monumental en la plaza del Terme en Roma, y cuando estuvo concluida los ediles la visitaron para contemplarla y acordar la fecha de su inauguración. El arquitecto se había tomado la libertad de agregar como adorno algunas mujeres desnudas en actitudes que se consideraron indecorosas por algunos ediles, por lo que la fecha para descubrir el monumento no pudo acordarse. El pueblo, sin autorización de nadie, la descubrió un buen día y la encontró de su gusto, y allí quedó luciendo esa muestra del sentimiento atávico de aquel pueblo. En Chile, una comprensión errada de la belleza, contraria al sentimiento nacional de la honestidad, está poniendo de moda en Santiago el desnudo en la escultura, lo que produce el escándalo del pueblo, el cual no ha torcido sus instintos con discursos matriarcales sobre la belleza. Son los diarios obreros del país los que más enérgicamente protestan de los bailes de máscaras, de los carnavales y demás espectáculos en que la nota indecorosa lleva el sostenido de la fiesta. Los operarios de Tarapacá han protestado en repetidas ocasiones del lenguaje indecoroso que los pulperos de las oficinas salitreras emplean con las mujeres de aquéllos cuando van a hacer sus compras. Nadie ha atendido esas quejas, tal vez por creerlas sin importancia para el roto, cuyos sentimientos al respecto juzgan por los de la plebe de las tandas, paisanos de esos pulperos, y por la que aparece en las novelas de las naciones latinas.

Las novelas de Zola, fotografías artísticas de las costumbres del pueblo francés, son para cualquier observador y conocedor de nuestras costumbres, una prueba palmaria de la completa diferencia entre la plebe francesa y la chilena. Nada es en ellas aplicable a nuestro pueblo, ni menos sus costumbres domésticas. Zola tocó muy hondo en ocasiones el corazón humano, alcanzando entonces a todas las razas con su talento; pero fuera de allí, en lo demás, es completamente francés, o cuando más, meridional. Ni siquiera los crímenes que describe se conocen entre nosotros; aquel matrimonio de dos viejos que se envenenan lentamente uno a otro poniendo arsénico en el salero de su cónyuge, que pinta en La Bestia Humana, es absolutamente incomprensible a un chileno del pueblo. La bestia ésa no es humana, en el sentido general que le dio su autor, porque a nosotros no nos toca. El área geográfica de esa bestia es más restringida de lo que creyó Zola.

El lenguaje mismo que empleó el autor es completamente inaceptable para el pueblo de Chile. A esas novelas, como a las demás que describen costumbres bajas, en lenguaje indecoroso, tipo latino de literatura, no sería suficiente entre nosotros ponerles en las tapas «sólo para hombres» sino «sólo para ciertos hombres de la clase acomodada», porque el pueblo en Chile conserva intacto sus instintos hereditarios en esto como en lo demás. La perversión moral que con tan justa razón alarma a los chilenos patriotas y que a la fecha está introduciéndose en nuestro país con el disfraz de cultura, está muy lejos del roto.

En uno de los diarios santiaguinos encargados de denigrarnos, y que me trajo el último vapor, leo: «La corrupción del bajo pueblo», refiriéndose al chileno y a propósito de un desorden de borrachos. Ése es el modo corriente de expresarse del pueblo en los diarios y libros del sur de Europa, y allí podrá ser natural esa corrupción del bajo pueblo; pero en Chile, sépalo ese diarista, el roto no conoce ni de nombre los cien vicios que corroen el alma y los huesos de algunos de sus compatriotas de las ciudades. Cuando el peón de los campos, aldeas o villas del país llega a la capital, oye allí, por primera vez en su vida, ciertas palabras que sobresaltan su alma de niño, y aunque viviera cien años en esa ciudad, siempre quedaría ignorando muchas de esas cosas, porque no caben en su espíritu.




b) Sancho y el roto:

«Pensando hacer un libro de circunstancias, su genio colosal creó un libro para todos los tiempos y para todos los hombres», dice don Diego Barros respecto de Cervantes y su obra maestra. Seguramente que este autor no se propuso escribir sobre psicología étnica diferencial de las dos razas que en su tiempo habitaban la Península, pero su maravilloso poder de observación, al pintar el contraste entre los sentimientos elevados, caballerescos del hidalgo don Quijote, y los instintos groseros, materiales, egoístas, del rústico Sancho, hizo el retrato, aunque exagerado, del pensamiento de aquellas dos razas.

Cervantes tomó un tipo del caballero de la raza hidalga, que él sabía muy bien que era gótica de origen, como lo dice expresamente. Entre las composiciones poéticas que agregó Cervantes al principio de su libro, hay un soneto titulado «El Caballero del Febo a Don Quijote de la Mancha», cuyos dos tercetos dicen:


«Amela por milagro único y raro.
Y ausente en su desgracia, el propio infierno
Temió mi brazo, que domó su rabia.
Mas voz, godo Quijote, ilustre y claro.
Por Dulcinea sois al mundo entero.
Y ella por vos famosa, honesta y sabia».


Los labradores y campesinos pertenecen en todos los países a la raza autóctona.

El tipo físico de los dos principales personajes de esa creación genial, es muy digno de llamar la atención. Don Quijote es «un hombre alto de cuerpo, seco de rostro, estirado y avellanado de miembros, entrecano, la nariz aguileña y algo corva, de bigotes grandes, negros y caídos». La nariz, y sobre todo el color de los bigotes hacen de don Quijote un tipo mestizo. Cervantes no podía ignorar que los hidalgos de su tiempo eran rubios, como nos lo muestras los centenares de retratos que de ellos nos quedan, como era rubio él mismo, hidalgo de linaje. La nariz de don Quijote me hace desechar la idea de que perteneciera a los escasos nobles de origen ostrogodo-tártaro, sin embargo, que la dirección de los pelos de los mostachos, de alto abajo o caídos, parece mongólica o tártara. Es, pues, la figura de don Quijote la de un mestizo íbero-gótico. ¿Por qué escogió Cervantes un mestizo en vez de un Godo de estirpe pura? Hidalgo de estirpe, y rubio y alto eran ideas asociadas en ese tiempo en España. Creo que es en el Louvre en donde existe un antiguo cuadro representando a don Quijote y a su escudero, y en el cual la figura del hidalgo es rubia y de ojos azules. El pintor creyó corregir la plana en esto a Cervantes, pero estoy seguro de que se equivocó. Cervantes hizo el retrato físico y moral de un mestizo, de un desequilibrado de cuerpo y alma, tipo moral que su genio de observador le hizo preferir como más apropiado a su héroe. Es muy digno de notarse que los dos locos que de mano maestra, como pudiera hacerlo un profesor de enfermedades mentales, nos pinta Cervantes en su obra, tuvieran las patillas negras. Aquel loco de amor que encontró don Quijote en Sierra Morena, «el Roto de la Mala Figura», como lo llama Cervantes, era asimismo de barbas negras, según el autor, y su calidad de hidalgo la declara el mismo loco:

«Mi nombre es Cardenio, mi patria una ciudad de las mejores de esta Andalucía, mi linaje noble, mis padres ricos, mi desventura tanta, que la deben de haber llorado mis padres y sentido mi linaje».


Estoy convencido de que Cervantes, en esta obra que aparece tanto más admirable cuanto con mayores conocimientos se la estudia, eligió deliberadamente a un mestizo moral, en el cual los ideales nobilísimos que lo impulsan tocan el extremo de la fantasía insana del desequilibrado, y prestó a su personaje la envoltura corporal que su experiencia le sugirió como más apropiada.

El retrato de Sancho Panza es el perfecto, física y moralmente, del tipo equilibrado del rústico íbero. Cervantes hubo de escogerlo, sin embargo, tan simple como era necesario para que no estuviera seguro de la locura de su amo, y pudiera creer en sus promesas y acompañarlo en sus andanzas.

Unánimes están los críticos españoles en considerar a Sancho como el tipo del hombre del pueblo, algo más simple que la generalidad, pero con su grosería, su gula, su egoísmo, su pereza, su pusilanimidad características. Representa la prosa de la vida, lo positivo, lo que se pega al riñón, lo sensato, en oposición al caballero, que encarna la pura poesía, lo ideal, lo que alimenta, pero no engorda, lo fantástico, lo insensato.

Sancho, en compensación de su simpleza, es hablador sempiterno, a veces elocuente y hasta espiritual. Lleno de refranes que ya vienen al pelo o ya se van por los cerros de Úbeda, como le decía don Quijote, pero siempre graciosos. La malicia, la socarronería, las jugadas que le hacía a su señor, las mentirillas del buen escudero, propias del rústico de aquel país, hacen de Sanchico un personaje gracioso, simpático, para los lectores hispanos. Ven en él, retratada por la mano genial de Cervantes, a la plebe de la Península. Están en lo cierto, pero yerran de medio a medio cuando afirman que Cervantes pintó en Sancho a la plebe de todos los países, que es el retrato del hombre vulgar de todas las razas.

Pocos caracteres hay más absolutamente opuestos que el de Sancho y el del roto, y es admirable cómo algunos escritores nacionales, copiando a los españoles, hallan que Sancho puede representar el tipo inferior de toda sociedad. Es más que probable que la estampa moral de aquel escudero, tan conocida por los intelectuales chilenos, haya contribuido en gran manera a formar el juicio falsísimo que tienen del roto. En mis mocedades, herido de esa desemejanza, glosé algunas escenas del Quijote poniendo de escudero del ilustre manchego a un roto chileno. Hube de cambiar por completo el desarrollo de la aventura y su conclusión. Haga esa prueba, aunque sea mentalmente, cualquiera que conozca algo el carácter de nuestro pueblo y verá que le sucede lo que a mí. Tómese a un roto tan simple como sea necesario para tener por cuerdo a don Quijote, y désele a éste por su escudero, ya solo o bien acompañado con Sancho, como he hecho, y se palpará la antítesis moral existente entre esas dos plebes.

Para refrescar la memoria, voy a copiar del Quijote algunas líneas que pintan a Sancho y que no hay roto alguno al que le vengan:

«-Señor, yo soy hombre pacífico, manso, sosegado, y sé disimular cualquiera injuria, porque tengo mujer y hijos que sustentar y criar. Así que séale a vuestra merced también aviso, pues no puede ser mandato, que en ninguna manera pondré mano a la espada ni contra villano ni contra caballero, y que desde aquí para delante de Dios perdono cuantos agravios me han hecho y han de hacer, ora me los haya hecho haga o haya de hacer persona alta o baja, rico o pobre, hidalgo o pechero, sin ecetar estado ni condición alguna.

Lo cual oído por su amo le respondió:

-Quisiera tener aliento para poder hablar un poco descansado, y que el dolor que tengo en esta costilla se aplacara tanto cuanto para darte a entender, Panza, en el error en que estás. Ven acá, pecador, etc.».


En la aventura de los batanes, después de hacer notar a Sancho los ruidos espantables, la obscuridad de la noche y demás circunstancias temerosas que los acompañaban, don Quijote empieza así esta plática:

«-Pues todo eso que yo te pinto son incentivos y despertadores de mi ánimo, que ya hace que el corazón me reviente en el pecho con el deseo que tiene de acometer esta aventura por más dificultosa que se muestre: Así que aprieta un poco las cinchas a Rocinante, y quédate a Dios, y espérame aquí hasta tres días no más, en los cuales si no volviere puedes tú volverte a nuestra aldea, y desde allí por hacerme merced y buena obra irás al Toboso, donde dirás a la incomparable señora mía Dulcinea, que su cautivo caballero murió por acometer cosas que le hiciesen digno de poder llamarse suyo.

Cuando Sancho oyó las palabras de su amo comenzó a llorar con la mayor ternura del mundo y a decirle:

-Señor, yo no sé por qué quiere vuestra merced acometer esta tan temerosa aventura: ahora es de noche, aquí no nos ve nadie, bien podemos torcer el camino y desviarnos del peligro, aunque no bebemos en tres días; y pues no hay quien nos vea, menos habrá quien nos note de cobardes: cuanto más que yo he oído muchas veces predicar al cura de nuestro hogar, que vuestra merced muy bien conoce, que quien busca el peligro perece en él: así que no es bien tentar a Dios acometiendo tan desaforado hecho, donde no se puede escapar sino por milagro; y hasta los que ha hecho el cielo con vuestra merced en librarle de ser manteado como yo lo fue, y en sacarle vencedor, libre y salvo de entre tantos enemigos como acompañaban al difunto; y cuando todo esto no mueva ni ablande ese duro corazón, muévale el pensar y creer que apenas se habrá vuestra merced apartado de aquí, cuando yo de miedo dé mi ánima a quien quiera llevarla».


Más adelante, en una de las aventuras de Sierra Morena, don Quijote dice a Sancho que busque por un lado mientras él va por otro, a lo que arguye el gracioso Sancho:

«-No podré hacer eso porque en apartándome de vuestra merced luego es conmigo el miedo, que me asalta con mil géneros de sobresaltos y visiones, y sírvale esto que digo de aviso para que de aquí adelante no me aparte un dedo de su presencia».


Si el roto no aparece ni por asomos en esos pasajes, menos se divisa en aquella falta tan particular de respeto de Sancho por su señor: tercia en cuanta conversación éste entabla con otra persona, lo contradice, lo aconseja y hasta lo amenaza. Habla tanto que su amo le suplica que calle, le cita ejemplos de escuderos mudos, y por fin llega a prohibirle que hable, de lo que Sancho no hace caso. Y por fin el Sanchico, en un altercado con su natural señor, se le fue a las manos «y arremetiendo a su amo se abrazó con él a brazo partido, y echándole un zancadilla dio con él en el suelo boca arriba; púsole la rodilla derecha sobre el pecho, y con las manos le tenía las manos de modo que no le dejaba rodear ni alentar. Don Quijote le decía:

«-¿Cómo, traidor, contra tu amo y señor natural te desmandas?, ¿con quién te da su pan te atreves?

-Ni quito rey ni pongo rey -respondió Sancho- sino ayúdome a mí, que soy mi señor».


Es verdad que don Quijote quería dar a su escudero algunos azotes a cuenta de la partida que, según receta de Merlín, debía propinarse el escudero para que se desencantara la dama del caballero; pero así y todo esa escena de lucha, esa zancadilla, y el ponerle la rodilla al pecho a su amo, después de lo cual Sancho sigue tan campante ensartando refranes y acompañando a don Quijote, es tan absurda para un chileno como no puede ser más. Un roto que por un motivo cualquiera, el más justificado posible, hubiera faltado de esa suerte a su patrón, habría huido de su lado para siempre. De la misma manera, un roto cobarde siente tanta vergüenza de su cobardía que ni por la expectativa de todas las ínsulas del mundo habría esta exhibiendo a cada paso su ruindad de ánimo ante su patrón, ni ante nadie. La actitud del roto ante un patrón que lo trata bien, que le prueba de mil modos que lo aprecia, es la del protector, la del defensor de su patrón en todas las ocasiones. Él será siempre el primero que arrostre el peligro que lo amenace, el que marchará adelante en los pasos desconocidos y en que se presuman peligros, esto es, adoptará más bien la actitud de don Quijote que la de Sancho. Este desgraciado escudero, cobarde, hablador, mentiroso y falto de respeto en absoluto con su superior, sería un monstruo incomprensible para un roto chileno. Ésa es la verdad. Será Sancho muy gracioso y donairoso, y confirmado por discreto para los literatos españoles hispanoamericanos, pero para el roto queda siendo un fenómeno moral extraordinariamente raro y en demasía vergonzoso. Ni la aventura de los molinos de viento, ni la de los leones, ni ninguna otra habría sido para un roto signo más claro de la locura del pobre caballero que la de hacerse acompañar en sus expediciones belicosas con un hombre tan inútil como Sancho.

Si los alemanes y Sismondi han encontrado que el Quijote es el libro más triste que se haya escrito jamás, por cuanto en él las intenciones más generosas sólo reciben palos y burlas, para los ingleses dicho libro es el más inmoral de cuantos se han publicado. Ese libro, dicen, cuya lectura es obligada en las escuelas y colegios de España, y que es el tema constante de estudio y meditación de sus hombres ilustrados, ha llegado a destruir en los españoles sus antiguos ideales alzados y caballerescos por temor de incurrir en la tacha de quijotes, y el significado de quijotería ha ido extendiéndose poco a poco hasta aplicarse a la fecha a acciones simplemente generosas, mientras que del buen Sancho, del gracioso Sancho, del práctico Sancho, del hombre de yantar sólido y dormir largo, parece que quisiera hacerse un ejemplo digno de ser imitado por los hombres de seso, de meollo sano, que no desean caer en las quijoterías de aquel manchego a quien «se le secó el cerebro» pensando en establecer el reinado de la justicia, en deshacer entuertos, socorrer oprimidos, amparar doncellas y viudas, ayudar a los menesterosos y otras locuras declaradas. En justificación de Cervantes es bueno recordar que jamás censura a don Quijote por sus locuras generosas, como en ninguna parte aplaude la ruindad de Sancho. Cide Hamete se concreta a referir.

El roto no es, pues, la plebe latina, el roto es una raza particular en cuerpo y alma. Los males de imitar servilmente las instituciones de los pueblos latinos, sus ideales sociales y estéticos, sus costumbres morales pueden ser de tal modo funestos a un pueblo de psicología patriarcal tan determinada como el chileno, que no sólo perturben su desarrollo orgánico sino que lo detengan, anulen y destruyan.

Lo dicho de la plebe de Francia y de España es aplicable a la de Italia. El que desee conocer las costumbres del bajo pueblo de esta nación, puede leer el hermoso libro de H. Taine Un Viaje en Italia, o las obras de los mismos escritores italianos como Sergi, Ferri, Garófalo, etc. Ni los vicios ni las virtudes de aquel pueblo son los nuestros: tienen otra alma. Artistas por naturaleza, sus ideales estéticos les son privativos. Es error muy común en los críticos meridionales europeos el de creer que lo que es bello para una raza debe serlo para todas. Ni aun la belleza simplemente plástica, material, despierta los mismos sentimientos, mueve las mismas pasiones en pueblos desemejantes, cuanto más las obras de artes especialmente destinadas a conmover los sentimientos fundamentales de la moral o los sociales. La obra maestra de la literatura italiana, La Divina Comedia, está muy lejos de ser considerada como una obra verdaderamente poética por los críticos de otros países. Para Mommsen la obra del Dante es sólo una obra de retórico, acabada, de hermosas cinceladuras, de descripciones maravillosas, de pinturas vivísimas, pero sin la inspiración elevada y profunda del verdadero poeta:

«Las más elevadas y felices producciones de su genio, las divinas efusiones de la Comedia del Dante, las obras maestras del Salustio y de Maquiavelo, de Tácito y de Colletta, son obras de retóricos más bien que de pasión».


(Historia de Roma, tomo I, página 322, edición Góngora)                


El fondo social y moral de la Divina Comedia hiere los ideales de otros pueblos. La venganza privada, que se mueve en el fondo de toda esa obra, es considerada como profundamente disociadora en el estado actual de la civilización. Ya Ascham en Inglaterra se quejaba de la funesta influencia que su lectura producía en las costumbres inglesas. A Taine la moral de la Divina Comedia le merece expresiones durísimas, como puede verse en su obra Literatura Inglesa, «Los Orígenes», página 222, «España Moderna».

Los críticos santiaguinos que han aprendido la costumbre de tener por universales sus observaciones, por limitadas que sean, deben recordar que esa facilidad de generalizar no significa, en la inmensa mayoría de los casos, sino una falta de espíritu analítico, un limitado poder de observación: lo que creen universal sólo lo es en su mente, que no ha sido impresionada por las diferencias reales de las cosas. No pueden juzgar del roto chileno sus hermanos que huyen su trato, y el creerlo igual a la plebe europea meridional, que es la que conocen de cerca, es caer en un craso error. El mirarlo como inferior porque no le alcanza su jornal para vestirse de casimir y ponerse sombrero de paño, indica desconocimiento de la responsabilidad que afecta a los que dirigen sus destinos. Confundir la palabrería fácil con la inteligencia, y la petulancia con la aptitud, es sólo propio de la miopía mental.

Si en la obra de Cervantes hay alguien que pueda compararse al roto, ese es más bien el loco manchego que el «sensato» escudero. Aparte de las exageraciones insanas de aquel desequilibrado mestizo de godo y de íbero, el alma de don Quijote es para el roto el alma natural del hombre de bien. Ya veremos más adelante algunos chilenos quijotescos. Algunos santiaguinos suelen burlarse de sus compatriotas de Talca diciendo de ellos que se jactan de poseer en la Catedral una canilla auténtica del hidalgo manchego. ¡Que Dios se la conserve!




c) La estrella y los colores nacionales:

Mientras los hombres prácticos de Santiago están atareados «radicando» a los Araucanos, esto es, quitándoles las escasas tierras que les hemos dejado para regalárselas, no al chileno, su vencedor, sino a razas inferiores traídas con nuestro dinero desde lejanos países, con el pretexto de poblar una región que está repleta de pobladores, como veremos más adelante, y con el fin práctico de dividirse esas tierras entre los forasteros y ellos, voy a terminar esta parte recordando que los colores de nuestra bandera patria y su simbólica y adorada estrella las debemos a esa majestuosa raza, como la llamó Isidoro Errázuriz.

Los Araucanos llevaban a la cabeza de sus escuadrones un pequeño pabellón rojo con una estrella blanca de cinco picos. Esa estrella es la de nuestra bandera y la de nuestro escudo. Los jefes y oficiales que mandaban las tropas indígenas usaban como distintivo una faja tricolor terciada al pecho, como la que sirve de insignia a nuestros presidentes, y de los mismos colores, faja que en ocasiones llevaban también los soldados cuando se trataba de tropa escogida.

El decreto supremo de 1832 que fijó definitivamente la forma y valores de nuestro escudo decía a este respecto:

«En él observará el Congreso un campo de dos esmaltes cuyos bien conocidos atributos cuadran perfectamente con la naturaleza del país y el carácter de sus habitantes. La estrella de plata es el blasón que nuestros aborígenes ostentaron siempre en sus pendones y el mismo que representa ese caro pabellón a cuya sombra se ha ceñido la patria de tantos y tan gloriosos laureles».


Respecto de los colores nacionales tenemos el testimonio de un testigo presencial:


«Pasó tras este luego Talcahuano,
Que ciñe el mar su tierra y la rodea,
Un mástil grueso en la derecha mano,
Que como un tiempo junco le blandea,
Cubierto de altas plumas muy lozano,
Siguiéndole su gente de pelea,
Por lo pechos al sesgo atravesadas,
Bandas azules, blancas y encarnadas».


(Estrofa 40, canto XX de La Araucana, edición Köing)                









ArribaAbajoCapítulo IX

Criminalidad. Moralidad. Estadística criminal


1.- Falta de estudios serios sobre criminalidad en Chile. 2.- Base de toda estadística criminal. 3.- Criminalidad de las colonias extranjeras en Chile y comparación con la nacional. 4.- Influencia de la embriaguez en la delincuencia de las distintas colonias. 5.- Causas de la excesiva criminalidad de las colonias extranjeras. 6.- Criminalidad de la mujer. 7.- Datos falsos oficiales sobre la criminalidad chilena y su rectificación. 8.- Comentarios y cálculos oficiales sobre criminalidad nacional. Reparos necesarios. 9.- «Igualdad ante la ley». Crímenes civiles y crímenes barbáricos. Significado de estos últimos. 10.- Famosos criminales chilenos que no son de raza chilena. Influencia del despertar político del pueblo chileno sobre su conducta.


1.- Falta de estudios serios sobre criminalidad en Chile.

Señor: Sobre la criminalidad en Chile han escrito los jóvenes cronistas de casi todos los diarios del país, pero ningún estudio serio sobre tan importante materia ha llegado a mis manos.

Las continuas declamaciones de la prensa sobre la criminalidad han establecido en la conciencia pública y aun en la extranjera la certidumbre dolorosa y desconsoladora de que nuestra raza es compuesta de criminales natos, de presidiarios, una parte de los cuales aloja en sus celdas respectivas y la otra permanece en libertad provisoria, y de que Chile es una nueva Calabria.

Es cierto, desgraciadamente, que en nuestro país son muy frecuentes los atentados contra las personas, los delitos de sangre; pero ¿lo son en tanto número que justifiquen las alarmas de la prensa? No, señor; esas alarmas son completamente injustificadas, ellas son solamente una de las manifestaciones de esa campaña de desprestigio de nosotros mismos en que desde pocos años a esta fecha está empeñada una parte de la prensa de Santiago y Valparaíso, apoyada en los documentos oficiales falseados que les proporciona nuestro gobierno. Triste es decirlo, pero es así, y los tiempos urgen el esclarecimiento de estos hechos.

Son tantas las faltas en que he visto incurrir a los que nos juzgan, que siempre me alisto a comprobar las aseveraciones de los documentos oficiales y de los escritores que han emprendido la tarea de desprestigiar a nuestro país, desprestigiando a su base étnica, al roto chileno, declinando en él la responsabilidad de todos los males que hoy afligen a Chile.

Hace muchos años que he perdido la fe en los discursos, y hasta me he convencido de que son un signo de inferioridad racial, por lo que en esta materia de nuestra criminalidad no me he dejado llevar por lo que dicen los diarios ni las memorias oficiales, sino que, teniendo presente que «los números vencen en elocuencia a Demóstenes», he ido a consultar las estadísticas sobre la materia, en donde he hallado lo que usted verá.




2.- Base de toda estadística criminal.

Para computar la frecuencia relativa de los actos de las personas, se precisa establecer previamente el número de éstas con la mayor exactitud posible.

El último censo de la República fue el de 1895, el cual dio como población empadronada el número de 2.712.145 individuos, de los cuales 72.812 extranjeros y 2.639.333 chilenos.

El jefe de aquella operación dice, en la página IX de su «Noticia preliminar» del Censo General, que en vista de las razones que aduce, debe agregarse a ese número total el diez por ciento para obtener lo más aproximadamente posible la verdadera población de Chile, pues en esa cantidad estima la porción de habitantes que quedó sin ser empadronada en los distritos rurales de la República. Así da, página x, como cifra muy cercana de la verdadera, la de 2.983.359 como población total.

Como los extranjeros viven en las ciudades o pueblos de alguna importancia, la cifra dada para ellos se considera exacta, de modo que ese diez por ciento del total empadronado debe agregarse a la cifra correspondiente a los chilenos, lo que da como población chilena en noviembre de 1895 el número de 2.910.547.

Desgraciadamente no hay datos respecto a la criminalidad por colonias en ese año, por lo que hay que recurrir al siguiente, en el cual se encuentran los números requeridos.

En 1896 llegaron a Chile 1.114 inmigrantes contratados y unos 400 por su cuenta, lo que da un total de 1.514, que sumados a los que había en el país, hace 74.326 extranjeros. Es sabido que de los inmigrantes contratados quedaron muy pocos en Chile, pero como no hay datos exactos, los consideramos como existentes.

La «Sinopsis Estadística» de 1896 da como población de Chile 3.008.569, al que quitando la población extranjera en ese año, da como correspondiente a los chilenos la cifra de 2.934.243.

En los cómputos siguientes me refiero sólo a los hombres, nacionales y extranjeros, que han delinquido porque el número de mujeres de algunas colonias es relativamente menor que el de mujeres chilenas comparado con la población también chilena. Además, la mujer de nuestro país ha de llenar aquí el triste rol social que más a menudo la pone en relaciones con la justicia.




3.- Criminalidad de las colonias extranjeras en Chile y comparación con la nacional

En 1896 hubo en Chile un total de 29.345 reos, de los cuales 27.229 fueron nacionales y 2.114 extranjeros.

Dividiendo el número de habitantes chilenos por el de reos también chilenos, encontramos el cociente de 107 y fracción, lo que indica que por cada 107 chilenos uno pasó por lo menos una noche en la policía o lo evitó por medio de fianza.

Efectuando la misma operación con el número de habitantes extranjeros y de reos extranjeros, hallamos que entre ellos ha delinquido uno por cada 35 personas.

Hay, por lo tanto, entre los extranjeros, proporcionalmente, más de tres veces mayor número de delincuentes que entre nosotros.

(«Sinopsis Estadísticas de 1901», página 292, para la población y criminalidad general, y «Sinopsis de 1897», página 133, para los reos por nacionalidades durante el año 1896).

En 1895 había en Chile:

8.296 españoles.
7.809 franceses.
7.587 italianos.
7.049 alemanes.
6.241 ingleses.

Para calcular el número de personas de cada colonia de las anteriores en el año 1896, he agregado a cada una 250, número excesivo, seguramente, dado el total de extranjeros llegados ese año, pero que añado para no quedarme corto en ningún caso respecto a las cinco colonias más importantes del país.

Ahora bien, en ese año hubo 187 reos españoles, número que sirviendo de divisor al de la población española en ese mismo año, esto es a 8.296 + 250 = 8.546, nos da un reo español por cada 45 personas de esa nacionalidad.

Efectuando la misma operación con las otras colonias nombradas, se hallan los números siguientes: reos franceses 140, uno por cada 57 personas; reos italianos, 179, uno por cada 43; reos alemanes, 119, uno por cada 61; reos ingleses, 231, uno por cada 28.

Con idéntico cálculo se obtienen las cifras que van enseguida por orden creciente de criminalidad.

En 1896 hubo un reo por cada:

196 suizos
107 chilenos
61 alemanes
57 franceses
45 españoles
44 argentinos
43 italianos
33 austríacos
28 bolivianos
27 ingleses
27 peruanos
27 belgas
16 chinos
13 escandinavos
10 uruguayos
6 griegos

Los datos de la criminalidad por colonias para 1896 se hallan en la «Sinopsis de 1897», página 133. Los relativos al número de personas de cada colonia en 1895, en la «Sinopsis de 1900», páginas 127 y siguientes.

Ve usted que lugar tan prominente ocupamos en esa columna.

Hay todavía algunas consideraciones que tomar en cuenta, las que son en nuestro abono.




4.- Influencia de la embriaguez en la delincuencia de las distintas colonias

No todos los códigos consideran como circunstancia atenuante la embriaguez, pero todos los criminalistas tienen muy en cuenta la perturbación cerebral pasajera que causa el envenenamiento alcohólico, para juzgar de la delictuosidad de las acciones cometidas en ese estado.

De los 29.345 reos del año 1896, delinquieron 13.227 en estado de embriaguez.

Entre esos reos ebrios están mis paisanos, estoy seguro, porque el chileno tiene susceptible y belicoso el vino. El alemán tiene su cerveza sentimental o apática, condiciones que no dan que hacer a la policía. El francés sólo se achispa, pasando rara vez de los cincuenta puntos y teniendo siempre presente que el hombre ha de ser culto ante todo, por lo que tampoco comete disparates en ese estado. El español se cura poco y en raras ocasiones, y no pasando de los sesenta o sesenta y cinco puntos, su vino es expansivo y amistoso, desfogando en hablar la sobreexcitación pasajera del alcohol. El italiano no se embriaga casi nunca, y su cura es desconfiada y cautelosa, evitando los alborotos.

Naturalmente, esas condiciones sufren excepción. Hay chilenos que la agarran reída o llorada, alemanes que dan en turbulentos, franceses que se ponen insoportables y bochincheros, italianos que se vuelven rencorosos y sanguinarios, y españoles que dan en fantásticos y camorristas. Ni tampoco es siempre necesario que lleguen a los puntos dichos para que cada cual descubra su característica, pues en algunos se revela desde que empieza a apuntarse.

En esa cifra fatal de trece mil y tantos están también comprendidos los marineros ingleses y escandinavos de los buques mercantes que llegan a nuestras costas, los cuales tienen, asimismo, engallado y frecuente el whisky. Los capitanes de esas naves se van derecho a las policías de los puertos a buscar a su gente que ha bajado a tierra con permiso, con la seguridad de encontrarlos durmiéndola en sus calabozos, sin que falte uno.

Por lo que respecta a los escandinavos, la anterior aserción se comprueba con el hecho de que todos sus reos han caído a las policías de los puertos. Como esta colonia es muy reducida en Chile (467 individuos), con la tripulación de dos buques que en el año baje a tierra, o la policía que es lo mismo, ya tiene proporción criminal para quedar en la columna por debajo de los sobrios chinos.

Las policías anotan la nacionalidad de los reos sin expresar si son domiciliados en el país o simples transeúntes, observación que debieran hacer en sus libros para que no se cargue a los paisanos residentes, que son los únicos que forman la colonia, las cuentas con la justicia de esos desgraciados que llegan aquí con una sed atrasada de largos meses de navegación y abstinencia forzosa, de la cual se desquitan manteniendo enarbolado el codo hasta que se les cae el brazo al completar los cien puntos.




5.- Causas de la excesiva criminalidad de las colonias extranjeras.

La comparación entre la criminalidad de los nacionales y la de los extranjeros en los años siguientes no es posible establecerla porque falta el dato indispensable del número de extranjeros establecidos en el país. La criminalidad de éstos ha aumentado mucho en los últimos años, pero será debida a que el número de extranjeros ha aumentado también excesivamente.

Las Sinopsis sólo calculan la población total de cada año por los datos que arroja al Registro Civil y el aumento gradual de habitantes anotado de censo a censo; pero aun así, sin descontar la criminalidad tanto mayor de los extranjeros, puede verse que no hay motivo para alarmarse de nuestra criminalidad, como se manifiesta en el cuadro siguiente:

añospoblaciónreos uno por
18973.049.352 30.62299
18983.082.17827.020114
18993.110.08527.848 111
19003.128.09527.844 112
19013.146.57727.820113

(Datos de la Sinopsis publicada en 1902, página 292).

Usted ve que, salvo el pequeño aumento del 97, la proporción fluctúa insensiblemente, siendo siempre inferior a la de 1895, que fue de uno por cada 107, como vimos, y con tendencia a mejorar en los últimos años.

Se habrá extrañado tal vez de la excesiva y alarmante criminalidad de los extranjeros de Chile, comparada con la de los nacionales, siendo que hay naciones europeas cuyo índice de criminalidad es inferior al nuestro.

En Europa se nota en todos los países lo que Joly comprobó para la Francia, esto es, que la criminalidad de los extranjeros, especialmente de los países vecinos, es siempre superior a la de los naturales. La razón es clara: los bellacos ponen cuando pueden una línea fronteriza de por medio con la justicia de su tierra. La lejanía de nuestra patria ha sido siempre una causa natural de selección para los inmigrantes que nos llegan del viejo mundo; pero si no sólo acortamos artificialmente esa distancia, sino que la anulamos pagándoles pasaje y ofreciéndoles sueldo y tierras en este apartado rincón del continente, tan alejado de las policías de sus países, se vendrán gustosos a ejercitar entre nosotros sus instintos perversos. Y aquí los tiene usted.

Puede asegurarse que los extranjeros que vienen a Chile por su propia cuenta no darán un índice de criminalidad superior al de sus respectivos países; pero los inmigrantes traídos a granel, reclutados por agentes a quiénes nuestra agencia en París paga hasta diez pesos por cabeza, o reunidos por empresarios sin ninguna vigilancia de nuestro gobierno, para que vengan a tomar posesión de nuestro patrimonio territorial, realizando pingües negocios en relación directa con el número de individuos que traigan, serán de seguro vagos, criminales y cretinos de los países europeos.

Por lo que respecta a lo que está sucediendo hoy en Chile, lo anterior no es una suposición. Entre los datos que poseo al respecto, le copio un acápite del libro Chiloé, recién publicado por A. Wéber, S., inspector de colonización de nuestro gobierno y persona muy enterada de estos asuntos. Dice así, página 170:

«Un caballero chileno que en aquella época viajaba en Europa, al pasar por primera vez por cierto pueblecito, fue muy visitado y agasajado por las autoridades. Sorprendido, les preguntó cual era el motivo:

-Es el caso, señor -le respondió el alcalde-, que hace un par de meses pasó por acá un individuo que nos llevó a buen número de pillos y truhanes del pueblo, en calidad de colonos, para una isla que llaman Chiloé, y como todavía nos quedan algunos y usted es chileno, creemos que...».



Se refiere el señor Wéber a 1895, en que empezó la colonización de aquella isla, arrojando con la policía a los chilenos que allí cultivaban algunos pequeños retazos del suelo de su país, los cuales fueron entregados, amén del suelo, animales, enseres de labranza y casa hecha por los mismos chilotes, a esos criminales, algunos de los cuales se entregaron desde luego a asesinar chilotes, hasta que se les dio pasaje para que se trasladaran al norte.

Esos mismos agentes han seguido reclutando los demás inmigrantes para el resto del país. Hay subagentes en Europa que son criminales a quienes las policías no pierden de vista, y empresarios de colonización en Chile que son presidiarios indultados o periodistas aventureros. Pero este tema de la colonización nacional me va a dar materia para una próxima.

Queda explicada la criminalidad aterradora de nuestras colonias extranjeras.

Es, pues, seguro que el número de reos chilenos en estos últimos años debe ser muy inferior, proporcionalmente, al de extranjeros, y así nuestra criminalidad debe haber disminuido en mayor escala de la que arroja el cómputo general hecho más arriba. Es lo mismo que asevera el superintendente de la Penitenciaria de Santiago en su último informe.

En estos días se ha publicado en uno de los diarios de la capital una protesta del comandante de los Gendarmes de la Frontera a las aseveraciones de la prensa, que asegura que aquellas regiones están infestadas de partidas de bandidos armados que roban y asesinan a su antojo. Dice el comandante Trizano que no hay tales bandidos en cuadrillas ni de ninguna suerte, y agrega que los delitos son escasos, muchos menos frecuentes que en el norte del país. Yo, que estoy aquí en el norte, también protesto de lo dicho por el comandante. Vivo en plena pampa del Tamarugal, y puedo asegurar que en un radio de seis leguas, con más de diez mil hombres distribuidos en las oficinas salitreras, y con la facilidad de huir y ocultarse en las calicheras, no habiendo más que cuatro policías en el pueblo de Dolores, sin embargo, fuera de algunas riñas de ebrios, no existen tales criminales.

¿Qué significa, entonces, la grita unánime y diaria de la prensa santiaguina respecto al aumento terrible de los bribones en el pueblo chileno? Alharacas, señor.

Tal vez con el propósito de comunicar a sus lectores noticias sensacionales, recortan de sus canjes de toda la República los crímenes que encuentran y los anuncian en caracteres gordos y con frases espeluznantes, vengan o no al caso. Es común leer en esos diarios la relación de algún «espantoso suicidio» de un aburrido que mordió un cartucho de dinamita, o el «salvaje asesinato» de uno que mató a otro en alguna pelea a puñal, o el «horrendo crimen de una madre desnaturalizada» por el infanticidio cometido por alguna mujer infeliz abandonada por un cobarde. Alharacas; y como se imaginan que eso desprestigia al roto pobre, que no tiene quien saque la cara por él, continúan alegres la campaña sin sospechar lo que hacen.




6.- Criminalidad de la mujer.

En cuanto a la criminalidad de la mujer chilena, le decía que no era justo compararla con la de las colonias extranjeras, por cuanto éstas no tienen entre ellas la proporción de personas de sexo femenino que corresponde a la natural, esto es, tantas como hombres, con cortas diferencias. Las cinco colonias europeas más importantes no tienen el 75% de las mujeres que debieran tener. Este dato debe tenerse presente para disminuir algo la criminalidad de los extranjeros, ya que el hombre es en todas partes seis u ocho veces más criminal que la mujer. Recuérdese que el rol social, necesario aunque desgraciado, de la meretriz, fuente de delitos, recarga la cuenta de las chilenas.

A pesar de esos dos factores en contra de nuestras paisanas, la comparación del número de sus delitos con la población total chilena, y la de las mujeres delincuentes extranjeras comparada con la población total extranjera, es favorable a mis paisanas.

En 1896 hubo 3.993 reos de sexo femenino, 3.827 fueron chilenas y 166 extranjeras. Con esos números se obtiene, por el procedimiento conocido, que hubo en ese año una mujer chilena reo por cada 766 habitantes chilenos, y una reo extranjera por cada 447 extranjeros («Sinopsis del 97», página 133, para la criminalidad, y «Sinopsis de 1901», página 292, para la población).

Los reos femeninos son suministrados en su gran mayoría por las casas de tolerancia, como se desprende de que de 6.319 reos mujeres, nacionales y extranjeras, que hubo en 1900, correspondieron a Santiago y Valparaíso solamente más de la mitad, o sea 3.736.




7.- Datos falsos oficiales sobre la criminalidad chilena y su rectificación.

La grita de alarma sobre el aumento de nuestra criminalidad data de unos tres o cuatro años a esta parte, y ella ha tomado pie en los datos falseados que le suministran los documentos oficiales, como he dicho, de los cuales han tomado asimismo sus datos las estadísticas extranjeras. Tengo que entrar a probarle la verdad de esa triste afirmación.

Entre todos los documentos oficiales en que sistemáticamente se viene denigrando al pueblo de nuestra patria ninguno me ha producido más amarga impresión que las adulteraciones de las estadísticas criminales del país, porque sus cifras las apuntan las estadísticas extranjeras sin comprobar las operaciones que las han producido, pues no imaginarán jamás que se hayan falseado por nosotros mismos en contra nuestra. Muchas noches de insomnio me deben esas estadísticas y a pesar de eso, lo aseguro, no habría emprendido la ingrata tarea de debelarlas ante el pueblo si no fuera que sus datos mentirosos se invocan para arrebatarle a mi raza el suelo de su patria, empapado aún con la sangre de sus progenitores, para entregarlo a la ínfimo estrato de razas extrañas e inferiores a la nuestra. Hay que hacerlo, y la tarea es urgente en vista de la prisa que se dan nuestros gobernantes en distribuir nuestra escasa herencia entre gentes de las cinco partes del mundo.

En 1900 ordenó el gobierno de Chile la formación y publicación de una estadística carcelaria de la República lo más completa y detallada posible, que comprendiera desde el año 1894 adelante. Se formó y publicó en un volumen en cuarto mayor con el título de Estadística de las Penitenciarias y Presidios correspondiente a los años 1894-1899 y se repartió profusamente dentro del país y en el extranjero.

Ese libro funesto, que lleva en la carátula el nombre de nuestra patria y un escudo mutilado y absurdo, fue el que difundió en todas partes la falsa alarma de nuestra gran criminalidad.

En las páginas XX y XXI del prólogo de dicho libro, en que vienen los resúmenes generales de los datos suministrados por el texto, trae este cuadro de los reos de homicidio de todas clases, homicidios, parricidios, patricidios, infanticidios.

PARA LAS PENITENCIARIAS

AñosHombresMujeres
18941090
18951540
18961610
18971270
18981300
18991550
Total:8360

PARA LOS PRESIDIOS

AñosHombresMujeres
1895325
18963811
1897275
1898326
1899327
Total:16134

Sumando los tres totales se obtiene la cifra de 1.031, y así lo anota la Estadística:

«La totalidad de los crímenes de sangre, para el quinquenio que nos ocupa, ha sido de 1.031 casos».



Como usted ve, llama quinquenio para las penitenciarias un período de seis años.

Preparando enseguida los datos para el cuadro que ha horrorizado al mundo con nuestra criminalidad en su manifestación más grave, el asesinato, añade, refiriéndose a esa cifra 1.031:

«A esto debemos agregar 1.163 heridas inferidas con el intento de matar».



Todos los jueces de Chile saben que la intención de matar en tales casos sólo puede establecerse en rarísimas ocasiones, constituyendo lo que se llama homicidio frustrado, para lo cual es necesario la prueba más completa de que la intención deliberada y positiva fue la de quitar la vida, y de que, si la lesión no produjo ese resultado, fue por causas independientes de la voluntad del reo y de la eficacia del medio empleado al efecto. Por esto las sentencias condenatorias por homicidio frustrado son rarísimas, y aquello de las lesiones «inferidas con el intento de matar», es pura suposición de la Estadística oficial.

De esas heridas, 696 fueron declaradas graves, sin que causaran la muerte, y 467 fueron declaradas leves.

Suma la Estadística las cifras de los reos de homicidios con las de los de heridas graves y las heridas leves y encuentra el total de 2.194, el que, dividido por cinco, pues está convencido de que computa un quinquenio, le da: «Número de crímenes de sangre anuales, 439».

Dividiendo por cinco el número 2.194 sólo da 438 y fracción, pero el libro ese añade otra fracción para completar el entero. Luego agrega:

«Con relación al número de reos entrados y a la población del país, esas cifras nos dan las proporciones siguientes:

Número de crímenes de sangre anuales, 439.

Proporción por cien reos entrados, 17.7.

Proporción por 100.000 habitantes, 32.3».



El número 32.3 lo completa más adelante añadiendo otra decimal: 32.36.

Esta proporción de más de 32 reos de homicidio por cada cien mil habitantes es enorme en un país, pero debo declararlo, desde luego, ella, en cuanto se refiere a Chile, es falsa.

Averiguando la procedencia de dicha cifra he hecho muchos cálculos, todos sin resultado, porque todos arrojan un número mucho menor. He sacado el promedio de la población del país durante el quinquenio de 1895-1899 y he calculado sobre él comprendiendo los reos de homicidio de ese periodo; he agregado los reos de heridas graves y leves; he tomado un periodo de seis años de reos considerándolo como quinquenio, y todo ha sido inútil: el resultado es siempre inferior a la mitad del apuntado en la estadística.

Siendo 32.36 los homicidas por cada cien mil habitantes, y 439 el número de homicidios en un año, la población del país se obtendría multiplicando 439 por cien mil, y dividiendo el producto por 32.36, operación que da 1.356.613, es decir, poco mayor que los habitantes que tenía el país en el censo de 1843. ¿Cómo ha podido el autor de ese libro computar los reos de homicidio del noventa y tantos con la población que tenía Chile medio siglo antes para establecer la criminalidad del país?

Pero ni la cifra que arrojó el censo de 1843 ni la del de 1854 dan como resultado 32.36. No hay, señor, operación alguna que de ese resultado. La que más se acerca es la que se obtiene tomando el total de reos de homicidio en los seis años de las penitenciarias y los cinco de los presidios, esto es 1.031, y considerando que todos fueron cometidos en un solo año, y que la población fuera la empadronada en 1895. Ese cálculo da 38.0 por cada cien mil habitantes.

Teniendo en cuenta que el censo de 1895 dio como población registrada el número de 2.712.145, y notando que en otros cálculos nuestras estadísticas se refieren a dicho número como si fuera la población invariable de Chile, he calculado sobre él, y el resultado es el siguiente:

Multiplicado por cien mil el número 439 de reos de homicidio anuales, y dividiendo el producto por el número recordado de la población, encontramos la proporción de reos de homicidio por cada cien mil habitantes: pues bien, el cociente es 16.18. Multiplicado ese número por dos, nos da 32.36, que como se ve, es la cifra justa dada por la estadística oficial.

De modo que para encontrar esa proporción de homicidas en el pueblo chileno se ha procedido así: se han contado los reos de homicidio entrados a las penitenciarias del país durante seis años y se les ha imputado a sólo cinco años; se ha agregado a los reos de homicidio los que lo fueron por simples heridas, leves o graves; se ha añadido algo para calcular sobre números enteros; se ha tomado como base de la población sólo la empadronada en el primer año de ese quinquenio, sin agregar el diez por ciento que el mismo encargado de aquel censo estima necesario, diez por ciento que agregan todas las Sinopsis oficiales para las otras operaciones; y por fin, ese resultado, ya por tantos motivos exagerado, se ha multiplicado sencillamente por dos. Dejo sin calificar ese procedimiento.

Todavía no es eso lo más grave. Ese número, que es de reos de homicidio y de heridas, lo da en un cuadro comparativo que ha recorrido el mundo, como la cifra de los asesinatos cometidos en Chile por cada cien mil habitantes en cada año.

En la página 21 inserta este cuadro de los homicidios anuales por cada cien mil habitantes en algunos países europeos:

Italia25.29
España 11.91
Austria4.01
Bélgica3.02
Francia2.73
EE. UU.2.33
Alemania1.61
Inglaterra1.60

Y pone, naturalmente, la cifra 32.36, de gestación tan extraña encontrada para Chile, a la cabeza de la lista, con este acápite explicativo:

«Suponiendo que esta proporción de 32.3 que corresponde a los reos de homicidio, representa también la proporción de los asesinatos por cada 100.000 habitantes, cosa que no debe distar mucho de la verdad, la comparación con las cifras que arrojan las estadísticas de otros países daría a Chile el lugar más prominente en esta desgraciada competencia».



Nuestro Código Penal no habla de asesinatos sino de homicidios, pero los criminalistas llaman asesinato a los homicidios consumados con alguna circunstancia agravante, como el incendio intencional, el veneno, el descarrilamiento, el cometido sobre seguro, etc., pero siempre al homicidio consumado, no al intento de homicidio, ni a las heridas por más graves que sean si no produjeron la muerte. No puede haber un asesinato sin que haya un cadáver.

Si siquiera los estadísticos europeos leyeran ese curioso párrafo que empieza «suponiendo»..., y en el que da como asesinos a los reos de homicidio y de heridas; pero sólo se fijan en los cuadros resúmenes y en sus cifras, por lo que sólo reproducen ese cuadro que ha llevado el espanto a Europa respecto a nuestra criminalidad.

He de decirle que para conseguir la publicación de lo anterior hube de llevar las Estadísticas referidas al editor, y él por su mano ratificó mis cálculos.

Los números que indican los homicidios en los países extranjeros de la tabla apuntada, los doy como están, aunque no sean iguales a los que dan los libros que poseo sobre esa materia. Así, refiriéndose a la Italia, no se de dónde ha sacado el número que apunta, ni a que año se refiera, pues en un estudio sobre esto y para el trienio 1896-1898, que inserta N. Colajanni en la Revista Popolare de 15 de febrero de 1902, páginas 61 y siguientes, se ve que los homicidios consumados dan cifras muy variables según las regiones de aquel país, siendo en extremo numerosas en el sur y sus islas hasta llegar a la enorme cifra de 47,76 por cada cien mil habitantes en Girguenti, mientras que en el norte son relativamente insignificantes, haciendo bajar el promedio anuo para ese trienio a sólo 12,38 de homicidios consumados de todas clases por cada cien mil habitantes.

Las lesiones corporales anuas para ese mismo período fueron de 277.20 por cien mil, número que Colajanni se guarda muy bien de agregarlo al de homicidios y mucho menos de darlo como proporción de asesinatos.

Ese número mentiroso 32.36 no puede ser error del tipógrafo porque está repetido varios veces en el libro, ni es error de cálculo, pues responde hasta con la segunda cifra de decimales a la operación que he mostrado.

Errores de cálculos los más sencillos son frecuentísimos en esa publicación. Sin salir de la página 20 pueden verse estos cuadros y sus cálculos, precedidos de este acápite:

«Todos los delincuentes que acabamos de analizar, tanto nacionales como extranjeros, originaron a la sociedad numerosas pérdidas de vidas, y cuantiosos perjuicios a sus intereses tanto privados como generales; es lo que demuestra el cuadro siguiente:

PENITENCIARIAS

AñosMuertosHeridos
1894 10117
189512627
189613210
189711127
189811619
189913521
Total:721121

PRESIDIOS

AñosMuertosHeridos
1895 36155
189652235
189738216
189835 268
189943168
Total:2041.042



O sea, 925 individuos muertos y 1.163 heridos, de los cuales 696 lo fueron gravemente, siendo leves las demás lesiones.

Termino medio anual:

161 muertos;

135 heridos graves;

93 heridos leves.

Copiado al pie de la letra con las solas variaciones de poner sobre las columnas las palabras «muertos», etc., para la facilidad de su publicación en las estrechas columnas de la prensa, palabras que en el libro están enseguida de los números.

Siendo el total de los heridos 1.163, y el de los graves 696, quedan 467 como cifra de los leves. Con estos números divididos por cinco, pues persiste en tener como quinquenio los seis años de las penitenciarias, y que suma al pie de las columnas, ha obtenido los promedios anuales que apunta.

Siendo el total de los muertos 925 para el quinquenio, el promedio anual es 185 y no 161. De igual modo el promedio anual para los heridos graves no es tampoco 135 sino 139. En el único que acierta es en el de los heridos leves, que es 93 realmente. De tres cortas divisiones por cinco, yerra dos; y así está todo ese libro al que debemos la funesta reputación de criminales.

La verdadera proporción de los reos de homicidio por cien mil habitantes en Chile, y por cada año del quinquenio (de cinco años) 1895-1899 se obtiene con los datos que trae el mismo libro de esta manera:

Reos en las penitenciarias:727
Reos en los presidios:195
Total:922

Que dividido por cinco da: 184,4.

El promedio de la población en ese período, según los datos de la Sinopsis de 1901, publicada en 1902, página 292, es de 3.046.708, lo que da como proporción de reos de homicidios 6,05 por cada 100.000 habitantes, quedando así cerca de dos veces en menor proporción que España, y más de cuatro veces inferior a Italia.




8.- Comentario y cálculos oficiales sobre criminalidad nacional. Reparos necesarios.

Los comentarios con que ese libro de nuestro gobierno acompaña los resultados de sus cómputos son tan cándidos que serían risibles si no se tratara de un asunto tan grave.

Al notar la excesiva criminalidad de los extranjeros domiciliados en Chile, se pregunta si la causa no será que «desmejoran más entre nosotros», tal vez con el contagio de «nuestras clases populares».

En la misma página XX, después de sus cuadros por quinquenios de seis años para los reos de homicidios, o asesinatos como los llama, se extraña mucho de la gran proporción que suministran algunas profesiones especiales, y marca entre éstas a los talabarteros con uno un décimo por ciento del total de reos, y los zapateros con el cuatro un décimo por ciento. Parecería que el oficio de hacer zapatos inclinara al hombre a los delitos de sangre, problema que debe haber sugerido profundas meditaciones a nuestro criminalista. ¿Cuál podrá ser la causa oculta de tal inclinación perversa? ¿No será que esos hombres, por razón de su oficio, se pasan todo el día con un cuchillo en la mano, y que en sus riñas, en vez de atizar un bofetón, dan un tajo? Bien pudiera ser, porque, en apoyo de esa suposición, existe el hecho comprobado en todas partes de que las lesiones inferidas con muleta son particulares al gremio de los cojos. A no ser que en esos lisiados se desarrolle una inclinación especial a servirse como arma contundente de ese instrumento tan poco usado por el resto de los criminales.

Después de la publicación del funesto libro recordado, nuestro Gobierno manda imprimir todos los años un grueso volumen, lujosamente impreso, con planos fotograbados, diagramas en colores, que repiten los mismos números de los libros anteriores y agregan los del año que analizan.

En todos esos tomos se hacen las mismas pueriles observaciones, y se hacen notar resultados a veces absurdos, a veces malévolos.

El último gran tomo de esas llamadas «Estadística Criminal» que se ha publicado es la de 1902, con los datos del año anterior. Este libro funda sus cálculos como lo hace en este párrafo de su página 13:

«Siendo la población total de Chile de 2.712.145 habitantes, y la totalidad de reos entrados a las cárceles de 34.265 individuos, resulta que la densidad de la criminalidad para la República, viene a ser de 12,6 reos por 1.000 habitantes».



Como se ve, la población que le sirve de base es la empadronada en 1895, y la cifra de los reos es la de 1901, año en el cual la población del país era de más de 3.140.000 habitantes, según la Sinopsis oficial, de modo que lo que «resulta» de comparar datos de tan distintas fechas no es lo que dice la estadística, ni resulta cosa alguna a no ser vellones, como dicen los alegres australianos, que resulta de sumar tijeras con carneros sin esquilar.

Sobre esa base de población están fundados todos los demás cálculos del promedio de ese libro, por lo que resultan naturalmente falsos desde sus cimientos.

Es ésa una de las causas de la creencia en el aumento de nuestra criminalidad: ven que la cifra total de reos crece paulatinamente de año en año, y aseguran que la criminalidad es la que crece, pues no toman en cuenta el aumento de la población. Confunden el hecho, el crimen, con la criminalidad, que es relación numérica.

El mismo criterio informa las demás conclusiones de esto que se llama estadística entre nosotros. Repitiendo lo dicho en todos los libros, desde el quinquenio de nueva invención, después de dejar constancia de que los gañanes han arrojado más de seis veces el número de reos dados por los sirvientes domésticos y por los empleados a sueldo de todas categorías, trae este acápite alarmante en su página 10:

«Los gañanes figuran, pues, en primera línea por la frecuencia de los delitos. Vienen enseguida los obreros a jornal, los agricultores, los oficios mecánicos...».



No dice en ninguna parte, ni parece que lo cree necesario, cuál es la proporción que existe entre los empleados y los gañanes en Chile. Nota que éstos dan mayor número de reos que aquéllos, y sin más, asienta la criminalidad «en primera línea» de los gañanes. El número de gañanes es en Chile, como en todas partes, de quince a veinte veces superior al de los empleados, de modo que lo que resulta es precisamente lo contrario de lo que pretende hacer creer ese libro oficial. Lo mismo puede decirse respecto a los sirvientes domésticos y las demás profesiones que nombra.

En la página 19 repite la misma observación, por si al lector se le hubiera escapado la de la página 10: «Los gañanes, los agricultores, los obreros a jornal, son los que dan la proporción más alta en la escala de la criminalidad». Donde se ve más claro que este libro toma «porción» por «proporción», y «crimen» por «criminalidad».

Llama agricultores a los jornaleros de las faenas agrícolas, cuyo número es crecidísimo en el país, aunque esto del número de individuos de cada profesión para establecer la criminalidad por profesiones, no le preocupa, como hemos visto Estadística.

Puede consolarse el señor estadígrafo oficial, pues le daré la noticia de que esos gañanes y agricultores tan delincuentes deben estar por acabarse. Mire usted: en 1896 murieron de esos criminales 9.092, y empleados de todas categorías y clases sólo murieron 876. Como en los demás años la proporción ha sido más o menos la misma; el país se verá pronto limpio de facinerosos sin necesidad de estar arrojándolos con el ejército, y nos quedaremos sólo con los virtuosos empleados fiscales.

En la página 18 trae una tabla en que anota los reos según su estado civil, y al ver que los solteros acusan un número mayor de delincuentes que el que dan los casados, se pone a filosofar sobre el tema y concluye diciendo que el estado de casado, parece «una garantía para la moralidad de la persona humana». Copia en esto lo que repiten constantemente las estadísticas de Francia, en donde los pensadores no desperdician ocasión de alentar a sus compatriotas al matrimonio y a la paternidad, para evitar la disminución de los habitantes de su país; pero los franceses, al probar con números la menor delincuencia de los casados, lo hacen a la vista de la cifra de casados y de la de solteros en edad de delinquir. Nuestros estadísticos han simplificado mucho el procedimiento, bastándoles, por simpatía, la cifra de reos así en bruto. Con ese sistema se prueba que la mayor «garantía para la moralidad de la persona humana» no es precisamente el estado de casado, sino el de viudo, según puede verse en todas las estadísticas criminales. Nuestro criminólogo no apunta esa observación, tal vez porque no la traen las estadísticas francesas.

Por lo demás, este documento oficial de 1902, continúa la tarea de difamación emprendida en este terreno por la Estadística de 1900. No analiza periodos, por lo que no sabe cuántos años asigna a un quinquenio, pero sigue el mismo sistema de contar como reos de homicidio a los de heridas de cualquiera gravedad. En la página 16 trae un cuadro en el que la suma total de reos de homicidios de todas clases en 1901, fue de 1.002 (el número exacto es 1.001), y añade:

«Debemos agregar a esto 3.257 lesiones corporales, en las cuales cupo la siguiente proporción a los dos sexos:

Hombres: 3.078;

Mujeres: 179».



Algunas líneas más abajo ya toma por homicidios el número de reos, por lo que dice:

«El mes que suministra mayores casos de homicidios, en el año 1901 es enero, con 101 casos; y aquel en que se anotan menos es marzo, con 67».



Consta por los datos que el mismo libro da en la página 21, que el total de personas muertas por los homicidios de todas clases en todo Chile en ese año, fue de 205, lo que da una proporción de 6,05 por cien mil, tomando en cuenta la población de ese año.

El número de los reos de homicidios indica a menudo sólo la diligencia de los jueces en sus pesquisas; muchas veces para esclarecer un infanticidio van a la cárcel provisoriamente como reos, varias de las personas de la casa en que se cometió el delito, y en los libros de esa cárcel quedan figurando como reos de infanticidio. Ése es el motivo por el que, al lado de la tabla de reos de homicidio, colocan las estadísticas, las cifras que dan el número de condenados por ese delito, y el de las víctimas que han producido. Sólo a nuestras estadísticas se les ha ocurrido tomar como número de asesinatos perpetrados en el país, el número de reos de homicidios de todas clases.

Son esos cálculos y esas reflexiones de nuestros documentos oficiales los que hacen decir a los ingleses y franceses que en Chile no hay estadística sobre nada, a pesar de los gruesos tomos que con ese nombre mandamos imprimir todos los años.

Son tales libros un producto típico del espíritu superficial, de apariencia, latino, que está privando a la fecha en los hombres que nos gobiernan: de impresión esmerada y hasta lujosa, con discursos elocuentes y citas de filósofos de todas las épocas, desde la antigüedad clásica hasta los modernos criminalistas; pero les falta por completo lo que ninguna ilustración, por más extensa que sea, puede dar, les falta el sentido común. Su autor o autores pertenecen al número de aquellos ilustrados peligrosos de que le hablaba en mi anterior.

Esa falta de criterio, tan manifiesta, no me habría quitado el sueño, pero en cada una de sus páginas se trasparenta otra falta, la más grave que pueden tener los directores de una nación, les falta por completo el amor a su pueblo. «Los ricos tienen ahora mal corazón con nosotros», me decía un roto calichero en días pasados, comentando la solicitud ante un gobierno extranjero de algunos miles de chilenos laboriosos, que prefieren abandonar su patria antes de ser arrojados de sus casas por las bayonetas de aquéllos de sus hermanos que la nación arma precisamente con el fin de proteger a los demás ciudadanos.




9.- «Igualdad ante la ley». Crímenes civiles y crímenes barbáricos. Significado de estos últimos.

En la puerta de nuestras cárceles podría ponerse por lo menos la primera parte del letrero que dicen tenía un manicomio: «No están todos los que son», porque nuestro lema «Igualdad ante la ley», que tan bien expresa el sentimiento jurídico chileno, no resulta tampoco en la práctica.

Tenía unos apuntes, que se me han traspapelado, sobre el número de cajeros y tesoreros que en los últimos cinco años han huido con el dinero del pueblo puesto bajo la custodia de su honorabilidad. No recuerdo exactamente su número, pero puedo asegurarle que eran más de sesenta. Con el fin de encontrar algunos datos al respecto, me puse a hojear la última Sinopsis, publicada el año pasado. En sus páginas 298-299 trae un gran cuadro que abarca las dos llanas, en el cual están clasificados los huéspedes de los presidios y penitenciarias de la República por sus respectivas profesiones u oficios, y en él un renglón que dice «Cometidos por empleados públicos en el desempeño de sus cargos». Corrí la vista hasta la columna de los presidios, esperando encontrar allí bien acompañados a mis hombres. ¿Sabe cuántos condenados hay en presidio, señor?: ¡4! Cuatro por todo. Seguí a las columnas de las penitenciarias con una vaga esperanza... en blanco, ¡ni uno solo!

¿En dónde están entonces mis cajeros, los vendedores de descansos de bronce y de resortes sin usar como fierro viejo, los ladrones de miles de toneladas de carbón de los ferrocarriles, los de estampillas de correos y de impuestos y tantos otros chicos y grandes de que da cuenta la prensa diaria? Pero ni siquiera están allí los contratistas e inspectores de las obras de los ferrocarriles del Estado, quienes por haberse robado algunos miles de pesos dejan, a sabiendas, mal cimentado un puente que cuesta millones, para que se hunda con un tren de pasajeros, llenando de luto y de dolor a familias inocentes. Deberán estar en sus casas; quién sabe si en sus mismos empleos esos sujetos: porque, la verdad, no recuerdo que se haya fusilado a ninguno. Lo dicho: no están todos los que son.

Estos libros se canjean con las estadísticas de todos los países que la tienen, y en ellos verán confirmado por los números, que no engañan, cuánta razón tenía el gobierno de este país al asegurar oficialmente que la raza chilena había heredado, precisamente, todos los vicios de las razas de que proviene.

Esas estadísticas son una prueba incontestable de que en Chile hay dos razas, como lo aseguran, cada vez que se presenta la ocasión, los documentos oficiales; una raza gobernante, que sólo ha suministrado cuatro miembros a los presidios, y otra gobernada, los rotos, que llenan las cárceles. Hacen, pues, muy bien los gobernantes en su tarea de suprimir esta casta estúpida, inepta y criminal armando a una parte de ella para que fusile o arroje de sus tierras a la otra parte, y en pagar con las propias contribuciones de este pueblo despreciable el pasaje de gañanes de cualquier otro país para que vengan a sustituirnos.

Y pasando a otra cosa, me voy a permitir referirle una anécdota que me contaron en Santiago: En una de las calles centrales de la capital y mediodía, vieron los transeúntes, correr como una exhalación a un joven «decentemente vestido» en actitud de quien persigue y gritando a toda boca: ««¡Al ladrón!, ¡al ladrón, atájenlo!»; mientras señalaba con el índice allá adelante. Los circunstantes quedaron creyendo que se trataba de algún caballero a quien algún roto bellaco habría arrebatado el reloj o la cartera. Luego llegó trotando y enredándose en el sable un policía, que preguntó a la pasada:

-¿Por qué no lo atajaron patroncitos?

-Pero si no lo hemos visto.

-Si er el jfutre q’iba gritando.

Confieso que la anécdota es vieja, del tiempo en que los policías de a pie cargaban sable de caballería. La he referido sólo por cambiar de tema.

Si es cierto que en número absolutos, no así con relación a la población, la criminalidad aumenta en nuestro país, el hecho que más llama la atención es la sustitución de los delitos barbáricos por civiles, como dicen los criminalistas italianos. Los delincuentes que han hecho subir el número total de reos, a pesar de la disminución de la delincuencia en el pueblo iletrado, son los estafadores, los monederos falsos, los contrabandistas, los incendiarios, los falsificadores, etc.

Este fenómeno, notado por la última estadística, no puede cargarse a la cuenta del roto pobre, por lo que dice aquel libro (página 16): «La industria práctica de alguna raza europea va haciendo escuela entre nosotros». Y con aventajados discípulos.

Son esas «industrias» las que nos están trayendo las razas de Europa que a la fecha están prefiriendo nuestros estadistas como inmigrantes. La «industria práctica» de los incendios, por ejemplo, pertenece, en más del cincuenta por ciento a una sola de las colonias latinas del país.

Añade más abajo:

«Esta transformación del crimen feroz en crimen interesado; esta sustitución de la satisfacción de pasiones violentas por el apetito egoísta de goces, se opera gradual y paulatinamente. Se diría que el progreso de la inmoralidad es la nota dominante del periodo que nos ocupa; a todos lados, el fantasma de una especulación fácil es la palanca que mueve el brazo y sojuzga al cerebro».



Es observación que apuntan muchos criminalistas, y que el autor toma hecha de E. Ferri.

Sí, es la inmoralidad la nota dominante y sostenida de los tiempos que alcanzamos, y es ella la que ha hecho subir el número de delitos, a pesar de la disminución evidente de la criminalidad del roto. No hay en Chile, sino aparentemente, la «transformación del crimen feroz en crimen interesado»; es que el primero, que es más común en el pueblo, ha disminuido, y el segundo, que no es propio del pueblo, ha aumentado.

Los crímenes barbáricos no han aumentado, a pesar de los inmigrantes que nos está mandando la agencia de París.

Los homicidios entre nosotros nos indican, en el 50% de ellos, maldad innata de corazón. Son riñas por rivalidades, verdaderos desafíos muchas veces, que no terminan en champañazos, porque en sus contiendas, ni en nada de su vida, el chileno admite farsas. De allí el espanto que causan a los santiaguinos esos homicidios, que allí llaman asesinatos.

Numerosos son los casos en que las luchas a muerte entre dos rotos no tienen más objeto que la de dejar establecido a firme quien es más hombre: reminiscencias raciales, atavismos despertados por el tósigo alcohólico y que al 80% de los chilenos, ricos o pobres, nos lleva a guapear en pasando de los 60 puntos. De los condenados a penitenciaría en 1901, el 43,6% delinquieron en estado de embriaguez.

Es de esta clase de crímenes de los que más fácilmente puede curarse el hombre. Cuando tales delitos de sangre son cometidos, como entre nosotros, en lucha abierta y de hombre a hombre, no por el veneno u otros medios cobardes, son sólo una manifestación de la energía del carácter; será todo lo bárbaro que se quiera, pero ese es su significado.

Precisamente la raza que hoy marcha a la cabeza de la civilización se distinguió por esa clase de delitos. Los descendientes de aquellos hombres de quiénes decía Tácito que «tenían por pereza y cobardía el procurarse por el sudor lo que podía obtenerse por la sangre», forman a la fecha las naciones en que aquellos delitos son menos frecuentes. Los más genuinos vástagos de esos bárbaros, de los que el mismo autor dice «beber días y noches enteras no es una vergüenza para nadie. La embriaguez produce entre ellos frecuentes querellas, que rara vez se limitan a injurias, pues casi siempre terminan en heridas y muertes», aunque no parecen dispuestos a dejar tan pronto su afición al whisky, abandonan a la justicia incorruptible y severa de su patria la sanción de las más graves ofensas personales.

Pero no hay necesidad de remontarse a los tiempos del autor de las Costumbres de los Germanos para encontrar el mismo espíritu de lucha y de violencia en los pueblos de aquella raza.

Voy a permitirme copiarle un largo acápite sobre esta materia, porque es muy instructivo respecto a ese espíritu de acometividad y del procedimiento infalible para dominarlo cuando se dirige al mal. El autor es Sir John Fortescue, canciller de Inglaterra en tiempo de Enrique VI, en la medianía del siglo en que se descubrió la América, quince siglos después de Tácito. Dice así:

«Lo que impide a los franceses levantarse es la cobardía, la falta de corazón y de valor, no la pobreza. Ningún francés tiene ese valor como un inglés. En Inglaterra se ha visto muchas veces a tres o cuatro bandidos, aguijados por la pobreza, precipitarse sobre siete y ocho hombres honrados; y robarles a todos, mientras que en Francia no se ha visto siete u ocho bandidos bastantes resueltos para robar a tres o cuatro hombres honrados. Por eso es sumamente raro que en ese país se ahorque por robo a mano armada, porque los franceses no tienen pecho para cometer una acción tan terrible. Así en Inglaterra se ahorcan en un año más hombres que en Francia en siete, por robo a mano armada y por asesinato... Si un inglés pobre ve a otro con riquezas que puede quitarle por la fuerza, no dejará de hacerlo, a menos de ser completamente honrado».



Esta cita la tomo de uno de los más grandes pensadores franceses modernos, de H. Taine (Literatura inglesa, «Los Orígenes», página 163), el cual lejos de espantarse de aquel estado de barbarie de la nación rival de su patria, ve en ese mismo espíritu violento y atrevido el origen de la grandeza de aquel pueblo. Aunadas aquellas férreas voluntades por una organización política sabia, y dirigido su impulso común al engrandecimiento de su patria, ha llegado la raza anglosajona a posesionarse de la mitad del mundo dando al mismo tiempo el ejemplo más elocuente del grado de moralidad a que puede llegar un pueblo que aplica ese mismo espíritu enérgico a la supresión de los criminales.

Según Moreau de Jones, hasta 1843 había en Inglaterra cuatro veces más crímenes de sangre que en Francia. Sólo a mediados del siglo que acaba de pasar se suprimió en Inglaterra la pena de la horca por el robo de una oveja. Hoy sólo se ahorca en ese país a los asesinos; pero la ley se cumple, cualquiera que sea la categoría del criminal, por lo que nadie se queja, y la selección radical que se obtiene con dicha pena alcanza a todas las esferas sociales.

¡Qué lejos del estadista inglés que no se asusta del número de bandidos de su tierra y del filósofo francés que lo comenta están los cronistas alharaquientos de Santiago!

Nuestras estadísticas criminales podrían haber economizado con doble fruto algún espacio del perdido en discursos pueriles o absurdos y haberlo dedicado a investigar los móviles de las acciones criminosas del pueblo chileno. En ellos habríamos visto que ese 43,6 por ciento de presidiarios que delinquieron en estado de embriaguez pertenece por entero a los que dan en guapear, y del otro cincuenta y tantos por ciento restante habría que rebajar asimismo una buena parte por los que guapean y se desafían estando en sus cinco sentidos. Podría así saberse cuál es la verdadera proporción de criminales natos, sanguinarios, envenenadores y cobardes que hay entre nosotros.

No poseo datos sobre criminalidad de estados sudamericanos sino los de la ciudad de Buenos Aires para 1901, que pueden compararse con los datos para Chile en ese mismo año.

Reos de homicidio 27,10 por cien mil habitantes, homicidios consumados 11,78 por cien mil. Suicidios 1,56 por cien mil habitantes. En los homicidios consumados no se cuentan los parricidios ni los uxoricidios.

Heridas de todas clases 319,08 por cien mil. En Chile 103,50 por cien mil.

En ese año 1901 hubo en la ciudad de Buenos Aires 852 estafas, y en Chile entero en ese mismo año 489, comprendiendo para Chile los delitos de engaño.

Ese gran número de estafas en aquella ciudad se explica por lo que los moralistas llaman «urbanismo», que allí está muy desarrollado.

En 1900 y 1902 no asienta la estadística criminal de Buenos Aires ningún delito contra las buenas costumbres. Ni un solo adulterio en dos años en aquel Edén, a pesar de su grande urbanismo.

El criminalista italiano que firma Sículo, y del cual tomo estos datos de la Revista Popolare del 15 de noviembre de 1902, páginas 582 y siguientes, parece creer que aquella moralidad es sólo aparente y que la estadística de Buenos Aires oculta la verdad y así exclama: «Nessuno nel 1900 e 1901! Tanto rápido miglioramento nei costumi e nei reati sessuali lascia incrédulo chi conosce i costumi di una grande cittá, e particolarmente di Buenos Ayres».

Creo infundada la imputación que ese criminalista italiano hace a la estadística bonaerense. Esa clase de delitos es de los que persigue la justicia sólo a petición de la parte ofendida; es cuestión de susceptibilidad; si nadie reclama, los jueces no pueden encargar reos por aquella causa, y la estadística tiene que dejan en blanco ese renglón.

Me confirma esta opinión otro fenómeno social que ofrece aquella metrópoli: el de la disminución creciente del número de meretrices anotadas en el registro de su policía. En 1889 existían allí 2.007, número que ha ido en rápida disminución hasta llegar sólo a 317 en 1901, cifra de exigüidad alarmante tratándose de una ciudad con 850 mil habitantes, y con el exceso de hombres adultos solteros que es de suponer dada su grande corriente inmigratoria. Entre esos dos fenómenos sociales apuntados los moralistas saben que existe una relación directa y constante.

He creído necesaria esta comparación de algunos de nuestros delitos con los de la capital argentina porque en la Sinopsis publicada el año pasado, página 68, se da cuenta de que está estudiándose un procedimiento rápido y barato para desplazar al jornalero y al artesano chileno, sin perjuicio de otros medios tendentes a ese fin, el cual consiste en «procurar que se dirija a nuestro país el excedente de la corriente inmigratoria de la República Argentina, para lo cual se necesitaría establecer una oficina de propaganda e informaciones en Buenos Aires y reducir el precio de los pasajes a Chile por tierra, mediante un auxilio del Estado».

Ahora que en Buenos Aires están persiguiendo y aun reembarcando para Europa a costa del tesoro público argentino a la cáfila de ociosos y criminales, socialistas y anarquistas que infestan la ciudad, la propaganda chilena y el ahorro de dinero que ella traerá al país vecino, encontrará allá la más amplia protección y aplausos por la sabiduría de nuestro gobierno, aplausos tanto más sinceros cuanto que con aquellos bellacos desalojaremos a nuestros agricultores honrados, que tendrán que emigrar a la Argentina, obteniendo así ellos doble provecho. Como nosotros.




10.- Famosos criminales chilenos que no son de raza chilena. Influencia del despertar político del pueblo chileno sobre su conducta.

Ya se habrá fijado que cuando hablo de chilenos me refiero a los que lo son por raza, no a los de nacimiento, porque es sólo por mi raza por quien abogo, porque es mi raza la calumniada, y porque sólo a mi raza me debo.

La inmigración natural de extranjeros de cualquier país en Chile nos ha ido dejando individuos de varias razas, pero todos participan más o menos de nuestro modo de ser moral, y entre ellos los hay que son tan chilenos de alma como nosotros mismos. ¡Bienvenidos sean!

Los que no simpatizan con nosotros emigran más o menos pronto buscando otros pueblos, otros hombres de espíritu semejante al suyo. ¡Buen viaje!

Asimismo cuando reflexiono sobre la criminalidad de mi raza, no confundo aquellos dos términos, no cargo a la cuenta de mi raza los crímenes cometidos por chilenos sólo de nacimiento.

Algunos de los más conocidos criminales de Chile, como Cambiaso, el cruelísimo asesino de la guarnición de la colonia penal de Magallanes; Demeo, que se cebó apuñaleando e injuriando el cadáver de su víctima; Pancho Falcato, el asesino que durante veinte años fue el terror de las provincias centrales del país; Dottone, el periodista santiaguino que el público besaba el mango del puñal con que se proponía asesinar a Bianchi, otro periodista de Santiago, que fue, justamente, el que asesinó a Dottone, ambos sociólogos de las últimas remesas europeas; Camerati, el envenenador de Linares, que estando procesado por el envenenamiento de su esposa, aprovecha su libertad bajo fianza para envenenar a su hijo; Camma, Sacco y tantos otros bribones de apellidos extranjeros de los últimos tiempos, no son chilenos, aunque hayan nacido en nuestro suelo.

Lo mismo en política, en administración y en todo lo que se refiera a Chile, estoy atento a los nombres para saber a que atenerme a este respecto, y hay hechos muy elocuentes que están a la vista de todos.

Cuando se publiquen las estadísticas criminales correspondientes a 1902 y 1903 veremos mucho más acentuada la disminución de la criminalidad del roto, si es que se dan en cifras separadas la nuestra y la extranjera, y no cuenta entre los criminales natos a los reos por ebriedad que en cumplimiento de la ley última sobre penalidad de la embriaguez caerán por miles.

Estoy plenamente convencido de esa disminución, no por lo que arrojan las cifras oficiales, sino por mi observación personal en la parte de esta provincia en que vivo. Estoy en inmediata y diaria comunicación con el roto calichero, el artesano, el cargador, etc., y ese fenómeno del esfuerzo voluntario y consciente de refrenar su agresividad, de moderar sus pasiones, que he venido notando en ellos desde algún tiempo a esta parte, lo he visto acrecentado y patente en las fiestas patrias que acaban de pasar. El pueblo de esta provincia ha sentido como una necesidad íntima y viva de celebrar con entusiasmo nuestra fiesta cívica. Y así la hemos celebrado. Verdadero entusiasmo, recuerdos sinceros y agradecidos del fondo del alma por héroes de la patria han embargado nuestro pensamiento en esos días. Pero ha sido un entusiasmo contenido en sus expansiones externas, ha habido menos embriaguez, menos gritos, menos riñas, los buenos componedores de las disputas y querellas han estado más listos y han sido más numerosos que de ordinario. En cambio he observado a rotos viejos, de rostro serio, empeñados en entonar el himno patrio y haciéndose presente en todos los números del programa.

En Santiago son muchos, y entre ellos todos nuestros gobernantes, los que no ven ni creen, aunque los que lo creen y lo ven se lo digan, que en el pueblo de Chile se opera a la fecha con grande energía y premura un despertar de su conciencia política y social que es uno de los fenómenos psicológicos más interesantes de nuestra época y que la historia anotará con cuidado porque tendrá, de seguro, una importancia grandísima en el desarrollo de los acontecimientos por venir.

El pueblo chileno, este Gran Huérfano, está dolorosamente penetrado de su aislamiento, de su abandono, de su orfandad con madrastra; por eso se asocia; por eso roba algunas horas a su trabajo para dedicarlas a organizarse, a educarse en política, a buscar jefes leales y patriotas, a leer, a oír leer, atento, grave, silencioso; por eso concentra sus fuerzas, modera sus pasiones, economiza sus energías; presiente con su instinto maravilloso de pueblo de raza uniforme que ha de llegar el día en que pesarán sobre su conciencia grandes responsabilidades, y se prepara para afrontarlas y merecerlas.

Lo que llaman psicología de las multitudes, como todo fenómeno muy complejo y extenso, ha de estudiarse en sus detalles para poder darse cuenta exacta de sus resultados generales, de su síntesis. Ésa es mi opinión y mi método de estudio. Conversando, conversando con simples jornaleros, con mayordomos, con artesanos, es como me he impuesto de la uniformidad de su pensamiento, y observando sus acciones, sus actitudes, me he convencido una vez más de que el roto dice lo que piensa y obra como dice.

¡ Con qué satisfacción he oído en las pasadas fiestas cívicas reprocharse unos a otros su falta de moderación o su intemperancia! Fue muy manifiesta la rivalidad que se estableció entre las distintas sociedades en que aquí están organizados los trabajadores en portarse con la mayor cordura y corrección. Aficionado como soy a estas observaciones, la comprobación de un hecho de esta naturaleza tiene para mí una hermosura intrínseca muy particular, y cuando lo he visto producirse espontáneamente en el roto, en mi raza, sin que él mismo se imagine la gran trascendencia que encierra, he sentido que se me refrescaba el alma.






ArribaCapítulo X

Algunas ideas sobre moral, concepto jurídico y social étnicos


1.- Concepto jurídico penal chileno; íd. científico. 2.- Beneficencia exagerada y sus consecuencias. 3.- Beneficencia exagerada, su causa biológica. Concepto biológico de «raza latina». Ley de la civilización de Gumplowicz. 4.- Una causa biológica de la decadencia de las sociedades. 5.- Criterio varonil y criterio femenino de la justicia. Fundamento biológico de la necesidad de las virtudes domésticas, especialmente en la mujer. Trascendencia social. 6.- Crisis moral en los países latinos. Su causa biológica. 7.- La inmoralidad de una parte de nuestra aristocracia es reciente. Fecha de la aparición de algunos estigmas de decadencia moral. La ciencia experimental justifica las virtudes domésticas. 8.- Selección regresiva por falta de sanción penal. A quienes y como corrompen las riquezas. 9.- Desprestigio en el extranjero de nuestra clase gobernante. 10.- Procedimiento para combatir la criminalidad. ¡Demos escuelas!


1.- Concepto jurídico penal chileno, íd. científico.

Pero aparte de los guapos, ebrios o no, tenemos desgraciadamente entre nosotros y de nuestra propia raza, una proporción excesiva de verdaderos criminales, si la comparamos con la de los países de origen germano de Europa, y el deber de nuestros estadistas es aspirar, en esto como en todo, a que el pueblo chileno esté a la altura de los mejores.

Hay en el mundo muy pocos pueblos que estén en tan buenas condiciones morales innatas como nosotros para formar con él un ser súper orgánico o social de organización fortísima, tal como lo comprende y describe Spencer, esto es, un agregado orgánico en el que se cumplen, además de las leyes generales biológicas, las particulares sociales; organismo en el cual los elementos constitutivos tienen vida propia independiente, por lo que el sabio los ha llamado «discretos», en oposición a los seres singulares que llama «concretos». La fuerza vital de uno de esos seres superiores depende de dos fuentes de energía: una biológica, la vitalidad de cada uno de los individuos que lo constituyen, y otra psicológica, la concurrencia armónica y voluntaria a la cooperación social. La robustez de cuerpo y de espíritu del roto chileno es generalmente reconocida por todos, mas no así su gran disposición súper orgánica.

Ninguna ley es demasiado dura para nosotros siempre que comprendemos que ha sido inspirada en el bien común y que se cumpla por parejo, que comprenda a todos los chilenos sin excepciones hirientes, que no pretenda ser la expresión de la voluntad de una casta superior impuesta a esclavos. Nuestra raza no puede ser gobernada de esta manera; persistir en ese doble y errado criterio de aplicación de las leyes tendrá sólo como fruto lógico el perturbar nuestro desenvolvimiento social, atrasar o pervertir la evolución histórica de nuestro pueblo.

Hay quien cree que el roto es demasiado soberbio para que pueda ser un individuo socialmente organizable. No saben lo que dicen. La adaptación espontánea y rapidísima a la severa ordenanza militar es el mejor desmentido práctico de esa creencia. Si el roto, con su faz alzada, mira las pupilas de su interlocutor, no es que provoque a nadie, sino que abre las suyas para mostrar el fondo de su alma trasparente, sin que en su espíritu sereno exista sospecha de que hay castas enteras de hombres que se sienten humillados y que se dan por ofendidos al conocer su incapacidad de hacer lo mismo. Si no se sonríe al hablar es porque sus padres no se vieron nunca forzados a solicitar gracia de amos displicentes. Si el roto no se inclina con gracia cortesana al saludar, es porque heredó una columna vertebral enhiesta de dos razas que jamás fueron esclavas.

Otros, por el contrario, afirman que el roto es humilde. No poseemos en grado notable esa virtud evangélica. Lo que hay es que esas personas confunden el apocamiento y la humildad con la obediencia, la subordinación, facultad súper orgánica. Darwin, en su famoso viaje con Fitzroy a bordo de la Beagle, notó ese hecho. Refiere el ilustre biólogo que los campesinos chilenos que le sirvieron una merienda esperaron de pie a respetuosa distancia mientras él comía, cosa que le sorprendió vivamente, pues en las demás regiones, los que le habían proporcionado alimento se sentaban familiarmente a su lado ayudándolo a despachar. El sabio no tomó por humildad semejante actitud, sino al contrario por subordinación social. No es por humildad sino por respeto que el inquilino se quita el sombrero para dirigir la palabra a su patrón. No es la humildad sino el instinto de subordinación lo que hace de un roto montaraz un soldado veterano en seis meses. Es esa subordinación instintiva, heredada, lo que hace que este pueblo sea uno de los más fáciles de gobernar, pero de gobernar bien, y es su falta de humildad lo que hace que sea uno de los más difíciles de gobernar mal.

Noto que me he desviado del tema que me proponía tratar en este número. La causa de ese desvío es que los paquetes de diarios del sur que me trajo el último vapor han puesto mi lápiz más inseguro que de costumbre.

Acabo de leer en esos diarios una nota que el «Comité de Emigración» de los pequeños agricultores chilenos de las provincias del sur dirige al Congreso Obrero de Santiago, en la cual se despiden de sus paisanos y explican las causas que lo obligan a abandonar con sus familias a su querida patria: no quieren esperar que se les arroje por la fuerza, ni se resuelvan a quedar de inquilinos de los nuevos señores de su heredad; quieren dejar constancia de que no abandonan el país por eludir obligaciones para con su patria; no se dirigen esta vez al Congreso Nacional ni al Poder Ejecutivo, porque no han tenido la honra de que se les haya contestado a notas anteriores que les han elevado respetuosamente sobre ese particular.

En los mismos diarios leo que ya ha empezado con éxito lisonjero la propaganda en el Japón para traer peones coolies a quienes dar las tierras de esos agricultores. Se anuncia que hay listos cincuenta mil japoneses esperando que se les pague pasaje para venir a hacernos el favor de tomar posesión de nuestras tierras. Nuestro gobierno, en uso de la facultad que le acuerda un proyecto sobre esta materia con aquella nación oriental, proyecto de tratado que conozco, y en el cual se estipula que el gobierno de Chile acordará la fecha en que ha de iniciarse la colonización japonesa, ha declarado que no es tiempo aún. Esa espada de Damocles seguirá pendiente de su hilo sobre la cabeza de los agricultores hasta mejor ocasión.

Dan también cuenta esos diarios de que ya se embarcó en Tenerife la primera remesa de canarios (guanches mestizos de negros), compuesta de más de trescientos individuos de ambos sexos que vienen a reemplazar a los chilenos desposeídos.

Leo asimismo que el gobierno de Honduras ha dado orden a su representante en Santiago de que vea manera de dirigir hacia aquel país la emigración chilena.

Cinco mil (5.000) son las familias de agricultores chilenos que están en lista para emigrar. Como la familia chilena consta de más de seis personas como promedio, los rotos que serán arrojados directa o indirectamente de su patria en esta ocasión suman más de treinta mil (30.000) personas. Es, pues, un triunfo nada despreciable de la propaganda en ese sentido de algunos diarios chilenos de Santiago y Valparaíso y del extranjero latino de ese puerto. Deben participar con legítimo derecho del contento con que nuestros gobernantes (?) habrán recibido la noticia de que principian a verse coronados con el éxito sus planes tan pacientemente elaborados.

Yo no he podido participar de ese contento, no tengo para que negarlo, y esa ha sido la causa de esta digresión. Había principiado este número recordando que tenemos realmente una proporción excesiva de verdaderos criminales, y quería decirle que esa desgracia de nuestra raza no se ha corregido porque nuestros gobernantes no han sabido interpretar nuestro espíritu en esta materia. Me acordaba en ese momento del aforismo popular chileno, que expresa nuestros sentimientos en cuanto a sanción criminal: «El que la hace la paga», y por asociación de ideas me acordé del otro «La ley pareja no es dura», y de allí que, dada la intranquilidad que me ha producido las noticias del sur, me apartara por esa senda del asunto principal. Vuelvo a él.

Realmente no somos los chilenos hombres para andar asustándonos de las penas impuestas a los criminales. Ese miedo exagerado a la muerte que manifiestan los pueblos latinos está perfectamente comprendido dentro de su idiosincrasia y explica muchos capítulos de su historia. Hay algunos de esos países que fundan su orgullo en haber abolido la pena de muerte para los criminales, aunque estén plagados de ellos, y miran como atrasadas y se complacen en llamar aún bárbaras a las naciones germanas porque todavía la aplican, a pesar de estar ya casi purgadas de bribones.

Los criminales modernos, que han hecho de su ciencia una rama de la filosofía darwiniana y evolucionista, no invocan como razón de las penas ni la vindicta social, ni la enmienda de los criminales, ni el saludable terror y escarmiento en cabeza ajena del resto de los hombres. Su razón es biológica, selectiva: al criminal nato, a aquel cuya estructura física indeleble lo impulsará seguramente al crimen en cuanto se le presente la ocasión, se le elimina de la sociedad de cualquier modo; a los demás se les impedirá de alguna manera perturben la tranquilidad y seguridad sociales, aislándolos por el tiempo que se juzgue necesario, consiguiéndose con ese aislamiento una de las ventajas más positivas: la de que durante ese tiempo no se reproduzcan, pues está probado que las cualidades atávicas, como pertenecientes al fondo milenario de la especie, tienen una gran tendencia a trasmitirse a la progenie del individuo en quien aparecen.

Si los tontos y los bribones no se reprodujeran, el mal que causarían a la sociedad sería pequeño, porque sería pasajero; en su perpetuación indefinida lo que constituye la carga social más onerosa, y por eso la escuela criminalista científica atiende de preferencia a ese aspecto de la cuestión, porque es el que conducirá al hombre a su perfeccionamiento definitivo, hereditario; el que hará de este descendiente de antiguos antropófagos un ser naturalmente bueno, con el cual sea posible el nacimiento de sociedades que no tengan que soportar la carga material de cárceles y policías, ni la moral de la represión necesaria de sus miembros malvados, que afligen a las sociedades presentes. El escarmiento, el «saludable terror» detienen seguramente en muchos casos la mano natural: disminuyen el número de los delitos; pueden reprimir la tentación a cometer el primer acto delictuoso, que podría haberse hecho al fin un hábito; prestan por lo tanto positivos servicios a la sociedad; pero su acción es sólo actual, nada tiene que ver con el futuro del hombre delincuente. El ladrón que no roba por temor a los azotes o por la vigilancia del policía, lo hará en cuanto desaparezcan esos inconvenientes; si por la permanencia de esos obstáculos el ejercicio de sus instintos no logró en toda su vida cometer un robo, su hijo continuará acechando el instante en que la sociedad se descuide, y así no será posible el advenimiento del organismo superior, perfecto del ser social.

Es pues la defensa del ser social que tiene en vista la nueva escuela; la defensa inmediata con la eliminación o la reclusión del criminal, y la defensa futura con la supresión o limitación de su descendencia o selección moral que aquellos medios procuran. La gravedad de las acciones criminosas se aprecia por el mal causado, como la perversidad del criminal se mide por el mayor peligro que su existencia o su libertad pueden acarrear a la sociedad, esto es, por su temibilidad, palabra creada por Garófalo y aceptada definitivamente por la ciencia. Lo del arbitrio más o menos libre con que gradúa la escuela antigua la responsabilidad moral de las acciones criminosas, suelen citarla hoy los autores a título de curiosidad arqueológica.

Es verdad que este criterio moderno en criminología se abre paso lentamente, y hasta la fecha creo que sólo el último código penal escandinavo contiene algunas disposiciones inspiradas en esos puntos de referencia científicos; pero he creído pertinente recordarlos aquí, porque los pensadores de todos los países, empezando por los de Italia, no descansan en su tarea de allegar nuevas pruebas y de ordenar sus razonamientos para consolidar esa rama del saber y difundida por todos los medio a su alcance, de tal modo que a la fecha es motivo de serias meditaciones por los legisladores de todos los países, especialmente de los germanos.

En Chile el gran Portales tuvo la visión clara del estadista de genio en esta materia como en las demás, adelantándose en la práctica a las conclusiones de la ciencia actual. Es una de las características de esos genios particulares que llaman hombres de estado, la de poseer instintos de organización social. Las razas progresivas producen esos elementos conscientes de selección que cooperan con tanta eficacia a la lenta selección inconsciente. Entre los signos distintivos de esos hombres está el concepto elevadísimo de la justicia y como consecuencia el amor y protección al bueno, al ordenado, al sociable, y su tremenda severidad para con el perturbador de la cooperación tranquila social o de la paz política. Esta faz de su actividad organizadora les concita enemistades y odios que perturban a menudo el criterio con que los juzgan sus contemporáneos; pero de quienes, pasados los días de pasión, la historia anota los hombres en sus páginas de honor y sus conciudadanos les erigen estatuas.

A raíz de la muerte de Portales comenzó la reacción y ha llegado en los buenos tiempos que alcanzamos a un extremo que es una verdadera curiosidad científica, y a este título quiero dejar constancia de ella.

Los cerrillos de Teno y la cuesta de Prado se vieron por un tiempo expeditas para el tránsito obligado de los viajeros de la capital al sur y al puerto durante el gobierno de Portales, quien encerró en los célebres carros a los salteadores de aquellos parajes y los empleó en trabajos de utilidad pública. Después del asesinato cobarde de aquel grande hombre, llevado a cabo por un bribón que no tiene apellido chileno, se abolieron los carros con reja de fierro, y los presidiarios se salían de las cárceles como los vecinos de sus casas, volviendo a sus antiguos puntos estratégicos. Dominados un tanto durante el gobierno de Montt, llegaron a ser después de él casi tan funestos como antes, hasta que, multiplicadas las vías de comunicación, hubieron de dispersarse en pequeñas partidas que recorrían el país ejerciendo la profesión de aquellos sus paisanos de que habla Fortescue.

Pero hasta allí no más llega la paridad de las situaciones entre Inglaterra y nuestro país. Ya vimos que el estadista inglés se vanagloriaba de que en su patria se ahorcaban en un año más facinerosos que en siete años en Francia.

Con ese procedimiento, ahorcando hasta por el robo de un cordero, han concluido con la casta de los malhechores en Inglaterra.

En Chile llegó después de Montt la era de las «lágrimas mujeriles» en favor de los criminales, como llama Lombroso la extraña generosidad y compasión que despiertan los malhechores en algunos hombres.

Se habló de que las cárceles eran incómodas, de que los presidiarios podían corromperse viviendo muchos en la misma celda, de que su alimentación no era suficientemente nutritiva, que su ropa era poco abrigadora, y comenzó una campaña por la prensa en favor de los pobrecitos encarcelados. Se dieron bailes pagados, funciones teatrales, etc., para allegar fondos con que socorrerlos, hasta que los tales bellacos se vieron colmados de regalos y golosinas de todas clases.

El superintendente de la Penitenciaría de Santiago, senador de la República y caballero a las derechas, habilitó un cuarto del establecimiento en el cual los presidiarios casados pudieran conversar a solas con sus esposas, cuarto a que los presos llamaban «confesionarios». No estaba aún en boga la escuela darwiniana.

Respecto a ese mismo fenómeno en Italia, donde es crónico dice Ferri en su libro estudios de Antropología Criminal, página 33:

«En su humanitaria preocupación en beneficio de los condenados, han prescindido de una serie de hechos tan inseparables del hecho criminal, como la parte superior e inferior de una superficie (...) no se han fijado en que detrás del delincuente están sus víctimas, sus familias y las personas honradas ofendidas directamente por el delito. Han olvidado que el mismo hombre que en la cárcel se manifiesta sumiso y casi siempre hipócrita ante el empleado o el director, tiene en su vida asesinatos, homicidios, robos, etc. Todo esto lo olvidamos, principalmente los pueblos latinos, que, impulsados por el sentimiento, mientras vemos al vulgar homicida en flagrante delito, nos sentimos inclinados a darle muerte, y pasado algún tiempo le concedemos toda nuestra irreflexiva compasión, lo cuidamos exageradamente en la cárcel, como a un desventurado inocente, y no pensamos ni un momento que en un sotabanco, acaso reducidos a la mayor miseria, lloran y sufren los hijos, la mujer o la madre del muerto».



El sentimentalismo de la raza, como lo llama este autor, significa en este caso que esos cerebros entran en función sólo por la impresión actual inmediata que le suministran los sentidos, sin que en ellos existan ideas almacenadas recogidas en impresiones anteriores. Este autor es latino y en un juicio tan grave sobre su raza parece que hubiera alguna exageración.

Entonces debe ser latino ese lagrimero universal, que después de permanecer enjugado algunos años, ha reaparecido nuevamente en Santiago en favor de los criminales y su casta.

Vuelven hoy a estar de moda las mismas quejas por la desgraciada suerte de los presidiarios, y se renuevan los mismos medios para socorrerlos que se vieron ahora treinta años; pero hoy el mal arrecia.

Al mismo tiempo que se expulsa del país a los agricultores y se desplaza a los artesanos con la inmigración contratada que he recordado, se han establecido en la capital varios asilos para criar con todas las comodidades del confort y de la higiene más rigurosa a los muchachos abandonados por sus propios padres, es decir a los retoños de hombres destituidos del más rudimentario de los sentimientos animales de beneficencia, el de la paternidad, y que habrán transmitido a esos hijos sus instintos de egoísmo brutal.

Educar a esos niños, sacarlos del abandono y de la miseria, enseñarles a leer, escribir y contar, adiestrarlos en algún oficio útil con el que puedan ganarse más tarde honradamente su vida y la de su familia, y demás declamaciones corrientes de los cronistas santiaguinos, son nada más que pretexto con los que se engañan sólo ellos mismos.

No son los hijos del gañán honrado ni del artesano laborioso y honorable que hubieran quedado sin amparo por alguna fatalidad los que allí remueven la sensiblería de las gentes. A ésos hay que ir a buscarlos a las miserables chozas de los arrabales o a los tugurios humildísimos en que, agrupados alrededor de una madre escuálida que no tiene entrañas para tirar por el torno del Patronato de la Infancia a sus criaturas, prefieren sufrir en silencio sus angustias; son los frutos del vicio, de la cobardía, de la miseria moral y física los que consumirán el dinero del pueblo trabajador y virtuoso.

Si se interesaran por el porvenir de los hijos del pueblo, como pregonan, habrían oído el clamor de los tres mil artesanos sin trabajo, sin pan ni abrigo para sus hijos, que en una nota en que con documentos incontestables probaban la mejor calidad de la obra del operario nacional pedían respetuosamente al Supremo Gobierno que se construyeran en el país los materiales de los ferrocarriles del Estado. En vez de atenderlos, se pedía por la prensa y por notas oficiales que se activara en Europa la contratación de artesanos, y cada vapor que llega de aquel continente deja en Talcahuano y en Valparaíso, a la vista de los artesanos chilenos sin trabajo, a los extraños que llegan a sustituir a los que todavía pueden procurarse el pan para sus familias.

Las limosnas públicas distribuidas con grande aparato, así como los banquetes a los pobres que están introduciendo las damas santiaguinas mientras sus maridos, por ganarse una propina, hacen venir del extranjero lo que construido en el país habría hecho innecesario la humillante limosna, es un procedimiento doblemente desmoralizador y que mereció al maestro Lastarria, refiriéndose a lo sucedido en Francia, las más severas censuras. Es la organización de la caridad «para reemplazar el derecho por la holganza, y la verdad por el pan», proceder que el sabio Lastarria califica de «embustero e hipócrita», y agrega:

«De allí nos viene la moda, y los retrógrados de América se apresuran a seguir la senda de los de Francia, para producir también en nuestras nacientes sociedades el caos alrededor del progreso moral, y extraviar en su provecho las conquistas de la verdad».



Si quisieran educar en las artes manuales a los hijos del pueblo, como pretenden hacernos creer, se admitirían en la única Escuela de Artes que han fundado en la extensión de cerca de 800 leguas de longitud que tiene Chile, a los niños pobres que llegan allí solicitando que se les enseñe a manejar alguna herramienta. La Escuela de Artes tiene capacidad para 300 alumnos; al principiar los cursos de 1902, sólo había en ese establecimiento 156 alumnos; a la matrícula se presentaron 213 niños de pueblo, de los que sólo se aceptaron 121, rechazándose a los demás porque poseían escasos conocimientos literarios, según la Sinopsis oficial de 1902, página 235. Lo absurdo del motivo alegado por el gobierno para no completar el número de alumnos de esa única escuela de artes del país, que está servida por cuarenta y cinco empleados, sin contar cocineros, mozos, etc., ni la junta de vigilancia, lo hace inaceptable.

Si se interesaran por el hijo del pueblo, no dormirían sueño interminable los numerosos proyectos sobre construcción de casas para obreros; no seguirán cobijados en ranchos, cuya miseria es capaz de quebrar el corazón, los hijos de los inquilinos; y los cinco mil padres de familias que serán expulsados de su patria habrían levantado una tempestad de indignación, de clamores y de protestas en aquellas almas santiaguinas que nos exhiben su ternura y su generosidad arrullando a los hijuelos de sus propios desórdenes. Luego veremos cuál es la causa verdadera de esa filantropía miope y de la hora undécima de aquellas gentes.




2.- Beneficencia exagerada y sus consecuencias.

La selección regresiva, antinatural y por lo mismo de funestos resultados que origina la protección a los descendientes de los degenerados morales de toda especie, hecha con el dinero de los virtuosos y sociales, han producido ya en algunos países que se han adelantado al nuestro en esa tarea insensata, males gravísimos, que han sido estudiados en sus detalles y conjunto por sabios europeos.

Este punto de filosofía tiene estrecha relación con la criminalidad de los países, por lo que me voy a permitir dedicarle algunas líneas más.

Ya Darwin, tratando de las consecuencias inevitables del espíritu exagerado de beneficencia, decía:

«Los miembros débiles de las sociedades civilizadas pueden así reproducirse indefinidamente. Sin embargo cualquiera que se haya ocupado de la reproducción de los animales domésticos sabe, sin duda alguna, cuan perjudicial ha de ser para la raza humana esa perpetuación de los individuos débiles».



Spencer ha escrito muchas páginas sobre el mismo tópico. De él es la cita siguiente:

«Alimentar a los incapaces a expensas de los capaces es una gran crueldad. Es un acervo de miseria reunido a conciencia para las generaciones futuras. No puede hacerse un regalo más triste a la posteridad que el de llenarla de un número siempre creciente de imbéciles, de perezosos y de criminales. Ayudar a los bribones a que se multipliquen equivale, en el fondo, a preparar maliciosamente a nuestros descendientes una multitud de enemigos. Hay derecho para preguntarse si la necia filantropía, que no piensa sino en dulcificar los males del momento y persiste en no ver los males indirectos, no produce, como resultado final, un mayor cúmulo de miseria que el que produciría un completo egoísmo».



La siguiente cita es del sabio contemporáneo G.V. de Lapouge:

«No basta, bajo el punto de vista social, que el criminal sea castigado. Eso importa muy poco. Las antiguas ideas sobre castigo y enmienda de los criminales hacen sonreír. Por lo que al presente se refiere, lo que se precisa es ponerlos fuera de la posibilidad de dañar, y en cuanto al porvenir, suprimir su reproducción. Todo descendiente de un malhechor, aunque sea el hombre más honrado del mundo, lleva en sí el germen de la criminalidad. Un golpe de atavismo, un cruzamiento incoherente pueden hacerlo estallar en cualquiera generación. El disfavor y la discordancia son legítimos con los descendientes en el momento de la infracción, y también con toda su familia. Para la posteridad futura es indispensable que, si la pena de muerte no pudiera ser aplicada, el criminal sea colocado fuera de la posibilidad de manchar con su descendencia el cuerpo social de que forma parte».



Para comprender todo el mal que a una sociedad produce a la larga esa incubación artificial de los hijos de los tunantes y bellacos, no hay que olvidar que el dinero que en ellos se gasta no viene de Jauja, sino que pertenece a la sociedad toda, y que muchas veces, por faltarle un centavo, una familia honorable y pobre no alcanza a comprarse el alimento suficiente para el día. Además, hay la tendencia natural a preferir para las ocupaciones a los que se han criado en dichos invernáculos, por los ricos sus favorecedores y padrinos, desplazando a los hijos del pobre de antecedentes familiares honorables. Por otra parte, los niños pobres que quedan desamparados por la muerte de sus padres o por otra circunstancia fortuita tienen una proporción regular en todas partes, mientras que los abandonados por sus progenitores aumentan rápidamente con la protección artificial. Cuántas más casas se funden en una ciudad con ese objeto, mayor es el número de expósitos que llenan los tornos o se abandonan en las puertas de las iglesias u otras partes. Nada prospera con mayor facilidad que el mal cuando se le favorece; sólo la sanción ineludible y severa de la naturaleza es capaz de enfrenarlo.

Spencer se queja de lo que sucede en Inglaterra, en donde, más que la poor tax, son las solteronas ricas las que contribuyen con su dinero y personalmente al fomento inconsiderado de la filantropía con los niños abandonados y los adultos viciosos y haraganes. El 80% de los hooligans de Londres han salido de esos criadores de bribones.

La campaña en este sentido que se lleva a cabo en Santiago reviste caracteres verdaderamente alarmantes. Si hasta aquí no se ha hecho sentir su influencia dañosa, es porque ella es novísima, como todo lo extraño, malo y desgraciado que hoy aqueja al país; pero a seguir así, sus consecuencias naturales serán inevitables: por una parte la actividad que se despliega en hostilizar al elemento sano y trabajador, y por otra la inmigración de criminales extranjeros y la protección a los criminales de casa harán que llegue el día en que Chile sea en realidad una nueva Calabria o algo peor.

Se les han hecho poco a los santiaguinos los numerosos recursos antiguos de bailes, bazares, fiestas teatrales, subvenciones particulares y fiscales, leyes especiales del Congreso, etc. Han apelado aún a recursos vedados; han influido para que se permitan ciertas apuestas llamadas honestamente mutuas, declaradas inmorales por los jueces de Santiago, a condición de que de las coimas de ese juego ilícito se les participe un tanto por ciento. El año pasado se repartió entre ocho instituciones santiaguinas dedicadas a ese fin esa contribución al vicio del juego de azar, que es su autorización.

Pero lo que colma la medida es que el 1.º de junio de este año se inauguró con gran pompa en la capital, apadrinado por las primeras autoridades políticas, un establecimiento puesto bajo la protección de San Estanislao de Koska para «recoger y educar a los hijos de los presidiarios».

Entre los numerosos padrinos de esa institución figuraba el hombre que más ha contribuido a que sigan enviándose desde Europa inmigrantes criminales, en lugar de hacer venir escogidos o de no hacer venir ninguno, como es lo natural, y esperar que vengan de su cuenta.

Una de las notas curiosas de las Estadísticas Criminales recordadas es la admiración que le causa el número de reincidentes entre los criminales de Chile; y como en todo, se explaya filosofando a su manera; pero no dice una palabra de la obra particular de un alto cuerpo gubernativo chileno, que tiene como más frecuente labor la de perturbar la sanción legal de los delitos.

En 1901 salieron de las penitenciarías 53 individuos por haber cumplido su condena, y 100 por indulto del Consejo de Estado. Si a éstos se agregan 6 que fueron relegados a distintas provincias, que vale tanto como indultarlos, tendremos el doble justo de criminales perdonados.

A estar a lo que anuncia la prensa sobre los múltiples indultos que se conceden en cada reunión de aquel alto cuerpo, no parece excesiva esa proporción de dos a uno en ese año. La razón es que el año anterior había sido bastante laborioso en ese menester, y había quedado poco trabajo para éste, como se ve por estas cifras: salidos de las penitenciarías en 1900 por haber cumplido su condena, 32 reos; por haber sido relegados a provincias, 4, salidos por indulto, 128. Cumplieron por lo tanto la pena impuesta por los jueces menos de la cuarta parte de los presidiarios salidos. Pero su bueno le cuesta: en un informe que se ha publicado en los diarios de Santiago a principio de este mes, se deja constancia de que los huéspedes de la penitenciaría que por algún motivo han dejado la casa hasta la próxima reincidencia, salen a la calle sin un centavo de las economías que se han procurado con su trabajo en los talleres del establecimiento, porque las han gastado en conseguirse el indulto.

Lo que es este año de 1903 parece que también dejará muy poco que hacer al próximo en esta rama de la administración, porque a la tarea del Consejo de Estado se ha unido la de la comisión nombrada para averiguar ciertas irregularidades que se habían cometido en la Penitenciaría de Santiago. Dicha comisión, para regularizar la marcha del plantel, ha informado que deben licenciarse juntos 58 de los alojados en la casa. No sé cuál sería el criterio que dirigió esa conmutación en masa, pero estoy seguro de que ella no ha sido el poco tiempo que les haya faltado a esos reos para cumplir su condena, pues el único indultado que conozco por la lista publicada, un señor, Celedón, fue condenado a muerte por haber asesinado a balazos a su madrastra, hace unos ocho años; el Consejo de Estado le conmutó esa pena por la de veinte años de penitenciaría, así es que le faltaban doce para enterar la cuenta. No es tan importante saber si este indultado salió con economías o no, como el tener presente que cuando cometió su crimen tendría a lo sumo unos veintiocho años, de modo que a la fecha está en plenas aptitudes para volver al establecimiento a economizar para un nuevo indulto.

Como la criminología es sólo una rama de la antropología, entra en mis aficiones, y con ese motivo me he procurado muchos libros sobre este asunto, por lo que estoy en aptitudes para asegurarle que la serie de hechos que le he enumerado en las carillas anteriores son una verdadera curiosidad en la ciencia de los delitos. Así seguiremos adquiriendo una envidiable fama en Europa, ya bastante adelantada con la publicación de los Anales y de la Estadística criminal.

De acuerdo están los más entendidos criminalistas en considerar el dinero que se gasta en cárceles (sin confesionario ni asilos de San Koska) como el único que a la fecha emplean los gobiernos directamente en la selección del pueblo que dirigen, y a ese título lo miran como uno de los invertidos con mayor provecho social. La razón alegada por la comisión que pide los indultos a granel de los presidiarios, porque no hay bastantes celdas para hospedarlos aisladamente, si no es interesada, tampoco es científica. Ella puede ser dictada por la depresión del nivel del concepto de justicia que dirige nuestros destinos de nación a la fecha.

En materia de penalidad de la delincuencia el pueblo chileno no encuentra ninguna demasiado severa, nunca se ha quejado del rigor de los códigos. Lo que rechazamos con toda energía porque está en pugna directa con lo más íntimo de nuestro ser, es que se pretenda dictar leyes de carácter general, pero cuya sanción sólo la sintamos nosotros, que se pretenda aplicar las leyes del país con distinto criterio según las castas en que dicen está dividida la población, y que se deje para nosotros lo angosto del embudo en nuestra calidad de inferiores, de esclavos. Es conveniente desengañarse, una vez por todas, de que a este pueblo no se le podrá gobernar así jamás. El país, el territorio podrá admitir esa desigualdad de derechos cuando nuestros gobernantes hayan conseguido reemplazarnos a todos por razas inferiores. Pero hay que abandonar esa ilusión, porque eso no ha sucedido en la historia desde que el mundo es menudo.

Le repito que la pena de muerte para los crímenes para los crímenes graves no nos ha asustado nunca; «el que la hace la paga» y «para morir nacimos» y «al que se muere se le entierra». Repetidos son los casos en que un condenado a muerte ha pedido que se le fusile. Conociendo el desgraciado roto que será incapaz de dominar sus instintos sanguinarios, en frente del trance terrible de la muerte, sus sentimientos sociales de justicia logran ese triunfo magnífico sobre instintos de propia conservación. Pronto está el pueblo chileno a respetar las leyes de Dracón o cualquiera otras siempre que se dicten en bien de la patria y de la raza, y que se apliquen sin excepciones que envuelvan una ofensa; pero estamos cansados de esperar en vano que se fusile a algún criminal de la clase gobernante; al contrario, vemos con verdadera indignación que quedan impunes los crímenes más horrorosos cometidos por algunos de sus miembros, como el envenenamiento de una pobre mujer llevado a cabo con cálculo frío y tenaz que revela entrañas de fiera y la más ruin cobardía, clase de crímenes que jamás comete el hombre del pueblo en Chile, porque repugna a su ser, y que es privativo de la mujer en los países de sicología varonil, siendo estigma inequívoca de psicología matriarcal de un país el que los hombres apelen a ese medio cobarde de asesinato. Todo discurso es inútil enfrente de los hechos, porque imaginarse que nos pagamos de palabras es doblar la ofensa.

Dos generaciones van corridas en las cuales la impunidad de los criminales de la estrada superior de nuestra raza ha debido ejercer, seguramente, su acción funesta en su selección moral.

La campaña santiaguina en favor de los criminales tiene además el grave inconveniente de perturbar el criterio del pueblo, tan correcto en esto como en todo, y en ese sentido es profundamente disociadora e inmoral.

Las consecuencias lejanas de los actos no son vistas con precisión sino por los cerebros superiores; el pueblo ignorante y atrasado en su desarrollo mental en Chile se adapta por instinto al rigor de las leyes dictadas por sus compatriotas ilustrados e inteligentes; pero si ve que esos mismos hombres se empeñan en atenuar ese rigor, sus sentimientos de benevolencia para con sus hermanos primarán sobre los de equidad, y todo lo que tienda a debilitar el severo sentimiento de justicia seca que adorna a nuestra raza es un crimen, un sacrilegio.

Seguramente que entre los sinsabores que experimentan los hombres que guían a sus semejantes no será el menor el de tener que velar sin contemplaciones porque se cumpla la sanción de la ley. «No tienes el corazón bastante duro para gobernar al superhombre», decía Zarathustra. Duras son las leyes de la Naturaleza. «Dura lex, sed lex», decían los romanos. La selección orgánica marcha sobre los cadáveres de los vencidos. Si la especie humana ha llegado a ser la reina de la Creación, es porque en ella la lucha selectiva ha revestido caracteres de especial dureza; sólo en nuestra especie sus individuos han hecho sistemáticamente pasto de sus semejantes: «homo homini lupus». Las razas superiores de la humanidad son el premio alcanzado a costa de millones incontables de sus propios hermanos. Si el hombre desea coadyuvar a la acción de la Providencia, de la naturaleza, en su obra más portentosa, el perfeccionamiento de su criatura predilecta, debe tratar de imitarla. La lucha y el premio al vencedor son la esencia misma del progreso de todos los seres organizados. Duras son las leyes de la naturaleza; pero tienen los méritos inestimables de que se cumplan sin excepciones; de que no pueden burlarse sin sanción y de han sido, son y verán un guía infalible de perfeccionamiento. El porvenir es de la razas que presentan mayor docilidad a la adaptación de leyes sociales que estén en armonía con la de Dios.




3.- Beneficencia exagerada, su causa biológica. Concepto biológico de «raza latina». Ley de civilización de Gumplowicz.

Es un fenómeno psicológico muy interesante por su significado y por la constancia con que se produce, el de la simpatía que despiertan los criminales en las sociedades en decadencia moral. No faltó en Grecia ni en Roma en su período de disolución, y es hoy tan marcado en el mediodía de Europa, que Ferri lo tiene como uno de los caracteres de la raza latina. ¿Es el grito de la conciencia, como creen algunos? ¿Es simpatía por el hombre cuya debilidad moral sienten ellos mismos en su ser, como piensan otros?

Me inclino a creer que no, señor. Hay un rasgo general en todas esas manifestaciones de compasión, de ternura por el hombre desgraciado o que creemos tal, que abarca todas las modalidades de ese fenómeno psicológica. Ese rasgo es la característica del alma femenina: la protección al chico, al débil, al incapaz. Son las mujeres en todos los países las más entusiastas y abnegadas servidoras de esa campaña, que se extiende pronto y con ardor a los niños desvalidos, a los huérfanos, a los desamparados. Es el reinado de la beneficencia y el triunfo de su reina, la mujer.

La selección ha desarrollado necesariamente en la hembra de todos los animales ese instinto poderoso que la obliga a dedicar todos sus afanes, sus ternuras y su vida misma al ser que en los primeros momentos de su existencia ha de deberlo todo al esfuerzo extraño. Es la existencia misma de la especie la que está ligada a ese instinto materno, instinto tanto más desenvuelto y enérgico cuanto mayor es la incapacidad en que viene al mundo el retoño de la especie respectiva, y es el vástago humano uno de los más desvalidos en su primera infancia. De allí que en la mujer ese instinto sea tan poderoso. Nada tiene que hacer en esto la reflexión, no es en ella un acto cerebral de los que llaman voluntarios, es sólo producto de órganos, de vísceras particulares a su organismo femenino. La frase «amor entrañable» que para el hombre es simple figura de retórica, expresa una realidad fisiológica para ella. No necesita de reflexiones de ninguna especie una niñita de cinco años para arrullar amorosamente en sus brazos una botella envuelta en un pañuelo.

Los sentimientos de beneficencia, que en el hombre nacen sólo de la representación en nuestro espíritu del sentimiento ajeno, según Spencer, tienen además en la mujer raíces muy hondas, por lo que la exageración de tales sentimientos en una sociedad cualquiera son prueba inequívoca de la influencia femenina en la dirección social. Esa influencia más o menos ostensible del control de la mujer en todas las sociedades en descenso moral, ha sido notada por todos los filósofos de todos los tiempos, y vienen siempre acompañada de lo que se ha llamado afeminamiento de los caracteres en los hombres.

La concomitancia constante entre ese feminismo general y la depravación de las costumbres familiares y en consecuencia sociales, hizo pensar a los antiguos filósofos en la existencia de alguna relación causal entre ambos fenómenos. Para los sociólogos modernos han cesado las dudas, las relación existe y es inmediata. Es la obra del alma de la mujer.

Es una carta sobre criminalidad, como la presente, no creo que esté del todo fuera de lugar ahondar un poco en esta cuestión de la moralidad doméstica y sus relaciones con la psicología femenina. Esta investigación nos hará conocer el fundamento de algunos rasgos de la psicología chilena que con ella se relacionan, y me servirá para manifestar lo que significa la expresión «raza latina» psicológicamente considerada, asunto de actual interés en este tiempo en que el país está amenazado por la invasión de las costumbres y personas de esa raza. Creo además necesario el esclarecimiento de este tema a la luz de los conocimientos modernos, porque es de trascendental importancia ética, y anda muy embrollado y hasta desconocido del todo en Chile. Le dedicaré algunas carillas con las reservas que se hacen necesarias a un escrito por la prensa sobre esta delicada cuestión, confiando en que el buen sentido y la corrección de los instintos de los chilenos en esta ayudarán a los lectores que no posean conocimientos especiales sobre ella, a comprender esta somera exposición de un tema que necesitaría muchas páginas para ser dilucidado convenientemente.

Para recordar sólo dos de las más conocidas y extremas, tenemos como atenuada la psicología latina de hoy día, que he bosquejado en algunos pasajes anteriores y que seguiremos viendo más adelante. En los comienzos de la historia escrita de estos pueblos, los signos matriarcales eran muy acentuados. Las mujeres íberas las pinta Estrabón como muy varoniles y peleando en sus ejércitos al lado de los hombres. La cubada, signo matriarcal típico, era practicada por los íberos. La trasmisión de la herencia por la línea femenina y la del nombre de los descendientes parece que fue la regla, quedando reducida en tiempos posteriores ese derecho sólo a la descendencia de la primogénita, como recordé. La tenacidad con que la íbera ha perseguido en todo la imposición de su nombre a sus hijos es curiosísima y la he seguido hasta Irlanda y Escocia con los Pictos. A esa tenacidad es debida la costumbre actual en españa y otros países que la han heredado de poner el apellido materno al lado del paterno en sus nombres y firmas, como vimos más atrás. Sales y Ferré trae en sus Estudios de Sociología muchos otros signos del matriarcado íbero. Los Etruscos, que han denominado en tiempos protohistóricos tal vez toda la Italia, se firmaban o nombraban a sí mismo sólo con el apellido o nombre materno. En los sepulcros que de ellos se han descubierto, el nombre del muerto aparece con la frase «hijos de fulana». Se sabe que eran en gran parte comunistas, y sus fiestas religiosas tenían la marca típica del matriarcado: la falta del recato. Las fiestas de las Lupercales eran «verdadero carnaval de pastores; veíase allí los luperos (luperci, los que alejan el lobo) correr y balar, con el cuerpo desnudo y con una piel de chivo rodeando la cintura, y aporreaban a los transeúntes a zalcazos». (Mommsen, Historia de Roma, tomo I, «Los Sacerdotes»).

Describiendo las Mascaradas el mismo autor (capítulo 15), dice que llegaban «muchas veces hasta la licencia más desenfrenada». Algo atenuados, esos espectáculos son los que hoy mismo se llaman carnaval y mascaradas, que se pretende introducir en nuestras costumbres, a pesar de las protestas del «bajo pueblo». Mommsen dice que la palabra obsceno viene de obsco, nombre de un pueblo del centro de Italia, y que significa «trabajadores de los campos». Lascivo, según el mismo, viene de Lases, nombre de los Buenos Genios etruscos, y que ciertas canciones de las mascaradas se llamaban fesceninnas. Son muchos los signos de matriarcado etrusco que acompañaban a los anteriores. De la misma manera eran matriarcales perfectos los Pelasgos, pobladores de la Grecia y comarcas vecinas, los cuales, sicológicamente considerados, son también latinos, en la acepción que aquí doy a esa palabra.

Como extremo a que puede llegar la falta de celo varonil y dominio completo de la mujer, pueden citarse muchos ejemplos históricos y también contemporáneos de razas inferiores. Un ejemplo. Los Nairs, de la costa de Malabar, en Indostán:

«Hállase agrupada la sociedad nair en clanes, compuesto cada uno de ochenta a cien personas, y dividido en familias. Consta la familia de la madre, de los hijos y del tío materno. El marido es como un huésped, que sólo entre en la casa en ciertos y determinados días, y aun entonces no pueden sentarse a la mesa con su mujer y sus hijos.

La madre goza de la más alta consideración, y después de ella la hija primogénita.

A la madre exclusivamente pertenecen los bienes, que no se transmiten sino por las mujeres».


Después de relatar las ceremonias nupciales, Sales (ob. cit., pág. 91) agrega:

«Desde este instante el matrimonio está concluido y se consuma, pero esta ceremonia no tiene por objeto dar marido a la joven; lejos de esto, el que ha oficiado de tal, sea pariente, amigo o desconocido, no puede serlo, debiendo, a los cuatro o cinco días abandonar para siempre la casa de la novia. Todo el objeto de este casamiento se reduce a despojar a la doncella de la castidad, y autorizarla, mediante esto, a tener amantes, que la madre le ayuda a buscar; porque es artículo de fe, entre los Nairs, ‘que la doncella que muere virgen no entra en el paraíso’. Se ve que son preceptos religiosos inventados por la mujer.

Si la novia es hermosa, pronto se asocian tres o cuatro Nairs para mantenerla en común, y al paso que crece el número de los asociados, así sube la fama y la gloria de la joven. Esta puede tener a un tiempo cuantos maridos le plazca; pero suele contenerse, por lo general, con diez o doce, que mira como otros tantos esclavos subyugados por sus encantos».


No hay para qué decir que los tales Nairs son una de las castas humanas más miserables y adyacentes de la humanidad. Hay en etnografía muchos ejemplos semejantes.

Sabido es por todos que la familia es la piedra fundamental de la sociedad. El mismo espíritu que preside a la formación del grupo simple familiar rige el grupo complejo social. El mismo concepto moral, jurídico, religioso, etc., dirige ambos grupos con las solas diferencias externas de su aplicación a entidades más o menos compuestas.

Los estudios de psicología étnica tienen hoy comprobado que en las razas de psicología patriarcal o varonil la organización de la familia descansa en el celo sexual o egoísmo de reproducción del hombre, y que el pudor, el recato, virtudes fundamentales del grupo familiar en estas razas, deben su existencia a ese mismo celo varonil.

En las razas matriarcales no siempre existe un grupo familiar bien determinado y concreto; esa célula social es a menudo de contornos indefinidos, porque las relaciones sexuales en esas razas no tienen ese núcleo vital de un solo hombre y su progenie, que poseen las patriarcales. Pero lo que establece su más marcada diferencia bajo el punto de vista moral, es que su organismo doméstico no tiene por base el celo del hombre, careciendo, en consecuencia, del sentimiento del pudor. Es tan conocido ese rasgo del matriarcado, que a la vista de figuras o de descripciones de cualquiera raza o estirpe humana en que aparezca de manifiesto por el traje o costumbres de ella su falta de pudor, los psicólogos están seguros de que en esa raza domina la psicología matriarcal con todos sus demás caracteres.

La limitación de las relaciones sexuales, que en la familia varonil está regida por el egoísmo genésico del hombre auxiliada por el recato, en la familia matriarcal obedece a reglas extrañas, como el tabú, relaciones de tribus, prescripciones religiosas, intereses materiales, etc. El hombre carece en ellas de celo y aun de iniciativa amorosa, siendo la mujer la que tiene bajo su control todo lo que a la perpetuación de la estirpe se refiere. Hay, naturalmente, muchas graduaciones en esta materia.

Todas las grandes civilizaciones que registra la historia han florecido en pueblos matriarcales gobernados por castas indígenas o razas extranjeras patriarcales, con excepción de las civilizaciones contemporáneas de las naciones teutónicas. Ése es el fundamento bio-psicológico de la ley de la civilización de Gumplowicz:

«Todo elemento étnico esencial potente busca para hacer servir a sus fines al elemento débil que se encuentra en su radio de potencia o que penetra en él. Esta tesis sobre la relación que presentan entre sí los elementos étnicos y sociales heterogéneos, esta tesis con las consecuencias que de ellas derivan, sin que se pueda exceptuar una sola, encierra la solución completa del enigma del proceso natural de la historia humana».


Hay pruebas sobradas de que el elemento «potente» y el elemento «débil» corresponden al patriarcal y al matriarcal respectivamente.

La raza dominante dicta las leyes e impone sus costumbres a la dominada, tras resistencia de variable intensidad según los casos concretos. La imposición del régimen patriarcal en la constitución de la familia y la del pudor como virtud doméstica a las razas débiles por las potentes, es la nota más característica de la lucha moral que se entabla en las sociedades compuestas de esos dos elementos. El criterio de moral es el de la clase superior, y los escritores y los filósofos han tenido como base de la correcta administración de los estados la severidad de las costumbres domésticas de sus mandatarios.

Todas las civilizaciones que han nacido bajo ese régimen han decaído y muerto, después de un período más o menos largo de esplendor. En las últimas etapas de su evolución es cuando se ha visto decaer el celo sexual varonil, amortiguarse el pudor, aflojarse los vínculos de la familia y asomar de mil maneras la influencia femenina en la dirección de la sociedad.

¿Cómo se ha operado esa evolución? Los pensadores antiguos se aplicaban esa rotación creyéndola una ley particular a toda sociedad, que de la niñez a la muerte eran llevadas por una fuerza fatal de origen desconocido. La evolución política, que marcha paralela a la moral de esas naciones, llevándola de la monarquía a la democracia y a la anarquía para volver a la monarquía nuevamente, la llamó ritornelli Vico, circoli Maquiavelo y ritmos otros filósofos. Hoy los biólogos conocen la causa de ese proceso y sus etapas. Es sencilla y no tiene nada de extraño ni particular: la raza conquistadora es siempre mucho menos numerosa que la que puebla el país conquistado por aquélla, y además nacida y desenvuelta en clima a menudo muy diferente del de sus nuevos dominios. La conjunción de ambas razas, que viene tarde o temprano, trae como consecuencia necesaria la absorción de la menos numerosa por la que lo es más, absorción favorecida por los inconvenientes que a los forasteros acarrea la aclimatación. A estas causas biológicas de agotamiento de la clase de los señores, se unen las sociológicas de que son esos señores los que proporcionan mayor contingente de guerreros, siendo a veces ellos solos los que forman el ejército, y de que emigran en gran número en busca de nuevas conquistas, de nuevos servidores.

Todos los agricultores que se han preocupado de mejorar sus castas de animales conocen perfectamente como se consume al cabo de algunas generaciones la sangre fina importada, cuando a los mestizos se les deja reproducirse libremente entre ellos y con los animales criollos, hasta que llega a reaparecer la casta ordinaria primitiva. El caso es el mismo, agravado en el hombre por las causas sociales apuntadas.

Las fases de los ritmos o círculos de que hablan esos autores están caracterizadas así:

1.ª: Amos conquistadores, patriarcales, de moralidad doméstica severa, régimen monárquico;

2.ª: Período de mestizaje, ordinariamente el más brillante en cultura y civilización, atenuación de los signos patriarcales, debilitamiento del pudor, régimen político menos sólido, menos exclusivo de una casta;

3.ª: Período de absorción o agotamiento de la sangre noble, decadencia moral en todos sentidos, el gobierno pasa a manos de la raza inferior y se establece la democracia matriarcal socialista igualitaria, seguida rápidamente por la disolución moral, social y política: anarquía. El país queda preparado para una nueva invasión y comenzar un nuevo ritmo.

Las pacientes investigaciones a que se han entregado en este último tiempo algunos sabios alemanes y franceses respecto de los signos físicos de los pobladores de los países en que esas estampas de civilización son mejor conocidas, confirman por completo las deducciones suministradas por la psicología. Como la raza conquistadora ha sido la germana en los pueblos en que se han hecho esos estudios, los tres períodos están caracterizados:

1.º: Por la existencia de dos razas, una rubia y otra de pelo negro y baja;

2.º: Por individuos con caracteres étnicos, mezclados; y,

3.º: Por gran mayoría de personas de pelo negro y talla pequeña.

El régimen familiar y político patriarcal de los países del sur de Europa, ha sido impuesto por varias invasiones germanas de esas regiones. La psicología indígena del mediodía de ese continente es matriarcal perfectamente caracterizada. Es sabido que los primitivos griegos, los Pelasgos, no conocían el matrimonio. A los patricios romanos, de origen germánico, les parecieron tan extrañas las costumbres familiares indígenas de Italia, que las llamaron mores ferarum; nadie conocía allí a su padre. los vascos españoles practican todavía la cubada, y hasta hace poco más de una centuria los hijos y el esposo de una heredera debían llevar el apellido de ésta, perdiendo el esposo el suyo propio.

El fenómeno de la decadencia de la raza latina, como lo llama el profesor italiano Sergi y tantos otros, es pues sólo un proceso de depuración de esa raza; no hay degeneración sino purificación, vuelta a su naturaleza primitiva por la eliminación de la de la sangre extraña. El Pelasgo ha reaparecido en Grecia y sur de Italia, el Etrusco en el centro y el Liguro en el norte de esta península, como el íbero en España y parte de Francia. Los etnólogos estiman en cinco o seis por ciento la sangre germana que aún resta en esas comarcas.

La vuelta por lo tanto de ese espíritu en el sur de Europa, una de cuyas numerosas y elocuentes manifestaciones es esa ternura por los presidarios, es uno de los signos psíquicos, que al par de los físicos, comprueban la absorción de la sangre patriarcal que allí aportó la última invasión teutónica. Nada tiene, pues, de impropio que el sociólogo criminalista italiano antes citado tenga como latino ese fenómeno.

En los pueblos de psicología matriarcal, ya sea que siempre lo hayan sido o que vuelvan lentamente a su primitivo estado después de un período impuesto de psicología patriarcal, ese movimiento feminista no causa tan graves perturbaciones domésticas ni sociales como las que produce en los pueblos en que una larga selección ha desenvuelto instintos profundos de psicología opuesta.

En las razas matriarcales los sentimientos y raciocinios, y por lo tanto la conducta privada y pública, son armónicos, orgánicos en sus tendencias. Ni el celo varonil ni el concepto riguroso de justicia han dirigido en esas razas la formación de la familia tal como en ellos está constituida, ni tampoco el agregado social, por lo que la pérdida del primero y el debilitamiento del segundo no perjudican la evolución de la sociedad, dentro del marco en que se desenvuelve en dichos pueblos.

Cuando, por el contrario, una causa cualquiera hace aparecer en una raza o capa social de instintos patriarcales primitivos alguna manifestación de la influencia del espíritu femenino, es porque el control varonil, su celo y el recato, que marchan juntos, están en quiebra, y como en estos pueblos esos sentimientos son la base de la correcta organización de la familia, su pérdida o su debilitamiento indican que se ha operado o está muy avanzada la disolución del grupo orgánico fundamental de la sociedad, que los cimientos del orden social están socavados, que el peligro de derrumbe es inminente.

Es con razón que el consenso social en los pueblos patriarcales consideran vinculados al celo varonil todas las demás virtudes domésticas y sociales, y hace consistir en ese celo el honor mismo del hombre. El individuo que no siente unidos inseparablemente a su delicadeza la castidad y el pudor de las mujeres de su familia es tenido, con justicia, como un ser degradado, villano, corrompido, en el cual la sociedad debe ser un enemigo.

La influencia del control de la mujer en las naciones latinas tanto en las costumbres domésticas como en la dirección del Estado, es grandísima a la fecha, aunque generalmente oculta, porque sabe por tradición lo que disgustaba a los bárbaros el que ellas se metieran en lo que no les incumbía, y aunque esos hombres han dejado de ser amos directos, han formado en sus tierras primitivas naciones poderosas que miran de reojo a la meridionales.

Los latinos se glorían de la influencia mujeril en la cosa pública. Adolfo Posada (Feminismo, página 225) rechaza con energía la creencia de algunos que niegan esa influencia en España. Dice:

«Pero no hay tal: porque ahondando un poco en nuestra misma vida real se advierte que por costumbre, fuera o contra la ley, la mujer ejerce un influjo personalismo en las esferas de la vida política militante, y la opinión se da de ello cabal cuenta. ¿Es un secreto para nadie que en las intrigas políticas juegan gran papel las mujeres? ¿Lo es quizá como influye por medio de la mujer siempre la Iglesia en todas las situaciones? La opinión sabe que mil veces los títulos de Presidenta del Consejo o de Ministra, no son meramente honorarios».


No trae Posada, como comprobante de la excelencia del feminismo, que tanto alaba, ningún dato demostrativo del floreciente progreso de aquella nación en donde las mujeres juegan las intrigas políticas, y que tiene Presidenta y Ministra de verdad.

Es un hecho que las mujeres de las razas matriarcales tienen más carácter, más iniciativa, son más mandonas y voluntariosas que sus hermanas de las razas patriarcales menos femeninas.

Las mujeres de los pueblos de psicología varonil deben, como he dicho, sus virtudes domésticas al control del hombre, el cual, impulsado por su egoísmo reproductivo, ha ido eliminando violentamente durante largo número de generaciones a las mujeres que no le daban una seguridad completa en sus aspiraciones de ser él sólo su varón. De allí que sólo hayan sobrevivido esas mujeres sumisas, devotas y fieles, que son el encanto del corazón del hombre de esas mismas razas.

La trasformación, por lo tanto, que todos los observadores notan en la raza del sur de Europa, obedece a una ley fatal biológica, cuyo cumplimiento no detendrán la educación germana de su juventud, ni las declamaciones infantiles de algunos de sus publicistas. La energía de sus mujeres y la débil acentuación del carácter de sus hombres, son una prueba de que la diferenciación moral entre los dos sexos en esa raza está atrasada en su evolución respecto de la germánica, y que la labor de las cooperación social está menos especializada, menos dividida, es más rudimentaria en las razas matriarcales, o «débiles», como las llama Gumplowicz, que en las patriarcales o «fuertes». Ese enfermo está desahuciado por los técnicos porque tiene horror al único remedio que podría curarlo, y lo rechaza bajo todas las formas que se lo presenten, se siente incapaz de someterse al tratamiento salvador de la lucha selectiva, tomada a fuerte dosis, como lo necesita.

La gran participación que la mujer tiene en la perpetuación de la especie ha hecho que la selección subordine a esas funciones todas las demás de su economía; por cuyo motivo ha quedado atrasada respecto del hombre en su desarrollo físico, moral y mental. Desenvueltas además sus virtudes domésticas por influencia del hombre en el último período de la evolución de la humanidad, en el período social, las virtudes femeninas se resienten de la falta de fijeza que poseen sus instintos primordiales. De allí que la mujer de las razas patriarcales siente a menudo la necesidad del auxilio moral masculino para vencer sus inclinaciones al mal; de allí que reclame como un derecho ese auxilio y experimente un dulce alivio al sentir sobre su flaca humanidad la mano severa del esposo. No es raro que ellas mismas suspendan sus lamentos para defender ese derecho y el de su marido, y protestar de la intromisión de algún extraño que se retira creyendo estúpida a esa mujer.

La castidad sólo será una gran virtud cuando sea un instinto poderoso, dice Nietzsche. Zarathustra recibió en una ocasión consejos de una mujer. Era una anciana que sabía analizar su propio pensamiento y que poseía un gran tesoro de experiencia, en el cual lo más preciado era una pequeña verdad:

«-¡Dame, mujer, tu pequeña verdad! -le dije.

Y la viejecita habló así:

-¿Tú vas donde las mujeres? No olvides la huasca».


Antes era una costumbre en Rusia, y hoy sólo existe en algunas regiones, la de que el padre de la novia regalará a su futuro yerno, al tiempo de verificarse el matrimonio, una pequeña huasca simbólica. Es sabido que los rusos son muy amantes de sus esposas.

«La verdad de que una mujer quiere a menudo más a un hombre fuerte que la maltrata, que a uno débil que la trata bien, muestra cuán grande es la equivocación del marido que acepta la posición de subordinado»


(H. Spencer)                


Los Godos, amantísimos de sus familias, tenían ligera la mano con sus esposas; en cambio cuando faltaban carros en alguna marcha de la tribu, los hombres cargaban a la espalda a sus mujeres.

Entre los nombres que la esposa araucana daba a su marido de uno era epunamum, esto es, el que me lleva en sus brazos, o «en peso», como traduce Gómez.

Sabido es que el hombre ha tenido amplios derechos sobre su esposa en todos los pueblos patriarcales, derechos que han ido disminuyendo al paso que las costumbres han ido dulcificándose. El derecho de vida y muerte que tenía el esposo romano sobre su mujer, no era seguramente sino la justificación de antigua costumbre, derecho consuetudinario convertido en derecho positivo, en la ley escrita, y que concluyó en época prehistórica en las familias germanas, con la mujer de instintos poliándricos, hecho al cual se debió aquella dulcificación de las costumbres del hogar patriarcal y su expresión en las leyes escritas.

En las razas matriarcales es la mujer la que manda en la familia, y también en el Estado en gran parte, por la línea femenina se trasmiten hereditariamente los derechos civiles y políticos, de la madre heredan su nombre los hijos, puesto que el nombre del padre no puede saberse de seguro cuando son varios los esposos de una misma mujer. El estado de perfecto matriarcado sólo se encuentra a la fecha en tribus que permanecen en estado de salvajismo o de barbarie. En las razas matriarcales que han llegado a la civilización, especialmente en aquellas que han estado largos siglos sometidos a conquistadores patriarcales y que han mezclado su sangre con ellos, los signos de matriarcado aparecen hoy muy atenuados y sobre todo encubiertos; sin embargo son siempre muy visibles para los psicólogos.

La esposa de raza patriarcal o varonil se siente subordinada a su marido, encuentra un íntimo placer en someter su voluntad hasta en los detalles nimios de la vida doméstica a la voluntad del padre de sus hijos. Con el matrimonio esa casta de mujeres pierde gran parte de su propia personalidad y aun de su inteligencia, como afirma Spencer; y sus hijos pasan a ser sólo una parte del hombre.

La mujer de las razas matriarcales, aun de las más civilizadas, como las latinas, conserva supervivencias pasionales de la época de su antiguo dominio. Se casa esta mujer teniendo la íntima convicción de que le corresponde de derecho y por deber la dirección de su esposo, no sólo en lo de desviarlo de algún hábito pernicioso, sino de imprimir en él su modo de entender las cosas, su espíritu femenino, y de dirigir su actividad mental, de gobernarlo, en una palabra, de «amansarlo», como suelen decir algunas, y se glorían como de un gran triunfo, como de la obra más provechosa, cuando lo consiguen. La dirección moral y religiosa de sus hijos la disputa hasta conseguirla; en el gobierno de la casa no admite la menor intervención, puesto que ella es la que entiende de esas cosas y es la reina del hogar, como se proclama. Rara vez o nunca dice «tus» hijos hablando con su esposo, sino «mis» hijos. Esa situación de cada instante y de por vida en el hogar doméstico, sostenida con la tenacidad de una función orgánica necesaria, puesto que es sólo la esterilización del funcionamiento de estructuras cerebrales heredadas, es uno de los más graves inconvenientes a la paz y felicidad del matrimonio de un hombre de psicología patriarcal con una mujer de instintos opuestos. Él es asimismo la más pesada rémora de la evolución al patriarcado de la raza latina, muchos de cuyos hombres sienten la tendencia hacia esa evolución natural. Ya recordé que la mujer presenta mayor resistencia que el hombre a la evolución orgánica.

El celo feroz y sanguinario, producto en el hombre prehistórico de su egoísmo reproductivo, terminó una vez llenada la misión para que fue creado, y en su lugar nació el celo vigilante de cada momento, pero sin impetuosidades violentas, que ya no eran necesarias, y así se establecieron las relaciones sexuales ordenadas del matrimonio patriarcal con sus derechos hereditarios a la vida de la esposa.

Esa armonía psíquica de los matrimonios patriarcales ha concluido por transformar el instinto genésico animal del hombre primitivo en el amor del esposo, que no es la pasión sensual, ni el amor apasionado del novio, sino un sentimiento tranquilo, natural, como el que se siente por una parte del propio ser, por la mejor parte del propio ser; sentimiento que no encuentra amplia base para desarrollar en los esposos matriarcales en estado de transición, como es el que atraviesan los pueblos meridicionales europeos. De esto proviene el hecho curioso de que sea precisamente en las razas cuyos antepasados han derramado a raudales la sangre de sus esposas, en las que a la fecha sea más raro, casi inusitado, el uxoricidio. El esposo ofendido en su honor conyugal descarga de preferencia su cólera sobre el hombre ofensor. Matar a su esposa sería para un Germano de sentimientos correctos como apuñalar su propio corazón. Por el contrario, el matriarcal, a pesar de su débil o nulo egoísmo reproductivo, la ofensa a su derecho legal de propiedad, que es el más fuerte en él, o a su delicadeza de esposo, la venga de preferencia en su eterna rival de cada instante. No creo necesario repetir que lo anterior es lo general. Las excepciones, aquí como siempre, confirman la regla.

Las consecuencias sociales que se desprenden de la diversa psicología conyugal entre patriarcales y matriarcales son numerosísimas y transcendentales. Sin hablar de la importancia de la intromisión de la mujer en la dirección de la sociedad, ni de las leyes que rigen la constitución de la familia entre unos y otros, quiero decir aquí dos palabras sobre la diferencia capital que existe entre lo que se llama feminismo en las naciones matriarcales y lo que se nombra con la misma palabra en las naciones germanas.

En las naciones latinas lo que se entiende por feminismo es realmente la reversión atávica al dominio real de la mujer, a la imposición de la psicología femenina en la dirección del Estado. Por eso se aúnan en las doctrinas sociales feministas de aquellos países las tres marcas más características del matriarcado: el sentimiento comunista de la propiedad, la sustitución de la justicia por la beneficencia en la distribución de los beneficios sociales, y la depresión de las virtudes que en los pueblos patriarcales son el fundamento de la moralidad de la familia y de la moralidad general. El feminismo político de Inglaterra es un sentimiento completamente diverso: se inicia allí el mismo fenómeno interesantísimo que apareció en Australia y Nueva Zelanda: una reacción natural hacia un régimen más democrático. Como la mujer inglesa, de Europa o de Oceanía, no se permite opinar de diverso modo que su marido, el derecho de sufragio concedido a las mujeres casadas en la Australia inglesa fue sólo el establecimiento espontáneo de lo que los políticos llaman voto proporcional: el hombre casado tuvo así a su disposición dos sufragios. De ese modo en aquellas colonias inglesas se impusieron en su dirección política las doctrinas democráticas, que las conducen rápidamente a una prosperidad maravillosa. Obtenida la reacción democrática, ha cesado ya casi del todo la importancia del voto femenino, y hoy las damas australianas con pocas excepcionales se queda en sus casas el día de las votaciones, y los australianos se ríen de buena gana recordando los tiempos de sus hermosísima campaña política con el sufragio de sus mujeres.

El feminismo de EE. UU es sólo un problema moral transitorio desarrollado en algunas de sus grandes ciudades, problema que resolverán satisfactoriamente el día en que pongan manos a la obra, tarea que ya empiezan sus grandes diarios.

Por eso no se ven ni en Inglaterra, ni en Australia, ni en Norteamérica los demás signos de matriarcado. El individualismo que domina EE. UU. es único en el mundo por su severidad, como lo veremos más adelante. Las virtudes varoniles domésticas inglesas son ejemplares bajo todas las latitudes. El feminismo latino y el feminismo germano son dos fenómenos distintos con el mismo nombre. Analizaré más adelante esta materia con mayor detención cuando trate del concepto político del pueblo chileno.

Y volviendo a la condición de la esposa en las razas patriarcales, recordé que la mujer adúltera entre los Araucanos perdía su derecho a la existencia, quedando su vida a la voluntad de su marido, sin embargo, el esposo indígena, que era celosísimo e inexorable con el hombre que había atentado a su honor, se limitaba de ordinario a vender como esclava a la esposa infiel o a devolverla a sus padres, el cual estaba obligado a restituir al yerno ofendido lo que de él hubiera recibido al tiempo del matrimonio.

Mientras los antiguos romanos tuvieron derecho de vida y muerte sobre sus esposas, la historia no registra ningún caso en que se hubiera ejercitado ese derecho; fue después que se suprimió, en honor y beneficio de la mujer, cuando se vieron los uxoricidios cobardes de todas clases haciendo número en la insensata criminalidad de los males tiempos del Imperio.

Pero no hay manera de convencer a los latinos con los hechos. La enseñanza que encierran los hechos deriva del acervo de ideas almacenado en la cabeza, y ya sabemos que el cerebro de esta raza, según Feri, sólo entra en funciones por la excitación del momento, ya sea producida por un hecho actual o por palabras. Que sigan creyendo que son ellos los que mejor saben amar a sus mujeres porque piden para ellas todas las libertades, todos los derechos; pero que no pretenden hacernos creer a nosotros en esas palabras los mismos que las dejan perecer en los incendios o ahogarse en los naufragios sin prestarles ayuda.




4.- Una causa biológica de la decadencia de las sociedades.

El último de los tres períodos en que, para facilitar la descripción, supuse dividido el ciclo de las civilizaciones, es le más corto. El auge y el brillo alcanzados durante el período del mestizaje prolonga a veces la vida de esas sociedades por la inercia de las cosas, cuando no se presenta la ocasión de poner a prueba su resistencia; pero bajo esa capa brillantes se esconde en sus postrimerías un esqueleto roído por la carcoma moral. Desde entonces la pendiente se torna en precipicio.

¿De qué manera la corrupción de las costumbres trae lo que llaman degeneración de las razas? No toda la simultaneidad constante de esos dos hechos, los pensadores lo han relacionado, pero sin dar con su verdadera causa. No es la corrupción de las costumbres lo que trae la degeneración de una raza o más bien de una sociedad de las que trato, es, al contrario, el agotamiento o extinción de la raza superior, cuyo espíritu había sido la fuerza creadora de esa civilización, lo que produce su ruina moral y política. Pero es verdad que el efecto se convierte a su vez en causa aceleradora de la decadencia: desenfrenadas las costumbres domésticas, desaparecen rápidamente los últimos vástagos de la raza dominante.

Cuando los hombres de una casta o capa social superior en una raza patriarcal pierde, ya sea por impureza de su sangre o por otra causa, el celo sexual, el fenómeno de su degeneración lo explican los sociólogos modernos sin apelar a castigos providenciales por la corrupción que la pérdida de aquella virtud trae consigo, ni se contentan con suponer una causa oculta. Proceden como los biólogos cuando desean explicarse un caso de variaciones extensa en una especie: comienza por averiguar las condiciones bajo las que se verifica la función de su perpetuación, antes de pasar a otras indagaciones, y allí la han encontrado patente.

La degeneración en este caso es sólo cuantitativa, no hay un cambio radical psicológica sino únicamente descenso en su manifestaciones: el carácter se amortigua, la inteligencia se obscurece, los ideales se apocan, las ambiciones se reducen. Se han perdido pues precisamente los distintivos de superioridad social. Es que el ojo avizor del celo es, sino el único, el más eficaz guardián de que la filiación real humana corresponda a la que aparece en los libros del Registro Civil o parroquiales. En las clases en que el hombre ha perdido esa virtud generadora de la moralidad de su hogar, se nota muy pronto, a veces desde la primera generación, que los retoños de estirpes que han dado ciudadanos honorables y de alzados anhelos patrióticos, aparecen mostrando, sin que se sepa de quién los han heredado y en ocasiones con una precocidad pasmosa, el genio trapalón de cocheros, instintos de pinche de cocina o ambiciones de hortera. No hay en eso degeneración; así no degeneran las especies ni las razas; eso se llama sustitución. Y son desgraciadamente los hombres de valer por sus otras cualidades, aquéllos cuya actividad cerebral consume en provecho de la sociedad misma la mayor parte de sus energías, las primeras víctimas de ese proceso bastardo.

En esos tiempos de decadencia, los buenos, los previsores se casan tarde, los malos, aunados, los excluyen de los negocios públicos y el malestar social aumenta y se extrema hasta provocar la reacción:

«La superioridad individual -dice Lapouge- es una causa no solamente de inferioridad positiva de la natalidad, sino también de eliminación directa en los estados sociales imperfectos, y el mecanismo de la decadencia es una selección regresiva eliminadora de los elementos superiores. Los economistas dicen que la moneda débil destierra a la fuerte; en el conflicto de clases y de razas, la inferior derrota a la superior».



Esto sucede cuando las razas superiores se dejan embaucar por las declamaciones interesadas de las inferiores respecto al absurdo de la igualdad de todas las razas humanas.




5.- Criterio varonil y criterio femenino de la justicia. Fundamento biológico de la necesidad de las virtudes domésticas, especialmente en la mujer.

La locura filantrópica santiaguina tiene, como puede verse por lo anterior, un significado mucho más grave del que puede colegirse de un examen superficial. Ella es una manifestación visible del influjo perturbador de la mujer en la administración del Estado.

«Sólo la justicia hace grandes y felices a los pueblos», es aforismo repetido por todos los pensadores. La mujer habla a menudo de justicia; pero es necesario no pagarse de palabras sino observar lo que ella llama con ese término, y como procede.

Justicia, dice Spencer, implica «que cada individuo recoja los resultados favorables o desfavorables de su propia naturaleza y de la conducta consiguiente», o como decimos nosotros «a cada cual lo suyo y por su bueno»:

«Pero es nota especialísima de la naturaleza de la mujer -añade el mismo filósofo- consecuencia de sus funciones maternales, distribuir los beneficios no en proporción del mérito, sino en proporción de la falta de mérito, dando más donde la capacidad es menor».


El que no lo ha visto comprende sin embargo perfectamente el caso de una madre virtuosa y sensata que espera, disimulando su impaciencia, a que se duerma, rendido por el trabajo del día el hijo que sostiene penosamente a su familia, para entrar en puntillas a su cuarto registrarle los bolsillos y sustraerle su escaso dinero de reserva, saliendo triunfante con su presa y murmurando con aire de quien proclama una verdad inconclusa:

-No es justo que éste tenga plata de más cuando al otro le faltará muchas veces un peso para comer.

«El otro» es el hijo mayor, el tunante de la familia, un bribón egoísta que ha encontrado razones para convencerse de que sólo los tontos trabajan en este mundo.

Cuando desde esta pampa salitrera contemplo con la imaginación a nuestros más encumbrados hombres dirigentes acercarse con una sonrisa maternal a la cuna de un rorro de bandido, de los patrocinados por San Koska, y hacerle cariñitos en los carrillos con la punta del dedo, mientras le dice «agú» con voz meliflua, veo como si lo estuviera mirando con los ojos de la cara, que son las mujeres de las familias de esos mandatarios, esposas, madres, hermanas o hijas, las que los han arrastrado a exhibirse tan tristemente ante el pueblo viril que gobiernan, pueblo que se impone con el espanto en el alma de esa extraña metamorfosis de sus hombres superiores, y que se pregunta angustiado: «¿adónde nos conducirá?».

¿Ignora alguno que esté medianamente impuesto de nuestra historia actual cuáles fueron los dos misterios de que hablaba Isidora Errázuriz como causantes de los luctuosos sucesos del 91?

Chile ha estado ya en una ocasión gobernado por faldas. Hace ya de esto muchos años. Fue a mediados del siglo XVII cuando llegó de gobernador a Chile el anciano Acuña, casado con una italiana joven, la Pallavicini, la cual tomó el mando de la colonia mientras su esposo se curaba de antiguos reumas. Vestida de hombre y montada en brioso corcel dirigió una campeada en contra de los Araucanos para hacer prisioneros y venderlos como esclavos. El resultado se adivina. El desastre fue espantoso y estuvo a punto de perderse la colonia.

Copio del historiador Carvallo y Goyenechea (Historiadores de Chile, tomo 9, pág. 74 y siguientes) las líneas en que puede verse lo que significa «un alzamiento de indios» en aquellos tiempos. El admirable espionaje que mantenían los Araucanos les hizo saber con mucha anticipación las intenciones de la Presidenta y sus hermanos, por lo que corrieron la flecha ordenando el levantamiento y fijando día y hora. Estos movimientos eran organizados con tanto siglo y con arte tan consumado que sus efectos eran siempre terribles. Estos vándalos americanos eran tan destructores y temibles en sus expediciones guerreras como los europeos.

Al mando del toqui Leubu-Pillán se levantó en masa la Araucanía:

«En un mismo momento se echaron sobre todos los establecimientos y las estancias del territorio comprendido entre los ríos Maule y Bío-Bío, y atacaron las plazas situadas en su país interior. Cautivaron más de mil trescientas personas españolas. Saquearon trescientas noventa y seis estancias. Quitaron cuatrocientas mil cabezas de ganado vacuno, caballar, cabrío y de lana; y ascendió la pérdida de los vecinos y del rey a ocho millones de pesos, de que se hizo jurídica información. Se abandonaron las plazas y fuertes sin que quedasen otras que Arauco, Boroa y un fortín en el cerro de Chepe. Arruinaron todas las casas de conversión. Cautivaron a sus conversores y se llevaron y profanaron los vasos sagrados, y con sacrílego desacato destrozaron y ultrajaron las santas imágenes, y entregaron los templos al fuego».


Sigue el historiador Carvallo enumerando los estragos hechos por los indios, y concluye:

«Estos horribles males causaron el interés y la adulación fomentados por una mujer».


El pueblo de Concepción se amotinó, y Acuña habría sido linchado si no se mete en el convento de los jesuitas. Fue al fin destituido, a pesar de una información con testigos falsos comprados con su hermosura, que mandó al rey la italiana.

En descargo de los «cobardes» Araucanos por su irreverencia con las imágenes, debo recordar que nuestros antepasados indígenas nunca tuvieron una imagen de su Dios, por lo que creían que los conquistadores adoraban como a dioses las imágenes de los santos, lo que hería vivamente sus ideas religiosas, por cuya razón fueron siempre furiosos iconoclastas, como lo habían sido los conquistadores en otro tiempo. Con las cabezas de las imágenes de madera jugaban los Araucanos grandes partidas de chueca. Eran bárbaros.

La presencia de una mujer en el Ejército extranjero hizo alimentar tales esperanzas de reconquista a los indios que en realidad estuvieron a punto de conseguirlo. Hubo aún algunos que opinaron que se abandonara definitivamente la conquista de Arauco, y aun la de todo el sur.

Refiere el historiador Carvallo, varios actos de los «valentones» indígenas que tenían verdaderamente aterrorizada a la metrópoli militar de la colonia, a Concepción, de esos hechos de audacia araucana de los huentrun, que los llevaban a cabo sonriendo, más como quien hace una broma que como quien realiza una hazaña, y termina Carvallo:

«Y para decirlo de una vez, llegó a tanto su osadía, que a las tres de la tarde cautivaron dentro de la población a un sacristán de la Catedral».


(tomo IX, pág. 90)                


Y después de esta digresión sobre historia, que siempre enseña algo, vuelvo al tema.

Probablemente los santiaguinos no se imaginan las deducciones que los que están al tanto de lo que significan esas muestras de la intervención de la mujer en los negocios de afuera, puedan sacar respecto de los que se ventilan dentro de sus hogares.

Ya he recordado que en este punto de moral la pendiente es rapidísima. No hay en él manifestación alguna, por insignificante que parezca, que no entrañe graves consecuencias. Como en todas las religiones de filiación patriarcal, la ciencia darwiniana considera que, en todo lo que atañe a la corrección de las funciones que perpetúan las especies, no hay parvedad de materia. Como no hay tampoco insignificancia de tiempo: un minuto fatal puede destruir para siempre la obra selectiva de largos siglos. Los beneficios sociales que reporta el cumplimiento de la ley de supervivencia del más apto, están íntimamente ligados a la perpetuación de la naturaleza de los más capaces, no a la de sus apellidos. Es, pues, la moralidad femenina en esta materia la que tiene capital importancia, y es sólo en ella que la selección ha querido que esa virtud, posea un signo físico que acredite su existencia.

Siento no poder dar mayor desarrollo a esta tesis, que es una de las fundamentales de la ética evolucionista y la de mayor trascendencia, pero que no puede ser tratada por la prensa. Y lo siento porque siendo ella, por su propia naturaleza, la que más genuinamente caracteriza la diferencia moral sexual, su análisis más detenido habría hecho comprender más claramente el abismo que separa una de otra ambas psicologías.

Los que sólo leen las obras de los países latinos o las pocas de los países germanos traducidas a los romances porque en algo concuerdan con aquellas, no se imaginarán la gran diferencia de criterios sobre esta cuestión que dirige las literaturas de esos pueblos. Menos podrán figurar, si no han vivido en la intimidad de las familias de una y otra raza, la disparidad completa de enseñanza y de conducta en unas y otras.

El pueblo ignorante germano no razona, pero posee sobre estos instintos arraigados que lo dirigen; los más ilustres se dan de ello cuenta muy cabal y le acuerdan toda la importancia que merece. Durante la última exposición universal de París, visitaba yo un día los palacios de las bellas artes en compañía de un médico ruso, el cual me llamó la atención a la gran diferencia que se notaba desde la primera mirada en el número de desnudos que se exhibían en las secciones de los países latinos comparados con los países germanos. Sólo dos en la inglesa, el conocido de Lady Godiva y otro de intención asimismo honesta; poquísimo en la alemana, y ninguno en la rusa. En todos los desnudos de los países matriarcales eran muy manifiesta la intención de excitar la pasión sexual y en muchos la impudicia que manchaba las obras de facturas más exquisitas, especialmente en la escultura, causaba profundo disgusto. La serena y castísima desnudez de la estatua del arte griego clásico no tenía allí ningún representante. Aunque era observación que yo había hecho, el doctor sacaba de ella consecuencias particulares. La completa ausencia de desnudos en los cinco o seis grandes salones de su patria parecía llenarlo de orgullo, y me la señaló como prueba concluyente de la superioridad de su raza, fundó en esa superioridad la justicia del paneslavismo o dominio del mundo por los eslavos, y me dijo, con la convicción de un bárbaro del siglo V, que Dios tenía destinada a su raza para restablecer la virtud en el mundo.

Me consta asimismo que las familias inglesas no visitaron aquella exposición, más que por otra causa, porque la prensa de Inglaterra dio a conocer ese aspecto particular del arte que allí se exhibía en salas, frontispicios, jardines, avenidas, etc.: en todas partes y con cualquier pretexto.

Desde que Spencer publicó su Data of ethie, a ningún hombre de ciencia le es permitido creer en una moral absoluta y universal. Cada pueblo, cada raza tiene la suya propia, amoldada a sus costumbres particulares. Por lo tanto, en la presente cuestión, lo que es inmoral para los pueblos patriarcales, no lo es para los demás. El distintivo característico de las religiones de los pueblos de psicología matriarcal es precisamente la existencia de divinidades femeninas en su Empírico coexistiendo con ritos y prácticas que se llaman impúblicas por juzgarlas con criterio moral varonil; pero que son tan puras y sagradas para aquellos como son las nuestras para nosotros. Las naciones latinas no exhibirían a la vista del mundo esa marca de su espíritu si la creyeran inmoral. Lejos de ocultarlo, como notan que ese signo de reversión psíquica se acentúa cada día más en ellos, lo miran como signo seguro de progreso, de civilización, y si sus manifestaciones públicas no son todavía más aparentes, es sólo porque saben por tradición, por el control que a la distancia ejercen sobre ellas las naciones germanas y por la enseñanza del cristianismo, que el pudor y la castidad son la base de la moral de la familia.

Lo anterior es dicho, naturalmente, en tesis general. Es el resultado evidente de la comparación de esas dos razas, sin que por ello olvide las numerosas excepciones que aparecen en una y otra. Las costumbres primitivas pelasgas, etruscas o íberas no volverán ya a dominar en toda su antigua crudeza en el sur de Europa: la evolución natural del matriarcado al patriarcado es una faz conocida del progreso moral.




6.- Crisis moral en los países latinos. Su causa biológica.

Por lo anterior podrá apreciarse la gran verdad del mal que las doctrinas de los pueblos latinos introducidas en Chile podrán causar a nuestra raza, de psicología tan netamente patriarcal.

Lo que han dado en llamar «crisis moral» los escritores europeos, y que hoy aflige a los pensadores de aquel continente, encierra en el fondo el conflicto sustancial de la psicología étnica que he diseñado entre unos y otros de aquellos pueblos. A una gran parte del público ilustrado no le bastan las afirmaciones dogmáticas religiosas en materia de moral, y como los escritores generalmente no conocen la base biológica de la étnica, se encuentran impotentes para dirigir por rumbo determinado las contradictorias opiniones que allí se emiten y que han producido por fin una verdadera anarquía en los espíritus. Ese conflicto es pues hondo, como lo son los orígenes raciales de que provienen. En los pueblos latinos, que es donde cunde la anarquía moral, los sentimientos íntimos heredados pertenecen, con mayor pureza cada día, a las razas originales de esos países, y el criterio con que se sigue apreciando las manifestaciones visibles de aquellos instintos, esto es sus costumbres, es el que en las tradiciones, literatura, legislación, etc., han dejado en esas comarcas los pueblos de psicología patriarcal que los han poseído. El conflicto es, pues, entre el concepto y el precepto; el primero pertenece a una raza y el segundo a otra. La legislación romana y el criterio moral de los patricios, que hasta la fecha acatan de buen grado, con ligeras variaciones, los países germanos de Europa, son resistidos instintivamente por los pueblos latinos.

Esa anarquía moral empieza a dejarse sentir en los escritores de nuestro país con su cortejo obligado de males sin cuento. Con mucha frecuencia leo en algunos diarios del sur especialmente de Santiago, las más enérgicas censuras por la inmoralidad política, la falta de honradez administrativa, la venalidad de los funcionarios públicos, etc., que desde poco tiempo a esta parte viene generalizándose en Chile. Pues bien, esos mismos diarios se han declarado adalides entusiastas y convencidos del feminismo, doctrina, o «movimiento» como lo llaman, destinada a salvar a la humanidad de todos sus males, y por ende a nuestro país. Y repiten todos los argumentos y razones de los escritores de los puebles matriarcales de Europa y América.

El más furibundo fustigador de las torpezas o de las maldades que nota en nuestros gobernantes es también el más feminista, y como es el portavoz de un partido político, tendríamos aquí antes que en los países latinos incorporado ese «movimiento» en la política militante. No trepida ese diario en admitir todas las consecuencias lógicas del feminismo en artículos de fondo llamando «mojigatería» al pudor e hipocresía al recato, y la panmixia es su idea de relaciones sexuales. No tiene, pues, la más remota idea de la verdadera doctrina científica en este asunto. Se queja de los males que ve con criterio chileno y aconseja los remedios con las ideas latinas en boga en la capital. Esa incongruencia mental está haciendo escuela; los diarios de ese partido en provincia siguen al de Santiago y el absurdo está tomando carta de naturaleza en Chile, sin que nadie trate de combatirlo. Es conveniente empezar.

Naturalmente que es nuestro maternal gobierno el que da la nota por la que se afina toda la orquesta. No me refiero a despojo del hijo trabajador en beneficio del tunante, sino a un capítulo completamente original y sin precedentes en l redondez de la tierra que trae la Sinopsis Estadística, etc., oficial de este país en que habitamos los descendientes de Caupolicán. Dicho capítulo se titula en letras gordas: «Feminismo»; y en él comienza el redactor oficial por lamentarse de que en Chile no se haya emprendido todavía «una campaña en pro del feminismo, como en algunos países de Europa»; pero se consuela y disculpa ante el país y el extranjero enumerando lo que se hace en ese pro y lo señala como promesa del porvenir halagador que aquí le aguarda en no lejanos días. En ninguno de los países matriarcales, en donde el feminismo es innato en la población, los gobernantes lo han aceptado como programa ni como aspiración del Estado. La sonrisa burlona y desdeñosa que el solo nombre del feminismo provoca en los países de raza fuerte, y también el propio sentido común, los ha dejado atrasados respecto de nuestro progresista gobierno en ese movimiento. La frase entre comilla es tomada de la Sinopsis publicada el primer año de este siglo, página 292.

De modo que parece que tenemos ya el feminismo como programa político de un partido, y, de seguro, como programa de gobierno desde le comienzo del siglo XX. Pero ya sabemos que la intervención de la mujer en asuntos de la valle indica descuido de los de la casas. Flojedad del control varonil, atrofia del celo y de las virtudes que de él se derivan. Hay manifestaciones públicas de que el cuadro es complejo, como era lógico suponerlo.

Como estas cartas serán recopiladas en un pequeño volumen, para lo que tengo su autorización, y como los libros tiene larga vida, quiero, señor, dejar constancia de esos hechos y de la fecha de su aparición en nuestra sociedad, pues cada día que pasa los pensadores de la escuela evolucionista dan mayor importancia a las cuestiones morales, cuya base biológica se presenta hoy clara, en la explicación de la marcha de las sociedades.

Es con el alma apenada que, en obedecimiento al mandato de intereses superiores de raza, voy a escribir las siguientes páginas.

Quiero previamente afirmar, porque lo sé, que es falso que toda nuestra clase superior, la flor de nuestra raza, haya sido arrastrada por la vorágine maldita de inmoralidad y de cobardía que hoy aflige al país. Las estirpes más nobles se han retirado casi por entero de los negocios públicos. Si uno se fija, no en los chilenos, sino en los individuos de raza chilena, ve muy claro cuales ramas de nuestra aristocracia se han maleado, siendo fácil constatar los apellidos latinos de moderna data que aparecen en la dirección del Estado, aliados a ramas de antiguas y nobílisimas familias chilenas, imprimiendo a todo negocio que cae bajo su manos el sello de su alma particular. Más difícil, sino imposible, es para que los que no hayan practicado investigaciones especiales conocer las estirpes chilenas bastardeadas por la primera invasión latina de que habla el abate Gómez de Vidaurre, y que tan patrióticamente deplora.

Hay que acostumbrarse a hacer esa distinción entre chilenos de nacimiento y chilenos de raza si se quiere apreciar nuestros caracteres étnicos, porque si bien es verdad que algunas alianzas desventajosas no han producido los males que eran de temer, lo común es que en esas almas mestizas aparezcan desvirtuadas nuestras cualidades raciales, cuando no pervertidas, desequilibradas o anuladas del todo.

El chileno es intelectualmente modesto, lo que unido a la falta más o menos acentuada de brillo imaginativo, lo coloca en condiciones desventajosas frente a las razas meridionales europeas, cuando se juzga superficialmente de cualidades inferiores. El hombre honrado y patriota desconfía de sus aptitudes de gobernante, teme la responsabilidad que pesaría sobre su conciencia si los servicios públicos por él desempeñados, si su patria, resultaran perjudicados por su incompetencia y su presunción. Esas condiciones de su carácter han ido eliminando del escenario público a muchos hombres verdaderamente superiores, los que han sido reemplazados por otros de condiciones opuestas, venidos de la variedad inferior de nuestra propia raza o de mestizos de razas matriarcales.

Ese desvío de los mejores ha arrastrado después a los buenos y luego a los mediocres. Hoy se cuentan en los dedos de las manos los que aún bregan en contra del torrente devastador. Las mujeres, que en procesión interminable trafican a la fecha por las escaleras del palacio de gobierno y llenan las salas de espera, concluirán por alejar de la Moneda a los pocos hombres que todavía luchan, porque nada molesta más a los hombres serios que la intervención de las faldas en los negocios graves de Estado.




7.- La inmoralidad de una parte de nuestra aristocracia es recientemente. Fecha de la aparición de algunos estigmas de decadencia moral. La ciencia experimental justifica las virtudes domésticas.

«Diríase que el progresos de la inmoralidad es la nota dominante del período que nos ocupa».


Confesión de parte.                


Se refiere el redactor de esa revista oficial a la expectativa, o fantasma como él la llama, de procurarse dinero sin trabajar, apelando a todas las variedades del fraude. El cuadro de desmoralización y desgobierno que nos describen los diarios de todos los partidos políticos es bien conocido para que tenga necesidad de ser repetido en estas páginas; pero es conveniente recordar que esos reproches no tocan a las capas cardinales, al tronco y raíces de nuestra raza.

Voy, pues, a dejar constancia de algunos hechos públicos tristísimos que revelan claramente que el mal ha llegado a la médula y que su curación es sólo obra de cirujano. Lo que he recordado como base de la moralidad privada y pública, las virtudes domésticas, que han colocado siempre a nuestras familias superiores a la altura de las más nobles de los países varoniles de Europa, muestra hoy estigmas inequívocos de degeneración. Quiero apuntar la fecha en que han aparecido en nuestra sociedad porque ella prueba que el mal es reciente y que su extensión debe ser todavía muy limitada.

1. En el otoño de 1902 asistieron por primera vez en Chile señoras y señoritas de nuestra aristocracia a presenciar la representación de piezas teatrales de carácter inmoral.

Esa clase de espectáculos es propiedad exclusiva de las naciones latinas europeas, latinos son sus actores y empresarios, latinos sus temas y su enseñanza. El empresario santiaguino comenzó la serie de tandas destinadas a la familias aristocráticas de la capital con la destreza del corruptor de oficio: escogió de su repertorio las piezas cuya bajeza no fuera tan evidente ni sostenida, que dejaran a las damas oportunidad de disimular, tras de su abanico o entablando una conversación repentina, su falta de sonrojo en los pasajes crudos. Explorando el terreno con ojo experto, comprendió que podía llegar pronto al fin. Los diarios de Santiago han estado dando cuenta de las tandas que han presenciado aquellas familias. Entre esas tandas las hay que son indecorosas desde el título, en las cuales no sólo el argumento es profundamente inmoral, sino que sus escenas, sus palabras, sus llamados chistes son de una licencia impúdica tan desvergonzada que no me atrevo a calificarla con las palabras que le conviene. La deshonestidad de tales piezas es tan sostenida que parece calculada para que, por muy hábil que sea el arte de disimular en la mujer que la presencie, no puedan quedar dudas de su falta completa de decoro. ¡Pobrecillas! Desde lo más íntimo de mi corazón las compadezco. Ellas no tienen la culpa.

En esa escuela de enseñanza objetiva habrán aprendido que el matrimonio sólo es necesario para la uniformidad del apellido de los hijos; que la fidelidad es una simpleza; que el esposo es el ser más ridículo de la sociedad; que pudor, recato, castidad y demás pamplinas que andan en boca de algunas viejas son antiguallas y expresiones de su despecho y envidia; que el mundo marcha y va derecho al triunfo definitivo y completo de la mujer, de la mujer libre.

Pero ellos estarán satisfechos. Ellas saben de memoria la lección y están listas para ir a la Moneda conseguirles un empleo, un contrato, un viaje a Europa, y llegarán a «Palacio» con la sonrisa alentadora y la actitud rendida de la mujer que solicita, mientras ellos esperan tranquilos en el club o en los paseos, filosofando sobre las ventajas de tener mujer hermosa y la vista gorda, y dándose esa importancia exagerada propia del marido consciente de su desgracia.

Esos hombres, que son los que han adulterado nuestra estadística criminal, deben estar ahora más convencidos que nunca de la tenaz e incurable ineptitud de este pueblo para marchar adelante con la civilización, porque no habrán dejado de notar que a las tandas educadoras, la clase de «medio pelo» ni las populares han llevado a las mujeres ni siquiera a los hombres jóvenes de sus familias, siguiendo en eso el ejemplo estúpido de la aristocracia que, según ellos, permanece hipócrita y atrasada. Habrán notado con disimulado encono que las únicas mujeres que asistían a esas tandas eran las suyas, que ocupaban los asientos de primera clase, y allá en el, paraíso otras mujeres, las más desgraciadas de la sociedad. De ese cuadro tomará nota la historia.

Algunos diarios de Santiago, especialmente el decano de la prensa de la capital, en un tremendo artículo de fondo titulado «El triunfo del Cancán», condenaron en los términos más enérgicos esa novedad en las costumbres santiaguinas; pero su argumentación estaba fundada sólo en le sentimiento instintivo correctísimo de sus redactores en esa materia, o en los preceptos de la moral cristina. Existe, pues, en Chile, como en los literatos latinos que se titulan a sí mismos sociólogos, desconocimiento de la base biológica de la moral sexual, fundamento de la moralidad general en los pueblos de psicología varonil. Por ese motivo me he detenido en esta cuestión de tan capital importancia.

No es nombre de ninguna doctrina filosófica especulativa, ni en nombre de ninguna religión, sino en nombre de la ciencia moderna experimental que es hoy posible afirmar que las virtudes domésticas, cantadas por los más grandes poetas de todos los países y tiempos, son el Arca Santa, intocable, que encierra el secreto de la felicidad y del perfeccionamiento del hombre.

Pero, formando contraste con aquellos diarios, el órgano feminista de Santiago aplaudió calurosamente esa conducta de una parte de las aristocracia chilena, llamándola «quitarse la careta», y daba en lugar preferente de sus columnas la lista nominal de las damas asistentes a cada tanda. Allí quedarán sus nombres archivados a perpetuidad para el que más tarde desee averiguar las causas íntimas de los sucesos que continuarán nuestra historia.

2. La invasión de novelas inmorales sin más mérito que su impudicia descarada, que continúan la obra del «género chico» de los teatros, novelas generalmente «ilustradas» con figuras de las misma escuela, y que se sirven a domicilio o pregonan en las calles y paseos. Juntos con éstas han aparecido en cáfila vendedores de estampas y fotografías indecentes, que pululan con toda libertad en las ciudades y van extendiendo su parroquia a las aldeas y a los campos.

A esta pampa ha llegado una verdadera plaga de tales comerciantes. Con un gran canasta a las espaldas recorren las oficinas salitreras ofreciendo libros, oleografías y estampas obscenas a los calicheros.

Una anécdota personal a este propósito, y dispense.

Hará un mes que vi al primero de estos faltes en una estación de ferrocarril. En cuando me vio, el hombre se dirigió a mí y me alargó un cuaderno abierto de esos grabados. Lo registré un poco sin decir palabra, miré al sujeto y le devolví el cuaderno.

Creyó tal vez que yo encontraba poco expresivas las figuras por lo que me guiño un ojo y con una sonrisa cínica de rufián deslió un paquete de fotografías y se me allegó para mostrármelas de cerca y en confianza. Era tan repugnante la indecencia de las fotografías que alcancé a ver, que no puede reprimir el impulso de apartarlo de mí con un moderado empellón.

El hombre se enojó y exigió que le explicara mi actitud, lo que hice con este apóstrofe, más o menos: retírese el sinvergüenza. A eso has venido a América, a fomentar la corrupción en vez de venir a trabajar. Tus mismos paisanos deberían impedirte que vinieses aquí a desacreditar a tu patria.

Me retiraba cuando percibí que el tipo me seguía, y con ademán provocativo, con la insolencia que les es particular, me tomó de un brazo para que me detuviera. Me vi obligado, señor, para que me soltara, a darle unas cuantas bofetadas, y ya con la sangre caliente le volqué el canasto y le rompí además algunos cuadernos.

Sé que me ha demandado, y presumo que el juez me mandará pagar esa mercancía, que goza de franquicias en nuestras aduanas. Lo que es los golpes, creí habérselos dado en justicia.

Y me aparté pensando en lo que dirá un roto que llegue triste a su casa por no haber encontrado trabajo, ocupado su puesto por un extraño traído de lejanas tierras con ese objeto, y que al entrar sorprenda a sus hijitos hojeando uno de esos cuadernos, introducidos en su hogar por otro de esos extraños.

La idea de si le había dado los golpes al falte con razón o sin ella no estaba clara en mi cabeza, y me venía rumiando el caso de conciencia, cuando de repente resolví el problema: las bofetadas eran necesarias, justas; pero el que las había recibido no las merecía. ¿Qué culpa tenía el desgraciado de que hubieran ido a buscarlo a sus tierra desde este mismo país que rechazaba la única industria que él conocía, la de vender fotografías de las costumbres de aquellos lejanos pueblos? El culpable era otro. La sonrisa de infeliz, que me pareció de alcahuete, tal vez sería sólo la del mercachifle, que son muy parecidas. De modo que la fórmula matemática que resolvió el problema fue: «x = le tiré los bofetones al moro y los recibió el cristiano». Me servirá de experiencia.

3. Este año que corre el diario feminista de Santiago nos regaló a sus suscriptores un almanaque ilustrado, en el cual el programa y artículos de propaganda del partido político a que sirve de portavoz alternan con grabados y textos pornográficos.

4. Al Museo de Copias de esculturas de Santiago se ha traído el año pasado algunas estatuas de sátiros y faunos.

Las esculturas de esos semidioses de la antigüedad latina no faltan en ningún museo de algunos países de esa raza. Las gentes, especialmente las mujeres, las contemplan con cierto respeto religioso. Esas efigies reaniman en ellas estructuras nerviosas no del todo atrofiadas, herencia orgánica de sus remotos antepasados, y les despiertan reminiscencias pasionales no extinguidas aún de sus lejanos abuelos de «moras ferarum». Se las ve permanecer largo espacio entre ellas, embelesadas, estáticas, retenidas por halago inexplicable y suavísimo como la última emanación de un aroma que se esfuma, como la dulce melancolía de los recuerdos nebulosos de la remota infancia, quedándose atenta como si a través de largas generaciones oyeran en su interior la música lejana y misteriosa de los silvanos del bosque sagrado que las llama al cumplimiento de sus cálidos ritos; y allí demoran, embriagadas por la emoción estética que conmueve el fondo de su alma racial. Esas estatuas son pues para ellas profundamente artísticas.

¿Pero a los chilenos qué nos pueden decir esos injertos de hombre en chivo, esos seres extraños de cara humana lasciva y patadas de cabro? A la generalidad sólo parecerán una fantasía de estatuario loco. Los que sólo saben por los libros que hubo en un tiempo hombres de carne y huesos que adoraban seres de esa forma, todavía no salen de su estupor. Ellas permanecen pues mudas para los chilenos, y una escultura para que sea obra de arte tiene que hablar al alma. Para los chilenos que sabemos lo que aquellas figuras híbridas simbolizan, ellas representan sencillamente una monstruosidad moral, que no podemos contemplar sin cierta repugnancia.

Ya habrán llevado los santiaguinos a sus esposas, a sus hijas, o sus hermanas a admirar las nuevas adquisiciones del Museo de Copias, y donde ellos nada han comprendido, ellas habrán hecho muchos cálculos, porque la mujer tiene en esas materias intuiciones maravillosas, y adivina lo que no sabe.

5. Los diarios de la capital han dado en la costumbre, desde uno o dos años a esta parte, de anunciar los matrimonios aristocráticos diciendo la señorita fulana de tal se casará con don zutano de cual. Antes se casaban allí los hombres con las mujeres. Esa alteración en el orden en que nombran a los novios podrá parecer a algunos de nimio significado; pero, teniendo presentes los demás hechos, ese orden en las palabras indica las jerarquía de las ideas en la mente de esos diaristas, y aunque sea detalle, es detalle del mismo cuadro.

6. Ha aparecido en la bella literatura nacional, también de dos o tres años a esta parte, un rango mental que es asimismo muy decidor.

Es él la profusión de poesías del género erótico y de la especie cultivada por la poetisa Safo, esto es, de aquellas en que al fuego de la pasión amorosa va unido el deseo de abatirse, de humillarse, de sacrificarse por la persona amada, sentimiento muy propio en aquella mujer poeta aunque desequilibrada y que la llevó por fin al suicidio; pero en Santiago ha aparecido en los hombres, aunque no se suicidan.

Aquilatan ellos la belleza de tales «poesías» por el grado de humillación ante la mujer adorada que ha logrado expresar el autor. Y los hay eximios en el arte. Es de ver el entusiasmo con que se declaran esclavos rendidos, anonadados a los pies de su reina, de su diosa, y el ingenio que muestran en encontrar y darse ellos mismos los títulos más humillantes. El ideal del perfecto enamorado es, según ellos, permanecer la vida entera, la eternidad misma agachados ante su ídolo, tan sumisos, humildes, obedientes y fieles como un perro.

Los diarios llaman a esos escritos «poetas tropicales», ellos se llaman entre sí «vates», con el aditamento de uno o más adjetivos sonoros.

El canto de esos vates me hace temer que haya germinado ya en el país la casta de los gurruminos, porque cuando el hombre se postra de esa suerte, la mujer empuña la huasca. Y con razón.

De que es el control femenino en la selección humana, y por consiguiente signo matriarcal, la existencia de hombres que sientan de esa manera la pasión amorosa, no puede ponerse en duda.

Entresaco del libro L’Europa Giovane, del inteligente autor latino G. Ferrero, las citas que van enseguida sobre este mismo tópico:

«La primera y más grande diferencia en el modo de sentir la emoción amorosa entre los pueblos del sur y los pueblos germánicos, consiste en el diferente grado de idealización».

«Esta diferencia fundamental y orgánica determina en los países germánicos toda una moral sexual especialísima, que puede estudiarse en Inglaterra mejor que en cualquier otro país. El hombre del sur se burla, en su ingenua ignorancia, de esta moral; sin embargo, cosa que ellos no podrán siquiera imaginarse, esta moral es uno de los más grandiosos fenómenos morales de toda la historia humana; y bien lejos de ser una comedia hipócrita es, por el contrario, una de las más serias y profundas creaciones de aquella raza».


Sin conocimientos de biología este autor no puede fundar científicamente sus opiniones, aunque son excepcionalmente correctas entre los escritos de su raza.

El germano, el patriarcal, lejos de sentir ese anonadamiento de la voluntad cuando está enamorado, experimenta, por el contrario, un incremento de su energía; no sueña en humillaciones ante nadie, ni es el placer material el fin que ambiciona principalmente, por más que sea su aliciente natural que entra en sus cálculos. Su objetivo es la paternidad, fundar un hogar, tener seres de su propia sangre a quienes dedicar el fruto de su actividad y la ternura de su corazón, hijos que perpetúen su nombre y hereden su energía. Su esposa es, antes que todo, la madre de sus hijos, y luego carne de su carne, hueso de sus huesos y alma de su alma; una ampliación de su propio ser; pero carne, huesos y alma que necesitarán de ajeno esfuerzo porque son débiles; él lo sabe, y su naturaleza varonil está de tal modo desenvuelta por la selección que su energía se duplica, su ambición se ensancha y se siente con las fuerzas necesarias para hacer con ella en sus brazos el camino de la vida.

Es muy común en los pueblos germanos (lo era más en la antigüedad) el que un hombre que desea casarse encargue a su madre el cuidado de buscarle una esposa. Es proverbial la felicidad de tales matrimonios, y se comprende fácilmente. Un matriarcal cree absurdo, estúpido, el que un hombre se case sin estar enamorado «hasta los huesos», es decir, hasta ser víctima de las fascinación que es sólo sensual, obra de la femina, y que anonada o absorbe todas sus demás energías, provocando un amor que concluirá con la hartura.

Dice Ferrero:

«L’amore nell’ uomo del Sud é sopratutto l’ammirazione per la belleza física della donna, e il desiderio de goderne.

L uno e l’altro de questi sentimenti hauno la loro origine nel bisogno fisico, ma l’amore dell’ uomo del Sur é piú vicino che l’amore, dell’ inglese alla funzione organica».


Ecco, más vecino a la función simplemente animal o instintiva; la del germano es más «idealizada», como dice el mismo autor, lo que para los biólogos significa que el hombre del sur va a la zaga del hombre del norte en su evolución cerebral, puesto que la marcha del progreso sensitivo va de la acción refleja al instinto y a la idea. Las actividades cerebrales conscientes sustituyen más y más a las instintivas inconscientes, sometiéndolas a su control e imprimiéndoles el sello distintivo de las funciones superiores del encéfalo.

Los «vates», ésos que jamás nombran siquiera la palabra hijo, que concretan y resumen todas sus aspiraciones en la posesión de la «cosa amada», son pues matriarcales de la peor casta.

7. Hace menos de un mes, el jefe del servicio de correos de la República ha notificado por los diarios al público que en las oficinas de ese servicio no se dará curso a las tarjetas postales con figuras indecentes. Y a la puerta de todas las estafetas ha debido pegarse ese aviso bochornoso. Ninguna de esas tarjetas viene de los países germanos, absolutamente ninguna.




8.- Selección regresiva por falta de sanción penal. A quiénes y cómo corrompen las riquezas.

Sólo aquellas razas en que el sentimiento de igualdad ante la ley ha sido muy poderoso han logrado hacer prácticos ese sentimiento. Y es esa misma práctica uno de los más eficaces factores de su propio progreso, porque con ella ha sido posible el que la selección, que llevan aparejadas la eliminación o la secuestración de los inadaptados al régimen social, alcance a los ricos y a los poderosos, esto es a las familias de esa misma raza que por las superiores cualidades de su espíritu han descollado de las demás y dirigen sus destinos.

Una de las causas de la degeneración moral de las clases dirigentes ha sido en todas partes la impunidad que su posición o su dinero han procurado a los aristócratas corrompidos o criminales, impunidad que les ha permitido multiplicar libremente su estirpe insana. Esa falta de selección en los estratos superiores de una raza inutiliza los esfuerzos y sacrificios, inherentes a todo proceso selectivo, sufridos por esa raza en la producción de hombres superiores, de eugénicos, agotando sin provecho su vitalidad étnica.

Cuando el roto ignorante desea que se fusile al criminal aristocrático que lo merece, no lo mueve ningún espíritu de crueldad ni de venganza, ni tampoco el sentimiento razonado de selección: muévelo sólo su instinto heredero de la necesidad del sometimiento común a la majestad de la ley. Es el mismo sentimiento innato que al roto ilustrado lo lleva a mirar como uno de los más elocuentes signos de la perfección política de Inglaterra el que un juez de esa nación haga comparecer a sus estratos a los nobles y a los príncipes de sangre real y los mida con la misma vara que al último de sus súbditos.

El espectáculo permanente a la vista del pueblo de la violación de la igualdad con que se aplica la ley penal en Chile, es lo que lo lleva a menudo a solicitar el indulto de la pena de muerte impuesta a un criminal de sus filas. Ésa es la sola razón. Que se castigue a todos con las mismas penas. O se fusile a todo criminal que lo merezca, sea cualquiera su posición, o no se fusila a ninguno.

Siempre fue elástica la aplicación de la ley en Chile, pero en los últimos cuarenta o cincuenta años la impunidad de los miembros de la clase superior ha sido casi completa. Este mal, como todos, ha recrudecido en estos últimos años, en lo que seguramente ha tenido gran parte la distribución llevada a cabo con cualquier pretexto de la riqueza fiscal entre las familias gobernantes del país.

Dos son los principales caminos por donde la riqueza adquirida sin el esfuerzo personal lleva al hombres a su perversión. Los bienes de fortuna no los adquiere en buena lid, en los países bien organizados, sino el que posee excepcionales aptitudes superiores; pero cuando la riqueza llega por otros medios a poder de hombres que no la merecen, las leyes económicas que gobiernan la acumulación y la dispersión de los capitales arrebatan, tarde o temprano, a los indignos las riquezas mal habidas. Uno de los modos más comunes de verificarse ese rescate es el empleo que del dinero hacen estos hombres, pues los dispersan en una ostentación exagerada que disimule su falta de méritos, o en realidad sus ideales inferiores de vida, procurándose sin tasa los placeres de los sentidos. En busca de placeres llega pronto el hombre al ara en que sacrifica su dignidad de varón, presentado el cuadro de miseria moral que he bosquejado más atrás.

El otro camino es el recordado de la falta de «selección penal» como la llama Lapouge. Sus efectos inmediatos son la de mantener en libertad a los bribones poderosos, y la de herir el sentimiento popular de respecto a la ley, y sus efectos alejados el de hacer a las generaciones futuras el presente de que habla Spencer, el legado de criminales hereditarios y de cretinos de alma y cuerpo, hijos legítimos de la embriaguez, de la orgía o de la lúes.

Los efectos perniciosos de la riqueza se dejan sentir con toda su desastrosa intensidad en los países de sentimientos menguados de justicia, en aquéllos en que dicho sentimiento, el más elevado de los sociales, es reemplazado por el de beneficencia, o lo que significa lo mismo, en los que el criterio femenino de distribución de los beneficios sociales prima sobre el varonil. Y así ha podido decir G. Le Bon de esos pueblos:

«Cuando se quiere hacer fortuna a toda costa y su capacidad no les permite satisfacer ese deseo, se para poco en los medios, la honradez se rebaja y la desmoralización se hace pronto general. Es lo que ha sucedido en la mayor parte de los países latinos. Puede hacerse en ellos, cada día con mayor razón, esta observación inquietante, que la moralidad de las clases dirigentes está de ordinario muy por debajo de la de las clases populares».



Yo he subrayado la última frase.

A la inveterada impunidad de los crímenes de sangre en nuestra clase gobernante, ha venido a sumarse en estos últimos tiempos la de los delitos contra la propiedad, especialmente de los cometidos contra la propiedad de la Nación. A la copiosa nomenclatura española de esta clase de delitos, cometidos por miembros de las familias pudientes, hay que agregar el chantaje de que ha denunciado algunos casos la prensa de Santiago hace unos quince días. Pero ha surgido últimamente una clase particular de delitos contra la propiedad, de que es menester dejar constancia por su gravedad temible.

Es la formación de compañías por acciones con propósitos ilícitos. La voz pública llama a estas cuadrillas con el nombre de «sindicatos». Sus acciones son numerosas y se reparten entre muchos para interesar en el lucro y en el silencio al mayor número posible de personas. El dinero aportado se emplea en obtener la complicidad de funcionarios públicos o en «conseguir influencias» como dicen los socios.

Hay varias de estas extrañas compañías; todos hablan de ellas, todos conocen a sus organizadores, todos saben el filón que será explotado y los millones en expectativas; pero todos los comentos se hacen en voz muy baja, a medias palabras, porque los comprometidos son muchos y los principales accionistas son poderosos.

Algunos de estos sindicatos han escollado con la decisión de los tribunales de justicia, por lo que a la fecha la primera diligencia de sus gestores es hacer del objeto perseguido un negocio «administrativo».

Estos fracasos judiciales y ese empeño en huir de los tribunales probarán, a los que no tengan más datos que estas asociaciones para delinquir son también de aparición reciente en nuestro país: los ministros de las Cortes, con ser hombres jóvenes muchos de ellos, pertenecen a la generación anterior.

Otro expediente usado por los «ladrones de levita», como los llama la prensa, para eludir la acción judicial, es nombrar de entre ellos luna «comisión investigadora», injerto del Poder Judicial no creado por la Constitución, para que pesquise el delito. Y, como los tiempos lo han requerido, hanse nombrados varias de esas comisiones, que hasta la fecha estarán pesquisando.

Estos procedimientos han producido cierta tirantez en las relaciones del Poder Judicial y los demás del Estado, creando una situación llena de peligros, y que ya ha dado ocasión a un hecho grave: un mes hará más o menos que el jefe del Poder Judicial de la República, hombre de probidad sin tacha y que goza de la absoluta confianza de sus conciudadanos, tuvo que retirarse de la Moneda, adonde había sido invitado, para frustrar un intento preconcebido de desaire a su alta magistratura.




9. Desprestigio en el extranjero de nuestra clase gobernante.

Poderosos y muchos son los hombres que han emprendido la tarea de desacreditar al roto chileno. Su trabajo ha sido llevado con método y constancia. Yo empiezo sólo hoy a levantar cargos y alzar un extremo del manto con que se cubren sus detractores, pero a pesar de esa enorme desigualdad en el poder de los abogados de esta contienda, tengo la íntima convicción de que les gano la partida, porque mi causa es justa y porque apelaré a un tribunal que no podrán eludir con comisiones investigadoras.

Conozco los países que nos han querido y a los hombres de esos países que deberán oír mi alegato. Su fallo inapelable me dará la razón. Con costas, daños y perjuicios.

He de ver lo que dirán del ejemplo de honestidad que nos están dando nuestros gobernantes, los hombres de aquel gran país que al grito de: «¡justicia!», se alzaron un día airados en contra de sus príncipes conculcadores de la moral y profanadores del templo de las leyes; de aquel gran país donde los descendientes de aquellos mismos gobernantes extraviados acaban de inmortalizar en bronce al puritano regicida.

Ni en Europa ni en ningún país civilizado creen que de un día para otro se corrompa un pueblo entero que ha mostrado desde que nació a la vida, no con palabras sino en el crisol incorruptible de los campos de batalla, que posee en altísimo grado la virtud cardinal del valor.

Saben en Europa lo que aquí pasa mejor que nosotros mismos. En 1900, en la oficina de redacción de uno de los principales diarios de Londres, uno de sus redactores, después de expresarse en términos encomiásticos del pueblo de Chile, como para dorar una píldora de acíbar, me citó hechos concretos y nombres propios de mi lejana patria que me dejaron mudo de vergüenza. En Londres, en Liverpool, en Hamburgo y en todos los grandes centros comerciales que tienen relaciones con nuestro país, existen ciertas cuentas y ciertos recibos firmados por chilenos como comprobantes de gastos particulares hechos por los agentes en Chile de las casas de comercio europeas, gastos que sólo desde muy pocos años a esta parte les ocasionan sus relaciones mercantiles con esta nación.

¿Ignoran nuestros gobernantes esos hechos? Cualquiera podría creer que sí, que no tienen noticias ni sospechas de tal cosa, pues se muestran muy sorprendidos del descrédito en que va cayendo el nombre de Chile en el extranjero, y para contrarrestarlo invierten alrededor de cien mil pesos del tesoro público al año en mantener en Europa a sobrinos y ahijados que escriban en los diarios artículos laudatorios sobre Chile y sus gobernantes.

Sólo fingirán creer en la degeneración moral del pueblo chileno y en la virtud de sus clases dirigentes, fenómenos contrario a lo asentado por el sabio francés Le Bon, las naciones que están interesadas en que nuestros virtuosos mandatarios les obsequien nuestro sagrado patrimonio territorial para instalar en él a la plebe matriarcal de sus países.

Juntos han venido a nuestra patria la depresión de la idea de justicia, el descenso de su nivel moral, el apocamiento de los caracteres, la desorganización administrativa y la novísima preferencia por los países latinos del viejo mundo.

No hemos sido los chilenos sino viajeros observadores los que han encontrado siempre una semejanza muy visible entre nosotros y algunas de las naciones de origen germánico de Europa.

«Los ingleses del Pacífico», «los prusianos del Pacífico» han sido nombres que nos han dado en repetidas ocasiones. Por otra parte el pueblo chileno no ha ocultado sus preferencias por las naciones del norte de aquel continente. A ellos mandó a su juventud a educarse, de ellos trajo sus maestros; sus costumbres y sus instituciones nos sirven siempre de modelo. Especial condición fue siempre impuesta a los agentes de colonización de que las familias que introdujeron al país fueron de esas mismas naciones.

Sólo en el contrato Colson de colonización se vio por primera vez una concesión para que se agregara a las familias germanas algunas francesas del norte de ese país, y esa concesión no fue sin protestas. Ahora sólo los pueblos los pueblos latinos nos sirven de modelos y de ellos y de africanos estamos poblando nuestro escasísimo terreno vacante, y aun el habitado por chilenos. No es difícil explicarse la concomitancia de esos hechos. Sólo deseo dejar constancia de que no es el pueblo chileno el que ha cambiado de pensamiento ni de simpatías y de que el cambio radical, operado en nuestros gobernantes no podrá ser impuesto a nosotros sin graves resistencias y sin gravísimo daño, si es que alguna vez lo consiguen, lo que no creo.

Una anécdota a propósito de esa transferencia de simpatías en la Moneda: El decano de una de las colonias germanas de Santiago, hombre de negocios que habita en nuestro país cerca de medio siglo y en donde ha formado su hogar, teniendo a orgullo el que sus hijos sean chilenos, no pudo contener las lágrimas la primera vez que los empleados de la Moneda le exigieron propina para dar curso a una solicitud ante el Gobierno, llorando bajó las escaleras y llorando salió a la calle, en donde encontró el atribulado y noble anciano, el que me ha referido el caso. En cambio, el primer trasgresor en grande de la última ley sobre fabricación de alcoholes, un latino que ha quedado sin castigo, sube y baja la escalera de Palacio canturreando «La donna e mobile», todas las puertas se abren a su paso y sólo encuentra caras sonrientes y accesibles. El caso es uno, pero indica la serie, y es sugestivo. El primer hecho tuvo lugar en 1892, y el segundo en los primeros meses del año en curso.




10. Procedimientos para combatir la criminalidad. ¡Dennos escuelas!

Para concluir esta carta sobre criminalidad, voy a agregar algunas líneas a lo dicho sobre la manera de combatirla.

En medio eficaz queda ya apuntado: la eliminación y la secuestración.

Las colonias penales han sido un fracaso en todas partes, con excepción de las rusas en la Siberia. Esta excepción se explica porque los penados con los cuales se han formado esas colonias se componen de presos políticos, y porque están siempre al alcance de rifles de sus guardianes. Los desterrados por crímenes vulgares no gozan en Siberia de libertad sino a la hora del trabajo, en los ferrocarriles, caminos, canales, ciudades, etc., que con ellos construye aquel gobierno para sus súbditos honrados, en la noche vuelven a sus celdas. Procedimiento Portales.

He creído necesario recordar la falta completa de éxito de todas las colonias formadas con criminales, porque conozco un proyecto de nuestro gobierno para establecer una de esas colonias en una de las más hermosas islas australes. A dicha isla serían trasladados sólo bandidos casados o se les obligaría a elegir esposas en las casas de corrección para mujeres criminales, si los pícaros solteros fueran necesarios para enterar la población de la colonia. Un invernáculo de criminales por ambas sábanas.

No tengo para qué recordar cómo concluyó la colonia penal de Magallanes. En dos ocasiones se ha establecido una colonia penal en Juan Fernández, y en ambas los colonos se han trasladado en botes y balsas al continente.

Una de las Sinopsis oficiales dice que la colonización penal dio muy buenos resultados en Australia. Esa aserción es falsa.

Fue un fracaso completo.

La razón eficiente de ese proyecto es un presupuesto preliminar de $400.000 para habilitar la isla que recibirá a dichos colonos.

Creo también necesario desvanecer la ilusión, muy corriente en los países latinos, respecto a la eficacia de la instrucción para combatir la criminalidad. Esa idea errónea tiene el grave inconveniente que se deje sin remedio un mal que lo tiene y del cual debemos curarnos.

«Donde se abre una escuela se cierra una cárcel» es una de esas frases típicas que tanto agradan a los que creen en las palabras. No sólo nuestras estadísticas sino las de todas partes comprueban con cifras que lo que sucede es precisamente lo contrario.

Acaba de fracasar en nuestro Congreso el proyecto de ley de instrucción obligatoria, que habría traído el gran bien de aumentar el número de escuelas, y fracasó porque sus sostenedores se apoyaron de preferencia en la decantada virtud de la instrucción para combatir la criminalidad. Facilísimo les fue a los impugnadores del proyecto probar con números tomados de las estadísticas de todos los países que la criminalidad aumenta con la difusión de la enseñanza.

La recordada Estadística que nos multiplicó nuestra criminalidad, la misma del quinquenio de seis años, al notar la menor criminalidad proporcional de los analfabetos en Chile, y recordar el mismo fenómeno en todas partes, dice, página XI:

«Parecería, pues, que la instrucción constituyese, en el hombre, una fuerza auxiliadora en la perpetración de los crímenes».


Algunos datos a este respecto. La instrucción escolar nos mantiene desde 1895 hasta el presente en la cifra vergonzante de un 72% de analfabetos, sólo inferior a la de 82% de iletrados que arroja el sur de Italia. Pues bien, en 1895 el 56,9% de los reos eran analfabetos, y en 1900 sólo fue el 50,2%. Esos números prueban una gran disminución, cercana al 12%, en la delincuencia del roto pobre e iletrado, y un aumento consiguiente de la criminalidad de los letrados, puesto que la proporción general de reos ha disminuido en muy corta cantidad en ese período, como hemos visto.

Convencidos como deben haber quedado nuestros mandatarios por la discusión de este asunto en las Cámaras de que la criminalidad aumenta con la instrucción, y en vista del hecho, único en la historia, del miedo que los gobernantes tienen a los gobernados en este desgraciado país, me asalta el temor de que principien a cerrar escuelas. Cosas más extrañas estamos viendo. Hay por lo tanto que aclarar el punto.

Hacer moral e inteligente al hombre es mucho más difícil que enseñarle a leer, escribir y contar. Aquellas cualidades son el fruto de selección milenaria; la ilustración no cambia la estructura cerebral, pero es un medio poderoso, el más poderoso de todos los inventados por el hombre, de ejercitar con provecho, de emplear con un fin dado, en mayor extensión y superior intensidad, las cualidades naturales, heredadas, tanto las buenas como las malas; aumenta la esfera de acción de la actividad humana y el valor real y útil del hombre en la sociedad, y por esas causas es la palanca más poderosa del progreso.

Si sólo el aumento de la actividad criminal se comprueba en las estadísticas es por la sencilla razón de que sólo los actos delictuosos se anotan en ella. La sobreactividad que la ilustración proporciona a los buenos, y por tanto el aumento de acciones benéficas, no se apunta en ninguna estadística, pero no por eso es menos efectiva ni escapa a los que saben verla. Si hubiera necesidad de abrir nuevas cárceles porque multiplicando las escuelas los bribones se aprovecharían de su enseñanza para aumentar el número de sus delitos, se abren, ¡qué se le va hacer! No hemos de suprimir los ferrocarriles porque los bellacos los aprovechan para huir de los jueces.

La escuela es una fábrica de fuerza viva social, y la ilustración una arma tan poderosa de triunfo en la lucha por la vida que no debemos omitir esfuerzo alguno hasta obtener que ningún chileno quede por esa causa en condiciones inferiores de lucha. Auméntense las escuelas, aunque no sean obligatorias, ni laicas, ni conventuales, que sean como las que tenemos. Todo roto conoce las ventajas de la ilustración; si muchos se quedan ignorantes, no es porque se les haya obligado sino porque no han tenido una escuela en cuatro leguas a la redonda a donde asistir o mandar a sus hijos. Subordinar la ilustración del pueblo a banderías estrechas de política militantes es dar prueba de incapacidad para gobernarlo.

Nuestro gobierno propone muchos medios para combatir y aun destruir en germen la criminalidad del roto chileno, del roto pobre e ignorante, que es en la única en que cree; pero en ninguna de ellas asoma el hombre de estado ni siquiera el hombre estudioso que esté al corriente de lo que a fecha se sabe en estos asuntos.

Como ejemplo de los medios preconizados con dicho fin, recordaré que el gobierno cree en el gran poder de la música para convertir a un criminal en honrado. Largamente desarrolla el tema, y cita autores. Parece que supiera que algunos cazadores de culebras las adormecen tocándoles flauta. Así a lo menos puede colegirse por el acápite que le copio más abajo, escrito en el estilo poético que corresponde al tema. Dice:

«La música es el lenguaje del alma, de la que sabe traducir las impresiones más íntimas; tiene el poder de apaciguar los idiotas y los insanos. La armonía de los sonidos hace nacer en el espíritu más sencillo emociones a la vez sutiles y complejas, que apartan los malos instintos y tranquilizan los deseos inquietos»


(Estadística Criminal de 1901, pág. VII)                


Con que «tiene el poder de apaciguar los idiotas» nos viene, pues, de molde.

En Italia muchos publicistas y hasta Congresos de criminólogos han aconsejado las diversiones y entretenimientos honestos proporcionados a los criminales como medios adecuados para regenerarlos, y es posible que de ellos haya copiado nuestra Estadística la receta del «lenguaje del alma». Pero en la misma Italia los hombres entendidos han clamado en todos los tonos en contra de semejantes ilusiones. Ferri concluye el capítulo de su Antropología Criminal en que trata esta materia con la siguiente observación:

«Un consejo sobre este punto, y es que no se enteren de estas doctrinas los obreros o campesinos que viven en la miseria más dolorosa, mientras permanecen honrados, y a los que ninguna sociedad de patronato les procura el domingo conferencias científicas, dibujo, música»...


En conclusión, puedo afirmar que la criminalidad general no ha aumentado en Chile desde 1895, año desde que se tiene datos estadísticos; que la criminalidad del pueblo chileno ha disminuido grandemente, equilibrando el aumento que se nota en las clases superiores y en los inmigrantes contratados.

La ignorancia y el criterio pueril y afeminado que se nota en la redacción de las estadísticas criminales de nuestro país podría el pueblo disculparlas, porque el roto sabe perdonar mucho; pero las imputaciones falsas con el propósito de desacreditarlo y el espíritu de malevolencia en su contra que esas estadísticas revelan, deben despertar en él la obligación de velar por su honor y de permanecer alerta.

Octubre de 1903.