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Realidad

Novela en cinco jornadas

Benito Pérez Galdós



Portada



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DRAMATIS PERSONAE
 

 
FEDERICO VIERA.
OROZCO.
JOAQUÍN VIERA,   padre de Federico.
CORNELIO MALIBRÁN.
MANOLO INFANTE.
VILLALONGA.
EL MARQUÉS DE CÍCERO.
EL CONDE DE MONTE CÁRMENES.
CALDERÓN DE LA BARCA.
AGUADO.
EL SEÑOR DE PEZ.
EL EXMINISTRO.
TRUJILLO.
EL OFICIAL DE ARTILLERÍA.
DON CARLOS DE CISNEROS.
SANTANITA.
LA SOMBRA DE OROZCO.
AUGUSTA,   mujer de Orozco.
LEONOR (La Peri).
CLOTILDE VIERA,   hermana de Federico.
LA VIUDA DE CALVO.
TERESA TRUJILLO.
FELIPA,   criada de Augusta.
CLAUDIA,   criada de Federico.
BÁRBARA,   su hermana.
 

La acción es contemporánea, y pasa en Madrid.

 



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ArribaAbajoJornada I

 

La representa tres habitaciones de la casa de OROZCO; gran salón en el centro y dos salas laterales, las tres piezas comunicadas entre sí y decoradas con elegancia y riqueza. Por la puerta del fondo del salón en entran los personajes que vienen del exterior. La sala de la derecha, en la cual se ven las mesas de tresillo, comunica por el fondo con el comedor y billar de la casa; la de la izquierda con gabinetes y dormitorios. Es de noche. El salón y sala de la derecha están profusamente alumbrados. En la sala de la izquierda, decorada a estilo japonés, sólo hay dos lámparas, ambas con grandes pantallas.

 

Escena I

 

Sucesivamente, conforme lo indica el diálogo, entran por la puerta del fondo del salón central VILLALONGA, EL MARQUÉS DE CÍCERO, AGUADO, CISNEROS, EL CONDE DE MONTE CÁRMENES.

 

VILLALONGA.-   (con displicencia.)  ¡Maldito tiempo! Vamos, que ni esto es invierno, ni esto es Madrid, ni esto es nada. ¡Por vida de...! ¿Cuándo se han visto aquí, en la última decena de Enero, estas noches tibias, este aire húmedo y templado, este cielo benigno...? Otros años, en los días que corren de cátreda a cátreda, como dicen los paletos, el tiempo suele   —6→   ser tan duro, tan destemplado y variable que cae la gente como moscas. Pero llevamos un invierno... ¡ay, qué invierno pastelero! Con esta temperatura de estufa, los viejos y gastados se agarran a la pícara existencia, y como no se les dé estrignina 1... ¡Vaya, que desdicha como esta!...

EL MARQUÉS DE CÍCERO.-   (entrando.)  Buenas noches. ¿Qué dice el amigo Villalonga?

VILLALONGA.-   (con hastío.)  Que no se muere nadie, y que así no se puede vivir.

CÍCERO.-  No lo entiendo.

VILLALONGA.-  Considere usted, querido Marqués, que suspiro por la senaduría vitalicia, como término y descanso de una vida de ansiedades... en fin, usted me entiende. Somos cincuenta candidatos. El Presidente, agobiado de compromisos, no puede disponer, hoy por hoy, más que de once vacantes. Si el condenado Enero se portara como teníamos derecho a esperar de su formalidad, nos traería esos vientecillos de rechupete, esos cambios bruscos que son la gala de Madrid. Lo que yo le he dicho hoy al Presidente: «¿Pero dónde están aquellas heladitas,   —7→   que de una barredura, ras, se llevaban a seis o siete carcamales, de esos que no aciertan ya ni a ponerse los pantalones?». Él convenía conmigo en que el tiempo se nos ha puesto en contra. ¡Once vacantes, por junto! Nada, amigo Marqués, con tres o cuatro más, podría el Presidente lanzarse a la combinación, y de seguro entraría yo en ella...

CÍCERO.-   (riendo.)  Es gracioso... Pero, hijo mío, todos hemos de vivir...

VILLALONGA.-  Calle usted, calle usted por Dios. Yo no hago más que leer la prensa, a ver si anuncia algún ciclón muy gordo. Y lo anuncia, claro que lo anuncia; pero el ciclón no viene. Créame usted, hay que quitarle al Guadarrama su reputación; tenemos que destituirle y mandarle a donde fue el padre Padilla. ¡Pero si es un dolor, querido Marqués; si podría yo designarlo a usted cuatro o cinco Matusalenes, que están como la fruta muy madura, esperando un vientecillo, un soplo ligero para caerse...!

CÍCERO.-  Y caerán, día más día menos. ¿Y a mí se me cuenta también en el número de los maduritos?

VILLALONGA.-   (abrazándole.)  ¡A usted no... caramba! Está usted hecho un   —8→   roble... Que seamos compañeros, y por muchos años, es lo que deseo.

AGUADO, alias el CATÓN ULTRAMARINO.-   (entrando muy erguido y fachendoso.)  Felices, señores y milores. Poca gente todavía... ¡Qué tarde comen en esta casa! ¿Han visto ustedes los periódicos de la noche?

CÍCERO.-  Aquí me traigo El Correo.

VILLALONGA.-  Y yo El Resumen.

AGUADO.-  ¿Se han enterado ya de ese nuevo escándalo? ¡Otra falsificación de billetes del Banco Español! Si lo vengo anunciando, si ya están hartos de oírmelo decir. De la pillería que allá mandaron hace tres meses, amigo Villalonga, no podía esperarse otra cosa.  (Con énfasis.)  Esto indigna, esto subleva, esto abochorna.

CÍCERO.-  Tiene razón. ¡Pobre país!

VILLALONGA.-   (a AGUADO.)  Ínclito Aguado, calma, calma... filosofía.

AGUADO.-  Pero ¿usted no se indigna?

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VILLALONGA.-  Hombre, ¿de qué? No me gusta hacer mala sangre y malas tripas... Luego, la hidalga nación, maldito si agradece que nos indignemos en su defensa.

AGUADO.-  Yo sostengo que ni esto es país, ni esto es patria, ni esto es gobierno, ni aquí hay vergüenza ya. Pues digo: lo mismo que ese otro gatuperio, el crimencito de la calle del Baño; la curia vendida, y un personaje gordo metido de patitas en ese fregado indecente.

CÍCERO.-  Poco a poco. ¿Hemos de admitir todos los chismes que corren por ahí? Señor de Aguado, no nos confundamos con el vulgo; respetemos las reputaciones.

AGUADO.-  Que empiecen ellas por hacerse respetables. Señor Marqués, usted es un ángel, y no ha tenido, como yo, la desgracia de ver de cerca la podredumbre política y administrativa. Por supuesto, lo de ahora es ya el acabose. Al paso que vamos, llegará día en que, cuando pase un hombre honrado por la calle, se alquilen balcones para verle. ¿Es esto cierto o no? Hay momentos en que hasta llego a dudar si seré yo persona decente, y sospecho si estaré también contaminado...

  —10→  

VILLALONGA.-  Y por fin, ¿cuándo vuelve usted a Cuba?

CISNEROS.-   (que entra despacio, sonriendo, las manos a la espalda.)  ¿Que cuándo vuelve a Cuba? Toma, cuando le manden. Él está ya con la espuerta al hombro.

AGUADO.-  ¿Don Carlos, ya viene usted con la suya llena de chinitas? Bien saben todos que no quiero ir, a menos que no me den las facultades que...

CISNEROS.-  Eso es lo que usted quiere, facultades... facultades... venga de ahí. Por mí que se las den.

AGUADO.-  Facultades, o poderes para limpiar de orugas aquella administración.

VILLALONGA.-  Somos ahora muy Catones, ¿verdad?

AGUADO.-  Díganoslo usted al revés: Tacones. Un Tacón es lo que hace falta allí.

CISNEROS.-  Y como Tacón quiere usted que le manden. ¡Pobre isla! Todos dicen que van de Tacón, y   —11→   de lo que van es de zapatilla. Perdone usted, Aguadito de mi alma, y ya sabe que no le quiero mal; pero siempre que oigo tronar muy recio contra la inmoralidad, instintivamente me llevo la mano al bolsillo. Yo no censuro a nadie; es más, deseo que usted vuelva allá, para que esté contento y se le siente la bilis. Vamos, que si el hombre se viera otra vez en aquella bendita Aduana, ¡ay qué gusto, morena!, pues en aquella Aduana de Dios, con las manos bien arremangadas, pues...

AGUADO.-  A este D. Carlos hay que dejarle.

CISNEROS.-  ¿Pero esta gente no va a concluir de comer en toda la noche? Hasta luego, señores.

 

Se interna en la casa por la sala de la derecha.

 

VILLALONGA.-  Es la peor lengua de España, y la intención más aviesa del mundo.

CÍCERO.-  Pesimista incorregible; pero en el fondo buena persona.

AGUADO.-  Como que todo eso es jarabe de pico.

VILLALONGA.-  La postura pesimista es muy socorrida y de   —12→   muy buen aire cuando se tienen cuarenta mil duros de renta para matar el gusanillo. Sosteniendo que todo es malo, y no casándose con nadie, no se compromete uno, y vive en la comodidad de su egoísmo, contemplando las fatigas de los que luchan por la existencia. Los pesimistas sistemáticos, como los optimistas furibundos, son por lo común personas que tienen amasado el pan de la vida, y adoptan esas actitudes para que no les molesten los que están con las manos en la masa. Y si no que lo diga Monte Cármenes, que aquí viene.

EL CONDE DE MONTE CÁRMENES.-   (que entra risueño, alargando las manos.)  Aquí está ya todo lo bueno. ¿Qué hay?, ¿qué pasa?, ¿qué me cuentan ustedes?

CÍCERO.-  Pues apenas hay tela. Escándalos, inmoralidad en Ultramar y en la Península, pero mucha, muchísima inmoralidad; nuevos datos horripilantes del crimen de la calle del Baño, y por último, crisis. ¿Le parece poco? Como no pida usted el diluvio universal.

MONTE CÁRMENES.-   (con expresión de dicha.)  Suceda lo que suceda, todo va bien, pero muy bien.

AGUADO.-  Es una delicia la falsificación de billetes.

  —13→  

MONTE CÁRMENES.-  Yo sostengo que lo que llamamos falsificación es una idea relativa.

VILLALONGA.-  Y los falsificadores unos honrados... relativos.

CÍCERO.-   (con alarma cómica.)  ¡Que hay crisis, Conde!

MONTE CÁRMENES.-  Mejor. Conviene que todos coman.

AGUADO.-  ¿Ha oído usted que en el infundio del crimen están metidos dos ministros?

MONTE CÁRMENES.-  Ya saldrán. ¡Cuando digo que todo va como una seda...! Nada, no hay quien me rinda. Yo soy un hombre que, al levantarse por la mañana, hace el firme propósito de encontrarlo todo muy bien, perfectamente bien.

VILLALONGA.-  También yo lo haría si tuviera esa bicoca de renta que usted tiene. Pondría en el oratorio de mi casa la imagen de Pangloss, y le rezaría al acostarme y al levantarme. Querido Conde, usted y Cisneros son los seres más felices que conozco. Prescinden de la realidad, y   —14→   ven el mundo conforme a su deseo. ¡Ay!, los que tienen que ganarse la condenada rosca, los que corren afanados tras una posición o un honor equivalente a tantas o cuantas raciones para la familia, no pueden menos de mirarle la cara a la realidad, y ver si la trae fea o bonita para ajustar a ella sus acciones.

 

Entran en el salón el EXMINISTRO, el SEÑOR DE PEZ (de levita), el SEÑOR DE TRUJILLO (de frac), anciano y valetudinario, apoyado en el brazo de su hijo, el cual viste uniforme de artillería.

 


Escena II

 

Los mismos. Aparece AUGUSTA en la sala de la derecha, dando el brazo a MALIBRÁN.

 

MALIBRÁN.-  Aunque usted me riña, aunque me mande apalear y me arroje de su casa, persistiré... Soy la terquedad personificada, y me crezco al castigo. Y bien podrá suceder que la desesperación me lleve al suicidio, a la locura... ¡Qué responsabilidad para usted!

AUGUSTA.-   (riendo.)  ¡Para mí! ¡Ay, qué gracioso! ¿Yo qué culpa tengo de que usted se haya vuelto tonto?... ¿Pero de veras se va usted a matar?

MALIBRÁN.-  No bromee usted con una pasión verdadera.

  —15→  

AUGUSTA.-  Pero diga usted: ¿es volcánica o no es volcánica? Vamos, nunca creí que a persona de tan buen gusto se le ocurriera que por lo trágico me había de impresionar. Me fastidian las tragedias.

MALIBRÁN.-  ¿Cuáles?, ¿las representadas?

AUGUSTA.-  Y las reales. Eso de matarse, sea por amor, sea por otra causa, me parece sumamente cursi... Además, me le figuro a usted refractario a la extravagancia, aun a esa, por ser todo corrección, formas exquisitas y arte de la vida. ¡Pasiones usted, pasiones hondas! No lo creeré aunque me lo diga ante notario... ¡Ah!, qué hipócritas nos hizo Dios, amigo Malibrán... Con esa mónita ha hecho usted su carrera, y ha engañado a mucha gente; pero lo que es a mí...

MALIBRÁN.-  ¡Ay, Dios mío! Casi me agrada que usted me injurie. A falta de otro sentimiento, venga esa bendita enemistad. La prefiero a la indiferencia.

 

Pasan al salón central, donde AUGUSTA es rodeada por VILLALONGA, CÍCERO, MONTE CÁRMENES, AGUADO, el EXMINISTRO, el SEÑOR DE PEZ y los TRUJILLOS. MALIBRÁN se aparta de este grupo.

 
  —16→  

AUGUSTA.-   (al EXMINISTRO.)   ¿Qué tal? ¿Tenemos crisis al fin? Diga usted que sí, para que esta gente se alegre.

EXMINISTRO.-  Por mí que la haya. Un vendaje a la situación no vendría mal.  (Con malicia.)  ¿Verdad, Jacinto?

VILLALONGA.-  Sobre todo si te ponen a ti de esparadrapo.

PEZ.-   (coleando y nervioso.)   No hay crisis más que en la mente de los que la desean. ¡Pues no faltaba más sino que se cambiara de política porque Fulanito está mal humorado, o porque hay otros a quienes la tranquilidad del país les coge sin dinero!

AUGUSTA.-  Así me gusta a mí la gente, o ser ministerial de coraje o no serlo.

VILLALONGA.-  Exactamente como yo.

AUGUSTA.-   (a TRUJILLO.)  Bien venidos los Trujillos. ¿Y Teresa?

OFICIAL DE ARTILLERÍA.-  No la espere usted tan pronto. No saldrá de casa hasta que acabe de leer la prensa.

  —17→  

TRUJILLO.-  Mi mujer está fanatizada con el crimen. Hoy me atreví a poner en duda las tendencias Saraístas, y por poco me pega.

AUGUSTA.-  Pues conmigo no sé cómo saldrá, porque yo me he propuesto hacer subir el papel Cuadradista.

OFICIAL.-  Por Dios, que no lo sepa mamá.

AUGUSTA.-  ¿Pero viene esta noche?

OFICIAL.-  Sí, en cuanto despache los periódicos.

VILLALONGA.-  Eso se llama empaparse en la opinión.

AUGUSTA.-  Justamente... Villalonga, ya me ha contado Tomás que está usted furioso contra la temperatura suave. ¡Cuánto nos hemos reído!

VILLALONGA.-  Amiga mía, vivo bajo la influencia de un sino fatal. Usted es mi mala estrella.

AUGUSTA.-  ¡Yo!  (riendo) .

  —18→  

VILLALONGA.-  Sí, y tenemos que reñir de veras... Ríase de mi superstición; pero lo cierto es que siempre que la veo a usted y le hablo, buen tiempo.

AUGUSTA.-  Ya sabía yo eso. El Padre Eterno me ha dado vara alta para dirigir las estaciones. ¿No lo había usted notado? Y para castigar a los deseosos del mal ajeno, he dispuesto que no hiele, para que se fastidie usted y no pueda ser senador vitalicio. Tampoco mi marido lo será, por la misma razón.

VILLALONGA.-  Pues acabe usted de una vez, y dé las órdenes para que caiga un rayo y nos parta a los dos.

AUGUSTA.-  Todo se andará.  (A MONTE CÁRMENES.)  ¿Qué tal? ¿Vamos bien?

MONTE CÁRMENES.-  Perfectamente bien, y sobre tantas dichas, la de verla a usted tan guapa. ¿Y Tomás?

AUGUSTA.-  En el billar, fumando. Me dijo que le espera a usted para echar unas carambolas. Señores fumadores, señores carambolistas, mi marido y Pepe Calderón están solos allá. Ea, señor   —19→   Catón pasado por agua, usted que es una de nuestras primeras chimeneas, al billar.

TRUJILLO.-  Yo también; tengo que hablar con Tomás,

AUGUSTA.-    (a MONTE CÁRMENES.)  Usted, Conde, el primer taco de Madrid, allá también. Distráiganme a Tomás, que no está bien de salud.  (Al EXMINISTRO.)  Cuidado con el oficialete, que se jacta de darle a usted codillo cuantas veces quiera.

EXMINISTRO.-  Lo veremos esta noche. Señor oficial, todo el que sea tresillista que me siga  (Dirígense a la sala de juego.) 

 

AGUADO, MONTE CÁRMENES y TRUJILLO padre pasan por la sala de juego para entrar en el billar, a punto que sale CISNEROS. Óyese el chasquido de las bolas de marfil.

 

CISNEROS.-  ¡Malditos carambolistas, cómo le marean a uno!... ¿Y los fumadores? ¡Qué atmósfera, qué aburrimiento! Busquemos quien me haga la partida.  (A MALIBRÁN, que ha vuelto a aproximarse al grupo principal.)  ¡Eh!... diplomático de chanfaina, ¿la echamos o no la echamos?

MALIBRÁN.-  Amigo D. Carlos, lo siento mucho; pero   —20→   tengo que retirarme pronto. Trabajamos ahora por las noches en el Ministerio... un asunto urgentísimo.

AUGUSTA.-  Sí, corra, corra allá, no se vaya a alterar el equilibrio europeo... Me parece a mí que entre él y ese pillo Bismark están tramando algo. ¡Buen par!

MALIBRÁN.-  ¡Ay qué mala, qué burlona!

VILLALONGA.-  Esos trabajos nocturnos en Estado, me figuro lo que son, unas juerguecitas muy disolutas en donde yo me sé.

AUGUSTA.-  Claro, y a eso llaman el arbitraje de España en la cuestión entre Nicaragua y... qué sé yo qué. Todo lo arreglan estos con cañitas de manzanilla.

MALIBRÁN.-  ¿Y por qué no?

CISNEROS.-   (cogiendo por el brazo a MALIBRÁN y llevándosele.)  Ande usted, perdido.

MALIBRÁN.-  Don Carlos, a sus órdenes. Pero hasta las once y media nada más. Sin broma, tenemos   —21→   que trabajar en el Ministerio. Busque usted quien nos haga el pie.

AUGUSTA.-   (dirigiéndose a la sala japonesa, seguida de VILLALONGA y CÍCERO.) ¿Qué es eso de las francachelas de Malibrán?

VILLALONGA.-  Él se lo contará a usted. No es corto de genio. Pertenece a la escuela moderna de la sinceridad.

MALIBRÁN.-   (aparte, en el salón, mientras CISNEROS trata de reclutar otro tresillita.)  Esta condenada... hasta se permite ponerme en solfa... ¡a mí! No se rinde, no. ¿Si acertará Infante, que la tiene por la virtud más incorruptible y la fortaleza más inexpugnable...? Eso lo veremos... ¡Y ahora tengo que aguantar las latas de este buen señor, y dejarme ganar cinco o seis duros, adorando la peana por el santo! Lo peor es que en toda esta quincena, en los almuercitos del papá, nunca he podido cogerla sola. ¡Siempre allí el tontín de Infante, o Federico Viera! Y la única vez que faltaban convidados, hizo el vejete castellano la gracia de no quedarse dormido, como de costumbre. A este tío quisiera yo darle un disgusto, por ejemplo, probándole que el Greco que ha adquirido ahora no es tal Greco, sino un Mayno de los peores,   —22→   y el que supone Valdés Leal un Antolínez el Malo.

CISNEROS.-  Ea... ya tenemos tercero, el amigo Pez.  (Pasan a la sala de la derecha y juegan. TRUJILLO, padre e hijo, y el EXMINISTRO hacen otra partida en la mesa próxima.) 



Escena III

 

Los mismos. MANOLO INFANTE entra en el salón y lo recorre, observando con precaución. Atisba por la puerta de la izquierda.

 

INFANTE.-  Está en la sala japonesa con Cícero, Villalonga y no sé quién más. Malibrán ha comido aquí hoy. ¿Se habrá marchado ya? Probablemente; es de los invitados esta noche por la Peri...  (Mirando por la puerta que da a la sala de juego.)  ¡Ah!, no; está haciéndole la partida a Cisneros, y dejándose ganar. ¡Cómo le adula fingiendo creer que son de grandes maestros las tablas viejas y podridas que el otro compra en el Rastro, y soportando sus tresillos!... Por allí suena la voz de Villalonga diciendo graciosos disparates... Y Orozco ¿dónde andará? Oigo el chasquido de las bolas... Huyamos por esta noche de los carambolistas. A Federico no le veo ni le oigo; pero no ha de tardar. Observaremos...

  —23→  

MONTE CÁRMENES.-   (que sale del billar y atraviesa la sala de juego y el salón.)  Dios le guarde.

INFANTE.-  A la orden, mi conde.

MONTE CÁRMENES.-  ¿Qué ha habido esta tarde?

INFANTE.-  Nada; una sesión aburridísima. El consabido chubasco de preguntas rurales, hasta las cinco, y en la orden del día la insufrible lata de Petróleos en bruto. ¿No fue usted?

MONTE CÁRMENES.-  No. Me revienta el tema de estos días en aquellos pasillos. Tanto hablar de inmoralidad le revuelve a uno los humores. Y luego que si hay crisis, que si no debe haberla, que si vira, que si torna... Esto divierte un día, dos; pero luego marea. Y eso que yo gasto la gran pachorra: a cada cual le doy por su gusto, y al que me dice que no podemos vivir sin crisis, le contesto que me parece bien, y al otro lo mismo, y siempre bien, siempre en el mejor de los mandos posibles.

INFANTE.-  Es verdad.

  —24→  

MONTE CÁRMENES.-  Vamos a ver qué hay por aquí.  (Entran ambos en la sala japonesa.) 

AUGUSTA.-   (a INFANTE.)  Manolo, dichosos los ojos... Hoy hemos hablado muy mal de ti... ¿Por qué no viniste a comer?

INFANTE.-  ¡Desdichado de mí!, he tenido que comer con una comisión de mi distrito que viene a gestionar la rebaja del cupo de consumos. Me gustaría que probaras un convite de estos, para que vieras lo resalado que es.

AUGUSTA.-  Gracias, me lo figuro. ¡Y has tenido que aguantar... pobre ángel!

INFANTE.-  Y oírles, y agasajarles, y fingir que estoy muy indignado con el Ministro, y prometer, dándome un golpe de pecho... así, que si el Ministro no me complace, le pondré verde con una preguntita sobre la corta de pinos en Rebollar. Y añade a esto los chismes de aldea que he tenido que oír. Al fin pude zafarme de ellos, diciendo que me había citado el Director de Obras Públicas para ponernos de acuerdo sobre el emplazamiento de la estación del ferrocarril en construcción, y con esto les di el esquinazo,   —25→   y se fueron tan ternes a ver una funcioncita en Lara.

AUGUSTA.-  ¡Pobres baturros, cómo te diviertes con su inocencia! Pues mira, eso es una gran inmoralidad.  (Entra AGUADO bruscamente.)  ¡Ay!, me ha asustado usted. En cuanto se habla de inmoralidad se nos presenta este hombre como caído del cielo.

AGUADO.-  Señora, no caigo del cielo, sino que entro en él, pues entro donde usted está.

AUGUSTA.-  ¡Ave María Purísima! ¡Cuánta finura! ¡Qué metafórico está el tiempo!

AGUADO.-  Yo no las gasto menos.

AUGUSTA.-  Hablaban aquí de política, y decían que esto está muy perdido.

AGUADO.-   (a INFANTE.)  ¿Qué ha habido esta tarde en esa leonera?

INFANTE.-  Pues nada. No se puede ir allí, porque ha salido una plaga de honrados... vamos, es cosa de mandarles a la cárcel... por honrados, precisamente   —26→   por honrados del género inaguantable. ¡Dichosa moralidad!

AUGUSTA.-  Muy bien dicho. Y usted  (a AGUADO, ¿no sale a defender la clase?

AGUADO.-  ¿Qué clase?

AUGUSTA.-  La de los honrados, hombre.

INFANTE.-  Esto no va con él. Me he referido a la clase peninsular, y respeto la ultramarina o de la Vuelta Abajo, pues de ésa nada tengo que decir.

AGUADO.-  Este es un ministerial de la clase de Isidros, o del montón anónimo. Todo lo encuentran bien, y cuando se les habla del cáncer de la inmoralidad, alzan los hombros y se quedan tan frescos.

AUGUSTA.-  Tiene razón Aguado: lo mismo les da a estos el país que la carabina de Ambrosio... No se ría usted, Conde, que contra usted voy; usted no tiene patriotismo, usted no se indigna, como debiera indignarse, y esa sonrisita, esa santa pachorra es un insulto a la moral.

  —27→  

MONTE CÁRMENES.-  Si fuera una necesidad que yo me indiznase, me indiznaría. Pero si otros lo hacen, y lo hacen muy bien, ¿a qué cuento viene que yo me enfurruñe y haga malas digestiones? Máxime cuando veo que todo se arregla al fin, y que los más severos hoy son mañana los más condescendientes.

AGUADO.-  O en otros términos, que todos son lo mismo, y vamos tirando. Hoy por ti y mañana por mí.

CÍCERO.-   (con buena fe.)  No es malo que se hable tanto de nuestros vicios, porque así los corregiremos.

AUGUSTA.-  ¡Ay, Marqués, no sea usted cándido! Eso de la moralidad es cuestión de moda. De tiempo en tiempo, sin que se sepa de dónde sale, viene una de estas rachas de opinión, uno de estos temas de interés contagioso en que todo el mundo tiene algo que decir. ¡Moralidad, moralidad! Se habla mucho durante una temporadita, y después seguimos tan pillos como antes. La humanidad siempre igual a sí misma. Ninguna época es mejor que otra. Cuando más, varía un poco la forma o el estilo de la maldad;   —28→   pero lo de dentro, crean ustedes que poco o nada varía.

VILLALONGA.-  ¡Eh! ¿Se explica la niña? ¡Qué talentazo!

AGUADO.-   (con hinchazón.)  Perdóneme usted, señora. No me compare esta época con otras. Yo recuerdo... por ejemplo, cuando fui a Cuba la primera vez...

AUGUSTA.-   (con viveza.)  Cuando usted fue a Cuba la primera vez, vendían la carne humana, y usted, creyendo que no hacía nada malo, afanaba algunas hilachas de aquella carne... No, no le censuro; era cosa corriente...

AGUADO.-  Perdone usted...

AUGUSTA.-  Está usted perdonado; pero déjeme acabar... Pues en aquel tiempo se defraudaba tanto como ahora, o quizás más, mucho más. Cierto que usted fue siempre de los puros, en eso estamos... Si lo sabemos, si es artículo de fe: no se apure. Yo reconozco que usted se enfurece ahora con muchísima razón, y que si quiere volver allá es para corregir todas aquellas infamias, que antes no corrigió.

AGUADO.-  Permítame...

  —29→  

AUGUSTA.-  ¡Día feliz el día en que usted vuelva!

INFANTE.-  Se extirpará de raíz el cáncer.

MONTE CÁRMENES.-  Y aquello será la delicia del mundo.

VILLALONGA.-   (mandando callar.)  Dejarla, dejarla.

AUGUSTA.-  Pues haría muy mal el señor de Aguado en meterse a cirujano de cánceres. Dirían de él los horrores que ahora dicen de los otros.

AGUADO.-  Pero como yo desprecio la calumnia...

AUGUSTA.-  Justo es despreciarla. En fin, yo reconozco, todos reconocemos que usted hace allí mucha falta; y si yo fuera Ministro del Cáncer... digo, de Ultramar, ahora mismo extendía la credencial.

AGUADO.-  Gracias... estimando.

AUGUSTA.-  Y usted me mandaría, por el primer correo,   —30→   cigarros para mi marido, y para mí cascarilla, de esa tan buena que usan allí las señoras.

AGUADO.-  ¡Quia! Usted no la necesita... con ese cutis.

AUGUSTA.-  O dulces, piñas, guayaba.

AGUADO.-  Si es usted más dulce que todas las jaleas del mundo.

AUGUSTA.-  En fin, váyase usted pronto a ver si arreglando aquello, no se vuelve a mentar la dichosa inmoralidad. Ya empalaga. Me gusta más oír hablar del crimen famoso, que al menos interesa por sus lances dramáticos y sus misterios de folletín.

AGUADO.-  Eso a mí no me divierte. Mientras ustedes desmenuzan el crimen, voy a echar un vistazo a los tresillistas.  (Pasa al salón.) 

VILLALONGA.-  ¡Adelante con el crimen!... En el Casino he oído novedades estupendas.

AUGUSTA.-  ¿Qué se dice?... ¿A ver?


  —31→  

Escena IV

 

Los mismos; FEDERICO VIERA.

 

INFANTE.-   (aparte, retirándose del grupo.)  ¡Qué hermosa está, qué simpática y qué mona es esta maldita, y cómo me fascina y enloquece!... ¡Ah!, paréceme que oigo la voz de Federico en el salón.  (Entra en el salón FEDERICO VIERA, y habla con AGUADO.)   Él es, sí. Observaré la cara que pone mi prima cuando él entre. ¿Por qué mis sospechas, sin fundamento formal, sobreviven a todas las razones y se rebelan contra las pruebas en contrario? Acechando rostros y palabras espero sorprender algún indicio, y coger la punta del hilo por donde se saque el ovillo de la realidad. Este bendito Marqués de Cícero me servirá de garita para ponerme de centinela.  (Llevándole hacia la consola que está junto a la puerta.)  Querido Marqués, el domingo sentí mucho no ir a pasar el día en las Charcas.

CÍCERO.-  Pues acertó usted quedándose, porque el día, que amaneció hermosísimo, se nos puso infernal. Tomás no fue tampoco, ni Malibrán; sólo estuvimos Villalonga y yo; pero Jacinto, viendo el mal cariz, se metió en la casa. Yo, siempre impertérrito, me corrí hacia el puesto con el guarda, porque me daba la corazonada   —32→   de que habían de venir las perdices. Lo que venía, hijo de mi alma, era el chubasco número uno. Pero yo... impertérrito con mi capote de monte. El macho que llevamos es un macho que no nos lo merecemos, ni se lo merecen ellas las muy correntonas; ¡venga agua!, y el macho impertérrito, cantando que se las pelaba, chíquili. Por fin, ¿creerá usted que parecieron por allí las muy...?

INFANTE.-   (aparentando atender al MARQUÉS, y contestándole con cabezadas.)  Yo... ¡oh!, yo no creo...  (Aparte.)  Ya se acerca. Disimulo, y mucho ojo a la cara de esa hipócrita. Que no se me escape ni la inflexión más ligera.

AUGUSTA.-   (para sí, fingiendo prestar atención a lo que dice VILLALONGA.)  Ahí está ya. Cara mía, ojos míos, haceos de piedra. Que ninguna suspicacia, ninguna curiosidad os sorprendan en un descuido de expresión. Ese pillo de Manolo me está observando... A buena parte viene. El corazón me salta en el pecho; pero la cara, bien prevenida, se mantiene firme; y aquí no pasa nada. Indiferencia afectuosa... distracción... no le siento entrar.  (Entra FEDERICO.) 

INFANTE.-   (para sí.)  No repara en él...

  —33→  

FEDERICO.-   (saludando.)  Aunque usted no quiera... Augusta...

AUGUSTA.-   (fingiéndose sorprendida, y sin ninguna emoción visible.)  ¡Ah!... parece que entra usted como los ladrones. ¡Cuánto tiempo...! ¿Ha estado usted malo?

FEDERICO.-  Un poquillo.

AUGUSTA.-  Pues no se le conoce en la cara. Me alegro de verle. ¿Nos trae usted noticias nuevas del crimen?

INFANTE.-   (para sí.)  Pues señor, cualquiera les descubre a estos. ¿Tocaré yo el violón a toda orquesta? ¿Correré tras un fantasma?

FEDERICO.-   (sentándose.)  Traigo noticias... para chuparse los dedos. Esta tarde se dice que la muerta no es quien se creía, sino otra persona. ¿Qué tal? ¡Equivocarse en la identificación! Esta si que es gorda.

AUGUSTA.-  ¿Pues quién era?

FEDERICO.-  Una señora recién venida de Cuba, y cuyo nombre nadie sabe.

  —34→  

AUGUSTA.-  Vamos, eso es ya delirar.

VILLALONGA.-  Ganas de aumentar la confusión. No, sobre la persona de la víctima no puede caber duda. Estas bolas las hacen correr los curiales con la idea de desorientar al público, a fin de que no se fije en los verdaderos asesinos.

AUGUSTA.-   (convencida.)  Para mí, el matador es Segundo Cuadrado, ese pillo a quien algunos quieren hacer pasar por santo, porque ayuda a misa y se reza tres o cuatro rosarios al día. Creo además que es instrumento de personas muy altas.

FEDERICO.-  He oído que algunos vecinos vieron entrar en la casa, horas antes del crimen, a un cura.

AUGUSTA.-  ¡También un cura!

FEDERICO.-  Por las trazas debía de ser alguien disfrazado de sacerdote, quizás una mujer.

MONTE CÁRMENES.-  La madrastra... Si digo que...

FEDERICO.-  ¿Por qué no?

  —35→  

CÍCERO.-  Eso no puede ser.

INFANTE.-  Es un disparate.

MONTE CÁRMENES.-   (aburrido.)  Ea, señores, es mucho crimen para mí. Volveré cuando hayan ustedes pescado la verdad, y la trinquen bien para que no se escape.  (Vase.) 

AUGUSTA.-  Pues ustedes dirán lo que quieran; pero a mí, la madrastra, esa doña Sara, me parece una buena persona. Manolo, ¿tú qué piensas?

INFANTE.-  Que es un crimen adocenado, y que ni hay madrastra, ni intoxicación, ni alto personaje, ni influencia, sino la vulgarísima tragedia del sirviente que roba, y al verse sorprendido mata; ni más ni menos.

FEDERICO.-  Vamos, tú eres sensato, y te atienes a la versión de rúbrica, que nos presenta los hechos como arregladitos a un patrón de conveniencias curiales. Hasta el crimen debe ser correcto, y los asesinos han de tener su poquito de ministerialismo.

AUGUSTA.-  Muy bien dicho.

  —36→  

INFANTE.-  No es eso. Pero me parece ridículo mezclar en asuntos tan bajos a personas respetables. Hasta han dicho que el criaducho, ese Segundo, es hijo natural de...

FEDERICO.-  ¿Quién podrá afirmarlo ni negarlo? Si los misterios de la conciencia individual rara vez se descubren a la mirada humana, también la sociedad tiene escondrijos y profundidades que nunca se ven, así como en el interior de las masas rocosas hay cavernas donde jamás ha entrado un rayo de luz. Pero de repente ocurre un cataclismo, una convulsión del terreno, un derrumbamiento, y la roca se parte, descubriendo el hueco que nadie hasta entonces había visto... En cuestión de enigmas sociales, yo no afirmo nada de lo que la malicia supone; pero tampoco lo niego sistemáticamente.

AUGUSTA.-  Yo no soy sistemática; pero me inclino comúnmente a admitir lo extraordinario, porque de este modo me parece que interpreto mejor la realidad, que es la gran inventora, la artista siempre fecunda y original siempre. Suelo rechazar todo lo que me presentan ajustado a patrón, todo lo que solemos llamar razonable para ocultar la simpleza que encierra. ¡Ay!, los   —37→   que se empeñan en amanerar la vida no lo pueden conseguir. Ella no se deja ¿qué se ha de dejar? Este Manolo, empapado en esa tontería del ministerialismo, no quiere ver más que la corteza oficial o pública de las cosas. Es la mejor manera de acertar una vez y engañarse noventa y nueve. Nadie me quita de la cabeza que en ese crimen hay algo extraordinario y anormal. Sería ridículo y hasta deshonroso para la humanidad que los delitos fuesen siempre a gusto de los jueces. Admito lo del personaje influyente que protege al asesino; me inclino a creer que el móvil fue amor y no robo, y en cuanto a la madrastra, esa doña...

VILLALONGA.-  Cuidado con defender a la madrastra, que aquí está Teresa Trujillo, y según parece, va a negar el saludo a los que no opinen como ella.

AUGUSTA.-  Es furibunda madras... trista; dificilillo es de pronunciar, pero no hay más remedio que admitir la palabreja.



Escena V

 

Los mismos; TERESA TRUJILLO, de edad madura, vivaracha, el pelo pintado de rubio.

 

AUGUSTA.-  Las trae acabaditas de coger.

  —38→  

TERESA.-  Vengo a buscarlas.  (Saludando a todos.)  Manolito, buenas noches. Jacinto, Federico, Marqués... de fijo ustedes saben algo nuevo. Hoy me he leído una arroba de prensa. ¡Qué buena viene! Por supuesto, al que sostenga que no fue la madrastra, le diré que ha tomado dinero de los Cuadradistas.

AUGUSTA.-  Pues yo la defiendo, y de mí no creerá usted que me he vendido.

TERESA.-  Pero estás influida por estos, que en su afán de sacar del pantano al juez, hacen la causa del Cuadradismo, sosteniendo que el criado mojó. ¡Qué infamia! ¡Pobre Segundo, un muchacho honrado y decente, devoto de la Virgen!... Yo no puedo ver esto con paciencia. Te juro que si a esa bribona no la llevan al palo... va a haber aquí un cataclismo.

INFANTE.-  ¡Qué la han de llevar, señora, si doña Sara es una santa, devotísima de San José!

TERESA.-  Quite allá el muy tonto... Usted es de los que trabajan porque triunfe la farsa. Ya se ve; defiende al gobierno, que tiene interés en echar   —39→   tierra... Una horca en la Puerta del Sol, para ir colgando en ella ministros y pájaros gordos, es lo que hace falta.

AUGUSTA.-  ¡Hija, por Dios...!

TERESA.-  O la guillotina. Aquí no hay justicia ni vergüenza. Es cosa probada que los que andan en el ajo le han asegurado la vida a ese bendito Segundo para que declare en forma que no comprometa a doña Sara. Esto es un espanto. Yo puedo asegurar a ustedes una cosa, y es que unas amigas mías la vieron un día en la Palma comprando cintas para sombreros...

VILLALONGA.-  ¿Y qué?

TERESA.-  Si no me ha dejado usted concluir. Iba con ella un hombre de barba rubia.

INFANTE.-  ¿Y qué?

TERESA.-  ¡Y qué!... ¡Y qué!  (Exaltándose.)  Ese sujeto es el hombre con barba postiza que los vecinos vieron bajar, momentos antes del crimen.

FEDERICO.-  ¡Si el que bajó iba vestido de cura!

  —40→  

INFANTE.-  De anchas caderas, bajito él, pecho abultado... Era la propia doña Sara disfrazada de sacerdote.

TERESA.-  No echemos la cosa a barato, amiguitos, que esto es muy serio.

AUGUSTA.-  Pongámonos en lo razonable.

TERESA.-  Eso es, en lo razonable.

FEDERICO.-   (a AUGUSTA, vivamente.)  ¿Pero no decía usted que es enemiga de lo razonable, porque lo razonable es el amaneramiento de los hechos?

AUGUSTA.-  Sí; pero hay que distinguir...

FEDERICO.-  No, no crea usted que voy a condenar sus ideas. Convengo en que la realidad es fecunda y original, en que la verdad artificiosa que resulta de las conveniencias políticas y sociales nos engaña. Pero no nos lancemos por sistema a lo novelesco; ni por huir de un amaneramiento, caigamos en otro, amiga mía. Usted tiene viva imaginación, y lo dramático y extraordinario   —41→   la seduce, la fascina. La vida, por desgracia, ofrece bastantes peripecias, lances y sorpresas terribles, y es tontería echarnos a buscar el interés febriscitante 2, cuando quizás lo tenemos latente a nuestro lado, aguardando una ocasión cualquiera para saltarnos a la cara.

AUGUSTA.-  En eso estamos conformes. Pero yo no busco el interés febriscitante. Es que, sin darme cuenta de ello, todo lo vulgar me parece falso: tan alta idea tengo de la realidad... como artista; ni más ni menos.

VILLALONGA.-   (aplaudiendo.)  Admirable paradoja. ¡Qué maravilloso talento!

 

Todos aplauden.

 

AUGUSTA.-   (soltando la risa.)  Gracias, amado pueblo.

FEDERICO.-  Tiene usted toda la sal de Dios.

AUGUSTA.-   (para sí.)  ¡Qué zalamerito viene esta noche! ¡Ah!, grandísimo pillo, tú me la pagarás. No sabes tú la culebra que tengo enroscada aquí. Deja que yo te coja...

TERESA.-  No entiendo de estas zarandajas. Yo sigo   —42→   siempre el criterio del pueblo. ¿Es esto lo que llaman ustedes vulgo? Pues sea: no me negarán que el pueblo tiene un instinto...

VILLALONGA.-  Sí; pero es profundamente sugestivo y fascinable. Los milagros ¿qué son más que fenómenos de hipnotismo? Todas las religiones, incluso la cristiana, se fundan en eso.

TERESA.-   (amoscándose.)  ¡Eh!, cuidado: no me toquen a la religión. De las falsas hablen ustedes lo que gusten; pero de la verdadera...

INFANTE.-  Y usted, ¿cómo siendo tan absolutista...?

TERESA.-   (irritada.)  Sí, señor, muy absolutista, muy católica, apostólica, romana, y al mismo tiempo muy popular, muy populachera. ¿Qué, no lo entiende usted, angelito?

MONTE CÁRMENES.-   (asomándose a la puerta.)  ¿No ha concluido todavía el crimen?

AUGUSTA.-  Sí, sí; basta ya. Tilín, tilín; se suspende esta discusión. Orden del día...

 

Entra MONTE CÁRMENES. La conversación se generaliza y se deslíe, subdividiéndose.

 

  —43→  

Escena VI

 

OROZCO, CALDERÓN y AGUADO aparecen en la sala de la derecha. En una de las mesas de esta, continúan jugando al tresillo CISNEROS, MALIBRÁN y PEZ. En otra juegan el EXMINISTRO y los TRUJILLOS padre e hijo.

 

OROZCO.-   (a AGUADO.)  No es exacto, repito, y buen tonto sería yo si tal hiciese.

AGUADO.-  Pues a mí me han dicho que, a no ser por usted, el Correccional de jóvenes delincuentes no se habría construido nunca.

OROZCO.-  Habladurías. He contribuido a esta obra benéfica en la misma medida que los demás iniciadores, y desempeño el cargo de tesorero de la Junta.

AGUADO.-  Ahí es donde cae usted, amigo mío. ¡Si todo se sabe! La Junta no recauda lo bastante para continuar con método las obras. Llega un sábado y faltan fondos para pagar los jornales de la semana. Pero no hay que apurarse: el buen Orozco tira del talonario, y...

OROZCO.-   (risueño y calmoso.)  Pues estaría yo lucido. No, esas generosidades   —44→   caen ya dentro del fuero de la tontería, y francamente, yo aspiro a que se tenga mejor idea de mí. El atribuirle a uno méritos que no posee, y que, por lo disparatados, no deben lisonjear a nadie, constituye una especie de calumnia, sí señor, una calumnia de benevolencia, que si no se cuenta entre los pecados, no debe contarse tampoco entre las virtudes.

AGUADO.-  ¿De modo que, según ese criterio, yo soy un calumniador... al revés? Pues me corregiré, pierda usted cuidado; diré que es usted un pillo, un hombre sin conciencia; diré más; diré que el tesorerito este se da sus mañas para distraer cantidades del fondo del Correccional, y aplicarlas a sus vicios.

OROZCO.-  Basta; no tanto.  (Con jovialidad.)  Pues mire usted, si se dijera eso, alguien lo creería más fácilmente que lo otro, siendo ambas cosas falsas.

AGUADO.-  No crea usted que la opinión pública se deja extraviar tan fácilmente por los difamadores. Ya ve usted las atrocidades que han dicho de mí. Que si me traje media isla de Cuba en los bolsillos; que si vendía los blancos como antes se vendían los morenos; mil tonterías. Pues si al principio se formó contra mí una atmósfera   —45→   tan densa que se podía mascar, no tardó en disiparla con mi desprecio, y al fin la opinión me hizo justicia.

CALDERÓN.-  ¿Qué duda tiene?  (Con ironía.)  La reputación de usted es como el sol, que disipa las nieblas, y resplandeciendo en el zenit de la fama...

OROZCO.-  No te metas a hacer figuras, Pepe, que armas unos líos... Por supuesto, yo desconfío siempre de la voz pública, así cuando vitupera como cuando alaba, y creo que rarísima vez acierta.

AGUADO.-  Pues aguantar el chubasco, señor mío. De usted se dicen horrores: que costea solo o casi solo las obras del Correccional para chicos; que le comen un codo las Hermanitas de la Paciencia; que viste todo el Hospicio dos veces al año, y qué sé yo...

OROZCO.-  Más vale que les dé por ahí. Yo también pienso echarme a panegirista de los amigos, diré que el señor de Aguado fundará un asilo para cesantes de Ultramar.

AGUADO.-  ¿Yo? Que los parta un rayo. Eso sí que no lo creerá bicho viviente. Para que me asilen   —46→   estoy yo, no para asilar a nadie. Desnudo fui y desnudo vine.

CISNEROS.-   (terminando una jugada.)  Ea... entregarse... No puede usted conmigo.

MALIBRÁN.-   (paga, disimulando cortésmente su mal humor.)  Ahí va... D. Carlos, he tenido el honor de que me gane usted seis duros.

CISNEROS.-  El honor de jugar conmigo se paga caro.

MALIBRÁN.-  Pero con gusto.  (Aparte.)  Maldita sea tu estampa, pícaro viejo.  (Alto.)  D. Carlos, dispénseme y deme de alta: tengo que marcharme. Calderón me sustituirá en el papel de víctima.  (Se levanta; CALDERÓN ocupa su sitio.) 

CALDERÓN.-  No, lo que es a mí no me trastea D. Carlos. Prepárese usted, que le voy a abrasar vivo.

CISNEROS.-   (barajando.)  Este Calderón es de cuidado; pero no puede conmigo. ¿Tienes dinero? Si no lo tienes, dile al benéfico Orozco que te llene los bolsillos, porque ahora la entregas.  (Juegan.) 

MALIBRÁN.-   (a OROZCO.)  ¡Ah, qué cabeza...! ¿Pues no me iba sin decirle   —47→   a usted lo que más presente tenía...? Aquel muchacho que usted me recomendó... ¿No se acuerda? Ya le hemos metido en un viceconsulado de Asia.

OROZCO.-  Bien... Pues francamente, yo tampoco me acordaba. Ha hecho usted una buena obra: Ese joven es hijo de una pobre viuda...

MALIBRÁN.-  No tiene que agradecerme su colocación... Yo lo he hecho por usted.

OROZCO.-  ¡Por mí!... Si apenas le conozco. Me lo recomendó...  (Haciendo memoria.)  Pues no me acuerdo, ni hace al caso. Ello es que hay tanta miseria en este mundo, que se llega a perder la cuenta de los desfavorecidos de la suerte que pordiosean en una u otra forma.

AGUADO.-  Es verdad; el desequilibrio entre las necesidades y las posiciones es tal, que el sablazo ha venido a ser continuo y denso, como una granizada; y no cae sólo sobre la cabeza del rico, sino también sobre los que vivimos con modesto pasar. Sablazos en la calle y en la casa, por la mañana y por la tarde, en pleno día y a la melancólica hora del crepúsculo; sablazos   —48→   de dinero, de recomendaciones, de influencias. Aseguro a usted que comemos de milagro.

OROZCO.-   (distraído.)  De milagro...

AGUADO.-  Admiro la paciencia de usted y su longanimidad.  (Siguen hablando. MALIBRÁN pasa al salón y se encuentra con VILLALONGA, que ha salido de la sala japonesa.) 

VILLALONGA.-  ¿Te vas ya?

MALIBRÁN.-  Sí, voy a despedirme de la ingrata.

VILLALONGA.-  ¿Y cómo va eso?

MALIBRÁN.-  Desastrosamente. No he adelantado ni un solo palmo de terreno. Me confirmo cada día más en la certeza de lo que hablábamos anoche.

VILLALONGA.-  ¿Crees que hay moros por la costa?

MALIBRÁN.-  Como creo en Dios. Y esa morisma hace tiempo que piratea. Nada, Augusta tiene su enredito. Y ten por cierto que tiro de la manta y se lo descubro.

  —49→  

VILLALONGA.-   (con sorna.)  Sí; véngate. A estas virtudes enfatuadas hay que arrancarles la aureola. ¡Cuidado si será tonta esa mujer!, no quererte a ti, tan buena figura, tan sacadito de cuello, entendidito en pintura, familiarizado con la política extranjera, y muy fuerte en todo lo que sea triples alianzas. Por supuesto, yo creo que te idolatra y lo disimula; también ella tiene sus puntas de diplomática.

MALIBRÁN.-  No te burles. Y que está enamorada no ofrece ya duda para mí. ¡Ah!, tengo yo un olfato...! He rastreado mil síntomas infalibles. Cualquier día se me escapa a mí una pieza de esta clase.

VILLALONGA.-  Grandísimo adúltero, de quien está prendada es de ti.

MALIBRÁN.-  No, no.

VILLALONGA.-  ¿En quién te fijas, pues?

MALIBRÁN.-  Qué sé yo. En Calderón, la ostra de la casa, en el artillerito ese, en Federico Viera, en Manolo Infante.

  —50→  

VILLALONGA.-  El más verosímil me parece Infante. Ese las mata callando.

MALIBRÁN.-  Pues no sé qué te diga. Déjame proseguir mis estudios, y mis... diligencias. Ahora...  (bajando la voz)  la estoy acechando en sus salidas de casa, y créelo, le deshago el tapadijo; créelo como esta es noche.

VILLALONGA.-  Estás trastornado, Cornelio.

MALIBRÁN.-  Chico, cuestión de amor propio. Todas las pasiones son eso y nada más que eso. Llámalo el diablo. Tal como están hoy las sociedades, con las religiones abatidas y la moral llena de distingos, el amor propio nos gobierna. ¿Ves a Orozco, a quien todos llaman la mejor persona del mundo? Pues es que se ha impuesto ese papel, y lo sostiene por algo que se asemeja a la vanidad del artista. Si estuviéramos en época en que la santidad fuera moda, ese se haría canonizar por pintarla, y extremaría sus actos benéficos hasta el sacrificio y la mortificación, todo por orgullo, por el culto del arrastrado Yo. Ley primaria del mundo es el amor propio. Todos hacemos un altar donde nos ponemos a   —51→   nosotros mismos, y nos adoramos con un dogma cualquiera. Mi dogma es vencer en empeños amorosos.

VILLALONGA.-  Vencerás. Así tuviera yo tan seguros el cielo y mi canonjía del Senado. Por cierto que el empeño de meter a Orozco en la combinación me ha hecho bajar un puesto en la lista.

MALIBRÁN.-  Tontería. ¡Si Tomás no lo desea!

VILLALONGA.-  No te fíes de apariencias. Ya sabes que tengo a nuestro amigo por un poquitín hipócrita. Esa modestia, esos ascos al bombo son afectados. Cada cual se busca su toque o manera en la sociedad, y el toque de ese es decir «no quiero, no quiero», para que se lo den todo, y tres más.

MALIBRÁN.-  Puede que tengas razón... En fin, es muy tarde, y yo me voy.

VILLALONGA.-  ¿A casa de Leonor?

MALIBRÁN.-  Después. Sobre la una. Abur.  (Entra en la sala japonesa, se despide y sale de la casa.) 


  —52→  

Escena VII

 

Los mismos, menos MALIBRÁN.

 

OROZCO.-   (pasando con AGUADO al salón.)  Apuesto a que todavía están apurando el tema del crimen.

MONTE CÁRMENES.-   (que sale de la sala japonesa.)  ¡Crimen y siempre crimen! Augusta quiso entrar en la orden del día; pero Teresa se rebeló contra la presidencia, y ahora está haciendo una excursión patibulario-comparativa al campo de la historia, analizando la vida y milagros de la Bernaola, Vicenta Sobrino, y otras tales.

OROZCO.-  Mi mujer se pirra por los crímenes, y Teresa es capaz de traerse el verdugo en el bolsillo. Yo que el Gobierno, crearía con ellas y otras damas la policía judicial que tanta falta nos hace. ¿Verdad, Villalonga?... Venga usted para acá. Parece que está usted de puntas conmigo. Le prevengo que no he dado paso alguno para entrar en la combinación. Es cosa de los amigos de usted. Yo lo agradezco, sin solicitarlo, y lo aceptaré si me lo dan, así como me quedaré tan fresco si me lo niegan.

VILLALONGA.-   (para sí.)  ¡Valiente jesuitón estás tú!  (Alto.)  Para mí   —53→   es cuestión de amor propio, y ¿a qué negarlo?, de conveniencia. Necesito el cargo para bandearme. Estoy cansado de luchar; tengo, como cada hijo de vecino, mi serie de lamentables equivocaciones. Llámelo usted mala cabeza, vértigo político, llámelo usted temperamento anárquico, si le parece mejor. Pero ya voy para viejo, y solicito esa posición para formalizarme y adquirir los hábitos de consecuencia que no tengo. ¿Soy sincero?

OROZCO.-  Sí. Sólo por su sinceridad merece usted la breva. Yo siento mucho que, sin comerlo ni beberlo, hayamos venido a ser rivales.

VILLALONGA.-  Rivales no. En este caso, hay que hacer justicia al mérito, y quitarle el sombrero. La posición, la riqueza de usted justificarían mi preterición, si no hubiera otros motivos.

EL EXMINISTRO.-   (que ha salido poco antes con ambos TRUJILLOS de la sala de juego, y ha oído lo dicho últimamente por VILLALONGA, le coge por la solapa y con desentono le dice:)  Pero ven acá, impertinente, ¿para qué quieres tú la senaduría vitalicia? ¿Crees que eso se puede cambiar por una Dirección? ¿Crees que eso se da a la gente insegura y a los veletas como tú?

  —54→  

VILLALONGA.-  ¿Y para qué querías tú la cartera, grande hombre pequeñísimo?

EXMINISTRO.-  ¡Yo!, ¡si yo no la quería...!

VILLALONGA.-  Que no... ¡angelito! Como que si no te la dan te mueres. ¡Cuántas veces, en días de crisis me dijiste: «Jacinto, por Dios, ¿le has hablado al Presidente? ¿Crees tú que iré yo ahora?»! Y al fin fuiste. Y te ayudamos los amigos, jaleándote hasta tres meses después, y dándote un bombo fenomenal. Conque prudencia; que yo no me muerdo la lengua, y en historia contemporánea no me gana nadie.

EXMINISTRO.-  Ni en hablar más de la cuenta tampoco. Siempre disolvente, a donde quiera que vas. Parece mentira que teniendo tanto talento, te hayas empeñado en probar tu inutilidad.

VILLALONGA.-  Pues te diré que...  (Conteniéndose.)  En fin, no quiero enfadarme.

EXMINISTRO.-  Aunque te enfadaras...

OROZCO.-  Vaya, señores, envainen los aceros.

  —55→  

AGUADO.-   (apartando a OROZCO del grupo.)  Deje usted a los compadres que se peleen. Buen par de chanchulleros están los dos. Y Jacinto hace bien en tomarle el pelo al otro. Me ha contado que le tuvo hace quince años en la redacción del Fanal, trabajando de tijera. Explíqueme usted estas elevaciones. ¡Qué país!  (VILLALONGA y el EXMINISTRO siguen disputando con viveza, pero sin faltar a la cortesía.) 

OROZCO.-  Jacinto es muy listo y vale mucho; pero su inconstancia la pierde. Habría sido ya Ministro, si no tuviera la desgracia de encontrarse mal donde quiera que está.

TRUJILLO padre.-   (con displicencia.)  Todos lo mismo. Unos por consecuentes, otros por inconsecuentes, ¡bueno tienen el país, bueno!

VILLALONGA.-   (disputando con el EXMINISTRO.)  No hay quien te baraje. Los hombres de talento, cuando dan en desbarrar...

EXMINISTRO.-  ¡Si quien desbarra eres tú! ¡Lo repito; parece mentira que teniendo tantísimo talento...!

VILLALONGA.-  No te haces cargo de nada... Pero escucha.

  —56→  

EXMINISTRO.-  Permíteme, bruto...

TERESA TRUJILLO.-   (que sale de la sala japonesa y busca a su hijo.)  ¿En dónde está mi artillero? ¡Ah!  (Cogiéndole del brazo.)  Ven acá, hijo de mi alma. Vámonos, sácame de aquí.

OROZCO.-  ¿Pero se va usted? No lo consiento.

TERESA.-  ¡Ay, Tomás, tiene usted su casa infestada de Cuadradismo! Aquí no puede estar una persona que se interesa por la justicia.

OROZCO.-  Pues yo creí que usted había convertido a mi mujer a la sana doctrina Saraísta.

TERESA.-   (picada.)  ¡Quia!, siempre ha de llevarme la contraria. Si siguiéramos disputando, acabaríamos por reñir, como este par de tontos.  (Por el EXMINISTRO y VILLALONGA.) 

INFANTE.-   (que sale con el MARQUÉS DE CÍCERO de la sala Japonesa.)  ¿Qué rebullicio es este? Lo de siempre, discutiendo sobre cuál ha hecho más tonterías.

  —57→  

MONTE CÁRMENES.-  Diciéndoles que hay crisis, puede que se pongan de acuerdo.

INFANTE.-   (interviniendo en la disputa.)  Señores, cese la discordia. El Ministerio está de cuerpo presente.

 

Los disputadores no se aplacan; INFANTE y MONTE CÁRMENES se ingieren en la discusión, y OROZCO, CÍCERO, TERESA TRUJILLO, su esposo y su hijo les contemplan sonriendo. En la sala de la izquierda se quedan solos AUGUSTA y FEDERICO.

 

AUGUSTA.-   (en pie, airada.)  Al fin se ha ido Manolo, el centinela de vista, y podemos hablar un instante. Tengo que decirte que te estás portando indignamente.

FEDERICO.-  Yo, ¿por qué?  (Va a la puerta, atisba y retrocede.)  También yo deseaba que estuviéramos solos, para poder decirte...

AUGUSTA.-  No quiero saber nada. ¡Seis días sin verme!

FEDERICO.-  Por culpa tuya.

AUGUSTA.-  No; tuya, mil veces tuya... No sé qué tienes   —58→   en esos ojos... la traición, la mentira y el cinismo.  (Muy agitada.)  Ya me estoy acostumbrando a la idea de que te vas de mí, atraído por personas indignas, que no quiero ni debo nombrar.

FEDERICO.-  No digas disparates. ¿Te espero mañana?

AUGUSTA.-  No, repito que no.  (Mirando al salón con recelo.)  No vuelvo más; no me mereces.

FEDERICO.-  Que no te merezco ya lo sé; ¡pero tiene uno tantas cosas que no merece! ¡Dios es tan bueno!... ¿Irás?

AUGUSTA.-  No quiero. Bien claro te lo digo.

FEDERICO.-  ¡Y yo que tenía que contarte tantas cosas!

AUGUSTA.-   (con viva curiosidad.)  ¿Qué cosas? Cuéntamelas ahora.

FEDERICO.-  Ahora no puede ser. Te espero allá, ¿sí o no?

AUGUSTA.-  He dicho que no voy.  (Aturdida.)  Lo pensaré... No, no, y mil veces no. Si fuera, iría para   —59→   injuriarte, para decirte que te me estás haciendo aborrecible.

FEDERICO.-  Pues para eso. Vas, y allí, muy tranquilamente, nos tiraremos los trastos a la cabeza.

AUGUSTA.-  Cállate... Pueden oír...  (Con miedo.)  Te escribiré dos letras... No, no te escribo ni media letra; no me da la gana.

FEDERICO.-  Pero...

AUGUSTA.-  Basta... cállate... salgamos.  (Aparece en la puerta del salón.) 

OROZCO.-   (a su mujer.)  Si tú no calmas a estos energúmenos, no sé qué ya a pasar aquí. Siéntate al piano, que la música a las fieras domestica.

OFICIAL DE ARTILLERÍA.-   (a AUGUSTA.)  Es gracioso: los cuatro son ministeriales, y vea usted cómo están. Música, música,  (AUGUSTA se sienta al piano y preludia.) 

AGUADO.-   (aparte.)  Música tenemos. Tocará seguramente esas cosas que a mí me aburren. De buena gana me plantaría en la calle. ¡Beethoven, Chopín!   —60→   Os cambio por una de aquellas habaneritas... Pero si lo digo, me llamarán vulgo. Fingiré que estoy en éxtasis.

INFANTE.-   (corriendo hacia el piano.)  Augusta, por amor de Dios, la sonata 14, el clair de lune...

EXMINISTRO.-  Música, arte. Parta un rayo a la política.

VILLALONGA.-  Tiene la palabra el Sr. de Beethoven.

 

Todos ríen, se alegran, y algunos se sientan para disfrutar de la buena música.

 

AUGUSTA.-   (para sí, tocando.)  ¡Para tocatas estoy yo! Dios tenga piedad de mí.



Escena VIII

 

Alcoba en casa de OROZCO. Dos camas, una a cada lado de la estancia.

 
 

OROZCO, sentado, meditabundo. AUGUSTA que entra, vestida aún de sociedad.

 

OROZCO.-   (para sí.)  Ya deseaba que se fueran. Me siento esta noche más fatigado que nunca.

AUGUSTA.-   (para sí.)  Gracias a Dios que me he quedado sola. ¡Tener   —61→   que sonreír y tocar el piano para que los demás se diviertan...!

OROZCO.-   (alto.)  La música me pone triste esta noche. ¿A qué lo atribuyes tú?

AUGUSTA.-   (absorta, no contesta si no después de una pausa.)  Perdona: estaba distraída.

OROZCO.-  Te digo que la música me ha puesto triste...

AUGUSTA.-  ¿Tú triste?... ¿por qué?... ¡Ah!, la pícara imaginación. Es que de algún tiempo a esta parte cavilas demasiado, y te fijas más de lo conveniente en asuntos que por tu posición debieras mirar con calma. Ahí tienes por qué te desvelas tan a menudo. Cuando no se duerme bien, querido, toda la máquina anda mal, y el espíritu más valiente se desmaya.

OROZCO.-  De veras que duermo mal, y no sé a qué atribuirlo. Ello debe de ser contagioso, porque tú también, al menos anoche, estuviste muy despabilada.

AUGUSTA.-  Es que cuando te siento despierto, yo no   —62→   puedo dormir... No creas, a mí no me importa. Resisto perfectamente el insomnio. Este cerebro mío no trabaja ordinariamente lo que el tuyo. A ti te pasa lo que a muchos que, hallándose dotados de grandes energías, no saben en qué emplearlas, por haberse encontrado resueltos los principales problemas de la vida. No hay ningún asunto grave, de tu propio interés, que ocupe tu ánimo, y para llenar este vacío buscas fuera mil extrañas cosas, y te las apropias, y les das un calor que no debieran tener para ti.

OROZCO.-   (aparte, ensimismado.)  ¡Qué lejos de mí, pero qué lejos, veo a mi mujer!

AUGUSTA.-  Ya te afanas porque los muchachos delincuentes tengan un asilo en que se les corrija; ya te interesas por las niñas abandonadas, como si fueran tuyas. O bien das en proteger a ingratos, en salvar de la miseria a los que se han arruinado por informales o tramposos... No, yo no te censuro que seas caritativo y ayudes al prójimo. Pero todo tiene su límite, hasta la bondad. Para todo hay una medida en lo humano.

OROZCO.-  Vida mía, me juzgas mejor de lo que soy. Mira tú, si cavilo a ratos, es porque recelo no   —63→   cumplir bien los deberes que me impone mi posición. Algunas noches he dormido mal porque la conciencia intranquila y como quisquillosa me turbaba el sueño...

AUGUSTA.-   (sorprendida.)  ¡Tú... con la conciencia intranquila... tú!... el hombre mejor del mundo. ¡Alabado sea Dios!...  (persignándose.)  Tomás, tú no sabes lo que te dices.

OROZCO.-  En esto de la conciencia, hija mía, cada triunfo que se alcanza trae nuevos anhelos de alcanzar más. Cuando uno se deja entumecer por el egoísmo, la conciencia se atrofia, como órgano sin uso, y hasta llegamos a cometer mil iniquidades sin advertirlo. Pero cuando nos aficionamos, por esta o la otra causa, a la contemplación de la idea moral y a recrearnos en ella, ¡ay!... entonces, Augusta, mientras más horizontes se ven, más nos gusta avanzar para reconocer, descubrir y conquistar espacios nuevos.

AUGUSTA.-   (para sí.)  Ya tenemos en planta la idea fija de estas últimas noches...

OROZCO.-  Mi mayor satisfacción sería que mi mujer comprendiera esto... Creo que al fin lo entenderás.

  —64→  

AUGUSTA.-   (acaricíandole.)  Mira, hijito, acuéstate y procura dormirte. Si la conciencia te quita el sueño a ti, a ti, que eres tan bueno, ¿quién, dímelo, quién dormirá en este mundo?

OROZCO.-  Los muertos y los egoístas, que vienen a ser lo mismo.  (Con jovialidad.)  Oye, Augustilla, esta noche deseo el descanso, y me propongo arrojar de mi cerebro toda idea que no sea la de mi propio bien. Ea, durmamos.  (Se dispone a acostarse.) 

 

La doncella aparece en la puerta, y AUGUSTA pasa con ella a otra habitación para cambiar de ropa.

 

OROZCO.-   (solo, acostándose.)  Sí, es preciso descansar, transigir con este mecanismo brutal y tonto en que estamos metidos. Aquí, solo dentro del círculo de mis pensamientos, apartado del mundo, ante el cual represento el papel que me señalan, restablezco mi personalidad, me gozo en mí mismo, examino mis ideas, y me recreo en este sistema... lo llamaré religioso... en este sistema que me he formado, sin auxilio de nadie, sin abrir un libro, indagando en mi conciencia los fundamentos del bien y del mal... ¡Qué placer descubrir la fuente eterna, aunque no podamos beber en ella sino algunas gotas que nos salpican   —65→   a la cara! Hay en el mundo más de cuatro necios que me creen fanatizado por las prácticas de esta o la otra religión positiva. Su error me encubre. No les sacaré de él... Una sola idea me aflige, y es que mi mujer está aún distante, pero muy distante de mí. Miro para atrás, y apenas la distingo. Cada noche, al quedarnos solos en este dulce retiro, libres de la estolidez humana, arrojo a su entendimiento algunas ideas... hoy esta, mañana aquella, como el novio que tira chinitas al balcón de su amada para llamar la atención. No las recibe mal; pero no se halla todavía en estado de asimilárselas. Creo que al fin se enterará. Es buena, y su corazón está preparado para limpiarse de egoísmo... ¡limpieza en extremo difícil!... ¡vaya si es difícil!...  (Se adormece.) 

AUGUSTA.-   (entrando de puntillas, en traje de noche.)  Dormido ya; pero esto no es más que el primer sueño, breve y profundo, que lo dura apenas media hora. Y yo ¿por qué me acuesto si sé que no he de dormir? ¡Habla de conciencia intranquila!... Este bienaventurado no sabe lo que es vivir con los pies sobre la tierra. Él tiene alas.  (Se sienta junto a su lecho, y apoya el brazo en él y la frente en la mano.)  Si mi fe religiosa fuera más viva... me consolaría. Pero mis creencias están como techo de casa vieja, llenas de goteras. De esto tiene la culpa el trato   —66→   social, lo que una piensa, y lo que oye, y lo que ve... Por ese lado no hay esperanza.  (Mirando a su marido que duerme.)  Si Dios se ocupa de nuestras pequeñeces, sabrá que quiero tiernamente a este hombre, que su salud me interesa más que la mía; sabrá también que esta unión no satisface mi alma, que otro cariño me salió al paso y lo tomé, porque me llena la vida hasta los bordes. Esto ha venido a ser esencial en mí. Mi conciencia es voluble, y suele regirse por las impresiones que recibo y por los movimientos del ánimo. Cuando estoy contenta y satisfecha, y los celos no me punzan, mi conciencia se relaja, se hace la tonta, y me dice que mi falta no es falta, sino ley del espíritu y de la naturaleza. Pero cuando mi pasión se alborota con las contrariedades, y el alma se me revuelve, y se enturbia con sus propias heces que suben, pierdo la tranquilidad y me tengo por mala, por indigna de perdón... ¿Qué es lo que siento esta noche? Inquietud, temor de no ser amada. El despecho y la ira se me vuelven remordimientos. Casi casi me dan impulsos de abrir el alma delante de mi marido, y contarle todo lo que me pasa. ¿Y para qué? ¿Para renegar de mi error y prometer la enmienda? No, no tendré fuerzas para enmendarme, ni hipocresía para hacer promesa tan imposible de cumplir. Me confesaría, simplemente por el consuelo de vaciar un secreto que ahoga...  (Irguiendo la cabeza.)    —67→   ¡Dios mío, qué disparates pienso! Paréceme que tengo fiebre. A estas horas, el insomnio y las cavilaciones nos llevan a una verdadera locura. ¡Confesarme a Tomás! No me comprendería, como yo no comprendo las sutilezas de su conciencia, que por querer adelgazarse tanto, se quiebra; incurriría en las vulgaridades de la moral gruesa y común, de esa que parece que se compra por kilos. ¡Ay!, digan lo que quieran, estamos gobernados por leyes estúpidas... hechas para regularizar lo irregularizable, para contener en distancias muy medidas el vuelo de las almas... porque yo también tengo plumas.  (Hace con las manos movimientos de aleteo.)  ¡Vaya que se me ocurren unas cosas cuando cavilo a estas horas!... Sí, ardo en calentura; como que dudo a veces si estoy despierta o estoy soñando... y hasta me parece que un diablillo gracioso me sopla al oído lo que he de pensar... Despierta estoy, y discurro claramente que la sociedad y sus leyes son obra de la tontería.  (Accionando como si hablara con alguien.)  Y lo digo y lo sostengo: si no nos encontrásemos atados por estos nudos del convencionalismo, yo podría tener un gran consuelo. Ante la razón grande, hablo de la grandísima, de la que anda por allá arriba sin que nadie la pueda coger, ¿qué inconveniente habría en que este hombre, que miro como hermano de mi alma, este hombre de entendimiento   —68→   superior, de gran corazón, todo nobleza, supiera lo que me está pasando, y que lo oyera de mi 3 propia boca?... Esto que parece absurdo... ¿por qué lo es?, mejor dicho, ¿por qué lo parece? No; lo absurdo no es esto que pienso, sino lo otro, todo el armatoste social...  (Sonriendo.)  ¿Por qué me río?... No me río: es rabia; es que mi sabiduría, esta ciencia que me entra por las noches, me hace reír... de rabia.

OROZCO.-   (para sí, despertando súbitamente, y volviéndose.)  Tengo la cabeza tan despejada como a las doce del día. Y francamente, no veo la necesidad de dormir toda la noche. Después de un breve letargo reparador, no hace falta más. En vez de embrutecernos en el sueño, ¡cuánto mejor es meditar sobre los graves problemas que nos rodean, examinar nuestras acciones del día pasado, preparar las del siguiente!...  (Pausa.)  Lo que más me enoja es que me aplaudan, como si fuera yo un cómico. Quiero que mis actos sean tan secretos que nadie los penetre; más aún, quiero que resulten con apariencias de maldad, para que el mundo los censure y los ridiculice. Pero esto es difícil, muy difícil. El maldito tiene un gran olfato para rastrear la verdad, y no es fácil engañarle... Porque el bien no es tal bien, si no se le disfraza, para que vaya por la calle bien enmascaradito. Y lo   —69→   peor es que no puede uno evitar que los favorecidos salgan por ahí con mucho bombo y mucho cascabel, pregonando el bien que uno les hace, mientras yo... no sé qué daría porque me formaran una reputación de tacaño y cruel. Nada me molesta tanto como la gratitud, y las manifestaciones de ella... Verdad que hay muchos ingratos, y esto ya es un consuelo...  (Pausa.)  También me gusta cavilar sobre los términos precisos de este orden de creencias que yo he encontrado en mi propio pensamiento y en mi corazón; obra mía es todo, y la primera necesidad que experimento es recatarla del mundo. Aquí no cabe propaganda, ni yo he de hacerla más que con mi mujer. Sólo a una persona tiernamente amada comunicaré esta creencia honda, que proporciona al alma tan grandes consuelos... Sólo a mi pobrecita Augusta...  (reparando en su esposa sentada junto al lecho.)  Augustilla, hija mía, ¿qué haces que no duermes?

AUGUSTA.-  Ya estaba acostándome, cuando me pareció notarte inquieto. ¿Te sientes mal?

OROZCO.-  No, hija de mi alma. Estoy muy bien; he dormido un rato, y no necesito descansar más. Déjame que medite sobre cosas que te iré comunicando   —70→   en forma tal que puedas comprenderlas.

AUGUSTA.-   (para sí.)  Vuelta a lo de anoche...  (Alto.)  No pienses en eso. Eres bueno, y por ser mejor te estás dando muy malos ratos. Es hasta un rasgo de soberbia el pretender salirse de la imperfección humana.

OROZCO.-  Desconoces los verdaderos grados del bien. Tu inteligencia es grande; pero no ve la verdad. No me extraña eso. Yo te iniciaré. Eres la persona que más quiero en el mundo, y es preciso que vengas tras de mí, ya que no conmigo. Según mis creencias, la primera de mis obligaciones es proporcionarte todos los placeres lícitos, rodearte de las comodidades y encantos que nuestra fortuna nos permite. Hoy por hoy, no cuadra a mis ideas el cambiar de vida. Me conviene que continúe este lazo que al mundo nos une, y aparentar que, lejos de haber en mí perfecciones, soy lo mismo que los demás.

AUGUSTA.-   (para sí, confusa.)  ¿Estoy segura de entender lo que me dice?  (Alto.)  Eso me agrada; pues si tuvieras tú vocación de anacoreta, yo no creo tenerla nunca.

OROZCO.-   (algo excitado.)  No, no es eso. En el mundo, en plena sociedad   —71→   activa, es donde se debe luchar por el bien. Nada de ascetismo: los que se van a un páramo no tienen ningún mérito en ser puros. Sigamos aquí... Cabalmente esa es la dificultad: realizar cuanto me piden mis creencias en medio de este tráfago, y en el torbellino de maldades que nos envuelve. Jamás te apartaré del medio social en que vives. La regeneración no puede ser eficaz sino dentro de ese medio. Nada de privaciones materiales, nada de vida de cartujo; eso es de caracteres mediocres.

AUGUSTA.-   (para sí.)  Pues lo que ahora dice me parece muy razonable.  (Alto.)  Todo eso está muy bien; pero vale más que lo dejes para mañana, y que duermas ya y descanses.

OROZCO.-  ¡Si no tengo sueño, ni me hace falta dormir!  (Inquieto.)  Mejor será que me levante y me pasee por el gabinete.

AUGUSTA.-   (corriendo a él y deteniéndole.)  No, no hagas tal. Te lo prohíbo.

OROZCO.-  Bueno, pues yo no puedo consentir que estés desvelada por acompañarme. Ya que no tienes nada en qué pensar, porque tu conciencia no chista, recógete y duérmete. No me levantaré,   —72→   para que no estés inquieta por mí. Acuéstate, y si no te entra sueño, hablaremos un poco de cama a cama.  (AUGUSTA se acuesta.) 

OROZCO.-  ¿Sabes en lo que pienso ahora? En la carta que he recibido hoy de Joaquín Viera, el padre de Federico.

AUGUSTA.-   (con viveza.)  ¿Sí?... ¿y qué es?

OROZCO.-  Pues me dice que llegará aquí del 26 al 28, y que viene a tratar conmigo de un asunto de intereses.

AUGUSTA.-  Sablazo seguro. Por amor de Dios, Tomás, ponte en guardia.

OROZCO.-  No caigo en qué podrá ser. Dejémosle venir.

AUGUSTA.-  ¡Qué trasto ese Joaquín...! No se parece nada a su hijo, que aunque mala cabeza y desordenado, tiene un fondo de caballerosidad que...

OROZCO.-  Es verdad. El papá es tal, que no tiene el diablo por dónde desecharle.

  —73→  

AUGUSTA.-  Y abusa de tu bondad siempre que quiere. Mucho cuidado, Tomás; ponle mala cara cuando le recibas. Recuerda que Joaquín, hace dos años, después de explotarte indignamente, dijo de ti horrores.

OROZCO.-  Debemos perdonar las ofensas.

AUGUSTA.-  ¿Crees tú que toda ofensa se debe perdonar?

OROZCO.-  Todas, en absoluto, y sin reserva de ninguna clase.

AUGUSTA.-  ¿Estás dispuesto tú a perdonar toda ofensa que se te haga?

OROZCO.-  Sin género alguno de duda. Me agravias sólo con dudarlo. Pues qué, ¿no tienes tú en tu alma la misma decisión?

AUGUSTA.-   (vacilante.)  No sé. Eso no puede asegurarse sino frente a los hechos. La resistencia moral, como el grado de tensión de una cuerda, no se conoce hasta que se prueba... Pero me parece que hemos hablado bastante, hijito. Ahora, a dormir.

  —74→  

OROZCO.-  A dormir tú, yo no.

AUGUSTA.-  Los dos...  (Para sí.)  ¡Ay, cuánto me molesta este diálogo!... Quiero estar sola, y pensar lo que a mí me dé la gana, sin tener que llevar a cuestas el pensamiento ajeno... Fingiré que duermo, para que se calle.

OROZCO.-  Como si lo viera, Joaquín me presentará algún antiguo y olvidado crédito... ¡Pero si por mi cuenta no hay ninguno que no esté satisfecho...!  (Suspirando)  ¡Ay!, esa maldita Humanitaria ha dejado tras sí un rastro vergonzoso. Yo no soy responsable; pero disfruto del capital que se amasó con aquel negocio, en que trabajaron juntos mi padre (que Dios perdone) y este Joaquín Viera, que es de la piel del diablo. No juzgo lo que hicieron. Después Joaquín se arruina, se va al extranjero y se dedica al chantage y a mil trapisondas. ¡Quién sabe si se descolgará ahora con algún enredo...! ¿No crees tú que...?  (Observando a su mujer que no chista.)  Vaya... se ha dormido. ¡Pobrecilla!

AUGUSTA.-   (para sí.)  Me cree dormida. De este modo me rodeo de soledad, me meto en mí.  (Atendiendo sin mirar.)    —75→   Parece que discute consigo mismo en voz baja. Yo pensaré en silencio. Los dos padecimos con el insomnio; pero por ¡cuán distintos motivos! A mí me desasosiega el pecado y a él la perfección... No le siento ahora; no sé qué daría porque se durmiese profundamente. También yo... empiezo a notar, así, cierta torpeza, como si las ideas se me cuajaran...  (Pausa.)  Pero no se calma la inquietud que siento en mi corazón, este temor, esta ira, los celos. Se calmaría quizás si lo contase a alguien. Consuelo del espíritu turbado es la confesión; pero la confesión religiosa no acaba de satisfacerme. A un cura tendría yo que prometerle la enmienda, y esto no puede ser. Le engañaría si la prometiera; sería estafar la absolución, que es lo que hacen la mayor parte de los penitentes, figurándose de buena fe que están arrepentidos y creyendo que no reincidirán. Como no me gusta engañar, empiezo por no engañarme a mí misma. El que a mí me confiese ha de ser un sacerdote extraordinario, ideal, superior a cuantos hombres andan por el mundo, de un saber tan grande y de una sensibilidad tan fina para tomar el pulso a las pasiones, que pueda yo mostrarle con sinceridad hasta los últimos dobleces de la conciencia...  (Agitándose en el lecho.)  ¿Pero yo estoy dormida o despierta? Porque esto que pienso no es un despropósito de los que solemos soñar... esto que se me ocurre indica talento...   —76→   vaya si lo indica... Pues sí, ese confesor que me hace falta, ya lo siento venir. Parece que lo traigo yo misma con la fuerza de mi pensamiento...  (Aparece la SOMBRA DE OROZCO, sentada junto al lecho. Es una forma indeterminada, cuyo ropaje no se percibe: distínguense claramente la cara y las manos.)  Aquí está ya. Lo que yo me figuraba: su rostro es el mismo de mi marido; sus ojos, que me miran con tanto cariño y dulzura, revelan el saber total y la piedad eterna...  (Le mira fijamente.)  ¿Y qué?...  (Pausa.)  No dice nada. No hace más que clavarme su mirada, que me penetra hasta lo más hondo. No, no mentiré, no te ocultaré nada. Confesor, no me causas miedo, sino confianza...  (Agitándose más.)  Ya, ya sé qué es lo primero que debo decir: cuándo empezó mi infidelidad y la razón de ella. ¡La razón de ella! ¿Yo qué sé? Esas cosas no tienen razón. Le traté algún tiempo, ya casada, sin sospechar que le quería con amor. No caí en la cuenta de que estaba prendada de él sino cuando me declaró que se había prendado de mí. Tres días de ansiedades y de lucha precedieron a uno memorable para mí. ¡Vaya un diita, Señor! No me acuerdo bien de lo que sentí aquel día. La vida se me completó. Le amé locamente, y cuando me fui enterando de sus desgracias, de las cadenas ocultas que arrastra el pobrecito, le quise más, le adoré. Declaro que hay dentro de mí, allá en una de las cuevas más escondidas del alma, una   —77→   tendencia a enamorarme de lo que no es común ni regular. Las personas más allegadas a mí ignoran esta querencia mía, porque la educación me ha enseñado a disimularla. Pues sí, tengo antipatía al orden pacífico del vivir, a la corrección, a esto mismo que llamamos comodidades. Esto de hacer un día y otro las mismas cosas, el tenerlo todo previsto, el encontrar todo a punto, me entristece, me fatiga. Bendito sea lo repentino, porque a ello debemos los pocos goces de la existencia. ¿Hemos nacido acaso para este tedio inmenso de la buena posición, teniendo tasados los afectos como las rentas? No, para algo nos habéis dado la facultad de imaginar y de sentir, por algo somos un alma que ama los espacios libres y quiere dar un paseíto por ellos. Este compás social, esta prohibición estúpida del más allá no me hace a mí maldita gracia. Y lo peor es que la educación puritana y meticulosa nos amolda a esta vida, desfigurándonos, lo mismo que el corsé nos desfigura el cuerpo. De este modo aprendemos la hipocresía, y buscamos compensación al fastidio, trayendo a nuestra vida algún elemento secreto, algo que no esté a la vista ni aun de los más próximos. Tener un secreto, burlar a la sociedad, que en todo quiere entrometerse, es un recreo esencial de nuestras almas con corsé, oprimidas, fajadas... Sin misterio, el alma se encanija. Aborrezco esa vida, que no vacilo en llamar pública,   —78→   o si se quiere, legal, muy santa y muy buena para quien se pueda amoldar a ella, pero que no es para mí... Que me quite Dios las ideas que me andan por dentro del cráneo, que me quite los nervios, y me volveré la burguesa más pánfila de la clase...  (Se agita de nuevo y contempla con estupor la SOMBRA.)  Veo que me miras con ojos benévolos. No podía ser de otra manera. Declaro todo lo que siento, y me someto al fallo tuyo... ¿Soy pecadora o qué soy? No me dices nada. ¿Por qué callas? ¿Te asombras de que no me disculpe? No siento en mí la disculpa. Creo que al principio intenté sofocar el amor hacia un hombre que no es mi marido. Pero pronto me convencí de que era inútil intentarlo. Me encantaban la persona y sus palabras, el sonido de su voz, su carácter noble, su susceptibilidad, sus desgracias, la pobreza disimulada con tanta gallardía; y no puedo dejar de amarlo, ni en rigor, aquí dentro de mí, me avergüenzo de ello. ¿Qué tienes que objetarme? Dirás que estoy unida por la ley a ese amigo sin par, a ese hombre extraordinariamente bueno y amable. Yo reconozco sus méritos y virtudes, yo le admiro. Tú que me oyes, ¿eres él o has tomado su rostro para inspirarme más respeto? Porque si eres él mismo, y vienes a oírme en confesión, te traerás la razón grande, el metro elástico para medirme, habrás dejado fuera de aquí las reglas chiquitas, hechas a gusto   —79→   del medidor... Dime al fin el juicio que te merezco; háblame, para que yo no crea que es mi propio pensamiento quien te pone delante de mí.  (Sofocada.)  ¡Dios mío, el talento que saco en estas horas de insomnio me hace padecer!  (A la SOMBRA.)  ¿Qué piensas de mí? ¿No me dices una palabra consoladora? Cuando entraste, me mirabas con indulgencia, y ahora...  (La SOMBRA principia a desvanecerse.)  ¿Te vas?, aguarda... En verdad, que no puedo asegurar que estoy despierta ni que estoy dormida... ¿Crees que no he sido bastante sincera? No te vayas, no...  (La SOMBRA desaparece.)  ¡Disparates como los que yo pienso!  (Llevándose la mano a los ojos.)  ¡Pero si yo no dormía! Despierta estaba, y qué sé yo... puedo jurar que le he visto ahí... una persona, un sacerdote, un ser extraño, con la cara y los ojos de... ¡Qué desatinos engendra la fiebre!... Sí, en mi juicio estoy.  (Golpeándose el cráneo.)  No tengo duda. Mi marido duerme tranquilamente. Y yo imaginaba confesarme con él!... ¡Vaya, que es de lo más absurdo!... En el fondo no deja de tener cierta gracia...  (Se incorpora.)  ¡Qué suplicio el de estar en la cama sin sueño!...

 

Pausa larga. Permanece un rato con las ideas obscurecidas, murmurando frases deshilvanadas. Restrégase los ojos. Por fin se aclara su juicio, y se reconoce en la realidad.

 

Difícil es que pueda precisar si he dormido   —80→   o no... Lo que es ahora bien despabilada estoy... ¡Ay, amor mío, cuánto me haces sufrir! Quiero verte, quiero dolerme de tus agravios, y que me pidas perdón y desvanezcas este enojo que siento contra ti. No puedo soportar tu amistad con esa mujer indigna. No te vale decirme que las visitas son inocentes. ¿Qué objeto tienen entonces? No escucho tus explicaciones, no las admito. Esta noche me has parecido amable, como pesaroso de ofenderme y con deseos de desagraviarme. ¿De veras quieres que nos veamos mañana en nuestro asilo? ¡Y yo, tonta, respondí que no! ¡Tenemos a veces unos arranques de dignidad tan ridículos!...  (Pausa.)  Nada, mañana le escribo en cuanto me levante; le diré: «Aunque tú no lo mereces, grandísimo pillo, necesito oír tus descargos; y acudiré a la hora de costumbre. Si tardas te araño». No, no, esto es humillante. Debo fingirme muy incomodada, ¡uy, qué genio tengo!, y con pocas ganas de perdonar. Él es el que debe humillarse. Coquetearemos. Le diré: «Amigo mío, es preciso que esto concluya, y vale más que tratemos, serenamente y sin atufarnos, de nuestra separación definitiva». Esto, esto; magnífico. ¡Qué feliz idea! Quisiera tener aquí lápiz y papel para apuntarla, no sea que se me olvide de aquí a mañana... ¡Señor, qué ansiedad, y cómo se estiran las horas de la noche! Me dan ganas de saltar de la cama volando, y escribir la esquela   —81→   antes que se me escape del cerebro aquella idea felicísima. No; aguantareme aquí. Tomás no duerme. Se sorprendería de verme levantada. ¡Ay, qué tumulto dentro de mí! Esa Peri, esa Peri; no la puedo ver. He de obligarle a que me prometa no poner más los pies en su casa. No, no le escribo lo que pensé. Más fuerte, más fuerte, y unos morros así... Le diré: «Imposible perdonarte tus visitas a esa mujerzuela. Entre tú y yo no puede haber ya ni siquiera amistad, si no me juras...». Sí, que jure, que jure, que se fastidie... Esto es lo que he de escribirle... ¡Ah!, se me ocurre ahora otra idea estupenda. Una carta llena de ternura es lo mejor, pues si me muestro arisca y exigente, puede que se incomode. ¡Es tan orgulloso! Nada, nada, mucha suavidad, quejas dulces... «Eres un ingrato, y correspondes mal al inmenso cariño que te tengo. No debiera verte más; pero soy débil, y mi debilidad te necesita. No me faltes esta tarde, si no quieres que me muera». Esto escribiré... ¡lástima no tener lápiz!... porque si no lo apunto, de fijo que se me olvida... Estoy llorando, y no había notado que lloro...  (Pausa.)  Me parece que Tomás descansa. Su respiración indica sueño...  (Poniendo atención.)  Sí, duerme. Me levantaré. Las sábanas son de fuego... Me levanto, voy al gabinete, y endilgo esa carta, antes que se me borre la idea... No, esperaré, a que sea más tarde, a que apunte el   —82→   día, que ya no puede tardar. Y nada de ternura, nada de mimos. Hay que tratarle a la baqueta. Pero ¿y si se crece al castigo? No, no se crecerá... Lo que hay es que no puedo seguir acostada. Arriba, pues. En mi gabinete escribiré. Hora tremenda es esta para el cerebro. Creo que me vuelvo loca si sigo así.  (Salta del lecho, se pone la bata, mete los pies en las pantuflas, y de puntillas recorre la alcoba.)  ¡Ah! Gracias a Dios, me siento más serena. En cuanto salí de las abrasadas sábanas, soy más dueña de mí. Las ideas se me aclaran. No, no escribo ahora. Tengo la seguridad de que lo que escribiese hoy me parecería mal mañana, y rompería la carta. Al medio día le pondré cuatro líneas, muy secas, citándole... ¡Qué frío hace! Cuatro palabras, y luego, charlando cara a cara, le diré muchas cosas, pero muchas cosas...  (Después de dar algunos pasos, detiénese junto al lecho de OROZCO, y contempla a éste dormido.)  Mañana romperé la regularidad enervante de esta vida, mañana probaré lo misterioso y secreto, que arroja algunos granos de sal sobre la insipidez de lo legal y público. El corazón apasionado se alimenta de la flor de lo desconocido. Envidio a los que, al abrir los ojos, dicen: «¿Qué me pasará hoy?, ¿qué comeré hoy?...». Hombre santo y ejemplar, tus luchas son como una comedia que compones y representas tú mismo en el teatro de tu conciencia para conllevar el   —83→   fastidio del puritanismo. El bien y el mal, esos dos guerreros que nunca acaban de batirse, ni de vencerse el uno al otro, ni de matarse, no cruzan sus espadas en tu espíritu. En ti no hay más que fantasmas, ideas representativas, figuras vestidas de vicios y virtudes, que se mueven con cuerdas. Si eso es la santidad, no sé yo si debo desearla. Duerme...  (Volviéndose hacia un cuadro de la Virgen, Murillo auténtico.)  Pero, lo que yo digo, los santos deben estar en el Cielo. La tierra dejárnosla a nosotros los pecadores, los imperfectos, los que sufrimos, los que gozamos, los que sabemos paladear la alegría y el dolor.  (Contemplando otra vez a OROZCO.)  Los puros, que se vayan al otro mundo. Nos están usurpando en este un sitio que nos pertenece.  (Principia a amanecer.) 




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ArribaAbajoJornada II


Escena I

 

Antesala de un círculo de recreo. Sucesivamente cambia en escalera, en calle y en café, según se indica.

 
 

FEDERICO VIERA, MANOLO INFANTE.

 

FEDERICO.-   (que sale por el fondo.)  ¡Maldita sea mi suerte! ¡Necio de mí! Debí prever este desastre, pues cuando nos amenaza un día de prueba, la noche que le precede es siempre una noche de perros. Las desdichas, como las venturas, no vienen nunca solas: vienen en parejas, como la Guardia civil. Si mañana (debo decir hoy, porque son las dos) ha de ser para mí un día tremendo, ¿cómo no calculé que esta noche no podía ganar? Las vísperas de los días malos son... peores.  (Un lacayo le pone el abrigo.) 

INFANTE.-   (que entra por la derecha, como viniendo de la calle.)  ¡Hola... Federico el Grande... qué oportunidad!...

FEDERICO.-  Infantillo, ¿venías a buscarme?

  —86→  

INFANTE.-  Justamente, a eso vengo... Salía de mi honrado Círculo de Ingenieros, y dije: «voy a subir un momento allá, a ver si está ese perdío y le arranco al nefando tapete, para llevármele a tomar chocolate, y echar un párrafo con él».

FEDERICO.-  ¡Cuánto te hubiera agradecido que me arrancaras al nefando tapete!... ¡Noche más infame!... Vámonos, vámonos.  (Bajan la escalera.)  ¿Tenías que decirme algo concreto, o simplemente charlar?

INFANTE.-  Nada concreto.

FEDERICO.-  ¿De veras? Tú eres muy ladino, y con esa apariencia de bon enfant, tienes tus trapacerías, y en la conversación un gancho invisible para extraer las ideas.

INFANTE.-  Me juzgas a mí por ti mismo. Indeliberadamente, atribuimos a los demás nuestras propias cualidades.

FEDERICO.-  En este caso, el listo eres tú... y yo también un poco, porque adivino de qué quieres hablarme.

  —87→  

INFANTE.-  Mejor; así no necesitaré exordio. Cuando nos atormenta una idea fija, nos arrimamos a las personas que pueden darle pábulo. Es una necesidad del alma. Sí... confieso que te busco para charlar, pero siempre con ánimo de que la conversación recaiga en lo de siempre, en mi prima.

FEDERICO.-  Creí que con lo que te dije hace dos días quedabas convencido y satisfecho.

INFANTE.-  Lo estoy por lo que a ti se refiere. Te he borrado de la lista de sospechosos; pero puedes volver a ella cuando menos lo pienses. Te absuelvo libremente, pero quedas sujeto a las resultas del proceso... Y en cuanto a ella, ¡qué bien defiende su enigma! Mas yo he jurado ante la laguna Estigia descifrárselo, y se lo descifraré. Estas noches he puesto varias trampas. Hubo momentos en que creí ver caer en ellas a Malibrán, a ti, al oficialito de artillería, al propio Calderón de la Barca... Pero no cayó nadie. Todos los indicios son tan vagos, que nada racional puedo fundar en ellos.

 

Calle.

 

FEDERICO.-  ¡Qué noche tan clara y serena! Se ensancha   —88→   el alma mirando el cielo estrellado, y espaciándose por ese azul inmenso. Las noches de Madrid son mejores y más bellas que los días, y en mi opinión, toda la vida, la política, los negocios, el comercio y la poca industria que hay, debiera hacerse de noche.

INFANTE.-  A eso vamos.

FEDERICO.-  ¡Mira ese cielo; pero míralo, hombre! ¡Observa qué templado ambiente!

INFANTE.-  Sí, sí; pero no varíes la conversación. Oye una cosa. Dice Schopenhauer que cuando sufrimos un fuerte dolor físico, si nos ponemos a analizarlo, aplicando a él todo nuestro espíritu con insistencia, el dolor se alivia.

FEDERICO.-  ¿Te has consolado así? Vaya, menos mal.

INFANTE.-  Déjame concluir. Verás cómo hago mi análisis. Empiezo por preguntarme: «¿pero estoy yo realmente enamorado? ¿Esto que siento es lo que llaman amor? ¿Hállome dispuesto al sacrificio, a la abnegación, a posponerlo todo al objeto amado?». ¡Ay!, me temo que si tocaran a sacrificarse mucho, yo, francamente... vamos, que   —89→   no. De lo cual deduzco que lo que siento es una pasión de amor propio, la pasión de las sociedades refinadas, como dice Malibrán. Lo que tomamos por amor no es más que el afán de vencer y de halagar nuestro orgullo. Te confieso que quiero a esa mujer como se quiere lo que llega a constituir un gran empeño de nuestra vida, lo que representa un triunfo, una gloria, el colmo de nuestros afanes. He dado con el vocablo: no debo decir que amo a mi prima, sino que la ambiciono.

FEDERICO.-  Lo comprendo; pero como en mí se ha extinguido hace bastante tiempo toda ambición, no siento bien lo que me dices. Vamos, tú corres detrás de ella como otros detrás de un acta, de una gran cruz o de una cartera.

INFANTE.-  No es enteramente lo mismo; pero en fin; hay alguna semejanza.

FEDERICO.-  Pasión de vanidad, o si quieres, pasión de gloria. Vencer, ganar una batalla, descubrir un territorio, inventar una máquina.

INFANTE.-  Algo así, algo así... Y en suma, lo que me trae a mal traer es la rivalidad, sentimiento   —90→   profundamente humano, la envidia (demos a las cosas su nombre), el temor de que la batalla que yo debía ganar la tenga ya ganada otro, que otro inventor haya descubierto lo que yo inventar quise. Y persigo a mi rival con ensañamiento. Si eres tú el que busco, dímelo por Dios; si sabes algo de otro, dímelo también.

FEDERICO.-   (fríamente.)  Pues sí sé... Vaya si lo sé... y contando con tu discreción, voy a decírtelo.

INFANTE.-  Bendita sea tu boca, si no te sales con alguna extravagancia.

FEDERICO.-  Pues sí, Augusta está enamorada... de su marido.

INFANTE.-  ¡Ay, qué pillín! Como si no supiéramos con cuánta sandunga 4 concilian ellas sus deberes con sus caprichos. Estiman a sus maridos, los respetan, hasta les aman; pero luego hacen en la trastienda de su alma unas distinciones jesuíticas, que son lo que hay que ver.

FEDERICO.-  Eso no reza con nuestra amiga, que tiene a su marido un cariño firme y leal.

  —91→  

INFANTE.-  Te diré... Razonemos. A mí me parece que Augusta estima a su marido, y le quiere, y no le pondrá en ridículo por nada del mundo. No hay miedo de que dé escándalos, y si tiene, como pienso, algún drama íntimo de estos imposibles de evitar en las altas clases sociales, uno de estos... llámalos errores, llámalos derivaciones espiritualistas, o materialidades que nacen de la excitación de la vida elegante, en fin, dales el nombre que quieras... pues digo, que si se sale de la vía legal, ha de ser con sensatez y buenas formas, guardándole a su marido todo el respeto, y hasta el cariño... que... Mira tú, para aclarar esto, sería preciso que antes fijáramos todas las categorías y formas del amor, las cuales son tantas que no se cuentan nunca, y cada día encontramos una categoría y una forma nuevas.

FEDERICO.-  ¡Cuánto sabe este chico, Dios!... Pues yo no admito esas filosofías de estira y afloja, y me atengo a la idea de que Augusta es honrada.

INFANTE.-  Es que la honestidad también tiene sus categorías.

FEDERICO.-  No, no las tiene. Veo, Infantillo, que siendo   —92→   yo un mala cabeza, como dicen, y tú uno de los niños más formalitos de estos tiempos, estoy menos corrompido que tú. Pues te digo otra cosa: tus pretensiones son una mala acción y una deslealtad.

INFANTE.-  Si pones la cuestión en el terreno de la moral del Amigo de los Niños...

FEDERICO.-  Que es la única. Si yo me viera en tu caso, me haría infeliz la idea de agraviar y deshonrar a un hombre tan bondadoso, tan digno de respeto y amistad. Dime, ¿eres tú de los que ven en Orozco un hipócrita, un egoistón lleno de camándulas?

INFANTE.-  No, yo no creo eso: le tengo por persona estimabilísima. Pero te diré... Yo no hago la sociedad. La pícara está formada ya. Si ahora me dijeran a mí: «Infante: ahí tiene usted el caos. Fabrique usted la sociedad como cree que debe ser, bien ajustadita a los principios eternos», cuenta que lo arreglaría a gusto tuyo, a gusto de todos los sensatos y escrupulosos. Pero como me la encuentro hecha, y vieja ya, con multitud de repliegues y arrugas; como la moral existe, y es otro vejestorio entrado en siglos, con sus reservas, sus distingos, sus ondulaciones,   —93→   yo no he de ponerme en ridículo, haciéndome el apóstol de la línea recta. Juraría que piensas lo mismo que yo; pero por afán de originalidad, te las das ahora de Catón inflexible.

FEDERICO.-  Cree de mí lo que quieras. Aquí donde me ves, tan desquiciado, tengo yo mis preferencias por la línea recta. Me dirás que no la sigo; pero en estos tiempos, hasta el conocerla sin andar por ella viene a ser un mérito. Soy bastante testarudo, y poseo pocas ideas morales, pero firmes y claras. Aborrezco las interpretaciones farisaicas. Bien sé que no tengo autoridad. Lo que es autoridad, maldita la que hay acá; por eso te digo lo que los curas dicen: «Haz lo que te predico y no lo que yo hago...». ¡Pero si hallarás por ahí mil mujeres a quienes puedes aplicarte...! Busca otra, que las hay con maridos tontos o merecedores de que se les burle. Pero a esa déjala... déjala.

INFANTE.-  ¿Crees en conciencia, no en conciencia estrecha, sino en conciencia amplia, la única que podemos tener... ¿crees en conciencia amplia, que es villanía engañar sin escándalo a Orozco?

FEDERICO.-  En conciencia de todos tamaños lo creo.   —94→   Dejemos la moral alta, y vengamos a la rastrera. Hasta la moral menuda te lo prohíbe.

INFANTE.-  ¿Lo crees tú? He dicho sin escándalo.

FEDERICO.-  Con escándalo o sin él, será una indignidad.

INFANTE.-  En ti se comprendería esto, porque tienes obligaciones de cierta clase con Orozco. Pero yo no las tengo. Conmigo es un amigo de tantos. Le debo las atenciones usuales y corrientes en sociedad; pero nada más. Tú no estás en ese caso. A ti te quiere mucho; tiene por ti verdadera debilidad. ¿Sabes lo que me dijo ayer? Te lo repito textualmente: «Es preciso que entre todos hagamos un esfuerzo para regularizar la vida de ese pobre Federico, arrancándole sus hábitos viciosos. Es un excelente corazón, y un carácter hidalgo debajo de su capa de libertino con embozos de bohemio».

FEDERICO.-  ¿Eso dijo?  (Con sequedad y soberbia.)  ¡Pero qué empeño de reformarme! Estos amigos reformadores y redentoristas me fastidian. ¿Por qué no me dejan como soy?

INFANTE.-  Hombre, agradece la intención.

  —95→  

FEDERICO.-  Sí, la agradezco.

INFANTE.-  Por lo demás, ya sabemos que a ti no te baraja nadie.

FEDERICO.-   (con ira disimulada.)  Pues no vacilo en decir que si yo estuviese, como tú, prendado de Augusta, y no supiera contenerme en una actitud completamente platónica, sería un hombre indigno... Si te parece, entraremos en la chocolatería. Luego daremos otro paseo hasta mi casa.

 

Chocolatería.

 
 

(Toman asiento, y son servidos por un mozo.)

 

INFANTE.-  ¿De modo que tu consejo es que desista?

FEDERICO.-   (ensimismado.)  Sí; el honor lo pide así.

INFANTE.-  ¡El honor! Ahí tienes otra cosa que no se ha definido bien todavía, y que tiene muchos arrumacos. ¿Y si yo te probara que el honor, precisamente, me manda no desistir?

  —96→  

FEDERICO.-  Dirías un disparate.

INFANTE.-  Sobre esto hemos de hablar mucho. ¿Quieres que me pase mañana por tu casa?

FEDERICO.-   (con amargura fría, dando fuerte palmada sobre la mesa.)  Calla por Dios; mañana será para mí un día nefasto, con dificultades de tal magnitud que no veo cómo saldré de ellas. Mi sistema, ante estos tremendos compromisos, consiste en la ausencia de toda previsión. En el momento crítico, discurro lo que debo hacer, y lo hago. Obro por inspiración, y la inspiración y el cálculo no son compatibles. En presencia del enemigo que me acosa, siento en mí algo del genio militar, y me descuelgo súbitamente con una combinación ingeniosa y salvadora.

INFANTE.-  ¡Tremenda vida! ¿Por qué no eres franco con los amigos? ¿Por qué no aceptas...?

FEDERICO.-   (interrumpiéndole.)  Porque me quedaría sin amigos. Déjame a mí. Yo me bandeo solo.  (Tratando de arrojar de su mente las penosas ideas que le abruman.)  No hablemos de eso. Tengo por sistema no apurarme por nada. Te digo que no hablemos de eso.

  —97→  

INFANTE.-  ¿Y si yo insistiera en hablar y en pedirte que me confiaras tus afanes, y en ayudarte a vencerlos?...

FEDERICO.-  Te lo agradecería; pero francamente, no quiero perder tu amistad.

INFANTE.-  ¡Perderla!

FEDERICO.-  Sí, perderla. Déjame a mí. Los favores de cierta clase se pagan con el aborrecimiento. ¿Recuerdas aquel verso: inglés te aborrecí, héroe te admiro?... Pues viene que ni de molde. Querido Infantillo, tú no sabes de la misa la media. Cuando uno tiene la fatalidad de ser insolvente, si quiere conservar a los amigos, lo primero que debe hacer es no deberles nada. Inglés te aborrezco. Yo no puedo evitar que se apodere de mí una aversión insana hacia toda persona decente que viene en mi auxilio... En fin, no quiero tocar este punto. No lo toques tú tampoco, y déjame. Lo único que te diré es que no vayas mañana a casa. Estaré fuera casi todo el día.

INFANTE.-   (para sí.)  ¡Qué hombre este! El orgullo le acabará.

  —98→  

FEDERICO.-  Ahora, vámonos pian pianino a dar otro paseo.

 

Calle.

 
 

Siguen paseando y charlando. Llegan a la calle de Lope de Vega.

 

INFANTE.-  ¡Qué noche tan serena y deliciosa!... Te acompañaré hasta tu casa.

FEDERICO.-  Esta es la hora de las confidencias, la hora de la amistad. Me estaría yo charlando contigo, de calle en calle, hasta el día. No tengo sueño ni ganas de acostarme.

INFANTE.-  Dios quiera que mañana salgas bien de tus conflictos.

FEDERICO.-  Saldremos, sí. Hay fe en la Providencia. Como si yo no tuviera hoy bastantes pesadumbres sobre mi alma, me ha caído una que... Vamos, te la cuento.

INFANTE.-  Gracias a Dios que me confías algo.

FEDERICO.-  Y la cosa es grave.  (Avanzan hacia el extremo   —99→   de la calle.)  Sigamos hablando hasta el Prado, y luego volveremos. Esta es mi casa.  (Señalando a la derecha.) 

INFANTE.-  Noticia fresca. Como no digas más...

FEDERICO.-  Quedamos en que esta es mi casa. Bueno. Mira ahora la de enfrente.

INFANTE.-  La miro, y no veo en ella nada de particular.

FEDERICO.-  Fíjate en la planta baja... en la tienda...

INFANTE.-  Veo un rótulo de Ultramarinos que dice: Santana. Géneros del Reino y extranjeros.

FEDERICO.-  Perfectamente. Más arriba, verás dos ventanas que corresponden al entresuelo de la derecha. Ahí tiene su escritorio ese animal.

INFANTE.-  Todo lo veo, menos la relación que eso pueda tener contigo.

FEDERICO.-  Te lo diré. En el escritorio trabaja un chiquillo   —100→   como de veinte años, un hortera que le hace guiños a mi hermana.

INFANTE.-  ¡Ah!, ya...

FEDERICO.-  Y no es eso lo peor, sino que la muy tonta se deja querer de semejante mequetrefe. Lo descubrí ayer, y me volé... Escena terrible en mi casa. Tengo que hacer un escarmiento con esas lagartonas que me sirven, y plantarlas en la calle.

INFANTE.-  Cuestión delicada es esa para resolverla ab irato. Considera que tu hermana no vive en la esfera social que le corresponde. Está en la edad crítica del amor... No ve a nadie... Ha visto a ese chico...

FEDERICO.-   (irritándose.)  Cállate. No puedo soportarlo... ¡Mi hermana dejándose impresionar por un tipo de esos...! Tú conoces mis ideas. Soy un botarate, un vicioso... pero hay en mi alma un fondo de dignidad que nada puede destruir. Llámalo soberbia, si te parece mejor. No me resigno a que ese vil hortera haya puesto los ojos en Clotilde. Soporto menos que ella guste de vérselos encima. Te aseguro que habrá la de San Quintín en mi casa. A mi hermanita la meteré en un convento de Arrepentidas, y al danzante ese, como   —101→   yo lo coja a mano, como le sorprenda en la escalera de mi casa... tengo sospechas de que hay aproximaciones... como le sorprenda, te juro que no le quedarán ganas de volver.

INFANTE.-  Moderación. Esas ideas son del siglo XVII, clavaditas. Comprendo que no te agrade la elección de tu hermana; pero fíjate en las circunstancias. ¿Acaso la has puesto tú en condiciones de elegir?

FEDERICO.-   (nervioso.)  No me vengas a mí con esa clase de reflexiones. La tapadera de las circunstancias sirve para encubrir los ultrajes al honor. Que mis ideas son anticuadas en este particular, lo sé, lo sé; pero son así, y no admito otras. Aunque me llames extravagante, te diré que no me cabe en la cabeza la igualdad. Yo no soy de esta época, lo confieso; no encajo, no ajusto bien en ella. Ya sabes mi repugnancia a admitir ciertas ideas hoy dominantes. Eso que en lenguaje político se llama pueblo, yo lo detesto, qué quieres que te diga, y no creo que con la gente de baja extracción vayan las sociedades a nada grande, hermoso ni bueno. Soy aristócrata hasta la médula... no lo puedo remediar... Eso de la democracia me ataca los nervios. Gracias que no es verdad, ni hay tal democracia, pues si la hubiera... ¡Dios nos asista!

  —102→  

INFANTE.-  Tú podrás pensar lo que gustes; pero como los hechos se sobreponen a las ideas, si tu hermanita se empeña en democratizarse, se democratizará... a despecho de tu aristocracia.

FEDERICO.-  Prefiero verla muerta.

INFANTE.-  Piénsalo bien... esas cosas se dicen pronto... pero luego, la realidad...  (Aproxímase a la puerta de la casa.) 

FEDERICO.-  ¿Dónde estará ahora ese maldito sereno? Quizás durmiendo la mona en el hueco de alguna puerta.  (Suena la cerradura, y observan que la puerta se abre por dentro.)  ¡Ah!, escucha, mira. Alguien sale...



Escena II

 

Los mismos, SANTANITA.

 
 

Ábrese la puerta y aparece SANTANITA, el cual, al ver a los dos amigos, retrocede asustado y como si quisiera volver a meterse en el portal.

 

FEDERICO.-   (con súbita ira.)  ¡Rayos y demonios!... ¡Eh!... ¿Quién es usted?  (Echándole mano al pescuezo.) 

  —103→  

SANTANITA.-   (con terror suplicante.)  ¡Ay!, ¡ay!... por Dios, D. Federico, no me mate usted.

FEDERICO.-  Badulaque, mequetrefe, tú vienes de mi casa.  (Le sujeta con nerviosa energía. INFANTE interviene en ademán pacífico.) 

INFANTE.-  ¡Por Dios... Calma...! ¡Qué atrocidad!  (Tratando de calmar a su amigo.) 

FEDERICO.-  Si no fuera quien soy, le ahogaría... ¡Miserable! ¿Qué hacías en esta casa?

SANTANITA.-  ¡Señor, óigame usted...!  (Anonadado y trémulo.)  Subí sin más objeto qua hablarle... por el ventanillo... nada más. Yo se lo juro... y puede usted comprobarlo arriba.

INFANTE.-  Basta... Retírese usted.

FEDERICO.-   (soltándole.)  Sí... que se vaya... La escena es repugnante.  (Mirando a SANTANITA con desprecio.)  ¡Qué ignominia! Si en vez de ser un bicho, fuera un hombre, acabaría con él, puesto que no hay tribunales que castiguen estas infamias.

  —104→  

INFANTE.-  Concluyamos.  (A SANTANITA.)  ¿Todavía está usted aquí?

FEDERICO.-  Ya has oído, muñeco, que no me rebajo a castigarte. Otra cosa será si llego a cogerte en mi casa.

INFANTE.-  Largo... Se acabó la cuestión.

SANTANITA.-   (recogiendo su sombrero, que en la refriega se le ha caído.)  Don Federico, usted abusa de su posición. No es caballero todo el que lo parece, ni para serlo basta llevar sombrero de copa. Puesto que usted se pone en ese terreno, a él iremos todos.  (Se aleja.) 

FEDERICO.-   (sin poder contenerse.)  ¡Pues no se atreve...!, ¡ni me provoca...!

INFANTE.-   (sujetándole.)  Déjale, por Dios. Ya ves que huye.

SANTANITA.-   (desde lejos.)  Don Federico, usted se empeña en luchar con la corriente, imponiendo a todo el mundo su quijotismo, y usted se fastidiará.  (Vase, calle abajo.) 


  —105→  

Escena III

 

FEDERICO, INFANTE.

 

INFANTE.-  Pero hombre, ¿estás en ti? Si le maltrataras gravemente, ¿no sabes que podría costarte la torta un pan?

FEDERICO.-  Iré a la cárcel... ¡Qué vergüenza, qué leyes! Si esto se llevara a la justicia, a mí me condenarían, y a ellos les casaban. ¡Y a esto llaman organismo social! La ley protege la deshonra, y el Estado es el amparador de los criminales.  (Entra en el portal.) 

INFANTE.-  No me despido. En la calle te he librado de hacer un disparate, y ahora entro contigo para impedirte hacer otro en tu casa.

FEDERICO.-  A esa chiquilla sin seso y de condición villana, le enseñaré yo el respeto que debe a su nombre. ¡Qué falta de pudor! ¡Qué vileza!

INFANTE.-  ¡Ay, amigo mío  (ambos encienden cerillas y suben) , no echas de ver que se han quedado muy atrás los tiempos calderonianos!

FEDERICO.-  Sí, y también echo de ver la gran diferencia   —106→   en favor de aquellos. ¿Pero tú crees que si en nuestra edad se usara el ceñir espada, se me escapa ese tipo asqueroso? Le atravieso en el acto.

INFANTE.-  Más vale que no usemos armas.

FEDERICO.-   (llega a su habitación y llama.)  Verás, verás como ahora resulta que nadie ha visto nada, que todo es figuración mía y ganas de reñir. Estas canallas de mujeres me la han de pagar.



Escena IV

 

Los mismos, CLAUDIA.

 

CLAUDIA.-   (abriendo la puerta.)  Buenas noches.

FEDERICO.-  Oye, ¿qué hacia en casa ese sinvergüenza que acaba de salir?

CLAUDIA.-   (soñolienta.)  ¿Quién? ¿Está usted loco? Bah; ya viene con sus remontazones. Aquí no ha entrado nadie.

FEDERICO.-  Tú y tu hermana sois unas grandísimas alcahuetas... ¿Y la señorita?

CLAUDIA.-  Acostada y durmiendo.

  —107→  

FEDERICO.-  Pasa, Infante.  (Entran en la sala.) 

INFANTE.-  Mira, deja el asunto para mañana. Ya debes suponer que te han de negar todo. Ten calma, soporta el hecho, y búscale solución de la manera más práctica.

FEDERICO.-  ¡Qué tonto eres!  (A CLAUDIA.)  Mañana os ponéis en la calle con toda vuestra indigna parentela, y mi hermana irá a las Arrepentidas... ¡Qué bajeza de espíritu y de sentimientos!... No quiero verla... Que no se ponga delante de mí. No podría contenerme...

INFANTE.-   (sentándose.)  Eso me parece muy bien: no hables con nadie esta noche. Aplaza la cuestión para otro día.

FEDERICO.-   (a CLAUDIA, con vivo enojo.)  Esta casa es una sentina, y vosotras alimañas inmundas.

INFANTE.-  Bien, desahógate...

FEDERICO.-   (a CLAUDIA.)  Quítate de mi presencia... Vete... con mil pares de demonios.

CLAUDIA.-   (para sí.)  Ya se le pasará el enfado... Este señorito fantasioso cree que estamos en tiempos como   —108→   los de esas comedias en que salen las cómicas con manto, y los cómicos con aquellas espadas tan largas, y hablando en consonante. ¡Válgate Dios con la quijotería!

FEDERICO.-   (paseándose.)  ¡Esto es horrible! ¡Qué bochorno! ¡Aquí tienes tu dichosa idea de igualdad, que todo lo encanalla! Ese pelandruscas se río de mí en mis barbas, ultraja un nombre respetable, y tengo las manos atadas contra él.

INFANTE.-  Has hecho bien en aplazar la función. Y ahora puedo irme tranquilo.

FEDERICO.-  Retírate si quieres.  (Recogiendo tres cartas que hay en el velador.)  ¿Tres cartas? ¿Apostamos a que en ellas vienen nuevas calamidades? Nada, que sigue la mala.  (Abre una.)  ¿Lo ves?... Una desgracia, un golpe en la nuca... Mi padre me anuncia que llega pasado mañana... ¿Y a qué viene?... Es mi padre y no puedo decir contra él ninguna palabra ofensiva.  (Con ira.)  Te juro, amigo Infante, que soy el hombre más digno de lástima que hay bajo el sol. No puedo echar de mí esta susceptibilidad delicadísima, y a donde quiera que me vuelvo no encuentro sino agudas puntas que me la hieren y me la chafan. ¡Este hombre...!  (Estruja la carta y la   —109→   arroja al suelo.)  Si no fuera mi padre, creo que le... ¿Pero a qué vendrá a Madrid? Me lo figuro, y la rabia me ahoga. ¿Por qué no se estará allá, en su libre América, olvidado y olvidándonos? No me bastaba con el sofoco que me ha dado Clotilde, sino que también este azote había de caer sobre mí.

INFANTE.-  Lee las demás cartas. La suerte suele darnos sorpresas... Quizás en alguna de ellas encuentres un bien inesperado.

FEDERICO.-   (examinando otra carta.)  Sí... para bienes inesperados está el tiempo. Conozco la letra. Es de Torquemada...  (La abre.)  Maldita sea tu alma...  (Lee.)  «Pongo en su conocimiento que si mañana a las doce...».

INFANTE.-  Lo que es por ese lado... Entérate de la otra. ¿Conoces también la letra del sobre?

FEDERICO.-   (que sonríe examinando el sobre.)  Pues mira, estos garabatos me producen una dulce impresión entre tantas desventuras. Es de una mujer... ¿Para qué hacer misterios? Es de La Peri... ¡Pobrecilla!...  (Lee para sí.)  Nada, me convida a almorzar. Tiene que hablarme... Sí; el día es a propósito para almuercitos...

INFANTE.-  Yo me retiro... No olvides mis consejos.   —110→   Siento dejarte tan preocupado y caviloso. ¿Acaso, en medio de las agitaciones de esta noche, has visto un rayo de luz, un indicio de salvación?

FEDERICO.-   (después de una pausa.)  ¡Quién sabe! Tal vez sí.  (Se dan las manos cariñosamente.) 

INFANTE.-  Pues buenas noches... digo, buenos días. Pronto amanecerá.

FEDERICO.-  Adiós.  (Vase INFANTE. FEDERICO pasa a la alcoba.) 



Escena V

 

Gabinete lujoso en casa de LA PERI. Es de día.

 
 

FEDERICO, LEONOR.

 

FEDERICO.-   (entrando precedido de una CRIADA.)  Pásale recado en seguida. Si hay alguien y tengo que hacer antesala, me marcho, porque no estoy de humor de plantones.

CRIADA.-  No hay nadie; digo, sí, está ese, que es lo mismo que decir nadie. Pero al momento se va...  (Poniendo atención.)  ¿Oye usted? Ya sale... como siempre, metiendo mucho ruido.

  —111→  

FEDERICO.-  Pues anda, dile a tu ama que estoy aquí, y que si no sale pronto me colaré adentro.

CRIADA.-  Siéntese usted un ratito. Leonor sabe que es usted, porque me dijo: «corre a abrir, que debe de ser ese...». Ahora saldrá.  (Vase.) 

FEDERICO.-  Aquí todos somos eses. ¡Bueno, bueno, bueno!

LEONOR.-   (que sale presurosa, muy maja, con bata negra de seda, adornada de lazos rosa-té, la cara recién empolvada, el pelo recogido con horquillas de concha.)  Niño, buenos días. Hay que echarte memoriales para verte.  (Poniéndole la mano en la cabeza.)  ¿Cómo estás? ¿A ver esa carátula? Palidez tenemos, y ojeritas... ¡Ay, ay! Habrás dormido mal... ¡Pobrecito de mi alma!

FEDERICO.-   (estrechándole la mano.)  Yo, así así. ¿Y tú, cómo estás?  (Se sientan juntos. LEONOR le pasa la mano por el pelo.) 

LEONOR.-  ¿Recibiste mi papel?

FEDERICO.-  Sí, esta madrugada, al llegar a casa. Te agradezco mucho la buena voluntad.

  —112→  

LEONOR-  El agradecimiento está demás. Pues oye: supe ayer por Torquemada lo que te pasa, y la que te tenían armada para hoy ese pillo y su compinche Bailón. Me entraron ganas de echar un capote por ti, como tú lo has echado por mí, cuando me he visto en la cuna de la fiera.

FEDERICO.-  Conozco tu buen corazón y tus desplantes de generosidad. Puesto que entre los dos hay confianza, hablemos. Nunca siento ante ti el embarazo que estas materias me producen ante otras personas con quienes tengo amistad.

LEONOR.-  Es que yo soy tu amiga de... de la entraña, y los demás lo son de aquí.  (Tocándose la punta de la lengua.)  Estoy contenta; esta mañana te eché las cartas, y en ellas vi que saldrías bien del soponcio.

FEDERICO.-  ¡Qué célebre!  (Riendo.)  ¿Y qué te dijeron los naipes?

LEONOR.-  Primero salió disgusto grande... ya sabes, el siete de espadas, en un corto camino, cuerpo y pensamiento de un hombre moreno. La cosa era bien clara...

  —113→  

FEDERICO.-   (burlándose.)  Clarísima; ya lo creo.

LEONOR.-  No lo tomes a broma. Pues rezados los tres padre-nuestros con muchísima devoción, y encendida la lamparilla a San Antonio, volví a echar lo que ha de venir, y ¿qué creerás que salió? Pues recelo por la mañana, el caballo de bastos, que eres tú, la mujer de buen color, y por fin, el as de oros. ¿No sabes lo que significa el as de oros?

FEDERICO.-   (impaciente.)   Signifique lo que quiera, vamos al grano, Leonorilla. No hay tiempo que perder, y es preciso plantear la cuestión lisa y crudamente. ¿Tienes dinero?

LEONOR.-  ¡Dinero...!  (Mirándose las uñas.)  Lo que es dinero, muy poco tengo disponible; pero se puede agenciar de aquí a la noche.

FEDERICO.-  Imposible esperar de aquí a la noche.

LEONOR.-  Tienes razón. Salió el dos de bastos, que quiere decir corto camino... Bueno; pues para no cansar, empeñaré todas mis alhajas, o las que sean menester. ¿Qué quiere decir la sota   —114→   de copas junto al as de oros sino que la mujer de buen color llevará a Peñaranda sus joyas? ¿Te parece bien?

FEDERICO.-  Paréceme atroz, y lo acepto por la terrible ley de la necesidad, con pena, pero sin rubor. Pásmate, como se pasmaría el mundo si lo supiera. ¡Qué extrañas relaciones estas! No somos amantes: lo fuimos. Somos tan sólo amigos; pero esta amistad nuestra es un fenómeno psicológico... ¿Sabes lo que es psicológico? Pues quiere decir del alma, un fenómeno...

LEONOR.-  Mira,  (con ademán de pegarle)  no me llames a mí fenómeno, ni tampoco a nuestra amistad...

FEDERICO.-  Quiero decir que esto nadie lo entiende más que nosotros. Por nada del mundo acepto yo, de un amigo de mi clase, ciertos favores. ¿Por qué los acepto de ti, sin que mi decoro se sienta herido? No puedo explicármelo claramente. ¿Qué significa esta fraternidad que entre nosotros existe? ¿Se funda quizás en nuestra degradación? Yo degradado, tú también, nos entendemos en secreto... Quizás si tus auxilios se hicieran públicos, yo los rechazaría con horror. Pero es el caso que de otras personas, bien seguro estoy de ello, no los recibiría ni aun   —115→   ocultándolos con el mayor sigilo. Mi orgullo tiene esta debilidad contigo, quizás porque entre tú y yo hay un parentesco espiritual, algo de común, que no es honroso sin duda, la desgracia, Leonor, el envilecimiento... Esto me confunde.

LEONOR.-   (sin entender estas psicologías.)  No, tonto; es que nos sale de dentro el ser amigos.

FEDERICO.-  Amistad es esta que Dios debiera tener en cuenta. En ella se funda algo, que, si no es virtud, se le parece; en ella puede haber abnegaciones y hasta sacrificios. No es por alabarme; pero conviene recordar que yo también supe ayudarte en trances críticos de tu vida, como tú me ayudas ahora. Me compadeces, como yo te he compadecido. Pues aunque seamos un par de pícaros tú y yo, este sentimiento que uno a otro nos inspiramos, ¿no es de la mejor ley?

LEONOR.-  Yo no sé lo que me pasa contigo. Bueno debe de ser esto, porque yo, aunque corra mis temporales de amor, siempre tiro hacia ti como la cabra al monte. Cuando pasan muchos días sin verte, estoy intranquila, y si oigo decir que estás enfermo, me pongo de mal temple. Me enamoro de este y del otro, me chapuzo,   —116→   me emborracho; pero no me importa engañar al que más me entusiasma y encajarle una mentira. Pues no teniendo amores contigo, como no los tengo, primero me corto la lengua que decirte una falsedad. Esto sí que es rarísimo. No sé... pero como vivo sin familia, me parece que tú eres para mí algo como hermano, como padre... y si tú dices: «Leonorilla, tal cosa te conviene», lo hago con los ojos cerrados. ¿Consiste en que tú sólo me hablas con verdad? Por esto debe de ser. Eres el perdis más caballero que hay bajo el sol.

FEDERICO.-  Y tú la perdida más señora que hay bajo la luna. Te profeso un cariño fraternal. ¡Caso extraño! En cuestión de amores, tú vas por tu lado, yo por el mío. Después de rodar cada cual por distinta órbita, venimos a juntarnos en este punto inexplicable de nuestra confianza, que es para mi alma un gran consuelo.  (Para sí.)  ¿Será verdad lo que estoy diciendo, o me engaño y me ilusiono con palabras artificiosas? ¿Será que me he connaturalizado con la degradación, como los seres que viven en una sentina, y no pueden respirar si se les saca del aire corrupto? Es triste que haya venido a encontrar el único afecto reposado y noble en el trato de esta mujer envilecida.

  —117→  

LEONOR.-   (que le ha observado cariñosamente, tratando de penetrar el objeto de su meditación.)  ¿En qué piensas, monín?

FEDERICO.-  En cosas que a mí me pasan.

LEONOR.-  ¿Amores? ¡Ah!, pizpireto, no me lo niegues. Como entre tú y yo no hay lío, puedes contarme tus penitas. Dime. ¿A qué señora trasteas, pillo? Porque señora ha de ser, y de las buenas.

FEDERICO.-  Pues... algo hay. Pero la confianza contigo tiene su excepción, y lo que es el nombre no hay para qué sacarlo a relucir.

LEONOR.-  Bueno; guárdate el nombre. No le vaya a dar el aire. ¿La quieres mucho?

FEDERICO.-  Te diré... Me gusta. Es mujer hermosa, apasionada, y tan buena por todos estilos, que no me la merezco. Pero...

LEONOR.-  Ese pero es muy salado. Di que no te entusiasma.

FEDERICO.-  No es eso; despierta en mí ilusión grandísima;   —118→   mas no sé qué barrera, no sé qué zanja la separa de mí... Sería mi felicidad si entre ella y yo se estableciese, como entre nosotros, esta confianza, esta sinceridad, este abandono de los secretos penosos de la vida... Mi alma se divide... la parte que tengo aquí me hacía falta llevarla allá para completar lo otro.

LEONOR.-   (tirándole del pelo.)  ¿Y piensas llevarla, canallita?

FEDERICO.-  Es que no puedo. Estas cosas son fatales, superiores a nuestra voluntad. Así es que faltando allá un ligamento esencial y necesario, aquello tiene que concluirse.

LEONOR.-  ¡Qué cosas!

FEDERICO.-  Ya ves que te hablo de mis amores. Cuéntame ahora los tuyos. ¿Sigues con el Marqués de La Cerda? ¿No te has cansado ya del pollo malagueño?

LEONOR.-  Chico, el Marqués está cada día más chocho por mí; sólo que de algún tiempo a esta parte se me ha vuelto muy cicatero, y hace muchos números. En cuanto al pollo, verás. He estado apasionadísima, chochísima durante unos meses. No podía vivir sin él. Ya me voy enfriando,   —119→   porque me ha hecho dos o tres judiadas buenas. ¡Y cómo me tira el dinero el muy tuno! ¡Pero paso por todo, porque es tan guapo, tan zalamero!... Hace dos días tuvimos una bronca un poco más fuerte que las de tanda. Le tiré una bota a la cabeza y le hice sangre en la frente. Después no tenía yo consuelo. Ayer y anoche estuvimos de monos; pero al fin tocamos a reconciliación.

FEDERICO.-  ¡Qué vida, chica! ¡Qué misterio en los afectos humanos! Y hay tontos que quieren reducirlos a reglas, y encasillarlos como las muestras de una tienda.

LEONOR.-  Sí que es raro lo que le pasa a una. Mírame chiflada por ese gitano, y sin maldita confianza en él; no le fiaría el valor de una peseta, ni nada tocante a las cosas formales.

FEDERICO.-  Pues a mí me pasan hoy, además de lo que te he dicho, cosas muy desagradables. Si tuviéramos tiempo te las contaría.

LEONOR.-  Sí que hay tiempo. Son las diez y media. Yo me visto volando, y arreglo eso en lo que se persigna un cura loco. Cuenta.

  —120→  

FEDERICO.-  Pues he descubierto que mi hermana me ha salido enamoriscada de un muchacho de Ultramarinos. Créelo: esto me produce el mismo efecto que si me dieran de bofetadas en mitad de la calle. ¿Y qué voy a hacer yo ahora? No lo sé. Me acostumbraré a la idea de que se ha muerto mi hermana.

LEONOR.-  ¡Vaya un disparate, niño! Si la pobrecita le tiene ley a ese facha, déjales que se casen. Guárdate el orgullo para otras cosas. Puede que sea más feliz con él que con cualquier fantoche de esos que andan por ahí. Yo tuve un novio barbero. ¡Ay, mi Lucas! Se llamaba Lucas... Si me hubiera casado con él, en vez de escaparme de casa de mis tíos con el tenientillo de infantería que me perdió, hoy sería yo una mujer honrada; mira tú, tendría la mar de chiquillos y... Pero no nos descuidemos. Ya me parece hora de ocuparnos de nuestros negocios. Saldré a eso, y luego almorzaremos juntos... Vamos a ver; ¿quedamos en que empeño las alhajas? Si se pudiera aguardar a mañana, yo le pediría a mi Marqués de La Cerda esa cantidad, amenazándole con sacarle los ojos si no vomitaba.

FEDERICO.-  No... eso no. Malo es lo de las alhajas; pero lo prefiero.

  —121→  

LEONOR.-  Pues manos a la obra. Por una casualidad, tuve noticia de este apurillo tuyo. Fui a ver a Torquemada, para pagarle mil reales que le debía mi pollancón maldecido, y me dijo aquel esperpento que ya no te da más prórrogas, que si hoy no le pagas te echa al juez. Por él supe también la cantidad. Dime, si yo no te hubiera llamado hoy, ¿habrías venido tú a contarme tu compromiso, y a pedirme que echara el resto por sacarte?

FEDERICO.-   (después de vacilar.)  Creo que sí.

LEONOR.-  ¡Viva la confianza! Ahora a la calle, Leonor. Voy a echarme una falda... Al momento estoy lista.  (Vase saltando.) 

FEDERICO.-   (solo.)  ¡Qué criatura, qué arranques! Lo mismo absorbe una fortuna que la regala. Ha arruinado a tres ricachos, y a mí me comió lo que heredé de mi madre. ¡Pero qué simpático desorden!

LEONOR.-   (que entra en traje de calle, con mantilla y manguito.)  Ya estoy. No te muevas de aquí. Yo te lo arreglaré todo. Torquemada está a dos pasos, calle de Tudescos... Me parece que llevo bastante...   —122→   género.  (Mostrando varios estuches envueltos en un pañuelo.)  Llevo los tres solitarios, el collar de perlas, los pendientes, la mariposa de brillantes... Con esto creo poder llegar a las trece mil pesetas. Si no es bastante, Valentín me dará lo que falte, prometiendo llevarle alguna alhaja más.

FEDERICO.-  Haz lo que quieras. Te pintas sola para estas cosas. Aquí te aguardo.

LEONOR.-  Si viene el Marqués, no me le entretengas, a ver si se larga. Dices que no me has visto, que cuando llegaste, ya había salido yo. Si le hablas del crimen ese, te advierto que es Cuadradista rabioso, y que quiere ahorcar a todo el género humano, menos a la madrastra. Dale por ahí mucho jabón. Si cuando yo venga, está él aquí, salúdame como si no me hubieras visto hoy. Ya buscaré un pretexto para escaparnos, dejándolo en el chiquero.



Escena VI

 

FEDERICO, solo, paseándose.

 

  ¿Esto qué es? ¿Es la mayor de las degradaciones, o acaso hay en esta amistad algo de bien moral, tan legítimo como lo más legítimo que en el mundo existe? ¿Es cierto que acepto estos   —123→   auxilios en reciprocidad de otros prestados por mí, y es cierto que no encuentro en ellos nada de vergonzoso? Escudriño en mi conciencia llena de susceptibilidades, y ningún remordimiento descubro por tales actos. Busco y revuelvo más, y mi orgullo no parece por ninguna parte. Anda huido por los rincones y escondrijos del alma. ¿Será que el tal orgullo es ley tiránica ante la sociedad, y todo licencia y anarquía para las acciones desconocidas de la gente? Entonces, el culto de la dignidad será, ni más ni menos, el arte de no dejar traslucir nuestro rebajamiento... Hay en mí dos hombres, el Federico Viera que todo el mundo conoce, y el amigo de La Peri. ¿Cuál es el verdadero y cuál el falsificado? Me marea esta duda, y no sé qué pensar de mí.  (Pausa. Trata de ordenar sus ideas.)  ¿En qué consiste que cuando me agobia un pesar, lo primero que se me ocurre es venir a contárselo a esta mujer? Para todos es ella el vicio, el embuste y la dilapidación; para mí es como un apoyo moral... Me espanto de decirlo. ¿Acaso le tengo amor? No, no es eso, porque sus amantes no me infunden celos. Amistad es, sí, y de las más atractivas. ¡Enigma tremendo! ¿Por qué me inspira esta mujer una confianza, que no siento por ninguna otra?...  (Herido por un recuerdo.)  ¡Ah!, ya no me acordaba. Esta tarde, entrevista con Augusta. Parece que la idea de la cita ha brotado en mi mente con un   —124→   ligero chispazo de disgusto. ¿Qué significa esto? ¿La quiero, sí o no? No puedo dudar que me interesa, y no obstante, desearía que ella se cansase y me propusiese el rompimiento... Pero no lo hará. Mujer soñadora y altanera, tiene entusiasmo, la exaltación temeraria de las almas de complexión robusta. Bien sabe Dios que no quisiera lastimarla. Me gusta, me ilusiona, me embriaga a ratos; pero no me inspira la dulce familiaridad con que estoy ligado a esta bribona de Leonorilla. La otra pertenece a la sociedad, y ante ella, por una serie de actos maquinales, me revisto de mi orgullo, me lo pongo  (haciendo ademán de vestirse) , como me pondría el frac. Soy su amante, su amigo no. Por nada del mundo le confiaría los abrumadores aprietos en que me veo una semana sí y la otra también. Por nada del mundo admitiría de ella lo que admito de esta pobrecilla y despreciada Peri. La quise y la seduje por estímulos obscuros de la imaginación y de los sentidos, y por ella he faltado a la consideración que debo a un amigo. ¿No es esto más villano que empeñar las alhajas de La Peri para pagar mis deudas?  (Con rabia.)  Y sin embargo, el mundo no lo ve así. Por lo que aquí ha pasado hoy, algunos quizás dejarían de saludarme, por lo otro me envidiarían...  (Agitadísimo.)  Lo indudable para mí es que con unas y otras cosas, la vida se me va haciendo muy pesada, y me cuesta ya trabajo   —125→   cargar con ella. No hay en mi existencia un rato de tranquilidad, y a donde quiera que me vuelvo, doy con mi cara en un poste. Y para acabar de anonadarme, viene mi padre, como llovido, a turbar más mis ideas, y a ponerme en el disparadero. Porque, no tengo duda, el objeto de este viaje es un bien combinado ataque al bolsillo de Orozco. ¡Esto me faltaba!  (Pateando.)  Luego la casquivana de Clotilde... No, no soporto tanta mengua. No puedo más; mi resistencia se acabará pronto.  (Se sienta. Larguísima pausa.)  Ya, ya sé la cantinela de Augusta esta tarde. Me parece que la oigo: que desea regenerarme; que debo pensar en vivir de un modo regular; el estribillo de la última tarde que nos vimos. Y para eso me ofrecerá sus riquezas. ¡Qué oprobio!, ¡aceptar tal cosa, vivir y vivir bien con la fortuna del hombre a quien ultrajo! Esto no lo haré yo jamás. Prefiero mil veces pedir públicamente, delante de todos mis amigos, cinco duros a La Peri, y tomarlos sabiendo que ella los sustrae del bolsillo de sus amantes; prefiero esto a recibir de la mujer de Orozco esos medios de vida honrada que me ofrece. ¡Vaya una honradez! Antes me ganaría yo la vida con los oficios más vergonzosos, en esta casa o en otra cualquiera, envileciéndome, pero sin engañar a nadie...  (Vuelve a pasear.)  ¡Cuánto tarda Leonor! Si no viene pronto, creo que enloqueceré. No puedo estar solo. Necesito   —126→   compañía constante. ¿Pero a quién descubrirme totalmente? ¿Cómo contarle a la otra lo que hoy he hecho? ¿Cómo decirle: «tengo una amiga del alma, una socia moral que hace los mayores desatinos por librarme de las uñas de mis acreedores?». En cuanto yo le refiriera esto, ¡buena se pondría! ¡Qué escenita de celos y recriminaciones! No, entre Augusta y yo, las dulzuras inefables de la confianza no pueden existir. A Leonor si le confío lo que es de cierto orden, mis deudas, mis apuros. Ella lo siente, lo comprende, y me conforta y me da la mano cuando voy a hundirme. ¡Compañerismo misterioso! Pero si le declarara mis relaciones con Augusta, la repugnancia con que miro sus ofertas, y la inquietud inmensa que me produce el ultraje a Orozco, de seguro no lo comprendería, ni sabría consolarme. De modo que a una y a otra he de ocultarles algo; con ninguna puedo tener la comunicación plena y total, consuelo del alma... Mi vida ha venido a dividirse en dos esferas irreconciliables. Tengo que seguir en esta incertidumbre, partiendo el alma sin poder darla entera a nadie, y ni amiga ni amigo encuentro que me ayuden a soportar todo el peso de tristeza que llevo sobre mí. Adelante con él; iré hasta donde pueda... Me parece que ya viene Leonor, este diablillo de bondad.


  —127→  

Escena VII

 

FEDERICO, LEONOR.

 

LEONOR.-   (entrando presurosa.)  Hecho todo. Dame un abrazo... en premio de mi virtud.

FEDERICO.-  Ahí va.  (La abraza y la besa.)  Tu virtud, sí. No creas que has dicho una broma.

LEONOR.-  Basta de matemáticas, o sea de agradecimiento. No dirás que he tardado mucho. Fui a casa de ese puerco de Torquemada, y desde la puerta me volví... Se me ocurrió que era imprudencia retirar yo misma los pagarés. Podría contarlo el muy tuno, y tus amigos creerían horrores de ti; que yo te pago las trampas.

FEDERICO.-  Has tenido una feliz idea. No había yo pensado en eso. De modo que...

LEONOR.-  Te traigo los santos cuartos para que tú mismo vayas a casa de ese judío. Échate pronto a la calle, y a ver dónde nos reunimos luego para almorzar juntos...

FEDERICO.-   (tomando el dinero.)  Donde tú quieras. Estoy a tus órdenes.

  —128→  

LEONOR.-  ¡Ah! ¿No ha venido el Marqués, ni ningún otro de esos cataplasmas?

FEDERICO.-  No ha venido nadie.

LEONOR.-  De buena lata te has librado. Mira, chiquío, conviene que tomemos soleta antes que se nos plante aquí algún punto fuerte.

FEDERICO.-  Sí; ¿te parece que almorcemos en un sitio reservado, en un bodegoncito, donde nos sirvan cordero u otro plato español de los que a ti tanto te gustan?

LEONOR.-  ¡Ah, pillastre!, te avergüenzas de que te vean conmigo, y buscas un sitio solitario para esconderte. Bien, iremos a casa de Botín, el de la Cava.

FEDERICO.-  No; es que...

LEONOR.-  Te veo, besugo... Tu señora, quien quiera que sea, estará celosa, y puede que te ande buscando las vueltas.

FEDERICO.-  No es eso, tonta. Pero no nos detengamos.

  —129→  

LEONOR.-  A la calle.  (Cantando.)  ¡Españoles, venid! Nos separaremos en el portal, y luego, fíjate bien, te espero en la Plaza Mayor. No me des plantón.

 

En la escalera.

 

FEDERICO.-  ¡Quita!, ¡pues no faltaba más...!

LEONOR.-  ¡Ah!, me olvidaba de contarte... ¿Sabes a quién me encontré ahora? Al abuelo Cisneros. ¡Qué terne está! Me paró y me dijo que fuese a verle. Mira tú, a ese tío marrullero le sacaría yo de buena gana diez mil realetes para dártelos a ti... No seas tonto y no pongas esa cara. ¡Vaya!, ¿lo que ya hice una vez, por qué no repetirlo ahora?

FEDERICO.-   (contrariado.)  Por Dios, Leonor; que se te quite eso de la cabeza.

LEONOR.-  ¿Escrupulitos tenemos? ¡Qué tonto te me has vuelto, chico! Déjame a mí, que entiendo el tinglado del mundo mejor que tú. ¿Para qué quiere tanto dinero ese viejo chinche, más malo que la sarna? Nosotras somos las repartidoras de la riqueza, y niveladoras de las fortunas   —130→   mal distribuidas. No, no te rías. Cisneritos me tiene que pagar la última que me hizo, cuando me prometió el tapiz, y luego se llamó Andana. Se la guardo, sí, porque es la única persona que me ha engañado en este mundo. Déjale venir, tonto, y como yo le dé unos cuantos pases, el tapiz es mío, y luego lo empeñamos si nos hace falta dinero, o lo vendemos si te conviniere...

FEDERICO.-   (con hondo disgusto.)  Leonorilla, no me mezcles a mí en esas historias...

LEONOR.-  ¡Ay, qué guasa! El diablo harto de carne...

FEDERICO.-  No es que me meta a fraile, sino que... Cállate, cállate.

LEONOR.-  ¿Pues sabes lo que se me ocurre en este momento? Que yo, preparando con tiempo una combinación, podría agenciarte, en el golfo que jugamos en casa por las noches, alguna cantidad gorda.

FEDERICO.-   (apartándose de ella.)  ¡Qué ignominia! Me causa horror tu proposición.

  —131→  

LEONOR.-   (con calma bonachona.)  Pero qué, ¿tu tranquilidad no vale una trampa?...

FEDERICO.-   (aterrado.)  Ni en broma me lo digas... ¡Si esto lo oyera alguien! ¡Si esto se supiera...!

LEONOR.-  ¡Pero como nadie lo ha de saber!... El honor y el deshonor dependen de que las cosas se sepan o no se sepan. De forma y manera que si lo que debe quedar secreto, quedara siempre, esas palabrillas, honor y deshonor, habría que suprimirlas de la conversación.

FEDERICO.-  Filosófica estás...  (Llegan al portal.)  Bueno; no nos entretengamos charlando.

LEONOR.-  ¡Eh, niño!, no vayas a distraerte y a darme un esquinazo. Porque tú las gastas así.

FEDERICO.-  Descuida. Seré puntual.  (Se separan en la calle.) 


  —132→  

Escena VIII

 

Dos habitaciones comunicadas, pequeñas, puestas con dudosa elegancia. En la de la derecha, sofá, butacas, un secreter, velador con tapete, un entredós con lámpara de bronce, cortinas de seda, chimenea encendida, sobre la cual hay un gran espejo. En la de la izquierda, tocador con colgadura, una silla larga, banquetas de pelouche, armario de luna, lavabo. En el fondo de este gabinete la puerta que comunica con una alcoba. Es de día.

 
 

AUGUSTA, FELIPA.

 

AUGUSTA.-   (en la sala de la derecha, en pie, mirando su reloj.)  Las cuatro y veinticinco. Me retrasé con aquella visita... ¡Qué ansiedad! Yo creí encontrarle aquí. Hoy estaba más obligado que nunca a la puntualidad...

FELIPA.-   (entrando con una bata.)  ¿No se pone la señorita la bata?

AUGUSTA.-  No... Pero sí; tienes razón, me la pondré.  (Pasa a la otra estancia. Se quita el abrigo y el sombrero.)  Hace mucho calor aquí. No eches ya más leña en esa chimenea, que parece el infierno.  (Para sí.)   Pero es tontería pedirle puntualidad. ¡Cuánto me hace padecer!  (Ayúdala FELIPA a quitarse el vestido y a ponerse la bata. Después la descalza, poniéndole chinelas de raso, negras.)  Ya estoy cómoda. Ahora, sólo falta que venga a las tantas. No, lo que es hoy no se lo perdonaría.  (Alto.)  Por Dios, Felipa, ten cuidado con   —133→   la puerta, para abrir en cuanto sientas el coche. Otra cosa: a eso de las seis, te vas a casa de la tía Serafina, y preguntas cómo sigue, y qué personas han estado allí. Me harás ahora una naranjada bien cargadita de azúcar.  (Vase FELIPA. AUGUSTA se acerca al balcón, y mira a la calle, al través del visillo.)  ¿Pero por qué tardará tanto este hombre, el primer desocupado de Madrid?... ¡Pobrecillo!, sabe Dios si esos demonios de ingleses le habrán armado hoy alguna trampa de la cual no pueda escapar. ¡Ah!, otro coche por Santa Engracia. Él es... Me lo dice el corazón.  (Atenta al ruido del carruaje. Pausa.)  No, no será este. ¡Qué tristeza! No dobla la esquina... Sigue para arriba...  (Se pasea por la habitación.)  ¡Qué rato tan triste este de la espera, de la incertidumbre, del temor de que no venga!  (Vuelve al balcón, y levanta un poco el visillo.)  Por la calle solitaria no pasa un alma... El pregón del aguador, que va con el burro cargado de botijos, me suena como un de profundis. Pues el machacar de los herreros que hay más abajo, me late en las sienes como mi propia sangre. ¡Ah!, otro coche. ¿Será...? No; por el ruido debe de ser un carromato, de estos de siete mulas, que están pasando media hora. ¡Qué pesadez, qué monotonía y qué sobresalto!  (Se echa en una butaca, la cabeza hacia atrás.)  Esperaremos así. El corazón me dice que el primer coche que se sienta en el Paseo será el   —134→   suyo. ¡Qué silencio ahora!... Otra vez ruido de ruedas; pero lejano, por la Ronda... Si me durmiera, se me haría menos sensible el plantón... Pero lo que yo digo, ¿qué quehaceres tendrá este hombre para...?  (Aguzando el oído.)  ¡Ahora, ahora!  (Levántase.)  Si no es este, me entrará la desesperación. Se acerca. ¡Ay!, no sé qué tiene el coche en que viene él, que hace siempre más ruido que los demás. ¡Ah!, gracias a Dios, se para en la esquina... Vamos, ya estoy contenta. Ya sube... Esa Felipa, ¡cómo tarda en abrir!... ¡Felipa!



Escena IX

 

AUGUSTA, FEDERICO.

 

FEDERICO.-   (entrando en la sala.)  Perdóname, hija de mi alma, si he tardado un poco.

AUGUSTA.-  ¿Cómo un poco? Hace media hora que estoy aquí. Ya pensé que no venías. Y como yo me pongo siempre en lo peor, creí que esta tardanza era... la del humo...

FEDERICO.-  ¡Pero qué calor hace aquí!  (Quítase gabán y sombrero.)  ¿Con que la del humo?... ¡Qué bromas tiene mi nena!  (Se sientan ambos en el sofá.) 

AUGUSTA.-  Quita allá, embustero, farsante. No me engatusas   —135→   ya. A fe que estoy contenta hoy. Ha sido una debilidad darte esta cita, después de las perrerías que me haces.

FEDERICO.-  ¿Pero qué perrerías ni qué...? ¡Cuidado con tus cavilaciones! No, gata salada, no hay ningún motivo para que te enojes con tu perdis. Tengo en ese punto la conciencia tan tranquila, que anoche, cuando me pusiste de vuelta y media, me decía: «Ya se amansará. La reconciliación ha de venir, pues nada ocurre en que fundarse pueda un agravio». Esta mañana, al recibir tu carta, me dije: «paces tenemos».

AUGUSTA.-  No hay que hablar de paces todavía. Antes conteste usted a mis preguntas.

FEDERICO.-  ¿Me tratas de usted? Cuando yo digo que paces tenemos.

AUGUSTA.-  Será con su cuenta y razón. Empiezo a preguntar. Primero: ¿por qué has tardado tanto hoy?

FEDERICO.-  ¡Dale!... Cosas mías; asuntos que no pueden interesarte.

AUGUSTA.-  ¿Cómo no han de interesarme tus asuntos?   —136→   ¡Qué herejías echas por esa boca! Si el amor tuviera su Inquisición, serías tú condenado a la hoguera por las atrocidades que dices contra el dogma... Yo no debí escribirte hoy. Repito que ha sido una flaqueza mía. Anoche no dormí, pensando en tus traiciones!...

FEDERICO.-   (riendo.)  Pero sepamos cuáles son mis traiciones. No me he enterado de ellas todavía.

AUGUSTA.-  Hazte ahora el tonto. Esa mujer indigna, a cuya casa vas con tanta frecuencia...

FEDERICO.-   (interrumpiéndola.)  Te lo habrá dicho Malibrán, que se dedica a desacreditarme.

AUGUSTA.-  Quien me lo dijo, añadió que ese trasto de La Peri tiene gran influjo sobre ti.

FEDERICO.-   (con frialdad, y un poco distraído.)  ¡Qué disparate!

AUGUSTA.-  Nada es disparate. El disparate no existe. Los hechos pueden ser o no ser; pero no es la mejor manera de negarlos el decir que son absurdos. Convénceme, pues, de otra manera.

FEDERICO.-  ¿Cómo?

  —137→  

AUGUSTA.-  Demostrándome que me quieres. Si me lo pruebas, se aplacarán mis celos, pues queriéndome a mí, no podrás querer a otra.

FEDERICO.-   (abrazándola con cariño,pero receloso.)  ¡Pues si eso te lo tengo probado ya hasta la saciedad!... Vida mía, no pienses en infidelidades que sólo están en tu imaginación, o en la malicia de amigos que me quieren mal.

AUGUSTA.-   (dejándose abrazar, y correspondiéndole con cariñosas ternezas.)  Soy débil, y me entrego a tus engaños, para asegurar siquiera la dicha del momento presente. Te confesaré con franqueza una cosa, y es que esta mañana, después de una noche de martirio y de cavilaciones que me pusieron demente, se me despejó la cabeza y se me aclararon las ideas. Me dio por argumentar en favor tuyo. Verás lo que dije: «¡Si no puede ser, si no cabe en cabeza humana que, habiéndole yo sacrificado mi honor, y queriéndole como le quiero, me sustituya con una mujer de esa clase y de esa vida!». Pero al pensar esto, no las tenía todas conmigo, porque los llamados disparates me parecen a mí lo más natural y verosímil. De todos modos, habías ganado en mi alma el terreno que por la noche perdiste, y me ablandé, chico, te tuve lástima, tuve lástima de ti y de   —138→   mí, y te cité para hoy, diciéndome: «¡Qué demonio!, si estoy rabiando por verle y porque me haga fiestas, ¿a qué tanta gazmoñería?».

FEDERICO.-   (besándola.)  Sí, vale más que nos veamos, y que hablemos como buenos amigos.

AUGUSTA.-  Y ahora siguen las preguntas.

FEDERICO.-  ¡Ay! Déjalas para otro día. Convéncete de que no te engaño. ¿Quieres que te hable con completa sinceridad? Pues La Peri es amiga mía... La conozco hace tres o cuatro años. Ya sabes que tuvimos nuestro devaneo. Pues aquello no dejó rastro alguno; sólo queda una amistad, así...  (Con embarazo.)  así, ¿cómo te la explicaría yo? Ella me consulta alguna vez sus asuntos... Charlamos; yo, si se me ocurre, le doy un buen consejo, y... ¿Quieres más franqueza?... Pues alguna que otra vez voy a su casa. No... no frunzas el ceño. ¡Pero, hija mía, si le hablo delante de su amante! El que te haya dicho otra cosa ha mentido, créemelo. Yo te juro, chiquilla, que amor no hay entre ella y yo... amistad sí, una amistad... yo no sé cómo hacértela comprender.

AUGUSTA.-   (seria.)  No te canses, que no la entenderé nunca.   —139→   Comprendo que te enamores de una mujer perdida, prefiriéndola a mí. El amor no tiene lógica, ni entiende de clases. Pero la amistad no es tan independiente, señor mío; está más ligada con las condiciones sociales, con la decencia y la opinión. ¿No te parece a ti que la amistad formal con una mujer de esas es degradante para un caballero? ¿Y no se te ocurre que la gente la interprete mal, y suponga en ti ignominias que no existen, sin duda; pero que parecen la consecuencia natural de tu trato con personas de tal estofa?

FEDERICO.-   (con acritud y ligeramente turbado.)  ¡Ignominias! ¡Qué absurdo! ¿Acaso se habrá atrevido alguien a calumniarme...?

AUGUSTA.-  No, no he oído nada... Era una deducción que yo hacía de esas amistades confesadas por ti.

FEDERICO.-   (impaciente.)  ¡Qué tontería invertir estas cortas horas en divagar sobre hechos imaginarios, querida mía! Tú tienes la culpa, con tus celos y tus cavilaciones. Y en último caso, si yo te quiero a ti sola, si por más que rebusque tu suspicacia, no podrá encontrar un dato en contra, ¿qué te importa lo demás?

AUGUSTA.-   (con cariño.)  ¿Pues no ha de importarme? Cuando se ama   —140→   de veras, gusta mucho absorber toda la vida de la persona amada. Tú no me ofreces más que la flor de la vida, y eso no me satisface: yo quiero también las hojas, el tronco, las raíces... ¿Qué te parece la figurilla?

FEDERICO.-  Buena, buena.

AUGUSTA.-  ¿El amor es acaso una ilusión pasajera? No, si es de ley, ha de completarse con la compañía y el apoyo moral recíproco, con la confianza absoluta, sin ningún secreto que la merme, y con la comunidad de penas y de alegrías... Una queja he tenido siempre de ti, y es que nunca has querido confiarme secretos penosos que te oprimen el corazón. Yo sé que hay esos secretos, yo sé que padeces callandito por la falsa idea que tienes de la dignidad. ¿Para qué sirve el amor si no sirve para que los amantes se consulten y se apoyen en sus desgracias? Dices que me quieres. Pues pruébamelo... ¿Cómo? Clavando en mi corazón parte de las espinas que tienes clavadas en el tuyo. ¡Si no puedes negar que las tienes, si todo el mundo lo sabe! ¡Ay!, algunas de esas espinas, verás que pronto me las sacudo yo.

FEDERICO.-   (para sí.)  Corazón inmenso, no merezco poseerte.  (Alto, abrazándola.)  ¡Qué buena eres, qué talento tienes, vida mía, y qué indigno soy de ti!

  —141→  

AUGUSTA.-  ¡Embustero!... Si me quieres de verdad, confíate a mí. Ya sé los argumentos que te haces a ti mismo para no confiarte. ¿Crees que no tengo penetración, que no sé leer en tu alma? Pues sí que leo, y lo vas a ver. Tú piensas que, en ley de decoro, un caballero pobre no puede confiar a una señora casada y rica, con quien tiene relaciones, ciertas contrariedades de su vida. Temes parecer indelicado, innoble. ¡Qué tontería! El verdadero amor debe ahogar el orgullo y acabar con él, como el pez grande se come al chico. Yo aspiro a vencer tu orgullo y a devorarlo, avivando el amor y dándole, tontín, las grandes tragaderas. Pero ayúdame tú. Para animarte, te diré una cosa: Yo te quiero por desgraciado, por bohemio, por el abandono que hay en ti, por lo que padeces en silencio, y por las amarguras que pasas sin chistar.  (Con veleidad graciosa.)  Pues oye; se me ocurre una transacción: que gastes con todos esa delicadeza, y la suprimas para mí. Es mi enemiga, mi rival y tengo celos de ella. Le clavaría las uñas. Para que lo sepas todo, tu vida angustiosa, tu pobreza, sí, empleemos la palabra terrible, han sido un incentivo más del amor que te tengo.  (Sonriendo.)  Si fueras capitalista, yo no te habría querido. Si fueras un hombre metódico, que llevaras   —142→   tus cuentas por partida doble, créelo, me serías antipático.

FEDERICO.-   (soltando la risa.)  ¡Monísima! Me haces mucha gracia.

AUGUSTA.-  Yo soy así: estoy cansada de la regularidad. Me ilusiona el desorden.

FEDERICO.-   (con viveza.)  ¡Ah! Ya te cogí. ¡Contradicción! Si eres como dices, ¿a qué ese empeño de poner orden en mí?

AUGUSTA.-   (confundida.)  Pues si hay contradicción que la haya. No retiro nada de lo dicho. Ea, hablemos claro. Yo deseo ser, además de tu amante, tu consejera y tu administradora. No quiero que pases tantas agonías. Dame tu confianza; destruye esta muralla que hay entre nosotros.

FEDERICO.-   (con seriedad.)  Augusta, vida mía, lo que ignoras de mí se revela a tu imaginación soñadora como algo interesante, novelesco, dramático, y no es eso; es de lo más prosaico y vulgar. ¿Y si yo te dijera que derribando esta muralla de la China perdería quizás tu estimación?

AUGUSTA.-  No, no; la pobreza no deshonra a nadie.   —143→   Comprendo, aunque nunca las he pasado, las humillaciones que trae la falta de dinero; pero eso se remedia fácilmente, querido mío.

FEDERICO.-  Yo no merezco el interés que te tomas por mí. ¿Pero no es mejor que dejemos en la sombra y detrás de nosotros toda esa realidad fastidiosa, que al fin, al fin, puede que diera al traste con el amor mismo? Eso que ignoras te seduce porque es misterio. Si dejara de serlo, lo mirarías quizás con repugnancia.

AUGUSTA.-  Es cierto que me atrae el misterio, lo desconocido. Lo claro y patente me aburre.

FEDERICO.-  Vuelvo a señalarte la contradicción. Si eres así, ¿cómo se te antoja penetrar en mi vida íntima, para que yo también te aburra?

AUGUSTA.-  No, no es eso... ¿Me dejas explicarme?

FEDERICO.-  Sí, estoy encantado oyéndote.

AUGUSTA.-  Pues verás. Tú me conoces bien; tengo, no sé si por dicha mía o por desgracia, una imaginación exaltada. El peligro mismo me atrae,   —144→   y aun eso que llaman disparate me seduce también. Eso de que siempre han de pasar las cosas con arreglo a pliego de condiciones, como si la vida fuera una continua subasta, me carga.

FEDERICO.-  Veo en ti algunas de las ideas de tu padre.

AUGUSTA.-  Mi padre tiene mucho talento, y se anticipa a su época.

FEDERICO.-  También tú.

AUGUSTA.-  Yo apetezco lo extraño, eso que con desprecio llaman novelesco los tontos, juzgando las novelas más sorprendentes que la realidad. ¿Por qué me enamoraste tú, grandísimo tunante? Porque eres una realidad no muy clara, porque no veo tu vida cortada por el patrón de este puritanismo inglés que aborrezco, porque llevas en ti el gustillo ese del disparate, que a mí me sabe tan bien.

FEDERICO.-  Y ahora pretendes destruir todo ese encanto que, según dices, tengo, y cortarme a patrón y ponerme la marca ordinaria. Si me amas por absurdo, ¿a qué combates mi desequilibrio, que según tú, es una cosa tan bonita?

AUGUSTA.-  Ven acá, tonto, mamarracho; es que te quiero   —145→   locamente: a nadie he querido ni quiero sino a ti, y este amor primero y último hace una revolución en mi naturaleza y en toda mi alma. ¿Que desmiento mi carácter? ¿Que me contradigo? Bueno. Deseo hacerte burgués, vulgarizarte. ¿Que destruyo ese encanto, esa poesía, llamémosla así, de tu pobreza disfrazada? Mejor; por eso no dejaré de quererte. Es el gran paso, que yo no he dado hasta ahora, en el proceso, o como quiera que eso se llame, de los afectos; el paso del periodo soñador al periodo práctico, del noviazgo al matrimonio; la gran crisis del amor; el tránsito de la época legendaria a la época clásica. ¿Qué tal? Esto se llama erudición. Tontín, ¿no me comprendes? Es que me transformo, es que aspiro a fundir la ilusión con la razón, a hacerte feliz en todos los terrenos, a establecer tu vida junto a la mía en condiciones de estabilidad. ¿No lo entiendes, grandísimo gaznápiro?  (Le da muchos besos.) 

FEDERICO.-  Lo entiendo... en principio lo entiendo. Pero veo que no cuentas con la realidad. Esa aspiración tuya es un sueño. Olvidas que estás ya casada.

AUGUSTA.-  Es cierto. Con esa idea me traes a la vida real. Iba yo por los espacios imaginarios, como las brujas que vuelan montadas en una escoba.   —146→   Pero, en fin; el que no podamos hacer vida normal no estorba para que yo intente mejorar tu existencia, y librarte de ciertos suplicios. ¿Te lo digo más claro? Pues guardando las formas y respetando lo que debo respetar, quiero que participes de los bienes materiales que yo disfruto. La desigualdad entre mi bienestar y tu malestar me mortifica. Hay que repetirlo cien veces: es preciso que nos volvamos muy prosaicos, muy caseros.  (Sonriendo.)  Sin duda esto es efecto de la edad. Ya voy siendo vieja.

FEDERICO.-   (con exaltada pasión.)  ¡Vieja tú! Eres la juventud eterna, la gracia infinita, y la tentación del mundo entero.

AUGUSTA.-   (riendo y abandonándose.)  ¡Borrico!

 

Intermedio largo.

 

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